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HISTORIA DEL ARTE DE C.A.

Y EL
SALVADOR

Taller la Merced
Publicado el 11 noviembre, 2016 por omarpineda69
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Aníbal Cruz:
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la experimentación del arte


como realidad
 

Carlos Aníbal Cruz Martínez nace el 28 de enero de 1943


en San Juancito, antigua zona minera del Distrito Central,
siendo sus padres Juan Cruz y Luisa Martínez; realiza la
educación primaria en la Escuela Lempira de
Comayagüela y la secundaria en el Instituto Central
Vicente Cáceres, entonces en Tegucigalpa.

Ingresa en 1964 a la Escuela Nacional de Bellas Artes,


cuando tiene 21 años y luego el mérito de ganar una
mención honorí ca en el concurso Esso de
Centroamérica; en 1966 obtiene el cuarto premio en el
III Salón de Pintura del Instituto Hondureño de Cultura
Interamericana (IHCI); en 1967 concluye su profesorado en dibujo y modelado, al tiempo que
gana el segundo premio del salón del IHCI y participa en la Bienal de Sao Paulo. En 1968 sale
para Barcelona con Virgilio Guardiola y permance hasta 1973, para incorporarse el año
siguiente al Taller de La Merced (1974-1976). En 1996 se conoce su muerte en un hospital
cercano a su alma mater comayagüelense, donde es recordado por su o cio de pintor y
congénita docencia.

Durante su vida artística, Cruz logra experimentar 6


etapas relativamente claras. La etapa académica, de
1964 a 1969; la barcelonesa, de 1970 a 1973; la
mercedaria, de 1974 a 1976, la posmercedaria, de
1977 a 1979; la ochentina, de 1980 a 1987; y la nal,
noventina, de 1988 a 1996.

Su etapa académica coincide con el paso del arte


latinoamericano por la nueva guración, con un
discurso expresionista protagonizado por José Luis Cuevas en México y por el grupo La Otra
Figuración en Argentina. Son los años internacionales de Roberto Matta y Julio Le Parc, ambos
preocupados por el rol del artista en la sociedad, los de «El pueblo tiene arte con Allende» en
Chile y de «Tucumán arde» en la misma Argentina, fenómenos que inciden a distintos niveles
en el subcontinente.

Para caracterizar su etapa académica, uno debería escuchar las palabras del dramaturgo
Francisco Salvador de 1968 y quedar satisfecho: «Aníbal Cruz, con sus pequeños veinte años a
cuestas sufre y transmite inocentemente ese instante de agonía e insatisfacción. El hambre se
le transforma en objetos y composiciones sublimadas, y el vigor de su mestizaje se sale del
lienzo para entregarse como espíritu permanente. Aníbal Cruz, con sus pobres tres años de
trabajo —prosigue—, agranda el tiempo como si fuera un siglo, y busca temiblemente el
hallazgo, como el perro cariñoso el alimento escondido».

Al terminar los 60 y a causa de su condición trashumante, pasa a otro nivel visual


caracterizado por un ensanchamiento semiótico, con nuevos signi cantes se basan en la
escritura fonética y el gra smo infantil. Para entender esto en la obra cruceña hay que
imaginarse muchas in uencias y mediaciones, pero con seguridad debemos relacionarlo con el
informalismo de Jean Dubuffet, que deseando hallar la inocencia primigenia, intenta hallar un
nuevo vocabulario gurativo.

En lo estrictamente español y barcelonés, Cruz


debe enfrentar tanto la novedad como el
hecho paradójico de que muchos de los
artistas importantes se entregaban a las
formas públicas de expresión, dependientes de
los museos y de otros espacios o ciales —a
diferencia de los vanguardistas «originales»,
que eran hostiles a todo aquello que los
asociara a la o cialidad—. Con este espesor
socioestético, la pintura «barcelonesa» de Cruz
se vuelve segura, crítica y espontánea, sin más
alternativa que aferrarse a una propuesta
heterogénea, con asiento en lo colectivo más que en lo objetivo.

En el primer tercio de los 70 Cruz regresa de Barcelona y se incorpora al Taller de La Merced.


