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Urbanidad en la misión apostólica

El ministerio apostólico.

Como hace notar el Sumo Pontífi ce Benedicto XV en su Encíclica


"Humani generis Redemptionem", el Maestro Divino, después de haber
conquistado sobre el ara de la Cruz el derecho, que por otros títulos
también poseía, de anunciar la verdad eterna, dirigiéndose a sus
discípulos pronunció aquel autoritativo

Euntes docete omnes gentes".

Esta misión de los Apóstoles, de que continúa hablando la misma


Encíclica, bien la conocían y testimoniaban ellos, que hasta llegaron a
derramar su sangre por cumplirla, e increpaban valientemente a los que
se lo impedían hacer.

El Doctor Angélico, al comentar las Epístolas de San Pablo, nos hace


notar (II ad Thesal. II-16) que la predicación "principaliter" pertenecía a
Cristo, "fíguraliter" a los Profetas y "executive" a los Apóstoles. Esta
predicación apostólica, que renovó la faz de la tierra, es la que
continúan sus sucesores con idénticos poderes que ellos; y a la que
nadie tiene derecho a oponerse, por provenir de Dios. No obstante, el
hombre obra tan ciegamente, que quiso hacer callar a Jesús, encarceló a
sus Apóstoles, y tiranos y pneblos se oponen en el correr de los tiempos
a la predicación de la divina palabra, o hacen mofa de ella y de quienes
se la promulgan
Por el ministerio de la palabra se ha de poner el Sacerdote en contacto
con el alma de sus oyentes, y necesita, aunque hable con autoridad
proveniente de Dios, conocer y acatar las normas usuales para captarse
la atención y simpatía de su auditorio con el fi n de que su predicación
produzca mayores frutos espirituales. Estas reglas de conducta se
encuentran principalmente expuestas en las obras de Oratoria Sagrada,
pero no pocas de ellas pertenecen también al campo propio de los
tratados de Urbanidad

Antes de predicar.

Ante todo es preciso reconocer que unos predican por derecho propio,
como son los Obispos, y otros por delegación suya, confi ada, bien de un
modo habitual, bien para ciertos casos y lugares, que es lo que suele
entenderse por tener licencias para predicar. Respecto de cuándo deban
hablar a sus fi eles aquellos que lo tienen como deber del cargo, dan
sufi cientes reglas los sagrados Cánones y las obras de Pastoral; lo que
no suele encontrarse en tales obras, son las normas de cortesía para
aceptar las invitaciones de dirigir la palabra a los fi eles.

El ofrecerse uno mismo para predicar, podrá disculparlo en algunas


ocasiones el celo; pero difícilmente lo aconsejará la cortesía, a no ser
que se trate de sacar de un compromiso a algún compañero con quien se
tenga plena confi anza. Lo ordinario es ser invitado, ya por el encargado
de la iglesia, donde vaya a predicar, ya por quien dirija la asociación o
costee la fi esta, previa la anuencia del Párroco. Antes de decidirse,
cuídese el predicador de tomar buena nota de la fecha, lugar, hora,
medios de comunicación, etc., así como del objeto y fi n de los cultos,
estado religioso de la localidad y demás datos que puedan servirle para
orientarse en todos los órdenes; medir las propias fuerzas y tener la
seguridad de que podrá cumplir exacta y dignamente la palabra que de
aceptando. Ni que decir tiene que sería una grosería incalifi cable
preguntar ante todo por la cuantía de la limosna y andar contratando
sobre esta materia, cómo si se tratase de un vil negocio humano (Nota
1).

(Nota 1.) San Pablo en sus Epístolas llama a los que asf tratan estas
faenas oratorias adulteradores de la palabra de Dios, y Santo Tomás, al
comentar estas palabras, dice: «Sic enim mulieres adulterae dicuntur,
quando reclpiunt semen ex alio viro ad propagationem prolis. In
praedicatione autem semen mihil aliud est quam fi nis seu intentio tua,
vel favor gloriae propriae. Si ergo fi nis tuus est quaestus, si intentio tua
est favor gloriae propriae, adulteras verbum Dei. Hoc faciebant pseudo
apostoli... Apostoli autem praedicabant, neque propter quaestum, neque
gloriam propriam; sed propter laudem Dei et salutem proximi". Coment,
ad 2.ª  ad Corinthios.

