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NOTAS

Del Sentimiento Trágico de la Vida


(1913)
STEPHEN G.H. ROBERTS
University of Nottingham

En este año de 2013 celebramos el primer centenario de Del sentimiento trágico de


la vida en los hombres y en los pueblos, obra apasionada, controvertida y herética que
marca una línea divisoria en la evolución intelectual unamuniana, y que representa,
junto con las Meditaciones del Quijote orteguianas (1914), uno de los dos ur-textos de
la filosofía española del siglo XX.
Del sentimiento trágico de la vida fue publicado en 1913 en forma de libro por
la Editorial Renacimiento, aunque, tal y como Unamuno había hecho con su primera
obra importante, En torno al casticismo (1895/1902), el escritor vasco ya había pu-
blicado con anterioridad cada uno de los doce ensayos que compondrían la obra final
en La España Moderna, revista literaria y cultural fundada en 1889 por José Lázaro
Galdiano. El Capítulo I de lo que sería Del sentimiento trágico de la vida apareció en
la revista en diciembre de 1911, el capítulo II en enero de 1912, y así sucesivamente
hasta la publicación del capítulo XI en octubre de 1912 y, finalmente, la conclusión en
diciembre del mismo año.
Al comienzo de la conclusión, Unamuno afirma que “[estos ensayos han] ido
saliendo de mis manos a la imprenta en una casi improvisación sobre notas reco-
jidas (sic) durante años, sin haber tenido presentes al escribir cada ensayo los que
le precedieron”1, afirmación que arroja luz sobre el estilo y la textura de la obra.
Así vemos que si, por una parte, encontramos en ella características propias de la
improvisación (esto es, de una obra vivípara escrita “a lo que salga”), tales como la
tendencia a la digresión y la iteración, y también cierta frescura, energía e incluso
agresividad, cualidades visibles sobre todo en la misma Conclusión, que Unamuno
escribió a vuelapluma y con evidente urgencia al final de 1912, por otra parte, la
obra final goza indudablemente de una clara estructura y organización, con cada
uno de los doce capítulos entrelazados entre sí para crear un sentido de dirección y
de coherencia.
Esta coherencia se debe en parte al hecho de que Unamuno compuso muchos de
los capítulos “sobre notas recojidas durante años”, como él mismo nos recuerda. En
2005, Nelson Orringer publicó una edición de Del sentimiento trágico de la vida que
incluía, por vez primera, las notas inéditas que, organizadas en nueve apartados, había
escrito Unamuno entre 1905 y 1908 bajo el título general de Tratado del amor de
Dios. Aun cuando, como anota Orringer, hay importantes diferencias de contenido,

1
Unamuno, Miguel de, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Tratado
del amor de Dios, edición de Nelson Orringer, Madrid, Tecnos, 2005, pp. 471-472.

