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Y EL
SALVADOR
Taller la Merced
Publicado el 11 noviembre, 2016 por omarpineda69
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Aníbal Cruz:
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Para caracterizar su etapa académica, uno debería escuchar las palabras del dramaturgo
Francisco Salvador de 1968 y quedar satisfecho: «Aníbal Cruz, con sus pequeños veinte años a
cuestas sufre y transmite inocentemente ese instante de agonía e insatisfacción. El hambre se
le transforma en objetos y composiciones sublimadas, y el vigor de su mestizaje se sale del
lienzo para entregarse como espíritu permanente. Aníbal Cruz, con sus pobres tres años de
trabajo —prosigue—, agranda el tiempo como si fuera un siglo, y busca temiblemente el
hallazgo, como el perro cariñoso el alimento escondido».
Con el tiempo, y antes de entrar a los 80, la radicalidad «mercedaria» de Cruz es modi cada a
favor de un discurso más neo gurativo, que recuerda la etapa académica por lo menos en el
tratamiento del color, más texturado y bajo, aunque igualmente severo. En lo temático, busca
avalarse en la práctica de los años barceloneses, con un concepto más antropológico que
ideológico, entregando sencillas narraciones de lo cotidiano, tamizadas por el recuerdo y la
lectura histórica, en franca sintonía con el trabajo coetáneo de Miguel Ruiz Matute, Dante
Lazzaroni y Moisés Becerra.
Está claro que la preocupación por la colectividad ha dejado de ser el tema central, ahora
sustituido por una referencia subjetiva; por lo mismo, ya no ofrece escenas abiertas, rmes
bajo la luz del sol, sino encuentros nocturnos, donde los cuerpos se amalgaman entre sí y con
el ambiente. Si en la pintura posmercedaria observamos formas corpóreas, aquí todas parecen
existencias irrealizadas, esencias tratando de huir de la profanación.
Después de 1988 empiezan a surgir los grandes fondos, conseguidos con aplicaciones lechosas
de blancos, grises y amarillos tiernos; y también los conglomerados gurativos azulados, por lo
general, ricos en apariencias grá cas y relaciones sensitivas. Hablamos entonces de su etapa
nal, que termina con su muerte.
Dylber Padilla:
La imagen nos lleva a nosotros mismos.
Estimulados casi todos por el artista Obed Valladares, surge en la década de los noventas una
promoción de creadores que elaboran escultura -que dejan sus primeras huellas en la
terracota. Alex Geovany Galo, Rossel Barralaga, Daría Rivera y Dylber Padilla, entre otros,
integran este grupo. Hoy la mayoría se ha dedicado a la pintura, sin embargo, no todos han
tenido la posibilidad de desplegar sus capacidades con la contundencia que sí se dejaba
entrever en sus esculturas. La experiencia en el género inmediato complicó inicialmente -y
paradójicamente- la producción pictórica de gran parte de estos creadores: modelaban las
formas volumétricas dentro de un espacio físicamente plano, es decir, traducían a la pintura los
esquemas tridimensionales, pero no creaban un espacio pictórico.
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EPro_tus-rHead * Size: sub En la década de los setenta se aglomeran una serie de artistas
en el Taller de La Merced (1974), encabezada por Virgilio
Guardiola (1947), con el objetivo de presentar una
Ezequiel Padilla Ayestas
sistematización del ejercicio realista desde premisas
connnotativas y polisémicas muy explícitas. Esta nueva
reorganización hizo interactuar lo metalinguístico y lo fático
como modalidades de relación entre la obra y la realidad. Así
fue posible comprender su preocupación por el propio sistema del arte universal, de modo que
el diálogo con la plástica de otras regiones devino en valiosa fuente de información. Los
artistas reclamaron para sí las notas más relevantes de la guración cubista, el expresionismo
y el surrealismo, llegándoles a ser tan familiar la realidad social del momento como la obra de
Picasso, Dalí o Guayasamín. Es prioridad decir que la función fática o de contacto —orientación
del texto hacia el receptor— se presentó como estrategia fundamental para el cumplimiento
de una poética de fuertes nexos ideológicos con el movimiento revolucionario del momento.
Se trataba de aglutinar desde las prácticas culturales y sociales un sentimiento único de clase,
sabiendo de antemano que el arte no puede cambiar la sociedad, pero sí la sensibilidad del
espectador. Corroborar las respuestas es un asunto sociológico interesante y posible.