Para este momento casi todos los artistas correspondientes al grupo setentino tienen asumida
la consolidación, con sus respectivos aprendizajes académicos ya de nitivos. Si en la etapa
anterior, este creador se basa en la dicotomía lenguaje/realidad, ahora tiene en cuenta una
heterorreferencialidad, dando cuenta de lo objetivo, colectivo y subjetivo. Con la vindicación de
esto último obtiene la carta de ciudadanía para experimentar a todo nivel la obra de arte,
cargando el lienzo de formas misteriosas.

Con el tiempo, y antes de entrar a los 80, la radicalidad «mercedaria» de Cruz es modi cada a
favor de un discurso más neo gurativo, que recuerda la etapa académica por lo menos en el
tratamiento del color, más texturado y bajo, aunque igualmente severo. En lo temático, busca
avalarse en la práctica de los años barceloneses, con un concepto más antropológico que
ideológico, entregando sencillas narraciones de lo cotidiano, tamizadas por el recuerdo y la
lectura histórica, en franca sintonía con el trabajo coetáneo de Miguel Ruiz Matute, Dante
Lazzaroni y Moisés Becerra.

En los 80, aquella sensación de


zozobra, renuncia o clandestinidad,
que se destila en el ambiente
sociopolítico, se convierten en la
obra de Cruz en silenciosos
umbrales con imágenes de
hombres y mujeres que huyen, que
suspiran, que se arrullan, como si
después del mundo sólo quedara el
amor y las miradas; todo esto
tratado con un color traslúcido, que
borra y hace desaparecer. Con ello
regresa a la guración más nítidamente, pero el tema que logra no es la exterioridad, sino la
participación interior, entendida como una corriente de impotencia que sólo es reposo y
espera.

Está claro que la preocupación por la colectividad ha dejado de ser el tema central, ahora
sustituido por una referencia subjetiva; por lo mismo, ya no ofrece escenas abiertas, rmes
bajo la luz del sol, sino encuentros nocturnos, donde los cuerpos se amalgaman entre sí y con
el ambiente. Si en la pintura posmercedaria observamos formas corpóreas, aquí todas parecen
existencias irrealizadas, esencias tratando de huir de la profanación.

Después de 1988 empiezan a surgir los grandes fondos, conseguidos con aplicaciones lechosas
de blancos, grises y amarillos tiernos; y también los conglomerados gurativos azulados, por lo
general, ricos en apariencias grá cas y relaciones sensitivas. Hablamos entonces de su etapa
nal, que termina con su muerte.

Podemos decir, al nal, que esta «incompletud


existencial» noventina se halla por encima de la dureza
morfológica de sus años académicos, de la carga irónica
y expresiva de las etapas siguientes, y de la melancólica
obra ochentina. Aunque ha sabido valerse de aquellas
imágenes y ensayos, tratándolos con novedad. Es por
esto que tiene sentido recordar la dialéctica entre
comprensión e innovación. Cruz es novedoso porque
comprende, mirando de frente a la tradición,
produciendo un nuevo pintar —nuevo en los términos
de Ricardo Aguilar, que trae símbolos que sólo pueden
andarse con verdadera emoción.

Dylber Padilla:
La imagen nos lleva a nosotros mismos.
 

Estimulados casi todos por el artista Obed Valladares, surge en la década de los noventas una
promoción de creadores que elaboran escultura -que dejan sus primeras huellas en la
terracota. Alex Geovany Galo, Rossel Barralaga, Daría Rivera y Dylber Padilla, entre otros,
integran este grupo. Hoy la mayoría se ha dedicado a la pintura, sin embargo, no todos han
tenido la posibilidad de desplegar sus capacidades con la contundencia que sí se dejaba
entrever en sus esculturas. La experiencia en el género inmediato complicó inicialmente -y
paradójicamente- la producción pictórica de gran parte de estos creadores: modelaban las
formas volumétricas dentro de un espacio físicamente plano, es decir, traducían a la pintura los
esquemas tridimensionales, pero no creaban un espacio pictórico.