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estructura y énfasis entre las dos obras,2 Don Miguel reciclaría mucho material, in-
cluyendo párrafos enteros, a la hora de componer la versión final de Del sentimiento
trágico de la vida entre 1911 y 1912. Así, por ejemplo, algunas de las ideas sobre
el conocimiento, el amor y el dolor tratadas en los Apartados 1, 2, 4 y 6 del Tratado
reaparecerían en los capítulos II y VII de Del sentimiento trágico de la vida, mientras
que la meditación acerca de Dios, el Más Allá y la religión hallada en los Apartados 3,
4, 7, 8 y 9 informaría el tratamiento de estos mismos temas en los capítulos III a VI y
VIII a X de la magnum opus unamuniana.
Aun así, la coherencia interna de Del sentimiento trágico de la vida se debe ante
todo al hecho de ser ésta una obra fundamentalmente autobiográfica, cuyas raíces se
hunden en un momento específico de la vida de su autor: la llamada crisis unamunia-
na de 1897. Para muchos comentaristas, tal crisis fue la última (y la más grave) de
una serie de crisis espirituales que Unamuno había sufrido a partir de su llegada a la
Universidad de Madrid en 1880.3 El Diario íntimo que Unamuno escribió a lo largo
de este año de 1897 ofrece el testimonio de un joven escritor que había racionalizado
gradualmente su fe religiosa hasta terminar con ella, y que intenta, desesperada e
inútilmente, volver a las sencillas creencias católicas de su niñez para así encontrar
una solución a su abrumador miedo a la muerte. Pero la crisis unamuniana de 1897
fue tanto una crisis de índole religiosa o espiritual como una crisis existencial que le
llevaría a repasar su vida y actividad públicas y a encontrarlas deficientes. Por esta ra-
zón, el Diario íntimo representa también una feroz auto-crítica a los distintos papeles
que Unamuno había desempeñado como escritor desde los años 80 en adelante. Ni el
sabio, ni el periodista, ni el publicista político, ni el literato —todas ellas profesiones
que el mismo Unamuno había cultivado hasta la fecha— se libran de la invectiva
unamuniana. Por un lado, el escritor deja claro que todos sus correligionarios intelec-
tuales le han alentado en su afán por racionalizar su fe católica y alejarse de ella, afán
que le ha dejado con una sequedad espiritual que él ahora ve como causa y síntoma
a la vez de su crisis actual. Por otro lado, Unamuno caracteriza a estos intelectuales
como “hombres de la vanidad mental”, esto es, como una categoría del ser humano
particularmente obsesionada por el renombre y la fama.4 El problema de la fama yace
en el mismo centro del Diario íntimo unamuniano. Al criticar a los intelectuales, a los
2
Ib., pp. 46-69. Véase también Tanganelli, Paolo, “Del erostratismo al amor de Dios: en torno al
avantexto de Del sentimiento trágico de la vida”, en Miguel de Unamuno. Estudios sobre su obra. II, edi-
ción de chaguaceda toledano, ana, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2003, pp. 175-194.
3
Véanse Benítez, Hernán, “La crisis religiosa de Unamuno”, en Revista de la Universidad de Bue-
nos Aires, Cuarta Época, Año iii, Núm. 9 (enero-marzo de 1949), pp. 12-88 y “Nuevo palique unamunia-
no”, en Revista de la Universidad de Buenos Aires, Cuarta Época, Año iv, Núm. 16 (octubre-diciembre
de 1950), pp. 479-551; Sánchez Barbudo, Antonio, “La formación del pensamiento de Unamuno. Una
experiencia decisiva: la crisis de 1897”, en Hispanic Review, XVIII (julio de 1950), pp. 217-43 y “La fe
religiosa de Unamuno y su crisis de 1897: Dúplica a Hernán Benítez”, en Revista de la Universidad de
Buenos Aires, Cuarta Época, Año v, Núm. 18 (abril-junio de 1951), pp. 381-443 y Estudios sobre Galdós,
Unamuno y Machado, Madrid, Guadarrama, 1968; Zubizarreta, Armando F., Tras las huellas de Una-
muno, Madrid, Taurus, 1960; Cerezo Galán, Pedro, Las máscaras de lo trágico. Filosofía y tragedia en
Miguel de Unamuno, Madrid, Editorial Trotta, 1996, pp. 227-269; tanganelli, Paolo, Unamuno fin de
siglo. La escritura de la crisis, Pisa, Biblioteca di Studi Ispanici 7, 2003.
4
Véase Unamuno, Miguel de, Diario íntimo, edición de Etelvino González López, Salamanca, Edi-
ciones Universidad de Salamanca, 2012, pp. 216 y 224-225.