Si la invitación se hace de palabra, puede resultar la visita un poco


embarazosa para el que la recibe, a no ser que esté bien fundamentado
en la humildad, por tener que oir las más de las veces palabras y
cumplimientos de adulación; pero lo triste sería que quienes fueron
buscando un sermón fervoroso, se encuentren con que el orador, al
tiempo de aceptarles, les hace... su propio panegírico: la adulación y la
vanagloria, nos llevan fácilmente al ridículo en el trato social. En el caso
de no poder aceptar, se expondrán las razones que nos lo impiden y se
manifestará sentimiento, por no poderles complacer, y gratitud, por
haberse acordado de invitarle; pero sin propasarse a recomendarles
ningún sustituto, a no ser que se lo pidan ellos.

Cuando, después de aceptado el sermón, por fuerza mayor no sea


posible cumplir el compromiso, debe ponerse el caso cuanto antes en
conocimiento de los que hicieron la invitación, y no estaría mal, si el
tiempo urge, indicarles quién se compromete a sustituirle, si no
encuentran otro orador más de su agrado.
Además de faltar por otros muchos conceptos, cometen una
desconsideración muy grande para con su auditorio los que no se
preparan debidamente para predicar: la palabra de Dios y los mismos
que se dignen ser sus oyentes merecen que se les preste más atención,
que la de subir al pulpito sin saber qué, ni cómo se va a predicar.
Quédese lo de improvisar sermones para los varones apostólicos y
grandes oradores que hayan hecho, como del Nepomuceno dice San
Jerónimo, de su pecho una librería de Cristo (Nota 2).

(Nota 2.) Del Beato Maestro Juan de Avila dice el Licenciado Luis Muñoz
en su vida, que "llegó con el trabajo, y principalmente con la gracia del
Espíritu Santo, a tan gran facilidad y destreza en el estudio de los
sermones, que no habla menester para formarlos más que la noche
precedente al día que habla de predicar. Obligábanle a cuidado los
copiosos auditorios, y con durar dos horas las más veces los sermones,
no le costaba más que el estudio de una noche, y parece gastaba más
tiempo en predicarlos que en prevenirlos".
Los demás Ministros de la palabra de Dios hemos de estudiar y preparar
nuestros sermones, como lo enseñan y practican los más preclaros
maestros. Véanse las normas que da sobre esta materia el príncipe de
nuestros oradores sagrados, Venerable P. Fr. Luis de Granada, tanto en
su Retórica Eclesiástica, como en la biografía del Beato Juan de Avila,
en la que, al mismo tiempo que se trazan los principales rasgos de la
colosal fi gura del Apóstol de Andalucía, "se nos presenta una perfecta
imagen del predicador evangélico", según lo hace notar el mismo autor
en su dedicatoria al Beato Patriarca Juan de Ribera.

Sería una pueril vanidad el andarse jactando en las conversaciones de


tener muchos sermones comprometidos, máxime si alguien se atreviese
a llegar hasta el prohibido extremo del reclamo periodístico. Para evitar
equivocaciones en los anuncios, que a veces ocasionan disgustos y
ridículos, conviene dar nota exacta del nombre y títulos que tenga el
predicador, aunque se ha de ser parco en la exhibición de tratamientos y
cargos honorífi cos.

En el púlpito.

Cuando llegue el día señalado para el sermón, se ha de procurar la


puntualidad en el cumplimiento de los compromisos. Se esperará en el
propio domicilio, si está convenido que vendrán a buscarle; en caso
contrario conviene ir con la debida anticipación al templo, o a la Casa
Rectoral, donde haya costumbre ir en comitiva solemne todos los que
deben actuar en la fi esta, siguiéndose en esto las tradiciones locales.
Una vez en la iglesia, después de haber hecho una devota oración ante el
Sagrario, puede retirarse a la sacristía hasta la hora del sermón. Hechos
los fraternales saludos al Párroco y Clero, puede, sin faltar a la cortesía,
retirarse a un aposento solitario, para hacer la preparación próxima de
su trabajo.