De estos pintores, el que muy temprano asimiló la


especi cidad del espacio pictórico, es Dylber Padilla. Inició
su experiencia con la acuarela; para este momento su
mundo referencial es la vida campesina y su obra, por lo
tanto, se convierte en descripción de ese mundo: detalles
precisos, un rostro gestual; un campesino habitando.
Luego, cambia de medio -utiliza el óleo-, modi cando con
ello su referencia: los seres que habitan sus obras pierden
sus rasgos particulares, y lo genérico toma la dirección de
su trabajo; la misma gura humana llega a ser
simultáneamente éste y aquél; el espacio se vuelve
dinámico, las guras abandonan el hábito de caminar sobre
la horizontalidad de la tierra y se dirigen inevitablemente
hacia otros espacios: vuelan y contradicen la fuerza de gravedad. Así, la realidad representada
es de nida en función de cualidades no naturales, sino visuales y rítmicas. Esta apertura hacia
espacio fantástico en la que los seres cambian de color, agudizan sus formas y dilatan sus
contornos, es una de las maneras en que este artista capta lo posible del mundo.

En esta misma dirección, en 1998 desarrolla un


trabajo fundamental. Privilegiando el color en
su perspectiva valorista, a saber, utilizando los
gradientes de intensidad y planos articulados
en grandes poliedros, consolida una
organización simple del espacio, que le permite de nir una visualidad implosiva y -
contradictoriamente- volcada hacia el exterior. Aquí también, Padilla conquista para la pintura
un función dinámica esencial: la dimensión. El paisaje llega ser un inmenso bodegón, los
objetos crecen y una vasija, por ejemplo, ya no se extraña de ser tan grande como una calle o
un pueblo. En de nitiva, para este artista la dimensión geográ ca y la de los objetos cotidianos
tienen la misma escala; es lo mismo que hacen los costarricenses Adrián Arguedas en Para acá
y para allá y Rodolfo Stanley en Equilibrista en el parque, o Gelasio Giménez en alguna de sus
obras más recientes.

Hoy, en esta nueva etapa, su producción se desarrolla en dos direcciones aun


no conciliadas, la primera que se orienta en la construcción de bares, y la
más progresiva, que se funda en la de nición de espacios interiores
construidos a fuerza de color y densas estructuras tridimensionales, cuyos
contornos se confunden con el aire, ya que se han trasmutado en materia
gaseosa y transparente. En esta obra, la gura humana pierde su límite
antropológico y se vuelve naturaleza original, quiero decir, que tanto ella
como el espacio experimentan a solas un ritmo evidente: ambos interiorizan
las mismas conductas; gozan y mueren inseparablemente. Esta visión
plástica entre lo denso y lo liviano, entre la sustancia espacial y la
participación de la gura humana, entre la profundidad y la presencia
cromática frontal es la que garantiza en la pintura de Padilla una imagen
vital de lo real; cuando se olvida de ello su obra se niega a vivir. Por lo tanto,
su lucha cotidiana consistirá en regresar…

San Pedro Sula, 2000

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Lo auténtico tiene forma de laguna, a


propósito de las artes visuales
en Honduras
 

El realismo es la lengua nuclear del arte hondureño


moderno, desarrollado en parte por las exigencias de la
academia y en parte por la naturalidad con que la
percepción del artista se acomoda al mundo físico. A
pesar de estas motivaciones, digamos primitivas, el
realismo en tanto lenguaje amplio ha tenido otros
asideros que trascienden el objeto, como lo
demuestran algunas obras en donde lo real se concibe
como un haz de relaciones, procesos y posibilidades; en
esta dirección, el objeto no es el interpretante, sino el
interpretado por un mundo-en-cambio, y más que algo
jado se presenta como una imagen en tránsito. Basta
observar la obra de Pablo Zelaya Sierra (1896-1933)
para darnos cuenta de esta a rmación. Al tratar con el
movimiento realista, nos damos cuenta de que razones
Álvaro Canales ideológicas y renovadoras se han mezclado para
reorganizar las fuentes descriptivas y sicalistas, dando
cabida a una amplia referencialidad que mira en lo
posible, lo imaginado y lo soñado otras formas del
mundo. De ahí el carácter emblemático de la obra de Ricardo Aguilar (1915-1951).

