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Tema 1 Ham
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como un sentimiento nacional en la Península, pero los francos se adueñan de la situación política en
Occidente.
MAHOMA Y LA EXPANSIÓN DEL ISLAM. LAS PRIMERAS ENTIDADES HISTÓRICAS DE LA PENÍNSULA ARÁBIGA.
La Península Arábiga será protagonista de hechos de primera magnitud desde mediados del siglo VII. Las
grandes ciudades históricas de La Meca y Yatreb, y Yemen la Arabia Feliz, zona de posibilidades agrícolas
en un mundo dominado por el nomadeo, fueron la cuna de las primeras civilizaciones árabes como tales.
La Península Arábiga, cuna de los pueblos semitas, fue experimentando un progresivo proceso de
desecación, que dio lugar a corrientes de migración hacia las zonas más favorecidas: arameos, cananeos,
fenicios, hebreos…
En Arabia meridional se formó ya en el siglo X a.C. una entidad política de cierto relieve: el reino de Saba,
que mantuvo contacto con Salomón y relaciones comerciales con sus vecinos fenicios. Muchos años
después, en el siglo I a. de C., una dinastía de ascendencia arábiga, lso nabateos, se instalaron en Palestina
llevándola al esplendor en tiempos de Herodes el Grande.
Incorporado el Próximo Oriente a la órbita política de Roma, los contactos con el mundo árabe se
reforzaron. Un movimiento separatista con su centro en la ciudad sirio-arábiga de Palmira estuvo a punto
de desgajar del Imperio las provincias del Próximo Oriente.
Cuando el Imperio desapareció en Occidente en el 476, Arabia se convirtió en campo de distintas
influencias y presiones. El sur de la península conoció la invasión de los etíopes hacia el 525 y los intentos
unificadores de un antiguo esclavo que en el 570 estuvo a punto de ocupar La Meca. Bajo sus sucesores los
persas ocuparon el Yemen, dentro de la lógica de hostilidades entre la Persia sasánida y los sucesores de
Justiniano.
Los contactos de orden político-militar provocaron otros intercambios, como los mercantiles entre el
Yemen y Siria y el Yemen y la India, que fueron creando nuevas formas de vida como el nacimiento de una
incipiente burguesía. Por otro lado, colonias de judíos y cristianos se establecieron en algunos centros de
población y contribuyeron a crear nuevas inquietudes religiosas que incidirían en el pensamiento de
Mahoma.
El ambiente religioso en la Península Arábiga a fines del siglo VI era el de un politeísmo que relacionaba
seres adorados con árboles, fuentes o con piedras sagradas, (piedra negra de la Kaaba de La Meca). En este
ambiente nace el Islam, tomando el monoteísmo de la primitiva religión árabe que concebía la idea de una
divinidad surpema. En este sentido, Mahoma es más un reformador que el fundador de una nueva religión.
MAHOMA Y EL NACIMIENTO DEL ISLAM.
Mahoma nació hacia el 570 en el clan de los Qurays –uno de los más importantes de La Meca- y tras
algunas dificultades aseguró su futuro económico al casarse con Jadiya, viuda de un rico mercader. Sus
primeras predicaciones tuvieron escaso eco. Marchó hacia el 622 –la Hégira- a Yatreb, donde el Islam
comienza a tomar los perfiles de una nueva religión. Las relaciones con el judaísmo se rompen al ordenarse
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que la oración se haga mirando a La Meca y no a Jerusalem. Desde Yatreb, Mahoma y sus seguidores
acabarían tomando la ofensiva contra la oligarquía de La Meca y retorna victorioso a esta ciudad en el 630.
En 632, tras una gran labor de catequización en la Arabia occidental por parte de sus seguidores, muere
Mahoma.
Su doctrina quedaría recogida en el Corán, cuya redacción definitiva se llevaría a cabo 20 años después.
Aquí se establecen los preceptos básicos: 1) profesión de la fe, 2) oración, 3) ayuno, 4) limosna, 5)
peregrinación y 6) guerra santa.
LA PRIMERA FASE DE LA EXPANSIÓN ISLÁMICA: OMAR Y EL CALIFATO ORTODOXO.
Desde la muerte de Mahoma en el 632 hasta el 634, se desarrolla el gobierno de Abu Bekr, designado
como “diputado del profeta” o califa. El nuevo califa Omar (634-644) lanzó a los árabes a un movimiento
expansivo en un doble frente:
1) Contra el Imperio persa, con la ocupación de Mesopotamia primero y de la meseta de Irán después, el
Imperio sasánida desaparece;
2) Contra el Imperio bizantino, ocupando Egipto primero, Damasco en el 634 y Jerusalem dos años
después.