Al entrar en contacto con los problemas más crudos de la década de los ochenta, dominada
por la invasión norteamericana en Centroamérica, el realismo desarrolla una nueva estrategia
visual, encaminada a priorizar lo referencial y lo fático sobre lo estético. Esta nueva
organización plástica delimita la referencialidad a aspectos muy puntuales de la realidad
social, a saber, el miserable, el campesino, el indígena, el soldado, más los símbolos
correlativos: la bolsa, el machete, el fusil; y lo fático como invitación al espectador a corroborar
vía experiencia cotidiana lo ya dicho. Esta relación obra-lector empobreció simultáneamente a
los dos. Sin embargo, la práctica de este momento no puede ser eclipsada del todo. En su afán
por recoger la época, ha legado para las nuevas generaciones grandes verdades, a saber: una,
que el artista no sólo compromete su destino en cuanto creador, sino y esencialmente en
cuanto es un hombre perteneciente a una clase y condición socio-política de nida; y dos, que
la función social del arte es un trazo de constante movilidad, en relación dialéctica con el
momento concreto en que artista, arte y situación político-social son indivisibles. Debo anotar
que en este período fue posible percibir obras que esquivaron las demandas ideológicas
dominantes; sin embargo, expresarse desde otras perspectivas, no fue garantía su ciente: lo
suyo no pasó de ser un simple alarde efectivista, de muy buena calidad dentro de los
estándares comerciales. Lo lamentable es que los autores intelectuales de estas obras son los
mismos que en las décadas de los sesenta y setenta le dieron dignidad al realismo.
Junto a estos creadores de transición, se presentaron otros nuevos que tomaron la herencia
realista y las lecciones pertinentes para esbozar lo que, para mí, es el movimiento
experimentalista. La iniciativa fue abanderada por Regina Aguilar, Santos Arzú Quioto, Bayardo
Blandino, Xenia Mejía, César Manzanares, Alex Giovanni Galo y Jacob Grádiz, comprometiendo
además el destino creativo de los maestros Ezequiel Padilla y Víctor López. No es casual que
cada uno de ellos tenga por lo menos una exposición emblemática, que podemos recordar con
detalles, y muchas veces, con nostalgia. ¿Pero cómo es el arte experimentalista actual? Su
génesis se desarrolla al costado del realismo. No obstante, su aventura conceptual demostró
ser más ambiciosa y exploratoria. Y ya para mediados del noventa, todos sin excepción,
asaltaron el espacio contiguo de la pintura y la escultura, textualizando el contexto de una
manera silenciosa y precavida. Monumentales han llegado a ser en este sentido las obras
instalacionales Templo en ruinas (1995) de Quioto y Epístola fragmentada de América (1995) de
Blandino. A Regina Aguilar le fue concedida la decisión de hacer interactuar dispositivos
industriales y tecnológicos en un discurso actualizado sobre los asuntos bio-genéticos, éticos y
antropológicos, materializados todos en variadas propuestas de largo eco internacional. Xenia
Mejía tiene como blanco temático la vida cotidiana desglosada hace tiempo en sendas
metonimias de género, etnia, violencia y marginación. Galo, Manzanares y Grádiz han sido
menos visibles, pero no por ello menos importantes ya que les ha correspondido organizar una
tradición escultórica que, al margen de Obed Valladares, ha estado sumida en la escasez y la
displicencia creativa. Sumado a este mérito, hay que recordar que sus obras se bene cian de
una profunda re exión metalingüística como referencial. Los temas son tratados con hondura y,
en algunos casos, con extrema ironía. En el contexto de este primer momento
experimentalista, debemos subrayar que los asuntos de funcionalidad son asumidos con
evidente complejidad, de ahí que se mostraron sin temor las conexiones de la obra con la
emotividad del autor (cuestión muy sublimada en el realismo), con el mundo (ahora
comprendido en tonos auto-referenciales, subjetivos, posibles, real-socializados y naturales),
con la historia del arte (sin temor a la cita, a la apropiación, etc) y consigo misma (atención a la
materia física, temporal, morfológica y conceptual). La función estética, en medio de esta
complicación, ha logrado así un relieve extraordinario, no sólo por su dominancia, sino por
encarar sin prejuicio las demás funciones correlativas, asunto que me parece de nitivo en el
desarrollo de este movimiento.
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