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Materia y signo
ensayos sobre filosofía del arte

Horacio Bollini

Colección Pampa Aru


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Materia y signo
ensayos sobre filosofía del arte

Horacio Bollini
Bollini, Horacio
Materia y signo / Horacio Bollini - 1a ed. - Buenos Aires
: Las Cuarenta, 2012.
280 p. ; 21x14 cm. - (Pampa Aru)

ISBN 978-987-1501-XX-X

1. Filosofía. I. Título

CDD 107

Diseño de tapa y diagramación interior: Las cuarenta

Materia y signo
Horacio Bollini
© Las cuarenta, 2012
Puan 376, Ciudad Autónoma de Buenos Aires
www.lascuarentalibros.com.ar

Primera edición
ISBN 978-987-1501-XX-X

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con el invalorable apoyo de Susana y
Carlos Lecaroz.
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Índice
Introducción

Materia
1- Giotto y el anverso de la cruz ................................ 31
2- Visiones sobre el Barroco ...................................... 45
3- Rembrandt ............................................................... 75
4- Ojos y Cosas ............................................................. 93
5- La materia densa en el Romanticismo ................ 103
6- Materia y Objeto en el arte contemporáneo ...... 113
7- Hacia Mark Rothko ................................................ 121
8- Tystnaden ................................................................. 131

Tiempo
(Signo)
9- La escritura y el Románico ................................... 145
10- Dante y la mujer fuera del espejo ....................... 155
11- Angelico .................................................................. 175
12- Las palabras y lo que dejamos atrás ................... 187
13- Apuntes acerca de la imagen
cinematográfica ............................................................ 207
14- Hitchcock y lo clásico .......................................... 227
15- Distancia y Psique en Kafka ............................... 235
16- Notas en torno a la imagen del Siglo XX ........ 243
17- Tarkovsky y el tiempo .......................................... 261
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Introducción
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Introducción
En una escritura los signos dan lugar a una serie ho-
rizontal o vertical; a veces los signos se ordenan según
diagonales. Algún género de criptografía también podría
reivindicar un orden aleatorio o abiertamente caótico.
Pero cuando dos signos se yuxtaponen, el más inme-
diato a la percepción deberá ser transparente para ac-
ceder a la lectura de ambos. O deberán estar separados
por el tiempo, o acaso ser vistos por dos sujetos desde
una perspectiva insólita: un escorzo que permitiera que
cada sujeto, desde su espacio-tiempo, pudiera ver los
signos aunque estos posean la opacidad de la materia.
Hay signos que se mueven: “En el cine las imágenes son
signos”, dice Deleuze; y esos signos, en su vértigo de luz,
patentizan el ser moviente y fugan de esos sujetos que per-
manecen en la sombra bajo pasividad corporal.
(Signos transparentes del film, cuerpos opacos de los
espectadores, forman un entramado que también podría
leerse, desde lejos, como una doble fila de signos que se
yuxtaponen).

Hay signos quietos, frente al sujeto que deambula. Así,


ese sujeto ejerce el privilegio de repetir una lectura que
-aun cuando no pueda resultar idéntica- implica la medi-
tación y el ejercicio de la memoria. La repetición ad infi-
14 Horacio Bollini

nitum de ese ejercicio de memoria e interpretación puede


confundirse con la preexistencia de una conciencia.
Pueden concebirse maneras del sujeto que en apa-
riencia sólo existen si resultan necesarias para un signo
preexistente; y así el laberinto y Minotauro anteceden a
Teseo, ya que éste solamente atesora su esfuerzo por ma-
tar al toro, su penuria psíquica, sus esfuerzos de heroísmo.
Pero el signo triunfante es el del Toro dionisíaco, que es
fruto del amor, que es todo conciencia de sí, nunca pre-
supuesto de la ética, del deber ser. Si el arte resulta libe-
rador, es porque no se ve cercado por límites de ética; y
en su integridad reveladora, su centro y sus márgenes (el
cuerpo de la obra, en abstracto o bajo materialidad) po-
seen un funcionamiento interno sin fracturas, como el
destino de Asterión. Tan sólo la apertura de la pieza ar-
tística -su devenir- posee una excéntrica que la enlaza al
sujeto, aunque permanece enteramente libre hasta el fin.

No se requiere punto de inicio para el destino del sig-


no como escritura: siempre es pasible de ser leído. Y así,
los lazos de la pintura con la escritura, tan perceptibles
en la semiología funeraria de Egipto o en los alfabetos
del Románico, alcanzan en la teoría de Adorno una en-
tidad permanente. Ese carácter escriturario sólo se haría
menos patente bajo formas de arte en las que no se iden-
tifican fácilmente puertas de entrada a una invisibilidad,
en donde el símbolo decae –es el caso de las exhibiciones y
Summas del Barroco- y los lenguajes estéticos se confun-
den con cuerpos. Lenguajes que se adhieren a lo germinal
de la Naturaleza. Si fuera este el caso, puede identificarse
la Naturaleza con una escritura de márgenes ambiguos,
plano donde el Creador traza sus signos.
Introducción 15

Se lee, de izquierda a derecha o en cualquier otro sen-


tido, un párrafo, mensaje, cuadro o fotografía. Es la ma-
nifestación final del problema prístino: el de la palabra
emparejada al pensamiento puro, tal como fue formulado
por los místicos judeocristianos, por las principales bús-
quedas de la Teología, por Benjamin. La elaboración más
profunda de ese sello se manifiesta en Karl Kraus, en esa
visión de la palabra como dimensión irreductible, cuyas
raíces llegarían al invisible. Signo, Ars, Palabra. Palabra
e imagen, sin fragmentación, proponen desde el objeto
un lugar fuera del tiempo. O la cruda reafirmación de lo
sucesivo.

I
La imagen-verbo

El pensamiento mítico concibe un verbo consubstan-


cial a las fuerzas creadoras del kósmos; y así Dios crea me-
diante la palabra. Luego, la palabra es emanación; y así el
rabino de Praga da vida al Gólem. Hay en todo mito y
en toda teoría del lenguaje una problemática de planos.
Benjamin hace notar que Dios crea la luz, el árbol, el pez,
mediante el verbo (Dios dice árbol y el árbol es) pero no
así al hombre; no creado por la palabra, a ese hombre a su
vez le es conferido el don del lenguaje. Ese don lo separa
entonces del resto de la Creación, “por encima de la natu-
raleza”. Y así le es dado al hombre nombrar a los animales,
nombrarlos de dos en dos al entrar al arca.
Las cosas proponen una comunicación que guía al hom-
bre para que éste les encuentre su nombre. Nombrándolas,
16 Horacio Bollini

se apodera de ellas. Una cultura, un sistema teológico o


político, entienden este peso del verbo también en los pla-
nos idiomáticos1.
Una imagen construida desde el verbo depende de su
potencia; la poética pura exige una intuición lírica; la épi-
ca requiere imágenes de alegorismo perdurable. Pero la
substancia del verbo, la primera poesía (esa comunicación
en el lenguaje y no a través del lenguaje) se presentan en
el acto de nombrar. Inmediata poesía, sí, sustituida luego
por una construcción que concibe la palabra como medio.
Benjamin dice, respecto de ese salto o sustitución:

Esta inmediatez en la comunicación de la abstracción


ha tomado la forma del juicio cuando el hombre aban-
donó, en la caída, la inmediatez en la comunicación de
lo concreto, del nombre, y cayó en el abismo de la me-
diatización de toda comunicación, de la palabra como
medio, de la palabra vana: en el abismo de la charla.
Puesto que –es preciso decirlo aun una vez- charla fue
la pregunta sobre el bien y el mal en el mundo después
de la creación. El árbol del conocimiento no estaba en
el jardín de Dios para las informaciones que hubiera
podido dar sobre el bien y el mal, sino como emblema
del juicio sobre la interrogación. Esta grandiosa ironía
es la marca del origen mítico del derecho.2

1
Cierta Comedia Teológica de raíz jesuítico-guaraní presentaba
esos planos, en parte para simbolizar las jerarquías dentro de la re-
ducción: Dios hablaba con sus ángeles en latín; los ángeles se co-
municaban con el hombre en castellano; Adán hablaba con Eva en
guaraní.
2
Walter Benjamin: Über Sprache überhaupt und über die Sprache
des Menschen (“Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de
los hombres”).
Introducción 17

Esa imagen del árbol del conocimiento en un centro


hipotético del Edén, prefigura toda imagen y todo em-
blema: la imagen alegórica debe ser potente para des-
lizarse en los estratos más profundos del imaginario, al
punto de imponerse sobre su funcionalidad. Porque ese
árbol es, como anota Benjamin, la interrogación en es-
tado de pureza, símbolo de la palabra inquisitiva, lugar
anclado al no-lugar del verbo. Los juicios y respuestas
morales que vinieran a continuación ya serían parte de
esa conversación de una superestructura religiosa. Esas
diluciones de la imagen prístina no aparecen en foco.
Porque este es un cuadro de símbolos e iniciaciones.
(La iconografía medieval recuperará todo el color de estas
imágenes, precisamente porque la forma se sintetiza como
alfabeto y el color vibra dentro de cada criptograma).
Es posible llegar a la palabra como detritus último de
una alianza entre ser y pensamiento. El maelström se ini-
cia en el Fragmento 3 de Parménides:
τό γάρ αύτό νοειν έστιν τε χαί εϊναι 3

En el Fragmento 8.35 Parménides reformula su tesis: “El


pensar se expresa a causa de lo que es”; desde esa causalidad
-“lo que es”- surgirá el concepto de enunciación, para se-
llar la dimensión palabra-pensamiento. Néstor Cordero
define esa instancia:

La enunciación (légein, phatízein, phrázein) concreta


el pensar en pensamientos (noémata), pero el soporte
del pensamiento es lo que está siendo, que es la “ma-
teria” de todo pensamiento.
(Néstor Luís Cordero: “Siendo, se es”)
3
“Pues es lo mismo Pensar (noeîn) y Ser (eînai)”.
18 Horacio Bollini

En Leonard Woodbury4 se alude al onomázein epí tini,


“poner un nombre sobre algo”. Según epí vale por “llevar
encima” o “sobre”, una cosa lleva encima su nombre; el
acto de nombrar, no exento de visos mágicos, aparece ve-
ladamente en el fragmento 9. Detrás de ese nombrar está
la cualidad de arcano de la palabra, tan visitada luego por
el platonismo y las variantes de gnosticismo. (Claro que
su raíz como cristal irreductible no impide que la palabra
pueda seguir un orden engañoso, un desvío del ser-pensa-
miento, según afirma Parménides en el fragmento 8.52).
La palabra-pensamiento reafirma la instancia del ser
para adueñarse del kósmos noetós. Pensamiento que se
construye como puente hacia lo eterno y elevación desde
esa imperfección fenomenológica, desde aquello que re-
velan los sentidos. Un siguiente paso está en el diálogo El
Sofista, de Platón, donde se analiza mediante segmentos
de lógica verbal qué características competen al no-ser,
ejercicio en el cual se acaban identificando ambigüedad o
contradicciones desde esa misma lógica verbal. (Tal como
pudo suceder en los argumentos eleáticos y en particular
en las aporías de Zenón). Y en la lógica del Medioevo, el
problema se definiría así: hay un paralelo entre pensar y
ser, de modo que lo que se piensa como relativo y con-
tingente existe relativa y contingentemente; y lo que se
piensa como absoluto existe absoluta y necesariamente.
Se verifica una construcción de vínculos entre ese pensa-
miento y la ontología de lo verbal; es una necesidad de la
metafísica y de las cosmogonías. (La Teología observa que
los arquetipos preexisten en la mente de Dios y constitu-
4
“Parmenides on Names”. Harvard Studies in Classical Philology,
1958.
Introducción 19

yen una suerte de lenguaje, verbo creador que es insepara-


ble de la naturaleza divina). Al fin, la cualidad irreductible
del lenguaje subsiste en nosotros, tal como quiere Kraus.
Es la versión de la palabra como velo antepuesto al Ser:
“Cuanto más nos acercamos a una palabra, desde más lejos
parece que ésta nos mira”. Ese mirar lejano es consecuencia
de la flecha que señala, pero no define.5

Las correspondencias entre verbo y universales, en-


tre verbo e imagen, surcan los principales debates del
Medioevo. Esas correspondencias no sólo se debaten en el
flatus vocis con que los nominalistas vacían los universales,
en el pensamiento de cuño platónico, en las conciliacio-
nes de Abelardo. También en la praxis del ilustrador de
códices, el verbo dirige cada imagen hacia una semiología,
con la claridad y el hermetismo de un cielo. Llegados a la
visión de Adorno, ya no necesitamos escudriñar dónde
actúa una semiología y dónde no. Porque toda manifesta-
ción, aun crudamente material, sería escritura, sería pala-
bra o criptografía.
Puede suponerse que nuestro verbo –nunca aquél de los
primeros poetas-filósofos- está ahora formado por crista-
les duros; aun para el balbuceo, cada sonido es irreducti-
ble. Pero como se desprende de la mística judaica y de los
griegos, el verbo no tiene por qué formularse espacialmen-
5
En Walter Benjamin (“Sobre el lenguaje en general y sobre el len-
guaje de los hombres”) se alude a esa metafísica de la palabra: “…la
equiparación del ser espiritual con el ser lingüístico es metafísicamente
tan importante para la teoría del lenguaje porque guía hacia un con-
cepto que siempre ha aflorado de nuevo espontáneamente en el centro
de la filosofía del lenguaje y ha constituido su más íntimo lazo con la
filosofía de la religión. Es decir, el concepto de revelación.”
20 Horacio Bollini

te y así es cosa mentale o abismo. Aunque los labios del


hombre no se muevan, la palabra designa áreas y maneras
de sexo y alianzas. Sigue nombrando por primera vez, des-
de el aire.

II
La imagen en espejo

Toda imagen de la mitología está ligada con actos sim-


bólicos y palabras que fundan una línea de erosión en el
tiempo. El despedazamiento de Osiris a manos de Set y la
posterior reconstitución de su cuerpo por gracia de Isis,
son imágenes que parecen haber originado otros mitos de
resurrección, a su vez asociados a los ciclos naturales, a lo
germinal: jovencitos despedazados en ritos dionisíacos,
resurrección de Mitra y de Cristo. Estas pulsiones reflejan
su devenir en un espejo de tinta.
La duplicación de ciertas señales entre Antiguo y
Nuevo Testamento funciona no sólo como Profecía, sino
como espejo de alegorías: una imagen es propuesta en el
Antiguo Testamento, y es recobrada y resignificada en la
figura del Christós. Con todo, esa duplicación opera den-
tro de estéticas mayormente judaicas, todavía lejos de la
helenización del Unigénito.
Tanto León Bloy, como Huizinga y Eco encuentran
que en Corintios I, XIII, 12 se anticipa mucho del alego-
rismo medieval. Es la imagen tantas veces citada: Videmus
nunc per speculum, in aenigmate 6… Palabras acuñadas por
6
Videmus nunc per speculum, in aenigmate: tunc autem facie ad fa-
ciem; nunc cognosco ex parte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus
Introducción 21

Saulo de Tarso, quien fue acaso el primer adscripto al cris-


tianismo con suficiente acopio de lecturas para incurrir
en una distinción platónica entre fenomenología e idea.
(Aunque bajo la Fe en el Christós esta distinción estaría
representada por cuerpo/espíritu). Instruido a la grie-
ga, Saulo es quien despliega el cristianismo por el Mare
Nostrum. Pero hay algo más que un proselitismo y una
construcción de facetas en la nueva religión: es la intro-
ducción de prismas, de poéticas dentro de esa ruda Fe de
los pescadores de Judea. Y en esa imagen en particular de
la Carta a los Corintios, parece darse uno de los prime-
ros pasos hacia las maneras de alegorismo cristiano que
se extenderán en la Civilización Medieval. (El autor del
Apocalipsis, sea quien fuere, trabajó desde tradiciones de
alegorismo específicamente judaicas).
Una imagen en espejo no determina una duplicación
del orden natural, ni coloca a la obra de arte en posi-
ción de eco ad infinitum, aun cuando se advierte que la
Naturaleza, el libro y la pintura son lugares de alegoría.
Más allá de la teorética sobre el alegorismo, la imagen en
espejo tampoco supone que la obra de arte directamente
emerja desde un reflejo de ideas: ese carácter de mónada
sin ventanas que tiene la obra de arte, su condición de
enigma, la preservan de funcionar como canal teoréti-
co. Porque la imagen, como tejido vital o como línea de
fuga abstracta, sobrepasa la adecuación a un concepto.
Esto hace que Adorno -siguiendo a Valéry-, haga notar
“lo poco que un concepto universal del arte sirve para las

sum. Según Cipriano de Valera: “Ahora vemos en espejo, en oscuri-


dad, mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, mas
entonces conoceré como soy conocido.”
22 Horacio Bollini

obras concretas.” Aun cuando el arte esté íntimamente


atravesado por la historia y por la filosofía, una obra no
surge como declaratoria. La Divina Commedia, se dice,
guarda cuatro posibles formas de lectura; literal, moral,
alegórica, anagógica. Pero el instinto poético que apare-
ce en sus imágenes sobrepasa la estricta emisión de cada
una de esas cuatro interpretaciones. Su intimidad está por
encima de los catálogos de la Escolástica, en fuga hacia un
devenir sin tiempo. Su decir es enigmático, se comunica a
sí misma, volviendo sus contornos hacia dentro. (Otra vez
junto a Benjamin, no se comunica a través del lenguaje,
sino en el lenguaje).

La teoría del Medioevo se empeña en definir dónde ope-


ra el símbolo (interpretación spiritualiter) y dónde una
lectura literal (interpretación literaliter). Las definiciones
pueblan el alegorismo medieval, y se habla de imagen o fi-
gura, en relación a la alegoría. Éste es Hugo de San Victor:
Omnia visibilia quaecumque nobis visibiliter erudien-
do symbolice, id est figurative tradita, sunt proposita ad
invisibilium significationem et declarationem…

Todo lo visible nos es presentado para la significación


y declaración de lo invisible, instruyéndonos gracias
a la vista de manera simbólica, es decir bajo figuras…

Un símbolo se opone al cuerpo; propone, desde el sig-


no formal, una puerta al invisible. Pero el cuerpo afirma al
cuerpo. En cierto momento consigue acercarse al concep-
to de cosa en sí y para sí. El Siglo XVII asistirá al cuerpo
como vehículo y como entidad permanente, ya no sólo
lejos del símbolo, sino incluso desasido –liberado- de las
Introducción 23

regulaciones de canon y belleza que cosecharon los floren-


tinos. Si el cuerpo coloca un espejo cerca, es para multipli-
car su carácter de cosa y espacio, no para cosechar sentidos
ocultos.
Se lee en Spinoza:

Proposición XXXIX: Quien tiene un cuerpo apto para


muchas cosas, tiene un alma cuya mayor parte es eterna.

Y por esa necesidad de tener un cuerpo, la mónada nun-


ca puede ser puro noúmeno, aunque tampoco pertenez-
ca a la Extensión. Cuerpos de Rembrandt, extremo de la
materia en corrosión, donde alienta una manera de espíri-
tu desde sus contrarios; cuerpos en el Teatro de afectos y
crueldad, teatro donde el régisseur es Caravaggio y donde
la luz no es el vitral puro del neoplatonismo; esta luz ba-
rroca es foco (orientado a un escenario) y también tinie-
bla sucia. Cuerpos, médulas, polvo sepulcral de Quevedo.
Cuerpos donde la espiritualización sucede después, justo
después de pulverizar el mundo con los ojos y el tacto.
Porque estos cuerpos y materia pueden tener un signo gra-
bado; pero éste signo es casi imperceptible, como sucederá
luego con Tàpies.
Hay una fuerza que podría rastrearse como atavismo en
relación al símbolo. Durante el Siglo XX, pensadores y ar-
tistas pudieron establecer otras prioridades: síntesis analí-
tica, ciertas vías del expresionismo, marxismo como rigor
estructuralista. Cualquiera de esas corrientes, dominantes
en los últimos cien o ciento diez años, suele marginar las
tradiciones del símbolo. (Artistas como Klee coleccionan
símbolos desde el instinto lírico, pero también como parte
24 Horacio Bollini

de lenguajes donde aquellos ocupan un lugar dentro de


una estructura semiológica).
¿Por qué un “atavismo” del símbolo? Porque pare-
ce no existir estructura teórica, ni realismo militan-
te, ni ideología capaz de sofocarlo. El propio Walter
Benjamin incurre en esa clase de espejos. En su ima-
gen del Ángel de la Historia, en la concepción del verbo
como abismo. También bajo la extrañeza de su cruce en-
tre el Talmud y las exigencias del pensamiento marxista.

III
La imagen-materia sin color
La imagen sin materia

Lo bello, mientras fue posible, se sostuvo como doble


negación, refutación a las renuncias del ser embrionario,
refutación a esos polimorfismos de lo amargo que se iden-
tifican en los escritos de Nietzsche y que Adorno revisita.
Lo bello no sería nada sin un poder para mirar retrospec-
tivamente a su antagónico: a cada momento la belleza crea
una imagen proyectiva y esa imagen se consolida cuando
se sobrepone a su sombra, a su Némesis. En términos spi-
nozianos, el fenómeno de producción estética es apetito,
es ese fenómeno deseante que lleva al ser a perseverar. A
persistir en sí mismo, bajo devenir. Mientras el objeto es-
tético se proyecta y sus signos interactúan con las cosas, a
sus espaldas hay un continuum de variabilidad, ya que no
existe detención ni limitación. Esa línea reúne a Spinoza,
Nietzsche y Deleuze. Y supone un quiebre frente a lo le-
nitivo; el Romanticismo intuye ese quiebre, desde fondo
oscuro:
Introducción 25

Un soir, j’ai assis la Beauté sur mes genoux. -Et je l’ai


trouvée amère. -Et je l’ai injuriée.

O mejor, el tono profético bajo Rilke: “La belleza es el


último velo que cubre al horror”.
En cierto momento, el horror fue más patente que
aquella belleza concebida como absoluto en detención. Y
la hizo estéril, la obligó a mostrar su debilidad. Así, no hay
artista ni pensador que no ensaye una mueca de disgusto,
al regresar del canon. Para empezar, fotógrafos y pintores
que a fines del Siglo XIX participan de un esteticismo pro-
toclásico no son tomados en serio (el Diario de Gauguin
se ocupa de ellos); el canon clásico será reeditado por la
atroz ciudad que Speer diseña para el nazismo.
La idea de elevar un simple objeto a plano significante,
de llevarlo al plano del debate estético, sitúa a Duchamp
como precursor de varias corrientes de la contemporanei-
dad. Y en particular de aquellas que dominan después del
Fin de la Historia. Es sugestivo que ese enunciado de un
fin de las ideologías pueda tratarse con ubicuidad; así per-
mitiría metaforizar una época. Entonces, ese otro fin de la
historia no sería solamente ocaso para una dialéctica de
ideologías, sino el final del instinto narrativo, suspensión
de una intencionalidad de “decir el mundo”. Pero difícil-
mente un final para las maneras de concebir el arte como
lugar de aparición.
Por fuera del camino de síntesis y su negación a “de-
cir el mundo”, ni la imagen ni su contra-imagen pueden
fabricar un claro, una línea de fuerza o erosión cultural:

“El arte, como forma anticipada de reacción, ya no


puede incorporarse a una naturaleza intacta, si es que
26 Horacio Bollini

alguna vez pudo, pero tampoco puede incorporar la


industria que arrasó la naturaleza. Esta doble imposi-
bilidad es la ley oculta de la carencia estética de objeto.
Los cuadros de los pintores post-industriales son los
cuadros de algo muerto…” (Th. Adorno, Estética).

Un ejercicio consiste en recobrar la materia en estado


puro, materia que debería volverse profética al haberse per-
dido parte de su inmediato discursivo. Porque los terrenos
del arte mayoritariamente se vuelcan hacia la materia que
preexiste y es colocada en otro lugar sintáctico-semántico.
O bien, los ojos van hacia el espacio que contiene esa ma-
teria. (Ya El Lissitsky se había concentrado en los lugares
de exposición).
La materia de quien la poseyó, o la materia como refu-
tación de lo humano, la materia de nadie: al objeto suele
quitársele todo atisbo de color, todo tratamiento. Si en
Tàpies se graban signos, estos quedan entremezclados con
las pourritures y el fango; objetos donde alguna forma de
escritura se mezcla con el cebo de vela, con los residuos de
procedencia industrial o biológica. Al fin, puede planearse
una vuelta a la materia elemental, antes del hombre. Sin
embargo, estos objetos no pueden anteceder a la palabra.
Porque la palabra está suspendida sobre el nihil originario.

En cuanto al cine y sus signos transparentes, se trata del


problema del sujeto, por encima de una determinada esté-
tica. Nouvelle Vague o Tystnaden, Dreyer o Hitchcock; el
asunto es qué le sucede al automatismo del sujeto mientras
devienen esas imágenes casi sin materia, delante de sus ojos.
Frente a la imagen quieta de la pintura y la escultura, frente
al papel, es posible volver. Pero no se vuelve a una imagen
Introducción 27

del film, al menos no por un tiempo y no bajo la misma


consistencia. Tal el vértigo de esos signos casi inmateriales.
Cuando Bergson escribió sobre el cine, lo hizo pensando
en el ser moviente y atendiendo a una resignificación del
concepto de imagen. También habría dejado entrever algo
más sugerente, film puro:

“Me parece que Berkeley percibe la materia como una


delgada película transparente situada entre el hombre
y Dios”

La materia parece perder entidad, bajo Berkeley, en


tanto debe haber una mente para concebirla, un alguien
para percibirla: esse est percipi, “ser es ser percibido”.
Ningún objeto existe si no es percibido o concebido, nada
puede quedar afuera del Gran Yo Soy; y la mente hu-
mana funciona en este sentido como prolongación de la
mente de Dios. Es verdad (Berkeley, Principles of Human
Knowledge, 3, párrafo 23) que puede formarse en la mente
la idea de un objeto solo, sin ninguna forma de conciencia
cercana: pero en ese caso, sigue siendo una mente aquella
que concibe o piensa ese objeto omitiendo un sujeto que
lo percibe, etcétera. Se trata de un close-up, per speculum,
del argumento ontológico de San Anselmo7.
7
Tal cual aparece en el Proslogion y en el Liber contra Gaunilonem.
Anselmo parte de Platón, de cuya estructura fenomenología-idea
se desprende que para todo relativo existe un absoluto. Anselmo
desarrolla un principio primordial: aquello que puede ser pensado
como necesariamente existente; y la noción de un Ser cuya (infini-
ta) perfección incluye necesariamente la existencia. Anselmo se basa
en este principio básico: Certe ego dico: si vel cogitari potest esse, ne-
cesse est illud esse. “Yo con insistencia afirmo que, si se puede pensar
que esto existe, es necesario que exista”. El argumento ontológico de
28 Horacio Bollini

En ese sistema metafísico, la materia-objeto no mira,


sino que es mirada o pensada. Esto se opone a la teoría
deleuziana del objeto-signo (teoría del primer plano en
el cine) que es también rostro. Entonces ese objeto puede
mirarnos.
El film, hecho de luz al proyectarse, parece devenir bajo
esa visión de una quasi-materia, delgada película transpa-
rente que media entre Dios y el hombre. Al fin, la imagen
sin materia será aquella que no acaba de formularse, en
tanto sus trayectos son parte de un no-lugar.
Estos asertos (proximidad de lo inmaterial, oscuridad
extrema y luz extrema, conjetura de espacio bajo una dis-
ciplina teórica que no se afirma desde el espacio) sostienen
al cine como lenguaje que no se detiene para terminar de
ser pronunciado o leído. No se detiene, mientras va desde
el vértigo del ser moviente al símbolo, y también en senti-
do inverso. Esa relación de signos nos acompaña mientras
regresamos desde lo oscuro.

Anselmo de Canterbury es vuelto a exponer por Descartes, defen-


dido y ampliado por Leibniz, y refutado por Kant, quien observa
que el ser no es un predicado real; de modo que en la construcción
“Dios es Todopoderoso”, no existiría más que un “poner en relación”
sujeto con predicado. Entonces, añadiendo al sujeto-concepto cual-
quier clase de predicado, la expresión “es” nos condiciona y así con-
cebimos el objeto como dado absolutamente.
Borges, en Argumentum Ornithologicum, juega con la lógica ansel-
miana. Y con el lector.
Materia
g
Giotto y el anverso de la cruz
A fin de que un objeto abandone parte de su corporei-
dad –si fuera este el deseo- es factible tornarlo transparen-
te al punto de dejar ver lo que hay detrás. O multiplicarlo
en reflejos, o hacerlo suntuoso por su materia. O girarlo
para que aparezca su anverso.
Bajo criterios unívocos, los rasgos de moral y estética
acaso exhiban sólo un lado. Sin anversos. Mostrar ciertas
caras y ocultar otras: algunas esculturas que ocuparían
hornacinas se concibieron sólo para ser vistas por tres de
sus lados, esto es, frente y laterales. Es un puro problema
de artesanato: en su parte posterior las tallas conservarían
la materia en bruto, porque esa cara quedaría oculta a la
vista.
Por lo demás, restaría saber qué son esas cosas visibles,
esos objetos que ocupan un volumen en el espacio y cuya
raíz en lo invisible se debate. Rocas, cuerpos, árboles y
todo lo demás. Porque de existir tal raíz, entonces las cosas
serían tenues proyecciones de la idea que preexiste, apenas
participarían (vía metaxis) de esa idea ante rem. O bien,
de prevalecer el in re, sería posible ir hacia esas cosas que
se manifiestan en lo sucesivo. Entonces volumen, textura,
peso, volverían a re-presentarse. La materia ya no sería tan
tenue, ya no se desvanecería ante los ojos. No parecería ne-
32 Horacio Bollini

cesario transparentarla a fin de obtener alguna presunción


de la substancia divina.
Al fin, restaría acercarse a cada objeto, hasta que incluso
ciertas fracciones de su no-visible pudieran revelarse.

Una obra o sistema de signos no-limitante con su pro-


pio anverso, con su propia refutación, es infrecuente;
o puede que haya sido llanamente manipulada. Porque
las épocas y construcciones de lo humano están siempre
unidas con búsquedas opuestas; o bien agotan un presu-
puesto formal, o bien el arte y el pensamiento se vuelven
refractarios hacia los presupuestos que en algún momento
tuvieron vigencia. El impulso que guía la mano y los ojos
hacia el lado de atrás de una habitación formal, o bien el
instinto de fugarse hacia los intersticios entre dos imáge-
nes consecutivas; éstas determinaciones suponen un salto,
un golpe estético. Y ese salto puede a veces responder a
la intuición de un sujeto, de un solo sujeto. La experien-
cia colectiva, en esos saltos, forma un murmullo posterior
sin quitarle peso al instinto individual. Ciertos giros de
Giotto sólo están presentes en su obra, y no suceden como
re-presentación en ningún otro artista inmediatamente
anterior. Ni tan siquiera en los Giotteschi.

Giotto nace en 1266. En los años en que Dante escri-


be La Vita Nuova, Giotto se forma al lado de Cimabue.
Su primer ciclo importante lo realiza al lado de su maes-
tro, en Assisi, hacia 1299. Para cuando son pintados es-
Materia 33

tos muros, el recuerdo de Francesco no está lejos: y esa


figura que hoy parece legendaria es por entonces una
imagen palpable, una imagen que viene a renovar esa
Iglesia siempre cuestionada en su poder temporal y ya
entonces (y antes) corroída como auctoritas. No hay que
olvidar que el Papa Inocencio, el mismo que autoriza la
Orden Franciscana, es quien fundamenta la institución
de la Inquisición. Esto significa el arbitrio definitivo sobre
cuestiones de Fe y argumentación teológica, sobre con-
flictos que oscurecieran los límites de ese poder. Después
del Santo Oficio, no sólo se tratará de una excomunión
o de una limpieza doctrinaria al modo de Nicea. Y en la
imagen de Francesco está la clave para morigerar los hie-
rros candentes, los escándalos que llegarán a Avignon.
Ya en Assisi, Giotto concibe un mundo nuevo. La ima-
gen de Francesco no puede ser contingente, a esos fines.
Es todavía plenamente gótico, ese mundo de hombres
y mujeres, esas imágenes del pobrecito de Asís. Es un
mundo donde Dios habla. Y habla en susurros o nu-
tre los cuerpos con una leche azul, un cielo algo distin-
to del nuestro. Los emblemas, las puertas de ingreso de
la cultura simbólica del Medioevo, todavía están allí.
Pero aparecen ciertas señales, atisbos de un humanis-
mo, de un devenir-hombre que marca trayectos hacia
una conciliación con el cuerpo. Y se entrevé el espa-
cio cuantificado, los templos y tronos en perspectiva.
La obra de Giotto completa la imagen del mundo medie-
val. No la olvida; parece entrecerrar sus puertas con un
movimiento sereno. Se complace en Dios, pero con acen-
tos de lo humano que estaban despertando desde un siglo
antes.
34 Horacio Bollini

En Assisi aun se conservan ecos de la imagen (“Visión


de los Tronos”) marcados con el sello que define Ricardo
de San Victor:
Habent corpora omnia ad invisibilia bona
similitudinem

Todo cuerpo visible presenta semejanza con un bien


invisible

Pero a esos estratos, a esas capas que forman una geolo-


gía simbólica, Giotto agregó la necesidad de cuerpos dife-
renciales, de individuos. La apertura de la imagen a la indi-
viduación –incluso individuación de símbolos, no sólo de
objetos materiales- requeriría de un espacio. Alain de Lille
no pudo ver ese espacio nuevo que aparecerá en Giotto
y en los Giotteschi: el viejo Alain muere mucho antes en
la Abadía de Cîteaux, en 1203. Era todavía un platónico
influenciado por la Escuela de Chartres, pero ya había pre-
sagiado una nueva imagen:
O nova picturae miracula, transit ad esse
quod nihil esse potest! Picturaque simia veri,
arte nova ludens, in res umbracula rerum
vertit, et in verum mendacia singula mutat.

¡Oh nuevos milagros de la pintura! Llega a ser


lo que no podría existir. Pintura, émula de la verdad,
jugando con nueva arte, las sombras de las cosas en cosas
convierte, y en verdad transmuta cada mentira.

Estos picturae miracula se acentuarán en el ciclo de la


Capilla Scrovegni, terminado cerca de 1306. Aquí ya hay
presencia en la gestualidad; Giotto está lejos de sentir pu-
Materia 35

dor de los gestos y afecciones, ese pudor que dominaba la


imagen del Románico. Se ha revalorizado de tal modo esta
visión de los cuerpos, que al Christós se lo puede concebir
enteramente como humano. Aquí, no es sólo una forma
perfecta, como en el Pantókrator románico. (Porque el
Románico celebra la forma en detrimento de una subs-
tancia corporal, de la que deplora). Estas imágenes de
Scrovegni adquieren también un espesor, un volumen es-
cultórico, una sombra. También volumen de los afectos,
estética que ya no desconfía de la voz de mujer y hombre.
La heredera de Eva ha dejado de ser la serpiente; el conti-
nuador de Adán deja de inclinarse para ser azotado por los
mismos castigos que afligen a Job. ¿Completamente? No,
eso no sucederá hasta Brancacci.
Desde el punto de vista de la narración, los frescos
de Scrovegni trabajan según el vínculo entre Antiguo
y Nuevo Testamento: uno como prefiguración del otro,
como anticipación ya escrita y concebida dentro del plan
divino. Algunos de los acentos anecdóticos en Scrovegni
provienen de la Legenda Sanctorum (conocida como la
“Leyenda Dorada”) del dominico Jacopo da Varazze (his-
panizado, Jacobo de Vorágine) texto escrito en los últimos
años del Siglo XIII que proveyó de pintoresquismos a
otras hagiografías y narrativas visuales. Por ejemplo, en la
tercera escena del ciclo de la Vida de Joaquín (Anunciación
a Santa Ana) el hecho sobrenatural se cumple en el inte-
rior de un templo de líneas clásicas. Hay una venera en el
frontón del edificio, pero el ornamento desmiente cual-
quier alusión pagana suplantando la Venus por una figura
testamentaria, probablemente un Cristo: señal para ésta
Anunciación a Santa Ana que prefigura la subsiguiente
36 Horacio Bollini

a María. Y el advenimiento del Unigénito. El espacio se


abre para presentar al ojo el evento; un ángel se anuncia
a través de una ventana, a la derecha de la imagen. Fuera
del episodio, una mujer hilando, intrusión narrativa pura-
mente inspirada en el anecdotario de la Leyenda Dorada.
Hay orientalismos, como en la Resurrección de Lázaro;
visiones de fuerte instinto compositivo, como el Beso de
Judas y el Noli me tangere; tensiones emotivas en los ánge-
les y en las mujeres de la Lamentación. Los volúmenes de
los afectos se equiparan a los volúmenes de cada objeto en
el espacio; los accidentes de la materia no distorsionan su
metaxis con la idea. La obra central de Giotto se converti-
ría en punto de confluencia entre los lugares de lo huma-
no y las visiones desasidas de los sentidos; entre el atisbo
de peso en el cuerpo y la ingravidez del símbolo. Pero esa
confluencia sería también un limbo, territorio de indefini-
ción. Lugar de angustia, porque toda espera es angustian-
te. Funciona como tiempo no sucesivo, como puerta de
entrada sin anverso. Este es el limbo del Giotto, y en parte
el de los Giotteschi que lo seguirán. La reconciliación con
lo humano será luego orgullo. Así se anticipó en Reims,
y la imagen del Giotto intensificaría esa reconciliación.
Los frescos de Giotto en Santa Croce (Capillas Bardi y
Peruzzi) son tardíos, fechándose después de 1320. Y allí
se impone, nuevamente, una conciliación del signo y el
mundo físico. De ese mismo modo, el Dolce Stil Novo de
Dante estuvo apto para una celebración de ciertos goces.
Lejos, aun, de lo epicúreo y aun bajo el poder del signo.
Por cierto, en la Capilla del Palazzo del Podestà, es pro-
bable1 que Giotto pintara al Dante, de la misma manera
1
Gombrich lo pone en duda. Ver “¿Un retrato de Dante pintado
por Giotto?”. En: Nuevas Visiones de Viejos Maestros.
Materia 37

en que el poeta incluyó, en la Commedia, el nombre del


pintor (Purgatorio, Canto XI):
Credette Cimabue nella pittura
Tener lo campo: ed ora ha Giotto il grido,
(96) Sì che la fama di colui è scura.

El fresco del Palazzo del Podestà se fecha hacia 1336,


cerca del final del ciclo vital del maestro.

II

Todo ir y venir desde las cosas hacia su invisible, se asu-


me en esa oposición entre el realismo de las ideas (la tradi-
ción de cuño platónico) para el cual los universales o ideas
son entidades reales, y el nominalismo extremo que con-
sidera que los universales son sólo flatus vocis (“sonidos”,
“emisiones de voz”). Esa había sido la fractura entre la
posición de Guillermo de Champeaux y Roscelin, ambos
maestros de Abelardo. En las Glossae super Porphyrium,
Abelardo despliega todo su esfuerzo alrededor de la iden-
tificación del universal como “res” o como “vox”. Prima fa-
cie, la marca de su maestro nominalista se intuye más fuer-
te; sin embargo, una y otra vez Abelardo parece decidirse
por posiciones de equidistancia. Esa misma ecuanimidad
se manifiesta a través de la exposición dialéctica de proble-
mas de teología, en su Sic et Non (hacia 1121).
Dos textos de Boecio determinaron el área de estudio de
Abelardo: la traducción y comentario del Peri Hermeneias
(“De la Interpretación”) de Aristóteles y los escritos sobre
la Isagogé de Porfirio. La versión de Aristóteles que vierte
38 Horacio Bollini

al latín Boecio2 se convierte en un elemento clave den-


tro de la lógica de Pedro Abelardo. Hasta ese Siglo XII,
cuando empiezan a circular versiones más completas del
Organon de Aristóteles, Boecio parece ser la autoridad en
el campo de la lógica.
El problema de los universales capturó la atención de
gran parte del pensamiento medieval, en torno a los terri-
torios planteados por Porfirio: se inquiría si los universales
existían en la realidad o sólo en el pensamiento; también
se polemizaba si serían corpóreos o incorpóreos. Además,
si estaban relacionados con las cosas sensibles o separados
de la fenomenología. Guillermo de Champeaux sostiene
una primera tesis, la “identidad según la esencia”. Aquí el
universal es real, antecede a los individuos y se manifiesta
en esos singulares, los cuales se diferencian entre sí por sus
respectivas formas o accidentes. Bajo esta doctrina, si los
individuos dejaran de existir, la esencia (universal) sub-
sistiría, en tanto es cosa real y eterna. Abelardo, a pesar
del prestigio de esta tesis, no puede menos que disentir
en tanto observa una transgresión a la physica: “Cui etsi
auctoritates consentire plurimum videantur, physica modis
omnibus repugnat”. Entonces reduce a contradicción la
doctrina: la esencia “animal”, estando entera en la especie
“hombre”, también se manifiesta en la especie “caballo”.
Pero entonces esa esencia “animal”, que es racional en la
especie hombre, resulta irracional en la especie caballo. Y
así es algo determinado y al mismo tiempo no lo es, lo cual
es imposible. Esta contradicción se sigue de las propias ca-
racterísticas del universal: éste no implica un género me-
ramente nominal; se trata de un ens real que se presenta
2
Boecio: Commentarii in librum Aristotelis Peri Hermeneias.
Materia 39

íntegramente en los individuos que compone; “todo él está


a la vez en los diversos sujetos”, dicen las Glossae basándose
en Boecio.

La segunda tesis de Guillermo de Champeaux se cono-


ce como “identidad según la indiferencia” (no-diferencia);
bajo esta doctrina, dos hombres son diferentes tanto por
sus formas como por sus esencias, pero no difieren en su
“naturaleza de humanidad”. Ambos singulares coinciden
o convienen en el universal “hombre”.
Es posible que este nuevo razonamiento de Guillermo
de Champeaux se originara en las objeciones que su discí-
pulo formuló a la primera tesis. Pero la refutación no de-
saparece: Abelardo advierte que también aquí el universal
es una cosa. Y como hace notar Castello Dubra3 se trata de
una “cosa múltiple” para permitir la coincidencia entre los
individuos. Además, al ser entidad (cosa real) incrimina
una perpetua triplicación: para dos cosas siempre habría
necesidad de una tercera.
El Magister Petrus Abaelardus propone otra lógica:
no se trata de que dos individuos tengan en común al-
guna “esencia” real, existente, cosificada. Aquello que
concierne como universal a un grupo de individuos
es su “status”, su estado, su semejanza común. Ese sta-
tus común es algo según se origina y se manifiesta en las
cosas, pero nunca es entidad separada de las cosas entre
las que articula. Para ir hacia el universal se partiría des-
de las cosas, desde su estado y semejanza común. Al fin,
se designaría esa concordancia con un nombre. Porque
3
Julio A. Castello Dubra: Ontología y Gnoseología en la Logica
Ingredientibus de Pedro Abelardo. Universidad de Buenos Aires.
40 Horacio Bollini

el universal termina por enunciarse en una palabra.


Como se lee en las Glossae super Porphyrium:
Statum quoque hominis res ipsas in natura hominis statutas
possumus appellare, quarum communem similitudinem ille
concepit, qui vocabulum imposuit.

Podemos asimismo llamar estado de hombre a las cosas mis-


mas afirmadas como existentes en la naturaleza del hombre,
cuya semejanza común se impone a través del nombre.

A diferencia de las dos tesis de Guillermo de


Champeaux, su discípulo deja en claro que los universales
no son cosas reales; surgen bajo elaboración mental de
los hombres. Abelardo establece una comparación: una
piedra existe porque Dios otorga ese statum lapidis; en
cambio la imago se origina en el plano imaginativo de los
hombres.

Cum idem penitus sit hic lapis et haec imago, alterius


tamen opus est iste lapis et alterius
haec imago. Constat enim a divina substantia statum
lapidis solummodo posse conferri,
statum vero imaginis hominum comparatione posse
formari.

Aun siendo en el fondo lo mismo esta piedra y esta imagen <aquí


presentes>, sin embargo, esta piedra es producto de una <causa>
y esta imagen es producto de otra. En efecto, es patente que tan
sólo la entidad divina puede otorgar el estado de piedra, mientras
que el estado de imagen puede formarse por imitación de los seres
humanos.4

4
Pedro Abelardo: Glossulae super Porphyrium, “Pequeñas Glosas
sobre Porfirio”
Materia 41

Sólo bajo esa misma elaboración imaginativa el univer-


sal se transforma en “predicado de muchos individuos”, se-
gún la definición de Aristóteles (“quod de pluribus natum
est aptum praedicari”, se lee en las Glossae).

Al fin, para Abelardo los universales se definen como


categorías lógico-lingüísticas que relacionan el plano
mental con el físico; revela con esto que los universales
son nominum significatio, entidades creadas mediante el
proceso de abstracción. Ni existen realmente, ni son sólo
sonidos. Forman parte, entonces, de la lógica como enti-
dad autónoma. Y continúa con su reubicación de verbos,
entidades y cosas. Afirma que podemos estudiar las cosas
particulares y obtener conocimiento de ellas (cognición).
Por el contrario, de lo general –de aquello que está más
allá de los sentidos- sólo podremos dar opinión. Esa opini-
ón es un emergente del proceso de abstracción. Esto es lo
que consigue Abelardo, el héroe de los grabados románti-
cos, el amante de Eloísa y víctima del celoso tío Fulberto:
escapar de la realidad de los universales sin quitarles peso
en la formulación lógica; enaltecer al sujeto pensante,
sostener la lógica como disciplina autónoma. La noción
de individuación sale fortalecida, sin llegar a un extremo
nominalista.
También hay individuación en la imagen de Giotto.
Pero no se olvida que el mundo está custodiado por ánge-
les, y que cada cosa está limitada por fuerzas de lo invisi-
ble. En Giotto, los cuerpos y las ideas, los universales y las
cosas singulares, se alinean como si un signo -aun sin ser
transparente- igualmente pudiera dejar ver algo debajo,
alguna raíz con el invisible. Pero las cosas particulares y la
42 Horacio Bollini

materia opaca ganan su privilegio de proyectar sombras en


una tierra donde se apoyan pies. Los individuos, afectados
por estados, devuelven interés al plano sensible. Y encuen-
tran en algún estado común una similitud que remonta a
un universal.
Los ojos se pueden cerrar, desapareciendo la sensación
de cuerpos y arquitecturas que re-aparecen en los frescos
de Assisi. Pero subsiste en la mente una idea sustancial,
intelección que se despierta desde semejanzas. Giotto fue
hacia las cosas singulares, para verlas como se ve lo abierto.
Vio una torre y vio un sueño donde se producía la imagen
de esa torre:
…quod sensus per corporea tantum instrumenta
exercentur atque corpora tantum vel quae in eis sunt
percipiunt, ut visus turrem vel eius qualitates visibiles.