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estetas, literatos y hombres de la ciencia que viven pensando en el nombre que deja-
rán en la historia, Unamuno pone también al descubierto su personal obsesión con la
fama, la cual le ha llevado a vivir y a escribir prefiriendo el efecto de sus palabras en
su público a la sinceridad y veracidad de aquéllas. En su búsqueda de la fama, Una-
muno ha vivido y escrito para la galería, dedicándose a la comedia y anteponiendo su
nombre perecedero a su alma duradera; ha cultivado su yo público hecho de palabras,
y por ende inauténtico e insustancial, a expensas de su yo íntimo, el que es o debe ser
para Dios.5
Además de una descripción detallada de la crisis de Unamuno, el Diario íntimo
ofrece también una posible salida a esta crisis. En lugar de rechazar el racionalismo o
la razón para volver a la sencilla religión católica de su niñez, Don Miguel comienza
a vislumbrar una nueva forma de fe nacida del incesante conflicto entre la razón y la
fe, un querer creer que definirá plenamente quince años más tarde en el Capítulo VI
de Del sentimiento trágico de la vida. Asimismo, Unamuno conceptúa una posible
sublimación de la idea de la fama que le llevará, con el tiempo, a presentar la búsqueda
de renombre como una forma de auto-afirmación espiritual, capaz de enriquecer, no
solamente la vida del individuo, sino la de la comunidad a la que éste pertenece; y
recupera la actividad de la escritura también, al afirmar que, en lo sucesivo, escribirá
no solamente en beneficio propio, sino principalmente para los demás: hará uso de
la palabra para despertar a sus lectores y para unirse a ellos, formando así una nueva
comunidad espiritual que represente a su patria soñada, su España ideal.
He aquí, por lo tanto, una red de inquietudes y preocupaciones ontológicas, reli-
giosas y éticas que llegará finalmente a formar el entramado central de nuestra obra
centenaria, aunque no sin antes pasar por el tamiz de otra obra clave que, junto con
las notas que componen el Tratado del amor de Dios, representará el antecedente
más claro de Del sentimiento trágico de la vida. En Vida de Don Quijote y Sancho
(1905), Unamuno conseguirá sublimar la idea de la fama, convirtiéndola, no sólo en
una actitud y moral de batalla existenciales, sino también en una religión nacional,
expresión, según el autor, del impulso intrahistórico y quijotesco del pueblo español
y fundamento de un nuevo patriotismo cultural. Además, Unamuno dejará perfilado
en esta obra su nuevo papel como escritor público, papel construido en base a una
amalgama de diversos atributos pertenecientes al sabio, al periodista, al publicista, al
literato, al educador y al predicador. A partir de este momento, Unamuno saldrá a la
palestra pública cual Don Quijote moderno, dedicado a la tarea de despertar al dormi-
do y conducirle hacia una mayor conciencia del valor espiritual de su vida.
Y así llegamos a Del sentimiento trágico de la vida, fruto de estos tres lustros de
combates y búsquedas espirituales, y que, entendida desde el punto de vista del Diario
íntimo, de Vida de Don Quijote y Sancho y del Tratado del amor de Dios, comienza a
revelar su íntima razón de ser y su arquitectura secreta. Unamuno abre la obra con una
declaración de intenciones: en el Capítulo I, titulado “El hombre de carne y hueso”, el
escritor afirma que su filosofía se centra, no tanto en la idea o abstracción “hombre”
que aparece en las obras de tantos filósofos y científicos, desde Aristóteles a Rousseau

5
Véase Roberts, Stephen G.H., Miguel de Unamuno o la creación del intelectual español moderno,
Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2007, pp. 71-83.