Respecto del traje con que haya de predicar, sea cual fuere el prescrito
por las rúbricas y la costumbre, ha de cuidarse siempre de que esté
decente y limpio, sin lujos ni ornamentos superfl uos; para que no pueda
decirse que el orador se preocupó más del roquete que del sermón.
Nunca se borrará de mi memoria la pésima impresión que produjo en sus
oyentes un predicador, que se estuvo todo un novenario hablando contra
las modas femeninas, y subía él mismo al pulpito con el atildamiento
más refi nado en su indumentaria y persona, dentro de lo que cabía en el
hábito de una orden austera: "Padre, llegó a decirle una señora, cuando
le oigo a usted tengo miedo; pero cuando le veo, me tranquilizo..."

"Nunca se borrará de mi memoria la pésima impresión que produjo en


sus oyentes un predicador, que se estuvo todo un novenario hablando
contra las modas femeninas, y subía él mismo al pulpito con el
atildamiento más refi nado en su indumentaria"

Al llegarse la hora del sermón le avisarán y pasarán a buscarle los que le


hayan de acompañar, según costumbre: para ellos, si son personas de
distinción, ha de tener unas palabras de atento saludo, pero dentro de la
misma sacristía o donde no pueda causar desedifi cación a nadie.
Después se dirigirá al altar para pedir los auxilios de lo alto; empero
cuide de no ser de aquellos que, como dice el venerable Padre Granada,
"cuando están para subir al pulpito hacen oración para que les suceda
bien el negocio, mas Dios sabe de qué espíritu procede esta oración, si
del amor propio y temor del mundo, o del amor de Dios y deseo de salvar
las ánimas. Porque este amor propio, que dentro de nuestro pecho
traemos, es tan sutil, que en todas las cosas se entremete, y tan
escondidamente, que apenas hay quien lo conozca, y muchas veces
miente y engaña a su mismo dueño, como dice San Gregorio".

Pedidas la bendición del Prelado o del Celebrante, cuando se requiera


según disponen las rúbricas, se dirigirá al púlpito con la gravedad y
modestia que el caso exige. No es lo más loable ponerse a atalayar
desde la cátedra sagrada al auditorio, como para contarle, y menos lo
sería dar muestras de displicencia, al verle en poco número.

"Alegraos", decía San Francisco de Sales al Obispo de Belley, cuando


subiendo al púlpito advirtierais que hay poca gente, y que todo vuestro
auditorio se reduce a un puñado de personas. La experiencia de treinta
años es la que me hace discurrir de este modo; y por lo que a mí toca
puedo decir haber visto mayores efectos para el servicio de Dios de
resultas de los sermones que he predicado a cortos auditorios, que no
de los predicados a grandes concursos. Cuan diferente de este modo de
pensar fué, según cuentan, el comportamiento de aquel otro célebre
orador llamado Bermejo, que contando un día desde el púlpito a su
auditorio, en vez de predicar el sermón anunciado, se limitó a decirles
este improvisado dístico:
"¡Por cuatro viejas y un viejo, no se molesta Bermejo!", y descendió de la
cátedra sagrada muy orondo, como si hubiera sido un dechado de celo y
cortesía... Los grandes auditorios, más bien debieran hacernos temblar,
que apetecerles: cuéntase del famoso orador francés Padre de la
Neuville, que un día, al subir al púlpito, sacó un pañuelo para enjugar sus
lágrimas; cuando hubo terminado su grandilocuente predicación, un
amigo se atrevió a preguntarle por la causa de aquel llanto, y el gran
orador le dijo: "Lloraba al contemplar tanta gente como acude a oirme,
sin ver conversión ninguna; esto me hizo pensar que yo no era más que
un comediante, y que no desempeño bien la misión divina que he
recibido".