La torre del fresco en Assisi puede caer o puede desapa-


recer, como cae la sensación de haberla percibido median-
te los sentidos. Esa torre está en el sexto fresco del ciclo,
un sueño dentro de la leyenda de Francesco (Il sogno di
Innocenzo III). Giotto ha pintado esa torre. Cierra los ojos
y la intelección conserva su imagen, su estado y las seme-
janzas que luego la palabra nominará.
Unde turre destructa vel remota sensus qui in
eam agebat perit, intellectus autem permanet rei
similitudine animo retenta.5

5
Glossae super Porphyrium: “De ahí que, una vez destruida o alejada
la torre, perezca la sensación que actuaba sobre ella, mientras que la
intelección permanece al quedar retenida en la mente la semejanza
de la cosa.”
Materia 43

También nosotros cerramos los ojos después de un cara


a cara con el fresco de Giotto. Algo permanece, imagen
puramente mental. No sabemos si se debe a la semejanza
entre las cosas y su raíz invisible; no identificamos si hay
una semejanza entre las imágenes de los frescos y las cosas
conocidas. Más aun: ignoramos si la confrontación entre
el ahora de la pintura y el recuerdo que ésta había dejado
en nosotros, pudo sembrar otra imagen en la cámara oscu-
ra de la mente.
Hay, entonces, una imagen como phantasma, una
proyección de imagen fugitiva; así puede leerse en
Epicuro. Y además, en esas proyecciones está la imagen y
su anverso, la propia capacidad de la imagen de ofrecer un
simultáneo in versus. Giotto muestra cosas y lugares desde
la parte posterior: en el fresco XIII del ciclo de Assisi la
propia cruz es vista desde el anverso, y así los ojos pueden
confirmar que está hecha de materia usual, con soportes y
vulgares listones de refuerzo.

 
g
Visiones sobre el Barroco
I. La curva a perpetuidad

Percibir, encontrar el objeto en el campo de visión o


al tacto. No obstante, el cuadrado y las variaciones sobre
el círculo -puntales en la construcción del Renacimiento-
debían además entenderse como pieza sintáctica. Esos
elementos emergen bajo la cúpula de Brunelleschi y en la
cuantificación del espacio de Uccello y Piero. Scientia, de-
cían los florentinos y su imagen estaba hecha de partes, de
unidades y estructuras adosándose unas a otras de acuerdo
a sistemas. Dividían el espacio al modo de Zenón de Elea.
Una imagen se construía a partir de la síntesis en limpio,
originada en aquella tiniebla de números del Timeo. El
espacio escudriñado se hace infinitamente divisible sólo
para una óptica fija desasida emocionalmente, desde un
observador único que conoce y valora el sistema: se sigue
entonces una sola serie de números y por lo tanto el con-
teo temporal se perfila con regularidad sobre una línea.
El sistema se racionaliza con diafanidad, es puramente
intelectivo y la luz lo inunda todo. (Claro que es una luz
que no deviene, y por lo tanto es glacial o pétrea, como en
Andrea del Castagno y Botticelli).
Leonardo, mientras culmina el Quattrocento, induce a
la reflexión de lo múltiple en lo oscuro. Y también se com-
46 Horacio Bollini

place en marejadas que desbordan el concepto de imagen


quieta. Pluma, sanguina, son los vehículos para plasmar
esas tempestades. También las describe verbalmente en
relatos de viaje casi siempre apócrifos. Le apasionan esas
marejadas y huracanes donde el aire y el agua se arremoli-
nan en espirales: monstrum horrendum, informe, ingens.
No obstante, esas fantasías leonardescas todavía distan
del concepto barroco de pliegue. Porque Leonardo, más
allá de su manera oscura (y de sus bocetos oscuros) más
allá de sus tempestades, no se desprende completamente
del concepto renacentista de la línea, esa noción dominan-
te en las planificaciones del Quattrocento. Pero el pliegue
barroco es una curva matérica sin fragmentación, y por lo
tanto excederá la línea, transgredirá toda sujeción desde lo
objetivo. Y hará de la oscuridad algo más que un medio:
su necesidad, su íntima necesidad o apetito, lo llevará a
oscurecer lo oscuro, sin detenerse.
La Reforma se experimentó como crisis íntima, más
allá de los tableros de poder. Fue un asomarse al nihil. La
ruptura de unidad de Fe retornó a ese vacío en que por
momentos no estaba el Christós. Y cuando el manierismo
sienta la náusea (basta ver a Pontormo y las marismas don-
de se apelmazan los personajes de Tintoretto) tratará de
corromper el espacio y los cuerpos. Sin embargo, lo que
ese manierismo consigue no es una cura para la crisis. Los
manieristas, afiebrados bajo la nueva Caída (la primera
había sobrevenido con la serpiente) tratan de esconder
su llanto en los rincones. El resultado es una conciencia
aún más enferma, manifiesta en cuerpos que se retuercen,
en tonos quebrados, en asfixia. Al fin, los barrocos enten-
derán el principio de contraria contrariis curantur. A la
Materia 47

pavura de muerte, le dieron más muerte, muerte hasta el


hartazgo, en los sonetos quevedianos y martirios y hagio-
grafías sangrientas. A la vergüenza del cuerpo a mediados
del Siglo XVI (una vergüenza cainita, que hizo que el mis-
mo Aretino se transformara en mojigato) la desvanece el
Barroco exponiendo cada cuerpo en un naturalismo ex-
tremo, celebrando por igual la lujuria o la carne austera.
Y frente al terror de la esfera effroyable, ese mie-
do frente a los infinitos mundos que el telescopio em-
pieza a revelar, el Barroco opone una celebración del
infinito. Lo hace Spinoza con un sistema diáfano de
redes y series; lo construye Leibniz con al menos dos
series independientes de progresiones. (Para que exis-
tan dos series que se entrelacen debe haber una ter-
cera comparativa que eleva el número al infinito).
Durante el Siglo XVII, se desbordarán todas las maneras
de expresión para satisfacer un impulso que quiere para sí
una fertilidad sin quiebres, un exorcismo perfectamente
natural. Lo esencial del Barroco es dar lugar al impulso
germinal de la naturaleza. No excluir, sino sumar: de allí
lo numeroso. El horror vacui no resulta, como podría
suponerse, un puro instinto de buscar el lleno u ocultar
zonas vacías. Es Summa, en un sentido ampliamente teo-
lógico, ya que esta es la religión del infinito, como sugiere
Gebhardt. Y esa religión supone también una curva infini-
ta en movimiento.
Tampoco se trata de filtrar o regular la visión (como
propone el control clásico de la forma) sino de espiri-
tualizar el detritus posterior a la visión. Dejar que venga
a nosotros el impulso, la gran corriente que incluye los
cuerpos, las raíces, las nubes, los brotes y las floraciones.
48 Horacio Bollini

Natura Naturans en la potencia ciega que nos arrastra.


Natura Naturata en la espiritualización anclada a palabras
e iconografía. Pero también esas palabras tienen acentos
materiales (nunca ese carácter impalpable que tienen el
verbo y la luz para el neoplatonismo) porque en la materia
está la memoria.

“…ya que toda la memoria del mundo permanece en


la materia.”
(Gilles Deleuze, Lo que dicen los niños)

Tal la materia como cuerpo de Dios, según Hasdai


Crescas, inspirador de Spinoza. Materia profundamente
religiosa, no por el sello divino, sino porque también la
materia es un atalaya desde donde podemos “percibir el
alma desde la perspectiva de la eternidad”.

La materia se pliega en relación 0-infinito, traspasan-


do límites. Los tejidos vitales tienen pliegues, los trayec-
tos psíquicos y la forma de lo creado también los tienen.
Hay un plegado visible, tal como los primeros anatomis-
tas descubren con asombro, en el útero y en el corazón.
Pero debe entenderse que este pliegue que se dobla sobre
sí mismo, no se detiene en la forma de lo externo: existe
un plegado en potencia, que anima lo interno. Esto se pre-
senta en las curvas complejas y los repliegues internos de la
mónada. Todo esto se descubre en la Teodicea de Leibniz,
en su metafísica de materia y tiempo.
Las mónadas, puntos de substancia metafísica, son al-
mas. Han sido ajustadas por el Hacedor, de allí que cada
mónada coexista dinámicamente con las otras móna-
das. De allí que cierta variable temporal, según Leibniz
Materia 49

(Proposición 14 del Discurso de Metafísica) pueda


predecirse:
“…de tal manera que si yo fuese capaz de conside-
rar distintamente todo lo que me sucede o aparece
ahora, podría ver en ello todo lo que me sucederá o
aparecerá en el futuro…”

También en Spinoza1:

“Nuestra alma, en cuanto que se conoce a sí misma y


conoce su cuerpo desde la perspectiva de la eternidad,
en esa medida posee necesariamente el conocimiento
de Dios, y sabe que ella es en Dios y se concibe con
Dios.” (Ética, V, 30)

Dado que las mónadas no pertenecen a la extensión,


ninguna fuerza se ha metido dentro de una mónada, y na-
die ha podido mirar dentro, porque éstas carecen de ven-
tanas. Pero es evidente que tienen repliegues internos para
justificar su apercepción y apetición, así como para cerrar
el sistema leibniziano. (De acuerdo a lo que Leibniz plan-
tea, por ejemplo, en las Proposiciones 14 y 15 del Discurso
de Metafísica).

“Si queremos llamar Alma a todo aquello que tiene


percepciones y apetitos en el sentido general que
acabo de explicar, todas las substancias simples o
Mónadas creadas podrían ser llamadas Almas; pero
1
Aunque quizá en ese conocimiento del alma no exista equivalencia
cabal entre Spinoza y Leibniz. Según Leibniz, Dios no produce el
mordisco de Adán en la manzana: ese acto, comienzo de otra serie
o progresión, responde a una serie de relaciones o predicados dis-
tintivos en la pauta creadora de Dios. Pero necesarios: del pecado de
Adán a la encarnación de Cristo hay una sola curva.
50 Horacio Bollini

como el sentimiento es algo más que una simple


percepción, concedo que el nombre de Mónadas
y de Entelequias basta para las substancias simples
que no tengan sino eso; y que se llama Almas sola-
mente a aquellas cuya percepción es más distinta y
está acompañada de memoria.” (Monadología, 19)

El universo todo se pliega sobre sí mismo, no dentro o


fuera, sino en ambos campos. Por ello las mónadas, sean
almas o substancias simples, tienen repliegues internos. Y
este plegado, dice Deleuze, hace pensar en una envoltura:

Las cosas no están plegadas más que para estar en-


vueltas, para estar incluidas, para estar puestas dentro.
Esto es muy curioso. El pliegue remite a la envoltura,
es lo que ustedes meten en una envoltura. En otros
términos, la envoltura es la razón del pliegue, no ple-
garían si no fuera para envolver (….) La inclusión es
la razón de la inflexión, la inflexión es la razón de la
envoltura. Lo que es plegado, lo que es curvo, no lo
es más que para ser envuelto. Envuelto es en latín in-
volvere o implicare, implicado o envuelto es lo mismo.
¿Qué es implicare? Es el estado del pliegue que está
envuelto en algo, implicado en algo. Todo esto es muy
bello, tanto como una obra de arte. Y tiene una ven-
taja en relación a una obra de arte: además de bello es
verdadero. Es verdadero: las cosas suceden así.

En los templos suele leerse: Domus Dei, Porta Coeli.


De modo que también debe abocetarse en su espacio un
diagrama del universo creado por Dios. En el interior,
la curva continúa. No es sólo la curva como elemento
distinto del observador, sino integrada en una perspec-
tiva compleja (no distinta y objetiva, sino múltiple).
El escultor barroco interviene sobre esos pliegues inter-
Materia 51

nos, dejando que lo externo aparezca o suceda después.


En esta ontología del Barroco la idea de la arquitectura
es resignificar los muros como tabiques; se trata de que
esos muros pierdan, como afirma Landolt, “el carácter de
un evidente e inamovible límite espacial”. La Roma blan-
ca de Bernini sigue un trayecto donde se desdibujan los
tabiques entre interior y exterior: adentro, los retablos,
cuadros y estatuaria intercalados con segmentos de elipse;
afuera, la estatuaria, las aguas. ¿Son acaso más pliegues?
No. Es el mismo pliegue, ondulación sin fragmentos.
Aquella línea renacentista, queriendo atrapar las fuer-
zas de Natura Naturans, sólo recogía un hilo debilitado
por el filtro de lo lineal; por eso el Barroco trabaja con
masa, con materia dinámica. La densa opacidad de la masa
se subvierte bajo tensión que la agrieta.
Se construye una apología de la materia: Rembrandt
y Bach se proyectan en universos de textura; los jesuitas
y los guaraníes del barroco de Paraquaria expresan esa
textura con el asperón rojo en la selva verde (incluso los
Cristos adquiridos y el atavismo subyacente forman un
entramado); Bernini, casi simultáneamente, por medio
de una combinación de mármol y bronce. La contradic-
ción u oposición entre caracteres dinámicos o medios
(razón matemática versus raisons du coeur; materia versus
espíritu) nunca esconde un problema. Estas oposiciones
son una capa externa: por fuera, se presentan como bi-
nomios de gran flexibilidad que empujan la experiencia
psíquica hacia un orden espiritual que tiene repliegues y
texturas. La curva no sostiene sólo patrones formales de
las veneras y los putti; de las ninfas de Rubens y el riccio de
Guarneri del Gesù. No sólo se trata de los frentes plegados
52 Horacio Bollini

de Borromini. La vibración de la viola da gamba y la vio-


la d’amore, sus capas de armónicos, son también maneras
del pliegue, porque el sonido crece en todo lo que rodea
a la fundamental. Y en los sustratos del bajo cifrado, que
es casi una marisma, un pantano ninivita con joyas en su
fondo.
Recuerda Deleuze la afirmación de Aristóteles: “Es ne-
cesario detenerse”. (Anánké sténai). Pero ni Leibniz ni el
Barroco se detienen. Así, extralimitando los segmentos ma-
teriales/existenciales, somos puestos al borde del abismo.
Para escapar hacia la muerte se requiere de movimiento;
para volver de la muerte, ese movimiento debe ser per-
petuo. Porque hace describir al “objeto” (sonido, color,
imagen, hombre) un trayecto en ocho que no se detiene.
Es, otra vez, el pliegue Leibniz/Deleuze. Y éste no se sub-
divide en partes, sino que se pliega sobre sí mismo en esta
relación cero-infinito. Las fluxiones del Barroco se en-
tienden como ese pliegue original, derivando en nuevos
pliegues, en un conjunto que conserva cohesión. Y esa
relación 0-infinito que tiene el desdoblamiento obliga al
arquitecto-escultor barroco a prolongarlo sin pausa, sin
interrupción (“hacer que atraviese el techo, llevarlo hasta
el infinito”). Está en la chacona de Bach, en los volúme-
nes redondeados de la arquitectura barroca y en los paños
de la estatuaria del Siglo XVII. Más modestamente quizá,
en las misiones jesuítico-guaraníes: los volúmenes de San
Ignacio son redondeados y de tan abiertos se ligan con la
naturaleza. Es otra forma de movimiento “hacia fuera”.
No es el pliegue incesante que se vuelve hacia sí mismo
(Bernini) ni el corpúsculo que se pierde en el inframundo
(Rembrandt). Es la piedra concebida con sobrecarga de
Materia 53

ornamentos. Pero estos ornamentos no se afirman en un


centro o núcleo, ya que no existe núcleo original. Hacia
adentro de la materia el infinito continúa y en algún mo-
mento -en plena curvatura del tiempo- se une con el ex-
terior. Aun a través de vías opuestas al neoplatonismo (el
universo de Plotino no mira desde el borde de la materia,
sino que se obliga a trascenderla y apenas le concede tenue
Participación) esta frondosidad del Barroco, esta multi-
plicidad de los interiores, de ninfas y raptos rubenianos,
de cornisamentos y efectos de trompe l’oeil, todo esto no
hace sino remitirnos a la unidad. Y esa unidad es Dios.
Devenir, en el sentido barroco del hacer, no es sólo qui-
tar lo que sobra de la piedra, sino además trabajar desde
adentro en una pulsión que reconoce los trayectos inter-
nos de la materia. No se construye entonces con limpidez,
sino con una potencia que está un paso más allá de la for-
ma externa. Los frentes de Borromini, sus perímetros elíp-
ticos, están liberados de la piedra con una fuerza análoga.
Luego, la escultura se fusiona con el entorno de manera
enteramente natural en un doble juego, con doble impul-
so. Mezclando el afuera y el adentro, el barroquismo exte-
rior y el de los retablos, se fundiría todo en un mismo cau-
ce. (Si bien los frentes y los interiores están disociados).
Se va y se viene en un espacio sin quiebres ni partes.
Tampoco vida y muerte son partes separadas. Todo un
movimiento perpetuo (en ocho o en espiral) resulta ne-
cesario para escapar del mundo terrenal. Y para volver a
él, una vez que se ha vivido la experiencia ilusoria de la
muerte.
54 Horacio Bollini

II. Fuscum sub Nigrum

a) Cuarto sin ventanas

A la mónada no le entra nada desde afuera. La móna-


da está a oscuras. Veamos cómo. Cada alma -no necesa-
riamente predestinada en el sistema teocrático- opera sin
embargo siguiendo un curso de relaciones preestablecido.
Para que cada alma opere y exprese lo que le va a suce-
der, debe tener un cuerpo que será vehículo y lugar de
percepciones y accidentes. En la monadología, se dice:

“Lo que sucede en el alma representa lo que sucede


en los órganos”

El cuerpo o las partes del cuerpo, substancias simples,


tienen ojos o ductos de relación con el exterior. (Y ese es
el motivo por el cual el cuerpo se vincula o es afectado por
otros cuerpos). Si hubiera una idea de luz que afecta a la
mónada internamente, probablemente tendría que tra-
tarse de una versión en potencia, “idea de” luz metafísica
que no se homologa con la versión extensa y externa de la
luz que ven los ojos. Esa “luz” interna le viene dada a la
mónada desde la eternidad. Es pura idea potencial y no se
difunde, no sale de ella.
La sombra en el interior de los cuerpos2 es una condi-
ción necesaria, pero no hay que olvidar que esa cámara
oscura está dotada de ojos. (No se puede obviar también
el artefacto cámara oscura, dispositivo que emplearon
2
En textos de delirio paroxístico –recién ahora puedo recobrar-
los- Artaud habla de cortar las salidas corporales, los orificios de los
cuerpos. Habla, en suma, de dejarlos a oscuras, como las mónadas.
Materia 55

Vermeer y tantos otros artistas, con especial fervor duran-


te el Barroco). El asunto impostergable, en el universo-
mónada, parece centrarse en tener un cuerpo. Y luego,
en el particular problema de la luz. Los neoplatónicos (la
Participación del Pseudo Dionisio) la habían considerado
única substancia divina que llegaba indemne al mundo
sublunar, al mundo creado. Y allí, en la categoría metafí-
sica y en las imágenes poéticas en De los Nombres Divinos,
se detenía la indagatoria. El Barroco provee una biblio-
grafía admirable centrada en esa física de la luz; allí está
Christiaan Huyghens y la teoría ondulatoria.
Landolt menciona las previsiones del arquitecto ba-
rroco para que la luz circule. ¿Tiene razón? Acaso parcial-
mente, porque también hay cuartos a oscuras, versiones a
gran escala de la mónada y de la cámara oscura. Cuando el
arquitecto barroco no puede cerrar completamente el edi-
ficio, se propone idear una caja negra con una abertura en
solitario que actúa como foco. Esto está en las antípodas
de la Sainte-Chapelle, materialización con que el Gótico
celebra la luz al modo del Pseudo Dionisio. En Córdoba,
la Capilla Doméstica del templo de la Compañía tiene
una sola fuente de luz, una sola linterna. El retablo dorado
debía emerger entonces de esa bruma oscura, bruma llena
de matices, con un poco de oro curvado deslizándose en
ese campo oscuro.

b) La concavidad oscura y el Barroco

Delante de un Willem de Poorter o Jacob de Wet –am-


bos pintaron en Haarlem, pero se vinculan a la escuela de
Leyden- es atractiva la experiencia de entrecerrar los ojos.
56 Horacio Bollini

La imagen que resulta es la de un foco de irradiación de


luz dorada, apenas emergiendo y propagándose en la bru-
ma negro-amarronada que envuelve ese foco. También es
posible que el dorado esté en una concavidad, que esa con-
cavidad flote sin tensión sobre el negro. El negro –que no
es tal, ya que se compone de infinidad de matices de tierra
sombra y castaños translúcidos en las áreas de media som-
bra- es una tinta alquímica que estos pintores hacen jugar,
por capas, con la luz. (Leonaert Bramer resulta mucho más
rígido o amorfo, además de emplear un negro como tizne).
En los cuadros de tema bíblico y en los sabios en medita-
ción de Rembrandt, así como en algunos de sus discípulos
(Gerbrand van den Eeckhout, por ejemplo) la concavidad
es dorada y el aire impalpable negro la circunda.
Para crear su núcleo de conocimiento, es posible que
Leibniz haya partido de un trayecto similar, desde una
concavidad negra. Su intuición pudo iniciarse allí. Desde
ese pozo o alteración del tejido curvo, va arrojando estra-
tos de idea o de materia, todos formados por estados de
substancia metafísica. La mónada, palabra que él toma
de los neoplatónicos Plotino y Proclo, fue su inven-
tio final. Especie de síntesis y a la vez ancla del sistema.
Las capas resinosas de Rembrandt y de los pintores de
Leyden (barniz coloreado) son la ilusión técnica que di-
fiere notablemente de cualquier barroco italiano, de cual-
quier caravaggista. Caravaggio o Gentileschi proponían
virtualidad y naturalismo. (De hecho, el joven Caravaggio
es “descubierto” y puesto a trabajar por el Cavaliere
d’Arpino en los detalles ilusionistas). La pintura como
ventana o como meta-realidad, ellos la construían desde
escenificaciones y actores que recuerdan el concepto on-
Materia 57

tológico de Teatro. Actores disfrazados de mártires, de


ángeles, donde la luz se mete en géneros y pliegues en un
trayecto más externo que geológico. Las sombras, en los
caravaggistas, son espesas. Acompañan con su opacidad a
los zigzagueos diagonales de la luz.
El fondo oscuro en la pintura flamenco-holandesa
resulta infinitamente rico. Esa riqueza está en las tablas
pequeñas de Rubens, en los retratistas como Eliasz y
Moreelse; en los pintores de género como Sorgh y en los
pintores de escenas bíblicas, como Salomon Koninck. En
estos holandeses, unas tintas alquímicas proponen capas
translúcidas frío/cálido/frío. Las sombras pardas o los
negros (recordemos los 23 tipos de negro que Van Gogh
encuentra, con frenesí, en Frans Hals) no son sino conca-
vidades. Hay que entrecerrar los ojos y ver ese Fuscum sub
Nigrum que inspira a los pensadores y a los músicos.
No sé si este Fuscum sub Nigrum puede recordar el es-
pejo de tinta del texto de Borges.
Esta revelación de la pintura es profundamente mate-
rial, en una contigüidad materia/espíritu totalmente ba-
rroca. La materia, lugar donde se imprimen y suceden los
eventos del mundo, no es como en Platón una prolonga-
ción imperfecta de la idea, sino una manifestación perfec-
ta en acto.
Descartes pone gran empeño en la prueba ontológica
de la existencia de Dios: porque lo eterno nos es revela-
do a través del pensamiento. De allí también que Leibniz,
cuando visita a Spinoza, trate de exponerle las bondades
de otra demostración lógica de la existencia de Dios. En
cuanto a los caminos de la materia (extensión) y de los
sentidos, también podrían ser Vía directa a Dios, si esa
58 Horacio Bollini

materia no estuviera modificada por accidentes y relacio-


nes (Ver 14 y 15 del Discurso de Metafísica de Leibniz).
No obstante esa dificultad, la materia enseña y revela.
La materia trabajada por orfebres aparece en estas pintu-
ras de los Países Bajos. Puro sortilegio de la materia. No
obstante, en el taller de Rembrandt hay algo más, como
hace notar Fromentin:
“…tenía aquello aspecto de laboratorio, de antro de
ciencias ocultas y de cábala…”

Fromentin, al fin, llega a la conclusión de que


Rembrandt, ese maestro del Fuscum sub Nigrum y maes-
tro de todos los pintores que se enamoran de la materia, es
un espiritualista:

“De este modo, todo Rembrandt se explica: su vida,


su obra, sus inclinaciones, sus concepciones, su poéti-
ca, su método, sus procedimientos, y hasta la pátina de
su pintura, que no es sino una espiritualización audaz
y buscada de los elementos materiales de su oficio.”3

Aquí está todo: materia llevada al límite, espiritualiza-


ción. ¿Qué es esto? Es agrietar, pulverizar el mundo por
medio de los sentidos, para luego espiritualizar el detritus
residual. Ese detritus vuelve luego a la noria de las fuerzas
dinámicas. El cuerpo físico, también pulverizado (“…polvo
serán, mas polvo enamorado”, Quevedo, Parnaso, 281, b)
retorna al Uno, al Padre, en otro repliegue uterino, cálido.
Y oscuro.

3
Eugène Fromentin: Les Maîtres d’autrefois, 1876.
Materia 59

c) La intuición desde lo oscuro:

Leibniz construye desde lo Oscuro, desde el Fuscum


sub Nigrum. La sombra acompaña esa red, hace más in-
teligible los contornos. Leibniz, en esa inspiración (en
esa intuición pura que se abre ante él) es puramente ba-
rroco. Pero el sistema de Spinoza está delineado en fi-
nas líneas negras –estructura o red- sobre fondo claro.
Si bien los pintores suelen iniciar su imagen desde un fon-
do (imprimación) medio o medio-claro, esa imprimación
está estriada y luego se transparenta hacia la imagen final,
bajo capas de veladuras resinosas. Así se da vida a la tex-
tura, decisiva en la imagen y en la armonía del Barroco.
En sus últimos años, Rembrandt aplica con espátula sus
texturas sobre esa imprimación estriada. Wettering en sus
investigaciones relativiza el empleo de esas veladuras en
la obra de Rembrandt, pero lo cierto es que en muchas
obras están allí: capas de ocre, siena tostado, tierra som-
bra, tonos de verde frío flotando con su cualidad resinosa
sobre las texturas donde el maestro abocetó su imagen. Y
unos tonos a veces quebrados de sombra al final. Pero no
existe un final nítido en algunos de sus últimos autorre-
tratos. Como Leibniz, no se detiene. Y después de esas
últimas veladuras oscuras, vuelve a empezar con dos o
tres capas más de empastes y veladuras. Es el mismo efec-
to textural del Kunst der Fuge, las capas de armonía que
Bach suma. El Barroco entero suma, no por sobrecarga
sino porque su concepto de arte se encamina hacia una
creciente abstracción. También la pintura se rinde ante la
pintura misma, abandonando su rol de “decir el mundo”.
A menudo, el Barroco edifica ese tributo al pensamiento
60 Horacio Bollini

puro, a la riqueza de orden técnico, apoyándose en lo os-


curo. Un retablo barroco debe emerger desde la oscuridad
del espacio, apenas iluminado por la linterna de la cúpula.
Los profetas y filósofos de los pintores de Leyden –sobre
todo en las primeras décadas de la Gouden Eeuw- deben
verse como golpes de oro sobre ébano. No por capricho.
No sólo por el gusto del claroscuro, sino porque toda luz
-luz matérica, apoyada sobre el blanco de Krems- se adivi-
na desde la rica tiniebla que la envuelve.

III. El Barroco y el Memento Mori

Como se sabe, el terreno ideal para el espíritu barroco


es la muerte. No la muerte física, como final (serie cerrada
de números), como freno que parece invalidar todo. Sino
la muerte como lugar fértil, equiparable al sueño :

« …et alors on dit: il me semble que je rêve; car la


vie est un songe un peu moins inconstant.” (Pascal:
Pensées)

Esa muerte que borra los contornos. De allí el horror


vacui de los altares barrocos: allí se busca llevar al límite
la carga material y la asfixia de espacio. Bernini creó esos
mundos de exuberancia y agonía; la poesía y dramaturgia
barroca sopesan la muerte muy lejos de la compulsión que
tendrá esa muerte en el romanticismo. Esta muerte ba-
rroca, metafísica y a la vez frondosa, puede coexistir con
ensaladas en los banquetes. (Shakespeare, un poco antes,
ya había desarrollado esa contigüidad).
Materia 61

El hombre barroco cierra sus ojos para refugiarse en un


presente perpetuo de movimiento y oscuridad. No quiere
realidad objetiva ni claridad, pese a regodearse en lo car-
nal. Encuentra la revelación y la verdad en un salto que
también es salto a la muerte. Enérgico salto a la muerte.
Cuando se alcanzan a ver todos los elementos en juego,
se advierte que este Memento Mori ya no es una neurosis
religiosa como aquella que envenenaba el aire a mediados
del Siglo XVI, en tiempos de la Contrarreforma. Esto es
otra cosa. La muerte barroca, al igual que el llanto (y el
Eros) no se esconde en los rincones. La muerte se lleva
a un primer plano. Puede tratarse de una muerte escé-
nica, como en Caravaggio; o una muerte mística, como
en Rembrandt, en los Sonetos de Quevedo. Luego está la
muerte filosofal, que se busca y se encuentra para ser supe-
rada no con el flojo consuelo estoico, sino en arrebatos o
bajo extrema riqueza de matices. O enterrando –con gozo
y misterio- símbolos en un pantano.
Merleau-Ponty evoca el ser en el mundo en estas líneas
de carácter leibniziano/spinoziano:
La expresión del universo en nosotros ciertamente
no es la armonía entre nuestra mónada y las demás,
sino lo que constatamos en la percepción al tomarla
tal como se presenta en lugar de explicarla. Nuestra
alma no tiene ventana; eso quiere decir ser en el mundo.

No sólo es leibniziano este fragmento por su alusión


a la mónada, sino porque entiende que la expresión del
universo en cada uno es el reflejo del Todo en cada mó-
nada, ya que cada mónada refleja el universo. También es
spinoziano cuando propone tomar la percepción tal como
62 Horacio Bollini

se presenta, bajo amor intelectual a Dios, produciendo


alegría y aumento de potencia por esa experiencia junto
a los atributos de Dios. (¿Y se añade la mayor realidad del
objeto-cuerpo, por su número de atributos?). Lo emocio-
nal se emparenta, por el contrario, con un desvío que lleva
a las pasiones tristes.
Porque en la Ética, tan cargada de eternidad, hay una
muerte que resulta una partícula incidental, sin sabor ni
color (es transparente).

IV. Bach, Buxtehude, y los materiales invisibles de la


Ciudad de Dios

“Cada mónada expresa, pues, el mundo entero, pero os-


curamente, confusamente, puesto que es finita, y el mundo
infinito. Por eso el fondo de la mónada es tan sombrío”. Así,
dentro de los márgenes de la Filosofía, truena Deleuze, y
ese tronar poético demuele todo preconcepto, toda pre-
vención, como pudo hacerlo el órgano de Buxtehude en
Lübeck. Sumergirse en las capas negras y onduladas del
fondo de una mónada. Espiritualizar el polvo desintegra-
do de la percepción y de la apercepción.
La Chacona en mi menor de Buxtehude recuerda el
deslumbramiento que nos depara el universo bachiano.
Y esa Chacona cambia en gran medida la percepción de
Bach como roca solitaria. Todos sabemos acerca de ese
nutrir constante con que Bach aprehendió el escenario
musical de su tiempo, pero ni las influencias vivaldianas,
ni Schütz, Pachelbel, Reinken ni el propio Buxtehude
como maestros indirectos, habrían evitado un carácter
Materia 63

épico en el desciframiento de la magnitud (casi inhu-


mana) de Bach. Esa épica de lo suprahumano puede acre-
centarse aun más, cuando se desprende de la cercanía, del
aura personal de Johann Sebastian Bach, para instalarse
en su tiempo. Sin que sepamos qué cosa es, qué cosa sim-
boliza cada época, cada hombre y cada nombre: sea su
nombre mundano o “su verdadero nombre en el Registro
de la Luz”, Bloy dixit. No sabemos qué simboliza Bach, y
acaso la perplejidad frente al aura de su tiempo sea aun
mayor: como si el Barroco ontológico también tuviera su
espacio -y su verdadero nombre- en el Registro de la Luz.
Dado que la música de Bach parece haber existido desde
siempre –bajada por el hombre de Eisenach a una semio-
logía más comprensible, la de la escritura-, nos parece
difícil descentrar el plano bachiano, ampliando sus már-
genes. Se supone que el hombre que muere en Leipzig,
que consagra su obra abstracta a las cuatro letras B-A-
C-H per speculum, per augmentatione o bajo canon a la
duodécima; el hombre de las Partitas para violín solo, el
de la Passacaglia y el Mache Dich, es por sí mismo un em-
blema, puerta de ingreso a lo no-cognoscible. Se supone
que ese hombre, instrumento de una Fuerza Superior, es-
cribe para un Fin inasequible, lenguaje síntesis de todos
los precedentes y a la vez aleph de un lenguaje supremo
que los demás hombres no pudieron poseer. Dios habla
y no lo entendemos, habla, como quiere Machen, a tra-
vés de plenilunios y océanos y cuerpos, soles e insectos
y aires de la noche. Pero no podemos descifrar ese len-
guaje. A la par, Bach habla. Y podemos descifrar la capa
externa, la imagen como corte bergsoniano, vista fija de
una realidad no-aparente que se nos escapa por más pro-
64 Horacio Bollini

funda. En ese caso, Bach-hombre, Bach-músico barroco


y su propia obra, son también emergentes de un fenó-
meno mayor que transcurre bajo la superficie del tiempo.
Ahora bien ¿qué sucedería si adviertiéramos que no es
Bach ese emblema, sino que el emblema está represen-
tado por un conjunto de hombres? Ese conjunto de
hombres, en el caso del Barroco, está corporizado en
Spinoza, Leibniz, Rembrandt, Reinken, Matteo Ricci,
Bernini, Guarneri del Gesù, Athanasius Kircher, Zipoli,
Borromini, Sainte-Colombe, Corelli, Angelus Silesius y
algunos cientos más. También, por los hombres y mujeres
anónimos que caminaban por las calles de Leyden, París,
Potosí, Utrecht, Leipizig: ellos también protagonizaron
o encarnaron involuntariamente esa búsqueda del tesoro,
esa construcción de la Ciudad de Dios:
“Cada hombre está en la tierra para simbolizar algo
que ignora y para realizar una partícula, o una mon-
taña, de los materiales invisibles que servirán para
edificar la Ciudad de Dios” (León Bloy: L’Âme de
Napoléon)

En tanto cada ser –hombre, árbol, planeta u hormiga-


es una mónada, posee apercepción, esto es, conciencia de
percepción. En el ejercicio de percepción, cada ser realiza
este procedimiento:

Lo propio de la percepción es pulverizar el mundo, pero


también espiritualizar el polvo (G. Deleuze: El Pliegue)

Que cada ser verifique ese procedimiento quiere de-


cir que lo realizará de acuerdo a la potencia de obrar de
su cuerpo, de acuerdo a cómo cada uno perciba su alma
Materia 65

desde la perspectiva de la eternidad. Pero esa diferencia-


ción no altera lo externo del fenómeno: hacia adentro,
el infinito de partículas, hacia afuera, el infinito de par-
tículas. La hormiga y el hombre son igualmente infinitos
porque, al menos en una de las series o progresiones, no se
puede (?) hablar de infinitos más grandes o más chicos4.
La diferencia estriba en el número de extremidades con
que cada mónada cuenta para edificar la Ciudad de Dios.
Antes de que los hombres existieran, esa Ciudad de Dios
se edificaba de un modo. El hombre cambió drásticamente
esa construcción por esa potestad de espiritualizar el polvo
resultante de su percepción: en ese sentido, los hombres edi-
ficaron una nueva etapa de la Ciudad de Dios, diversa a la
etapa de construcción que tuvo lugar cuando sólo vivían
los quásares, o de acuerdo a la conciencia existente du-
rante el Cámbrico. El hecho de que los hombres ignoren
cuál es su verdadero nombre y qué han venido hacer a este
mundo, no es sólo un asunto místico contenido en la frase
videmus nunc per speculum o en la problemática del Fedón
acerca de la preexistencia del conocimiento: es también
la propia naturaleza oscura de la mónada, con su fondo
de terciopelo negro que es también espejo para reflejar
–desde su lisura– lo Abierto.
Con todos sus ojos ve la criatura lo abierto

Los hombres del Barroco realizaron su contribución


a la Ciudad de Dios, aportaron sus materiales invisibles.
Por eso al escuchar aquella Ciacconna en mi menor, al
entrecerrar los ojos y acariciar mentalmente las texturas
4
Ver Leibniz et l’infini, ensayo de Frank Burbage y Nathalie
Chouchan. Presses Universitaires de France, 1993.
66 Horacio Bollini

de Rembrandt, al adentrarse en el microcosmos regulado


de las mónadas de Leibniz, en todas esas percepciones –a
nuestro turno re-espiritualizadas- advertimos una raíz
común. El Barroco vive en cada una de esas percepciones
que se reinventan ad infinitum.
Los hombres del Barroco sondearon un agua subter-
ránea, ondulante, en múltiples estratos, y al hacerlo su bá-
culo cobró idéntica temperatura. Si hubieran tenido más
estatura física, el báculo hubiera sondeado materia impal-
pable. Y ellos, los hombres del Barroco, no podían verse
entre sí, en esa noche.
Como nosotros no nos vemos en nuestra noche.

V. El campo del símbolo y su deterioro en el Barroco.


El problema de las reducciones jesuítico-guaraníes.

“Los constructores de las iglesias sustituyeron la


concepción unitaria
por la acumulación de símbolos”
Josefina Plá: El Barroco Hispano-Guaraní.

En el Barroco, el retorno de la metafísica no implicó


un retorno del símbolo en el arte. Por el contrario: si bien
el arte del Siglo XVII puede sugerir que existe algo incor-
póreo, da la impresión que ese algo está inseparablemente
unido a la carne. Lo que se ve, lo que emerge en la tela o en
la piedra, son cuerpos. Los propios pliegues son ondula-
ciones de esa materia-espíritu indivisible. No existen sím-
bolos sintéticos desde donde se ingresa a una revelación,
ya que si existe alguna revelación se exhibe, se palpa toda
allí, en esos cuerpos que se mueven, agonizan o procrean.
Materia 67

Un símbolo es en primer lugar tan limpio o tan sinté-


tico como un signo: desde ese umbral se ingresa al univer-
so de significados que cada época adhiere al signo visual o
literario. Pero el Barroco, por mucho que vuelva a la me-
tafísica, no opera desde la síntesis; sus alegorías son recu-
rrentes: está el bosque, la mujer-musa (Eustache Le Sueur)
y demás. Pero son alegorías carnales que poco tienen que
ver con la simbología críptica e inmaterial del Medioevo.
Los propios ornamentos que utiliza la arquitectura del
Barroco europeo son materia vegetal, parte de esa visión
germinal (y esto se hace presente en San Ignacio) o esta-
tuaria naturalista. O bien capiteles y órdenes de la tradi-
ción grecorromana.
¿Dónde, en pleno Siglo XVII o XVIII, encon-
traremos esa simbología? Sólo en las reducciones
jesuítico-guaraníes.
(Esta adopción de una simbología o cripticismo ya ar-
caicos en Europa resulta, per se, una metáfora de la lucha
entre el laicismo de la Ilustración y el modelo teocrático
que propugna la Societas Iesu).
En el arte que se desarrolló en las reducciones jesuítico-
guaraníes (1609-1768) se advierten lenguajes no necesa-
riamente ligados a etapas cronológicas. Esto significa que
simultáneamente pudieron desarrollarse estéticas aparen-
temente divergentes5.
5
Puede concebirse la experiencia jesuítico-guaraní en tres etapas,
no como ciclos históricos sino como división de estilos, muchas ve-
ces desarrollados en simultaneidad:
a) Primera Etapa (1609 -1696) Las imágenes icónicas, de pulsión
étnica: en este período prevalece no sólo el atavismo aborigen, sino
una concepción ritual del acto creativo. Esa concepción silencia los
giros externos del modelo. Así, el naturalismo, la cinética, el ondeo
68 Horacio Bollini

El Barroco llega tardíamente a Paraquaria, en la úl-


tima década del Siglo XVII. Fundamentalmente bajo el
influjo de artífices como Brasanelli y Angelo Pietragrassa.
Entonces, en pleno Barroco, en San Ignacio Miní (Tercera
Etapa de la arquitectura en las reducciones) o en Trinidad
(Cuarta Etapa) se hace realidad la idea de Josefina Plá: en
efecto, los constructores de esos templos, jesuitas y gua-
raníes, rezagaron una tipología detrás de esa “acumulación
de símbolos”.
En Trinidad, esos símbolos se adueñaron del templo
bajo diferentes registros: como lenguaje de sincretismo,
en los ángeles músicos, en los muros de transepto y presbi-
terio (¿hacia 1760?); como piezas que se suman al horror
vacui, en las gárgolas y atlantes; como ornamento europeo
aggiornado, en molduras de gusto dieciochesco. Y al fin,
en el Púlpito, bajo una visión de alegorismo que recuerda
la transición entre Románico y Gótico. Los ángeles de
Trinidad no son barrocos. Por el contrario, desandan el
camino de la etapa anterior del arte jesuítico-guaraní.
El misterio radica precisamente en cómo estos ángeles
construyen el sortilegio de cada acto musical (el violinista,
el organista, el tocador de chirimía) apoyándose en una
de pliegues, quedan relegados detrás de la invocación. El bloque de
cedro pasa a ser un lugar de aparición, no de re-presentación. El es-
cultor ve en esta invocación el proceder del chamán, más que una
construcción de estética. En las obras del inicio se advierte, prístino,
el peso de lo verbal. Para esta cultura que en tiempos prehispánicos
concibió el lenguaje como elemento consubstancial a la Creación,
anterior a la materia, crear es invocar como el chamán invocaba Lo
Alto.
b) Segunda Etapa (1696 -1730) Introducción de la estética barroca.
c) Tercera Etapa (1730-1768) Sincretismo estético y reaparición de
cierto marco icónico.
Materia 69

síntesis de forma totalmente alejada de dinamismo y na-


turalismo. En Trinidad coexisten símbolos arcaizantes,
piezas de alegorismo tardomedieval, con algunas de gusto
secular. El concepto de lo Barroco está precisamente allí,
en esa coexistencia, en la textura de la reunión. También
hay un barroquismo en los jirones de atavismo. Y siempre
la extrañeza, en estos alegorismos llevados adelante en las
selvas del Paraguay en pleno Siglo XVIII.
En San Ignacio, hay hojas y frutos que trepan como en-
redaderas sobre las pilastras del lado este del templo. No
hay elemento más decididamente germinal: la flora hace
crecer al templo, ya que éste es parte de esa selva que lo ro-
dea. Es preciso que los edificios de la reducción, así como
los oficios y las artes, sean parte de ese Todo Panteísta.
Claro que la Societas Iesu no propone un Panteísmo (este
problema remitía a la Emanación). Pero la propia época
-ese Siglo XVII- es Panteísta.
Hay en el frente de San Ignacio varias veneras: dos se
ubican bajo los ángeles, y otras dos centran una decora-
ción fitomórfica en la zona inferior del frente, jalonando
el portal del centro. La venera que de por sí es una alusión
clásica (la ostra donde nació Venus) forma parte de la tra-
dición de la arquitectura en Occidente. Los querubines,
uno de los 9 órdenes angélicos (según la clasificación que
aparece en la Commedia) forman parte del portal de la
Sacristía. Querubim es una palabra de origen babilónico
(k’aribu). En Babilonia, este término designa un ser mitad
humano, mitad animal. Eran guardianes de los templos.
En el Antiguo Testamento se dice que el trono de Yahvé
se asienta sobre Querubines; también custodian el acceso
al Paraíso, etcétera. No reciben culto, sino que están al
70 Horacio Bollini

servicio de Dios: de allí que la tradición cristiana los in-


corpore como orden angélica. Estos Querubines abundan
en la iconografía jesuítico-guaraní: están en las pinturas
de Santiago, en tallas lignarias conservadas en el Museo
de La Plata.
Luego están los ángeles del frente de San Ignacio Miní,
y los más heterodoxos ángeles sirenaicos del portal este.
Más bien se trata de sirenas -después de todo tienen senos
y colas de pez- en las que se resta peso de paganismo con el
agregado de alas. En esa misma losa, dos águilas. El águila
representa el señorío, el reinado, tal como reina el león.
(De allí que águila y león aparezcan con tanta frecuencia
en la heráldica). Pero el reinado del águila está en los cie-
los, y así se convierte en símbolo del Evangelista Juan. Por
cierto, la Heráldica más que probablemente sea la fuente
para muchos símbolos en las reducciones: por ejemplo,
allí está el murciélago del portal de la Residencia de San
Cosme.
En la misma placa de asperón rosado del lado este
del templo, el centro lo ocupa el IHS (Iesus Hominum
Salvator) que suele asociarse a la Compañía, más allá del
uso extenso de esas iniciales dentro de la Iglesia.
El tratamiento del asperón en estas tallas puede asociarse
a la fuerte textura que se percibe en los capiteles y fustes
que se conservan en Concepción. No es el único lazo entre
los templos: en ambos se rastrea el nombre de Brasanelli, y
ambos frontis tuvieron nichos y también torres, demolidas
en el caso de San Ignacio Miní. Sabemos de las estatuas en
las hornacinas de Concepción; es posible que San Ignacio
las haya tenido en su tercio superior. O que al menos se
hayan proyectado para ocupar los nichos del frontis, sin
Materia 71

llegar a concretarse. En cualquier caso, se sumarían a los


ángeles. Y a los caballos con jinete y escudo que desapare-
cieron al momento del rearmado o anastilosis del frente.
Los ornamentos, los símbolos de San Ignacio Miní com-
ponen varios grupos o especies:
a) Fitomórficos: estos son los que aparecen en mayor
número, y en algunos casos provienen del medio cercano
(papayas, flor de la yerba mate). Otros son universales,
como las cuadrifolias.
b) De tradición occidental: volutas, veneras, acantos.
c) Figurativos: ángeles, querubines, sirenas.
d) Geométricos: en los pisos de la Residencia, en los
sillares tallados del portal. También los patrones geomé-
tricos se mixturan con los ornamentos fitomórficos: en la
misma zona superior del pórtico central hay un motivo
floral inscripto en un rombo, a su vez inscripto en un
cuadrado.
San Ignacio Miní resulta plenamente barroco desde el
peso de las texturas; dentro de ese marco, la combinación
de elementos confiere al frontis y a los laterales del templo
un aire de heterodoxia. No puede arriesgarse una respues-
ta acerca del origen de ese eclecticismo; sin embargo, una
posible causa radicaría en que esas decoraciones se extraje-
ron de libros con grabados de las más variadas proceden-
cias, bajo una suerte de pastiche. Esto no resulta un rasgo
distintivo de los pueblos jesuíticos; en el mundo andino,
por ejemplo, los Arcángeles Arcabuceros parecen haber
surgido de una fuente tan distante como los grabados de
Jacob de Gheyn para un manual militar (1607). Durante
la experiencia jesuítico-guaraní, coadjutores y sacerdotes
solicitaban a sus superiores les fueran enviados libros con
72 Horacio Bollini

estampas. Estos eran determinantes para la obtención de


modelos. De esos grabados se extrajeron los patrones para
las filigranas que vemos en aguamaniles, pórticos y frisos;
incluso las propias viñetas y letras capitulares de los libros
que se imprimieron en Loreto y Santa María la Mayor
repitieron esquemas de otras fuentes bibliográficas.
En cuanto a ciertos patrones y tipologías, coadjutores
como Kraus, Brasanelli, Forcada o Primoli habían cose-
chado suficiente experiencia para imprimir con solvencia
ciertos giros en el tratamiento de espacio y en la estética de
los frentes. No olvidemos que además de sus antecedentes
europeos, estos artífices tenían en su haber obras fuera
del ámbito de las misiones (Buenos Aires, Santa Fe, las
Estancias de la Compañía en Córdoba, además de obras
en la propia sede de la Provincia) donde incursionaron en
proyectos permeables al ámbito americano. La resolución
de un determinado arco, de un tímpano, un estípite o el
remate de un pórtico podía trasladarse de Alta Gracia a
una de las reducciones del Paraná; de Córdoba, a uno de
los pueblos al otro lado del río Uruguay. También la or-
namentación presenta esos correlatos: los ángeles (putti)
custodiando el escudo de la Compañía aparecen en las re-
ducciones de San Cosme y Jesús, y se repiten en Córdoba.
En el caso de los trabajos de Forcada, tienen gravitación
los ornamentos de filiación ibérica y específicamente
mudéjar; filigranas y decoraciones florales provienen de
Mezquitas y templos zaragozanos: con apenas variantes,
esa ornamentación emigraría a reducciones como San
Cosme y Jesús. Forcada, por ejemplo, utiliza el arco de
perfil mixtilíneo en la puerta del cementerio en la Estancia
de Santa Catalina (Córdoba) y ese perfil se emplea en el
Materia 73

portal de la reducción de Jesús. Son lenguajes arquitectó-


nicos que, como los ornamentos, comparten dos espacios
culturales. Otro tanto sucede con arquitectos y alarifes
italianos. El caso más notorio remite a Primoli, Blanqui
(o Bianchi) y la inserción en el área de la tipología del
Gesù; esto supone no sólo un planteo general de estruc-
tura. También incluye ciertos giros estéticos y maneras de
ornamentación que llegarán a las sedes de la Compañía y
a los pueblos de Paraquaria, en la Cuarta Etapa.
Pero otras decoraciones no se encuentran más que en
el ámbito jesuítico-guaraní: animales de la mitología pre-
hispánica, como el pira-jaguá, flores de la yerba mate, fru-
tos selváticos. También las sirenas con alas, que aparecen
en San Ignacio Miní. Estos acentos iconográficos le dan a
los templos del área un acento vagamente atávico, a la vez
que presuponen cierto arcaísmo, en un momento en que
el peso del símbolo en Europa –la concepción alegórica
del arte y del existir- había decaído. No obstante, en las
selvas del Paraguay persistió el alegorismo. Alegorismo,
peso del símbolo, son nociones y caminos estrechamente
ligados a la referencia verbal-escrituraria. Nombrar es in-
vocar; la escritura de esa invocación implica una resignifi-
cación semiológica. ¿Hasta qué punto se visitan estos pla-
nos en las reducciones? En primer lugar, está la psique del
guaraní, que desde tiempos prehispánicos celebra en sus
himnos (recopilados por el antropólogo León Cadogan)
al verbo, la palabra, envuelta en la tiniebla primigenia,
antes de creada la materia. Luego, en tiempos jesuíticos,
se imprimen los primeros libros del Río de la Plata. No
hay referencia más directa al signo/símbolo que aquella
que provee un alfabeto, y allí está el Libro de Nieremberg,
74 Horacio Bollini

impreso en Loreto en 1705. Con sus letras capitulares y


sus grabados.
En una teocracia –donde se habita un plano material
pero se supone una búsqueda y descripción de planos in-
materiales- la vía es una comunicación desde el símbolo,
puerta de ingreso a lo invisible. Y esta es la acumulación de
símbolos bajo un modelo teocrático que también estaba
desapareciendo en Europa. Si se quiere, una parte de esas
criptografías puede pertenecer al Panteísmo, que es genui-
namente barroco. Como debe suceder bajo Panteísmo, el
ser Barroco se impregna del todo. Todo es en Uno, y ese
Uno supone la concepción de Dios y de la Naturaleza.
Esa suprema unidad incluye a los hombres. Y a la materia
sobre la que imprimen su experiencia.
Rembrandt
Pensamiento y Extensión

