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Contra la dificultad

Jaime Alberto Vélez


Mientras algunos la elogian, otros ven en la fascinación por la
dificultad una indeseable transmigración de las pulsiones religiosas.

Una larga y arraigada tradición religiosa estima que el premio eterno


sólo se alcanza mediante ingentes sacrificios personales. La idea del
paraíso, por esta razón, brota de una humilde imaginación que habla
de escollos y de esforzados merecimientos. La aflicción representa la
garantía para un gozo postergado hasta la otra vida, de suerte que el
disfrute de alguna recompensa anticipada se considera inmerecido y
se entiende como el anuncio cierto de una próxima desgracia.

La afirmación según la cual el camino del cielo se encuentra erizado


de espinas representa una enseñanza repetida con énfasis en los
cursos de inducción a la doctrina religiosa. Las vidas de los santos
más representativos, utilizadas como modelos dignos de imitación,
resaltan precisamente las penalidades necesarias para obtener el
galardón de la vida eterna. De ahí que el martirio, la virginidad, el
ayuno, el cilicio, la oración, la obediencia, es decir, todos los
sufrimientos y privaciones posibles se tomen como los únicos medios
para alcanzar el paraíso, y configuren también el ideal que los fieles
deben perseguir en su modo de actuar y de desear. Para esta
concepción religiosa, el deseo y el dolor resultan inseparables uno del
otro, de modo que se anhelan pruebas y padecimientos, antes que
triunfos terrenales. Esta religiosidad, marcada por la huella indeleble
del estoicismo, afirmará que una vida plena de inconvenientes
evidencia una inobjetable y deseada elección divina. Lucio Anneo
Séneca, en el tratado De la divina providencia, sostiene que “las
cosas prósperas suceden a la plebe y a los ingenios viles”, y que, al
contrario, “las calamidades y terrores, y la esclavitud de los mortales,
son propios del varón grande”. En su afán por defender la dificultad,
Séneca llega al extremo de asegurar que “el vivir siempre en
felicidad, y el pasar la vida sin algún remordimiento de ánimo, es
ignorar una parte de la naturaleza”.

Este pensamiento, adecuado para crear una moral de esclavos, según


Nietzsche, o cuya pretensión consiste en “ser libre tanto sobre el
trono como bajo las cadenas”, según Hegel, sirvió de fundamento
teórico al cristianismo y se convirtió, en ciertos aspectos, en parte
integral de la misma doctrina. Una moral concebida en principio para
contener los ímpetus de la plebe romana penetró de modo tan
profundo las distintas capas de la cultura, que los logros personales y
la fortuna favorable comenzaron a tomarse desde entonces con
discreción y aun, en ciertos casos, se intentaron ocultar. Las críticas
del estoicismo al epicureísmo insistían en los defectos terrenales de
una teoría que consideraba posible la felicidad como un efecto de la
virtud individual. Todo lo que no implicara privación significaba para
el estoicismo desborde sensorial y, por tanto, manifestación de un
grosero hedonismo.

Pero Séneca no sólo exaltó la dificultad, sino que llegó a considerar


que el hombre virtuoso se alegra con las adversidades, tanto como
los soldados con la victoria. Precisamente a esta tradición moral se
debe que en cualquier actividad humana se resalten, por encima del
triunfo, los inconvenientes propios de la contienda, y que, antes que
satisfacerse con lo obtenido, se hable de los conflictos que se
avecinan y de los apuros que puede generar el lugar preeminente
alcanzado. En relación con la vida de los sabios, de los grandes
artistas y de los científicos, por ejemplo, cierta tradición cultural
insistirá de modo invariable en que alcanzaron lo que buscaban
después de incontables penalidades y esfuerzos. Para no contrariar
una concepción religiosa senequista, pocas veces se dirá que, lejos
del sufrimiento y de los obstáculos, ellos se deleitaron entregando sus
vidas a lo que querían realizar. La verdadera dificultad para un
hombre de éstos habría sido verse privado de su vocación. Sólo un
individuo sandio o incapaz puede ver las vidas de los grandes
hombres como una sucesión de inconvenientes y de pruebas. Aun el
santo puede obtener placer de sus privaciones, a tal grado que
encuentre enojoso otro modo de vida. Todo radica, al fin de cuentas,
en la pasión con que se asuma la realización de la vida y de la obra.
La dificultad constituye, a lo sumo, una variable secundaria y
accidental dentro de un proceso.