La prudencia, de acuerdo con la cortesía, exigen que el orador se


presente ante su auditorio con aires de modestia y recato, para
conciliarse desde el primer momento la simpatía y benevolencia. En los
saludos de costumbre, que hará descubierto y con las debidas
inclinaciones, debe procurar no omitir ninguno de los que pudieran ser
echados de menos y emplear en ellos las fórmulas usuales, sin epítetos
rebuscados y adulatorios, que desedifi can.

En el exordio podrá acudir a los resortes oratorios imprescindibles para


la presentación propia y del tema elegido; pero esquivando cuanto pueda
el hablar de sí, por ser materia harto difícil (Nota 3).

(Nota 3.) En algunas ocasiones resultará imprescindible hablar de sí


mismo, como le aconteció al Beato Diego de Cádiz, cuando la
Universidad de Granada en 1779, después de oírle en unas misiones,
acordó concederle el titulo de Doctor. En el acto solemne de la entrega
de las Insignias, después del discurso latino que hizo, dice el mismo
Beato en carta al Director de su conciencia: "Seguí en castellano otra en
que con fuertes y efi caces razones satisfacía a las del Claustro
insistiendo con vehemencia en que la palabra de Dios anunciada por mi,
no debía llevar otra recomendación que sola "mittentis virtut"; esto lo
repetí con Interior y exterior unción y devoción mía y de todos, y pedí por
amor de mi Dios que me eximiesen de aquel honor impropio de mi
conocida Ignorancia. No fué admitida, no obstante que confesaron la
fuerza de estas razones: volví segunda vez con otras asimismo
poderosas, mas su respuesta fué el general clamor de todos... Se trató
de que predicase sin las insignias, pero no se admitió, y así hube de
hacerlo con el bonete puesto, usando de él con no pequeña agilidad en
los casos oportunos. En todo esto conocí mi Interior en una Indiferencia
y por tan singular, como si sucediese en otro extraño".

Es también cuestión de delicadeza y tacto social, que ha de ir siempre


regulado por la prudencia y el celo, todo lo concerniente a alabar y
reprender a los fi eles: aun las recriminaciones más fuertes de los más
hediondos vicios deben ir siempre dichas en forma que no hieran al
pudor y la cortesía, como también sin que nadie pueda ver en ellas
alusiones personales.

Respecto del tono y extensión de los sermones ha de acomodarse todo a


las condiciones del orador, del local y de las circunstancias. El que se
dedica a hablar en público suele de antemano tener estudiadas sus
condiciones fonéticas y el tono dominante que le conviene sostener, sin
llegar a recurrir al diapasón o el acorde de órgano para precisarlo,
aunque Cicerón nos cuente que los antiguos oradores tenían junto a su
tribuna un tañedor de fl auta para darles el tono. Ni por lo destemplado
de la voz, ni por la excesiva prolongación de los sermones, se debe
ocasionar molestias al auditorio, para que no pueda acontecemos lo que
se narra de un orador francés, el cual, como viese que el auditorio iba
desfi lando por no poder soportar su larga y detestable predicación, osó
apostrofar a los que salían diciendo:  "¿Acaso os fastidia la palabra de
Dios?", a lo que se atrevió a responder uno de ellos: "No es la palabra
divina la que nos cansa, sino la de usted, la que se nos hace
insoportable".

Otro tanto puede decirse de la declamación y demás acciones que haya


de practicar el orador en el pulpito: lo mismo que sería una falta de
educación hablar a gritos y accionando desaforadamente en la calle o en
una visita, lo será también llegar a esos extremos en la predicación
sagrada. No hace más fruto el que rasga los oídos con sus chillidos o
encandila la vista con sus ademanes exagerados o teatrales, sino el que
cautiva los corazones y hace derramar lágrimas de arrepentimiento. En
algunos países es corriente tener un vaso en el pulpito, para que el
orador pueda reparar sus fuerzas; mas, aunque la necesidad y la
costumbre local lo autoricen, mejor y más delicado sería abstenerse, y
de todos modos dar pruebas patentes de sobriedad, haciéndolo con el
mayor recato y respeto al público. En cuanto al uso del pañuelo para
limpiarse el sudor y otras inmundicias, guárdese al auditorio la misma
atención que si estuviéramos delante de cualquiera grande personaje,
procurando utilizar el pañuelo lo menos posible y con rapidez y decoro;
sería una falta de cortesía seguir hablando y accionar con él en la mano,
y mucho mayor dejarle extendido sobre la barandilla del pulpito.