La rapidez y amplitud de las conquistas árabes en tan sólo 10 años constituyen un fenómeno de indudable
atractivo. De entrada, hay que descartar una supuesta superioridad de las técnicas militares árabes. Sin
embargo, factores como la tolerancia religiosa hizo que en Egipto y Siria las poblaciones con tendencias
monofisitas y otros, viesen a los árabes con más simpatía que al gobierno de Constantinopla; la Jihad o
guerra santa, revalorizada por Omar como instrumento de cohesión superando las diferencias tribales y,
sobre todo, la debilidad de los poderes políticos contra los que los árabes se enfrentaron. En efecto, Persia
y Bizancio se habían estado combatiendo sin tregua hasta el mismo momento en que los árabes hacen acto
de presencia.
Desde la muerte de Omar transcurre un periodo de casi 50 años en los que la expansión islámica se frena.
La pauta viene dada por las guerras civiles dentro de la comunidad político-religiosa. En la pugna que
enfrentó a los sucesivos candidatos al Califato se encuentra el germen desintegrador de los movimientos
sectarios que tanto juego va a dar en un futuro próximo. El asesinado de Otman y luego de Alí dejaron el
campo libre a Moawiya el Omeya y sus sirios. Aún tuvieron que transcurrir más de veinte años para que la
nueva dinastía consolidase sus posiciones.
LA SEGUNDA FASE DE LA EXPANSIÓN: LOS OMEYAS Y EL REINO ÁRABE.
Bajo Abd-el Malik (685-705) la unidad del mundo árabe quedó restablecida. Hacia Oriente ocuparon Kabul
y Samarcanda, importantes centros de las rutas de caravanas del Asia central. En África del Norte una
pequeña fuerza de bereberes islamizados embarca en España y derrota al ejército visigodo en 711. En muy
pocos años toda la Península Ibérica fue controlada. Fue el momento culminante de la expansión islámica.
Los Omeyas se habían convertido en los beneficiarios de un enorme botín territorial. Adaptaron a sus
necesidades los mecanismos administrativos de origen persa y bizantino. Ello facilitó la tarea tanto como el
espíritu de amplia tolerancia que los Omeyas guardaron hacia las demás religiones (Moawiya utilizó como
secretario principal a un cristiano, y el mismo gobernador de Irak fue hijo de una cristiana).
Se trasladó la capitalidad a Damasco, que disponía de tradiciones políticas y una posición de indudable
interés. Moawiya nombró heredero a su hijo Yazid. El Califato tendía así a convertirse en una monarquía
hereditaria en la que, sin embargo, el papel y opinión de los grandes linajes árabes seguían teniendo gran
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peso. En todo caso el número de los árabes que se establecieron en las provincias debió de constituir una
exigua minoría en medio de la masa de población indígena (en la Península Ibérica no rebasaría los 18000
en el momento de la conquista). Serían por tanto una minoría que se constituiría en clase dominante.
Junto a la aristocracia árabe estaba la aristocracia de ascendencia persa, que conservaría sus privilegios
sociales y económicos y se pasaría en bloque a la ortodoxia islámica, al revés que la masa popular, proclive
a la disidencia heterodoxa islamita.
LA DEFINITIVA ARTICULACIÓN POLÍTICA DEL MUNDO MUSULMÁN: LOS ABBASÍES.
En el 750 una rebelión generalizada derrotó al monarca omeya Marwan II. Con él desaparece su dinastía y
llega al poder Abul Abbas, llamada la “revolución abbasí”.
La revolución estuvo constituida por los elementos más radicalizados, pero una vez Abul Abbas alcanzó el
trono, su primera preocupación fue eliminar sangrientamente a su principal cabecilla Abu Muslim y sus
seguidores, que con su extremismo amenazaba con trastocar todo el orden social establecido.
La revolución abbasí supuso una profunda transformación política: los Omeyas habían sido poco más que
jeques tribales, los abasíes serán auténticos autócratas apoyados en una burocracia oficial jerarquizada. La
familia persa de los Barmékidas va a desempeñar un importantísimo papel en este proceso.
El reinado de Harum al-Rashid, contemporáneo de Carlomagno, señala el momento culminante del
Califato. El centro de todo este mundo es Bagdad, la nueva capital en el antiguo emplazamiento de
Seleucia del Tigris. El califa aglutina los títulos de enviado de dios, jefe de la oración y jefe de la guerra. El
enorme aparato administrativo se divide en Diwanes o departamentos ministeriales. Al frente de estos
mecanismos se encuentra el visir o primer ministro, cargo posiblemente de origen persa. Los amires eran
gobernadores provinciales y los cadíes, jueces.