La escuela de Leyden tuvo especial predilección por es-


pacios herméticos, lugares de penumbra, donde discurren
los filósofos; arquitecturas imaginarias, orientalismos del
Antiguo Testamento donde transcurren la Presentación
en el Templo o Jesús entre los Doctores. En cualquier caso,
los interiores. Una atmósfera donde se intuye lo interno de
lo interno. Lugares que serían sólo penumbra, de no ser
por un haz de luz en diagonal, mínimo para resaltar los
enjoyados, los cálices o copones de bronce, los personajes
barbados y testamentarios. Los pintores holandeses suelen
tener un registro de la superficie pictórica donde cálidos y
fríos se yuxtaponen en transparencia, y así consiguen los
ajustes de distancia. Gerrit Dou (de Leyden) primer dis-
cípulo de Rembrandt, agrega a su superficie el pulido a es-
pejo. Pero su maestro propugnará una idea más compleja
de materia.
Leonaert Bramer (originario de Delft) es una de las fuen-
tes de Rembrandt. De la penumbra extrema de Bramer,
pudo, en el mejor de los casos, rescatar la sugestión. Y ese
empecinamiento en la tiniebla, que envuelve unos cuer-
76 Horacio Bollini

pos un tanto amorfos. Ninguno de ellos es un gran artista,


como no lo han sido sus directos maestros. Swanemburgh,
el primero de los iniciadores de Rembrandt, es un débil
(y anacrónico) continuador de los infiernos de El Bosco,
lo que aparece como un arcaísmo bastante curioso en
esta Holanda que es patria y refugio de Spinoza. En
cuanto a Pieter Lastman, es un discreto italianizante.
Mientras Rembrandt comparte taller con Jan Lievens,
surgen los primeros elementos de esa superficie que es su
manera del lenguaje. Judas devuelve las treinta monedas es
una puesta en escena donde ciertas tintas alquímicas dan
otra plasticidad al claroscuro. Siempre está muy lejos del
verismo de Caravaggio; a Rembrandt le preocupa cons-
truir un clima estrictamente pictórico, despegándose de la
ventana ilusionista o metarreal. Por lo demás, los recursos
de forma en estas obras, a finales de la década de 1620,
son inequívocamente barrocos; como en La Resurrección
de Lázaro, como en La Presentación en el Templo.
Cuando pinta para sí mismo estudios de carácter, aflo-
ra la tradición de pintura sobre tabla, las transparencias
de Leyden, el efecto concentrado, la tersura de esmal-
te y vidrio que han propiciado esos colores con resinas.
No obstante, a diferencia de su obsesivo discípulo Dou,
el toque es siempre más suelto, el detalle está construido
para ser visto desde más lejos. (Los cuadros de Dou pue-
den ser contemplados como joyas, a tres palmos de dis-
tancia, y el mismo Dou los guardaba en cajas, como joyas
que son, más que cuadros). En las carnaciones y blancos
de Rembrandt, siempre hay materia. Materia que crecerá,
con los años, hasta ser profética.
Materia 77

Los años de retratista en Amsterdam no silencian


esa indagatoria en paralelo, donde aparece la búsque-
da de superficie. Ese tiempo se inicia con La lección de
anatomía (1632) que le abre las puertas de la burgue-
sía de Amsterdam a partir de la figura del Doctor Tulp.
Fromentin no disimula sus objeciones hacia esta pintura,
pero en ese capítulo 10 de Les Maîtres d’Autrefois (capí-
tulo que dedica a la Lección) deja entrever la distancia
conceptual que separa al maestro de Leyden de algunos
precedentes. Entre esos predecesores de Rembrandt, que
Fromentin clasifica como “pintores externos”, está el gran
Hals:
“…eran lo que se llama pintores externos, es decir,
que el exterior de las cosas les impresionaba más que
el interior, que se servían mejor de los ojos que de su
imaginación (…) Cierto es que el misterio de la for-
ma, de la luz, y del tono no les había exclusivamente
preocupado, y que al pintar sin grandes análisis y por
sensaciones prontas, no pintaban sino lo que veían…”

La lección de anatomía en Maurithuis, La Haya. Lo pri-


mero que se ve desde lejos es un amarillo lívido irradiando
luz desde abajo hacia arriba, y unos tonos de tierra y blan-
cos cremosos flotando sobre una tonalidad indefinida.
Fromentin ve en esta pintura “el germen de Rembrandt”, y
advierte que “juzgarlo por ese primer testimonio sería des-
conocerlo”. Porque, entre otros reparos hacia La lección,
Fromentin observa:

Tenía que pintar un hombre, no se cuidó bastante de


la forma humana; tenía que pintar la muerte, la olvi-
dó para buscar en su paleta un tono blanquecino que
fuese luz.
78 Horacio Bollini

No obstante, el tratamiento que se hace del tema de


la mesa de disección resulta, desde espacio y atmósfera,
completamente diverso de sus predecesores. No es un
problema de novedad externa, sino de medios, de retórica,
de articulación. El cadáver reúne a los retratados; esa luz
amarillenta (blanquecina, según Fromentin) que provee el
cuerpo muerto es de menor grado que los blancos de los
cuellos, pero más uniforme. Hay un cierto misterio cifra-
do en lo pictórico, sin quizá conseguir escaparse de ciertas
convenciones de la retratística. Debe complacer a Tulp y
a sus colegas, complacerlos en acto. Y bajo esa exigencia
de acto y mimesis, hay un poco menos de pintura y un
poco menos de sí mismo. Porque Rembrandt se manifies-
ta, tributa a sí mismo como pintor de los Testamentos;
entonces suele ser tan fiel a la narrativa como fantástico
en atmósfera. Fuera de los encargos, que en Amsterdam
llegan a montones, se confiesa en secreto. Como lo hará
el Goya íntimo, pinta para sí tablas de pequeño formato:
rabinos arcaizados, paleografías donde desborda la retó-
rica. El mundo de Rembrandt es judaico; hasta algunas
de sus escasas obras mitológicas –sobre todo el Rapto de
Proserpina- parecen más bien escenas del Libro de Reyes.
Fundamentalmente, su manera es llevar esa historia a
otro lugar; pero ese otro lugar no es una geografía, ni tam-
poco, del todo, un teatro. Es, más bien, algo suprasensible
que nunca está del todo claro.
Hoy prevalece el estudio científico, la cifra limpia, al
modo del Dr. Wettering; antes fue el enunciado poético
acerca de Rembrandt. Aquello que motivó a escribir a
Baudelaire, la misma búsqueda religiosa de Rothko, cierta
sal, cierto yodo y un tizne impalpable. Toda esa materia irá
creciendo en los años finales de Rembrandt.
Materia 79

II

¿Qué buscamos en Rembrandt? De chico, no re-


cuerdo nada en particular; me perdía en su bruma cáli-
da. En la juventud, Rembrandt es consuelo. El códice
consuelo del alquimista, el ala del ángel, la sal del mar.
Ahora busco, aquí y allá, la putrefacción, los cuerpos junto
al cieno. Rancios. Ése es el Rembrandt de los años finales.
Esa maravilla, él la ha tributado con un puñado de tintes
dorados o marrones flotando sobre una textura glauca;
con unos barnices sucios sobre el marrón de arpillera y
lodo de Judea. Allí está todo él. Tanto se desvela por esas
atmósferas, que suele deformar el dibujo, la forma de base.
Sólo así se explica que el dibujante esencial que ha sido
Rembrandt, a menudo haya incurrido en deformidades o
incongruencias anatómicas (y que algunos de sus clientes,
aun en años de éxito, le hayan reclamado “falta de pareci-
do” en sus retratos). No importa. Tiene, también, obras
de inocultable fealdad. Y esas obras resultan, a la par, con-
movedoras. Porque el hombre de espaldas combadas y
rostro de carnicero (de carnicero más que panadero, creo)
es pesadamente humano. Esa humanidad siempre está
allí. Al momento de dibujar, capta el alma del perro, del
niño amedrentado por el perro, de la madre joven que lo
consuela; del demonio tentando a Cristo, del fariseo, de la
pareja de campesinos. Allí deja la retórica a un lado. Y es
tan inmediato como pretendía Descartes en relación a un
sistema adecuado para su yo pensante/existente.
Spinoza propone un mundo poblado por atributos de
Dios (“cuanto más conocemos las cosas singulares tanto
más conocemos a Dios”). Tal la realidad de su panteís-
80 Horacio Bollini

mo. Cuantos más atributos posee la cosa, mayor realidad


le compete. A Rembrandt parece no conformarlo contar
ni clasificar esos atributos. Los acaricia, como el aman-
te a la mujer o el bebedor a su copa, Chapotea en ellos.
La pintura, no obstante su humanidad, no deja de lado
la retórica. Pero ¡qué bueno resulta que pintara la Novia
Judía en el tiempo de los retratos de Van der Helst! Nos
sirve a nosotros para enfrentarlos. El pintor de esencias; el
pintor de simulacros (o de lo externo, según Fromentin).
El que salta abismos; el que enamora burgueses. Por
cierto, también Rembrandt ha enamorado burgueses
durante más de diez años en Amsterdam. Pero su obra
íntima, no obstante los años de éxito, ha sido un loda-
zal del Antiguo Testamento. A ella se confía. Y el tipo
pretencioso que de vez en cuando se retrata con Saskia
(con una sonrisa horrible) representa apenas un papel.
La ropa le queda grande, como en un teatro de grotesco.
El otro Rembrandt se confiesa en susurros. Entonces
la sonrisa horrible desaparece. Los ojos, con los años,
se hacen cada vez más oscuros, más opaca la mirada. Le
pasó a Margaretha de Geer y le pasa a él en sus últimos
autorretratos.
El tono elegíaco, el dolor agudo, vienen junto a la ba-
sura, que está por todos lados. Se derrama. Él la hace pre-
sente con vuelcos de pintura y resinas, con unos bordes
difusos que tan bien ha evocado Mark Rothko. Antes, los
románticos redescubren a Rembrandt. Baudelaire lo invo-
ca con extrema sensibilidad, en Los Faros:

Rembrandt, triste hôpital tout rempli de murmures


Et d’un grand crucifix décoré seulement,
Où la prière en pleurs s’exhale des ordures
Et d’un rayon d’hiver traversé brusquement
Materia 81

Rembrandt, hospital triste repleto de murmullos


Y con un gran crucifijo apenas decorado,
Donde la prez en llantos se alza de las basuras,
Y de una luz de invierno bruscamente cruzada

Esta visión contrasta, cuarteta por medio, con la dedi-


cada a Rubens, a quien el poeta “define” (“Rubens, fleuve
d’oubli, jardin de la paresse/Oreiller de chair fraîche où l’on
ne peut aimer”) desde la sensualidad de una mitología,
de un jardín epicúreo donde existe más movimiento que
densidad de espíritu. En cambio ¿qué es ese hospital rem-
brandtiano? Lugar de dolor, donde el cuerpo de barro va
a reponerse o a concluir: ese lugar donde el llanto y un
símbolo (la cruz ascética, “apenas decorada”) recuerda las
almas en medio de las pourritures, las basuras. Rembrandt
casi no pinta el símbolo de la cruz, pero Baudelaire lo ve,
lo palpa en las sombras. Es una presencia, en la niebla y
en el barro. Porque el espíritu, según el Rembrandt de sus
últimos años, está en la tierra, apenas emerge del lodo. Y
a la tierra, a esa tierra que nos provee y nos patea, que nos
amamanta y cubre cuando la muerte llega, hay que home-
najearla. Rembrandt le obsequia untuosidades y rostros
que saben que morirán. La serenidad, el consuelo, nacen
en esos rostros a partir de la certeza de saberse ya muertos.
Saben que el paso terrenal es una pantomima que se hace
preciso apurar. Los placeres, sin embargo, tienen su lugar;
el hombre que lleva la muerte en su puño puede muy bien
entregarse a ellos. Les da su justo lugar: esa alegría extraña
se encuentra, también, en Rembrandt. Si no se hallara esa
alegría, estaríamos ante un patetismo romántico. A veces,
Goya echa mano de ese patetismo, a salvo de la sobreac-
tuación por textura y rebelión. Rembrandt no se rebela: se
82 Horacio Bollini

consuela con un pasaje del Evangelio, con el toque sexual,


con la muerte desnuda. Hembra absoluta (no digo mujer,
porque se trata de este hombre con rasgos de carnicero) la
muerte lo abraza y él se deja. En eso se asemeja a Bach. Pero
Bach es menos brutal; presenta más variables en su ajedrez
teológico. Rembrandt es del tipo hosco, y a menudo no
sabemos qué pensar de él, tan básico es su verbo. Y cuando
nos permite un cara a cara, resulta ese verbo despojado el
que más nos acerca. El Romanticismo lo canoniza.
Van Gogh ansía, según nos dice, un encuentro con La
Novia Judía que tiene mucho de religioso:

“Daría diez años de mi vida si pudiera seguir sentado


ante este cuadro diez días seguidos sólo con un men-
drugo de pan duro.”

Para poder construir esa imagen, Rembrandt debió pa-


sar por la experiencia del sufrimiento. Aquella, su imagen,
no está hecha de partes, líneas ni estructuras. Tampoco es
sólo luz y sombra. No. Es la materia donde parecen que-
dar voces ahogadas; es la materia de esos cuerpos, materia
amorosamente corrompida. Y donde se adivina que al-
guien ya se ha ido.
Entonces no quedan, en los escenarios de su día último,
más que pasos desvaneciéndose en la oscuridad. Ni ras-
tro de ceremonia. El contexto, el espacio social e histórico
han desaparecido. Los sustituyen rostros plenos de fronta-
lidad, manos rotundas. Las ha hecho emerger de la bruma
marrón y el tizne. Raspando, arrastrando materias a me-
dio pudrir. Así sabemos que la naturaleza de esos cuerpos
no es simple, no responde a un impulso unívoco del ser.
La riqueza, la complejidad, no es aquella de las dualidades
Materia 83

intelectivas del Quattrocento. No. Esta riqueza es de oro y


barro, como en las épicas primitivas. Aquí, hombres y mu-
jeres vienen a nosotros con labios carnosos pero mudos.
A la hora imprecisa en que la tarde y la noche tocan
esos cuerpos todavía tibios.

III

Tanto Spinoza como Leibniz se reencuentran con la


metafísica, ya que en el siglo anterior no hubo ni sombra
de una metafísica, excepto por los jesuitas. Pero ambos,
si bien bajo formas diversas, entendieron que cuerpo y
alma debían tratarse como unidad1 en alguno de los mo-
dos (modo infinito inmediato, modo infinito mediato,
etcétera).
La Monadología de Leibniz es sin duda la mejor sínte-
sis de su filosofía y un epigrama del espíritu barroco. El
aserto y la fuerza de Monadología radican en su bella inin-
teligibilidad. No es que Leibniz no haya sido claro, sino
que toda su metafísica se construye sobre el concepto de
mónada: concepto que ni él, ni nadie después, ha podido
definir en su totalidad. Resulta de una oscuridad militante.
Ensayemos, no obstante. Una mónada es substancia en sí
y por sí. No es “idea de”. No es abstracción. Pero “substan-
cia”, para Leibniz, no es extensión. Los átomos sí son parte
de la extensión, y por eso resultan divisibles. Pero la mó-
nada es unidad. Es Indivisible. Por lo tanto, no está en el
espacio. Es inmaterial. ¿Entonces? Entonces resulta que la
mónada es conciencia activa. Extensión y pensamiento a
1
“Lo que sucede en el alma representa lo que sucede en los órganos”.
Monadología, Leibniz.
84 Horacio Bollini

la vez. La mónada, además de indivisible, es individual; no


hay dos iguales en todo el Universo. También es única, sin
partes compuestas. Dependiendo de qué clase de mónada
se trate, éstas pueden experimentar percepción y apetición.
Percepción es la capacidad de representar lo múltiple en lo
simple. La apetición permite a la mónada pasar de una a
otra percepción. Trasladarse de una a otra percepción.
Ahora viene la definición que oscurece todo el sistema
y que a la vez lo justifica: las mónadas experimentan su
percepción y su apetición individualmente; no obedecen
a ninguna ley externa, sino a una ley espontánea. Ya que las
mónadas no tienen ventanas, no les entra nada del mundo
exterior capaz de inducirlas a la percepción. Tomemos un
instante cualquiera de su vida: el devenir de la mónada,
toda la secuencia de percepciones en pasado y en futuro,
ya está en ese presente. ¿Por qué? Porque no proviene de
causas ni pensamientos externos, sino de sí misma. Todo
devenir proviene de su esencia. Le viene de su propia en-
tidad, de su propia “identidad” metafísica. Así pasado y
futuro se reúnen.
Dentro de esa identidad oscura, algunas mónadas es-
tán dotadas de apercepción. ¿Qué es apercibir? Es tener
conciencia de la percepción. Cuando una mónada está
dotada de apercepción y de memoria, entonces es un
alma2. De entre todas las mónadas, Dios es la más clara.
Descartes había planteado el problema de la comunicación
entre cuerpo y alma, desde el mismo momento en que es-

2
Sobre esta equiparación de la mónada y el alma, Leibniz pretende
ser más claro, sin duda por motivos teológicos, e insinúa una especie
de distinción que luego podría contradecirse con la propia natura-
leza de la mónada.
Materia 85

tableció las nociones de extensión y pensamiento.¿Cómo


se interrelacionaban? ¿Cómo se ajustaban las substancias?
Leibniz intentó resolver ese dilema al establecer que Dios
creó todas las mónadas y desde ese preciso momento éstas
quedaron ajustadas como quien ajusta un reloj. A partir
de ese instante, cada mónada se desenvolverá individual-
mente, y su devenir no se verá afectado por las demás. No
olvidemos que están cerradas. Nada puede entrar en ellas.
Pero como el Gran Creador ha ajustado todas a la vez, la
armonía conjunta nace de la armonía individual.
Así se desenvuelven estos “puntos de substancia meta-
física”. Aquella noción de que pasado y futuro ya existen
en cualquier momento presente de la mónada, proviene
de su origen y cualidad. Cerradas al mundo exterior pero
ya prefijada su única substancia-esencia perceptiva, no
puede existir aquí azar ni accidente inducido. Todo está
fatalmente acordado. Por otro lado, Leibniz y Spinoza co-
inciden en la visión acerca de las series infinitas, visión que
une macro y microcosmos y en la que cada mónada refleja
el universo. Cada mónada, cada parte, expresa de algún
modo el universo. Cada parte, cada corpúsculo textural
de Rembrandt refleja el cuadro todo, sin separarse de él.
El sistema leibniziano está creado desde el Fuscum sub
Nigrum: ese génesis que concuerda con la manera de pin-
tar de Rembrandt.
Pero Spinoza construye su red de infinito desde la clari-
dad, desde base clara.
¿Qué comparten Baruch de Spinoza y Rembrandt,
aparte de las calles de Amsterdam? Uno es un espíritu ma-
temático en quien no debe desdeñarse, como primer mó-
vil, la influencia del misticismo judío. Su maestro Uriel da
86 Horacio Bollini

Costa lo había iniciado en la qavalah; no obstante esa raíz,


él se obligará a exponer su cosmovisión mediante el geo-
metrismo cartesiano. Pero no se agota en el racionalismo
y atribuye al pensamiento intuitivo-racional la llave del
conocimiento trascendente. Dice Gebhardt: “la Holanda
metafísica halla forma tanto en el arte de Rembrandt como
en la religión de Spinoza.” Un poco antes, describe parte de
ese trayecto en la religión del infinito:
“Las categorías del arte de Rembrandt son las
mismas que las de la filosofía de Spinoza, puesto que
son las mismas en que se manifiesta la infinitud del
barroco: ilimitación, sustancialidad y potencialidad.
Si el arte clásico consiste en estructurar la forma por
la delimitación, el arte de Rembrandt consiste en es-
capar de la forma por medio de color y la luz. “Toda
limitación es una negación”, es la teoría barroca de
Spinoza. La obra de Rembrandt se caracteriza por la
sustancialidad de una totalidad que sólo impregna el
cuadro: todo lo particular no es aquí más que modo
de la única sustancia infinita y con Spinoza se podría
decir que, aunque en grado diverso, todo tiene alma.”3

Spinoza expone esa “religión del infinito” a través de


las redes múltiples de su ordine geometrico. No obstante el
sentido de unidad no está comprometido, Spinoza aclara
que hay un territorio físico y otro pensamiento-alma. Así,
en la Proposición Segunda de la Parte Tercera, se indica
que ni el cuerpo puede inducir al alma a clase alguna de
pensamiento, ni el alma puede inducir al cuerpo a movi-
miento alguno. ¿Por qué? Porque el cuerpo es consecuen-
cia de la extensión y si es motivado a moverse, será por
3
Carl Gebhardt: Spinoza. Traducción de O. Cohan. Losada,
Buenos Aires, 1940.
Materia 87

acción de otro cuerpo. Mientras que el alma no proviene


de la extensión, sino del pensamiento de Dios.
No obstante, la idea de unidad cuerpo-alma se hace
patente en el “amor intelectual a Dios”, máximo regocijo
posible y al cual se llega por el aumento de la potencia de
obrar del cuerpo. ¿Cómo aumenta el cuerpo esa potencia
de obrar? En la Proposición XXXIX (Parte Quinta) se
lee: Quien tiene un cuerpo apto para muchas cosas tiene un
alma cuya mayor parte es eterna. Lo que puede entenderse
así: el que conoce muchas cosas está más cerca de entender
cuál es la posición que él mismo ocupa en el orden impersonal
y eterno de las cosas.
Una vez más: Cuanto más conocemos las cosas singulares
tanto más conocemos a Dios. Por lo tanto, nuestro com-
portamiento con esas cosas singulares (el árbol, la mesa,
Pedro, mi gato) nos acerca o aleja de Dios, produciendo
entonces alegría o tristeza. Por cierto, en el sistema de
Spinoza no se conciben el Bien ni el Mal. (Por eso se trata
de un sistema y no de un código o contrato moral). Pero sí
existen lo bueno (necesario) y lo malo (innecesario). Malo
e innecesario es aquello que, entrando en contradicción
con esas “infinitas cosas de infinitos modos”, disminuye la
potencia de obrar del cuerpo/alma. Se producen así esas
pasiones tristes que nos debilitan para amar a Dios. Bueno
y necesario es aquello que, alineando al cuerpo/alma con
la infinita potencia de Dios, aumenta su capacidad de
amarlo. (Experimentamos una perfección mayor en tan-
to una cosa se compone con nosotros). Surge entonces la
alegría, que agiliza y aumenta la experiencia de amor in-
telectual. Si no limitamos a X, en tanto X es parte de la
ilimitación de Dios, nuestro obrar no contraría las infini-
88 Horacio Bollini

tas cosas de infinitos modos. El espíritu, afirma Spinoza, es


eterno en tanto concibe la esencia singular del cuerpo des-
de la perspectiva de la eternidad; y a la vez el alma puede
concebir las relaciones eternas que signan la composición
y descomposición en la existencia de las cosas.
Podemos formar ideas adecuadas de nosotros mismos y
de Dios y obtenemos regocijo. Por el contrario, en el nivel
de nuestras partes extensivas -aquellas que definen nuestra
existencia en duración- pueden darse maneras de relación
que resultan destructivas e inadecuadas.
El alma se forma ideas claras o confusas; en cualquier
caso tiende a perseverar en su ser y tiene conciencia de ese
esfuerzo de perseverar (Ética, Proposición IX de la Parte
III). La conciencia es el continuo que abarca el paso de
una perfección mayor a una menor y viceversa; de alegría a
tristeza y viceversa. Y una vez más (Proposición XI, Parte
III) se observa la relación cuerpo-alma:

La idea de todo cuanto aumenta o disminuye, fa-


vorece o reprime la potencia de obrar de nuestro cuer-
po, a su vez aumenta o disminuye, favorece o reprime,
la potencia de pensar de nuestra alma.

El amor intelectual a Dios, no hace falta decirlo,


es un deslumbramiento frente a los infinitos mundos
de Bruno y Galileo, frente a las minucias de la tierra;
una felicidad provocada por las filigranas del infinito.
Así quedan entablados diversos modos de relación. Aquí
no hay ser fenomenológico y ser esencial. No hay catego-
rías aisladas. Es el sistema cartesiano aplicado a un apasio-
nado panteísmo4.
4
No obstante, Hegel distingue entre la concepción de un “panteís-
Materia 89

Los colegiantes (de Collegi Prophetica) de la época de


Spinoza, sus amigos, son el primer nexo con la comuni-
dad luego de su ruptura con el judaísmo. Estos colegian-
tes, de los más diversos orígenes, fundan un ecumenismo,
cuestión esencial que tangencialmente involucra al pensa-
miento de Spinoza; así como su noción de inmanencia es
una manera de combatir toda limitación moral, su visión
de una sociedad y de una cultura exigía (parte del amor
intelectual a Dios) un ecumenismo, una suprema toleran-
cia. Místicos como Jakob Böhme inspiraron al grupo, en
el que hubo desde cuáqueros hasta católicos, y también
no-cristianos.
Aunque nos obstinamos en hacer filosofía con
Rembrandt, en su taller el elemento religioso está más
presente que el puramente filosófico. Su libro, son las
Escrituras. Cuando no se trata de un encargo, motu proprio
pinta judíos, más que gentiles. ¿Será porque ese pueblo si-
gue esperando a su mashiaj, lo cual es señal de escepticis-
mo? Acaso la sentencia capital del Antiguo Testamento
es el hermético Soy el Que Soy, mediante el cual Dios se
equipara al logos esencial, que es también el Ein Soph de
los cabalistas. Indescifrable, indescriptible. Nada tiene que
ver con el Dios del Génesis. No premia, no castiga. No res-

mo” en Spinoza y en los románticos alemanes, sobre todo Schelling.


Aplicado a Spinoza, Hegel sustituye el término panteísta, por el de
monótono teísta. La realidad en su conjunto (el conjunto de todas
las cosas) no va, en su sistema, a ninguna parte previsible. No es un
cosmos, sino una substancia única. Una extensión absoluta que des-
de el pensamiento puede verse a sí misma del mismo modo en que
Dios se ve y se ama a sí mismo. Por el tercer género de conocimiento
podríamos estar aptos para ver nuestra alma desde la perspectiva de
la eternidad y así obtener un máximo acercamiento a Dios.
90 Horacio Bollini

ponde a ningún antropomorfismo. Un número que es to-


dos los números, pero ninguno concreto. Una Substancia
única, sin Bien ni Mal.
Rembrandt concibe sus obras finales como siste-
mas. Cada mónada de Leibniz refleja, desde su finitud,
el universo en su totalidad; cada corpúsculo textural de
Rembrandt puede tomarse como íntegra obra y reflejo de
la totalidad que la encierra. Como las mónadas también,
las imágenes se basan en su propia Ley.
Y tal como se manifiestan los apetitos spinozianos, hay
en las últimas obras de Rembrandt una cualidad intrínse-
ca que excluye toda comparación con un canon externo a
su necesidad. No hay aquí posibilidad de “más bello que”
o “más parecido a”. La armonía nace de una necesidad pre-
cisa en sí y para sí, como se lee en el Prefacio a la Parte IV
de la Ética:

…a la naturaleza de una cosa no le pertenece sino


aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza
de su causa eficiente, y todo cuanto se sigue de la nece-
sidad de la naturaleza de la causa eficiente se produce
necesariamente.

La enorme cantidad de recursos técnicos (“cuantos más


atributos posee una cosa mayor realidad le compete”) es
origen de potencia y alegría. La imagen aumenta su “co-
nocimiento” de las cosas particulares y así conoce a Dios.
Se alegra y nos alegra.
Y por otro lado, ese infinito que provee la Ética, tam-
bién está en Rembrandt.
Materia 91

Como las partes van siempre por infinidades más


o menos grandes, hay en cada cuerpo una infinidad de
relaciones que se componen y se descomponen, de tal
modo que el cuerpo a su vez penetra en un cuerpo más
amplio, bajo una nueva relación compuesta, o por el
contrario hace resaltar los cuerpos más pequeños
bajo sus relaciones componedoras. (Gilles Deleuze:
Spinoza y las tres “Éticas”.)

Rembrandt construyó la infinidad de relaciones de cada


cuerpo -con su composición, su descomposición y su vín-
culo con otras masas o cuerpos- mediante los corpúsculos
de materia y textura, texturas que se yuxtaponen y crean
una superficie mutable. También la relación cuerpo-
alma expresa en su obra final una serie de construccio-
nes subterráneas. Al fin, cuando se dice que Rembrandt
es humano, quiere expresarse que el espíritu está a la al-
tura de la materia. Que ese presente de Margaretha de
Geer, ya contiene todo su porvenir y todo su pasado.
Que nada de ese presente le viene dado por accidente.
Que ciertas regiones del ser son una caja cerrada, sin
ventanas.
g
Ojos y cosas
Con todos sus ojos ve la criatura
lo abierto.
R. M. Rilke, Octava Elegía

I. Mirada

Berger se pregunta “¿Por qué miramos a los animales?”.


Los animales son, a cada momento: la pantera, al arrojarse
sobre su presa; el lobo en su manada, las aves en vuelo o
reposando, el gato que salta entre los muebles de la casa,
le chat que quelqu’un a caressè. Todos expresan el ser-en-
sí, y en esa expresión del ser puro (nunca resquebrajada
por la pasividad o la energía de la acción) las proyeccio-
nes se realizan, mayormente, en un campo físico más que
temporal. Nosotros, por el contrario, somos devenir. Lo
que somos, se resquebraja con la velocidad del tempus
fugit. Se desvanece y reformula hacia un modo potencial
que hace imposible al ser-en-sí. De allí que las palabras y
la música nos sueñen y a veces nos definan, antes que la
tierra. (Esa tierra opone, a nuestro devenir, su “amonto-
namiento silencioso”). Luego las semejanzas, centradas en
esa capacidad del sujeto de vincularse a través de texturas:
texturas de luz, de tacto, de gusto. El nivel de referencia
psicológica con que unos y otros realizan esas operatorias
94 Horacio Bollini

escapa al conocimiento; es de suponer que ni mitología


ni psicología han completado, aún, el imaginario animal.
En el Génesis, el episodio del Diluvio Universal supone la
orden de Yahvé a Noé, indicando construir el arca y salvar
a dos ejemplares de cada especie: “De todos los seres vivien-
tes meterás contigo en el arca dos individuos de cada especie,
macho y hembra, para que se salven contigo.” (Génesis 6, 20).
Esta fórmula se repite 4 veces. En una de las variaciones
para “de todas las aves del cielo, de todos los animales
según su especie, de todos los reptiles de la tierra…”, se
agrega:

“…de todos los animales puros tomarás siete pares de


cada especie, macho y hembra, y de los impuros toma-
rás un par, macho y hembra…” (Génesis, 7, 2)

Tres asuntos parecen privativos: la necesidad de preser-


var esos seres que según el Génesis sirven al hombre, la ne-
cesidad de preservar esos seres que acompañan al hombre,
la adjudicación de una categoría místico-moral a esos ani-
males. Es decir que el hombre se impone sobre los otros
seres, se distingue. Probablemente, como dice Benjamin,
el punto de quiebre está en el don del lenguaje. El hom-
bre sabe nombrar, y nombrando tiene la cosa entera, y este
hombre al que le es conferido el don del lenguaje

“…se ve así alzado por encima de la naturaleza.”

No es muy difícil imaginar a Noé nombrando a cada


especie de animal, a medida que cada pareja va entrando
al arca, “de dos en dos”. Así, en ese acto-imagen, se repre-
senta la relación del hombre y el resto de los animales. El
Materia 95

hombre no sólo se conforma con apoderarse del nombre y


de la esencia del animal; no sólo le da muerte para subsis-
tir (y se adueña de su vida durante las cacerías deportivas
que aparecen en los frisos asirios); los hombres mitifican
a ciertos animales:

Gato de Egipto
Vaca de la India
Jaguar de América Central
Águila de América del Norte

Al fin, los hombres coexisten con el animal doméstico,


comparten su espacio más íntimo. Los ojos del animal nos
miran y nosotros los miramos. Sin embargo, durante ese
cruce, durante esa simultaneidad, es la mirada del hombre
la que parece prevalecer: porque el hombre expresa me-
diante otro lenguaje, aquello que está viendo. Los lengua-
jes animales pertenecen al metalenguaje de la naturaleza;
ruidos del planeta, mareas y plenilunios:
“…el mundo externo –las formas, las temperaturas, la
luna- es un lenguaje que hemos olvidado los hombres,
o que deletreamos apenas…”

Pero el habla tendría el poder de significar y no sólo


sería un significante abstracto o misterioso. Y así la mirada
del hombre, de ese hombre que puede nombrar mientras
mira, pasa por encima de la mirada animal.
Los zoológicos, dice Berger al final del ensayo, son esos
lugares donde se transforma patéticamente ese entrecru-
zamiento de miradas:
96 Horacio Bollini

“Aquella mirada entre el hombre y el animal, que probablemente


desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la sociedad hu-
mana y con la que, en cualquier caso, habían vivido todos los hombres
hasta hace menos de un siglo, esa mirada se ha extinguido. El visitante
que acude a un zoológico sin compañía está completamente solo cuan-
do mira a todos y cada uno de los animales.”

Se dice que el hombre ha quedado solo al separarse de


la línea natural. Pero esa fractura no sería aquel corte del
lenguaje sino un aggiornamento de esa fractura perceptiva.
Así, al acudir a esa contemplación del zoo

“…lo que estamos viendo es algo que ha pasado a ser


absolutamente marginal.”

Porque la mirada del hombre y el ojo abierto del animal


alguna vez coincidieron en su eje. Esto sucedió en otro
tiempo y en otro hábitat. Emerson, en Sobre la Naturaleza,
define la pérdida de ese centro o eje en la ancestral relación
hombre/naturaleza. ¿Qué más restaría como arcano? Ese
arcano es la integridad del ser-en-sí, integridad que el ani-
mal tiene para sí y que el hombre debe construir a perpe-
tuidad sin conseguirlo. Porque el hombre no es ser-en-sí,
sino devenir in versus, tal como aparece en Rilke:

Con todos sus ojos ve la criatura


lo abierto. Sólo nuestros ojos están
como invertidos y colocados a su alrededor
a manera de trampas, al acecho de su salida libre.
Lo que está afuera, lo percibimos tan sólo
por el rostro del animal; pues ya al niño en tierna edad
lo ponemos de espaldas y lo forzamos a mirar
retrospectivamente]
el mundo de las formas, no a lo abierto,
Materia 97

que en la faz del animal es tan profundo. Libre de muerte.


Sólo nosotros la vemos; el animal libre
tiene su ocaso siempre detrás de sí
y delante, a Dios, y cuando avanza, avanza
en la eternidad, como el correr de las fuentes.

Ver, con entera amplitud, aquello que se abre. Para eso


es preciso ser, íntegramente. El animal puede ser señalado
y nombrado: “perro”, “caballo”, “paloma”. Pero el hombre,
no siendo del todo algo definible, se evade hacia su devenir.
No ve lo abierto, sino corredores laterales para esa huida.
La metafísica, se dice, señala al ser, no lo define. El
hombre está para señalar, y no para ser señalado. La nece-
sidad de un Dios encuentra su descanso y su urgencia en
ese ser señalado, que equivale a ser nombrado. Podemos
decir “Yo, tú, nosotros, los hombres”; podemos decir
“Ecce homo”, pero es más bien un “Ego sum”, sin bordes
externos, ilimitado y angustiante.

II. El cuerpo

Merleau-Ponty define al cuerpo: “ese objeto que nunca


me abandona”; en una metafísica del trayecto cabría inter-
pretar que el ser sale de escena, que quiere irse del objeto
inerte, salir de cuadro, extralimitarse. Lo que está plega-
do, tiene un continente, un envoltorio. El cuerpo no es el
envoltorio, porque no se puede abstraer del presupuesto
hombre. Pero es que Merleau no habla del hombre, sino
del ser, del yo como Ego Sum autorreferente. Así que ese
yo-en-mí quiere irse, se quiere retirar y en última instan-
cia plantea el espanto o la locura del devenir-hombre.
98 Horacio Bollini

Deleuze dice que el objeto de la literatura norteamerica-


na es crear un país nuevo, y el de la literatura en general,
una salud nueva, una “iniciativa de salud”. Pero no salud
como meta inerte, sino en perpetua fuga, ya que acom-
paña al hombre en su devenir. El Barroco, por el caso,
no fue sino la cura a las enfermedades del manierismo.
Es propio del arte, se dirá, crear enfermedades o revisar
síntomas, para luego construir curas y perpetuar ese ciclo.
Esta problemática de una salud espiritual habría quedado
más satisfecha para un artista del Medioevo, para cualquier
artista de la Emanación o de la Participación. Cualquier
artista para quien los bienes visibles constituyeran puertas
de ingreso y egreso hacia bienes invisibles. Cualquier artis-
ta que pudiera graficar este movimiento perpetuo:

Las Imágenes de la naturaleza valen por Signos de la Fe.


Los Signos de la naturaleza valen por Imágenes de Fe.

Pensemos en Fra Angelico: hombre que entiende el


mundo cuantificado del Primer Renacimiento, su manera
de sentir remite al arte como revelación. Esto se traduce
en un arte con giros exteriores del Quattrocento: anato-
mías, espacios arquitectónicos. Pero los puntos de fuga
resultan, adrede, ambiguos; las murallas de los fondos
(Lamentación, en San Marco) son objetos a mitad de ca-
mino entre su idea y su representación objetiva. Sus árbo-
les y sus túnicas están un poco en este mundo, proyectan
alguna sombra y tienen un volumen espacial. Y a la vez
se evaden. Son entonces puertas de ingreso y de egreso:
están para entrar y para salir del mundo de los sentidos.
Sus frescos de San Marco (Cristo con los emblemas de las
afrentas, por ejemplo) funcionan así: pensados para la
Materia 99

oración, allí es posible una evasión completa donde la


cura a los males está -puerta batiente- a medias aparecida
y a medias re-presentada. Una aparición, en este sentido,
debe responder a ese presupuesto del signo y de la cosa en
acto. Ese sutil equilibrio desaparecería en caso de que cada
cosa se transformara en signo puro (ideograma) o en cosa
pura. Pero en estas imágenes se prueba que mi cuerpo,
ese objeto que nunca me abandona, puede abandonarme
siquiera una vez, para devolverme a un país distinto. Fra
Angelico es un pintor del verbo encadenado al ser, verbo
que brota como el agua en esas palabras en oro en boca del
Arcángel, verbo que identifica en el orden escriturario de
sus Anunciaciones. Y Angelico sería un pintor de lo es-
trictamente inmaterial, de no ser por esos cuerpos, señales
que identifican esos lugares donde el alma sabe que puede
entrar:

La porte que quelqu’un a ouverte…

Aunque la puerta, el hospital, la muralla, el jardín se-


creto son lugares donde no estás, donde no estoy, donde
nadie acude, a veces estamos de paso allí. Es la manera de
entrar y salir del mundo, ya que el ser se manifiesta y tiene
cualidades (el no-ser no es, el verbo-ser se hace carne).
Para eso necesitamos un cuerpo.
El Barroco indagará en la materia, se untará con ella, se
proyectará de otra manera: es un salto donde no es preciso
el abandono del cuerpo ni de la identidad de sentido.
100 Horacio Bollini

III

La relación Dios/sujeto/objeto que plantea la metafí-


sica puede parecer una estructura vertical inamovible,
pero no lo es. Funciona dinámicamente, con vectores de
doble sentido uniendo entre sí los elementos o piezas.
(Por otra parte, en el sistema leibniziano -que es móvil y
no se detiene- se afirma explícitamente la versión opuesta
de la navaja de Occam: “Todo aquello que sea posible que
suceda, finalmente sucederá”).
Hume se había propuesto acabar con el concepto de
cosa-en-sí. Bajo su psicologismo, puede decirse: no sé si
existo yo-sujeto, no sé si existe el objeto, no sé si existo
yo como objeto de un sujeto tácito (Dios o un otro ha-
brían sido esos sujetos tácitos). En cambio, percibo la afir-
mación de esta sensación de calor, este sabor de la pera,
este aire delicioso de la mañana. Pero mi yo-sujeto (desde
mí) o mi yo-objeto, no alcanzan entidad. La pura percep-
ción domina. Esto parece suponer un fin, una deserción.
Y un principio. Se presupone la liberación del concepto
de cosa-en-sí. ¿Es también un supremo escepticismo? No,
más bien parece un boceto para el acta de defunción de la
metafísica.
En todo el escepticismo teológico de Las Luces, hubo
retazos de realidad que coadyuvaron junto a los artícu-
los de pensamiento: a la caída de la Compañía de Jesús
se sumaban los artículos del Dictionnaire y el Candide.
A las penurias por mantener en vigencia las teosofías, se
sumó el terremoto de Lisboa de 1755. Porque esa catás-
trofe, además de destruir gran parte de la ciudad y dejar
miles de muertos, tuvo como efecto secundario reiterar la
Materia 101

inquisitiva: ¿por qué Dios permite esto? Puede hablarse


de un efecto análogo al de Auschwitz, que dispararía la
pregunta: ¿podemos seguir creyendo en la razón humana
después de esto? Adorno escribe:

…el terremoto de Lisboa fue suficiente para curar a


Voltaire de la teodicea de Leibniz.

Después de Kant, pareció más apropiado quitar de la


discusión filosófica el elemento Primer Móvil. Porque
–según anotara Kant– “el ente supremo sigue siendo
mero ideal”, incapaz de probarse o refutarse mediante la
lógica. La manera en que se quita sentido a la vieja estruc-
tura afecta también las nociones que sustentan lo percep-
tivo y lo valorativo: porque, como refiere Deleuze, “Kant
quiebra la simple oposición de la apariencia y de la esencia
para fundamentar una correlación aparición-condiciones de
aparición o aparición-sentido.”
La metafísica siempre puede retornar, porque sobrevive
en los bordes del postulado de Berkeley. Y siempre habrá
una entidad que oficie de sujeto: perceptivo -esse est per-
cipi-, causa última, señalizador, comparativo, extremo ló-
gico de serie, etcétera. Por lo demás, siempre subsistirá la
pregunta: ¿por qué existe o hay algo, cuando podría haber
nada? Los residuos de cualquier pensamiento positivista
se enfocan en lo que sigue al 1, 2, 3. Pero la metafísica se
pregunta por el antes del 1, o por el uno-en-sí (Plotino).
¿Qué hay detrás de la puerta? Imposible saberlo, según el
triunfo lógico de Parménides:

Es necesario decir y pensar que siendo, se es; pues es


posible ser y la nada no es. (Fragmento 6)
102 Horacio Bollini

No se puede mirar detrás de ese comienzo del ser, si lo


hubo. Es ser-sin-reverso. Los sujetos llevan sus ojos por
delante del órgano del pensamiento o lugar de las percep-
ciones. Animales y hombres. Los hombres, después de ese
Primer Principio, están preparados para mirar en el sen-
tido del conteo: 1, 2, 3…
Es verdad que no vemos lo abierto, porque nuestros
ojos se vuelven hacia atrás, hacia dentro, en rápida fuga.
Pero, aun bajo el desprecio eleático por los sentidos, con
el Ser o con las ideas como entidades reales, con la pura
percepción: bajo cualquiera de estos caminos, los ojos y el
tacto nos dicen que allí afuera hay algo.
La materia densa en el Romanticismo
I

Materia, timbre, verbo, durante el Gótico son translú-


cidos. El Renacimiento mantiene esa cualidad de cristal,
aun desde el propio concepto del hacer, en su faz técnica.
Los emergentes de esa cualidad están en la Déploration
sur la mort de Jehan Ockeghem, en la materia de Jan Van
Eyck, Weyden y Ootsanen, en la música de Cabezón y de
los vihuelistas como Luis de Narváez (aunque Gebhardt
entienda que España “es el país sin Renacimiento”).
La materia del Barroco, con ser infinitamente más den-
sa, sigue teniendo un color translúcido, y es liviana. No
importa desde cuán lejos se mire un interior barroco, jue-
go de luz, textura, dorado, oscuridad, materia y reflejo, ha-
cen que a pesar de la densidad de los retablos y la materia
untuosa de las pinturas todo se sienta aéreo, con liviandad.
Esa percepción perdura, incluso, después de ausentarnos
del espacio donde sucede esa experiencia de materialidad.
Hay en el Barroco algo que se patentiza en Leibniz y en
Rembrandt: es la concepción extrema del sombreado; esa
materia espesa y a la vez translúcida se resalta sobre oscu-
ros impalpables, tonos de sombra entre negro-azul (Hals)
y siena tostado, apenas legibles bajo una capa de sombra
en barniz. La idea del barniz es precisamente un síntoma
104 Horacio Bollini

de lo barroco: no sólo es decisiva en los pintores holande-


ses, sino también en Stradivari, en Guarneri, en Romain
Cheron y otros luthiers. Porque el barniz de cuadros e
instrumentos provoca una materia cristalina. Aliviana el
anclaje de esa opacidad de madera y pigmentos. Éstos en
algún punto se vuelven livianos, desmintiendo su carga
matérica.
No obstante ese afirmarse en la textura, las lecturas
barrocas de la realidad avalan una indagatoria en sentido
de estrato, no de superficie. La oscuridad metaforiza esa
indagatoria, y la resultante de todos estos antagonismos
(carne-espíritu, placer-mortificación, ascesis-epicureís-
mo) es una contradicción extrema. Porque la materia no
es el único lugar donde lo etérico y lo denso se encuentran.
También el sueño, la muerte, los placeres de los sentidos,
el ethos. Para cada uno de estos países hay potencialidades
y un solo lenguaje que los reúne: el Barroco como pro-
yección o metarrealidad. En efecto ¿en qué lugar se pue-
den encontrar esos objetos pesados que al levantarlos casi
no oponen resistencia? ¿En qué lugar se puede pasar de
la muerte a la vida con extrema facilidad? Ese lugar, sin
dudas, es el sueño, donde se separan las aguas pesadas y
las livianas. ¿Qué instrumentos son livianos como el papel
y a la vez registran el mayor número de armónicos? Los
instrumentos del Barroco poseen esa característica: clave,
laúd, basse de viole, viola d’amore. No es preciso indagar
mucho en Charpentier, en Quevedo, en los títulos de la
música para laúd y viola francesa (“La Belle Homicide”)
para encontrar tales señales: confluencias entre la densi-
dad del alma y su extrema liviandad, que llevan vertical-
mente hacia la nada-cielo.
Materia 105

Pasadas Las Luces y la burla a los vampiros de Dom


Calmet en el Dictionnaire de Voltaire; pasado el apogeo
de la Déesse Raison, todo lo que ansiará el Romanticismo
será volver a Rembrandt y a Bach. (En el caso de Delacroix,
es notorio el gusto por Rubens, por los raptos, las curvas,
por la sexualidad alegórica de Rubens, y acaso por su téc-
nica). Es curioso, en ese sentido, lo que le sucederá a la
materia pictórica y a la materia simbólica de los román-
ticos. Porque los artistas del Siglo XIX nunca recupera-
rán la liviandad ni el tono de cristal o ámbar. Aun Goya
y Turner, los pintores más enamorados de la materia pic-
tórica del Barroco, darán a luz imágenes con una gravidez
muy diversa.