Si durante el sermón observare el orador que entra el Prelado, alguna


corporación o personalidad de muy elevado rango, puede interrumpir su
predicación unos momentos, hasta que se coloque en su sitio de honor y
el público pueda seguir prestándole atención; como también hacer un
brevísimo resumen de lo ya dicho o indicar la materia de que se
proseguirá hablando, después de dirigirle el correspondiente saludo. En
casos de tumultos, interrupciones y accidentes fortuitos, una
advertencia oportuna y cortés del orador puede evitar alborotos y graves
confl ictos

Después del sermón.

AI descender del púlpito, es cuando más necesita el orador sagrado


tener presentes los preceptos de la Urbanidad; pues deja ya de hablar a
los hombres con el carácter de Ministro de Dios, para continuar su trato
de relaciones sociales.

Después de haber dado gracias ante el altar, si hay costumbre de


hacerlo, se retirará con su acompañamiento a la sacristía, y allí es donde
suele caer sobre el orador una abundante lluvia de enhorabuenas y
lisonjas, tanto más exageradas cuanto menos sinceras. Como el mundo
es tan engañoso, suelen darse muchos casos en que los afanes del
predicador por halagar al público con sus fi ligranas retóricas, son
pagados muy justamente con la limosna de una mentira aduladora, para
desquitarse después con creces mediante la crítica despiadada que se
haga a espaldas suyas. Y lo más triste es que a veces el mismo Ministro
de la palabra de Dios es quien da pie para estas mentidas adulaciones,
bien con excusas supérfl uas para justifi carse por no haberlo hecho
mejor, bien preguntando con fi ngida humildad por sus defectos, o bien
provocando los elogios con veladas y diversas evoluciones del amor
propio, que no escapan al ojo avizor de los circunstantes. Bien merecido
tienen estos oradores la despectiva comparación que hizo de ellos el
Beato P. Antonio María Claret, cuando escribió en sus Apuntes
biográfi cos: "Había observado que a algunos les pasa lo que a las
gallinas, que después de que han puesto el huevo, lo cacarean y se lo
quitan: así he notado que sucede con algunos Sacerdotes poco avisados,
porque luego que han hecho una buena obra, como... predicar o hacer
alguna plática, andan en busca y a caza de moscas de vanidad, hablan
con satisfacción de lo que han dicho y del modo cómo lo han dicho; y así
como a mí me disgusta el oir hablar de esto, pienso que también
disgustaría a los otros si hablase yo de estas mismas cosas, por lo que
hice propósito de nunca jamás hablar de ellas".

Tal debiera ser la norma de conducta que se impusieran a sí mismos


todos los predicadores, aunque no fueran de la talla apostólica del Beato
Arzobispo de Cuba; con ella saldrían ganando la virtud y la cortesía.
Claro está que no por seguirla se van a rechazar despectivamente las
atentas enhorabuenas que suelen darse a los que terminan de predicar:
recibidas con delicadeza y gratitud, dirijamos a Dios toda la gloria,
apreciando el aplauso de los hombres en lo poco que vale; pues bien
podemos apropiarnos la lección que candidamente dio una monjita
sencilla a cierto joven Orador que se encontraba confundido ante las
atenciones de que era objeto después de haberles hecho una plática:
"No se apure, Padre, que a todos los Predicadores decimos lo mismo..."