Las fuerzas militares derivaron con los abbásidas hacia la formación de un ejército profesional constituido
por tropas reclutadas en las marcas orientales, con preferencia turcos. Con el tiempo serán quienes lleguen
a hacerse dueños de la situación política.
Un gran imperio con una sólida articulación administrativa exigía una economía saneada y un aparato fiscal
eficaz. Los monarcas abbásidas propiciaron un fuerte impulso a la agricultura. En los primeros tiempos
cabe hablar de una clase campesina acomodada y sólida. Pero la tendencia a la concentración de la
propiedad se impuso y creó un clima de malestar en el medio rural generando algunas rebeliones.
Si la principal fuente de riqueza la constituía la agricultura, también hubo actividades mercantiles. La
prosperidad de Bagdad no fue, por tanto, producto de una mera casualidad. Hacia el Este los mercaderes
musulmanes entraron en contacto con China e India. Hacia el norte el Califato tomó contacto con
escandinavos a través del Volga. La expansión mercantil potenció un crecimiento urbano (Bagdad a la
cabeza) que sirvió de marco a importantes actividades industriales.
Los mecanismos monetarios y fiscales del Califato son una adaptación de los existentes en Persia y
Bizancio. Al sistema de tributación basado en la institucionalización de la limosna (zakat) se unieron otros
de raigambre bizantina pagados por los infieles.
El esplendor del Califato de Bagdad alcanzó su cenit en los primeros años del siglo IX. A los movimientos
secesionistas en Occidente se añadieron una serie de crisis sucesorias y querellas religiosas que fueron
minando la solidez de un Estado tan trabajosamente articulado.
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EL REPLIEGE BIZANTINO
Bajo Justiniano y sus sucesores se mantuvo la ficción de que en torno a Constantinopla se había preservado
la continuidad con el pasado romano, sin embargo, todo apunta a la aparición de una nueva entidad
política: un Imperio al que se puede verdaderamente llamar ya Bizantino, que trata de encontrar se propia
razón de ser en el entronque con el pasado cultural helénico.
LAS PRESIONES EXTERIORES DESDE LA MUERTE DE JUSTINIANO.
La debilidad de la presencia bizantina en los territorios conquistados por Justiniano fue notoria. Los
reinados de sus sucesores retroceden en todos los frentes: África del Norte, Península Ibérica (donde la
presencia bizantina no tuvo nunca mucho arraigo) e Italia, donde la irrupción lombarda fue reduciendo a
los orientales.
En Oriente, el peligro persa rebrotó en los primeros años del siglo VII y se adueñaron de prácticamente
toda Siria. Con el ascenso de Heraclio en el 610, los bizantinos tomaron la iniciativa y logran recuperar
Jerusalén en el 630 (en lo que algunos autores ven un precedente de las Cruzadas).
Hacia el 624 el monarca visigodo Suintila expulsaba de España a las últimas guarniciones bizantinas y
aparecen infiltraciones eslavas en la frontera del Danubio, pero el riesgo más grave para Bizancio vino de
nuevo de sus fronteras del Próximo Oriente: la violenta irrupción de los árabes. En el 636 Heraclio perdió
todos los territorios que había recuperado de los persas, incluido Egipto. Las guerras civiles sacudieron a la
naciente comunidad islámica a lo largo de la segunda mitad del siglo VII permitiendo un respiro a Bizancio.
La consolidación de los Omeyas en el trono reanudó la ofensiva musulmana en el Asia Menor. Justiniano II
sufrió la derrota de Sebastópolis en el 692 paralelamente a la pérdida de todo el África, Cartago incluida.
La salvación para Constantinopla, sitiada en el 717, vendría de manos del general León el Isáurico, con
quien empieza una nueva dinastía y el apuntalamiento militar bizantino en Asia Menor.
TRASNFORMACIONES Y REORGANIZACIÓN DEL IMPERIO.
Estos son los signos que caracterizarán al Imperio de Oriente de Heraclio:
- Helenización: el griego triunfa en la lengua y en la administración. El monarca no será ‘Imperator’ sino
‘Basileus’, título de raigambre helénica. Tras perder sus más importantes provincias, Siria y Egipto, ganó
cohesión, dadas las tensiones de todo orden (espirituales incluidas) que éstas habían mantenido frente a
Constantinopla.
- Eslavización: serbios, croatas, ezeritas, meligues… desde el siglo VII sus incursiones se hacen más
profundas: Macedonia, Tesalia, el Peloponeso… en ocasiones serán empleados, al igual que los búlgaros,
como auxiliares contra los musulmanes, también como colonos militares, etc. En todo caso, la penetración
eslava contribuyó a transformar de forma decisiva la estructura étnica del mundo bizantino.
Se reorganiza el territorio a base de unidades provinciales, las temas, con funciones militares y políticas.