II

De la pesadilla del hombre romántico no hemos podi-


do despertar aún. Es el incubus de quien se sabe cercado
por una máquina moral anónima, despersonalizada. En
nuestro caso, la máquina no tiene ni siquiera registro de
ser, y es esa misma máquina la que está en foco, en centro
de escena. Esa estructura, con ser mecánica y no-humana,
tampoco está sincronizada por un presupuesto de bien o
de mal. Esa desconexión de la dualidad Bien-Mal no su-
cede porque la máquina sea spinoziana (!) sino porque
detenerse en cualquier manera de ethos -aunque ésta sea
primitiva- implica pérdida de tiempo, pérdida de capital,
aburrimiento improductivo. Es un sistema totalmente
anónimo, anclado en las fisuras de lo imaginario.
106 Horacio Bollini

Los románticos empezaron a vivenciar ese fenómeno,


y como refugio encontraron la oscuridad significante. Sin
embargo, ya no les fue posible regresar a la metafísica,
esencialmente inviable después de Kant. Ni a la teología,
contra la cual se combatió tanto tiempo. Los poetas, los
pintores y músicos que volvieron a la teología, lo hicieron
desde un lugar marginal, desde los rincones: es decir, des-
de donde les fue posible.
La vía muerta del Romanticismo, la celebración gótica
y sus amaneramientos, tienen un costado de pragmatismo
documental en exhumaciones como las de Viollet-le-Duc;
pero las más de las veces se trata de una desesperación por
lograr una resurrección del ceremonial y de todas sus
lateralidades.
La oscuridad de las pinturas románticas y la oscuridad
simbólica de su poesía son lugares de ceremonia, allí don-
de restaba un resquicio de liberación frente al positivis-
mo. Las ruinas de abadías que entusiasman a los pintores
y poetas son lugares de resistencia; parecen épicas, porque
todavía señalan al ser; aunque esté fuera de cuadro, se in-
tuye su presencia.
Si bien la naturaleza es el eikon más fuerte entre los
románticos y se presenta en los Poemas Sinfónicos, en
Hölderlin, en Caspar David Friedrich, en los ciclos de lie-
der de Schubert, en Emerson, no siempre se percibe como
el punto más alto de superación. (Hegel hace notar, tam-
bién, que el arte es una instancia superadora frente a cierta
cualidad prosaica de la instancia natural).
Adorno identifica una contaminación del arte por par-
te del positivismo y su inmediatez. El abrazo de la imagen
a la apariencia, el hecho de borrar las huellas de su propio
Materia 107

proceso de producción, serían consecuencias de ese colonia-


lismo. La Academia, las concepciones de estética y moral
que satirizará Bloy en su Exégesis de los lugares comunes,
no son sino emergentes de la intromisión positivista en la
imagen.
Los valores que todavía existían en el Siglo XIX, aun
desde su relatividad o absurdo (democracia, progreso, éti-
ca social, la Comuna de París como emblema) funciona-
ron como punto de apoyo para una burguesía que expresó
maneras de rebelión. Fue un aliciente para crear resguar-
dos y fugas. Se advierte que el naturalismo romántico (con
su estética política) no resultó el promontorio más alto,
sino apenas una ladera para divisar los puntos de resisten-
cia más altos, los divanes de Baudelaire, profonds comme
des tombeaux, los infiernos rimbaudianos, y los marrones
espesos de Goya. Como dice Adorno:

…lo tenebroso como antítesis del engaño sacude des-


de Baudelaire la fachada de la cultura.

La construcción de imagen obedece a puntos de resis-


tencia o anclajes en lo oscuro. Si hay un tenebrismo en
Valdés Leal, el tenebrismo romántico tiene otra densi-
dad de arrastre. En Courbet, por ejemplo (“Entierro en
Ornans”) la oscuridad es un moho perpetuo. Pero no es
aquella oscuridad vibrante, ricamente material, que crea-
ban los barrocos. Precisamente materialidad, peso y densi-
dad, son los elementos que menciona Berger en el inicio
de su inquisitiva acerca del pintor (“Courbet y el Jura”).
Berger observa que el lluvioso paisaje de infancia del pin-
tor, los ríos y canales subterráneos bajo la roca caliza, los
108 Horacio Bollini

promontorios rocosos, la vegetación sombría, decantan


hasta apoderarse de su imagen. Hasta gestar esa manera de
oscuridad, esa otra geología negra.
Courbet solía pintar sobre fondo oscuro utilizando
unos colores más oscuros todavía. La profundidad de
sus cuadros se debe siempre a la oscuridad, aun cuan-
do allá arriba, muy lejos, hay un cielo intensamente
azul; en esto, los cuadros de Courbet tienen algo de
pozos.

No sé si un lazo con la luz y la piedra del Jura puede va-


lorarse satisfactoriamente como vía hacia la oscuridad de
esta pintura. Pero el vínculo resulta altamente sugerente,
sobre todo si el propio artista trata de presentar las piedras
como entidades (“incluso consigo que las piedras piensen”,
se jacta Courbet) y si el valle del Loue, su lugar origen, es
evocación frecuente en su obra. Y no hay que olvidar la
poética romántica que equipara el destino de hombres y
mujeres con el de las fuerzas naturales.
La imagen de Courbet trata de desarticular los pre-
supuestos de la moral de las clases acomodadas. Sus des-
nudos no son artificios de lujo decorativo, sino miradas
próximas sobre el cuerpo en acto de la mujer, cuerpo don-
de el erotismo no se declama; su escena social es el campe-
sinado, su compañero el artesano pobre. En Entierro en
Ornans, los casi siete metros del lienzo presentan a los ojos
un ceremonial de escala humana. Los símbolos de religión
y muerte que se ven en el Entierro de Courbet no respon-
den a ninguna forma de redención, sino a la aceptación
de la muerte física y de la evaporación de toda esperanza
de orden místico. Y todo regado por tonos sordos, tierras
muertas, acumulación de materia inerte.
Materia 109

La Academia critica la mirada áspera del realismo de


Courbet; se dice que rebusca en las napas sociales –o en la
materia corrompida, la materia que no haya pasado por los
filtros de la burguesía- para instalar un feísmo. El encuadre
del pubis femenino en L’Origine du monde escandaliza y
se oculta por muchos años; Edmond de Goncourt, toda-
vía en 1889, parece que lo ve en el local de un anticuario,
camuflado detrás de un panel pintado.
El ojo del pintor ve sexo y carne como presencia inme-
diata (esos muslos tienen una textura similar a los pintados
por Rembrandt en su Mujer bañándose en un riachuelo, de
la National Gallery) sin otra necesidad discursiva. Así, los
ojos están apenas por encima del cuerpo, sin ningún atis-
bo de querer despegarse del ahora del cuerpo, de su urgen-
cia, de su devenir deseante.
La técnica de los románticos acompaña este decir. En
Daumier se reconoce el uso extendido del betún, lo que
condujo a un envejecimiento prematuro de algunas de sus
pinturas. Las capas o texturas de blanco se acumulan de
un modo mucho más denso, la superficie tiende a oscure-
cerse bajo una manera técnica (y retórica) muy distinta de
la Barroca.
En Goya, el más cercano al cristal, la oscuridad se aplica
no sólo a lo formal, sino también a la narración de ima-
gen; también hay oscuridad en la manera de construir sus
Pinturas Negras, desde oscuro a claro. Pero el concepto de
lo oscuro va siempre más allá: lo que cambia todo es la
fuerza no visible que guía su pincel, el tenor de su narra-
tiva. Ya no puede pintar a Cristo, esto es, pintar “el hom-
bre”. Pinta entonces, en su Cristo en el Monte de los Olivos,
una imagen de harapos, imagen en fuga que se desarma
110 Horacio Bollini

en mugre y en tiniebla. Ya no es Cristo, sino una manera


de afección barrida por materia untuosa. En Rembrandt
la materia corría paralelamente al espíritu, en equivalen-
cia de autoridad. Ambos, cuerpo y espíritu, parejamente
presentes, bajo el trabajo de un orfebre o un alquimista.
En Goya la materia es un golpe que arrastra ruinas. La
materia de esos remanentes es aun suntuosa, está trabaja-
da desde el amor por la superficie. Pero bajo un ejercicio
de analogía con el Barroco, se observa un tizne, un peso,
una densidad que ya no es posible desdecir. Los restos de
espíritu (el naufragio es una obsesión romántica, en Poe,
Melville, Stevenson, Turner) están allí como resistencia.
Un paisaje glacial circunda esa épica, mientras un hombre
en solitario consigue salvar su cuerpo y proyecta fuera de
cuadro una parte ínfima de sí mismo.
A ambos lados del Atlántico se completa la idea de lo
romántico; y esa oscuridad, esa presión de símbolos en
agonía sigue alentando y muere en Nietzsche. Pero no cru-
za íntegramente el océano. A veces, como en la literatura
norteamericana, hasta se intuyen maneras de esperanza
colectiva o un llamado a la batalla contra los presupuestos
de ética, previo vaciado o resignificación de los elementos
más persistentes de religión y moral. El concepto de hom-
bre en Whitman, el Would prefer not to de Bartleby, son
emergentes de ese camino distintivo.
Durante el Siglo XIX europeo los textos -así como las
imágenes- tuvieron el sello de una sombra y una materia
que no llegaba a refrescar; era demasiado pesada, sobre-
cargada de alegorismos y una gestualidad ya desgastada:
como aquella visión de religión y fatalidad en Olalla, lugar
que parece imposible o irreal por su sobreactuación, aun-
Materia 111

que siglos atrás hubiera sido un retazo más de realidad. No


obstante su cansancio, la oscuridad marcó un trayecto, un
viaje. (El viaje significó, junto a la muerte y al sexo, el otro
gran tema del Siglo XIX). Es que la materia oscura de los
románticos estaba allí, para ellos.
Nosotros le hemos dado la espalda mientras agitamos
los brazos en despedida. Ahora marchamos bajo el blanco
anónimo y delgadísimo de la virtualidad.
g
Materia y objeto en el arte
contemporáneo
La materia guarda la memoria del mundo.
Deleuze, Crítica y Clínica

I. Cajas

La caja es uno de los objetos que puede definirse con más


precisión. Hay objetos reales (fenomenológicos) virtuales
y metafísicos, que son cajas. El cuerpo es la caja de los órga-
nos; el violín es en sí una caja, al igual que el arcón, la móna-
da, la casa, la recámara secreta en el interior de la pirámide.
La tapa no es necesariamente una parte de la caja, pero
sí su complemento. Puede estar unida o separada de la
entidad-caja. Cuando se quiere acceder a la caja, con fre-
cuencia se intenta abrir la tapa, incluso cuando ésta opon-
ga mayor resistencia que los laterales de la caja. ¿Por qué?
Mayormente, por el riesgo de dañar la caja como objeto
precioso, acaso para no dañar el contenido. Entonces pa-
rece preferible forzar cerraduras, herrajes, candados; se
opta por emplear la fuerza y el hierro sobre el material de
la tapa.
Hay cierta caja que no guarda nada. No sólo aquella
caja que fenomenológicamente está vacía, cuando deci-
mos: “aquella caja está vacía, no hay nada en su interior”;
114 Horacio Bollini

también aquella caja concebida a priori como entidad sin


riesgo ni necesidad de contener algo. Por ejemplo, las ca-
jas ópticas que se hicieron en los Países Bajos, en el Siglo
XVII; o las cajas que se utilizan en percusión. O las cajas
que aparecen en las instalaciones contemporáneas.
La idea de un continente con nada en su interior es
decisiva para plantear varias de las hipótesis del arte con-
temporáneo: un “algo” ciertamente neutro, con espa-
cio para guardar aquello que el devenir depare, o con el
puro potencial que le adjudique la psique del visitante.
Una caja idónea para formar parte de una instalación (o
para ser esa instalación) es la más ordinaria, la más sim-
ple: caja de cartulina, de cartón, de madera de álamo, de
hormigón armado. Pudo contener zapatos, o material qui-
rúrgico, o libros: de allí la poética de la ausencia. O bien,
podrá tratarse de una caja que lleve al límite su concep-
to y su realidad. Por ejemplo, sería posible construir una
caja que se manifieste descomunalmente en la tapa, tapa de
magnitud y solidez hiperbólicas. La caja-en-sí sería un ob-
jeto minúsculo, delgadísimo (probablemente del espesor
de un papel) y probablemente endeble o chapucero. Pero
llevaría una tapa ciclópea.
Así, caja e instalación correrían un destino común: el
de la asimetría entre contenido y realidad, asimetría que
se vive con entera reciprocidad, de un modo alegre. Esa
alegría no es spinoziana. Pero es reversible.

II. Cosas abandonadas

Se elucida una cartografía de objetos o imaginarios,


versión de imagen diversa de los estratos de un arte con-
Materia 115

memorativo. Esa cartografía se compone de trayectos y de-


venires; en los objetos del arte, esos trayectos y devenires
no serían señalados para asignarles su origen, “sino para
convertir su desplazamiento en algo visible.” Ese desplaza-
miento puede equivaler al nacimiento o re-creación de la
pieza, o bien a un simple acarreo. Y, bajo un corrimiento
sintáctico, podemos entrever también la presencia o ausen-
cia de quien crea o posee aquella pieza: la orfandad del
objeto es un asunto decisivo en el arte contemporáneo.
Los artistas del abandono, si los hay, acaso puedan divi-
dirse en dos grandes grupos. En el primero de esos grupos
estarían aquellos que ignoran al hombre, lo declaran pres-
cindible, lo olvidan. (O lo afirman por entera omisión).
En el segundo estarían aquellos artistas que hacen re-
ferencia al ausente, lo convocan o dejan una marca de esa
ausencia. Para señalar la ausencia de quien posee un obje-
to (o la ausencia de quien posee un paisaje, al nombrarlo)
sería preciso hablar con sigilo; en esto consiste ese discreto
acto de señalar.
Unos palos de mala madera: pudieron ser parte de un
alguien, un alguien fuera de cuadro; acaso pudieron, alguna
vez, atarse a quien los poseyó. Una cruz a medio marcar en
una costra de cemento. Hierros y cuerdas. Todo este con-
junto de objetos desvencijados sirve para cubrir la máxima
post-Duchamp: todo objeto elevado a plano significante
alcanza categoría artística. Pero no. Esas palabras, esas de-
finiciones son sólo convenciones de manual. En cambio,
estos objetos de Tàpies esconden otra problemática. Para
empezar, aquella cruz duele, sin que sepamos bien por qué.
Los palos, más ásperos aún, las cuerditas deshilachadas:
todo nos dice que estamos cara a cara con cosas de aban-
116 Horacio Bollini

dono. El dolor –podría ser una manera de amputación- se


esconde en los repliegues de esos fragmentos de símbolos.
Tàpies contradice así el principio de todo símbolo: el pu-
lido exterior. Un símbolo (creo que las mejores definicio-
nes de símbolo están en textos medievales, como los de
Ricardo de San Victor) ofrece una cara limpia, pulida a
espejo. Esto es así, aun cuando al símbolo se lo represente
en las paredes de una caverna, sobre arpillera o escrito en
arena. Es que no se trata de un pulido material, sino de
una manera de limpieza conceptual, necesaria para que
ese scriptum convoque con eficacia. Tàpies, al involucrar
la tribulación, las migajas de fatiga, contamina la pureza
de su escrito. Y lo que escribe, hay que decirlo, es brutal.
Obedece a los jirones de una lengua, un balbuceo que posi-
blemente involucre recursos perdidos de un quasi-lenguaje.
El problema también podría involucrar aquel de la
Introducción de Foucault a Las palabras y las cosas: taxo-
nomías y maneras de relación que se perdieron, tapadas
por la herrumbre del tiempo, oscurecidas por estratos
culturales de una victoria cruel. La clave, no obstante,
tiene más relación con la pura herrumbre que con unos
zigzagueos de lo humano en torno al lenguaje. Los obje-
tos de Tàpies están allí para anunciar que el hombre que
está fuera de cuadro, el que los poseyó, por largo tiempo
no estará siquiera cerca. El deterioro de estos objetos, que
torna irreconocible su utilidad o su valor simbólico no es,
sin embargo, prueba del paso del tiempo: más bien es tes-
timonio de que algo terrible ha sucedido.
Entonces, entre aquellos que deploran la partida del
hombre, estaría Tàpies. Es que, aunque no aparezca na-
die en el montaje, se intuye que hay un dolor de escala
Materia 117

humana. No hay que perforar la tierra para buscar a los


dueños o víctimas de estos objetos del abandono. Bastaría
hacer una cartografía modesta y rastrear sus pasos.
Es lo que sucede con el sujeto de Tàpies: se ha ido y aun-
que no se vea su pie impreso en estos resabios de mate-
ria impura, se sabe que en algún momento impreciso del
tiempo estuvo operando sobre el material. Y lo hizo con
jadeos y calambres. Por qué llegó a elevar estos restos al
rango de símbolo, es un misterio: las arrugas, que van
como fracturas desde el exterior del objeto hasta dentro,
deberían desmentir la categoría del símbolo. Si no lo con-
siguen, es porque cierta campana de hierro sigue sonando,
en algún lugar.
Puede preguntarse si estos símbolos y utilitarios aja-
dos (nunca parecen haber sido partes de máquinas) se
concibieron como forma externa o como condensación
de energía interior. Los recorridos de quien los poseyó
están asociados a un depósito de fuerza que partió desde
adentro, los fracturó, trató de componerlos y en medio de
la fatiga y la desesperación los dejó como pudo. No hay,
entonces, imagen fija de exterior, sino apelmazamientos
texturales desde adentro.
Al fin, de algún modo podría descubrirse si nos llaman
o nos repulsan. Lo cierto es que nadie puede responder
unilateralmente a eso. Dependerá de un coloquio que se
interrumpe abruptamente, cuando también nosotros sa-
limos de cuadro.
118 Horacio Bollini

III. Los simulacros de imagen y la reactivación del


signo

Cuando se sustituye el propósito de obtener una ima-


gen por el de obtener un objeto, el triunfo será del ceremo-
nial. Y de la gestualidad.
Foucault estudia el problema: la relación de lo visi-
ble con lo decible. Por su parte, Vauday cita a Catherine
Perret a propósito de objetos e imágenes tradicionales:

“Se nos ha tratado de convencer de que la imagen,


el espectáculo, la apariencia y el simulacro, no eran
buenos ni teórica ni estéticamente. Y que era indig-
no no despreciar todas esas tonterías. Por medio de
lo cual podíamos, privados de la posibilidad técnica
de fabricar imágenes, obligados a la estética de un arte
sin imágenes….destinados a no leer las imágenes más
que como un lenguaje, ser entregados, atados de pies
y manos, a la fuerza de otras imágenes –políticas, co-
merciales- sobre las cuales estábamos sin poder.”1

Vauday concluye de esta cita, que tenemos la posibili-


dad de oponer a una imagen una contra-imagen; reformu-
lar una poética de la imagen “que nos devuelva la libertad
de inventar nuestra relación con el mundo”.
Uno de los problemas de nuestra cultura es que no hay
símbolos: se han sustituido por logotipos comerciales.
(Dijimos que Tàpies incluye signos mutilados o agónicos,
lo cual puede funcionar como protesta ante esa carencia).

1
Patrick Vauday: La Filosofía francesa contemporánea capturada por
la imagen. En: Voces de la filosofía francesa contemporánea. Colihue,
2005.
Materia 119

Tampoco es sencillo identificar un lenguaje estético:


íntegros lenguajes han sido pulverizados y multiplicados
durante los treinta años que van desde la contracultura
pop al postmodernismo. Creo que debe entenderse “len-
guaje estético” bajo su acepción pura. Contenido, vehícu-
lo. Hay, sí, una Babel de pseudolenguajes, cada uno con su
manifiesto a cuestas.
Deleuze (“Proust y los Signos”) entendió la obra de arte
contemporánea liberada de su destino de decir el sentido
del mundo. Entonces, el arte podría concentrarse en el
funcionamiento interno de sus elementos significantes.
Podría, como quiere Adorno, ser mónada, ser caja cerrada.
Y trabajar puertas adentro de su materia. Con materia se
edifican pictoricismos libres de decir el mundo, para con-
centrarse en la riqueza de la superficie. Porque la pintura es
superficie material, sea en Van Eyck o en Rothko.
Pensar las formas, amarlas, aniquilarlas. ¿Qué más da?
Figuración o abstracción. Ni una ni otra: materia. Lo no-
material, en arte, puede ser sólo palabra. Pero la palabra,
en caso de estar en soledad, será empleada para describir la
ausencia del objeto. Necesitamos de objetos o simulacros
de objetos, en caso de no construir contra-imágenes. Si se
trata de arte concreto, de objetos, de telas acuchilladas o
de un collage, siempre se procede de un modo eminen-
temente material. Aun la sala vacía de una instalación es
material. Como el callar: es el no-verbo y por lo tanto es la
afirmación tácita del verbo.
Al fin, el tratamiento que se dé a la materia será su
salvoconducto.
g
Hacia Mark Rothko
Hay una niebla discontinua que une a Rembrandt y
Rothko. Esa niebla -invisible por tramos- no se traduce en
líneas secretas de tiempo, sino en una manera de contra-
imagen, de sustrato o limbo. No sólo se trata de ese instin-
to religioso, punzante en ambos, con urgencias de mate-
ria, de transparencia. O urgente de algún rango de ausen-
cia. No es sólo el afecto que Rothko siente por Rembrandt.
Quizá exista más.
Hay algo indefinible en las telas de Rothko en la Tate
Modern, y ese elemento es su punto de apoyo ciego. Obras
que eluden el encasillamiento; incluirlas en alguna de las
corrientes de abstracción sólo consigue tornar más elusivo
el problema o desviar la atención hacia un rincón donde
no hay nada, nada más que una taxonomía. En la mayor
parte de los procesos de construcción abstracta que acuñó
la vanguardia del Siglo XX hubo una teorética que tendió
hacia alguna manera de racionalidad, hacia un uso orde-
nado de significantes. Incluso dentro del expresionismo,
vía de expresión pura, pudo darse esa construcción, si se lee
a Kandinsky; fue como si esa imagen que iba surgiendo a
comienzos de siglo necesitara presupuestos, un contrato o
apoyo teórico-formal. Aquel punto de apoyo teórico re-
sulta aun más marcado en las corrientes analíticas, de sín-
tesis formal. Pero Rothko fue, en sus primeros años, uno
122 Horacio Bollini

de tantos artistas neoyorkinos que paseó su báculo por los


campos yermos, por la orfandad turgente de lo contem-
poráneo. Nadie podría haber supuesto que ese ciego sería
Tiresias.
El 25 de febrero de 1970, su cuerpo apareció, en rojo
sangre. No hubo versículos, no hubo salmos que rescata-
ran a Rothko. Como a Benjamin, como a todo hombre en
un punto del tiempo, lo ganó la desesperación. Pero no al-
canzó a despedirse y así la vanidad del funeral y los acentos
más trágicos dejaron de buscarse en el punto de su partida
física, para resignificarse en su obra. Pero no hacía falta ese
ejercicio de duplicación: desde más de una década atrás, ya
existía cierto culto a Rothko, y ese culto lo ponía en las an-
típodas de lo lúdico (el “Pop”), por fuera de las búsquedas
de sorpresa en la forma. Detrás de sus superficies de color
y materia, superficies reducidas a su mínima expresión de
forma, hay lugares del Ser. Y porque son lugares del Ser,
porque se intuye una presencia, se torna inexpresiva una
referencia a la abstracción. Son regiones de cábala, donde
la operatoria del rabino no mira atrás en el texto, sino en
el fundido color-materia; son lugares de pulsión, donde
un minúsculo trayecto de luz y materia alcanza a brotar
desde ningún lugar, sobre un caput mortuum o negro: los
lugares adonde nos lleva Rothko están repletos de yodo,
o de alguna materia indefinida, sin ninguna referencia a
espacio concreto. Pero la referencia a una materia secreta-
mente divinizada es decisiva, ya que sin ella su obra sería
en efecto abstracta. En vez de eso, resulta profundamente
humana. Y ese es su punto ciego: dice del hombre, invo-
cándolo más que señalándolo; la obra de Rothko reafir-
ma una presencia. Siempre hay algo o alguien, pero no está
Materia 123

precisamente allí porque, como el propio artista dijo, no


podía pintar una figura sin mutilarla.
Rothko nace en 1903 en Dvinsk, en aquel momen-
to parte del Imperio Ruso, bajo el nombre de Marcus
Rothkowitz. Cuando tiene cinco años, Jacob, su padre,
lo envía al Jéder, donde estudia el Talmud; es el único
entre sus hermanos en recibir educación religiosa. Los
Rothkowitz son una más entre las miles de familias ju-
días pobres que cruzarán el océano. Llegan a New York
en 1913 y se trasladan por tren hasta Portland, Oregon,
donde se establecen. Durante su primera juventud, la edu-
cación de Marcus no incluye estudios formales de arte;
hace bosquejos, toca el piano, escribe. Es un buen orador.
(Todo estudioso del Talmud, todo heredero rabínico, re-
verencia El Nombre). Ingresa a Yale, la abandona en 1923,
se convierte en artista pobre, en asistente irregular de cur-
sos de anatomía artística y pintura. En 1932 se traslada
a New York, también ese año se casa con Edith Sachar,
una diseñadora de joyas con quien comparte este tiempo
de incertidumbre y privaciones materiales, en los días que
siguen a la Gran Depresión.
Su primera obra es un expresionismo figurativo con
resabios del expresionismo alemán y algunas facies de
Rouault. El de ese primer Rothko no siempre consigue
traducirse en un expresionismo de potencia, aunque aquí
y allá aparezcan timbres de Verklärte Nacht (The Bathers,
hacia 1933). Durante la década de 1930, mientras intenta
sobrellevar sus dificultades financieras, realiza varias expo-
siciones colectivas y forma parte de un grupo de artistas
(Adolphe Gottlieb, Barnett Newmann, John Graham,
Joseph Solman) con quienes comparte trabajo de taller y
124 Horacio Bollini

discusión estética; en 1935 funda junto a algunos de estos


amigos y colegas, artistas jóvenes, el grupo The Ten.
Su exposición individual iniciática, todavía en una
fase de expresionismo figurativo, tiene lugar en 1933. Y
la primera imagen que Rothko hace emerger de su pro-
pia huerta nocturna es la serie del subte de New York,
mientras termina esa década de 1930: los pasillos delga-
dos que asfixian, los acordes en el amarillo más sórdido,
los hombres y mujeres que quieren desplazarse, quieren
ir con un cuerpo que les resulta inconveniente o inviable.
Y allí ya aparece algo distinto, residuos o indicativos de
esa mutilación que él mismo señala. No obstante, un ar-
tista expresionista, incluso uno religioso como Rouault,
es siempre un artista de la desesperación, de la rabia:

Rage, rage, against the dying of the light

La desesperación de Rothko, artista del religare, de-


bía encontrar alguna vía, alguna salida hacia algún lugar.
Aquellas acuarelas y óleos de fines de la década de 1930, la
serie del metro de New York, no hacían sino encerrarnos
en algún lugar del afuera público, un lugar de anonimato
que resultaba conocido por todos.
Debió ser a fines de la década de 1930 cuando descu-
brió El Nacimiento de la Tragedia, de Nietzsche, lectura
que lo induce a un trayecto hacia la mitología, durante los
años 40’. Rothko hará emerger dioses, semidioses y mons-
truos de un fango fértil (Antígona, de 1940; El Presagio,
de 1943). No se trata de una búsqueda en solitario, ya
que tanto él como su amigo Gottlieb están cerca del su-
rrealismo. Y esa búsqueda no sólo se construye desde una
Materia 125

proximidad conceptual: está el aliciente de André Breton


y Max Ernst, que han emigrado a New York a causa de la
guerra. También uno de los líderes de la exploración de
síntesis, Piet Mondrian, se instala allí en 1940.
En 1945, Rothko se casa con Mary Alice Beistle
(“Mell”) con quien tendrá dos hijos. Rothko será un padre
amoroso, y esa proyección estará siempre presente en él,
como el odio a las hipocresías y al lujo snob que suele in-
vadir la cultura; tan presente como el cigarro en su mano,
como la depresión en sus años finales.
Los subtes de la década de 1930, dominados por acor-
des de amarillo y celeste grisáceo, nos encerraban y la cár-
cel nos era conocida; las pinturas de la década de 1940,
influenciadas por el surrealismo y por una construcción
nietzscheana (Drama Nocturno, de 1945) no parecen ha-
ber avanzado en la misma dirección, como si un viento,
algo completamente externo, hubiera entrado en la super-
ficie, trayendo consigo unos ídolos rotos y unos quasi sím-
bolos que no siempre parecen alinearse con el Ego Sum de
Rothko.
Hacia 1947, ese viento desapareció, junto con todo ras-
tro de figuración.
Y aparecen unas pinturas que la crítica llama
Multiforms, rojos de bordes curvos sobre marrón, siempre
con una carga espiritual que desmiente cualquier juego
de cromatismo; estas Multiforms son el camino hacia la
fase de madurez de Rothko, pero en ellas todavía no se
hizo presente el Ser con esa carga que conoceremos des-
pués. Porque en la década siguiente Rothko indagaría
en una manera de encerrarnos en un lugar más grande;
y éste resulta, paradójicamente, un no-lugar, un no-con-
126 Horacio Bollini

torno. Todo esto vendría después, después de conocer


los frescos de Angelico, los rectángulos rojos y negros en
la Villa dei Misteri, después de las ventanas ciegas en la
Biblioteca Laurenciana de Firenze, que descubre en dos
viajes a Italia, el primero en 1950 y el siguiente en 1959.
Hacia la concreción de su imagen (¿es realmente una ima-
gen o más bien un estado de conciencia, un tiempo en la
curva del ser?) Rothko transita, en la década de 1950, dos
etapas. La variación desde lo formal involucra al color.
Hasta mediados de 1950 sus rectángulos de borde difuso
todavía presentan calma y luminosidad, amparados en los
amarillos y los azules. Pero Rothko detestaba ser conside-
rado un colorista (a Van Gogh le sucedía lo mismo) y de
hecho no lo era. Porque desde sus telas de 1953 a 1957
-la mayoría intituladas o bautizadas con números-, hasta
los murales Seagram’s, esa suplantación de la superficie
cromática clara por los óxidos de hierro, los marrones,
los rojos muertos, ese viraje implica más que oscuridad
creciente. Dice Berger de Rothko, ese pintor “religioso a
conciencia”:

La gran ambición de su vida era reducir la sustancia


de lo aparente a la delgadez de una película, iluminada
por lo que se oculta detrás. Detrás del rectángulo gris
se oculta el nácar, detrás del rectángulo marrón, más
estrecho, el yodo del mar.

Pero esto que describe Berger, probablemente


acertado, señala un mecanismo, una dirección aca-
so espiritual, pero no el espíritu en sí. No obstante,
todo mecanismo es funcional a una tendencia de ma-
yor fuerza, más intensa, que rehúye las explicaciones.
Materia 127

A finales de la década de 1950 su carrera está consolida-


da y hace al menos un lustro que el quebranto financiero
se dejó atrás. Recibe entonces, a mediados de 1958, un
encargo para dotar de murales al Seagram Building, en
Park Avenue. El encargo es formidable, la paga cuantiosa.
Rothko declara cuál es uno de sus alicientes para aceptar
esta comisión, a pesar del insoportable contraste entre la
atmósfera de su obra y el espacio que ocuparía:

“Voy a hacer que estos cerdos se atraganten con su co-


mida. Que el restaurante se niegue a exhibir mis mu-
rales sería el mejor cumplido que podrían hacerme.
Pero no lo harán. La gente lo aguanta todo.”

Pero finalmente será el propio artista quien se niegue


a dar su obra a ese espacio: una noche de 1960, Rothko
y su esposa Mell van por primera vez a cenar al Four
Seasons del Seagram, y el artista queda horrorizado por
la frivolidad del lugar. Decide, acto seguido, abandonar
el proyecto, devolver el anticipo de sus honorarios, con-
fiar sus pinturas a otro espacio. Esas obras, finalmente en-
contrarán su destino en la Tate de Londres, el Kawamura
Memorial Museum de Japón, la National Gallery of Art
de Washington.
Pinturas de alrededor de 2,50 a 3 metros de lado, pintu-
ras donde se intuye una presencia: trayecto del ser, y como
el ser no se confunde con el espacio estas pinturas nos
instalan en un no-lugar. El medio de Rothko es el color,
como le dice a Elaine de Kooning:

“Puesto que no hay líneas, ¿qué le queda a uno para


poder pintar?”
128 Horacio Bollini

La pregunta es: por qué “no hay líneas”. Si no hay línea


y no “queda” otro elemento, es porque el propio pintor
desterró esos elementos en una sangría formal, tratando
de llegar a un lenguaje y a unos significantes extremada-
mente acotados en número y extremadamente densos en
su potencia de invocación; esa capacidad de “hacer visi-
bles unas fuerzas que son invisibles”. Pero ir despejando
uno a uno los elementos de sintaxis, recortar el alfabeto
hasta concentrarse en ciertas letras, no implica en Rothko
una decisión fría de poda y síntesis: al fin, parejamente,
todos los agentes que se iban desintegrando del campo
visual se concentraron de alguna manera, permanecieron
secretamente en esa materia. Y la materia, resignificada en
su extrema delgadez, llama, pide, convoca, silencia, hace
patente una ausencia o nos lleva a otro plano indefinible.
Y al fin, la obra de Rothko en la Capilla de Houston, la
llamada Rothko Chapel, parece haber seguido ese camino.
Yuxtaponer un negro indefinible sobre un rojo muerto,
como una estrella muerta que se va transformando, por
su extrema densidad, en un punto de alta concentración
que nos absorbe. Esos vórtices son la negación del espacio-
tiempo como lo conocemos, y son punto de inicio y final.
Inicio y final. La exigencia que se impuso este pintor, este
hombre que evitaba declamar su religiosidad y que detes-
taba a los críticos, fue terminar con todo, en un epitafio
mayúsculo. (No hay duda de que veía al crítico como
Nietzsche vio al sacerdote resentido). Y así viró de los ro-
jos y el lodo hasta un negro indefinible, no brillante sino
excepcionalmente muerto, y así la línea que lo unía con
Rembrandt encontró su reposo final. Y la continuidad de
esa fuerte intuición es una manera de construir un lega-
Materia 129

do. Se sobreentiende que entre esas capas de niebla sucia


encontraremos un regreso, un ripristinare. Volveremos a
nombrar las cosas y a mirarlas desde un ser más íntegro, en
un acto fundacional.
g
Tystnaden
El ejercicio de callar mientras los ojos hacen su trabajo.
Y la posibilidad de ver, aun cuando esos ojos están como
invertidos y al acecho. Mientras la criatura avanza con el
ocaso a su espalda y con la eternidad por delante, el hom-
bre dice y acecha. Siempre jaqueado por la muerte, siem-
pre bajo la angustia de Kierkegaard, porque

ya al niño en tierna edad


lo ponemos de espaldas y lo forzamos a mirar
retrospectivamente]

Los ojos y el silencio forman un cuadro vivo de mate-


ria y tiempo. Los ojos contemplan la materia, que según
Hasdai Crescas es el cuerpo de Dios. El silencio que acom-
paña esa contemplación es una manera de asentimiento
frente a lo sucesivo. Es la manera de aceptar el tiempo
como accidente inherente a la materia. Hay silencios que
se eligen, y probablemente ese privilegio sólo correspon-
da a los hombres. Porque todo lo demás, en la naturaleza,
manifiesta un lenguaje activo, una afirmación ininterrum-
pida: soles, árboles, piedras, jaguares y volcanes, hablan
y según el Panteísmo expresan el lenguaje de Dios en el
eterno presente, así como el verbo divino actuó en el mo-
mento de la Creación. Los hombres se inquietan cuando
132 Horacio Bollini

alguno de esos cordeles que se tensan cuando Dios habla,


parece fuera de lugar. Pero esa inquietud se torna en deses-
peración cuando Dios calla. O cuando se cae en la cuenta
de que siempre ha sido el hombre quien colocó palabras
en la boca que alaba desde el abismo.
Por lo demás, la palabra despierta devoción -es glori-
ficada- y entonces no suele ponerse en duda la certitud
de la invocación a través de verbo; duda menos frecuente
aún para un hombre que utiliza la palabra como lugar de
apoyo, fuerza que se suma a la aparición de la imagen. Ese
hombre que a lo largo de más de medio siglo otorgó al
verbo un lugar poco menos que sagrado. Duda sugestiva,
en quien escribe guiones y apela al scriptum preciso de la
memoria. Incertidumbre de lo verbal, en quien suele su-
bordinar su imagen a una palabra dicha, al esbozo mental
de la palabra o al sonido del río, que podría ser la voz de
Dios. Pero por extraño que parezca, ese hombre, sobre el
final de sus días en la isla de Farö, afirmó no ser “un hom-
bre de palabras.”
Las palabras me resultan muy, muy difíciles. He tra-
bajado durante 50 años y nunca me he fiado de las
palabras (…) Toda mi vida he pensado que los gran-
des escritores usan las palabras como un abrigo para
sus emociones y a veces las palabras pueden ser muy
enigmáticas.

Entonces, el mismo hombre apelaba a un recuerdo de


infancia, señal de un aprendizaje desde la negación:

Durante mi niñez comprendí que mis padres decían


ciertas cosas cuando querían decir lo contrario. No
comprendía lo que decían pero lo sentía.
Materia 133

Este es el hombre que desconfía de las palabras. Ya ma-


yor, en su isla de Farö, asiste a una pequeña sala de cine
donde además, según él mismo nos dice, tiene “permiso”
para elegir las películas que desea ver. Así, en ese retiro, el
hijo del pastor luterano va cerrando sus días.

Dice Proust: “los libros hermosos parecen escritos en


una especie de lengua extranjera.” No es difícil trasladar a
Tystnaden (1962-63) esa observación de un acto mágico.
Todo el film, de comienzo a final, supone un lenguaje de
revelación: rostros y cosas que parecen vistas por primera
vez, redescubiertas por la cámara. Del mismo modo en
que, durante esos 91 minutos, se redescubren la poten-
cia unívoca del cuerpo y la ausencia/presencia del alma.
Tystnaden forma parte de una trilogía, junto a Såsom
i en spegel (1961) y Nattvardsgästerna (1963). En los
tres filmes se invoca el silencio de Dios, la incomu-
nicación entre los hombres y ese Dios que no da se-
ñales. La trilogía está inserta en el ciclo de madurez
artística de Bergman, tiempo que probablemente se
inicia con Smultronstället, “Fresas Salvajes”, de 1957.
En Bergman, las preguntas metafísicas (o teológicas) son
nítidas, y se desarrollan bajo la luz de un escenario siempre
íntimo, escenario abstracto del teatro: un escenario nece-
sariamente abstracto por su austeridad, sin necesidad de
duplicar la apariencia del mundo en mimesis.
No se trabaja desde hermetismo. No es preciso: hay una
pregunta y una serie de respuestas; el que quiere ver, que
134 Horacio Bollini

vea; el quiere oír, que preste atención a esas palabras de


las que el director dice desconfiar. Palabras de un director
de teatro, palabras dichas por los mismos actores duran-
te décadas: Gunnar Björnstrand, Max von Sydow, Bibi
Andersson, Ingrid Thulin, Liv Ullmann, Erland Josephson.
Exactamente como en una Compañía de Teatro: la pala-
bra se instala en un escenario, para ser auscultada por el
mismo reducido, íntimo, grupo de mujeres y hombres. El
mar, la ventanilla del tren, la habitación a secas: todo fon-
do acompaña, siempre como escenografía. Sólo en ocasio-
nes un ruido urbano, una máquina, se agigantan para ha-
blar en una lengua distinta a la de esos hombres y mujeres.
Bajo esa mirada suceden los dramas bergmanianos, bajo
una luz y un tratamiento de superficie que consiguen ree-
ditar la percepción de Proust en relación a la literatura; así
se aparecen los signos visuales en Bergman. Y se construye
su “cine de vidente”, en esa imagen-tiempo. Las respuestas
y los símbolos se presentan con nitidez: el agua prístina
que brota bajo el cuerpo de la doncella, en Jungfrukällan,
es la voz de Dios, o al menos así es percibida por los ojos
de la visa medieval; esa señal de Dios es la respuesta al
“por qué” del mal en el mundo. Las trompetas, al final de
“Fresas Salvajes”, son toda una ironía, el premio del mun-
do al hombre, trofeo mundano que no lo libera al profesor
de su “Infelix Ego”.
Bergman no es un hacedor críptico: no hay que rebus-
car en napas subterráneas, en hipogeos. Es cine de con-
temporaneidad -no gótico- más allá de una simbología.
En cuanto a los elementos del psicoanálisis, éstos no dan la
espalda a la metafísica, y en todo caso las raíces del proble-
ma del “doble” trascienden la inquisitiva freudiana: están
Materia 135

en la mitología, además de tener larga tradición en litera-


tura y en el propio cine. Una construcción como Persona
(1966) hace foco en ese doble, para marcar la compleji-
dad del dualismo sôma-psiché, y lo hace con una estética
y un discurso esencialmente contemporáneos. De este
film, Bergman señaló: “es como una sonata para dos ins-
trumentos.” Tystnaden antecedió a Persona en configurar
una manera de dualidad, y en Tystnaden todavía subsisten
atisbos de una teología.
El Silencio es el silencio de Dios, y es el silencio de un
país extraño. Ya desde la llegada en tren, los carteles no
pueden leerse en esa lengua ajena. Luego, los pasillos del
hotel, el alto mayordomo que entabla comunicación con
gestos. No hay centro en Tystnaden, es un juego abierto,
tiempo de tres: Esther la enferma; Anna y su hijo Joseph,
el chico que mira. Esther padece crisis agudas, que la colo-
can al borde de morir. En contraste, Anna tiene una salud
sólida, animal, y sale a buscar sexo al azar: la propia rela-
ción con su hijo es carnal; el niño la toca, ella duerme des-
nuda a su lado. En El Silencio, Esther es psiché, el ethos sin
cuerpo y también es la inteligencia. Acecha desde su cama
de enferma, y cuando la hermana regresa de sus salidas,
Esther huele su ropa, además de pedirle que cuente “todos
los detalles”. Esther es la conciencia enferma: siendo más
jóvenes, había amenazado con delatar a Anna ante el pa-
dre, si ésta “no contaba todos esos detalles” de sus relacio-
nes con un amante. Ambas hermanas forman un solo ser.
Y mientras Esther es psiché, Anna es sôma, deseo del cuer-
po sin freno de conciencia ni intelecto. Ese cuerpo, ape-
tito sin alma, se deja ver hasta en los menores resquicios:
en un café de ese país extraño (hace mucho calor) le traen
136 Horacio Bollini

un periódico. Es casi imperceptible por su fugacidad, pero


en un ángulo del diario se puede leer “J. S. Bach” en anun-
cio de concierto. Anna no le presta la menor atención a
ese grafismo, y aquí Bergman sí hace un guiño de teólogo.
Al regresar al hotel, la conciencia acecha al cuerpo, aun-
que ese cuerpo pide: “no me espíes”. Pero Esther le solicita
que revele con morbosidad sus encuentros con extraños.
Anna le cuenta que tuvo sexo detrás de la columna de una
iglesia: al cabo, no hay dudas, de que la Iglesia, el confe-
sor, la negación de cuerpo y sexualidad, se manifiestan en
Esther. ¿Y cuál es, en 1963, el último bastión de la Iglesia?
Sin dudas, la España de Franco. Curiosamente (o no tan-
to) la troupe de enanos que ocupa una de las habitacio-
nes del hotel, es española. Esos mismos enanos animan
el espectáculo de Varieté al que acude Anna para buscar
un amante (y donde se excita porque una pareja hace el
amor delante suyo). Y estos son los enanos que vuelven
fatigados al hotel, después del diálogo final entre espíritu y
carne, entre conciencia y deseo: Anna está dentro de la ha-
bitación, en la cama con el amante; Esther se apoya en una
pared, junto a uno de los largos pasillos del hotel, Nobile
Castello donde Dios calla. Y en ese momento pasan los
enanos, comparsa de la Fe. Uno de los enanos está vestido
como el enano de la Corte de los Habsburgo que pintó
Velázquez; otro está disfrazado de novia, con un tul blan-
co: en los Romances de San Juan de la Cruz, la “novia” es
metáfora de la Iglesia. Y en la siguiente escena se escuchan
campanas de un templo.
En algún momento, Anna le dice al ojo avizor de la con-
ciencia, al ethos hipócrita que niega el cuerpo: “¡Y pensar
que te tenía miedo!”. Pero al cabo éste Bergman de 1963,
Materia 137

al fin deja que esa conciencia e intelecto se ahoguen en su


cama de hotel extranjero, mientras el cuerpo, aun con su
náusea sartreana a cuestas, al menos consigue sobrevivir.
Ya no importan las argumentaciones teológicas: al final
Joseph y su madre, si bien distanciados, regresarán a casa
mientras psiché queda atrás.
La relación del niño con su tía es estrecha y se basa en
la palabra1, y así Esther deja un scriptum que el chico leerá
en el tren, cuando dejen a Esther en su agonía de hotel.
El niño no encuentra obstáculo en esa entidad sin cuerpo
deseante. Porque a lo largo de Tystnaden su ojo está en lo
abierto. No acecha. Ni es el cuerpo con náusea (con náusea
pero irrefutablemente vivo) ni es la conciencia enferma,
psiché que no termina de amar por esa no-consumación
de deseo. Joseph observa, el niño descubre lo abierto en la
sombra del hotel, el niño es devenir sensible. No se ata a
una genealogía, sino a un trayecto. Y es íntegro, si bien de-
pende de esos dos quasi-seres, esas dos mitades. Entonces,
cabe preguntarse si la realidad anudada de los hombres
obligará al chico a mirar retrospectivamente, como dice
Rilke. Por de pronto, 1963 es época de Guerra Fría, hay
tanques por la calle. Pero esta guerra de Tystnaden es sólo
una presencia merodeadora, que el niño ve apenas como
un dato más de lo abierto.

1
Joseph, en pijama, lee en la cama junto a Esther; en sueco se puede
distinguir en la tapa del libro: Vår tids hjälte; esto es, “Un Héroe de
nuestro tiempo”, novela de Lermontov en donde aparecen fuerzas
muy intensas en contradicción y uno de los primeros ejemplos de
realismo psicológico en la literatura rusa. En otra obra de Mihaíl
Lermontov, el drama “Los dos hermanos”, se atisban rasgos de éstas
dos hermanas.
138 Horacio Bollini

Por cierto, el cuarto elemento es el desgarbado mayor-


domo, que asiste a la hermana enferma2 y –tras algunos
intentos fallidos- consigue ganarse la confianza de Joseph
para tener unos “diálogos” con señas y balbuceos.
Y el mayordomo emocionado le muestra al chico unas
fotos, incluyendo dos imágenes de su esposa muerta (o su
madre) en el ataúd. Luego le regala las fotos, y Joseph las
esconde debajo de la alfombra, como algo valioso que sin
embargo es preciso enterrar. Así el devenir se impone so-
bre lo genealógico, por encima de toda conmemoración.
La mujer muerta de la foto puede ser una imagen que la
pulsión vital empuja a olvidar. Y si bien Joseph está marca-
do por la división cuerpo-moral que representan su madre
y su tía, sus trayectos, su devenir, se impregnan de más ele-
mentos. Es devenir vital, para despegarse de una conme-
moración de la madre, del padre o de la muerta:
“…los síntomas son como pájaros que llaman a pico-
tazos en la ventana. No se trata de interpretarlos sino
más bien de identificar su trayectoria…”3

Y así, Joseph enhebra trayectos e imágenes, sus ojos ven


lo abierto sin juzgar. Sufre, pero sufre sin lanzar juicio de
valor ni reparar en interpretaciones o ceremonial (el cere-
monial de la muerte también pasa y los vivos lo colocan
bajo tierra o bajo alfombra, como el mismo Cristo lo re-
sume Lucas, 9:60). Esa mirada de Joseph es la mirada de
Bergman. Nada para condenar, nada para defender. Sólo

2
El mayordomo, que encarna el ceremonial muerto, señala lo con-
memorativo (de allí las fotos del velatorio de su esposa) y así se en-
tiende con Esther. Ambos son refractarios del cuerpo animal.
3
Félix Guattari, “Les années d’hiver”.
Materia 139

la muda presencia de lo humano, como en los retratos de


Rembrandt. Que la mirada de Bergman no condene, no
significa que no se subrayen patologías: conciencia per-
versa por insatisfacción, cuerpo degradado porque un
alma no lo posee ni el verbo lo atraviesa.
Como sea, es la mujer quien ocupa el centro. En gran
parte de la filmografía de Bergman, el hombre anuncia,
guerrea, en algún caso es capaz de abnegación, como el
caballero de Sjunde Inseglet. Pero es la hembra, abierta al
ojo desde esa belleza que inquieta, aquella que de a dos o
unitariamente encarna todo lo humano.
Las mujeres son centro de la vida de Bergman, él se
casa con algunas de sus actrices-íconos, él prefiere que sea
Liv Ullmann quien filme uno de sus guiones. Las muje-
res, en el centro de esos escenarios, son redescubiertas por
Bergman y por la fotografía de Sven Nykvist. Las mujeres
dicen, re-presentan ese drama que se repite desde Esquilo a
Bergman. El verbo en Esquilo, tanto como en Shakespeare
o Ibsen, suena en primer plano, pero en Bergman es una
parte de un tejido vivo que ocupa el lugar de la luz. (La
materia de los cuerpos se presenta en un primer plano, pla-
no de lo sucesivo; la palabra está en unos intersticios. El
fondo es oscuro y sin-tiempo).
¿Qué tan importante es la palabra para que esas extre-
midades del cine de Bergman se aparezcan sobre lo oscu-
ro? Él lo declara en un reportaje, ya sobre el final de sus
días:

Me llevó mucho tiempo encontrar actores que fuesen


capaces de hablar conmigo sin palabras, necesitaba
gente que me entendiera emocionalmente.
140 Horacio Bollini

Es probable que de vez en cuando, antes de filmar cier-


ta escena, haya necesitado un diálogo extenso con uno de
sus actores o actrices. Pero él mismo lo dice: esos hombres
y mujeres de su Compañía son extensiones, la soga está
tirante, lo emocional fluye; las palabras, dice Bergman,
son el “primer obstáculo” al momento de filmar. El verbo,
entonces, se reserva para punzar en cierto momento de
la imagen, imagen-tiempo del film. La palabra estará me-
diando entre esos rostros y cuerpos aparecidos en el tiem-
po del film. En ese cristal que, como dice Deleuze, guar-
da el tiempo trascendental. Ya no hay sucesión, acción y
reacción, sino desdoblamiento; el tiempo en su bisagra
interna determina capas de pasado y puntos simultáneos
de presente. Así se forma esa imagen-cristal, esa Linterna
Mágica.