En algunas partes acostumbran ofrecer al Orador después del sermón


algún sencillo refresco en los departamentos contiguos a la sacristía: la
prudencia dictará en cada caso si es discreto aceptarlo, siempre que no
sirva esto de motivo de desedifi cación de los fi eles, por ver que los
Sacerdotes y seglares que les acompañan se privan de lo más
importante de la fi esta religiosa, conculcando así la práctica seguida por
los fi eles piadosos y lo que tal vez acaben de oir encomiar desde el
púlpito... Muy otra suele ser la conducta de los varones apostólicos; los
cuales se glorían en tener que ir de la cátedra sagrada al confesonario, y
éstos son los verdaderos plácemes de los sermones: cuéntase de un
célebre Orador del siglo XVII que fué en cierta ocasión a oir la
predicación de un humilde Misionero y, preguntado después sobre el
juicio que había formado de Orador tan sencillo, dijo: "Pienso que yo
hago subir a la gente sobre los confesonarios, pero éste les hace entrar
dentro: su fruto vale más que el mío (Nota 4)".

(Nota 4.) ¡Ojalá que todo el público que escucha los sermones lo hiciera
con el ánimo de sacar espiritual provecho de ellos! Santa Teresa de
Jesús podía servirnos de modelo, pues escribe en su autobiografía: "Era
afi cionadísima a los sermones, de manera que si vela a alguno predicar
con espíritu y bien, un amor particular le cobraba, sin procurarlo yo, que
no sé quién me le ponía. Casi nunca me parecía tan mal sermón, que no
le oyese de buena gana, aunque al dicho de los que le oían, no predicase
bien. Si era bueno, érame muy particular recreación. De hablar de Dios u
oir de Él, casi nunca me cansaba". Vida, cap, VIII.

Lecturas en el púlpito.

No tan sólo ha de subir el Sacerdote al púlpito para predicar; algunas


veces lo hará también para dirigir las preces y hacer públicas
advertencias. En estos casos suele acostumbrarse usar roquete o
manteo, y siempre será preciso guardar gravedad y modestia.

Da pruebas de poca devoción y cortesía, quien reza precipitadamente y


sin que le puedan entender, ni seguir los fi eles. Si en una conversación
social se debe dejar terminar las frases al que habla, con mucha más
razón habrá que guardar esta norma en las preces, ya que éstas son
dirigidas a Dios.

Respecto de las lecturas públicas y solemnes que suelen hacerse en los


ejercicios piadosos, también pide a una la piedad y el respeto debido a
los oyentes, que se haga entender el lector y prepare de antemano la
lectura, para no sufrir públicos bochornos y descréditos. Todos los
tratadistas que han escrito sobre el arte de leer coinciden en que no se
improvisan fácilmente las lecturas sentidas y brillantes (Véanse, por
ejemplo, las obras: "La Lectura", por Pablo León Murclego; "La Lectura",
por Rufi no Blanco y Sánchez).
¿Sería cortés presentarse en un púlpito sin haber preparado la lectura, y
así hacer sufrir al público que estime en algo a los que vestimos sotana?
Además téngase en cuenta que algunos sacerdotes celosos han sabido
hacer de las simples lecturas un verdadero apostolado, como el célebre
P. Cagiano de Azevedo, en la iglesia de los Redentoristas de Madrid y
tantos otros celosos Párrocos que fomentan la piedad y forman
espiritualmente a sus fi eles con la meditación diaria bien leída y los
libros que utilizan en los ejercicios piadosos de sus templos (Nota 5).

(Nota 5.) Del P. Cagiano de Azevedo escribía D. Manuel Grana en "El


Debate": "El no predicaba nunca; leía las novenas y devocionarios, que
escogía con instinto verdaderamente genial; pero oirle leer a él una
novena producía más efecto que un sermón. Llamaba a los grandes
oradores sagrados; Manterola, Cardona y Calpena hubieron de predicar
antes de que él leyese sus oraciones; en cuanto el P. Azevedo abría su
libro y comenzaba con su voz y su gesto, llenos de profunda unción, los
oyentes se conmovían de veras; la retórica se olvidaba; el espíritu
penetraba los corazones. Algunos recordarán las lecturas de los Viernes
Santos sobre todo. El santo Misionero preparaba su Calvarlo y el
ambiente de la iglesia con arte sin Igual. El templo se atestaba en
seguida de fi eles. Subía al púlpito el Padre con cuatro o cinco libros en
la mano. Tomando un trozo de uno y otro del otro, zurcía el conjunto con
una rapidez y efi cacia maravillosas, sin agregar él ni una palabra suya de
comentario. Su voz se iba cargando de emoción mística asombrosa; a lo
mejor rompía a llorar con íntima y sincerlsima compunción. No hacía
falta más para que el auditorio le acompañase con sus lágrimas y
gemidos, subiendo con él el camino del Calvario que les iba describiendo
y representando".

