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LA (IN)JUSTICIA NUESTRA DE CADA DIA

El fundamento básico para la existencia de la democracia moderna es


la vigencia plena del Estado de Derecho. Significa esto que la
administración de la justicia debería estar en manos probas, idóneas
e imparciales. Si este basamento esencial es precario o incompleto,
toda la institucionalidad funciona de manera deficiente y genera una
enfermedad social devastadora: la anomia.

Las sociedades, como la nuestra, en las que, salvo contadísimas


excepciones, la administración de la justicia se halla en manos
ímprobas, sometidas y parcializadas, la democracia simplemente no
puede realizarse y resolvemos nuestras querellas, bajo la lógica del
estado de naturaleza, es decir de la preminencia del más fuerte. La
justicia está al servicio del poder, sea este político o económico y la
inmensa mayoría de la ciudadanía se halla inerme, a merced de los
mandamases de turno.

En nuestro país, actualmente, el que tiene poder para acusar, no


importa si tiene la razón o las pruebas para llevar adelante su
proceso. Si posee la suficiente influencia sobre fiscales y jueces,
mediante la execrable herramienta de las “medidas cautelares“,
puede encarcelar, confinar a sus domicilios, suspender autoridades
electas, etcétera, destruyendo honras, trayectorias y vidas enteras.
Por el contrario, se pueden cometer las peores arbitrariedades, la
corrupción más desembozada, adjudicar obras millonarias, compras
sin licitación, etcétera; si se tiene en el bolsillo a los administradores
de justicia, no pasará absolutamente nada.

¿Cómo llegamos a esta situación? ¿Porqué la sociedad acepta tan


pasivamente esta tragedia nacional? Cierto es que cuando nos
convocaron a votar por nuevos magistrados, lo hicimos dando una
señal inequívoca al poder. Los votos nulos y blancos superaron los
dos tercios, pero el poder se estornudó en la noticia. Los ciudadanos
entonces, tanto los que están organizados en partidos políticos, como
aquellos que no pertenecemos a ninguna organización, no supimos
reaccionar y nos resignamos a padecer unos administradores que no
habíamos elegido y que sabíamos de sobra, estarían sometidos al
poder político al que le debían sus cargos.

Todos los días somos testigos de las más terribles arbitrariedades.


Desde las personas que caen en la desgracia de involucrarse en un
pleito y, enseguida, convertirse en presa de abogados, fiscales y
jueces que trafican con su miedo y su dolor, hasta políticos y
poderosos que compulsan influencias y billeteras, en los estrados
judiciales. Allí lo que menos importa es la ley o la justicia. Todo se
define a partir de las influencias y las presiones. Vivimos en la
incertidumbre, la angustia y la desesperanza. Cuando no existe
confianza en la administración de la justicia, los ciudadanos pierden el
entusiasmo, las ganas de progresar y sólo tratan de sobrevivir en
medio de una selva agreste, plagada de riesgos y peligros.

Desde hace décadas, que denuncias y lamentos como el presente,


son materia cotidiana en los medios de comunicación, en las
universidades y hasta en las charlas de café. Cientos de millones de
dólares se gastaron en consultorías, programas y proyectos de
“reforma de la justicia“. El gobierno, de tanto en tanto, convoca
“cumbres“ y muchas organizaciones no gubernamentales viven de
estudiar y proponer soluciones al “problema de la justicia“ en Bolivia.

Sin embargo, nada sería más simple de resolver, si de verdad


hubiese voluntad para hacerlo. Un par de modificaciones legales y se
podría desarmar a los poderosos para que no sigan medrando de la
gente. Prohibiendo de manera definitiva, salvo asesinatos o
violaciones atroces o flagrantes, la famosa “detención preventiva“,
estableciendo que ningún proceso pueda durar más de 12 meses,
desde su inicio hasta la sentencia, bajo condición de inmediata
extinción si excediera el plazo y nombrando fiscales y jueces vitalicios
por concurso de méritos y examen de competencia, todo cambiaría
como por arte de magia. ¿Será posible que algún día podamos
lograrlo? ¿Podremos derrotar al “mecanismo“?

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