II

Aquella frase de Proust alude a un territorio no muy


diferente de la observación que cierra la Ética de Spinoza:
“Porque todo lo hermoso es tan difícil como raro.”
Tystnaden no tiene nada difícil, pero está escrita en una
lengua extranjera, en una escritura visual que parece redes-
cubrir todo aquello que dice. Y es un film hermoso como
el cristal, desde comienzo a fin, precisamente porque allí
las cosas se aparecen. Se intuyen desde lo oscuro, y así las
texturas que hace emerger la fotografía de Sven Nykvist
no son miméticas. Es otra materialidad.
Se pueden reunir, en una antología de alrededor de me-
dia hora, fragmentos de films de Bergman: rostros en pri-
Materia 141

mer plano, que no son fragmentos de rostros sino maneras


de conciencia, eso que se llama imagen-afección; manos y
cuerpos que se acarician o agonizan; en la misma secuen-
cia, camas revueltas donde ocurre el drama del encuentro
sexual (porque el sexo no supone un arte ni un juego,
como describe Oriente, sino un drama). Si reunimos esos
fragmentos, veremos que esos signos y texturas aparecen.
No están copiados de la realidad. Aun cuando la cámara es
el artefacto que los instala en la luz partiendo del objeto
real, esa cámara los lleva a otro lugar para resignificarlos. Y
así hay rostros que se ven por primera vez, señales o signos
que se entrelazan de un modo conocido, pero se instalan
en otro marco de referencia: lo oscuro es enclave del pa-
sado (o de eternidad), mientras la luz es tiempo presente.
Invertir esas equivalencias de tiempo e imagen no alterará
la summa estética.
En Tystnaden hay fuga porque al final del día todo es
fuga in abstractum. Y como el deseo es cuerpo presente, la
fuga está más allá, justo entre los ojos que ven lo abierto y
el acecho de un ángel sexuado.
g
Tiempo
(Signo)
g
La escritura y el Románico
Sobre la tesis de Adorno y el afán de Benjamin
El arte no reproduce lo visible,
sino que hace visible.
Paul Klee

La idea de una criptografía parece primordial para ce-


lebrar lo invisible. Se empieza por crear un símbolo que
funcione como puerta de entrada a conceptos y esencias.
Ese símbolo es síntesis, se construye bajo síntesis.
El alfabeto de Ugarit (Siglo XV A.C.) fue punto de
inicio para los alfabetos fenicio, griego e itálico. Los pic-
togramas originarios se simplificaron transformándose
en letras; los nombres de los grafismos, por acrofonía, se
sintetizaron bajo el sonido inicial de cada nombre. Aleph
(“buey” en semítico) pasó al sonido “A”; Bet (“casa”) acro-
fónicamente se redujo a “B”. Asimismo las formas pue-
den rastrear una raíz común: el grafismo del buey en el
originario protosinaico de Aleph, da un giro de 90º hacia
la derecha, en el alfabeto fenicio; y otros 90º en el griego,
hasta Alpha.
Los signos de una escritura pueden, también en su
forma, hospedar concavidades mayores; pensemos en el
alfabeto hebreo: los cabalistas prestan tanta atención a la
forma de cada letra como a los sentidos directos y ocultos
146 Horacio Bollini

de un párrafo. La asignación de números o valores a cada


letra según la gematria (“gēmatriyā”); los decantados de
significación múltiple; la lectura en sentido vertical o dia-
gonal (para nada extravagante si pensamos que existe es-
critura etrusca que se lee en espiral); la decodificación de
sentidos ocultos o proféticos: estos ejercicios de la qavalah
completan la idea de un texto infinito y consubstancial a
Dios, de un texto donde no se concibe contingencia.
Y al cabo el orden de las imágenes y el signo puro/letra
se equipara en pinturas y textos. Es, claro, orden de lectura
en la Anunciación. El Arcángel (a la izquierda de la ima-
gen) y su comunicación mental con María (a la derecha)
se repiten. Desde el Trecento en adelante, estas imágenes
no se contentarán con funcionar como piezas semiológi-
cas. Mientras cada figura se torna compleja (agregado de
sombras, naturalismo, encanto textural), al unísono va
perdiendo su cripticismo. Se aleja del signo y el mensaje
tiende a dispersarse. Tanto mejor, piensan los artistas de
Gante, de Brujas: así construimos una joya cuyos reflejos
–sin llegar a “decir” el mundo- van más allá del dogma,
más allá del mensaje.
Para ilustrar su tesis (“toda obra de arte es escritura, no
sólo aquella que se presenta como tal”) Adorno no ne-
cesitaría ningún ejemplo particular: toda la historia del
Arte, desde Lascaux hasta Antoni Tàpies, proporcionaría
ejemplares de escritura. Aquellas obras concebidas como
escritura aprendieron la lección de las paleografías, de la
pluralidad de lenguajes, de la necesidad de hacerse a un
lado de las zonas muertas de la cultura. Kandinsky, que en
su manera de escribir conserva resabios románticos e invo-
ca una dudosa teosofía, podría ser igualmente recordado
Tiempo 147

por “De lo Espiritual en el Arte” (Über das Geistige in der


Kunst) como por su pintura. Su idea del arte cobra fuerza
cuando equipara el lenguaje plástico a los doce tonos de
Schönberg. El arte como fuerte agente de la vida espiri-
tual, dice Kandinsky, puede traducirse a términos simples.
Su alfabeto acotado de figuras se equipara a los doce to-
nos; los infinitos cromatismos, a los infinitos timbres.
En pos de una forma de escritura en la pintura, Klee es
el ejemplo más obvio.
El concepto de écriture fue relevante en los primeros
debates sobre el arte plástico, movido ciertamente
por los dibujos de Klee, que parecen garabatos. Esta
categoría de lo moderno arroja una viva luz sobre lo
pasado; toda obra de arte es escritura, no sólo las que
se presentan como tal; una escritura jeroglífica cuyo
código se hubiera perdido y cuyo contenido está de-
terminado en parte por esa pérdida. (Th. Adorno:
Estética)

El objeto artístico –hace notar Adorno- es una cosa que


niega el mundo de las cosas. La forma torna al objeto artís-
tico similar al lenguaje, y así el objeto artístico se manifies-
ta, en ese lenguaje, como cosa que se escapa, como devenir.
Las flechas, los estratos coloreados de Klee; su gran “A”, sus
símbolos inconclusos, señalan ese devenir. Y la teorética
(“Bases para la estructuración del Arte”) es bitácora de su
experiencia en la Bauhaus. Klee parte de una intuición líri-
ca. Él se propone ordenar esa intuición, mostrando que el
devenir de la obra, su cartografía, sigue unos trayectos que
es posible graficar. Una escalera de signos y valores gráfi-
cos, de mojones en el camino. Ni la sintaxis ni la semántica
de estos signos nos alejan demasiado de nuestra sensibili-
148 Horacio Bollini

dad por el idioma o la lengua. El signo de la lengua debe


ser puro como un cristal. Y así Klee junta trocitos de esos
símbolos espejados, y suele volcarlos en un soporte algo
rústico (de allí la predilección por la arpillera, telas de
grano grueso) o en líneas y manchas de borde irregular.
El lenguaje es el de siempre, es mágico-poético, y cuando
tartamudea se trata de no esconderlo. La onomatopeya y
el balbuceo son partes activas del lenguaje1. ¿Ejemplos de
esa onomatopeya? Los graffitis de Pompei, o los dibujos
transitorios de las Catacumbas. Todo quasi-arte. Toda
manifestación gráfica que no tiene en mente una forma
ni una sintaxis trascendente. Y en la contemporaneidad,
los juegos del post-Dadá, entre otras muchas maneras del
balbuceo consciente. Deleuze trata, dentro del devenir del
lenguaje, el asunto del balbuceo en la literatura. No están
separadas unas de otras, estas lenguas que se anudan y nos
hacen guiños, estas maneras de decir el mundo desde un
sesgo que, al cabo, ilumina aspectos que el trayecto central
del discurso olvidaría.
No obstante, en estas corrientes hay algo diverso, algo
que opera bajo otro presupuesto. Ese nuevo presupuesto es
la vanguardia. Nuevo, término engañoso, implica un “de
ahora en más”. Nosotros, los constructivistas, “entendemos
que el arte debe ser…” Pero esas proclamas, esos manifiestos
del Siglo XX, aunque no son entera novedad (de algún
modo los florentinos del Siglo XV procedieron también
de un modo fundacional) contienen el deseo de una esté-
tica no sólo asociada a un discurso. Este lenguaje que debe
comunicar algo con cierta especificidad. Aunque desen-
1
“Toda palabra y todo lenguaje –se ha dicho- son onomatopéyicos”.
Cita de Benjamin en De la facultad mimética.
Tiempo 149

trañar su contenido, si en verdad se trata de contenido,


resulte oscuro.
Toda expresión espiritual implica un lenguaje. Pero
–Benjamin lo subraya– el lenguaje refiere al lenguaje y no
implica utilitarismo. No necesariamente debe funcionar
como nexo, como correo a las órdenes del Zar.

Es fundamental saber que esta esencia espiritual se


comunica en el lenguaje y no a través del lenguaje.
(“Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los
hombres”)

Unos párrafos más adelante:

La respuesta a la pregunta ¿qué comunica el lenguaje?


es, por lo tanto: cada lenguaje se comunica a sí mismo.

Sus cofrades de la Escuela de Frankfurt ven en Benjamin


a un marxista poco disciplinado. Toda discusión se zanja-
ría leyendo su pequeño ensayo Sobre el lenguaje en general
y sobre el lenguaje de los hombres, si acaso quedaran dudas
al respecto. Allí no encontraremos sino las diversas no-
ciones acerca de la naturaleza divina del verbo, alineadas
con la tradición gnóstica, la qavalah, el neoplatonismo, las
imágenes de Kraus. Walter Benjamin parece allí el cabalis-
ta, el rabino o el exegeta de lo mágico, mucho más que el
lingüista de perfil contemporáneo:

“El hombre se comunica con Dios mediante el nom-


bre que da a la naturaleza y a sus semejantes (en el
nombre propio) y da a la naturaleza el nombre según
la comunicación que recibe de ella, porque incluso la
entera naturaleza se halla atravesada por un lenguaje
mudo y sin nombre, residuo creador de Dios…”
150 Horacio Bollini

Y ya incorporando el registro de señal (señal divina/


jerarquía teológica/signo):
“Dios hace a los animales, uno después de otro, una
señal para que se presenten ante el hombre para ser
nombrados. Así, en forma casi sublime, la comunidad
lingüística de la criatura muda con Dios se ve expresa-
da en la imagen de la señal”.

Benjamin examina en este hermoso texto, una y otra vez,


la “equiparación del ser espiritual con el lingüístico”. Y
luego deplora la concepción utilitaria del lenguaje como
medio:

“Quien considera que el hombre comunica su ser es-


piritual a través de los nombres no puede sostener que
es su ser espiritual lo que comunica, porque ello no
acontece a través de lo nombres de las cosas, a través
de las palabras con las que las cosas son designadas
(….) Esta concepción es la concepción burguesa de la
lengua, cuya vacua inconsistencia resultará enseguida
más clara. Tal teoría dice que el medio de la comuni-
cación es la palabra, que su objeto es la cosa y que Su
destinatario es un hombre. Mientras que la otra teoría
no distingue ningún medio, ningún objeto, ningún
destinatario de la comunicación. Dice: en el nombre el
ser espiritual del hombre se comunica con Dios”

Evidentemente, no es la versión de lo verbal que preva-


lecerá durante el Siglo XX. No importa si Dios, en el texto
de Benjamin, es ubicado apenas como condición para un
sistema; igualmente, la relación del verbo como absoluto
(Kraus dice “El origen es la meta”) como fin y principio
del ciclo de nombrar, ya implica toda trascendencia. Se
parte de la palabra y se llega al absoluto. Y viceversa. Más
Tiempo 151

allá de que Adorno construye teorías estéticas si se quiere


más rigurosas, no hay que olvidar que es el propio Adorno
quien concibe la obra de arte como mónada. Y es el propio
Adorno quien refunda el carácter enigmático de la obra de
arte: pero ese enigma no se fundaría principalmente en la
proximidad, como el verbo puro (como cuando nos acer-
camos a una palabra y ésta se aleja) sino en la distancia:
El carácter enigmático de las obras de arte no está
localizado en lo que de ellas se experimenta, en la
comprensión estética, sino que aparece sólo en el
distanciamiento.

Distancia del sujeto, en simultaneidad temporal; dis-


tancia de las generaciones, a través del tiempo y agregan-
do capas. Y también capas de escritura. Escritura sobre
escritura. La idea de mónada-enigma surca la Estética de
Adorno, evidentemente imbricada con las imágenes de lo
verbal que procesa Kraus:

Todas las obras de arte, y el arte mismo, son enigmas:


hecho que ha vuelto irritantes desde antiguo sus teo-
rías. El carácter enigmático, bajo su aspecto lingüís-
tico, consiste en que las obras dicen algo y a la vez lo
ocultan.

Esta es la definición de una criptografía estético-lin-


güística. Ahora, al pensar en el Románico, surgen las ver-
siones de lo visual como alfabeto; el rol de cada imagen
como letra y de esa entera construcción visual como es-
tructura semiológica, se encuentra en su lugar.
Cada figura, un signo. Cada signo, pieza de un alfa-
beto. Hay que recordar que el alfabeto es una invención
152 Horacio Bollini

relativamente tardía dentro de los sistemas de escritura.


Las paleografías, los signos ideográficos, los jeroglíficos
-egipcios, mayas, aztecas: esos sistemas trabajan dentro de
una relación sintáctica más compleja, ya que cada signo
puede ser una palabra íntegra, pero a la vez esa palabra
funcionar como parte de una palabra más extensa. O bien
el signo puede involucrar un concepto; y al unirse a otros
(casi rizomáticamente) formar otro concepto. Los signos
del románico pueden entonces parecerse un poco a estas
criptografías.
El Comentario del Beato de Liébana sobre el
Apocalipsis (hacia el año 776) es un texto ilustrado varias
veces durante el Románico y en los albores del Gótico. Por
ejemplo, allí están el Beatus d’Urgell, el de Valladolid, el de
San Andrés del Arroyo. Las versiones plásticas más anti-
guas se apoyan en la síntesis, característica que encuentra
su arquetipo en las pinturas del Tahull. ¿Qué es ese afán
de síntesis? Hay un rechazo al naturalismo, una obstinada
necesidad de purificar la forma. El problema de la forma
es ampliamente debatido. Desde el hilemorfismo esco-
lástico, se supone una comunión entre materia y forma,
unión que no puede separarse. El dilema de la forma (“a
su imagen y semejanza”) resulta arduo porque debe estar
en concordancia con las Escrituras, dependiendo de la tra-
ducción disponible del Génesis.
La forma, sintetizada y purificada como las letras de un
alfabeto (alfabeto de Dios) está entonces habilitada para
comunicar. El pintor románico quita toda impureza, todo
resabio de la Caída (sudor, tumor, sexo, epigastrio) por-
que evidentemente, los cuerpos se identifican mayormen-
te con visiones negativas de lo humano. En este Medioevo
Tiempo 153

todavía rural, la identificación de los apetitos del hombre


con valores exclusivamente negativos construye una sín-
tesis como conciencia purificadora. La forma humana, no
obstante, si se la trabaja bajo ese ejercicio de síntesis, sigue
siendo la gran vía hacia Dios. Y está el afán de lo verbal, de
equiparar el Abismo del Origen con la palabra; y la pala-
bra, con toda imagen. Así surgen esos estratos de colores,
signos de jerarquía, funcionalmente renglones o planos.
Y esas manos que son vocales, y esa Bestia del Apocalipsis
que se entrelaza como una gigantesca mayúscula. No que-
da claro si estas versiones del Beato, estos códices, deben
comunicar eficazmente o si entablan una comunicación a
medias; más bien diríamos que lo segundo. Un Mapa del
Tesoro comunica a medias: lo preciado queda entonces
sujeto a un desciframiento a manos de quienes merecen
esa dicha de la revelación. Revelar, entonces, es el objeto
de estas imágenes. Y ese revelar implica una comunicación
dotada de un umbral previo, una antesala, un hipogeo
donde el aspirante confirmará su juicio interpretativo y la
profundidad de su amor o conocimiento.

La divinidad del verbo, según Walter Benjamin ¿lo ha-


bría ubicado más cerca de esta manera de la semiología
que acuña el Románico? No necesariamente: ya que se
comunica en el lenguaje y no a través. Divina es, entonces,
no la voluntad comunicante de un dogma, sino la mera
expresión, poder intrínseco del lenguaje. Pero su predilec-
ción, su uso frecuente de imágenes simbólicas o alegóricas
(Ángel, Dios del Génesis) muestra en Benjamin una si-
tuación de ubicuidad. Marxista en el Siglo XX, su yo más
auténtico, sin reparos ni escrúpulos del academicismo, pa-
154 Horacio Bollini

rece inclinarse por la metafísica más que por el diamat2.


De allí el aura espiritual en la obra de arte, de allí el abismo
y la puerta señalada. Y allí, en ese trayecto, lo verbal tiene
un lugar a la diestra del trono.

2
No obstante, es mejor leer la primera tesis sobre el concepto de la
historia. Allí se evidencia que la relación entre marxismo y teología
sigue siendo complejísima dentro del pensamiento de Benjamin.
Dante y la mujer fuera del espejo
El alegorismo resulta de rigor para una comunidad que
concibe aguas subyacentes bajo los accidentes del cuerpo
y el tiempo. Signos opacos y signos transparentes están
en todo, multiplicados ad infinitum. Entonces, ese alego-
rismo no se manifiesta sólo a través del eikon que viste la
Fe, sino en la propia manera de pensar y sentir el mundo:
interpretación del color, de las fuerzas naturales -señales
perturbadoras antes de la batalla de Hastings-, señales de
lo humano -una demora, una palabra que resuena con es-
pecial énfasis, el color de unos ojos o la brusca sangre del
crimen. Todo se supone dual, todo guarda doble, triple o
cuádruple sentido, en esa naturaleza del Orbe que lleva a
los cabalistas a encontrar interpretaciones escondidas en
los textos sagrados. Opera como observó Saulo, per specu-
lum, in aenigmate: un cuerpo que puede ser vehículo de
perdición o engaño, un alma que cruzado el cerco de la
muerte física se libera para contemplar y estar en Gloria
de la Creación, facie ad faciem. Así se descifra un orden
que bajo trance vital sólo ve en oscuridad. Lo sugestivo de
la frase de Saulo –de allí las exégesis de Bloy- se concen-
tra en la inclusión del speculum, cuyos reflejos duplican,
pero sobre todo invierten. Un espejo en el plano ético o
escatológico, en suma, reflejará engañosamente, creando
un duplicado donde los valores morales y los destinos que
156 Horacio Bollini

competen al ser podrían percibirse extrañamente inverti-


dos. Mejor aun, el final en la segunda parte de la construc-
ción: “conoceré como soy conocido” implica que el foco
se eleva al plano superior, donde el Ego Sum ve íntegra-
mente (Cave, Cave, Deus videt) mientras nosotros vemos
fragmentariamente. Me ve íntegramente: esto es, conoce
cada uno de mis cabellos, cuántas y cómo será cada una de
las nubes que veré en el horizonte desde mi ventana, cada
uno de los días que me toque vivir, cómo se entonarán las
palabras de un cántico en la Baja Sajonia, cuántos leones
mueren en la sabana la octava noche después de comenza-
do el invierno y cómo se hincan sus uñas en la tierra reseca,
al postrarse. Él ve y Él sabe cuántas hormigas tengo ahora
en mi mano y la forma de las migas de pan que voy dejan-
do en la mesa.
Las variadas definiciones sobre signos y símbolos que
acuña el pensamiento cristiano desde Agustín de Hipona
en adelante (sin olvidar la profusa utilización de símbolos
desde los tiempos de Orígenes y el gnosticismo) acusan
una preocupación que se traduce en la división ante rem /
in re. Esto es, dos concepciones de Dios y su vinculación
con lo visible. La Participación, anclada al platonismo, que
entiende lo visible como diverso de la naturaleza divina;
y la Emanación, en gran medida panteísta, que reconoce
en cada pieza del mundo sensible la naturaleza de Dios
y sus emanaciones. El Medioevo se inclina hacia un lado
o el otro, siguiendo las pulsiones de lo humano, según se
entienda el tránsito terrenal como engaño, niebla del espí-
ritu, o como medio para remontar el río hasta Dios; según
las visiones de la naturaleza implicaran la fatal ceguera o el
esplendor. De esto se desprendería una imagen, una esta-
Tiempo 157

tuaria sintética que sólo preserva la forma (Románico) o


una más naturalista (Gótico tardío). Existe una reunión
de Panteísmo y Emanación. Esa reunión está en la cate-
dral, donde según los textos del Pseudo-Dionisio se cele-
bra la luz, única substancia que llega perfecta desde Dios
(Participación). Y en la misma catedral, se celebran los
cuerpos y los afectos. Esto es cuando el Medioevo alcanza
su madurez, su calidad de Summa. Allí el símbolo es cele-
brado como puerta de ingreso sintética, se lo acumula y se
lo lleva a su máxima lisura externa, a su mayor variedad de
significados; y a la par se identifica el paisaje humano con
la naturaleza, el signo de Fe con el signo natural.
Está claro que bajo el neoplatonismo de la Participación,
esta interpretación del Orbe en clave simbólico-alegórica
es mucho más nítida; pero nadie, ningún panteísta del
Medioevo (Emanación) como tampoco ninguno de los
precursores de Occam, serán refractarios a los estratos
subyacentes bajo un fenómeno: estas capas son necesarias
en la propia naturaleza de las Hierarchias teológicas. Por
tanto, desde Agustín de Hipona a Juan Escoto Erígena y
Ricardo de San Victor, se reúnen clasificaciones1 en tor-
no a las interpretaciones alegóricas y al símbolo. Se afirma
que sólo después de Santo Tomás pudo empezar a decaer
este alegorismo.
En los días de Dante, el primer bosque medieval no se
ha retirado completamente; todavía subyace en el imagi-
nario colectivo. Pero la mirada apunta hacia la nueva vida
urbana. Los reflejos de esa nueva vida urbana están en la

1
En el Medioevo se habían identificado tres formas de alegorismo:
universal (in factis), escriturario y litúrgico (in verbis e in factis) y
poético (in factis).
158 Horacio Bollini

universidad y se expanden en la Catedral. Y también la


Commedia, catedral de papel, condensa alegorismo y Stil
Novo. Por eso no sorprende que, en esos días, tanto la ima-
gen de Francesca como la de Beatrice escapen al alegoris-
mo puro. La última sonrisa de Beatrice es un emergente de
los influjos de Provenza y las Cortes de Amor.
Es el tiempo en que los latinistas –Petrarca y el propio
Dante lo son- celebran el viejo Mare Nostrum. Y es el
tiempo de L’Amour Courtois. Ese Amor Cortés, esa glori-
ficación de la Dama, ha venido un siglo antes a cambiar la
relación entre los sexos. Y se ha adueñado de frases, giros,
gestos de las manos.
Dante nace en 1265, presumiblemente. Su familia
tiene raíces florentinas, al modo aristocrático. (Es fac-
tible que el apellino original fuera Alaghieri). Alighiero
di Bellincione, su padre, es un güelfo blanco. Su madre
muere cuando Dante (bautizado “Durante”) tiene unos
cinco años. No se sabe mucho de la formación del poe-
ta. Más allá del amor por los clásicos –sobre todo por
Virgilio- es posible que haya tomado contacto tempra-
namente con Guittone d’Arezzo, que escribía en lengua
toscana; así se habría formado su gusto y conocimiento
por la poesía y la lengua de su región. Un entusiasmo
que él después va a vindicar en De Vulgari Eloquentia.
Aquí mismo aparece Beatrice, a los nueve años del poeta.
Para los fines de la celebración de un rostro, de un nom-
bre, de la propia femineidad, parece determinante que el
encuentro –si existió- se haya verificado en el extramuros
de la Chiesa de Santa Margherita d’Antiochia. (Para el
imaginario medieval siempre hay un hortus conclussus y
un extramuros. Son lugares, respectivamente, de lo secreto
Tiempo 159

y del mundo). Dante se enamora al primer golpe de vista.


Después de los 18 años, se verán con frecuencia, se cru-
zarán en la calle, se saludarán. Sólo eso. Dante apenas la
conoce, pero la ama en secreto, según el modelo del Amor
Cortés; ese amor, esa pasión por Beatrice debe perma-
necer oculta. Él corteja otras mujeres. Se casará y tendrá
hijos. Pero ya ha consagrado a Beatrice como la mujer.
Esta pasión está asociada al Culto Mariano. Y está teñi-
da por los influjos de música y poesía de los trovadores.
Las mismas filigranas de la Provenza se presentarán en
el arte de Simone Martini, algo más joven que Giotto.
En 1290, muere Beatrice. Dante ha entrevisto su muer-
te en sueños, en sueños premonitorios. Cae enfer-
mo. Y sublima esta agonía en La Vita Nuova, de 1293.
Luego, tenemos al Dante defensor de la lengua. Escribe
De Vulgari Eloquentia (hacia 1303), justo antes de ser
desterrado de su Florencia natal. Sufre destierro a per-
petuidad por su filiación como güelfo blanco; su esposa
Gemma se queda en Florencia para evitar el despojo de los
bienes conyugales. Aquí es donde Marcel Schwob inscri-
be el momento triunfal de Cecco Angiolieri, poeta rival
del Dante. Es el exilio político, el destierro que consagra el
fuego de Angiolieri:

S’i’ fosse foco, arderei ’l mondo…

Pero los fuegos de Dante perdurarán más que los de


Cecco.
160 Horacio Bollini

I. El imaginario femenino en el Gótico

El cuerpo, según Foucault, es un objeto de poder, o más


bien el poder se construye desde el imaginario del cuerpo
y el cuerpo en acto.

Pero el cuerpo está también directamente inmerso


en un campo político; las relaciones de poder operan
sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo
doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos tra-
bajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos
signos. (Foucault: Vigilar y Castigar)

La sociedad vigila, observa ese cuerpo que se inserta en


un panóptico donde la mirada disciplinaria atraviesa la in-
timidad y marca cada acto. Al menos hasta el Siglo XII, el
ojo avizor de la Ecclesia cruza de lado a lado el cuerpo de
la mujer, según reglas de orden dogmático y orden social.
El canónigo medieval discursa sobre la mujer, y suele
poner un cerco para moderar, misóginamente, las pa-
siones. Su tarea de celador está teñida evidentemente
por las historias de la Caída y otros textos del Antiguo
Testamento, por la misoginia paulina, por la desconfianza
hacia los encantos de la hembra. Y por un tortuoso re-
chazo al placer. Las recomendaciones de los códices que
proponen el aislamiento de la mujer, rara vez sugieren una
prohibición a los amantes en búsqueda de su objeto de
deseo. Sobresalen entonces esas historias que propugnan
la “santidad” del modelo de castidad voluntaria, no sólo
en religiosas: también en esas mujeres “del mundo” que,
como Juette de Huy, se aíslan voluntariamente después
de enviudar muy jóvenes. Historias como la de Juette la
Tiempo 161

mayor parte de las veces son contadas por sacerdotes y a


veces muchos años después de los acontecimientos. (Un
religioso de Floreffe es quien escribe la historia de Juette
hacia 1230, al menos contemporáneamente).
La virgen, la casada y la viuda que renuncia a darse a otro
hombre, son los tres únicos estereotipos de salvación para
la mujer. Si bien el cuerpo de la casada ya ha sido “man-
cillado”, el sacramento del matrimonio y la sumisión al
hombre “quitan todo pecado”. Yves de Chartres es claro al
respecto, aleccionando acerca del dominio que el hombre
ejercerá sobre su mujer “como el alma gobierna el cuerpo”.
En cuanto a las viudas, éstas deben mostrar una conducta
de extremo recato, y renuncia frente al extramuros.
Los códigos legales muestran ferocidad en relación a
las transgresiones sexuales y en particular al adulterio. Los
textos más brutales se ensañan con la seducción, como este
de Jacques de Vitry, recopilado por Gilbert de Tournai:
“Ríe para comprobar si la risa la favorece…entrecierra
los ojos para comprobar si gustará más así o con los
ojos bien abiertos, entreabre el vestido para que se vea
la piel…el cuerpo está aún en casa pero, ante Dios, el
alma ya está en un prostíbulo, adornada como una
meretriz que se prepara para engañar las almas de los
hombres…”

Por eso el cuerpo de la mujer, según recomiendan los


clérigos, debe ausentarse del espacio público, en interiores
de hogares y conventos, así como el alma debe refugiarse
en lo más secreto del cuerpo. Lejos de las miradas y de
toda forma de lascivia o seducción.
162 Horacio Bollini

Aunque el culto mariano y el Amor Cortés disminuyen


la desconfianza hacia la mujer, todavía hay textos tardíos
donde existe el ataque explícito, la nota de advertencia.
En la Summa Theologica, Santo Tomás de Aquino no hace
sino recoger las tradiciones bíblicas:

Tal y como dicen las escrituras, fue necesario crear a


la hembra como compañera del hombre; pero como
compañera en la única tarea de la procreación (pro-
creatio), ya que para el resto el hombre encontrará
ayudantes más válidos en otros hombres, y a ella sólo
la necesita para ayudarlo en la procreación.

No obstante, la dama siempre es la dama: la mujer


de la nobleza es dueña de su hogar, dispone de bienes
muebles, da órdenes, puede –según anota Georges
Duby- elegir las posiciones sexuales en el lecho. No obs-
tante, el poder sobre su cuerpo, según la legislación, co-
rresponde a su familia de origen y a su cónyuge. La dama
se destaca en la escena social ya no sólo como propicia-
dora de un linaje y como servidora (ungen al recién na-
cido y a los muertos, guardando su memoria) sino como
célula central de una vida urbana cada vez más refinada.
Pero hay que insistir en esto: rara vez es la mujer aque-
lla que habla. Los hombres toman la palabra por ellas.
Al menos, desde el Siglo XII se empiezan a oír voces con
mayor carga sensual, voces que escapan al dogma y hasta
invocan una allegoria erotica, aunque no se separen de la
tradición cristiana.
Es que el propio Stil Novo está imbricado en el Amor
Cortés, en la idealización de la mujer, en la poética de
Provenza. En la poesía de Cavalcanti, amigo de Dante, la
Tiempo 163

belleza de la mujer nunca termina por ser corpórea. Esa


belleza es un centro de irradiación que genera por mo-
mentos angustia y percepciones fantasmales, disolviendo
la integridad del sujeto. Pero en Dante hay armonía entre
platonismo y terrenalidad. La canción Donne ch’avete
intelletto d’amore  («Mujeres que tenéis inteligencia del
amor») adhiere al ideal de amor de Guinizelli, se abraza
a la contemplación angélica de la amada. Es la donna an-
gelicata, cuya imagen se concentra en Beatrice. Al cabo es
tan intensa esa imagen, tan maravillosa, dice Dante, que
todos se enamorarían de esa idea de amor si como poeta
pudiera comunicarla. El problema de la comunicación,
al cabo, es el verbum oris -la palabra que se pronuncia, la
palabra dicha- porque las imágenes que Dios siembra en
el corazón pierden cierta profundidad en su traspaso al
plano lingüístico. Dante rememora elegíacamente, mira
hacia atrás en el tiempo esa donna angelicata en la cual
confluyen maneras de idealización cristiana y una pálida
textura corporal. Luego Bocaccio presentará una mujer
autónoma, parlante, evidentemente más terrenal. Y como
la introducción del Decamerón propone, se trata de his-
torias o fábulas que se dedican a las mujeres, textos donde
ellas pueden reconocerse vivamente:

“Adunque, acciò che in parte per me s’ammendi il


peccato della fortuna, la quale, dove meno era di for-
za, sì come noi nelle dilicate donne veggiamo, quivi
più avara fu di sostegno, in soccorso e rifugio di quelle
che amano, per ciò che all’altre è assai l’ago e ‘1 fuso
e l’arcolaio, intendo di raccontare cento novelle, o fa-
vole o parabole o istorie....”
164 Horacio Bollini

Las declaratorias sobre la posesión del cuerpo no son ar-


tículos inusuales: aparecen en manuales sobre el matrimo-
nio en su constitución cívico-eclesial, y en tratados sobre
la intimidad de la pareja. Pero nunca se ha leído, como
sucede con esta mujer de Bath que imagina Chaucer, una
versión del imaginario femenino tan nueva. Y tan explí-
citamente dueña de la territorialidad política del cuerpo:
“Debo tener un esposo que sea a la vez mi deudor y
mi esclavo; y en tanto yo sea su esposa, él tendrá su
tribulación de la carne. Toda mi vida debo tener poder
sobre su cuerpo, y él no.”

Se observa otra osadía en la presentación de la psique


femenina –una suerte de realismo con matices de pinto-
resquismo-, desde fines del Siglo XIV en adelante. Pero
no se trata de un “avance” en términos libertarios, sino de
una diferente manera de presentar lo femenino: desde Eva
la pecadora, a la Francesca del Canto V del Inferno; desde
aquella mujer urbana con iniciativa en el amor, a esa que
contará los cuentos de Chaucer, llenándolos de lascivia.
Todas estas mujeres tienen en común haber sido llama-
das a hablar por los hombres, imágenes accionadas por
ventrílocuos. Y rara vez las voces femeninas (Hildegarde,
Christine de Pisan, entre otras) terminan de separarse
de las maneras de ver con origen masculino. Aunque
Hildegarde hace decir a la Voz de su Liber Divinorum
Operum:

No eres tú la inventora de esta visión, ni la ha imagi-


nado ningún otro hombre.
Tiempo 165

Las místicas, como Catalina de Siena, Hadewijch de


Amberes y Juliana de Norwich describen las reacciones de
su cuerpo en éxtasis con gran detalle: sensaciones de calor,
fragilidad, placer extremo o agonía, que sin buscar dema-
siado en el psicoanálisis pueden interpretarse como subli-
mación histérica de la sexualidad. En este caso, Hadewijch
poetiza sobre la comunión mística y la transubstanciación
en un tono inequívoco:

Este lazo une a los que aman


De suerte que el uno en el otro por entero penetra,
En el dolor o el reposo o la ira del amor,
Y come su carne y bebe su sangre:
De cada uno el corazón el otro corazón devora
(…)
Él nos ha hecho saber que en esto reside
La más íntima unión del amor:
comer, degustar, ver interiormente.
Nos come, creemos comerlo,
Y no hay duda de que en verdad lo hacemos.

La mujer que se revela en Dante (en particular Francesca


y Beatrice) oscila entre ángel y hembra. Venturosamente,
esa imagen no resulta en un promedio forzoso entre la
idea y los sentidos; en Dante, el espacio femenino es lugar
de aparición. La forma de esa imagen, dada en el vehículo
del lenguaje, deviene en una entidad con los acentos de
sensualidad que surgieron en el Dolce Stil Novo.
166 Horacio Bollini

II

En el Gnosticismo hay una preocupación esencial por


los números que ordenan las jerarquías, las stereomas.
Estos números se asocian a esas palabras que estructuran
la vía de la Gnosis (en situación de hipotético ascenso) o el
grado decreciente de perfección, visto desde el Absoluto
hacia el mundo sublunar. Así estos nombres hilvanan la
Tétrada esencial del gnosticismo. También en Hildegarde
de Bingen: para cada círculo, una señal; para cada señal,
un nombre. Nombres2 que engendran vida, que fecundan
la tierra, que imparten sabiduría. Cada cifra posee matices
alegóricos; cada nombre, una indicación de tránsito hacia
la luz o hacia la oscuridad.
En el Evangelio Gnóstico de Valentino, aparecen los
números de los Misterios y Preceptos a los que Jesús debía
guiar a sus discípulos; también están allí, en esa arquitectu-
ra cosmogónica, el Gran Invisible, el Segundo Misterio, los
Tres Poderes, los Cinco Moldes, los Veinticuatro Misterios.
Siempre números: 1, 2, 3, 5, 24. Y a esto, se sumaban

“…sus arkhones, y sus ángeles, y sus arcángeles, y sus


decanos, y sus satélites, y todas las moradas de sus
esferas.”
2
Los nombres del Gnosticismo: Abismo (Padre absoluto, el Ein
Soph de los cabalistas) Sigé (Silencio), Inteligencia (Nous) y Verdad
(Aletheia). Abismo, Silencio, Inteligencia y Verdad: ese sería el pri-
mer Orden, la Tétrada esencial. De allí partió, se engendró todo lo
que existe, en sucesivos desprendimientos. Incluyendo Vida y Verbo
(logos). Los eones de la vida y el Verbo engendraron el arquetipo
eterno del hombre y de la Iglesia. Asociadas a estas jerarquías es-
tán las almas; los hombres materiales, los hombres psíquicos y los
espirituales.
Tiempo 167

En las visiones medievales perdurarán estos juegos nu-


méricos, también traducidos a imágenes en los códices,
imágenes con esferas, círculos, regiones del inframundo,
números de alas en las apariciones de ángeles, números de
ojos y cabezas en la aparición de las Bestias.

Por cierto, alguien hará notar que para comple-


tar este espacio de cifras perfectas, Dante culmina el
Paraíso en el límite mismo del número de sus días. La
Commedia llega a su fin justo antes de morir, justo antes
de unirse a la Gran Luz. Y es probable que antes de
unirse al amor che move il sole e l’altre stelle, Dante se
haya preocupado por inscribir un alegorismo numérico;
es que todo en la Commedia, todo en su épica, es tres.
Tres partes (Infierno, Purgatorio, Paraíso); cada parte, di-
vidida en treinta y tres cantos, formados por tercetos. Pero
hay más:

48 estrofas; (47 + 1 línea suelta) multiplicadas por (3)


versos= 144 (1+4+4=9, múltiplo de 3, ó tres veces tres).

Luego:
144 por 33 (cantos) = 4752 (4+7+5+2= 18 = dos
veces 9, múltiplo de 3)

Por fin:
4752 por 3 (partes)= 14.256 líneas (1+4+2+5+6= 18,
dos veces 9 ó equivalente a 1+8, siempre nueve, tres veces
3).
Naturalmente, esto alegoriza la Trinidad.
168 Horacio Bollini

Pero también estos números señalan el trián-


gulo, la más hermosa de las formas en el Timeo.
Y más importante aun: en el Apocalipsis, se declara que el
número de los Salvos es 144.000, exactamente, mil veces la
multiplicación de las estrofas de cada canto por las líneas
(48 por 3=144).
Además de su alegorismo, el orden numérico tiene un
carácter rítmico, esencial porque la Commedia sólo ter-
mina de completarse cuando es leída en voz alta.

III

Ciertos textos (¿o acaso todos?) pueden ser leídos de


acuerdo a 4 criterios: literal, moral, alegórico, anagógico.
La Commedia guarda esas cuatro interpretaciones.
Anagogía (άναγωγή, “elevación”) es para Platón ele-
varse hacia el Topos-Uranos, lugar donde se originarían las
ideas. Para Clemente de Alejandría, la anagogía implica
superar la interpretación literal de un texto, para acceder a
una esfera superior. Es otra manera de aludir a las nociones
de una lectura spiritualiter de los textos, que franquearían
los límites de una interpretación literaliter.
Aunque existen alternancias, épocas de fluctuación
entre el in re y el ante rem; entre lo literal y lo alegórico,
no hay duda de una constante de pensamiento no-literal,
incluso en épocas de preeminencia del aristotelismo.
Pero la Comedia no es un tratado de interpretación, y
Dante no se comporta como un Escolástico; se permite
mostrarse íntimamente: de allí que el poema esté escrito
en primera persona. No obstante, el alma del poeta está
Tiempo 169

detrás del juego alegórico, se puede percibir en sus grietas,


como un eco. Porque la superficie del poema es aquella
que conviene a una superestructura alegórica. Lo que allí
suceda no será nunca del todo volitivo, del todo corporal.
Los trayectos están marcados: Virgilio, guía de Dante has-
ta el Purgatorio, simboliza a la Razón. Beatrice es símbolo
de la Fe, que está por encima de la Razón y en esto Dante
es claramente agustiniano: sólo la Fe puede guiarlo hasta
el Paraíso.
Por empezar entonces está su devoción por Virgilio.
Cuando sabe que éste –por ser pagano- no podrá acceder
al Paraíso, le confía su devoción llamándolo duca, signore,
maestro:

(139) Or va, ch’un sol volere è d’ambedue:


Tu, duca, tu signore e tu maestro
così li lissi: e poi che mosso fue,

(142) Entrai per lo cammino alto e silvestro.

Hay un momento de gravedad suprema en la


Commedia. Esa pavura no se corresponde a los tormentos
corporales del infierno, sino a una extrañeza de orden psí-
quico. Tremor sordo del Nobile Castello. (Inferno, Canto
IV)
Venimmo al piè d’un nobile castello,
Sete volte cerchiato d’alte mura,
(106) Difeso ‘ntorno d’un bel fiumicello.

El lugar impacta pero es sombrío (aislado, cercado por


siete líneas de murallas). La oscuridad que allí se percibe
no es declamada ni expuesta. Dios está ausente, y esa cer-
170 Horacio Bollini

teza (la certeza de estar ontológicamente solos, abandona-


dos en el espacio cerrado) basta para infundir cierta pa-
vura. Grandes almas: Platón, un poco por delante de los
demás, Aristóteles, Euclides, Tolomeo; incluso Saladino y
Avicena. Pero estas almas no han conocido la redención
de Jesucristo. Por eso presentan un aspecto sombrío.
Y hablan de modo sombrío:

Genti v’eran con occhi tardi e gravi


Di grande autorità ne’lor sembianti:
Parlavan rado con voci soavi

La exclusión de Dios: precisamente, Bergman la cons-


truye en Tystnaden. El Silencio de Dios. El Silencio (1962)
es una versión aggiornada del Nobile Castello; quizá no
nos damos cuenta de que allí se alude a una manifestación
del infierno porque el Infierno ya nos resulta un símbolo
lejano o acaso imposible.

IV

Colocar a sus enemigos en el Inferno, venganza inte-


lectiva de “la hiena que versifica entre las tumbas”, según
Nietzsche.
Pero acaso el deseo que subyace en el gigantesco texto
sea recobrar el punto de apoyo del mundo: el amor de la
mujer.
En el Infierno, Canto V, se produce el encuentro de
Dante con Paolo y Francesca, los dos amantes condenados
Tiempo 171

por adulterio al castigo eterno. (Francesca se acostaba con


el hermano de su esposo; ambos fueron sorprendidos por
éste, Giovanni Malatesta da Rimini, y asesinados).
Dante se apiada de los amantes. Pero no creemos en el
Infierno ni en la condena al placer, de modo que esa mise-
ricordia del Dante puede molestarnos un poco. Aunque,
si bien se ve, esa pietà del poeta esconde algo.
Poi mi rivolsi a loro e parla’io
E cominciai: “Francesca, i tuoi martiri
A lagrimar mi fanno tristo e pio

(118) Ma dimmi: al tempo de’ dolci sospiri,


A che, e comme concedette amore
Che conosceste i dubbiosi desiri ? »

Los tres versos finales muestran la curiosidad de Dante,


curiosidad que no siente por ninguna otra alma en el
Inferno.
Francesca, la única que habla, se explaya: sigue amando
a Paolo, puede seguir amándolo aún desde el Infierno. Su
dolor mayor es la remembranza del placer: E quella a me:
«Nessun maggior dolore/che ricordarsi del tempo felice/
nella miseria…”
Francesca da Rimini sabe que su castigo es justo, pero
no se arrepiente. (Los réprobos no tienen derecho a ese
arrepentimiento). Le promete a Dante rogar por su alma,
implorar ante el “Rey del Universo”: esa es la expresión en
los labios de Francesca, ya que los condenados no pueden
llamarlo “Dios”, nombre que les está vedado.

se fosse amico il re de l’universo,


noi pregheremmo lui de la tua pace,
(93) poi c’ hai pietà del nostro mal perverso. 
172 Horacio Bollini

Y al fin, lo que nos importa a nosotros: ¿Dante envi-


dia un poco a estos amantes que han podido consumar
el tipo de amor que él no conoció en Beatrice? El parale-
lismo no es casual, y para subrayarlo me parece que Dante
hace hablar a Francesca: “Ma s’a conoscer la prima radice/
del nostro amor tu hai cotanto affetto,/dirò come colui che
piange e dice...”
Dante está interesado en conocer cuál fue el comienzo
de la relación y trae del modo más presente la versión de la
amante. Y esa versión coincide con la imagen de las cartas
atribuidas a Eloísa, en las que recuerda cómo se hicieron
amantes con Abelardo: leían juntos, pero pronto la lectu-
ra se vio interrumpida por las caricias. Aquí va Francesca:

Quando leggemmo il disïato riso


esser basciato da cotanto amante,
(135) questi, che mai da me non fia diviso,

la bocca mi basciò tutto tremante.


Galeotto fu ’l libro e chi lo scrisse:
(138) quel giorno più non vi leggemmo avante». 

El relato de Francesca tiene una impronta total-


mente alejada de la retórica y de los presupuestos de
la moral; es fuertemente presente, sobre todo en ese
“la bocca mi basciò tutto tremante” donde se siente fí-
sicamente el temblor conmocionado del primer beso.
Cara opuesta, lunar, de su relato de la pasión por Beatrice.
Si nuestra experiencia en la tierra es per speculum, in ae-
nigmate, en los lugares de consumación espiritual todo se
invierte. El espejo celestial, a la diestra del Padre. O aquél
de los Tormentos, a la sinistra. En ambos hay una imagen
Tiempo 173

invertida de lo terreno: así Dante narra su amor sin consu-


mar, mientras del otro lado –sub specie aeternitatis- es una
mujer aquella que cuenta su pasión consumada.
Las imágenes de poética pura sostienen la épica; allí es-
tán las repeticiones3 de sonido (“caddi come corpo morto
cadde”). Esa imagen del peso de un cuerpo tiene algo de
fantasmal. Así se cierra el Canto V del Inferno y el diálogo
con los amantes.

(139) Mentre che l’uno spirto questo disse,


L’altro piangëa; sì che di pietade
io venni men così com’io morisse,

E caddi come corpo morto cadde.

El otro extremo de esta historia, está en el Canto XXXI


del Paradiso. Es la famosa última sonrisa de Beatrice.
El motivo íntimo por el cual se ha escrito el texto.
Cosí orai; e quella, si lontana
come parea, sorrise; e riguardommi;
Poi si tornó all’etterna fontana

Hay una imagen para construir esa consolatione: es ese


riguardommi. Dante no describe sólo el hecho objetivo de
la última sonrisa de Beatrice y la oración antes de partir ha-
cia la Fuente de donde brotan las almas. Añade además que
ella lo mira. En ese momento Beatrice deja de ser objeto ide-

3
Repeticiones, y también acentos de color que no se respiraban des-
de las Bucólicas de Virgilio:
La terra lagrimosa diede vento/Che balenò una luce vermiglia/La
qual mi vinse ciascun sentimento;/E caddi come l’uom che’l sonno
piglia. (Inferno, Canto III)
174 Horacio Bollini

al de contemplación, porque un símbolo no nos mira. (Un


símbolo no nos mira, excepto bajo cierta teoría deleuziana, o
en la versión contemporánea de la relación sujeto-objeto).
Esa sonrisa final vale tanto (suponemos que para él valió
incluso más) que el Amor de Dios che move il sole e l’altre
stelle.
Es su Consuelo.
La re-presentación en Fra Angelico
En la versión de Orígenes –que se remonta a Plotino-
las almas se desprenden desde lo Uno y proceden a una
ensomatosis o adquisición de cuerpo. Bajan a esa temible
corporalidad que menciona Eckhart:

Tres cosas privan al hombre de conocer a Dios. La


primera es el tiempo, la segunda es la corporalidad, la
tercera es la multiplicidad. Para que Dios pueda en-
trar, estas cosas deben salir.