La polaridad referencialidad corriente-


multirrefencialidad ha resultado ser un
eje paradigmático muy productivo,
desglosándose en diversos estilos
realistas, a veces complementarios, a
veces antagónicos (véase el realismo
naturalista de Carlos Zúñiga Figueroa
(1884-1964) y el realismo gurativo-
Ricardo Aguilar, Dinamismo expresionista de Ezequiel Padilla (1944).
En conexión con esta base polar,
transitan las funciones lingüísticas como
otra dimensión del hecho artístico,
quienes participan signi cativamente en la articulación de los estilos. Exigiendo brevedad, se
puede decir que el movimiento realista, y sobre todo la producción más sistemática, organiza
la obra preponderando con sincronía la función referencial —al orientar el texto hacia el
contexto— y la función estética —al concentrar el texto sobre sí mismo. Por la primera, la obra
es asimilada como representación de otra realidad; por la segunda, es comprendida como
organismo morfo-conceptual con signi cación plástica plena. Es de hacer notar que cuando las
funciones se atomizan o se ejecutan individualmente, la obra cede su lugar al vacío. En el
aislamiento, la función referencial se convierte en descripción fácil y la función estética en un
simple ejercicio decorativo. Afortunadamente, el movimiento realista en casi todo su camino
no sólo ha superado este carácter atomizador, sino que partiendo de este binomio funcional ha
abierto las puertas a nuevas funciones lingüísticas, que en el caso de Aníbal Cruz (1943-1996)
y Obed Valladares (1955-1993) insinuaron claramente el nuevo movimiento plástico, llamado
por urgencia de nitoria arte contemporáneo.

EPro_tus-rHead * Size: sub En la década de los setenta se aglomeran una serie de artistas
en el Taller de La Merced (1974), encabezada por Virgilio
Guardiola (1947), con el objetivo de presentar una
Ezequiel Padilla Ayestas
sistematización del ejercicio realista desde premisas
connnotativas y polisémicas muy explícitas. Esta nueva
reorganización hizo interactuar lo metalinguístico y lo fático
como modalidades de relación entre la obra y la realidad. Así
fue posible comprender su preocupación por el propio sistema del arte universal, de modo que
el diálogo con la plástica de otras regiones devino en valiosa fuente de información. Los
artistas reclamaron para sí las notas más relevantes de la guración cubista, el expresionismo
y el surrealismo, llegándoles a ser tan familiar la realidad social del momento como la obra de
Picasso, Dalí o Guayasamín. Es prioridad decir que la función fática o de contacto —orientación
del texto hacia el receptor— se presentó como estrategia fundamental para el cumplimiento
de una poética de fuertes nexos ideológicos con el movimiento revolucionario del momento.
Se trataba de aglutinar desde las prácticas culturales y sociales un sentimiento único de clase,
sabiendo de antemano que el arte no puede cambiar la sociedad, pero sí la sensibilidad del
espectador. Corroborar las respuestas es un asunto sociológico interesante y posible.

Al entrar en contacto con los problemas más crudos de la década de los ochenta, dominada
por la invasión norteamericana en Centroamérica, el realismo desarrolla una nueva estrategia
visual, encaminada a priorizar lo referencial y lo fático sobre lo estético. Esta nueva
organización plástica delimita la referencialidad a aspectos muy puntuales de la realidad
social, a saber, el miserable, el campesino, el indígena, el soldado, más los símbolos
correlativos: la bolsa, el machete, el fusil; y lo fático como invitación al espectador a corroborar
vía experiencia cotidiana lo ya dicho. Esta relación obra-lector empobreció simultáneamente a
los dos. Sin embargo, la práctica de este momento no puede ser eclipsada del todo. En su afán
por recoger la época, ha legado para las nuevas generaciones grandes verdades, a saber: una,
que el artista no sólo compromete su destino en cuanto creador, sino y esencialmente en
cuanto es un hombre perteneciente a una clase y condición socio-política de nida; y dos, que
la función social del arte es un trazo de constante movilidad, en relación dialéctica con el
momento concreto en que artista, arte y situación político-social son indivisibles. Debo anotar
que en este período fue posible percibir obras que esquivaron las demandas ideológicas
dominantes; sin embargo, expresarse desde otras perspectivas, no fue garantía su ciente: lo
suyo no pasó de ser un simple alarde efectivista, de muy buena calidad dentro de los
estándares comerciales. Lo lamentable es que los autores intelectuales de estas obras son los
mismos que en las décadas de los sesenta y setenta le dieron dignidad al realismo.