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y de los economistas hasta Linneo, como en “[e]l hombre de carne y hueso, el que
nace, sufre y muere —sobre todo muere—, el que come y bebe y juega y duerme
y piensa y quiere”, esto es, el hombre concreto cuya esencia, afirma Unamuno, si-
guiendo a Spinoza, consiste en el esfuerzo por perseverar en su ser, “en seguir siendo
hombre, en no morir” (pp. 96-97 y 103-104). Este hombre concreto será el sujeto y
el objeto de su filosofía, afirma Unamuno, sugiriendo al principio de la obra algo que
terminará por confirmar explícitamente al final del Capítulo XI, esto es, que ha creado
su cosmovisión filosófica a partir de una generalización de sus propias experiencias
(véase p. 469).
Unamuno pasa luego a analizar las características específicas de este “hombre con-
creto”, y comienza el capítulo II (“El punto de partida”) con una serie de consideracio-
nes epistemológicas, subrayando que, mientras que el instinto de conservación perso-
nal, que el escritor equipara con el hambre, nos ha proporcionado los cinco sentidos
corporales, permitiéndonos percibir “el mundo sensible”, el instinto de perpetuación
de la especie, que Don Miguel equipara con el amor, nos ha proporcionado otras fa-
cultades, tales como el lenguaje y la razón, la imaginación y la fe, que nos permiten
percibir otro mundo, “el mundo ideal” (pp. 125-131). Al cuestionar la tendencia a
negar realidad objetiva a las creaciones de este segundo instinto (el amor), Unamuno
señala ya que el resto de la obra se centrará en un análisis, no tanto de los sentidos
corporales, como de las facultades creadas por el amor, y, sobre todo, dos de ellas, la
razón y la fe, las cuales, juntas y en conflicto, ayudarán a conformar la nueva actitud
vital que Unamuno había comenzado a vislumbrar durante su crisis de 1897.
En el meollo de aquella crisis religiosa y existencial se encontraban el hecho inelu-
dible de la muerte y la obsesiva búsqueda de respuestas a la muerte, temas que trata
Unamuno en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida, titulado “El hambre
de inmortalidad” y que posiblemente sea el más personal de toda la obra. Aquí, Una-
muno da expresión a su profundo miedo a la muerte (y sobre todo a la nada) y subraya
su deseo, no sólo de vivir y de pervivir, sino de crecer existencial y espiritualmente:
“Más, más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros,
adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado
del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo” (pp. 144-145). Antes de ana-
lizar las implicaciones ontológicas de su nueva cosmovisión, sin embargo, Unamuno
necesita primero considerar las respuestas a la muerte ofrecidas por las dos facultades
que ya ha puesto de relieve en el capítulo II (y que había subrayado también con tanta
insistencia en el Diario íntimo), esto es, la fe y la razón, y les dedica los capítulos IV y
V, centrándose, sobre todo, en las limitaciones de cada una de ellas. En el capítulo IV,
“La esencia del catolicismo”, ubica el origen de la religión cristiana en el anhelo hu-
mano de inmortalidad para luego demostrar que el esfuerzo continuo por racionalizar
la fe finalmente acaba destruyéndola, mientras que, en el capítulo V, “La disolución
racional”, subraya la necesidad humana de la razón, recalcando a la vez que, al anali-
zarse a sí misma, la razón termina disolviéndose y degenerándose en el más profundo
escepticismo.
Las limitaciones de ambas facultades nos dejan, como reza el título del capítulo
VI, “[e]n el fondo del abismo”, donde “[n]i, pues, el anhelo vital de inmortalidad hu-
mana halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de

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vida y verdadera finalidad a ésta” (p. 241). De la misma forma que este abismo había
sido el mismo centro de la crisis de 1897, lo es también en Del sentimiento trágico de
la vida. Y no obstante, este centro abismal supone también una salida y una solución,
ya que, como afirma Don Miguel, “he aquí que en el fondo del abismo se encuentran
la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se
abrazan como hermanos” (pp. 241-242). En realidad, la razón y la fe (o lo que Una-
muno a veces llama simplemente “la vida”) se necesitan mutuamente: aquélla sólo
puede operarse sobre lo que es irracional mientras que la fe y la vida sacan esperanza
del escepticismo al que conduce la razón (p. 247). Del conflicto entre las dos, añade
Unamuno, surgirán una nueva forma de religión y una nueva moral de batalla: la duda
creada por el abrazo entre la razón y la fe dará nuevo ímpetu a ésta, transformando el
creer en un querer creer que renacerá constantemente de las cenizas del escepticismo,
convirtiendo asimismo a la vida y la fe en una incesante búsqueda de sentido y de
permanencia (pp. 251 y 265-266).
A lo largo de los seis primeros capítulos de Del sentimiento trágico de la vida, por
lo tanto, Unamuno nos lleva por un camino a todas luces autobiográfico, revelándo-
nos el proceso que le ha permitido transformar las inquietudes que surgieron durante
la crisis de 1897 en la base de una nueva posición vital y espiritual. Lo que le queda
por hacer en la segunda mitad de la obra es explorar las implicaciones de esta nueva
posición. En los capítulos VIII (“De Dios a Dios”), IX (“Fe, Esperanza y Caridad”) y
X (“Religión, mitología de ultratumba y apocatástasis”), Unamuno se centra en temas
teológicos, indagando en el concepto de Dios, en el carácter creativo y volitivo de la
fe, y en la religión y las distintas formas de representar la vida eterna. En los capítulos
VII y XI, probablemente las secciones más originales de la obra, mientras tanto, el
escritor vasco concentra su atención principalmente en temas ontológicos, psicológi-
cos y éticos.
Unamuno ya había establecido en el capítulo VI que la vida es, o debe ser, con-
flicto: conflicto entre las distintas facultades que nos ayudan a entender el mundo y
conflicto también entre todos los seres humanos, al luchar cada uno entre sí por con-
seguir la pervivencia y la inmortalidad. En los capítulos VII y XI, el escritor intentará
sublimar la agresividad inherente en tal visión de la vida humana para transformarla
en una ontología, psicología y filosofía ética que resulten de beneficio mutuo para
todo el mundo, esto es, tanto para el yo como para el otro. Y Unamuno es capaz de
conseguir esta sublimación gracias a su convicción de que el yo necesita al otro para
vivir, para conocerse y para inmortalizarse. El punto de partida que Don Miguel es-
tablece en el capítulo VII (titulado “Amor, dolor, compasión y personalidad”) es que
el yo cobra conciencia de sí mismo a través del dolor o, para ser más exacto, a través
del dolor creado por la conciencia de su propia mortalidad. Tal dolor da lugar en el yo
a un “amor espiritual a sí mismo”, a una “compasión que uno cobra para consigo”,
que, lejos de ser una forma de egoísmo, hace posible que el yo perciba y conozca a los
demás seres vivos, concibiéndolos como otros yoes que padecen dolor y que por lo
tanto también merecen ser compadecidos y amados (p. 280). Y, sin embargo, el dolor,
y más exactamente el dolor causado por lo ajeno, tiene una función aun más específica
para Unamuno, una función ontológica que el escritor define de la siguiente manera:

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El dolor es el camino de la conciencia, y es por él cómo los seres vivos llegan a tener con-
ciencia de sí. Porque tener conciencia de sí mismo, tener personalidad, es saberse y sentirse
distinto de los demás seres, y a sentir esta distinción sólo se llega por el choque, por el
dolor más o menos grande, por la sensación del propio límite. La conciencia de sí mismo
no es sino la conciencia de la propia limitación. Me siento yo mismo al sentirme que no
soy los demás; saber y sentir hasta donde soy, es saber donde acabo de ser, desde donde no
soy. (p. 283)

Según esta visión ontológica unamuniana, el otro desempeña una función impres-
cindible para el yo, ya que establece y representa los límites de éste, proporcionándole
así la capacidad de percibirse y de conocerse como un ser diferenciado e individua-
lizado. El yo, por lo tanto, no puede ni vivir ni conocerse sin el otro, aunque esto no
quiera decir, claro está, que vaya a actuar de forma pasiva o dócil frente a éste. Al
contrario: la conciencia de sus límites, causada y fomentada, a la vez, por la presencia
del otro, es precisamente lo que le impulsará al yo a intentar superar tales límites, esto
es, a intentar ensanchar su conciencia hasta llenar con ella el Universo y conseguir así
la inmortalidad. Ahora bien, el yo tendrá que asegurarse de que, al buscar esta meta,
no termine venciendo o destruyendo al otro, ya que, de ocurrir así, aquél perdería
sus límites y, con ellos, su propia identidad y sentido de ser. Unamuno, por lo tanto,
resume la relación entre los seres humanos de la siguiente forma cuasi-paradójica:
“la evolución de los seres orgánicos no es sino la lucha por la plenitud de conciencia
a través del dolor, una constante aspiración a ser otros sin dejar de ser lo que son, a
romper sus límites limitándose” (p. 285).
Es posible deducir, así pues, que, para Unamuno, el otro es una necesidad, un aci-
cate y también una amenaza. Amenaza porque el otro es, en realidad, otro yo que se
encuentra asimismo buscando superar sus límites, destacar, sobrevivir, inmortalizarse.
Y es ésta la razón por la que, en el capítulo XI (titulado, simplemente “El problema
práctico”), Unamuno luchará por transformar tal relación agresiva y amenazante en-
tre el yo y el otro en la base de un nuevo sistema ético capaz de explicar en términos
prácticos cómo todos los yoes pueden satisfacer su “aspiración a ser otros sin dejar de
ser lo que son, a romper sus límites limitándose”. La respuesta, según Unamuno, se
halla en el concepto de “insustituibilidad”. Cada persona debe vivir su vida de modo
que se haga a sí misma irreemplazable, ya que, de esta forma, podrá llegar a dominar a
los demás, penetrando sus conciencias y transformándose en una parte imprescindible
y duradera de ellas. Como él dice, hay que vivir “obrando de modo que nos hagamos
insustituibles, acuñando en los demás nuestra marca y cifra, obrando sobre nuestros
prójimos para dominarlos; dándonos a ellos, para eternizarnos en lo posible” (p. 439).
Y es evidente que esta posición ética involucra a todos los yoes, ya que está basada
en la idea de que todos los seres humanos están —o deberían estar— luchando entre
sí en pos de la dominación y perduración espirituales. Unamuno, por lo tanto, está
definiendo una relación entre el yo y el otro donde intentan dominar el uno al otro sin
llegar a destruirse. “La más fecunda moral es la moral de la imposición mutua” (p.
448), escribe, antes de añadir:

Entrégate, pues, a los demás, pero para entregarte a ellos, domínalos primero. Pues no
cabe dominar sin ser dominado. Cada uno se alimenta de la carne de aquel a quien devora.

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Para dominar al prójimo hay que conocerlo y quererlo. Tratando de imponerle mis ideas,
es como recibo las suyas. Amar al prójimo es querer que sea como yo, que sea otro yo, es
decir, es querer yo ser él; es querer borrar la divisoria entre él y yo, suprimir el mal. Mi
esfuerzo de imponerme a otro, por ser y vivir yo en él y de él, por hacerlo mío —que es lo
mismo que hacerme suyo—, es lo que da sentido religioso a la colectividad, a la solidaridad
humana. (pp. 448-449)

Esta cita, que nos lleva al mismo corazón de la ontología y psicología unamu-
nianas, se ve plagada de un vocabulario agresivo relacionado con la dominación, la
imposición y el deseo casi animal de devorar al otro. Y, sin embargo, Unamuno está
definiendo aquí una relación apasionada entre dos yoes que se entregan y se dominan
mutuamente en pos de una inmortalidad tanto individual como colectiva. Aunque, en
ocasiones, el pensador sugiere en Del sentimiento trágico de la vida que el verdadero
fin de su filosofía de mutua imposición entre individuos es la creación de un Dios
que represente la Conciencia Universal, esto es, la totalidad y unión de todos los yoes
(véanse, por ejemplo, pp. 295-296), lo que realmente le interesa a Unamuno en esta
obra es afirmar un modus vivendi que rija la relación entre individuos, proporcionando
a la vez, como dice en esta última cita, “sentido religioso a la colectividad, a la solida-
ridad humana”. No es de sorprender, por lo tanto, que Unamuno termine este capítulo
XI afirmando que la cosmovisión que ha ido definiendo en Del sentimiento trágico de
la vida consiste en realidad en un sentimiento quijotesco, eje de un nuevo patriotismo
espiritual español, ni que añada que ha sacado esta cosmovisión de lo más profundo
de su propia alma: “Lo que llamo el sentimiento trágico de la vida en los hombres y en
los pueblos es por lo menos nuestro sentimiento trágico de la vida, el de los españoles
y el pueblo español, tal y como se refleja en mi conciencia, que es una conciencia
española, hecha en España” (p. 469).
Del “problema práctico”, Unamuno pasa finalmente a la Conclusión, titulada “Don
Quijote en la tragicomedia europea contemporánea”. En este último ensayo, Unamu-
no resume y ensancha el mensaje central de Del sentimiento trágico de la vida al dejar
claro que ya, no sólo la vida, sino también la totalidad de la historia humana puede
entenderse bajo la perspectiva de una lucha entre la fe y la razón: la historia, para el
escritor vasco, es esencialmente cíclica, con épocas dominadas por la fe (por ejemplo
el Medioevo) seguidas de otras dominadas por la razón (por ejemplo la época moder-
na, que ha sido creada y moldeada por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución).
Y sin embargo, a pesar de haber establecido en los capítulos centrales de la obra la
necesidad de un conflicto permanente entre estas dos facultades, Unamuno hace gala
en esta conclusión, no sólo de una evidente antipatía hacia el mundo moderno de la
ciencia y la razón, sino también de una ostentosa simpatía hacia el mundo medieval
de la fe e incluso hacia la Contrarreforma y la Inquisición (p. 485). La razón tras esta
deliberada distorsión de su propio mensaje, que utiliza para transformar este ensa-
yo en una agresiva diatriba de las más reaccionarias de su carrera, se encuentra en
el hecho de que Unamuno escribiera esto con un blanco muy específico en mente.
Tanto las referencias a la obsesión contemporánea con la Cultura, la Ciencia (las dos
palabras con mayúscula) y el progresismo (pp. 473-475), como los ataques contra
los “bachilleres Carrascos del regeneracionismo europeizante”, para quienes Europa