Tiempo es la preocupación del místico, y ese tiempo


impone, en lo sucesivo, lugares y cosas que oscurecen la
plenitud de la unidad, reunión en Dios. Desprendidas del
cálido Uno, las almas pasan a formar parte de lo sucesivo
y lo múltiple.
El alma entonces excede la unidad y cae en el número
y en la multiplicidad.
Convendrá, pues, remontar la ciencia y no abandonar
nunca ese estado de unidad. (Plotino, Enéada VI)

Aun las almas espirituales, ya salvadas sub specie aeter-


nitatis, padecerían en la tierra esa multiplicidad, rehén del
tiempo, hasta ser liberadas de su prisión corporal. Para
quien busca remontarse al Silencio Eterno o al Verbo
Eterno (aquí los opuestos son metáfora de unidad, como
176 Horacio Bollini

en las imágenes poéticas del Pseudo-Dionisio) deben en-


contrarse vías de trascendencia frente a los sentidos; el
asceta calla, se recluye, trepa a lo alto de la columna, mue-
re de inanición. Pero el pintor trabaja en una de aquellas
dimensiones de lo sucesivo: el espacio. Y si su propósito
es remontar el río del tiempo o más bien detenerlo, debe-
rá operar de modos secretos. Esto es lo que tentaron De
Chirico y Carrà: muros, galerías, plazas, sombras proyec-
tadas en el espacio insomne, deteniendo el tiempo desde
su forma rotunda. Limbos, objetos un poco en este mun-
do y un poco en la otredad. Cosas que han sido abandona-
das o que planean quedarse cuando ya no estemos.
Angelico, junto a Giotto, dictaron a Carrà y De Chirico
estos homenajes a la ausencia. Guido di Pietro, luego Fra
Giovanni da Fiesole, luego Angelico; el pintor devenido
teólogo, o a la inversa: esa letra teológica sobresale del
plano secular, cuando rodea al misterio. Quienes vindican
o intuyen cierto orden espiritual, vuelven a encontrar la
letra y el pergamino. Y así los frescos en San Marco, con-
cebidos como meditación y para la meditación, impactan
a Rothko en 1950, durante su primer viaje a Italia.
Angelico pinta lugares de eternidad, cuerpos fríos, al-
mas frías (psiché/psychron) porque cayeron del Padre, se
alejaron de su fulgor. Son todas re-presentaciones, apa-
riciones de cuerpos o más bien re-corporalizaciones que
acaecen en un espacio que desmiente lo sucesivo. Si se
vuelve a tener un cuerpo (“ese objeto que nunca me aban-
dona”) es porque una entidad lo preexiste. A esa Fe de
eternidad, ciclo de apariciones y desapariciones ilusorias,
se entregaría Angelico.
Tiempo 177

I. Re-aparecer en un Lugar

Es Epicuro quien anota que las imágenes sobrepasan en


finura y sutileza a los cuerpos sólidos; no sólo esto: las imá-
genes también poseen, según Epicuro, mayor movilidad y
velocidad. Así, quizá nada pueda reprimir o interrumpir
la emisión de imágenes. Esta definición de imagen o re-
presentación podría –a pesar de provenir de un pensador
tan distante del misticismo cristiano-platónico- ponernos
cara a cara con la re-presentación de Angelico, para quien
el ser-imagen es lugar de apertura a lo invisible.
Los lugares que pinta Angelico permanecen, creemos
haber estado allí. Quizá otros (que también somos noso-
tros) han estado allí, junto a esas murallas. Junto a esos
arcos y losas del Día Elegido están los ángeles coronados
con flores, esos ángeles que le valen al artista su apelativo.
Un cuerpo es algo contundente, no es transparencia ni
phantasma, tal como distingue Epicuro. El estado inter-
medio entre este mundo y el otro corresponde a esas vi-
siones que aturdieron y maravillaron a Hildegarde, según
nos revela el Scivias. Pero los cuerpos, los cuerpos de los
apóstoles, de la Virgen, del propio Jesús, debieron antes de
su paso a Gloria, manifestarse rotundamente. O ser plas-
mados, como recordatorio, en una imagen. La premisa de
Angelico debió basarse en una materialización o re-pre-
sentación con la nitidez necesaria para provocar la certeza
del ser. El espacio fue preparado para dar curso a esa apari-
ción, y es el mismo espacio que codifica Le Message1:

1
Le Message, Jacques Prévert. En: Paroles. Gallimard, Paris, 1972.
178 Horacio Bollini

La porte que quelqu’un a ouverte


La porte que quelqu’un a refermée
La chaise où quelqu’un s’est assis
Le chat que quelqu’un a caressé
Le fruit que quelqu’un a mordu
La lettre que quelqu’un a lue
La chaise que quelqu’un a renversée
La porte que quelqu’un a ouverte
La route où quelqu’un court encore
Le bois que quelqu’un traverse
La rivière où quelqu’un se jette
L’hôpital où quelqu’un est mort.

En esos lugares de ausencia, lugares sub specie aeterni-


tatis, suceden las hagiografías de Angelico. Para lograr
detener lo sucesivo, para aislar los objetos de quienes los
poseyeron o vivieron, para sumergirlos en la eternidad,
están pintados a mitad de camino entre la idea y la mani-
festación material, entre el ser y la fenomenología, fron-
tera entre substancia y accidente (“sustanze e accidenti e
lor costume,/quasi conflati insieme, per tal modo/che ciò ch’i
dico è un semplice lume”). Angelico prepara un no-lugar,
un no-tiempo. Puede ser ese espacio que apenas se abre a
la derecha de la tabla del Milagro (Milagro de los Santos
Cosme y Damián, predella del Altar de San Marco); en el
patio -hortus conclussus- de la Anunciación, o bien en las
murallas del fondo de la Lamentación de San Marco. En la
predella (Galleria Nazionale dell’Umbria) que representa
La muerte de San Nicolás, cuatro ángeles portan el alma
del Santo, por delante de unos cipreses. Pero el clima de
eternidad no es dado por la ocasión hagiográfica, sino por
el muro gris y sus dos aberturas: una puerta, al fondo, y
una ventana circular a través de la cual se alcanza a ver el
cielo.
Tiempo 179

En los frescos de San Marco, el clima de eternidad, el


aura espiritual, se intensifican. La mácula del tiempo fue
eclipsada, no sólo en relación al espacio, sino en cada fi-
gura. En el Cristo con los emblemas de las afrentas, éstas
se transforman en signos que flotan como letras en un es-
pacio blanco. Y este Christo, entronizado y con vendas,
es tan abismal como el verde-agua del fondo. La simbolo-
gía de los colores, aquí, como en los códices de dos siglos
antes, se une al tratamiento de la materia, sea sobre tabla
o muro.
Las cosas aparecen en el mundo separadas por su cor-
poralidad y su multiplicidad, mientras que en el Uno se
confunden; el alma conservaría memoria de esa Unidad y
a la par podría habitar en el “mundo de las cosas”, esto es,
el lugar de lo múltiple.

Otro tanto ocurre con el alma, que si se dirige hacia


algo privado de forma, es incapaz de aprehenderlo
por su misma indeterminación al no verse ayudada
por ninguna impronta; resbala entonces fuera de ese
objeto y teme no poseer nada. No es extraño, pues,
que se fatigue en tal circunstancia y que anhele des-
cender con frecuencia al mundo de las cosas; y así, no
cejará hasta llegar al dominio de lo sensible en el que
hallará descanso como si estuviese en un terreno sóli-
do. (Plotino: Enéada VI)

En Angelico las cosas resplandecen, tanto más si están


cerca de un nimbo o una insinuación del verbo. El alma
con toda su indeterminación en algún momento desea
unirse a lo sucesivo y lo múltiple, anhelando entonces
descender al mundo de las cosas. Pero esto no desmiente
el anhelo de eternidad: es parte de la voluntad de Dios
180 Horacio Bollini

que quiere para sus almas una experiencia sensible; la vo-


luntad de Dios en Angelico supone la aceptación de las
cosas y su hálito. Basta ver, en la tabla de la Lamentación
de San Marco, el brillo con que cada cuerpo proclama su
entidad, sin renunciar ni por un momento al deseo de lo
Uno. Cuando se quiere subrayar otro género de tempo-
ralidad, puede haber signos dispersos (en dos frescos de
San Marco) o simultaneidad de nodos temporales: en la
Resurrección (Fresco, San Marco), la narrativa involucra
varios planos: las mujeres testigos de la Resurrección, el
ángel, San Domenico, el Christo en la Gloria. El ángel
sentado en el sarcófago tiene el mismo color de la piedra,
es una sola substancia con el lugar que contuvo la muerte
y fue también lugar de vida del Señor. (En Tomás de
Aquino se lee que la piedra sepulcral alegoriza o figura el
“seno virginal” de María: potest autem et novum sepulcrum
Mariae virginalem uterum demonstrare).
Un crítico marxista se escandalizaba de estas visiones
de Angelico, que vistas superficialmente son panegíricos
de la Fides, eikon mórbido de la Ecclesia. Pero esta aura
espiritual, estos lugares de profecía, deslumbran a Rothko.
Como la Luz que deslumbra a Dante, haciéndole mover
los labios en alabanza.

II. Desprenderse del cuerpo

Los cuerpos que se preparan para el Día Decisivo toda-


vía tienen, en la tabla del Giudizio Finale (1432) resabios
de Lorenzo Monaco y el Gótico Internacional. A pesar de
que la datación de la obra supondría una época de madu-
Tiempo 181

rez del artista, no es del todo así: Angelico empezó a pin-


tar tardíamente, probablemente en torno a 1425. Así, al
concebir su Giudizio Finale habría superado los 35 años;
y todavía allí los condenados que hierven en calderos -así
como los demonios- resultan decorativos; tanto los azules
como los rojos de la tabla se han construido bajo precio-
sismo material, uno de los cuidados que pone el Gótico en
la construcción de la imagen. Pero ese preciosismo maté-
rico no resulta una preocupación central para un artista
de sus días como Filippo Lippi, quien construye su obra
desde cuerpos rotundos apuntando, como lo harán luego
Mantegna y Botticelli, al canon y a phi como categorías y
puntales del pensamiento estético.
Pero no es en las figuras donde está el acento de esta
tabla; centro y tensión del Giudizio de Angelico se en-
cuentran en las losas sepulcrales, en los nichos oscuros que
se abren y las losas blancuzcas, en la manera elemental de
perspectiva. Estos elementos construyen, también aquí,
una abolición del tiempo sucesivo. En Angelico se produce
con frecuencia, a lo largo de toda su obra, esta conjunción
de elementos anecdóticos o simplemente bellos (por el
tratamiento de la superficie) con lugares o cuerpos de pro-
fecía. Lieux Prophétiques, anuncia Didi-Huberman.
Angelico, Fra Giovanni da Fiesole, antes Guido di
Pietro, había ejercido la pintura previamente a su entrada
en la Orden de los predicadores. Una parte importante
de su obra se conserva en los espacios donde el pintor vi-
vió, en el Convento de San Marco. Pero suponer que el
creador de estas imágenes fue un asceta que concibió su
obra en celdas de aislamiento no ayuda a sopesar sus in-
fluencias. Angelico vive en los mismos años que Masolino
182 Horacio Bollini

da Panicale. Como Masolino, recibe cierta influencia


formal de Masaccio, solidifica así sus cuerpos, sin entrar
nunca en el pathos ni en el nervio -ni en la carnalidad
autárquica- de Masaccio. La cualidad aérea de la obra de
Angelico es un misterio. Ésta reside en lugares y cuerpos,
bajo esa concomitancia de la rinascita y el gótico, en su
manera de someterse a la Gran Conciencia, sin sombra de
rebelión. Adán y Eva, bajo la mirada de Masaccio, se re-
belan, claman, se agitan patéticamente y en ese patetismo
(el llanto de Eva) está la prueba de que no terminan de
aceptar la Voluntad Divina ni la Caída; es la prueba de
que Masaccio ubicó su mirada aquí abajo, en los pies y la
tierra, en la realidad del libre albedrío y en la dimensión de
lo humano en acto. Pero Angelico jamás concibió escenas
de agitación o estertor. Todo está en calma. No es que la
sangre no pese más que la hierba, sino que ambas circulan
con idéntica serenidad, al margen de la duración. Crear
esa detención es todo su consuelo.
El punto más alto de ese consuelo debería darse en los
dos máximos misterios del cristianismo: la encarnación
del Verbo; la muerte y Resurrección del Unigénito.
El primer misterio se patentiza en la Anunciación, tema
que Angelico repite una decena de veces: en ilustraciones
de códices, en tabla, en el Armadio degli Argenti, en fres-
cos. El orden es escriturario, y en la versión de Cortona
(ca. 1434), de la boca del Arcángel brotan palabras de
oro: el verbo, proveniente de la Eternidad, aparece desde
el invisible y se abre hacia un lugar preciso del tiempo.
Parménides encontró en el pensamiento puro el acceso al
Ser sin fragmentación.
Tiempo 183

τό γάρ αύτό νοειν έστιν τε χαί εϊναι

Dada la naturaleza del poema de Parménides (y más


allá de la lógica del Principio de Identidad) ese pensar no
debe leerse como recurso exclusivamente racional, sino
como ejercicio de entidad particularmente mística, donde
se rechazan los sentidos. “Una y la misma cosa es ser y pen-
sar”, supone el acceso, a través del pensamiento-palabra,
a un plano superior y eterno. Y puede ser el descenso, a
través del mismo pensamiento-palabra, desde la región
superior del Ser hasta los accidentes de los sentidos, la ma-
teria, la carne. La raíz de Elea sobrevive en Platón, y de allí
a los primeros teólogos cristianos. Plotino rechaza sin am-
bages que exista otro medio de acceso a la Unidad que un
remontar místico no-discursivo donde el alma se impone
a toda dispersión de los sentidos y aun de ciertas maneras
del conocimiento:

La mayor de las dificultades para el conocimiento del


Uno estriba en que no llegamos a Él ni por la cien-
cia ni por una intelección como las demás, sino por
una presencia que es superior a la ciencia. El alma
se aleja de la unidad y no es en absoluto una cuando
aprehende algo de modo científico; porque la ciencia
es un discurso y el discurso encierra multiplicidad.
(Enéada VI)

Los descensos, la ensomatosis desde el Padre o desde


Verbo hacia la carne son variables medianamente fieles a
los originales griegos: el verbo que encarna en la Virgen
aparece desde el mensajero de Dios, y las palabras que bro-
tan de su boca tienen el color del oro porque, como la luz
para los neoplatónicos, es consubstancial al Padre.
184 Horacio Bollini

En cuanto al escarnecimiento sobre el Cuerpo Físico


del Cristo y su Muerte, aparece mayor número de veces en
los frescos de San Marco. Los dominicos tomaron pose-
sión del Convento de San Marco en 1436 y ese es el origen
de la extensa serie de frescos de Angelico, destinados a la
contemplación de los religiosos.
A primera vista, y dada la manera en que Angelico deja
entrar el naturalismo en la superficie de su obra, debería
resultar compleja la inclusión de signos; éstos se ubican
mejor en superficies que se muestran como abstractas.
Una hipótesis de abstracción en Angelico es más aguda
que en ningún otro artista: sabe colocar un cuerpo al lado
de un rectángulo; una fuente de luz naturalista, junto a
una superficie de geometría analítica. Sus arquitectu-
ras son los espacios que encuentra idóneos para que los
símbolos escriban su trayecto. Pero al fin de cuentas esos
signos, que están en un mundo cuantificado, consiguen
trascenderlo y no aparecen escribiéndose, sino ya escritos
desde siempre. Tanto el tema de Cristo con los emblemas
de las Afrentas como el Varón de Dolores trabajan desde
una identificación aislada de los signos de vejación: son
pruebas proféticas del Sacrificio del Cordero y se plasman
como signos aéreos. Flotan en ningún lugar. Y en tanto
duplican el anuncio profético del Antiguo Testamento,
no devienen. Son, a perpetuidad.
El Noli me tangere sucede en un jardín sin tiempo,
con especies vegetales eónicas: una palmera (de sabor
casi cámbrico) está justo en el centro, entre Magdalena y
Cristo. Toda atención se centra en este verdor primitivo,
cuya frescura casi puede respirarse. Pero el foco principal
está en el pie derecho del Cristo que volvió de la muerte:
Tiempo 185

ese pie se apoya sobre la hierba, casi rozándola, sin peso.


Avanza della sinistra alla destra, pero simultáneamente
permanece. Reposa.

Pisar la hierba húmeda con pies descalzos sigue siendo


un ejercicio esencial.
El ejercicio de Teología y pintura del fresco de Angelico
se abre a ese ripristinare; algo de aquella hierba está con
nosotros. Podemos reconocerla cuando el tiempo es
detenido.
g
Las palabras y lo que dejamos atrás
Las espaldas del rabí, de los cabalistas y de Benjamin
descansan sobre la idea de la profundidad insondable del
verbo. Este fruto –el verbo- nace ex nihilo, para después
realizar sus trayectos sobre un abismo. Ha sido regado por
la escuela de Elea, por las interpretaciones platonistas del
Medioevo; por facetas de la mitología y por un núcleo só-
lido de raíz ontológica.
Es preciso decir que esa profundidad no se agotará;
de allí que la imagen de Kraus (“cuanto más nos acerca-
mos a una palabra, desde más lejos parece que ésta nos
mira”) está en la cima de su aura. No ha descendido de
esa cima, ni siquiera para ponerse cara a cara con los jeux
d’eau de la filosofía contemporánea. Pienso en uno de esos
recorridos donde el ojo interior de la filosofía se funde
con la palabra como suprafenómeno estético: Deleuze.
Cosa nada extraña en quien toma a Nietzsche como uno
de sus maestros, esas íntegras aperturas interiores deleu-
zianas podrían compendiarse en aforismos. O pueden
reducirse a pasajes, sin cuidado de desarmar un sistema.
Porque está de por medio esta inquietud eminentemen-
te francesa de crear un lenguaje, una estética filosófica
que casi prevalece por encima de un sistema. Si alguien
encuentra lógicamente insuficientes las Mil Mesetas de-
leuzianas o sus agenciamientos, sin duda será porque en
188 Horacio Bollini

los textos de Deleuze resulta más determinante una fas-


cinación por el verbo y la imagen; por una historia “se-
ria” de la magia, o una construcción del subconsciente
como cartografía; creación de un subconsciente que sigue
construyéndose. Al fin, fascinación por una Historia del
Arte que en cualquiera de sus segmentos no consecuti-
vos pueda deparar otro abismo paralelo al lingüístico.

“…parce que l’amour est riche en signes,


et se nourrit d’interprétation silencieuse. »
Gilles Deleuze

Hay una manera de leer a Deleuze que puede abrumar,


en caso de incurrir en una innecesaria responsabilidad
de unir, de interpretar, de insertarlo en una tradición.
¿Unirlo a qué? ¿A una ya lejana y a la vez cercana tradición
de Grecia y de la escolástica? Asoma difícil.
Para empezar, no hay que olvidar que él mismo declara
a Nietzsche y a Bergson como sus maestros. La ligazón con
Bergson está clara. Pero el encuentro con Nietzsche podría
ser más elíptico. Aquella batalla que libró Nietzsche con la
noción de Bien y de Mal ya había sido ganada por Spinoza.
¿Es esto lo que lo convierte en maestro de Deleuze? No.
Uno de los rasgos del lazo Nietzsche-Deleuze puede divi-
sarse en una imagen provista por Bergson: para Bergson,
en la historia de la Filosofía hay cuestiones de fondo y de
forma que pueden resaltarse alternativamente, del mismo
modo en que el fotógrafo pone en foco su primer plano
o aquello que está más lejos del lente. Yendo a un caso
Tiempo 189

concreto, para Bergson el orden more geometricum de la


Ética es casi una vicisitud o exigencia histórica (en pleno
cartesianismo), mientras que el substrato intuitivo spino-
ziano sería la verdadera marca, la esencia que convierte a la
Ética en uno de los libros más importantes de la historia,
tal como lo define Deleuze. Del mismo modo, a veces la
forma o el primer plano verbal prevalecen sobre el fondo.
Así, Nietzsche encuentra más deleitable descargar su
energía, su odio, su tensión, su mirada nueva, sobre los
cartílagos antes que sobre la osamenta. Acechando sobre
la última recámara, no entra al palacio por el centro (pen-
sadores centrales son Descartes, Leibniz y Kant) sino
como un marginal revoltoso. Y es apasionado al límite de
trascender el amojonamiento tradicional del territorio fi-
losófico y llevar su voluntad a lugares totalmente ajenos
de una episteme. Muerde en cualquier lugar, seguro de
que más tarde o más temprano su energía y su despliegue
harán lo restante. Tiene voluntad de demoler, eso está
claro. Y si llegara una construcción, intuye que ésta vendrá
a consecuencia de haber hincado el diente con extremo
placer. Esa manera de forma e intuición no obliga a una
lectura ordenada ni a un pensamiento claro y distinto.
Hay, también en Nietzsche, esa nueva retórica: poesía
del Zaratustra para graficar el devenir, la fuerza jubilosa
sin tensión, ese volver a empezar que aliviana a Ariadna;
porque Ariadna encuentra en Dioniso-toro (nunca en
Teseo), la manera de llegar a un cielo nuevo. Teseo es la
línea exterior del ethos; el Toro es el devenir deseante.
Y así también en Deleuze puede leerse una serie de es-
labones de imágenes poéticas. Y presupuestos deseantes
que trascienden la limitación de un problema único para
190 Horacio Bollini

convertirse en células de delectación. Esas células germi-


nan rizomáticamente, según la propia concepción deleu-
ziana del rizoma:

El rizoma está caracterizado esencialmente por los


siguientes principios: 1 y 2 los principios de heteroge-
neidad; 3 el principio de multiplicidad, que hace del
múltiple un sustantivo y ya no el atributo de alguna
cosa puesta como un Uno o un Mismo. (Ph. Mengue:
Deleuze o el sistema de lo múltiple)

Por lo demás, se desprenderían dos esquemas (o lec-


turas, o percepciones) prevalecientes, que entran en foco
según se desee y construyen trayectos interpretativos para
cada fenómeno:

a) El esquema genealógico, cuya entidad indica capas


o estratos.
b) El esquema cartográfico, inervado por despla-
zamientos.

Deleuze elige para graficar esta idea una serie de imá-


genes acaso más esclarecedoras que lo sistémico. Para em-
pezar, la imagen de lo arqueológico (el modelo egipcio)
versus lo cartográfico (el modelo indio). Los trayectos
o devenires, bajo el devenir deleuziano y también según
Guattari, ponen el acento en un desplazamiento. Son los
jirones de una conciencia problemática que para olvidar
el nihil se desplaza sin raíz y proyecta una fuga in abs-
tractum. Pero esa fuga es proyección desde su tejido vital.
Porque el vitalismo (deseo) determina gran parte de la
Tiempo 191

conexión Nietzsche-Deleuze. Y ese vitalismo debe llevar-


nos, una vez más, a Spinoza1.
Cada página puede convertirse en un quasi sistema (in-
dependientemente de que pudiera existir una integridad
sistémica en el texto) donde prevalece, como dice Alain
Badiou, una estética por encima del fondo sistemático.
Alain Badiou habla de una “ruptura extraordinaria con
el estilo filosófico anterior”. Esta ruptura en la forma res-
pondería a un desplazamiento en las fronteras entre lite-
ratura y filosofía. Las células estéticas que componen el
pensamiento deleuziano se sostienen desde una identidad
profundamente aérea e intuitiva, según se desprende del
sentido de intuición inmanente de Spinoza. Agreguemos
que cada una de esas células (devenires e inmanencia) son
profundamente inspiradoras para el pintor, para el músico
o el cineasta.
Claro que esa estética encamina, además, a un algo que
hace las veces de fondo. Pero ese algo es múltiple.
Precisamente, Mil Mesetas remite a lo múltiple y a la au-
tonomía de cada potencia vibrante, modelo en el cual no
existe punto de culminación, ni fin exterior. Es inmanen-
cia pura. Y allí también se aborda una interpretación del
orbe semiológico. Philippe Mengue (“Deleuze o el Sistema
de lo Múltiple”) describe así uno de los aspectos de esta
teoría de la expresión:

1
Spinoza, Ética, Prefacio a la Parte IV: Y lo que llamamos “cau-
sa final” no es otra cosa que el apetito humano mismo, en cuanto
considerado como el principio o la causa primera de alguna cosa.
Esta presentación del deseo como causa primera demuestra que no
sólo la abolición de Bien y Mal es la deuda que Nietzsche tiene para
con Spinoza.
192 Horacio Bollini

La propiedad de sobrecodificación y de sobrelineali-


dad propia del lenguaje, induce a una apariencia de
independencia y de superioridad del estrato lingüís-
tico sobre los otros estratos (ya que puede “represen-
tarlos”). Esta pretensión conduce a un doble impe-
rialismo; por una parte, el imperialismo del lenguaje
sobre los otros estratos (todo tipo de expresión o de
semiótica reenviaría a la semiología lingüística) y, por
otra parte, el imperialismo del significante…

Mengue señala dos dominaciones especificadas por la


teorética de Deleuze, con Saussure como lejano fondo: la
primera resulta de convertir todos los sistemas de signos
a un patrón lingüístico; la segunda retrotrae a los signi-
ficantes (que en cualquier concepción contemporánea
quedan liberados de ejercicios de mimesis, representación
e ideal). En Deleuze la antigua distinción cosa/signo, pa-
labra/cosa desaparece: los signos trabajan directamente
sobre las cosas; las cosas despliegan su vibración a través
de los signos, en entera reciprocidad. Esto se hace posible
porque desde los agenciamientos se produce un cribado
–como telón de fondo se perciben continuums de varia-
ción- a resultas del cual las partículas se comportan como
signos y los signos como partículas liberadas. La resul-
tante es una interacción con estabilizaciones relativas. La
relación entre organización lingüística y contenidos deja
de ser causal: ni los vehículos significantes determinan los
contenidos (cosas significadas); ni los contenidos (“in-
fraestructura”) generan una tiranía hacia la expresión (“su-
perestructura”) y organización lingüística. Esta flexibili-
dad, esta reciprocidad, difieren de la mirada de Foucault;
y difieren también de las argumentaciones del marxismo,
rígidas en su combate a la verticalidad. Mil Mesetas deja
Tiempo 193

ver, en todo momento, el nexo entre el universo deleuzia-


no y el spinocismo: suprema empatía.
Aquello que Deleuze invoca es múltiple, pero además
alguien podría detectar que ese fondo remite a la magia o
es puramente artístico. No es rara, esa alianza del pensa-
miento francés con la estética. Las fuentes son muchas: el
psicoanálisis o la crítica del psicoanálisis, la estrecha unión
con el arte, la profusión de pensadores franceses vincula-
dos a la literatura, a la crítica artística y las vanguardias,
la propia idea de Bergson de la Filosofía como género y las
diversas artes como especies. Esta pasión por el arte como
lugar de verdad puede entreverse aquí :

La supériorité de l’art sur la vie consiste en ceci: tous


les signes que nous rencontrons dans la vie sont en-
core des signes matériels, et leur sens, étant toujours
en autre chose, n’est pas tout spirituel. (G. Deleuze :
Proust et les Signes)

Leer a Deleuze, más allá de los momentos de luz inte-


lectual sobre un determinado fenómeno, implica regocijo.
Es que la flexibilización de este lenguaje resulta al fin pura
necesidad, urgencia planteada por su propia búsqueda.
Crítica y Clínica, última obra de Deleuze, posibilita una
suerte de epigrama de su estética, de las líneas de erosión
que afectan el paisaje deleuziano. Allí se indaga bajo qué
rizomas brota una célula lingüística o su balbuceo (“Louis
Wolfson o el procedimiento”); surgen, en imágenes ful-
gurantes, los avatares de una construcción de la literatura
como posibilidad de un Pays de l’homme (“La literatura
y la vida”). En el ensayo “Lo que dicen los niños” está des-
granada la oposición cartografía-estratos: allí el deslum-
bramiento surge de esa intuición sobre cierta génesis o
194 Horacio Bollini

producción de la obra; la manera en que el escultor libera


las fuerzas internas de la materia, no como trabajo de capa
externa, sino como pulsación de lo interno:

“…corresponde en efecto a la nueva escultura tomar


posición sobre unos trayectos exteriores, pero esta
posición depende en primer lugar de los caminos
interiores a la propia obra; el camino exterior es una
creación que no es preexistente a la obra, y depende de
sus relaciones internas”.

Esta manera de construcción, enteramente barroca y


experimentada por Rembrandt, por Charpentier, Sainte-
Colombe, por Bernini y su escuela, contrasta con la
linealidad clásica, atada a una preexistencia de lo externo2.
Luego, culmina:

“Esos trayectos interiorizados no son separables de


unos devenires. Trayectos y devenires, el arte los hace
presentes unos dentro de los otros; convierte en sen-
sible su presencia mutua, y se define así, invocando a
Dioniso como el dios de los lugares de paso y de las
cosas de olvido.”

La desterritorialización indica un remontarse al cen-


tro de toda substancia, a su potencia, su centro invisible y
productor que es precisamente el centro de la substancia
en Spinoza. También la mónada de Leibniz, el arte en el
Barroco, la producción de cuerpos y signos. Una máquina
deseante, abstracta, nunca lineal, se remonta y pretende
2
La manera específicamente barroca, además de trabajar por capas,
supone el pintar sin dibujar, un rechazo de línea y contorno. El di-
bujo, esencial en Rembrandt, es independiente de la materia pictó-
rica: no funciona como paso previo.
Tiempo 195

derrotar al “amontonamiento silencioso” que la tierra le


opone al verbo. Porque es el verbo, signo y a la vez poten-
cia quasi corpórea, el que se dirige a ese centro invisible.
Crítica y Clínica culmina con un ensayo dedicado a
la Ética, texto que creo trasciende una de las obras que
Deleuze dedicó a Spinoza (“Spinoza: Filosofía práctica”).
En el ensayo Spinoza y las tres “Éticas” se llega a lugares
inaccesibles, se da nuevo impulso a la propia luz spino-
ziana. Todo, en pos de generar una interpretación supra-
sensible de Proposiciones, Demostraciones, Corolarios y
Escolios:

“Una lógica del signo, una lógica del concepto, una


lógica de la esencia; la Sombra, el Color, la Luz. Cada
una de las tres Éticas coexiste con las otras y se pro-
longa en las otras…”

Cierto vértigo puede dominarnos, al momento de ser


atravesados por esa luz cuyos desplazamientos Deleuze
descubre y nomina en la Ética.
A escala natural, en beneficio de los apetitos de los
cuerpos (y de las almas) Spinoza había hecho notar que
las fuerzas deseantes no hacen sino comportarse por en-
tera necesidad, como se anota en el Prefacio a la Parte IV
de la Ética.
Al fin, en ese universo de necesidad y apetitos inma-
nentes, el arte conserva una proyección de trascendencia.
Cuerpo y memoria bajo inmanencia, son modos de la
Ética, maneras de percepción o entendimiento de lo eter-
no (pero el modo infinito mediato dejó en el manuscrito
spinoziano un espacio en blanco).
196 Horacio Bollini

El arte puede presentar una línea de fuga de esa escala


de gradaciones, según se revela en Proust et les Signes:

La mémoire involontaire nous donne l’éternité, mais de telle ma-


nière que nous n‘ayons pas la force de la supporter plus d’un instant, ni
le moyen d’en découvrir la nature. Ce qu’elle nous donne, c’est donc
plutôt l’image instantanée de l’éternité. Et tous les Moi de la mémoire
involontaire sont inférieurs au Moi de l’art, du point de vue des es-
sences elles-mêmes.

II. El lazo de lo perdido, en Benjamin y Foucault



El devenir en su sentido ontológico resulta un trayecto
donde se adhieren todas las potencialidades del ser, y no
solamente aquellas sub-engendradas por fenómenos de
escala macro. Quisiéramos abolir esa centrípeta (del sím-
bolo a la adquisición de imagen) para proyectar una cen-
trífuga (del deseante a la imagen-símbolo deseada). Pero
la dificultad para consumar ese logro está en la propia
manera de mirar sobre la que poetiza Rilke: hacia atrás,
al acecho y a manera de trampas. Nunca hacia lo abierto.
El ángel, irresistiblemente arrastrado hacia el porvenir,
“hubiera podido despertar a los muertos”. ¿Qué es esto,
sino aquello que se ha perdido por causa del tiempo lineal
y sus “triunfos”?. ¿Qué quiso decir Benjamin con “recom-
poner lo perdido”? Es este texto, donde el epígrafe de
Gershom Scholem no es mera contingencia:
Tiempo 197

Tesis IX

Mi ala está pronta al vuelo,


vuelvo voluntariamente atrás,
pues si me quedase tiempo para vivir,
tendría poca fortuna.
Gershom Scholem: Saludo del Angelus

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus.


Se ve en él un ángel al parecer en el momento de ale-
jarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los
ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas.
El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro
está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros
aparece como una cadena de acontecimientos, él ve
una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre
ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera
detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo
destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y
se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel
ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresis-
tiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas,
mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cie-
lo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Los postergados, aquello que quedó atrás a causa de la


fuerza de ese viento, aparecen en otras tesis de Benjamin
como parte de un presupuesto marxista (si bien muy lejos
de una ortodoxia). Pero la imagen de Benjamin se sitúa en
una vertical abismal: ese viento sopla desde Lo Alto y está
claro que parte del enigma de esta Tesis se basa en incluir
la imagen del ángel y la palabra “Paraíso”. Al fin, ¿de qué
habla Benjamin?
Este ángel es el anverso de la Victoria Alada de Berlín;
Benjamin remite a una contraimagen de todas las formas
198 Horacio Bollini

progresivas de Imperio territorial. La vista se sitúa a la al-


tura de la ruina de los vencidos, para reformular el sentido
de la historia.
Está claro que el ángel experimenta la eternidad,
mientras nosotros padecemos el tiempo sucesivo.
Pero cabría preguntarse qué clase de eternidad com-
pete al ángel de Benjamin. Según evoca Gershom
Scholem, el Talmud proporciona una rara variación
de lo eterno: se trata de esos ángeles que Dios crea
a cada momento, en número infinito; durante unos
instantes cantan Su Alabanza, antes de desaparecer.
El tiempo sucesivo del “aquí abajo” aparece, alegorizado,
en Leonardo:

“L’acqua che tocchi de’fiumi è l’ultima de quella che


andò, e la prima de quella che viene: così il tempo
presente”.

Vivir lo sucesivo implica conocer -y acatar- la historia


como esa sucesión de ruina sobre ruina.
En las tesis X y XIV, Benjamin se ocupa del tiempo y
de la historia bajo la necesidad de reeditar el pasado no
como pieza de museo, sino como presente eterno. La pa-
labra que creo clarifica todo, es “jetztzeit”: ahora-tiempo3.
Roma no vuelve a nosotros porque nosotros saltemos ha-
cia ella, afiebrados. No. El retorno –mística nietzscheana-
se produce a partir de una momentánea suspensión de
lo sucesivo. En la tesis X, a continuación del Ángel de la
Historia, se menciona una suerte de método:

3
Ver la Tesis XIV en Sobre el Concepto de la Historia.
Tiempo 199

“Los temas de meditación que la regla conventual


proponía a los hermanos tenían por objeto alejarlos
del mundo y sus preocupaciones. El pensamiento
que desarrollamos aquí surge de una determinación
análoga.”

Benjamin escribe estas Tesis mientras el fascismo se va


adueñando de Europa. El mismo fascismo que lo obli-
gará a dejar Alemania para refugiarse en Francia. Y ante
la ocupación nazi, lo conocido: escape, desesperación y el
extraño suicidio a las puertas de España.
Foucault en “Las palabras y las cosas” especifica las re-
laciones, significados y taxonomías perdidas en nuestra
construcción, en nuestro devenir o progreso del lenguaje.
Las palabras, frente a una imagen, a veces no pueden pe-
netrar ciertas densidades; no obstante, este fenómeno no
se verifica debido a que “la palabra sea imperfecta y, frente
a lo visible, tenga un déficit que se empeñe en vano por re-
cuperar”. La problemática no remite entonces a un défi-
cit del nombrar, sino a lo sucesivo, a aquella “ruina sobre
ruina”. De no mediar tal progreso temporal (que Benjamin
transforma en viento temporal pero también en secreto
mandato “divino”, en vértigo) de no mediar ese devenir-
abismo, ciertos giros lingüísticos estarían, subsistirían
aquí y ahora. Las palabras y la multiplicidad de lazos entre
ellas y los objetos que designan serían como gotas del
mar y más aún. Babel sería una realidad y la pluralidad de
lenguajes, quasi lenguajes y peri-culturas significaría una
constelación de mundos. Y de versiones del tiempo en
coexistencia. No se trata sólo de aquello que fue descas-
tando la evolución de cada lenguaje: por ejemplo, el len-
guaje escrito de los símbolos. O su unigénito, el alfabeto.
200 Horacio Bollini

No se trata –al menos no sólo se limita a eso- de los cam-


bios del sajón de Cynewulf al inglés de Chaucer y de allí al
de Shakespeare, Marlowe, Keats, Stevenson. Se trata más
bien de las interrelaciones provocativas, los vínculos y si-
gnificantes que, de persistir, harían que nosotros fuéramos
otros. Por ejemplo, el “secreto seguro, deleitoso”: se impone,
no en un poema, sino en el ámbito cotidiano; entender a
Leviathan, a Behemoth bajo antigua significación. O “vete
a Ninive, vete a la gran ciudad”. Nada de esto es lo que
parece ser, como tampoco lo será la literatura de Schwob
dentro de diez generaciones. Ni el concepto del chest of
viols: ya no puede entenderse por qué guardamos las violas
en estuches, más allá de que los arcones desaparecieron de
nuestra vida. Y además, conocer a alguien es, en el Antiguo
Testamento, acostarse, tener sexo con un otro. O clasificar
las especies bajo una forma, científica, que ha prevalecido
sobre otras que han sido. Foucault no pone su acento en
los triunfos de una taxonomía sobre otra, sino en aquello
que va quedando atrás:

¿A partir de qué “tabla”, según qué espacio de iden-


tidades, de semejanzas, de analogías, hemos tomado
la costumbre de distribuir tantas cosas diferentes y
parecidas?

Un orden, una clasificación, es un evento conceptual


de magnitud e incluso ese evento tiene lugar en los actos
cotidianos. (Decía Borges que ordenar una biblioteca es
ejercer, secretamente, el arte de la crítica literaria.)

El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su


ley interior, la red secreta según la cual se miran en
Tiempo 201

cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a


través de la reja de una mirada, de una atención, de un
lenguaje; y sólo en las casillas blancas de esta cuadrícu-
la se manifiesta en profundidad como ya estando ahí,
esperando en silencio el momento de ser enunciado.

Cada evento ordenador de la cultura, cada paso en esa


sucesión de progreso, va tamizando los rasgos de la cultu-
ra hasta gestar una manifestación visible que se tiene por
confiable, por construcción definitiva y revisada. No obs-
tante ¿qué dejamos atrás? Frente a frente con un Vermeer
o un Terborch, con un texto sajón, con un códice legal
de Castilla, en el Siglo XI: en cada giro de la lengua y en
cada signo visual aparecen maneras de entender y clasi-
ficar evidentemente distintas que, no obstante cualquier
afán de preservación cultural, han desaparecido. Al fin,
Foucault llega a la imagen clave: es ese “pedestal positivo de
los conocimientos”:
Se trata de mostrar en qué ha podido convertirse, a
partir del Siglo XVI, una cultura como la nuestra: de
qué manera, remontando, como contra la corriente,
el lenguaje tal como era hablado, los seres naturales
como eran percibidos y reunidos, los cambios tal
como eran practicados, ha manifestado nuestra cultu-
ra que había un orden y que las modalidades del orden
han sido reconocidas, puestas, anudadas con el espa-
cio y el tiempo, para formar el pedestal positivo de los
conocimientos…

Porque el arte, la literatura, guardan elementos inter-


nos que en cierto momento pudieron ser la sal misma del
fenómeno. Sales, yodos, concavidades, que no se conser-
van ni en las versiones de la historiografía ni en una his-
202 Horacio Bollini

toria panorámica de la estética y el pensamiento. No se


trataría, solamente, de una amnesia de la cultura, ni de
un cercenamiento del tiempo; antes bien, sería fruto de
la extrema complejidad de cada fenómeno, se trate del ser
natural o de la pieza de arte con su aura espiritual:
Para encontrar los conjuntos fundamentales que
reagrupan los seres naturales, es necesario recorrer
este espacio en profundidad que va de los órganos su-
perficiales a los más secretos, y de éstos a las grandes
funciones que aseguran. En cambio, una buena no-
menclatura continuará desplegándose en el espacio
plano del cuadro…

III

En relación al devenir de la obra de arte, sus trayectos la


convierten en agente revelador de los lugares de paso y de
las cosas de olvido.

Toda obra comporta una pluralidad de trayectos, que


sólo son legibles y sólo coexisten en el mapa, y cam-
bia de sentido según los trayectos que se eligen. Estos
trayectos interiorizados no son separables de unos de-
venires. Trayectos y devenires, el arte los hace presentes
unos dentro de los otros…4

El arte y su efecto revelador, en el mundo alegórico del


Medioevo, formaron un todo junto con los signos de la na-
turaleza y las revelaciones de la Fe. El arte, en ese mosaico,
no tuvo la capacidad de profetizar, pero sí la de sintetizar:
un símbolo, entonces, no era sino la puerta de ingreso a
4
Deleuze: Lo que dicen los niños. En: Crítica y Clínica.
Tiempo 203

una metarrealidad espiritual. Un símbolo (signo es el gra-


fismo, símbolo es su contextualización semántica) codi-
fica un lugar de ingreso a esa metarrealidad. La alegoría,
algo más banal de acuerdo a nuestra estética, funcionaría
igual pero carecería de la naturaleza sintética del símbolo.
Ahora bien, la naturaleza de estos trayectos simbólico-ale-
góricos resulta mayormente estratigráfica. Esos símbolos
(los círculos dantescos, el Nobile Castello, la Jerusalem
Celestial) implican desplazamientos bajo sondeo de es-
tratos: se dice que hay que ir a lo profundo, que hay que
quitar de los ojos y de la mente las impurezas superficiales,
que hay que entrar por la superficie para llegar a las napas
ocultas, derrotando así el engaño de lo múltiple para llegar
a lo Uno (Plotino), etcétera.
La visión del Romanticismo también recuerda los es-
tratos, aunque se hagan a un lado las referencias teológicas
para suplantarlas por el misterio o el sensualismo exótico.
En The Bells5, Poe hace música con sus campanas de plata,
5
Hear the tolling of the bells-
Iron bells!
What a World of solemn thought their monody compels!
In the silence of the night,
How we shiver with affright
At the melancholy menace of their tone.
For every sound that floats
From the rust within their throats
Is a groan,
And the people –ah, the people-
They that dwell up in the steeple,
All alone,
And who, tolling tolling, tolling,
In that muffled monotone,
Feel a glory in so rolling
On the human heart a stone-
204 Horacio Bollini

oro, bronce, hierro. Como ese tolling, tolling, tolling, la


poesía del simbolismo romántico puede elegir el sonido
puro, unido a unos códigos de entendimiento netamente
estratigráficos o genealógicos. Para ese romanticismo que
redescubre el gótico y las gárgolas, sin duda los cemente-
rios, las campanas y los espacios de hermetismo son agua
y revelación. Pero los románticos experimentan un duelo:
viven a la sombra del positivismo, en un tiempo de maqui-
nación que valora la cantidad, la cifra objetiva. Entonces
el retorno al símbolo (campana, cruz, ángel, alquimia) es
un movimiento marginal dentro del imaginario político
del Siglo XIX. Pasa a ocupar un lugar por momentos de
exotismo, por momentos de afirmación o rebelión, por
momentos de cruzada. Los símbolos utilizados para esa
relectura de lo gótico, pasada la mitad del Siglo XIX, se
relacionan estrechamente con el ideal ascético.
Al fin, llegará Nietzsche, último ocaso del ocaso
romántico, y será el iconoclasta. Su visión de la “concien-
cia problemática”6, lo vemos, se desplaza lateralmente. Esa
conciencia está suspendida sobre el nihil. Como no tiene
raíces, como sus símbolos han muerto en una sequía pro-
longada (símbolos de aquel ideal ascético) la conciencia
del Siglo XX profetizada por Nietzsche crecerá lateral-
mente. Se desplaza cartográficamente, rechaza la acumu-
lación, ordena no por estratos sino por tablas o columnas.
No se pretende sino una superficie rica en matices (Valéry)
o un lenguaje que identifica las cosas y funciona siguiendo
sus propios presupuestos, funcionamiento interno de sus
significantes.
No se señala hacia un afuera que se torna hipotético; se
olvida el afuera y el magma interno, el gran invisible. Su
6
Ver Genealogía de la Moral, Tercer Tratado.
Tiempo 205

mapa, mapa ya no de arquetipos sino de individuos, es el


emergente.
Una historia del signo debería abarcar desde los paleo-
grafismos hasta los neosignos. Unos, deseosos de comu-
nicar; los otros, cerrados sobre sí mismos, según anota
Deleuze. Y aun cuando estemos exhaustos, cansados de
descifrar, envejecidos para la escritura lejana o borrosa, los
signos nos siguen convocando. Así como en la noche los
caminantes se ven atraídos por las luces de un campamen-
to. Eso que corre bajo sus pies es el río que ha tapado las
ruinas de lo sucesivo. Y el olvido de ciertos signos, clasifi-
cados por las cuadrículas de cada códice. Eso es lo que hay
abajo, en lo subterráneo. Arriba, el ángel que no detiene
la ruina.
Ya Omar Khayyam ofrece una anticipación del ángel de
Benjamin, sólo que sus ojos están a la altura de la tierra,
lejos del viento que sopla desde lo Alto en la Tesis de
Benjamin:

¿Por qué has acumulado una ruina sobre otra,


Por qué sin compasión, ¡oh, mundo, nos tratas?
Si abrieses bien tu seno, ¡oh, tierra, cuántas piedras
Preciosas sepultadas en ti se encontrarían!

Esas “joyas”, mujeres y hombres perdidos que el ángel


de la historia podría revivir, maneras de hierba y palabra,
maneras de leer el mundo dejadas a un lado: el arte puede
acercarse a esos eventos y visiones bajo las ruinas. El arte
marca, amojona todo olvido, los lugares donde una vez
hubo una ruina, símbolo herrumbrado, palabra que se ele-
vó sobre la tierra y su “amontonamiento silencioso”, dando
nombre y esencia para algo que ya no está.
g
Apuntes sobre la Imagen Cinematográfica
I. Bergson

Yo diría que la filosofía es un género


y las diferentes artes sus especies.
Henri Bergson, 1910

Una parte de aquello que Deleuze llama “revolución


bergsoniana” se condensa en Introducción a la Metafísica
(Introduction à la métaphysique, 1903) texto que Bergson
escribe como contribución para la Revue de Métaphysique
et de morale. Ya desde un primer párrafo, en la Introducción
a la Metafísica aparecen los presupuestos de su teoría del
conocimiento como intuición del ser moviente. Porque
existirían dos maneras opuestas de conocer una cosa:

“La primera (manera) implica que uno gira en torno


de la cosa; la segunda, que se entra en ella. La primera
depende del punto de vista donde uno se coloque y de
los símbolos con que nos expresamos; la segunda no
se toma desde ningún punto de vista y no se apoya en
ningún símbolo.”

La realidad es movilidad. No obstante, la “primera


manera” suele imponerse, dada la fuerza que los símbo-
los preexistentes tienen en nuestra percepción cotidiana;
208 Horacio Bollini

pero esa vía generaría un corte o inmovilidad en el conti-


nuo del movimiento. Bergson observa que partiendo des-
de una idea que preexiste (esa idea a su vez determina un
punto de vista, un lugar donde nos colocamos) las vistas de
un objeto depararían aparente coincidencia entre el con-
cepto y esa imagen que da cuenta de lo móvil; en realidad,
se estaría forzando esa coincidencia entre la imagen del
objeto moviente y el símbolo que preexiste:

“Pensar un objeto, en el sentido usual de la palabra


“pensar” es tomar de su movilidad una o varias vistas
inmóviles.”