La experiencia de los ochenta tuvo repercusiones decisivas en el nuevo arte, y cuando se


esperaba una ruptura, la década de los noventa se presentó con una correcta reacción y
comprensión frente al arte del pasado. De hecho gran parte de los artistas renovadores venían
haciendo sus carreras desde las décadas inmediatas y, por eso mismo, su realismo reconocía
los puntos fuertes y débiles pretéritos. Debemos juzgar este regreso considerando como
evidencia las obras de Aníbal Cruz, Ezequiel Padilla, Obed Valladares, Víctor López, Celsa Flores
y Armando Lara. Una vez trazado el itinerario, la tarea fue reconocer las regiones no
materializadas por los artistas de La Merced y las simpli cadas en los ochenta. El campo de
trabajo mostró urgencia, y en pocos años, la condición estética del arte se ofrecía estimulante
para los nuevos creadores. Obed Valladares erosionó el volumen escultórico y amplió sus
intereses hasta llegar al ensamblaje, signi cando el material en sí mismo e insinuando el valor
semántico del espacio con-textual. Aníbal Cruz ofreció una idea de lo pictórico conmutando la
guración descriptiva y la combinatoria académica del color por trazos ligeros de cargas tan
emotivas como irónicas; su propuesta a nivel de artesanado se convirtió en una invitación
descarada por lo efímero y lo ecléctico. Víctor López hizo un viaje rápido de la pintura
simpli cada de los ochenta al trabajo experimental actual, operando en principio con el color,
para luego abrirse paso por la instalación, el montaje y la fotografía. Celsa Flores, no olvida las
demandas ideológicas recientes, pero confronta el espacio plástico con nuevas articulaciones
sintácticas, serializando el espacio bidimensional y postulando una guración remozada, a
veces caótica. Armando Lara, una vez que su imaginario visitó en carne propia los asuntos de la
explotación, nos ofrece una visión de hombre delicadamente antropológica, procurando
establecer un nexo crítico entre la condición humana y la condición enajenante que nos
consume, aunque dentro de un proceso de revisión algo más lento; por lo demás, está claro
que su patrimonio técnico-formal es un estandarte de universalidad.

Junto a estos creadores de transición, se presentaron otros nuevos que tomaron la herencia
realista y las lecciones pertinentes para esbozar lo que, para mí, es el movimiento
experimentalista. La iniciativa fue abanderada por Regina Aguilar, Santos Arzú Quioto, Bayardo
Blandino, Xenia Mejía, César Manzanares, Alex Giovanni Galo y Jacob Grádiz, comprometiendo
además el destino creativo de los maestros Ezequiel Padilla y Víctor López. No es casual que
cada uno de ellos tenga por lo menos una exposición emblemática, que podemos recordar con
detalles, y muchas veces, con nostalgia. ¿Pero cómo es el arte experimentalista actual? Su
génesis se desarrolla al costado del realismo. No obstante, su aventura conceptual demostró
ser más ambiciosa y exploratoria. Y ya para mediados del noventa, todos sin excepción,
asaltaron el espacio contiguo de la pintura y la escultura, textualizando el contexto de una
manera silenciosa y precavida. Monumentales han llegado a ser en este sentido las obras
instalacionales Templo en ruinas (1995) de Quioto y Epístola fragmentada de América (1995) de
Blandino. A Regina Aguilar le fue concedida la decisión de hacer interactuar dispositivos
industriales y tecnológicos en un discurso actualizado sobre los asuntos bio-genéticos, éticos y
antropológicos, materializados todos en variadas propuestas de largo eco internacional. Xenia
Mejía tiene como blanco temático la vida cotidiana desglosada hace tiempo en sendas
metonimias de género, etnia, violencia y marginación. Galo, Manzanares y Grádiz han sido
menos visibles, pero no por ello menos importantes ya que les ha correspondido organizar una
tradición escultórica que, al margen de Obed Valladares, ha estado sumida en la escasez y la
displicencia creativa. Sumado a este mérito, hay que recordar que sus obras se bene cian de
una profunda re exión metalingüística como referencial. Los temas son tratados con hondura y,
en algunos casos, con extrema ironía. En el contexto de este primer momento
experimentalista, debemos subrayar que los asuntos de funcionalidad son asumidos con
evidente complejidad, de ahí que se mostraron sin temor las conexiones de la obra con la
emotividad del autor (cuestión muy sublimada en el realismo), con el mundo (ahora
comprendido en tonos auto-referenciales, subjetivos, posibles, real-socializados y naturales),
con la historia del arte (sin temor a la cita, a la apropiación, etc) y consigo misma (atención a la
materia física, temporal, morfológica y conceptual). La función estética, en medio de esta
complicación, ha logrado así un relieve extraordinario, no sólo por su dominancia, sino por
encarar sin prejuicio las demás funciones correlativas, asunto que me parece de nitivo en el
desarrollo de este movimiento.