Los gobernadores de éstas, los estrategas, dependían directamente del emperador. Por otro lado, a fin de
facilitar el reclutamiento, Hereclio y sus sucesores favorecieron el sistema de los ‘bienes militares’,
concedidos a las familias de los soldados en contrapartida de unos determinados compromisos militares.
Constantinopla era el centro de toda la vida política. El basileus era el “elegido de Dios”, cabeza del ejército
y el “príncipe igual a los apóstoles”. Las frecuentes posibilidades de usurpación y de revuelta popular se
constituyeron en los únicos límites a la autocracia imperial. De hecho, no cabe hablar de una nobleza de
sangre como tal, sino de funcionarios.
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A pesar de la fuerte concentración territorial de Bizancio desde principios del siglo VII, sus recursos
económicos eran aún grandes. Constantinopla era el paso obligado de gran parte del tráfico mercantil
entre Asia y Europa. Los mecanismos fiscales fueron una prolongación del sistema tributario del Bajo
Imperio.
LAS CUESTIONES RELIGIOSAS. LA QUERELLA DE LAS IMÁGENES.
El último intento de lograr la conciliación entre Constantinopla y las provincias monofisitas estuvo a cargo
de los emperadores de la dinastía de Heraclio. Este promulgó la Ectesis, documento que recogía una nueva
doctrina: el monotelismo. A Cristo se le reconocían las dos naturalezas admitidas en el Concilio de
Calcedonia, pero una sola energía y voluntad; el monotelismo fue rechazado en Oriente. En 680 esta nueva
doctrina fue condenada en un nuevo Concilio.
Desde ese momento se puede decir que las querellas cristológicas llegan a su fin, pero surge una nueva
disputa dentro del Imperio: el culto a las imágenes. Hay dos etapas en la querella iconoclasta:
- Entre 726 y 787: León III el Isáurico inició la lucha contra el culto a las imágenes que se cierra con la
emperatriz Irene reuniendo al Concilio que restablece el culto a las imágenes como a otros símbolos
materiales (la Cruz o los Evangelios).
- Entre 815 y 843: Teodoro de Studiom se alza como defensor del culto a las imágenes. Una nueva
emperatriz, Teodora, restauró nuevamente la iconodulía.
Es imposible entender el fenómeno iconoclasta sin atender a estos tres factores:
1) Los religiosos. Los iconoclastas fueron gente profundamente religiosa que aspiró a limpiar el
Cristianismo de excesos de idolatría. La representación de las personas sagradas fue, en efecto, objeto de
numerosas reticencias desde los orígenes mismos de este credo. Los iconódulos, por otra parte, mantenían
la idea de que la adoración no era a la materia sino al símbolo. Más que culto era una reverencia y una
veneración. Suponían una salvaguardia de la doctrina la encarnación misma: al encarnarse, el Verbo había
deificado la carne; Dios al dignificar el cuerpo podía permitir de forma semejante que la madera o pintura
desempeñases un papel igual de digno.
2) Los políticos. La iconoclastia tuvo sus principales posiciones en el Asia Menor y la iconodulía en Grecia y
los Balcanes. Cuando la iconoclastia desaparece a mediados del siglo IX, el hecho coincidió con una
basculación hacia los Balcanes de las principales decisiones políticas: significativo, por ello, el ascenso en
estos momentos de una nueva dinastía, la macedónica. Por otro lado, se ha hablado de un intento de
acercamiento a las religiones anicónicas como el judaísmo y el islamismo. Los momentos de mayor furia
destructora coincide, efectivamente, con los años en los que el Imperio bizantino se mantenía a la
defensiva frente a los árabes. El triunfo definitivo de la iconodulía coincidió con los inicios de una
contraofensiva general del Imperio contra sus enemigos, particularmente los musulmanes. La iconoclastia
constituyó un factor más de enfriamiento de las relaciones entre Constantinopla y Roma. De ahí que los
pontífices tratasen de buscar un protector más convincente y volviesen la vista hacia el Occidente, hacia
los francos. La coronación imperial de Carlomagno ha de ser explicada, en parte, dentro de este contexto.
3) Económicos y sociales. La querella de las imágenes enfrentó al emperador y clero secular de un lado y a
los monjes de otro. La potencia económica del monacato oriental era por entonces extraordinaria. Al
golpear a las imágenes, los soberanos iconoclastas trataban de privar a los monjes de uno de sus
instrumentos de influencia favoritos sobre las masas. Si la querella terminó con un fracaso iconoclasta y,
por consiguiente, con un éxito de los monjes, éstos, sin embargo, no consiguieron desvanecer los recelos
del poder político ante su progresivo enriquecimiento.
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