Porque yendo del símbolo fijo a lo móvil, se forman


percepciones que transforman lo continuo en disconti-
nuo, la movilidad se transforma en una estabilidad y los
desplazamientos o tendencias al cambio se transforman
en puntos fijos. Esos apuntes de imagen (relación símbo-
lo-objeto moviente) son luego empleados en otros obje-
tos, estableciendo analogías con miras a una clasificación
de la realidad, a un mapeo del mundo sensible. Tal carto-
grafía estaría formada por una colección de vistas fijas y
conceptos generados por la reciprocidad entre imagen e
idea. Bergson no desconoce que esa operatoria -“primera
vía o manera”- resulta necesaria a los fines de una cons-
trucción cultural que hilvana principios y colecciona, en
la vida práctica, “sensaciones e ideas”.
No obstante, advierte que ese proceder no tiene por
fin “obtener conocimiento metafísico e interior de lo real,
sino simplemente usarlo.” Dentro de la movilidad (todo
es movilidad, aun bajo la quietud aparente del objeto) la
intuición sensible y el esfuerzo imaginativo nos llevarán
Tiempo 209

a experimentar el alma del movimiento. Esto no suce-


de nunca por medio de conceptos ya hechos, que según
Bergson no nos proporcionan sino simple utilidad (!):
vistas fijas del sujeto, que detienen en un punto la cin-
ta móvil, atando esa imagen a un concepto para elaborar
un símbolo que luego se utilizará en otro objeto, tratan-
do de lograr cierta correspondencia. El sujeto pensante
actúa, frente al gran cine del mundo, como un fotógrafo
que capta vistas inmóviles de esa movilidad palpitante.
Detiene por un instante la cosa, la piensa y luego usa esa
visión restringida.
Pero la verdadera metafísica debería generar una “rup-
tura con los símbolos”, advierte Bergson. Por esa vía se lle-
garía a la intimidad del ser moviente, en un salto intuitivo
que aparece vindicado en Spinoza: la intuición como la
vía más elevada de conocimiento. Es ese conocimiento in-
tuitivo, que
“…se instala en lo moviente y adopta la vida misma
de las cosas. Esta intuición llega a un ser absoluto”
(Proposición VIII de la Introducción a la Metafísica)

Es difícil encontrar otro pensador, antes de Merleau-


Ponty, tan afín a la imagen. La teoría de la imagen, y
la utilización de una imagen y un lenguaje de imáge-
nes como recurso retórico: a modo de ejemplo, aque-
lla metáfora bergsoniana de la materia como “delgada
película transparente” con que se define a Berkeley. A
Bergson no le pesa en nada emplear imágenes; no teme
que ese arte en el discurso pueda alivianar su teorética.
Si bien es cierto que la de Bergson es una filosofía del mo-
vimiento, ese movimiento no es entendido como mecáni-
210 Horacio Bollini

ca, ni mucho menos como puro psicologismo. Al cabo, el


interés bergsoniano se centra en los problemas del alma
y de la relación cuerpo-alma. Sin cálculo de utilidad, sin
concepto preexistente y sin cálculo o divisibilidad del mo-
vimiento. El movimiento en sí y para sí, el movimiento
al que puede entrarse y que por esfuerzo de imaginación
asociamos a nuestra propia alma. Dos almas simpáticas: la
nuestra y la del objeto moviente. Simpatizan porque son
una y la misma.

Del ser moviente a lo fijo

Cuando Sergei Eisenstein murió en 1948, parecía no


haber director alguno que continuara sus ideas sobre el
montaje. Su teorética. No hablo de una escuela, sino de
la simple continuidad de un camino. Puede entenderse el
cine de Eisenstein como aquella “ruptura con los símbo-
los” que sería meta de la metafísica según Bergson. Acaso
también Dziga Vertov haya partido desde lo móvil a lo
fijo.
La necesidad de la intuición sensible adherida al ser
moviente; una nueva metafísica debería entonces confun-
dirse con la forma interna del movimiento. Lograr que
ser, espacio y movimiento sean una sola cosa, sin concep-
tos previos, sin platonismos, tal como lo declara el propio
Bergson.

Aquí se tienta una descripción de la vía para la consubs-


tanciación con la cinética del ser:
Tiempo 211

Lo que aquí equivale a las notas y documentos de la


composición literaria (o cinematográfica, agregamos
nosotros) es el conjunto de las observaciones y expe-
riencias recogidas por la ciencia positiva, y sobre todo
por la reflexión del espíritu sobre el espíritu. Porque
no se obtiene de la realidad una intuición, es decir,
una simpatía espiritual con lo que ella posee de más
íntimo, si no se ha ganado su confianza por una lar-
ga intimidad con sus manifestaciones superficiales.
(Bergson: Introducción a la metafísica)

Entre 1930 y 1932, Sergei Eisenstein estuvo en México,


entregado a un obsesivo trabajo fílmico. Cuando lle-
vaba filmados unos 60.000 metros de película, según
Eisenstein lo mejor que había rodado nunca, se ordenó
parar la producción, por lo que debió volver a Moscú.
Nunca recobraremos la desorbitada ¡Qué Viva México!:
las seis versiones existentes del material en ningún caso
se deben a Eisenstein. Y a partir de su propia teoría
acerca del montaje, hay que entender que esas reduccio-
nes o restituciones resultan apócrifas. Merodeos sobre
el pensamiento final del director, no mucho más fieles
que la póstuma reconstrucción de la Décima de Mahler.
Recuerdo especialmente ese vasto material a medias perdi-
do a partir de la idea de Bergson de lograr larga intimidad
con la “superficie”, lo que en el territorio cinematográfico
podríamos traducir como “imagen”. Los 60.000 metros
de cinta probablemente abrieran buenas perspectivas de
lograr simpatía espiritual con la realidad, tal como quiso
el pensador francés. Partamos de esa realidad o absoluto
como ser moviente; luego recordemos la importancia del
montaje en el sistema eisensteniano. Entonces la reflexión
final (o acento metafísico, por qué no) sobre sustancia
212 Horacio Bollini

debería darse precisamente en esa etapa de montaje. Algo


que el director no llegó a realizar.

Con respecto a las maneras de construir en Eisenstein,


Graszle detalla:

a) Rechaza el montaje clásico, tal como lo conci-


be Griffith, a pesar de haberse inspirado en el film
“Intolerancia”, del propio Griffith.
b) Extrae sus teorías sobre el montaje desde el es-
tudio de los ideogramas japoneses, en los que dos no-
ciones yuxtapuestas conforman una tercera. Ejemplos:
Ojo + Agua = Llanto; Boca + Perro = Ladrar.
En palabras del propio Eisenstein, el montaje sería “una
idea que surge de la colisión dialéctica entre otras dos, inde-
pendientes la una de la otra”.1 A veces puede sorprender el
reencuentro con el lenguaje de Eisenstein. Más allá de la
perdurable memoria de Potemkin, es probablemente en
La Huelga (1924) y en Octubre (1927) donde se presenta
todo ese alfabeto visual de contrastes. El ritmo es verti-
ginoso; se alternan primeros planos fijos y secuencias de
grandes masas en movimiento. Ciertas imágenes hieren:
cuando en Octubre se indaga en la actividad contrarrevo-
lucionaria desde Dios, Eisenstein zigzaguea velozmente
entre imágenes del culto ortodoxo ruso y de ídolos orien-
tales y primitivos. Digo que esas imágenes hieren porque
1
Dentro de las teorías del montaje, la deuda mayor de la vanguar-
dia es con Lev Kuleshov (1899-1970). El llamado Efecto Kuleshov
concibe el montaje como sistema lingüístico, donde las distintas
asociaciones de planos crean efectos divergentes en el sentido. Cada
plano es un signo, y en cohesión narrativa esos signos forman pala-
bras, frases, párrafos y capítulos del film.
Tiempo 213

no hay sino frío. Frío glacial. Es verdad que fatiga la apo-


logía bolchevique, pero hay que imaginarse cuánto debió
sufrir Eisenstein. Acorralado siempre por el Partido. De
hecho, el montaje de Octubre padeció la censura de Stalin;
el propio criminal, en persona, se ocupó de tamizar algu-
nas de las secuencias. Eisenstein fue un genio asediado por
la máquina bolchevique. Su arte, rayano con la clarividen-
cia (para encontrar herederos hay que dirigirse a nuestro
tiempo, o más allá) estuvo cruzado por el aparato del ré-
gimen, y al cabo fue obligado a formar parte de la propa-
ganda stalinista. Es curioso cómo, a pesar de la abolición
religiosa en el Soviet, pueden palparse los signos de la teo-
logía. Inmanentes. Es que Eisenstein creció a la sombra de
los mitos de la Iglesia Rusa. Su obra, más allá de cualquier
disciplina socialista, habría dado espacio a los símbolos de
tradición teologal. Bajo la misma dinámica, bajo el mis-
mo sino moviente. Para empezar, la propia entidad de su
montaje, bajo esa noción de signos (dos que significan un
tercero) evidencia una criptografía. Tarkovsky (“Esculpir
en el Tiempo”) introduce ese análisis criptográfico en rela-
ción a Iván el Terrible, el film más hermético de Eisenstein:

“Iván el Terrible, de Sergei Eisenstein, es una pelícu-


la que se aparta de forma extrema de los principios
de observación inmediata. Esta película no sólo es
en sí, en su totalidad, un jeroglífico, sino que consta
exclusivamente de jeroglíficos grandes, pequeños y
minúsculos.”

No obstante las intromisiones del régimen, en vida


de Eisenstein sus ideas no estuvieron confinadas. El
Dreyer de Juana de Arco (1928) interpretó para sus pro-
214 Horacio Bollini

pios fines ciertos principios narrativos de Eisenstein.


Pero en Dies Irae, de 1943, el río visual secunda una tra-
ma teológica, o si se quiere literaria; y allí desaparecen
los recursos de La Huelga: aquellos contrastes, aque-
llas instantáneas eisenstenianas de violento contraste.
Recién con Godard recobran su lugar las ideas de Eisenstein
sobre construcción del ser moviente cinematográfico.

Ahora pienso en las vías de experimentación. Chien


Andalou, de Buñuel –salvados los límites propios de un
estilo deliberado- se acerca un poco más a la libertad
bergsoniana. Por supuesto que no hablo aquí del conte-
nido del film, sino de su forma. Es allí, y no en sus jue-
gos e impostaciones del subconsciente, donde ese cine ex-
plora una ontología de la imagen. Faltaría sólo una cosa:
que su movimiento resultara perpetuo, no acotado en el
tiempo; y que Buñuel se hubiera ausentado. El cine del
mundo, las imágenes no como sucesión sino como mo-
vilidad palpitante: esa cinta sin fin antecede a la aprehen-
sión conceptual de un sujeto. Un infinito filme anónimo.
Esa idea de anonimato quizá llegaría, finalmente, con el
cine experimental de los años sesenta; una de las tesis del
cine experimental se centra en quebrar las tradiciones de
símbolos, la argumentación y todo concepto previo. El
Ulysses de Joyce puesto en imágenes. La cámara como
ojo total y libre, integrado al movimiento del objeto.
Para Bergson el cine nunca sería arte, sino un concen-
trado de la percepción natural; porque estaría prescin-
diendo del ser de la cosa, de su ser moviente: sólo refle-
jaría el movimiento externo, sin la liberación que es pro-
pia del arte. El cine utilizaría –como el mecanicismo- al
Tiempo 215

ser moviente. Ahora bien, la condición del arte para


desasirse de cualquier marco teórico resulta clave para
comprender que difícilmente las experiencias del cine
de los sesenta hubieran concordado con la búsqueda de
Bergson. Porque esa búsqueda bergsoniana fue meta-
física y netamente diferencial del empirismo: el propio
concepto de substancia es determinante en esa diver-
gencia. Por lo demás, el cine-experimento es un tejido
deseante. Nunca habría encontrado un sello de regula-
ción, aunque pretendiera seguir los pasos del ojo errático.
Al fin, el cine aparece figuradamente en los textos de
Bergson, como señal de discusión para una nueva metafí-
sica (La evolución creadora, 1907)

Tomamos vistas casi instantáneas sobre la realidad que pasa, y,


como ellas son características de esa realidad, nos basta con engarzarlas
a lo largo de un devenir abstracto, uniforme, invisible, situado al fondo
del aparato del conocimiento... La percepción, la intelección, el lengua-
je proceden en general así. Se trate de pensar el devenir, o de expresarlo,
o incluso de percibirlo, no hacemos otra cosa que accionar una especie
de cinematógrafo interior.

Aquí la palabra cinematógrafo no hace más que re-


ferir a una fenomenología del espíritu y no al espacio
cinematográfico en sí mismo. Es que para Bergson,
siempre existió el concepto de cine, aun antes que los
Lumière crearan su cielo parpadeante y móvil. Dentro
de la filosofía bergsoniana el cine del mundo sería la
metáfora de ese movimiento perpetuo en-sí-mismo.
En el mismo año de la mise-en scène de los Lumière,
Bergson ya alude al asunto (Materia y memoria, 1896) de
cortes móviles o de imágenes en movimiento.
216 Horacio Bollini

Pero el cine al fin puede darnos una imagen-movimien-


to y no una simple reconstrucción del movimiento, ese
simulacro conceptual que implica –en la tesis bergsonia-
na- una división del espacio recorrido. Ese cálculo resulta
contrario a su visión del ser del movimiento. Digámoslo:
los 24 cuadros por segundo del cine son, en efecto, cortes.
Pero cortes móviles y no cortes inmóviles, abstracciones
o reconstrucciones artificiales del movimiento. Bajo esta
luz que imaginaría un cine como re-presentación del ínti-
mo ser. ¿Qué mejor que las cámaras sin sujeto pensante?
Las imágenes sin restricción o preconcepto, entregadas
al fenómeno moviente. Y sin embargo, hay que entender
una vez más ésta nota al pie, casi confesional, del propio
Bergson:

“….de ningún modo descartamos la substancia…”

La sustancia, en el arte del cine, puede ser la voz del di-


rector, el guión, el criterio estético. O bien, ya más cerca
del mundo bergsoniano, la imagen en sí misma. Pero desde
la intimidad del ser moviente. No captada exteriormente.
El problema que se le presentaría a Bergson sería la au-
sencia, todavía por esos años, de un cine completo como
herramienta.

De lo fijo a lo móvil

La serie de tres ya fue planteada: Eisenstein-Dreyer-


Bergman. Nada en común tienen los extremos de serie.
Algo del ruso sobrevive en la Juana de Arco de Dreyer.
Tiempo 217

Pero el vuelco definitivo, desde el Dies Irae de Dreyer, es


hacia lo teatral. Hacia una meditación donde la imagen se
construye detrás del símbolo. Teología hecha imagen; alego-
rismo medieval (El Séptimo Sello, La Fuente de la Virgen)
existencialismo o nuevos marcos teológicos (El Silencio).
El Dies Irae de Dreyer será el bosque que se abrirá a las
arquitecturas de Bergman, ese cine extraordinariamen-
te teatral. Esa Teología (El Silencio de Dios) donde hay
un núcleo conceptual y todo transcurrir se adapta a él.
Ninguna imagen vale por sí misma –Bergman rara vez cae
en un esteticismo- ninguna imagen antecede al concepto.
El cine de Bergman va de lo fijo a lo móvil. Del símbolo al
ser moviente. Está lejos del ojo errático. Se arma bajo leyes,
bajo códices restrictivos; bajo conceptos, en suma, según la
tesis de Bergson.
Cuando se estrenó El Sacrificio (Offret, 1986) de
Andrei Tarkovsky, los cines acompañaron la presenta-
ción con una frase de Bergman, que decía algo así como
“Tarkovsky es el mejor”. Tarkovsky ejerció el cine como
poesía, o acaso como acto mágico; cada fotograma, una
mirada definitiva sobre el objeto. Esto sucede en toda su
filmografía. En El Sacrificio, testamento de su creador, no
es asunto menor la intervención de Sven Nykvist, fotógra-
fo de Bergman. Cito algo que escribí hace dos o tres años:

El Sacrificio parece críptica pero no lo es: de tan


insistentes, sus símbolos son abiertos. Los ejes para
el Verbo hecho carne y luego abolido, la trascendencia
espiritual, los pactos internos con Dios, la invisibili-
dad aparente que tendrían los vehículos de salvación,
están expuestos como en un catálogo visual.
218 Horacio Bollini

Y aunque Tarkovsky dice apoyar su espalda en las emo-


ciones, negando el cripticismo, igualmente

…detiene la imagen en ciertas concavidades que


él fabrica en la línea argumental. El comienzo del
film, sin ir más lejos, se reposa largamente sobre la
Adoración de los Magos de Leonardo, mientras sue-
na el aria Erbarme Dich. Luego, la hierba desde la
que Alexander le habla a su hombrecito (su hijo).
Imágenes poderosas, con el mismo poder y capacidad
de convicción a las que propendían las akurópetas bi-
zantinas. Los símbolos, sostenidos sobre sí mismos,
invocan aquí y allá jirones de un guión que parece
compuesto de parábolas, salmos y los comentarios del
Apocalipsis. La leche –signo para el Cordero de Dios-
se derrama e inunda la pantalla: la imagen se detiene y
reposa allí. El director de fotografía no podría ser otro
que el mismo Sven Nykvist, pero el empleo de cada
cuadro es abismalmente diferente a la funcionalidad
u organicidad bergmaniana (de La Imagen Secreta).

A veces, Tarkovsky puede desesperar. Su narración vi-


sual se aquieta hasta detenerse por completo. Cara opues-
ta del vértigo de Eisenstein, el otro gran maestro de las
Rusias. (En “Esculpir en el Tiempo” Tarkovsky deja en
claro su absoluta divergencia con las teorías de Eisenstein
sobre el montaje).
Uno, creando un zigzagueo de planos, una re-presen-
tación de movimientos y conceptos; el otro, negando esa
superficie del movimiento. Como Zenón, como todo
eleatismo o platonismo. Y salpicado por aguas y símbolos
cristianos. Y se sabe que el símbolo desmiente la acción-
tiempo. El símbolo queda por encima de toda fenomeno-
logía. Tarkovsky es el Plotino de nuestros días, encerrado
Tiempo 219

por propia voluntad en una nueva Alejandría, en otra


Bizancio. Tarkovsky fue teólogo, fue ilustrador de códices,
fue comentarista del Apocalipsis. Con la extrema cohe-
rencia de lo que perdura. Y no obstante estas afirmaciones,
su alegorismo debe entenderse no como criptografía, sino
como una doble lectura panteísta: porque él desmiente en
sus escritos que su trabajo sea el del coleccionista de sím-
bolos. Se declara un “naturalista”, un realizador que tra-
ta de estar cerca de las emociones. ¿Entonces? Entonces
es posible que su manera de ubicar la lluvia o el rostro se
transforme en símbolo por mero reposo, por abolición del
tiempo. Y por el deseo de sembrar un manera de fe, como
él mismo declara en sus textos.
Comenta Bergson cómo la mediatriz del discurso fi-
losófico nos acerca a la intuición primera del pensador.
Hay que buscar esa primera, aérea intuición, para palpar
el sentido, la verdadera intención de una tesis. El resto,
nos dice Bergson, es la forma y la retórica, el contexto
histórico de esa filosofía; un contexto y una forma que
a veces dispersan el mensaje. Él cita, para ilustrarnos, las
madejas formales de la Ética de Spinoza, esos términos y
estructuras que intimidan al lector. Pero detrás de toda esa
arquitectura y ese cartesianismo inevitable para sus días,
la intuición casi impalpable, el primer impulso determi-
nante de su doctrina. Esas intuiciones que han asaltado
a los pensadores de todos los tiempos y que deben des-
entrañarse desde el texto, acaso regresen, desmintiendo
épocas y distancias. Aquella periferia retórica suele ocul-
tar simetrías entre pensadores de distintas épocas. Lo mis-
mo ocurre con los significantes en los lenguajes del arte.
Dios se construye a sí mismo (God is in the making) en
220 Horacio Bollini

un devenir donde las líneas de abstracción esconden em-


patías. Y en esa dinámica sin vacío ni estatismo, tanto una
doctrina como una herramienta artística pueden confluir
hasta trasvasar recíprocamente sus aguas. Incluso a través
de ríos subterráneos y desde versiones de la luz muy dis-
tantes. Teoría y ejercicio del cine encuentran lugares de
intersección no necesariamente prefigurados por tabula-
ciones o taxonomías. Nada está detenido, y los propios
textos deben desenvolverse en el tiempo, como una larga
cinta transparente.

II. Deleuze
“Lo más profundo es la piel”
Paul Valéry

La frase de Valéry reivindica la superficie, frente a


la profundidad. O la superficie como lugar de profun-
didad, devenir sensible. Y el cine, hecho de imagen-
transparencia o piel de celuloide, construye sus signos.
Deleuze trata de crear una Lógica de los objetos fantasma-
les, diferenciándose de la Iconología (eikon + logos) pla-
tónica, con su distingo entre las imágenes-copias (íconos)
y aquellas que se evaden de un modelo (imágenes fantas-
males o simulacros). Esos objetos fantasmales, fugitivos,
constituyen una imagen-signo volátil de esa superficie
transparente: como signos se oponen al símbolo fijo que
puede rastrearse en la pintura. Respecto de esos signos,
dice Deleuze:

En el cine las imágenes son signos.


Tiempo 221

Quiere decir que el cine produce sus propios sig-


nos, irreductibles a los signos lingüísticos. La tarea de la
Filosofía es elaborar una teoría de los signos cinematográ-
ficos, ya que el cine contiene y crea esos signos, pero es la
Filosofía aquella que debe pensar, crear una teoría; cimen-
tar conceptos propios del cine.

“El cine no es una lengua universal o primitiva, ni in-


cluso lenguaje. Es, en cambio “un sistema de imágenes
y signos prelingüísticos”

Ese sistema se ordena según un eje vertical (ex-


presión del Todo) y un eje horizontal (de encadena-
miento de imágenes). Esos dos ejes se yuxtaponen a
una clasificación o taxonomía en dos grandes gru-
pos: Imagen-movimiento e Imagen-tiempo. Tenemos
entonces dos formas de imágenes cinematográficas.
Aquellas que privilegian el movimiento en la ima-
gen y aquellas que privilegian el tiempo en la imagen.
El primer grupo corresponde a un Cine de situaciones,
que responde a un esquema sensorio-motriz. Es un cine
de acción pura. Se insiste con el concepto sensorio-motor:
se trata de la reacción de el /los personajes ante una situa-
ción impuesta, donde el elemento primordial es el movi-
miento y su sorpresa. El cine de gags de los primeros años
ilustra muy bien esa Imagen-movimiento inervada por lo
sensorio-motriz. En esta Imagen-movimiento existirían 3
niveles:
a) Las composiciones (objetos y partes distintas).
b) El movimiento de traslación entre partes u objetos.
c) El todo abierto que no cesa de cambiar.
222 Horacio Bollini

En la imagen-movimiento existe una reacción de los


personajes fílmicos casi simultánea con las reacciones de
los espectadores. Objeto fílmico y sujeto perceptivo están
así equiparados y se alimentan del mismo foco de fuerzas.
El nexo entre la imagen-movimiento y la imagen-tiem-
po, según Deleuze, corresponde al neorrealismo italiano,
a ese cine que nace con la Italia de post- Guerra y cuyos
presupuestos se mantendrán por mucho tiempo.
El Segundo grupo (Imagen-Tiempo) a grandes ras-
gos está representado por el Cine posterior a la Segunda
Guerra. Un cine en el cual se derrumba el esquema sen-
sorio-motor. El punto de fractura estaría metaforizado
en el cine de Hitchcock. En ese “nuevo” cine aparecieron
personajes que no saben reaccionar frente a una determi-
nada situación. Deleuze advierte que cuando no se puede
mantener una relación acción-objeto-reacción, tampoco
puede permanecer una hilación secuencial de movimien-
to. Así, se deviene en “un cine de vidente”, un cine que su-
prime todo rasgo consecutivo de la narración. No quiere
decir que el cine moderno renuncia a la narración, sino
que existe una ruptura en el sistema de signos: acción,
narración e historia son soslayadas en beneficio del deve-
nir, es decir, de la presencia del tiempo en sí mismo, que
surge en esta nueva imagen. Ese tiempo se acumula en ca-
pas profundas y psíquicas, tanto del espectador como del
personaje o conciencia del film. La identidad movimien-
to-imagen-narrativa secuencial se fragmenta o quiebra.
Cuando cae el esquema sensorio-motor (Imagen-
movimiento) cae la relación entre el cine y la realidad.
Esto nos recuerda aquella definición acerca del Arte
Contemporáneo, según la cual una obra de arte con-
Tiempo 223

temporánea abandona su obligación de decir el mundo,


en pos de un funcionamiento interno de sus elementos sig-
nificantes. Las capas profundas de la imagen-tiempo
pueden dividirse en Imágenes-recuerdo e Imágenes-
sueño. Así se configura esta cristalización que adver-
timos en el cine de Resnais. Este cristal ya no se subor-
dina al movimiento. Y se proyecta o dobla sobre sí
mismo, desde su imagen actual a su contracara virtual.
Pero acaso el punto más alto de la teorética deleuziana so-
bre el cine, está contenido en su percepción de la bisagra
interna en la imagen- tiempo: éste pliegue contendría dos
series de imágenes: las capas de pasado y los puntos simul-
táneos de presente. Este cine ya no dilata la imagen, sino
que la contrae: se abandona el prolongamiento lineal de
una imagen en otra, optándose por una contracción o
cristalización donde ciertos puntos condensan lugares de
tiempo. Esta idea está conectada a aquella otra clasifica-
ción general: devenir estratigráfico o genealógico, devenir
cartográfico. Evidentemente, las capas de pasado que con-
tiene un film corresponden al devenir estratigráfico, mien-
tras que los desplazamientos o trayectos laterales implican
puntos simultáneos de presente. Tanto Orson Wells como
Alain Resnais operaron con esa bisagra interna. En cuan-
to a Hitchcock, su imagen-tiempo escudriña mayormente
los puntos simultáneos del presente, en un desplazamien-
to lateral que siempre involucra terceros.
Las raíces de esta teoría están íntimamente ligadas a la
intuición del ser moviente según Bergson; así, esta suer-
te de taxonomía cobra otra entidad cuando se percibe
que involucra al sujeto tanto o más que al objeto o pieza
cinematográfica.
224 Horacio Bollini

El primer plano, la imagen-corte bergsoniana, también


se redefine en Deleuze, quien llama imagen-afección al pri-
mer plano. Un rostro es un primer plano y el primer plano
es un rostro. Esto equivale a crear la extraña experiencia
de sentir que “una cosa nos mira”, así esa cosa sea un ob-
jeto inanimado. Porque un primer plano es mucho más
que un corte o desmembramiento de algo mayor. No es
un fragmento ampliado o incremento de imagen: es crear
un rostro para una cosa, hacer que una cosa cualquiera sea
capaz de adquirir una tácita conciencia. Una posibilidad
es la de detener la intuición del ser moviente, para pensar
esa realidad; esto, según el modelo bergsoniano, equival-
dría a tomar de su movilidad una o varias vistas inmóviles.
Ergo, primeros planos como detenciones. Deleuze agre-
ga a esa problemática del primer plano algo afín a todo el
pensamiento estético contemporáneo: el objeto devenido
sujeto, o equivalente al sujeto.
En cuanto a los encadenamientos de signos, estos con-
figurarían otra clasificación, tendiente al concepto de in-
tervalo, corte y montaje. En el cine clásico de Eisenstein,
es evidente que las series de imágenes son interpretadas en
un todo abierto y cambiante que re-presenta al tiempo.
Con la estética moderna estamos en la era de los cortes
irracionales. En Godard, las series se encadenan de modo
irregular, se reencadenan por fragmentos. En el cine mo-
derno, el corte o límite entre dos imágenes se libera y ad-
quiere valor por sí mismo. El corte no es entonces una
laguna. Los encadenamientos están sometidos al corte,
mientras que en el cine clásico el corte se somete al enca-
denamiento. En otras palabras: en Eisenstein el montaje
Tiempo 225

supone unir dos signos o más para decir un tercero, donde


los encadenamientos de signos dominan sobre los cortes.
En cambio, ese encadenamiento semántico del montaje
clásico es interrumpido por la estética contemporánea,
para la cual los cortes definen el destino del encadena-
miento, aunque no se trata de azar, sino del funciona-
miento “interno” de los elementos del cine, su propia ley,
ya desasida de “decir el mundo”. Regresamos a Bergson:

“Eligiendo las imágenes más dispares se impedirá que


una cualquiera de ellas usurpe el lugar de la intuición
que está encargada de evocar…”

Una imagen dispar puede equipararse a aquella clasifi-


cación borgeana que provoca a Foucault, a Eco, a casi to-
dos nosotros:

…los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, 


(b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, 
(f ) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, 
(i) que se agitan como locos, (j) innumerables, 
(k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, 
(l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos
parecen moscas.
(En: El Idioma analítico de John Wilkins)

Tanto la imagen dispar como el concepto de corte ten-


drían, entre otras bondades, la potestad de ponernos en
frente de clasificaciones de signos que se liberan de ciertas
simetrías o líneas de erosión de la cultura. Fuga o desplaza-
miento donde el ser, señalado desde una tangente, encuen-
tra su versión más liberadora en verbo e imagen.
g
Hitchcock y el elemento clásico
Basarse en una estructura, en una forma que controla
impulsos y desbordes es, sin duda, incurrir en lo clásico.
No obstante, es difícil encontrar un molde clásico sin grie-
tas: en algún intersticio siempre puede presentarse un des-
borde que desestabiliza la estructura. Sin esos desbordes,
se trataría de un arte glacial. (De hecho, el Neoclasicismo
de Canova supo visitar esas regiones de frío).
Cuando Hitchcock afirma que su proyecto fílmico
“está resuelto” una vez que cuenta con su guión completo
¿no se está afirmando o definiendo como maestro de la cla-
ridad clásica? En efecto: no parte de fragmentos oscuros,
sino de una totalidad diáfana. No se define desde puntos
de intensidad, sino desde la integridad de una estructura.
Tampoco apoya sus raíces en lo oscuro (el fuscum sub ni-
grum de Leibniz) sino en la luminosidad, en la nitidez de
una línea. Esa línea (la línea de los esquisses renacentistas
previos a pintar) está representada, para Hitchcock, en el
guión.
Y ese guión preexiste y ordena. Allí tendríamos una es-
tructura que condensa lo opuesto al fluir aparentemente
desordenado y repentinista de raíz barroca (dionisíaca).
¿Pero dónde están las necesarias grietas? Para empezar,
tenemos el McGuffin, la excusa argumental que funciona
como elemento percutor para motivar a los personajes,
228 Horacio Bollini

como un salto iniciático, probablemente disparado hacia


regiones totalmente diferentes:

«La palabra procede del music-hall. Van dos hombres


en un tren y uno de ellos le dice al otro “¿Qué es ese
paquete que hay en el maletero que tiene sobre su ca-
beza?”. El otro contesta: “Ah, eso es un McGuffin”. El
primero insiste: “¿Qué es un McGuffin?”, y su compa-
ñero de viaje le responde: “Un McGuffin es un apa-
rato para cazar leones en los Adirondacks”. “Pero si
en los Adirondacks no hay leones”, le espeta el primer
hombre. “Entonces eso de ahí no es un McGuffin”,
le responde el otro”. (De la entrevista de Truffaut a
Hitchcock)

El McGuffin va a subyacer en las aguas más profundas


del guión, permaneciendo en estado latente. O va a des-
aparecer hasta no dejar rastro. Poco importa. Pero es un
elemento de tensión, de movimiento en una estructura
lineal (si es clásica).
Y más universalmente, dentro del producto filmíco:
Hitchcock, según Deleuze, deshace el cine sensorio-motor
propio de la imagen-movimiento ¿Cómo? Creando la fuer-
za de relaciones. Hitchcock supera la relación inerte entre
dos objetos, incorporando un tercero que resulta decisivo.
No sólo es decisivo ese tercer objeto para la trama, sino
para la complicidad del espectador. Su imagen es invadida
por un conjunto de relaciones. “Esa perpetua triplicación se
apodera de los objetos, de las percepciones, de las afecciones”.
Al fin, esa triplicación continúa en la Nouvelle Vague.
Sabemos que Hitchcock, técnico consumado, es el ci-
neasta amado en los Cahiers du Cinéma. Truffaut define
esa admiración: para estos realizadores franceses, se trata
de un culto al lenguaje:
Tiempo 229

En 1962, encontrándome en Nueva York para presen-


tar Jules y Jim, me di cuenta de que cada periodista
me hacía la misma pregunta: ¿Por qué los críticos de
Cahiers du Cinéma toman en serio a Hitchcock? Es
rico, tiene éxito, pero sus películas carecen de sustan-
cia. Uno de esos críticos americanos, a quien yo aca-
baba de hacerle el elogio, durante una hora, de Rear
Window (La ventana indiscreta), me respondió esta
barbaridad: A usted le gusta Rear Window porque,
no siendo habitual de Nueva York, no conoce bien
Greenwich Village. Le respondí: Rear Window no es
una película sobre la ciudad, sino, sencillamente, una
película sobre el cine. Y yo conozco el cine.

Lenguaje, forma. Truffaut menciona aquí esa supuesta


carencia de sustancia, lo que en términos de estética resulta
un elemento muy asociado a lo clásico. Y luego mencio-
na al cine por el cine. L’art pour l’art. Todo gran artista
llega en un momento a pintar, a escribir, a filmar, como
celebración del lenguaje. (“Qué comunica el lenguaje?, se
pregunta Benjamin. Y se responde: “El lenguaje se comu-
nica a sí mismo”).
Si se trata de forma, dos films: Shadow of a doubt
(1943) y Strangers on a train (1953). En ambos la forma,
la estructura compensada al extremo. Pero para que la
forma no agobie, es preciso deteriorarla en algún punto.
¿Cómo consigue Hitchcock corrosionar esa estructura?
En el primer film, los ángulos filosos de una psique y el
miedo que subyace bajo la necesidad de ocultar la verdad
son los elementos que hacen funcionar la tensión y el di-
namismo. En Strangers on a train, la deformidad psíquica
y los elementos de dominación transforman la experiencia
del guión en una experiencia visual con grandes nervios
paralelos. Y esos nervios confluyen en la escena apoteótica
230 Horacio Bollini

del carroussel. Ese vértigo, esa agitación final de lo exter-


no, contrasta con los elementos en tensión y el silencio
psíquico, el silencio del pacto interruptus, el silencio de la
opresión.
Porque el universo de este maestro es la psique, muy al
modo griego; también en armonía con algunas ramas de
la filosofía francesa contemporánea. No es teólogo: los
elementos para una teología, en Hitchcock, son aislados
o deliberadamente fragmentarios.
Pero compaginar notas para un escorzo de la psique,
esa es una de sus visiones, una de sus construcciones cine-
matográficas. En Strangers hay tomas que deberían entrar
en una antología del cine: pienso, particularmente, en la
imagen de Robert Walker (Bruno Anthony) de pie, con su
pilotín, observando desde la distancia a Farley Granger,
el atribulado. En esa escena, Granger (Guy Haines) viaja
en auto. Bruno lo observa, de pie, desde unas escalinatas
de seco –y monumental- estilo neoclásico, con unas co-
lumnas detrás. La arquitectura resulta tan colosal como
vacía, y no hay nadie cerca de Bruno. La distancia hace casi
imposible que pueda ver a Haines, que está adentro del
taxi. Pero Bruno Anthony lo consigue, marca su trayecto
y acentúa la desesperación. No parece contingente la elec-
ción de esa arquitectura, estilo Albert Speer: el vacío subs-
tancial de la línea, el despeje de espacio, la inhumanidad
de un fondo que funciona como escenografía, concentran
la visión en esa figura. A la par, hay en esa imagen algo de
onirismo, de pesadilla. O de metafísica a la manera de De
Chirico.
La nitidez de las narraciones de Hitchcock, su cla-
sicismo, contribuyen a centrar el foco en un territorio
Tiempo 231

puramente psíquico. Sin dispersiones ni esteticismo. Se


dijo que no hay construcción teológica en Hitchcock:
si no existe una traducción explícita de Dios; si no hay
barroquismo de imagen, sino asepsia (hombres de traje,
ciudades americanas, oficinas, figuras de una burguesía
anónima) ¿no es evidente que el elemento psíquico pasará
a resaltarse? En Kafka, el estilo es deliberadamente seco;
la narración evita toponimias, geografías, nombres. Al
fin, los sucesos se liberan de esas referencias para sumer-
girse en una eternidad anónima. Prometeo, Odradek, K.,
son parte del mismo ser sin dónde ni cuándo. En el relato
“¡No bromees!” hay una ciudad, hay una torre, hay un reloj.
Pero la metafísica se impone allí donde el sueño –sueño
del yo o de Otro que nos sueña- destiñe los límites de es-
pacio, tiempo e individualidad objetiva. Lo que resta es un
puro yo, con sus límites perdiéndose en un fade in black.
Esa atmósfera aparece aquí y allá –con diferencia decisiva
en intencionalidad o sentido- en la obra de Hitchcock.
Aquel crítico norteamericano que Truffaut confronta,
confunde la narración aséptica con falta de sustancia.
Truffaut advierte que esa asepsia responde a la disciplina,
a la nitidez de una construcción desde el guión. Tal el ele-
mento de clasicismo en Hitchcock. Pero también está allí
la superficie vacía de unas ciudades sin nombre, de unos
hombres y mujeres anónimos y por lo tanto incesantes e
ilimitados como construcción. (Por si hiciera falta algún
recurso más, Raymond Chandler colaboró en el guión de
Strangers on a train).
Hay un elemento radicalmente opuesto a la estética
kafkiana: ese elemento es el dinamismo de la narrativa de
Hitchcock. En Kafka, el misticismo se sustenta en una
232 Horacio Bollini

inmutabilidad que recuerda lo fatal, la justeza con que el


alma encuentra su destino prefijado. Tal es la tesis de Ante
la Ley. Se llega a ese destino –destino ya escrito o por es-
cribirse, eso no lo sabemos- bajo un aura de impasibilidad,
bajo una eterna detención temporal. Pero el mundo de
Hitchcock, precisamente porque es psíquico y no-teoló-
gico- tiene vértigo. O más bien desplazamientos, en el sen-
tido deleuziano del término: simultaneidades de tiempo
trazan los puntos de circulación de esos desplazamientos.
Aristóteles había hecho notar en una de sus objeciones
a Platón: si dos particulares son semejantes, ambos par-
ticipan de una idea; para identificar la semejanza entre
cosa e idea haría falta una tercera idea, y para trazar una
línea entre esa tercera idea y la cosa haría falta una cuarta
idea, y así sucesivamente hasta el infinito. La triplicación
de Hitchcock alcanza su consumación en el cristal de un
tiempo múltiple, con proyecciones donde se necesita un
tercero para quebrar todo esquema binario (cosa e idea,
bien y mal, presente y pasado, ethos y sôma deseante).
El movimiento lineal de cada personaje y cada carác-
ter psíquico en pugna dibuja unos ejes donde también
existen valores morales y otros contrapesos (la familia,
el ama de casa, los niños que hacen un decorado para el
Uncle Charly) que no están allí más que para contrastar
un universo de pura expansión psíquica. El propio Mal,
el crimen, la perversión, se introducen en el ámbito bur-
gués como un McGuffin ético. Y así se dispara el juego de
textura narrativa. La proyección narrativa está acelerada
por esa introducción de un tercero, discordia para la bi-
polaridad. Esa serie o secuencia fuga la narración y evita
todo estatismo. Parece estar presente en Hitchcock, a par-
Tiempo 233

tir de esa “perpetua triplicación” que señala Deleuze en La


imagen-tiempo:

La relación (el intercambio, el don, lo devuelto…) no


se contenta con rodear la acción, sino que la penetra
de antemano y por todas partes, y la transforma en un
acto necesariamente simbólico. No están sólo el ac-
tante y la acción, el asesino y la víctima, siempre hay
un tercero, y no simplemente un tercero accidental o
aparente como lo sería simplemente un inocente del
que se sospecha, sino un tercero fundamental consti-
tuido por la relación misma, relación del asesino, de la
víctima o de la acción con el tercero aparente.

El elemento de tensión sexual resulta crucial. (Sin el


dinamismo y la nitidez de forma, pasaría por un freudia-
no panfletario en Psicosis. Pero un elemento central es la
homosexualidad no explícita de Bruno, en Strangers).
Hitchcock está en las antípodas de la poética y la licencio-
sidad de Fellini (precisamente porque Fellini es barroco,
es un maestro del desborde). Trabaja durante años en los
Estados Unidos de J. Edgar Hoover. Tanto mejor: así de-
sarrolla un cinismo que resulta clave en su manera narra-
tiva. Y una complejidad psíquica que deshace el libelo ho-
llywoodense, como se lee en Lacrimae Rerum, de Zizek:
“…mientras Norman (Bates) le da la espalda para ins-
peccionar la hilera de llaves de las habitaciones, ella
(Marion) lanza una mirada furtiva a su alrededor en
busca de una idea sobre qué ciudad poner como re-
sidencia propia; ve las palabras “Los Ángeles” en un
titular de periódico y las escribe. Coinciden aquí dos
dudas: mientras Marion duda acerca de qué ciudad
poner (qué mentira decir), Norman duda acerca de
234 Horacio Bollini

qué número darle (si es el número 1, quiere decir que


podrá observarla secretamente desde su agujero).”

Dos personajes se encuentran o confrontan. ¿Son Bien


y Mal? O más bien es un águila bicéfala, que opera en dos
perspectivas de moral desde un mismo cuerpo. En cual-
quier caso, siempre hay cosas que asoman y otras que se
ocultan. Lo que no puede decirse debe quedar en el an-
verso de la moneda. Sabemos que esa cara oculta está allí,
en aguas profundas. Y aunque invisible, no deja de exis-
tir. Debe leerse en las grietas del lenguaje algo cínico del
maestro.
La Nouvelle Vague, además de todo atributo del enfant
terrible, es una pura invención de la post-guerra europea.
Tiene esa marca de irreverencia de aquel que deja atrás
una pesadilla y sabe ver en esa experiencia otras marcas:
las marcas de unos hábitos vetustos, de un orden (moral,
estético) que es preciso hacer a un lado. De allí 400 gol-
pes y también Jules et Jim. El fin de una era está allí, en
un puro instinto sexual que de todas maneras se sublima
bajo resabios de aquella moral. (La gran duda es si esos
resabios representan giros eternos de la cultura, o con-
venciones desgastadas). Mientras el drama bergmaniano
(Nattvardsgästerna, “Los Comulgantes” o “Luz de invier-
no”, 1963) revela al hombre de Dios o al hombre que bus-
có a Dios, la Nouvelle Vague sabe que Dios no se presenta
en esta escena, en este acto. Un ajedrez en dos tableros.
Pero Hitchcock no juega la partida: ya había cruzado
el océano hacía dos décadas, para dedicarse a filmar, sólo
a filmar.
Distancia y Psique en Kafka
El místico procede ejercitándose en una separación in-
tuitiva de cuerpo y alma, alma que funciona como un yo
o estrato más profundo respecto de la maquinación cons-
ciente. Los procedimientos para esa operatoria consisten
más bien en una individuación de territorios y funciones.
Eckhart informa acerca de esas topografías que competen
al alma y sus geografías o potencias altas/bajas. Lo mismo
sucede con el Oriente, donde el cuerpo, objetivado, se li-
bera de sus cargas materiales, de sus tormentos: se acepta y
se visualiza su caducidad.
No se puede precisar cuán lejos queda el yo del alma:
qué media entre el yo y los sentidos. (O qué tan distantes
están símbolo y alegoría). En la obra de Kafka estas distan-
cias son también inmensas o al menos imprecisas. El espa-
cio exterior aparece casi infinito porque no hay detalles de
tiempo ni toponimias. Y la postergación es sólo uno de
los síntomas de ese infinito abierto. La lucha para llegar al
castillo, la lucha para entrever qué hay detrás del guardián
de La ley, la lucha para que el proceso judicial llegue por
fin a una conclusión y resultemos (K. y nosotros) ajusticia-
dos: todos esos jirones de estertor apenas son la máscara.
Detrás, está la mansedumbre del místico:
236 Horacio Bollini

Nunca ha habido una época en la que estuviese ínti-


mamente convencido de estar vivo. Creo impresiones
tan vagas de las cosas que me rodean que siempre
pienso que estuvieron vivas en algún momento, pero
que ahora se están desvaneciendo. Siempre me ha
atormentado, mi querido señor, este deseo de ver las
cosas como quizás hayan sido antes de que se presen-
tasen ante mí. Han tenido que ser bellas y apacibles.

Aquí está la confesión de quien se quita de en medio


del mundo, percibe su yo aun más fantasmal, más tenue
que las cosas. “Infinitas cosas de infinitos modos”, según
Spinoza, y ese catálogo del orbe aparece eterno en la per-
cepción de Kafka, sedente pieza del sueño que el alma va
dejando atrás. Claro que hay alivio en esa fuga del yo y
del alma, en ese quitarse de en medio: porque mientras se
vive, se es juzgado, se es medido por terribles ojos.
Deleuze coloca a Kafka en un grupo de cuatro, junto
a Nietzsche, Lawrence y Artaud1. ¿Qué los une en esta
ocasión? El juicio de los otros, los dictámenes sociales, la
fractura moral, la fuga hacia México o hacia la muerte o
al menos hacia la disolución del ser conocido. Porque los
ojos de los otros se imponen como juicio sordo hasta que
sólo resta una fuga de orden metafísico o esa cruda angus-
tia digna de Kierkegaard:

Ni siquiera soporto que me miren (no por misantro-


pía, sino simplemente porque los ojos de la gente, su
presencia ahí sentados y mirándome, es demasiado
para mí). Tosí durante horas, me sumí en un sopor
matutino y me hubiera gustado sobre todo huir na-
dando de la vida…

1
“Para acabar de una vez con el juicio.” En: Crítica y Clínica.
Tiempo 237

Allí está la imposibilidad de Gregorio Samsa de salir de


su cuarto. Pobre insecto, sólo recibe la piedad de su her-
mana, porque el asco de los otros crece de día en día. No
queda más que desaparecer, como declara antes. O bien, la
solución mágica de una reducción:

Dos posibilidades: hacerse infinitamente pequeño,


o serlo. La segunda sería lo realizado, por lo tanto la
inacción; la primera, el inicio, por lo tanto la acción.

La nitidez del procedimiento literario en Kafka, su ma-


nera de desvanecer o volver sordo lo externo del mundo
para agigantar el plano psíquico, son funcionamientos de
su literatura. Pero dentro operan fenómenos de mayor
complejidad, y allí es donde aparece la distancia entre las
paredes del cráneo y el alma que se hunde en un pantano.
O el alma que, una vez liberada del tormento de la vida,
observa lo “bellas y apacibles” que han tenido que ser las
cosas. El buitre asesta el último golpe:

“…metió su pico por mi boca hasta clavarlo profunda-


mente en mí. Al caer atrás, sentí, liberado ya, cómo él
bebía implacablemente la sangre que inundaba todas
mis profundidades y desbordaba todas las orillas”

Todavía resta un remanente de esa animula blandula,


almita imperceptible. Pero es presencia suficiente, está allí
para terminar de relatar el tormento; y al fin, mientras
la sangre llena el interior sombrío del cuerpo (sombrío
como el interior de una mónada) el alma está allí para
sentir la liberación. El tormento que expresa la separación
cuerpo-alma, el final del tormento, la libertad definitiva.
La pesadilla de mayor densidad (la única de sus novelas,
238 Horacio Bollini

además, que no funciona como máquina) posiblemente


sea América. Hay entonces dos geografías kafkianas que
desmienten la ambigüedad de tiempo y espacio en su
obra: América y China. Ambas, está claro, aparecen como
lugares míticos. Uno es el mito contemporáneo; el otro,
la leyenda. Pero allí no hay voluntad de poner un suceso
en contexto, porque lo que está destinado al hombre es
inconmovible y poco importa dónde -y en compañía de
quién- acaece. Sea permanecer de pie mientras el buitre
nos da picotazos y esperar en vano una ayuda (no es que
nadie nos ayude, sino que la demora es fatal); sea la ten-
dresse de Odradek. O el destino de esta puerta que es sólo
para nosotros, sólo para nosotros, sólo para nosotros. Eso
puede suceder en cualquier lugar y no debiéramos mostrar
sorpresa cuando se repite el desencuentro.

Era de mañana temprano; las calles estaban limpias y


vacías; yo iba caminando rumbo a la estación.
Cuando comparé mi reloj con el de una torre, me di
cuenta de que era ya mucho más tarde de lo que ha-
bía creído; tenía que darme mucha prisa; el susto que
me produjo mi descubrimiento
me hizo sentir inseguro sobre el camino a tomar; no
conocía muy bien esa ciudad; felizmente, había cerca
un policía, corrí hacia él, y, casi sin aliento ya, le pre-
gunté por el camino; el policía sonrió y me dijo:
-¿Y quieres que yo te enseñe el camino?
-Sí –dije-, ya que solo no puedo dar con él.
-¡Vamos hombre! ¡No bromees, vamos!-, dijo él, y
se dio vuelta con el ímpetu de quien no quiere dejar
ver su risa.