Lo que vemos en los años recientes son búsquedas


de menor fuerza dramática y monumental; no
obstante, con interesantes repercusiones en la
movilidad del concepto de arte, ya que se está
trabajando no sólo con la dimensión espacial, sino
también con la temporal. El ejemplo más vivo de
esto es el desarrollo del video, que hasta ahora ha
sido tratado con maestría por Hugo Ochoa.
Siguiendo las huellas de esta temporalidad es
destacable la obra Zip-(504) Un país cinco estrellas,
del Colectivo Artería (2001), asumida por sus
Xenia Mejía autores como un ejercicio intergénero, en que
gozan de preferencia el suceso (happening), el
ambiente, el video y la instalación. En esta línea de
trabajo está la propuesta de acción performática
de La Cuartería, quien nos propuso en el 2003 Veinte pesos: la necesidad tiene cara de perro, y
en el mismo año la obra-suceso 15 de septiembre del Taller El Círculo, obra que se mostró
como la más inquietante desde una alternativa vanguardista de corte político. Han hecho
camino por estas vías otros autores como Isidora Paz, Regina Aguilar, Víctor López y Ezequiel
Padilla. Conectándonos con la idea de multirreferencialidad, debo insistir en que muchas
propuestas experimentalistas de hoy han dejado constancia de su complejidad, concretando
todas las funciones posibles que ponen a la obra en dirección hacia la realidad y la historia. En
síntesis, hemos ganado en exploración estética y diálogo intertextual.

Sin embargo, no podemos omitir el


reverso del proceso. En centenares de
obras, la derogación de demandas
básicas de forma y concepto, ha
terminado por permutar la artisticidad
por el truco visual y la funcionalidad por
la supuesta expresión personal. Esta
pereza artesanal, imaginativa e
intelectual, desgraciadamente, no ha
tenido de vecino un órgano contralor de
Alex Galo, 2006
crítica y curaduría con capacidad de
monitoreo, selección y museografía, que
pueda relegar esas “obras” a un banco
de chatarra. Lo lamentable es que esta
condición no sólo atraviesa la propuesta de muchos jóvenes, sino también la de algunos
maestros que por estar a tono con los premios y la actualidad, quedan atrapados en las garras
de la prisa. Si esto es así, me parece que el experimentalismo, muy temprano, habrá de tener su
época crítica, sólo que aquí la presión ya no será porque el artista quiera participar en la
emancipación obrera, sino porque los “creadores” llegan a fascinarse por los “reality shows” que
los medios sociales disponen en su formato posmoderno. Es razonable, por esto mismo, que el
internet, la revista y el catálogo sustituyan a la investigación documental, el debate y la
experiencia directa con la obra y la realidad. Pero toda esta adversidad-perversidad no podrá
jamás contra el arte auténtico, que tiene de suyo desenmascarar al forajido…

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