Los avisos que se hagan desde el púlpito tampoco pueden ser


improvisados, ni en el fondo, ni en la forma. So pena de exponerse a
cometer inexactitudes y aun groserías, se ha de pensar muy bien si
conviene hacer en esa forma tal advertencia y las palabras que han de
emplearse para ello. Como la escritura fi ja, aclara y recuerda las ideas,
conviene redactar previamente la fórmula que vaya a emplearse en cada
caso y leer lo escrito desde el púlpito; así se evitarán no pocos
disgustos, suspicacias, tergiversaciones y olvidos, sobre todo cuando
haya de encargar a otro que haga los avisos.

"A la prudencia y delicadeza del Párroco ha de quedar la ocasión y forma


de tratar ciertos temas escabrosos"

Predicación catequística.

Para la predicación catequística a los adultos, de que habla el Canon


1.332, unas veces se utiliza el púlpito y otras no, según costumbre local;
como también a ésta hay que acudir para usar roquete o manteo en ella,
pues nada hay prescrito.

A la prudencia y delicadeza del Párroco ha de quedar la ocasión y forma


de tratar ciertos temas escabrosos, pero que no deben omitirse en una
serie completa de conferencias catequísticas. Tratándose de antemano
un plan doctrinal sistemático, a nadie puede extrañar que se hable de
esas materias cuando corresponda, siempre que se haga con lenguaje
culto y recatado

Para lograr que asista público puede emplearse como resorte efi caz, el
trato social. Esto, como dice D. Daniel Llórente en su "Pedagogía
Catequística", "es asunto, primero, de oración; pero entre los medios
humanos, uno de los más recomendados es ir a buscar el pastor a sus
ovejas, la invitación personal. Brindan buena oportunidad las visitas que
el Párroco hace a sus feligreses con motivo del padrón parroquial, o
cuando asiste a los enfermos, o desempeña otro ministerio cualquiera, o
cumple un deber de cortesía. Procúrese también la ayuda de personas de
celo, que ejerzan algún ascendiente entre sus amigos y convecinos".

Muy de lamentar es que vayamos dejando perderse en España la vieja


tradición del examen cuaresmal de Doctrina Cristiana a que se sometían
en nuestros pueblos todas las personas mayores, que no ejercían algún
cargo público. Donde aún se conserve tan santa costumbre, tenga sumo
cuidado el Cura de continuarla y, a fi n de no hacerla odiosa, ingeníese
para lograr que todos le respondan bien a sus preguntas, evitando así
los bochornos consiguientes.

Catequesis de niños.

 En la catcquesis de niños no vaya a creer el Párroco que se verá libre de


atender a las reglas de Urbanidad; pues las almas infantiles merecen
tanto respeto, que un San José de Calasanz no consentía en cubrirse
delante de ellos, cuando les enseñaba, y un Gran Canciller de la Sorbona,
como Juan Gersón, no se atrevía a catequizar sin haber preparado
primero las lecciones.

"Al mundo se le gobierna con amor, mejor que con palos... los niños
forman también su mundo... a este mundo de los niños sólo puede
atraérsele por el amor... y para educarlos es necesario el cariño de la
gracia... pues a los tres meses de trato se les ha perdido ya el cariño
natural".

Estas ideas, entresacadas de las obras del cristiano pedagogo por amor
de Dios, Don Manuel Siurot, pueden darnos una norma para saber cuál es
la primera condición para atraer a los niños y poder formarles en la
catequesis.