Aquí, en “No Bromees”, la primera manera de distancia


que se percibe tiene que ver con el otro. El otro, más cons-
Tiempo 239

ciente que nosotros de la trama secreta de las cosas, sabe de


antemano que es imposible o vagamente ridículo el ejerci-
cio de comunicación. Más importante todavía, el camino
de este yo, de esta animula errante, me es propio, es sólo
mío, sólo algo en mí puede indicármelo. Pero hay una se-
gunda distancia, secreta; es la distancia entre tres planos:
el cuerpo insomne que camina; la torre y la estación in-
somnes; el cuerpo y el yo más profundo, que se fuga desde
la cáscara corporal. El insomnio o el desdoblamiento en-
tre psiché y sôma, alma y cuerpo, yo psíquico y alma: esos
desdoblamientos aparecen en cartas y otros textos donde
Kafka observa lo que le sucede como algo ajeno, según le
suceda al insomne, al cuerpo, o al alma que ya abandona,
liberada, el cuerpo rebosante de sangre.
Todo se presenta cuando se agiganta el plano in-
terno, que es oscuro frente a lo abierto. También lo
abierto es infinito, pero no tiene contornos ni aristas.
Es el procedimiento inverso y proporcional que se presen-
ta en Carrà y De Chirico: en ellos, los lugares del afuera
son rotundos y ponen en evidencia la ausencia. No esta-
mos en esas plazas; nos hemos ido de esas galerías y así
la sombra que proyectan esos arcos parece todavía más
imperturbable, más cercana a una idea que nadie puede
modificar. Por eso aquel afuera de la Pintura Metafísica
está surcado por aristas. Pero en Kafka, las aristas son te-
nues: el reloj no tiene manecillas, los amigos ocasionales
de Joseph K. apenas sí dibujan sus rasgos; América parece
una geografía fofa o imposible.
Las lecturas más frecuentes de la obra de Kafka se en-
focan hacia lo anónimo y la postergación. Pero, está claro,
esos son los rasgos externos del fenómeno. Dentro tiene
240 Horacio Bollini

lugar esta distancia de planos. Los planos son categorías


de la metafísica, de la teología. Las ciencias individualizan
planos o maneras de conciencia como recurso cognitivo o
clasificatorio. Pero el invisible, cuando se parcela de este
modo, equivale al esfuerzo de quien no quiere caminar en
el aire. Hay planos de conciencia, separación entre Dios y
los ángeles, entre los ángeles y el hombre: esa es la separa-
ción de planos de una mitología. Spinoza parcela la visión
del universo en modos y en última instancia el alma puede
verse a sí misma desde la perspectiva de la eternidad.
Nuestra alma, en cuanto que se conoce a sí misma y conoce su cuer-
po desde la perspectiva de la eternidad, en esa medida posee necesaria-
mente el conocimiento de Dios, y sabe que ella es en Dios y se concibe
por Dios. (Proposición XXX, Parte Quinta)2

El cuerpo se vincula al alma: “Quien tiene un cuerpo


apto para muchas cosas, tiene un alma cuya mayor parte es
eterna”. Y el cuerpo es una de esas cosas singulares (o un
conjunto de cosas singulares) que de algún modo expre-
san la potencia de Dios. El alma conoce cosas singulares y
cuantas más cosas conoce, más cerca está de amar intelec-
tualmente a Dios y de experimentar alegría. Las pasiones
tristes están en las antípodas de ese conocimiento. Los tor-
mentos de la Colonia Penitenciaria son entonces pasiones
tristes, como los tormentos del nazismo que se volvieron
contra el hombre y así contra Dios, experimentando esa
náusea, esa tristeza, esa suprema ignorancia.
2
Esta Proposición XXX no pone de relieve el sistema de Spinoza
sino se lee la precedente:
Nada de lo que el alma entiende desde la perspectiva de la eternidad,
lo entiende en virtud de que conciba la presente y actual existencia del
cuerpo, sino en virtud de que concibe la esencia del cuerpo desde la
perspectiva de la eternidad. (Proposición XXIX).
Tiempo 241

Pero la manera de Kafka de entender su alma desde la


perspectiva de la eternidad está sobreentendida en una
fuga o separación. Distanciamiento de puntos de con-
ciencia y resistencia. No se trata de modos o planos dados
por una necesidad sistémica. En este sentido, hay un mito
kafkiano, más que una filosofía.
El buitre que nos picotea, liberador del alma (los pája-
ros, de un modo u otro siempre se relacionan con el alma,
en las diversas mitologías) actúa con simultaneidad y de
algún modo con comprensión –aunque limitada- de la ex-
periencia del alma liberada. Por eso, mientras un hombre
pasa por la calle y asiste a la escena de los picotazos prome-
tiendo ayuda, el buitre contempla la escena:

“Durante la conversación, el buitre había estado aten-


diendo tranquilamente, y había dejado vagar su mira-
da entre el caballero y yo. Entonces me di cuenta de
que había entendido todo…”

Hay una puerta reservada para nosotros, porque el pro-


pio guardia que la custodió nos lo dice al oído, mientras
nos desvanecemos ya en agonía. (Ese guardia de Ante la
Ley se parece bastante al sacerdote que da el viático in
articulo mortis y revela al moribundo la apariencia de la
eternidad). También el buitre, como ese centinela, cumple
un papel, y también el buitre y el centinela esperan ante
una puerta que es sólo para ellos. Lo que tenga de fatal
esa puerta y lo que dure la espera, una vez más, implica un
trayecto que se señala pero no se define, tal como compete
al Ser y a la Eternidad.
Dentro de la caja negra, se madura otra eternidad y ésta
tiene la belleza de lo íntimo.
g
Notas en torno a la imagen del Siglo XX
1

¿Qué es la obra abierta? Es aquella concebida a priori para


extenderse a la mente del espectador; sus planos signifi-
cantes no nacen con un destino cerrado, sino que éste se
abre al devenir sensible. Y a la aspereza de ese devenir. Es
cierto que toda obra devendrá en la mente del sujeto que la
perciba. Pero la obra abierta, además, explícitamente nace
para sumarse a ese devenir.
Si concordamos en que la obra contemporánea aban-
dona el proyecto de decir el mundo y re-presentarlo, la
obra es en-sí y para sí; entonces:
a) No está anclada a un destino iconográfico que
preexiste.
b) Se concentra en los valores plásticos puros.
c) Su destino es pura apertura, ojo que mira y rota sobre
el sujeto perceptivo.

Decimos: Todo objeto elevado a un plano significante al-


canza rango artístico.
Esto plantea que cada objeto, desasido de una tradición
de lenguaje estético, trae consigo su propio lenguaje y su
244 Horacio Bollini

propio edificio semiológico. Pero ¿cómo podrá relacionar-


se, si ese lenguaje acaba de ser escrito, acaba de nacer con la
obra? Desde ese momento, la decodificación del lenguaje
se le atribuye –tácitamente- al sujeto. Es la versión extrema
del concepto de obra abierta.

La obra usualmente contiene símbolos, los hospeda.


Pero el objeto del nuevo arte puede ser un símbolo-en-sí.
Contorno del objeto y centro del símbolo coinciden.
Usualmente, esta noción sirve para re-crear un objeto
que ya existe. Así lo entrevió, lo adivinó Duchamp. Su tra-
bajo es una manera de re-creación de objetos, que los eleva
a un plano significante. También ríe, junto a Dadá.
Pero el pathos regresaría.
Tàpies ha sabido qué es el patetismo, aplicado al
símbolo-objeto.
Y cómo situarlo en un claroscuro de materia y tiempo.
A la materia, démosle el presente; al signo, la eternidad.
En Tàpies se verá que a la eternidad se la puede refugiar
en las grietas de lo que hoy envejece; que un símbolo pue-
de adherirse a la materia untuosa o a punto de quebrarse.
Sus objetos, la materia de sus objetos: partes de un aquí y
ahora. El hombre se promete a la materia, ésta lo acom-
paña en toda su crudeza. Al fin, detrás de ese obsequio de
la voluntad llega la inquietud. Y una desviación hacia el
lirismo. Tàpies se inicia en el cemento, en la astilla; desde
la materia en bruto o apenas rozada por pequeños actos de
terror y fatiga. Pero algo más sucede dentro de esa expo-
sición y ese despedazamiento. La inclusión de incisiones
Tiempo 245

con el signo de la cruz o los lazos que unen dos mellizos


abstractos, amor y muerte. Todo eso aleja o acerca a la obra
de la categoría de cosa-en-sí. Universo cerrado que –preci-
samente por juego de opuestos- consigue romper los lími-
tes de su enunciado.
¿Qué son estos objetos quietos y desvencijados que
Tàpies pone delante de nuestros ojos? No están muer-
tos, porque esa cuerda deshilachada alguna vez se sujetó
a un ser; ese ser quiso construir algo con ella, intervino
sobre la materia. La poseyó, la vivió. Pero esta es apenas
una interpretación. Más bien, prevalece la cosa rotunda,
el objeto en donde no hace falta intervención humana.
No hace falta, porque bastará pensar ese objeto. Las co-
sas son voces ya desde su peso, desde temporalidad: están
ahí para nosotros. Y estarán cuando ya no estemos. Es
el objeto existente para una percepción, para unos ojos
y un tacto y una mente. Y cuando ya le damos la espal-
da y estamos a punto de irnos, advertimos que algo o al-
guien grabó un pequeño signo en el dorso. Apenas una
incisión para decir “estuve aquí”. O esa cuerdita mal ata-
da, esas marcas en el palo, cortado al descuido. Entonces
pensamos: ¿cosas ajenas? Sí, pero rotundamente poseídas
o vividas por alguien. Ese alguien es un anónimo, es el
ser sin individualizar. Dejó su huella en signos mínimos.
Al fin, Tàpies propone ir de la cosa al símbolo y de
vuelta a la cosa. Pero con la materia presente en todo.
Materia, rugosidad, poros, filos, textura de muer-
te; registro de vida imperceptible. Y si hay una hue-
lla, si existe intencionalidad, no resulta nítido su sino.
Es, acaso, la mano de quien está por despedirse.
246 Horacio Bollini

En cierto momento, Duchamp abandonó el ejercicio


artístico, o más bien lo suplantó gradualmente por el aje-
drez. Se recuerda que en ese ejercicio de desplazar piezas
en un tablero su actitud artística no cambió, su eje se
mantuvo.
Se sabe que Duchamp rompió los tabiques que se-
paraban al objeto de la construcción artesanal de
una imagen. Pero la secuencia de acontecimientos
pudo leerse de otra manera: acaso la verdadera ges-
tión de Duchamp consistió simplemente en permitir
que el objeto entrara en un cuarto que había estado
cerrado, un cuarto que le había sido vedado al objeto.
Ese acto fue tan nítido, tan puramente marcado por
acentuaciones de signos, que después sólo el ajedrez fue
posible.

La pintura abandona su rol de vestirse del mundo. La


fotografía, hecha de luz y metáfora del tiempo, pue-
de tomar para sí ese rol: concentrándose en un ins-
tante en que lo re-presentado se aparta del devenir.
El arte como forma de escritura, en la tesis de Adorno.
Si escribir significa volcar un lenguaje al plano gráfico,
¿qué se escribe en una pintura de Malevich?
Eso es Enigma puro, tal cual quiere el propio Adorno.
Tiempo 247

Kandinsky, en relación a Schönberg: el dodecafonis-


mo abandona la relación o estructura tonal que amalga-
ma bajo ley los doce tonos; con Schönberg, estos valen
por sí mismos, unitariamente y sin ataduras o recorridos
impuestos por una tonalidad. Son 12 tonos, con infini-
tas posibilidades de color tímbrico. Kandinsky postula
un territorio análogo para su obra: pocas formas básicas
(cuadrado, círculo, triángulo) e infinita variedad de cro-
matismo. Porque según Kandinsky, Arnold Schönberg

“…va por el camino de renuncia total a la belleza con-


vencional y defiende cualquier medio que conduzca al
fin a la autoexpresión.”

Esa “autoexpresión” no sería sino la renuncia a


“decir el mundo”, la edificación de un lenguaje que
se comunica a sí mismo (Benjamin) y de un fun-
cionamiento interno de sus planos significantes.
Cuando escribió Über das Geistige in der Kunst, Kandinsky
estaba haciendo una defensa de los artistes de l’avenir.
Defensa que hoy parece casi ingenua. Y esa ingenuidad
no hace sino agregarle encanto, con todas sus Teosofías
y proclamas. Pero la principal razón de ser del texto de
Kandinsky parece haber brotado del imperativo de una
teorética. Kandinsky advierte las libertades del expresio-
nismo abstracto en la plástica y la aparente necesidad de
una regulación. Así lo advierte Kandinsky:

“Schönberg presiente claramente que la libertad total,


medio necesario en el que ha de desenvolverse el Arte,
248 Horacio Bollini

no puede ser absoluta. A cada época le corresponde un


nivel determinado de esta libertad, y ni la fuerza más
genial podrá escapar a sus límites”.

Durante los días de esplendor de la Bauhaus, la pri-


mera presencia mayoritaria es expresionista (no sólo
por dentro, sino por Blaue Reiter y su peso en el ho-
rizonte artístico de la época). A posteriori aparece
De Stijl: entonces, se da un vuelco definitivo hacia la
disciplina, hacia el rigor analítico. Consecuencia de
ese vuelco son las indagatorias del neoplasticismo.
El acento estará, desde entonces, en los desplazamientos
sintácticos. Es el Ulyses de Joyce, que conserva el valor
de las piezas verbales, situándolas en un plano semioló-
gico que es punto de partida para otro plano semántico.
Adorno, previendo este peso semiológico, entiende el pa-
ralelo con la escritura como metáfora y como realidad.

El blanco como teoría y análisis puro, es obje-


to de estudio por parte de las vanguardias del Siglo
XX. Esos blancos perlados (o marfilíneos) que cons-
truyen el territorio de Mondrian; también los otros
blancos de asepsia, en el Guggenheim. Texturas blan-
cas aplicadas con espátula y cubiertas con veladu-
ras, en la obra de Rembrandt, Goya y Turner. Antes
fue ese blanco “veneno del cuadro”, según Rubens.
El blanco, nodo críptico: el blanco de esa ballena que
es abismo blanco para Achab; el no-espacio previo a
Tiempo 249

la materia; el mundo del Tao; lo atemporal de Meister


Eckhart como blanco absoluto; blanco como comien-
zo y final, en la hermenéutica; blanco de la pureza
según las crónicas hagiográficas. Blanco sobre blan-
co, en los grabados de mi amigo Eduardo Zabalet.
Pero blanco ante todo es el papel. Es una nada-espacio
donde asientan las letras. La semiología camina por ese es-
pacio infinito y no hay límite taxativo para sus signos. Esto
es lo que pesa cuando elegimos ese blanco: lo que vendrá o
se escribirá o terminará por manifestarse, eso sucede sobre
blanco.

“La materia es la memoria del mundo”, dice Deleuze.


Toda la materia es íntegramente regenerada por el univer-
so. Aquello que se destruye como estructura visible, libera
energía. Aquello que se crea o regenera proviene de otro
evento material, y subsistirá también de algún modo emi-
nentemente material. El pintor, el hacedor de grabados,
trabajan la materia, las tintas, los soportes, los aceites y re-
sinas; el escultor modela las fuerzas internas que propone
la materia, para crear un devenir de lo externo.
Los objetos contemporáneos trabajan en una dimensión
materia-temporalidad que ha sido quebrada. Podrían ser
fósiles, o bien subproductos del espíritu. Cosas primarias,
emergentes de un universo de secretos y de gritos. Su in-
teligibilidad los sitúa aquí y ahora, sin proyección crono-
lógica ni idea de prosecución. Hay texturas que podemos
leer como tejido vivo; ambiguamente, hay una faceta de
fenómeno artificial que se yuxtapone a cierta extraña con-
250 Horacio Bollini

dición orgánica. De ese vaivén nace otro género de textura


que no pertenece al de la materia; es una inquietud con-
ceptual. Los acentos de patetismo que hallamos en Tàpies,
eluden el puro concepto de cosa-en-sí. Un universo cerra-
do que –precisamente por juego de opuestos- consigue
romper los límites de su enunciado: Contraria contrariis
curantur. Los contrarios curan a los contrarios. La mate-
ria, al espíritu. La textura al inmaterial número.
El cine es una proyección donde se alude a lo inma-
terial. Tal su ilusión. En el cine existe un fade in black
hacia un ningún lugar que cubre, como un manto, a
los espectadores de la sala. Luego, todo vuelve a em-
pezar, en ese vértigo de los 24 cuadros por segundo.
Estos espejos subliman o purifican esta materia, la ale-
jan de su rugosidad, de su peso. El tiempo la acompaña.
Si Dios, como querían los panteístas, está en esa materia de
las cosas, entonces también Él envejece junto a ella.

10

Sigo pensando en Fuscum sub Nigrum. No hay con-


cepto de mayor sensualidad, para mí. Todo Rembrandt
está allí, y mucho de la Escuela de Leyden, mucho de
Buxtehude, de Leibniz. Y de las corrientes de pensamien-
to contemporáneo. No hay, por otra parte, situación más
alejada del pensamiento clásico: Mozart, al menos hasta
sus últimas obras, resulta el opuesto absoluto al Fuscum
sub Nigrum.
Fuscum sub Nigrum es la ontología de lo negro, de allí
que sea esa materia/espíritu tan plenamente barroca. Pero
el negro de la tinta china es más craso: actúa a dúo con
Tiempo 251

el blanco para girar, uno sobre otro en un juego ágil de


semiología.
Los caracteres negros, el fondo blanco.
Ese negro sistémico de la caligrafía es el que elige, más
habitualmente, el arte contemporáneo. Adorno alude al
concepto de lo negro como negación, y también al ideal
de lo negro como no-lugar fértil: “el carácter de lo negro es
por su contenido uno de los más poderosos impulsores de la
abstracción.”

11

El espacio donde transcurre el fenómeno artís-


tico puede ser objeto independiente de análisis. Es
el continente del ser: ser del objeto y ser del sujeto.
El espacio del teatro, como concepto, no cambia demasia-
do: desde The Globe hasta comienzos del Siglo XX, siguen
dominando un escenario y un plano de espectadores en
relativa pasividad física. El teatro contemporáneo trata
de introducir otra dinámica a esos planos; así se relativi-
zan los condicionamientos de roles fijos en escenario y
público.
Los espacios de exposición para pintura y escultura va-
riaron en su apertura: después del Siglo XVIII devienen en
lugares públicos, abandonan su condición de cajas cerra-
das destinadas al placer privado. Allí se inicia el concepto
de Museo, la Galería, cuya neutralidad espacial se subraya
a través de la pauta arquitectónica. Pero, en un casi natural
movimiento de contracción, aquello que se exhibe a veces
pasa al cripticismo. Y así lo abierto contiene algo cerrado.
252 Horacio Bollini

El espacio del cine tampoco cambió desde los Lumière:


oscuridad, 24 cuadros por segundo, contraste entre la pa-
sividad corporal de los espectadores y el vértigo de la luz.
Las piezas (pantalla, signos transparentes, cuerpos quietos
en penumbra, movimiento rápido del ojo) se mantienen,
interactúan bajo una sintaxis que no ha cambiado.
Y esas piezas recuerdan, como mecanismo, al sueño.

12

Para Deleuze, el devenir se traduce en trayectos, en


desplazamientos cartográficos, supuesta abolición de
los estratos (estratos= genealogía = símbolos). Es pre-
ciso entender que si bien no existe la raíz fija, subsisten
interpretaciones de carácter estratigráfico. De allí que la
mónada interese tan profundamente a Deleuze; es que
la mónada puede conciliar una mecánica de desplaza-
miento con una metafísica signada por ser y substancia.
La alegría nietzscheana se traduce en la multiplicidad; en
el deseo deleuziano se imbrican trayectos y agenciamien-
tos. Deseo sin órganos, deseo sólo reductible al verbo
puro. ¿Deseo sin abstracción, ya que la abstracción mata la
riqueza concreta de la vida? Dado que esa lección aparece
en Nietzsche y se desliza en Bergson, podríamos suponer
que también se verifica en Deleuze. Pero no es así: la filo-
sofía deleuziana culmina en una recta abstracta, prolon-
gación que no ahoga apetitos ni inmoviliza la fuerza de
liberación de las palabras.
Poeta y filósofo, en el Medioevo, pensaban su territo-
rio de acuerdo a estratos y raíces: capas conceptuales que
hacían de la obra de arte una puerta de ingreso a “capas”
Tiempo 253

de significación. Los términos metafísicos presuponen al-


gún tipo de raíz o esencia, ante rem o in re. No importa
que sea necesario echar mano de los intentos de Berkeley
para poner de manifiesto una flecha que señale al Ser; in-
dependientemente del método empleado para diferenciar
esa raíz de los accidentes externos, se destacará siempre el
sombreado en torno al objeto. Porque la metafísica tiene
volumen, matizado más o menos profundo a cada término
de su cuadro, en cada etapa de esa flecha de hipogeos.
Deleuze advierte que el arte contemporáneo, territorio
de la conciencia problemática, se desplaza en su devenir
sobre un tablero plano, traza lazos laterales y líneas de
fuga. No obstante, las capas están en Deleuze: más cer-
ca del delirio –palabra que él usa y de la que el postmo-
dernismo abusa- que de una raíz conceptual limpia. Los
agenciamientos no son estratos pero se originan allí, como
una territorialidad, en tanto el territorio crea el agencia-
miento. En cada agenciamiento hay que poner al descu-
bierto contenido y expresión, evaluar su distinción real,
reciprocidad e inserciones. Pero si el agenciamiento no se
homologa con el estrato es porque su devenir está signado
por un sistema semiológico: es un devenir conducido por
régimen de signos. Y un sistema de signos, casi obligada-
mente hermanado con los signos lingüísticos, es la última
expresión de lo que queda en pie. Incluso bajo balbuceos,
incluso cuando ese lenguaje sólo se comunica a sí mismo.
O cuando vuelve sus significantes hacia dentro.
254 Horacio Bollini

13

En el Arte precedente -ilusionista o no- se tendía a cu-


brir, a disimular la bidimensionalidad de la tela o la tabla.
La mayoría de las vanguardias, a la par que rechazaron el
volumen, tendieron a exaltar esa bidimensionalidad del
soporte. Entonces, los soportes pasaron a un primer pla-
no, dejaron de ser tapados por la imagen-símbolo. No más
pintura como ventana o mimesis.
En este punto se impone una definición de dos clases
de volumen:

a) Volumen formal como mimesis de las 3 dimensiones.


b) El símbolo como volumen conceptual.

La búsqueda de algunas corrientes de vanguardia, natu-


ralmente, implica un más-allá de síntesis, una exploración
de alcance formal. Luego está el tratamiento de la imagen
como signo y como escritura. Pero acaso podría revelarse
algo más: el rechazo del volumen formal pone de mani-
fiesto un cuadro de pensamiento donde deliberadamente
no existe “volumen” simbólico, donde el desplazamiento
de los significantes es lateral, nunca por capas. Este es un
problema delicado, veamos por qué: Rothko, pintor reli-
gioso, propone capas sin volumen. El suyo no es necesaria-
mente un mundo con Dios, sino con Ser, con caudal espi-
ritual. Y pinta con capas o insinúa capas o yuxtaposiciones
de materia. Su materia, como en Hasdai Crescas, está llena
de espíritu. Pero su arte no propende a la síntesis, estemos
avisados.
Tiempo 255

Es posible que existiera una imagen donde los trayectos


laterales sin volumen funcionaran como declamación del
fin de la metafísica, como fin de toda estratigrafía simbó-
lica y en el fondo, como proclamas de ateísmo. Esa es la
imagen de algunos de los artistas constructivistas rusos,
luego edificadores de una imagen del Soviet, del diamat.
Esta es la búsqueda que se asoma en la Bauhaus y en De
Stijl. Pero el constructivismo muy pronto se dividió en
dos grandes grupos: unos sostuvieron una espiritualidad
de plano, línea y color; otros un principio utilitario, pun-
tal de la organización social del Soviet. El Lissitsky pare-
ce no haber pertenecido a ninguno de los dos grupos. En
sus experimentos Prounen, trabajó con insinuaciones de
tridimensionalidad, pero esas indicaciones no hacen sino
exaltar las dos dimensiones y el plano. Prounen (“Proun”,
en singular) deriva de “proekt utverzhdenia novoga”, esto
es: «diseño para la confirmación de lo nuevo».

“La tela se volvió demasiado estrecha para mí; por


esta razón, creé el Proun como etapa intermedia en-
tre la pintura y la arquitectura. Traté el lienzo y la su-
perficie de la tabla como un terreno donde mis ideas
constructivas encontraban los mínimos obstáculos.
La escala negro-blanco (con destellos rojos) ha sido la
materia y los materiales de mi trabajo. De este modo
nacerá una realidad clara para todos»

La gráfica de El Lissitsky propone una indicación o


señal del “lugar donde el arte sucede”; de allí sus inter-
venciones en el diseño de pabellones expositivos, de allí
que las tres dimensiones no sean suprimidas del mismo
modo que en buena parte de los constructivistas. Ahora
bien ¿cuál es el sentido de su construcción dimensional?
256 Horacio Bollini

Porque puede dudarse acerca del acento: si es sintáctico-


semántico, o si sólo se trata de una intervención sintácti-
ca. Hay que verlo así: en El Lissitsky aparecen letras del
alfabeto hebreo, pero se incluyen resignificadas, fuera de
toda connotación semántica de corte místico. Sus contri-
buciones al diseño de libros y espacios de exposición, el
empleo de fotomontajes en sus afiches, hacen de Lissitsky
una voz de influencia en Bauhaus y De Stijl. Y siempre en
el plano del diseño.
Al fin, como él mismo declara, su arte propende a una
organización:

“Consideramos que el triunfo del método constructi-


vista es esencial para nuestra época. Lo encontramos
no sólo en la nueva economía y en el desarrollo de la
industria, sino también en la psicología de nuestros
artistas contemporáneos. Veshch defenderá el arte
constructivista, cuya misión no es, después de todo,
embellecer la vida, sino organizarla.”

El pragmatismo de El Lissitsky no se resuelve solamen-


te en una teoría, sino que avanza hacia el colectivo de con-
ciencia. En este fragmento se advierte qué clase de bidi-
mensionalidad celebra: la de un neo-signo activo y móvil,
por encima del estatismo del símbolo tradicional.

En contraste con el antiguo arte monumental [el li-


bro] en sí va al pueblo, y no permanece en pie como
una catedral en un solo lugar esperando a que alguien
se acerque. [El libro es el] monumento del futuro. (El
Lissitsky)

Los afiches de Bonnard habían trabajado con una bi-


dimensionalidad de cuento, donde el color juega entre las
Tiempo 257

líneas curvas: es la narrativa visual de la Belle Époque, de


esa París que muy pronto se dará de bruces con la Gran
Guerra. La bidimensionalidad de las corrientes de dise-
ño de Bauhaus y en particular aquella sustentada por las
vanguardias rusas (incluyendo a Eisenstein y a Vertov) ya
ha asumido que el mundo devendrá en otro escenario. La
duda subsistirá: ¿un arte que no devuelva ecos de orden
simbólico podrá ser sustentable? Mondrian es el ejemplo
que se presenta primero en la fila: aunque el discurso im-
plica una abstracción sintética, sus blancos esconden algo,
dando lugar a la ilusión de que ese “algo” resulta irresis-
tible como pulsión o como punto de fuga. Porque el arte
necesita tensiones y proyecciones, nunca lugares de arribo.
En función de la síntesis y la pulcritud de una superfi-
cie sin capas: no son sólo las rectas, ni el diamat, ni esos
fotomontajes funcionales a la maquinaria de propaganda.
Se trata, en última instancia, de una evaporación del ser.
Porque, una vez asumida la “conciencia problemática” el
ser no encuentra lugar ni manera. Y así el ser-símbolo es
negado, sustituido por una inquisitiva anónima de espacio
y geometría. O se lo quita de las proyecciones de imagen,
para que la imagen en sí, moviente y atravesada por la ico-
noclasia, se transforme en un neo-signo capaz de mirar al
sujeto de igual a igual. Klee mantiene la determinación
del símbolo, pero éste asume un lugar de aparición junto
a otros signos o renglones de un alfabeto. Elige telas de
grano grueso, y así sus símbolos se impregnan sobre un so-
porte áspero. Todo símbolo es liso, pulido a espejo, en su
condición ontológica. ¿Qué presenta Klee en La Muerte
y el Fuego? Somete a sus signos a una territorialidad llena
de fango, y así los símbolos de lo eterno sobrenadan esas
258 Horacio Bollini

aguas, esos pantanos. Como el ángel que conoce, por una


vez, la tierra.

14

Junto a Giacometti, Balthus comparte un momento


con Mondrian. Giacometti mira por la ventana y elogia
“la belleza de los árboles”. De pronto, Mondrian se pone
de pie y cierra abruptamente las cortinas. “No soportaba
más eso”, dice.
Al recordar el suceso, Balthus observa que resulta bien
extraño, ya que Mondrian “justamente por un proceso de
abstracción progresiva de la forma y estructura de los ár-
boles, alcanzó la no-figuración.” Y continúa Balthus acer-
ca de esa progresión en lo abstracto:
“Pero su actitud (se refiere a Mondrian, claro) parecía
traicionar una suerte de renuncia dolorosa, casi de un
desgarramiento, más que el exitoso cumplimiento de
una búsqueda.”1

El episodio que rememora Balthus se asemeja al desin-


terés de Stravinsky por la naturaleza, desinterés que a cier-
to crítico –admirador del músico- lo toma por sorpresa.
Pero en el caso de los ojos de un pintor, esa suerte de re-
chazo parece aun más digno de mención. Y luego está esa
“renuncia dolorosa” que menciona Balthus. De acuerdo a
esto, el tal “desgarramiento” no sería entonces un ejercicio
plácido (y quizá tampoco del todo volitivo) en el proce-

1
Balthus. Les méditations d’un promeneur solitaire de la peinture.
Edición castellana: Balthus. Meditaciones de un caminante solitario
de la pintura. Las Cuarenta, Buenos Aires, 2010.
Tiempo 259

so de creación de imagen. Merleau-Ponty cita a Gasquet:


Cézanne se apoderaba de un fragmento de la naturaleza
para volverlo “absolutamente pintura”. Esa lectura del
hecho pictórico en-sí y para-sí, con sus significantes libera-
dos, ya era, al momento de la construcción de imagen de
Mondrian, una fuerza asumida. ¿Qué sucede entonces?
En Adorno se lee:

El arte, como forma anticipada de reacción, ya no


puede incorporarse a una naturaleza intacta, si es que
alguna vez pudo, pero tampoco puede incorporar la
industria que arrasó la naturaleza. Esta doble imposi-
bilidad es la ley oculta de la carencia de objeto estético.

Imposibilidad de mimesis, imposibilidad de comunión


cezanniana: el refugio estaría en una imagen cuyos pre-
supuestos niegan un espacio a priori. Ergo, desaparece el
lugar en el sentido euclidiano y kantiano. Si el espacio ya
no es a priori, tampoco el tiempo. De allí que en la nue-
va imagen exista una tenue desesperanza (en relación a la
posibilidad de estar en un lugar) y a la vez una liberación
absoluta (liberación del tiempo). Y la necesidad de cerrar
los ojos al objeto, que ha quedado definitivamente afuera.
O bien, se tratará de cerrar las cortinas abruptamente.
g
Tarkovsky y el tiempo
En algún momento, Heidegger se interesó profunda-
mente en Meister Eckhart y su visión del tiempo. Eckhart
se ocupó de nuestra percepción de lo sucesivo con enor-
me profundidad, con sutileza, con variedad de imagen.
Nuestra intuición en relación a los matices del tiempo y de
la eternidad. Desde el lugar de lo sucesivo, Eckhart desea
remontar el río de Heráclito hasta un no-tiempo, un no-
lugar. Dependiendo de la traducción de los textos, Dios
y la nada en algún punto llegan a ser equivalentes, y esto,
según recuerda Bernhard Welte, fue especial objeto de la
curiosidad de Heidegger. No es una nada vacía de substan-
cia -imposible para un pensador cristiano- sino una nada
silenciosa. Ese silencio se aparece en Ser y Tiempo:
Cuanto más necesario es el decir pensante acerca del
ser (Seyn), tanto más inevitable deviene el silencio
(Erschweigen) de la verdad del ser (Seyn) a través del
curso del preguntar.

Rivera define esa noción heideggeriana del silencio:


“El silencio es el recogimiento del Ser en torno a su ver-
dad.” Todo merodeo retórico en torno al Ser sería vir-
tualmente rechazado, ya que según Heidegger “toda
palabra y con ello toda lógica está bajo el poder del Ser”.
Ese silencio ontológico está aliado a la detención de
262 Horacio Bollini

lo sucesivo. El concepto heideggeriano de serenidad


(“Gelassenheit”) es una consecuencia de la influen-
cia de Meister Eckhart y su abandono o retraimiento
(“Abgeschiedenheit”). Manera o vía para llegar al silencio
eterno.
Son muchos aquellos artistas de la imagen que tratan
de llegar a una representación silenciosa y sin tiempo. O
a una evocación de la eternidad: Angelico y De Chirico;
los maestros del hieratismo en Egipto y la Mesopotamia;
también los pintores que siguieron cánones de la vieja
Bizancio. El fotógrafo André Kertész, en varios momen-
tos de su obra concibe una metafísica de la imagen: una
concentración en el objeto, cuya nitidez y corporeidad
impiden su relación sucesiva con lo circundante. Una no-
relación implica detención, implica hacer foco en una
raíz subyacente sin lazos ni reflejos de movilidad: jarrón
con flor, escalera, pipa, anteojos, no incurren en accio-
nes, o bien señalan que la acción ya ha sucedido. El ser
no se define, se señala. Quien poseyó estos objetos es se-
ñalado, así como también se señala que nadie está aquí.
La ausencia es el espejo que deja tras de sí el ser para ser
señalado, así como el silencio subyace bajo la palabra.
La filmografía de Bergman, completada en su devenir por
la fotografía de Sven Nykvist, está inervada por verbos y
escenarios de intimidad, en un esquema de multiplicidad
de afecciones temporales que puede acompañar el sentido
del doble (Persona). Más allá de los repliegues internos, de
las capas, no se contempla como necesario que lo sucesi-
vo sea detenido: la prosecución de lo verbal -incluso para
este director que dijo desconfiar de las palabras- mantiene
la vigencia de ese sucesivo. Desde los tiempos de “Fresas
Tiempo 263

Salvajes” (Smultronstället, 1957) y hasta Saraband (2003)


las imágenes se anclan en rostros que a su vez señalan pa-
labras dichas o planos mentales. Rara vez quedan bajo una
esfera de sonido.
Las imágenes de los cuerpos no están solas. El solilo-
quio de Märta en Nattvardsgästerna (“Los comulgantes”)
se construye desde un reposo visual interminable, close-up
de Ingrid Thulin. Pero hay un murmullo, explícito o sub-
terráneo. Siempre está el verbo, musitado o bajo una reci-
tación neurótica. Cuando son los actores los que callan, es
Dios quien habla en el agua que brota bajo la doncella, o
en un temblor de hojas. Como hace notar Tarkovsky1, en
una escena de Los Comulgantes sólo el murmullo del río
está presente en el primer plano del sonido. Así se indica
el agotamiento de las palabras, o se silencia aquello que
los hombres tienen para decir. La palabra conduce, tanto
cuando se presenta como cuando es omitida.
El universo de Bergman es psicológico y está en
tensión. Hay poco espacio para un recogimiento
(“Abgeschiedenheit”) desde el cual se construye la seña-
lización del ser. Cuando el ser se intuye en Bergman, es
por la extraordinaria serie de eventos, tendientes a una fe-
nomenología del espíritu y consecuencia de la conciencia
problemática.
Hay aguas que unen la estética bergmaniana y la de
Tarkovsky. Cabe preguntarse si en el hacedor ruso existirá
1
En “Esculpir en el tiempo”, capítulo “La imagen cinematográfica”:
“Así, en Los Comulgantes, en la escena en que a orillas del río encuen-
tran el cadáver del suicida, sólo se oye el agua. Durante toda la escena,
no se oye más que el agua, que nunca calla, no se escucha ni un solo so-
nido más, ni los pasos ni las palabras que se dicen las personas a orillas
del río. Ésta es la expresividad acústica de Bergman.”
264 Horacio Bollini

un abandono, lugar de reposo donde el objeto-rostro im-


ponga su raíz inmaterial. Sin las tensiones de un discurso
o la angustia de un silencio-nihil. Sin verbo en lo sucesivo,
pero verbo al modo de esas palabras que salen de la boca
del profeta, en el eikon con fondo de oro.

La filmografía de Andrei Tarkovsky es notablemente


reducida: exceptuando sus primeros trabajos como estu-
diante, su obra se concentra en 10 films.
Su libro de reflexión acerca del cine se titula “Esculpir
en el tiempo” y es precisamente el tiempo (o su anulación)
el vehículo de su discurso, de su religare. Tarkovsky es
maestro del religare, artista místico. Busca la raíz –amoro-
sa raíz- de las cosas, fuente de espíritu que de algún modo
está ligada a su imagen (eso significa que no es invisible)
pero desasida de todo vértigo de lo sucesivo. De allí que
su construcción parte de símbolos y va hacia el símbolo,
eclipsando la temporalidad. Como varios de aquellos que
intentaron una evocación de lo eterno, Tarkovsky reposa
su mirada largamente sobre un objeto, sea rostro o leche en
un cántaro. Angelico, los gestores del eikon de Bizancio,
procedieron desde otras vías de anagogía, logrando una
equivalencia en el concepto de serenidad, “Gelassenheit”.
El propio Andrei Rublev, al cual Tarkovsky dedica un
film, pinta a comienzos del Siglo XV una Anunciación y
una Trinidad sin tiempo.

El Espejo (“Zerkalo”, 1975) contiene, al igual que El


Sacrificio (“Offret”, 1986) concavidades practicadas en el
tiempo. Allí concibe y crece la imagen: árbol, pareja entre-
lazada, niño, son visitados desde una serenidad que refuta
Tiempo 265

el tiempo. De allí que esas imágenes abran sus alas muy


lentamente, y con frecuencia en silencio. El silencio y el
verbo no son opuestos ni tan sólo complementarios: el
silencio del absoluto puede ser nombrado, mentalmente.
El Ser como absoluto, Ser incluso de lo no-creado, puede
resultar mencionado mentalmente por Dios, y reflejado
en la mente de los hombres.
La dimensión del verbo, su peso, son inseparables de la
experiencia religiosa. También en Tarkovsky. Pero no se
puede soslayar que ese verbo resuena muy frecuentemen-
te por fuera del diálogo, fuera de la comunicación o mera
utilidad. El verbo, como todo lo demás en Tarkovsky, es vi-
sitado y expuesto en su condición prístina: así es valorada
la palabra, ese don que otorga al hombre la poesía en el
simple acto de nombrar. Y así es presentada la palabra en
El Espejo, bajo recitación. Y así es presentada en la oración
de Alexander (Erland Josephson) en Offret o en su larga
recitación inicial, entre la hierba; de allí que el “hombreci-
to”, su hijo, no sea sino silencio. Ese silencio debe estar allí
para que la palabra germinal brote.
El verbo o la leche que se derrama en Offret; el árbol y el
pájaro en Zerkalo, la pareja que consuma su unión sexual
en el aire; cualquiera de estas imágenes se construye desde
el símbolo, con determinación hacia el no-tiempo. Pero
no es posible pasar por alto la renuencia de Tarkovsky a
trabajar desde el símbolo cerrado, según detalla en Esculpir
en el Tiempo. Sería un enfoque “emocional”, naturalista,
lejos de todo hermetismo; también su propósito habría
sido el de no restringir lecturas de la imagen, evitando
conducir excesivamente la mirada del espectador:
266 Horacio Bollini

“Así nos sucedió en la escena en que la protagonista


de El Espejo se encuentra con el desconocido –inter-
pretado por Anatoli Solonitsyn-; aquí, después de la
marcha de éste, nos interesaba seguir dando vueltas
al hilo que unía aquellas dos personas que se encon-
traban aparentemente por casualidad. Si al irse, aquel
hombre se hubiera dado la vuelta y hubiera mirado
con expresión “llena de significado”, aquello habría re-
sultado excesivamente plano, directo, habría desper-
tado asociaciones erróneas. Por eso se nos ocurrió la
idea del golpe de viento en el campo…”

Lugares y objetos de aparición como el gallo de Zerkalo


implican concavidad y símbolo, fuerza centrípeta; pero
cuando la imagen fuga del lenguaje humano y va hacia la
naturaleza (hierba y viento) se hace clara esa decisión de
no guiar la interpretación hacia un anaquel conceptual.
En todo caso, tiene lugar una alegoría in factis, panteísmo
que desarma los nudos de una criptografía.
Esculpir en el Tiempo hace varias menciones del pro-
blema de la simbología, siempre con el fin de refutar un
supuesto armado criptográfico. No obstante, el propio
Tarkovsky recuerda que a poco de terminar El Espejo
(faltando 400 metros de película ó 13 minutos) no exis-
tía todavía unidad en el film: “la película como tal aún no
existía.” Se habían rodado los sueños infantiles, acaso las
imágenes más poderosas, pero no existía una estructura,
una narración. Esa manera de construir el film, esa vía
donde los lugares de aparición se imponen sobre lo narra-
tivo, supone necesariamente un punto de apoyo en una
imagen-símbolo. Y esa imagen (sea hermética o expansiva
emocionalmente) no se guía por las previsiones del guión.
Tiempo 267

Es una forja anti-clásica y enemiga de lo lineal; de


muchas maneras se opone, también, a los métodos de
Hitchcock.

El cine es sucesión de imágenes, desde su propia mecá-


nica. Pero esa superficie cinética, ese sucesivo, se olvidan
cuando el símbolo es visitado desde la quietud, cuando
la imagen del teólogo se erige desde un reposo concep-
tual. Es la actitud del recogimiento, el Abgeschiedenheit
de quien busca lo eterno. Tarkovsky eligió la imagen para
buscar lo eterno. Y al hacerlo, se conectó con la eternidad
de la cosa visitada. También desde sus escritos el director
plantea un credo de trascendencia:

Si el arte expresa lo ideal y el ansia de lo infinito, no


puede servir a fines pragmáticos sin arriesgarse a per-
der su autonomía.2

Se dice que Zerkalo es la obra con mayor número de


alusiones autobiográficas, 108 minutos surcados por re-
cuerdos de infancia, por la mirada del niño custodiada
por fuerzas de la naturaleza. (El niño, el viento, las hojas
de los árboles, todo en simultaneidad, bajo el alegorismo
panteísta que mencionamos). Para empezar a rondar el
carácter autorreferente del film, los poemas son de Arseny
Tarkovsky, su padre, quien además presta su voz para reci-
tarlos. Y la propia madre del director, Maria Vishnyakova,
también lleva adelante un rol. La estructura no-cronoló-
gica, los retornos al pasado y en particular a la mirada del
niño, no significan necesariamente complejidad en la na-

2
Esculpir en el tiempo, Epílogo.
268 Horacio Bollini

rración3. Pero esa complejidad viene a nosotros desde la


riqueza de una imagen-símbolo.
Benjamin dice que no se comunica a través del lengua-
je, sino en el lenguaje. Esta misma distinción debe hacerse
en torno a la imagen de Tarkosvky: su imagen no es “me-
dio para”, no es puente, sino lugar o concavidad donde se
verifica la espiritualidad de cada cosa. La cosa es devuelta
a su origen. También el verbo, que resuena fuera de toda
utilidad.
Y las tramas o narrativas se desfasan, en parte porque
imagen y palabra se dirigen hacia la conjetura del ser sin
pretender lugares o encuentros precisos, ya que esos luga-
res implicarían sucesión temporal; en parte porque, en El
Espejo, la preguerra, la post-guerra y el paso de juventud a
vejez de los protagonistas se manifiestan en un metafóri-
co ahora de la imagen, sobre eje de unidad. También hay
unidad para quien transita por la sucesión del tiempo; al-
guien atraviesa la casa, y ese alguien es joven al iniciar el
recorrido y justo al concluir su paso por las habitaciones,
el espejo refleja su rostro ya anciano. Es la manera más ní-
tida, más concluyente, de expresar la unidad del ser, más
allá del tiempo sucesivo.
Todo, como en Plotino, vuelve al Uno. La joven que
a la sombra del amor sexual (y acaso de la concepción)
alcanza una suerte de levitación, expresa la suprema uni-
dad; tanto como el niño recibido por la casa vacía, ro-
deada de vientos: la casa, lugar de los padres, poblada por
ecos; la casa que perdurará en el adulto que un poco des-

3
La consistencia no-lineal del film, además de constituir emergente
estético surge desde la propia liberación del marco estructural del
guión.
Tiempo 269

pués ya recuerda aquél viento en la hierba y aquellos ecos


de la infancia. Porque el niño en un instante cualquiera
ya contiene pasado y futuro, y así sus vivencias se hacen
una con las del adulto. La hierba y el viento son testigos.
En Offret, Alexander tiene su pacto, su pasión secreta, en
un marco temporal indefinido. Momentos más tarde, las
páginas del libro que recorre Alexander: tienen ilustracio-
nes icónicas, y están allí para recordar qué es trascenden-
cia. La presencia del eikon, las señales de oro y los rojos
de Bizancio, marcan que todo aquello que se adivina en el
film será sub specie aeternitatis y sólo contará a los ojos de
Dios. Dios puede ver sin tiempo; pero los hombres, aun
los más espirituales, mantienen sus pasiones y desfalleci-
mientos en lo sucesivo. El pacto de Alexander, en Offret,
es un fenómeno sin tiempo, como prueba de su carácter
suprahumano.

La mónada es un concepto que Leibniz tomó de los neo-


platónicos, de Proclo y Plotino. La mónada, punto-idea
que se ha desprendido del Uno, en la versión de Leibniz
contiene todo su pasado y su porvenir, sin que nada llegue
desde el afuera para modificar esa configuración de eter-
nidad. Tarkovsky intenta reflejar, esculpiendo en el tiempo,
esa íntima noción de eternidad arraigada en cada ser y en
cada objeto. Para eso, su mirada es lenta, premeditada-
mente quieta; vuelve, se reposa, se abandona en la imagen.
Carl Jung encuentra que la de Meister Eckhart es la más
presente, la más vital de las místicas. Esta percepción sur-
ge, acaso, desde imágenes como la siguiente:
270 Horacio Bollini

El alma fue creada como en un punto entre [el] tiem-


po y [la] eternidad, tocando a ambos. Con las poten-
cias más elevadas toca la eternidad, pero con las po-
tencias inferiores, el tiempo.

Eckhart encuentra que tanto la multiplicidad como el


tiempo son grandes obstáculos. Porque tanto ideas como
imágenes brotan desde lo Primigenio y en ese origen son
iguales, no existe diferenciación; palabras e imágenes en
ese origen son Una. Y están en la eternidad, al margen de lo
sucesivo: en todo esto, sigue Eckhart a los neoplatónicos.
Parte de la intensidad mística de Meister Eckhart está
en la interdependencia entre Dios y el hombre. Dios nece-
sita del alma del hombre, y encuentra en ella su consuma-
ción, su completitud:

De Dios es la obra, y del alma el deseo y la capacidad


de que Dios nazca en ella y ella en Dios.4

Dios, según Eckhart, “debe nacer en el alma, una y otra


vez”. Lo mismo sucedería con la presencia crística, a cada
momento. Una mirada, en Tarkovsky, trata de revelar en
cada ser y en cada cosa, no sólo su origen, su proveniencia;
no sólo el deseo del alma de nacer en Dios, sino la verosi-
militud de que en cada alma y en cada cosa, Dios nace a
cada momento.

4
Esta imagen pertenece al Sermón XLIV de Eckhart: Postquam
completi erant dies, puer Iesus portabatur in templum. Et ecce, homo
erat in Ierusalem.
En el mismo sermón puede leerse: “Aquél cuyo ser y obra están ubica-
dos completamente en la eternidad, y aquél cuyo ser y obra se dan por
completo en el tiempo, ésos nunca concuerdan; jamás se encontrarán.”
Tiempo 271

Para quien percibe la atrocidad del mundo, sus mise-


rias y su rotunda corporeidad, esta búsqueda de Tarkovsky
-por momentos bizantinista- puede resultar enojosa. Pero
como cada sondeo en rostro, hierba y cosa está inervado
por la entera convicción de su espiritualidad; debido a
que por momentos pareciera presentarse una humedad de
la imagen, un vapor surgido de su propio hálito; a causa
de que el tiempo en efecto parece detenerse, no para dar
lugar a otra serie o sucesivo, sino para que la eternidad se
manifieste en hierba o rostro: entonces entramos en un
principio, refutación de lo múltiple y lo sucesivo. Y ese
principio entra en nosotros.
Materia y signo de Horacio Bollini
se terminó de imprimir en marzo de 2012
en Las cuarenta libros,
avenida Asamblea 327, Parque Chacabuco,
Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
Argentina.
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