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se ha convertido en “una categoría casi metafísica” (pp. 478 y 514), van claramente
dirigidas a la nueva generación de intelectuales españoles y, ante todo, a su líder José
Ortega y Gasset, antiguo discípulo de Unamuno que gradualmente, y sobre todo a
partir de 1909, torna contra su maestro al criticar las inquietudes religiosas y místicas
de éste y caracterizarle de antieuropeo y de “energúmeno español”.6 La venganza de
Unamuno se halla en este último ensayo de Del sentimiento trágico de la vida, donde
Don Miguel exagera su propia posición con el fin de épater les jeunes.
Y, sin embargo, la misma exageración que caracteriza esta Conclusión le permite
a Unamuno consolidar el papel de Don Quijote contemporáneo que había estrenado
siete años antes en Vida de Don Quijote y Sancho. El tema principal de la Conclusión
no es solamente el quijotismo como religión nacional sino la figura del propio Don
Quijote y, en particular, su capacidad para afrontar el ridículo. Al estudiar la psicolo-
gía del héroe cervantino, Unamuno está analizando también su propia postura como
escritor público dispuesto a aguantar el ridículo y el desprecio de los que rinden culto
a Europa y a la modernidad. Y esta identificación entre Unamuno y Don Quijote sirve
también para confirmar retrospectivamente que todos los aspectos de la vida humana
que han sido analizados en esta obra —desde el modo de conocer el mundo hasta la
moral de la imposición y dominación mutuas— son aspectos también de la vida y del
quehacer del intelectual quijotesco unamuniano. En breve, Del sentimiento trágico de
la vida nos ofrece, tanto un estudio detallado de la anatomía del intelectual unamunia-
no, como un programa y una declaración de intenciones.7
A partir del momento de la publicación de Del sentimiento trágico de la vida, hace
cien años, Unamuno se echó a la arena pública, poniendo en práctica su programa in-
telectual a través de un nuevo tipo de artículo de prensa que le permitiría transformar-
se a sí mismo en un auténtico “agitador de espíritus”, en desfacedor de los entuertos
del sistema de la Restauración y en paladín de la embrionaria democracia parlamenta-
ria en España. Además, tal y como revela el título de la Conclusión, Unamuno desem-
peñaría también un papel importante en la “tragicomedia europea contemporánea”, al
combatir la nueva Inquisición de la Ciencia y la Cultura que, según él, estaba “dese-
senciando” al continente (pp. 473 y 479). Al año siguiente, mientras Europa comen-
zaba a destruirse en las trincheras de la Gran Guerra, el mensaje trágico-quijotesco de
Don Miguel cobraba todavía más trascendencia y relevancia.

6
Para un análisis de la relación entre Unamuno y Ortega y de la influencia que tuvo esta relación
sobre la redacción tanto del Tratado del amor de Dios como de Del sentimiento trágico de la vida, véase
la Introducción de Nelson Orringer a Unamuno, Miguel de, Del sentimiento trágico de la vida en los
hombres y en los pueblos. Tratado del amor de Dios, o.c., pp. 46-50 y 57-69.
7
Véase Roberts, Stephen G.H., Miguel de Unamuno o la creación del intelectual español moderno,
o.c., pp. 121-142.

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