Pero si necesitamos usar de afabilidad para atraerles, no será menor la


que se precisa para conseguir educarles cristianamente y sufrir las
múltiples molestias que ocasionan con los defectos naturales de su
edad. De donde provendrá que, si no estamos bien fundamentados en
virtud y en cortesía, se les dirijan fuertes reprimendas, sin darnos cuenta
de que, como dicen los Hermanos de las Escuelas Cristianas en su
"Manual del Catequista": "Las palabras duras en la catequesis son como
pisadas fuertes en un jardín recién plantado: aplastan los gérmenes,
cuando comienzan a desarrollarse".

Durante la enseñanza particular de las secciones, en que suele estar


dividida toda catequesis bien organizada, no pocas son las reglas de
trato social que habrán de ponerse en práctica, tanto para sostener el
orden y la atención, como para enseñar y preguntar a los niños, que
naturalmente son vergonzosos e inquietos. De las buenas maneras del
catequista y del esmero con que prepare sus lecciones depende en gran
parte el orden y fruto que saquen los discípulos. Es lástima que se
escuchen con harta frecuencia lamentos por la falta de medios para
organizar bien la enseñanza de la Doctrina Cristiana, por haber olvidado
el gran principio que sienta el Excelentísimo Sr. Obispo de Málaga en
sus obras de que "la catequesis es el catequistas y es una vergonzosa
lástima también ver que, unas veces por falta de celo y otras de tacto
social, se den casos de ignorancia supina en materias religiosas con
más frecuencia de la que sería de desear" (Nota 6).

(Nota 6.) "El Santo Cardenal Belarmlno, lavando un día de Jueves Santo
los pies a doce pobres, mandó a uno de ellos, que frisaba en los cien
años, que rezase el Credo: "Jamás lo he sabido", respondió el viejo;
nunca me lo han enseñado. A estas palabras el Santo Doctor se inmutó y
quedó sin habla; por fi n, derramando lágrimas, exclamó: ¡Cómo! ¡En
Capua, en el espacio de cien años no se ha encontrado un hombre que
enseñara a este cristiano los artículos de la fe! ¡Ay de tantos pastores
negligentes!" (Don Daniel Llórente, en "Ramillete de pensamientos para
Catequistas y Educadores").

También la catequesis da ocasión para que se entablen o aumenten las


relaciones sociales del Párroco con los padres de sus catecúmenos, a
los que debe visitar para rogarles que le envíen sus hijos a la enseñanza
de la Doctrina, darles oportunamente noticias de su comportamiento,
invitarles a las veladas catequísticas que organice con los pequeñuelos
y a los públicos certámenes o distribuciones de premios; y sobre todo,
ha de tratar con ellos para organizar bien la Primera Comunión que
hagan anualmente los niños de la parroquia con toda solemnidad.

Pretender que esté pujante la vida de una catequesis, sin tomarse la


molestia de salir de la propia iglesia y sacristía, es una utopía
inconcebible en quien tenga una chispa de celo en su corazón; al
contrario han discurrido siempre los Párrocos celosos, que han hecho de
los niños el vínculo que una a la iglesia parroquial con los hogares de
sus feligreses, y el gran recurso para iniciar y fortalecer las relaciones
sociales con las almas que el Señor les confi ara.

Ni que decir tiene que para la distribución de premios, designación de


los que hayan de intervenir en los actos públicos y en todo lo referente a
las Primeras Comuniones, se ha de proceder con tal corrección e
igualdad de trato, que ni ricos, ni pobres vean preferencias que les
disgusten, y en caso de haberlas, que sean en favor de los pobres, como
los más amados del Divino Maestro.
Tales son los principales medios y modos de ejercitarnos en la faena
apostólica de enseñar a las gentes con el ministerio de la palabra.
¡Quiera el cielo que nos demos todos a él con la intensidad y urgencia
que es menester en nuestros días de artera persecución religiosa! Muy
ciegos tendremos que estar para que no veamos con espanto aquella
terrible acusación, que leía el actual Señor Obispo de Málaga entre el
humo y las llamas de los sacrilegos incendios ocurridos en su diócesis:
¡Quemamos lo que no nos habéis enseñado a saber para qué sirve!

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