En “Un artista del trapecio”, Franz Kafka se refiere a un hombre que,


ante el asombro de su empresario, pide un segundo trapecio, es
decir, una nueva complicación en apariencia. “Sólo con una barra en
las manos, ¡cómo podría yo vivir!”, exclama sollozante. La entrega
del artista a un arte cada vez más exigente podría parecer, para un
lego en el asunto, como un sacrificio, pero en el fondo lo impulsa tan
sólo el deseo de satisfacerse. La costumbre de permanecer día y
noche en el trapecio —dice Kafka— había terminado por volverse
tiránica. Impulsado por una modestia engañosa que encubriría la más
refinada forma de soberbia, el artista podría hablar del trabajo y de
los desvelos que le cuesta su arte, pero él sabe que ni siquiera se ha
esforzado lo suficiente. De no existir el empresario y sus exigencias,
trabajaría para sí mismo; de hecho, permanece en el trapecio aunque
no asistan espectadores que puedan apreciarlo.

Este artista del trapecio, al igual que los grandes hombres, produce
ante el público cándido la impresión falsa de que se sacrifica, cuando
lo de veras doloroso para él habría sido privarse de la actividad que
más deseaba. En el caso de una competencia deportiva, por ejemplo,
resulta claro que quien menos dificultades experimenta es
precisamente el ganador. La capacidad, el saber y el deseo vuelven
irrelevantes los obstáculos que, para el último de los competidores,
se convierten en verdaderos escollos, insalvables en algunas
ocasiones. De este modo, el elogio de la dificultad en cuanto tal
entraña en realidad la exaltación del fracaso, de la derrota y del
atraso. Lo que menos importa para un hombre capaz son los
tropiezos, efectivos e influyentes para quienes flaquean o desisten. Lo
que ocurre, más bien, es que si el derrotado no enalteciera los
inconvenientes, ¿cómo podría justificar el pobre resultado obtenido?
La incompetencia y la ineptitud, pues, garantizan un más prolongado
contacto con las dificultades.

El saber y la destreza, en cualquier terreno, consisten precisamente


en volver fácil lo que para los demás resulta arduo o imposible. La
ignorancia de los aspectos básicos en cualquier disciplina obliga al
neófito a debatirse ante incontables apremios e impedimentos, que
no se alcanzarán a superar por el simple amor a la dificultad, sino por
el conocimiento. La aparente facilidad en cualquier arte consiste en
una capacidad que lleva a superar pronto los obstáculos innecesarios
o falsos. El amor a los inconvenientes no garantiza nada; a lo sumo,
revela un carácter o una manía. Puede ocurrir, en consecuencia, que
el fracasado y el incapaz se empeñen en magnificar o en reproducir
las condiciones adversas. La simple satisfacción de haber luchado, la
recompensa engañosa de haber competido en vano pero con decoro,
pueden adquirir, para cierto temperamento, mucho más valor que los
mismos resultados efectivos. Multiplicar los problemas con el
propósito de oscurecer las causas reales del fracaso se convierte en
una coartada perfecta para mantenerse aparentemente en la brega.
En este estado indefinido e inagotable no se alcanzan resultados,
aunque tampoco se obtiene una condena directa y radical. Se trata,
en el fondo, de perpetuar las penalidades, sin superarlas jamás, con
la disculpa de que así es la vida.

En no pocas oportunidades, inclusive, la sociedad suele premiar esta


clase de frustración permanente, de empecinamiento y de tozudez
equivocadas, con medallas al esfuerzo y a la constancia. Lejos de un
análisis real de la situación, se parte de consideraciones morales que
pasan por encima del probable deseo encubierto de fallar, esto es, de
insistir desventajosa y equivocadamente con el mismo método ante
las mismas complicaciones. Un hombre que ame la dificultad, por
ejemplo, permanecerá indefinidamente en el vicio, para luchar toda la
vida contra él. Al persistir en el mismo error, se evita por lo menos la
sorpresa de los nuevos inconvenientes. Se presenta en esta
obcecación una autocomplacencia explicable por el deseo enfermizo
de permanecer bajo el dominio del mismo problema y, aun, en ciertos
casos, de llegar a elogiarlo debido a que permite adquirir una
identidad. El problemático y el descontento, dondequiera que se
encuentren, terminan por reproducir las mismas situaciones
adversas. La habilidad de ambos consiste en proponer una inversión
causal que los lleva a trasformar una conducta repetida e
inmodificable en un mérito nacido en apariencia de una reflexión
teórica.

El aprendiz y el desacertado no sólo eligen el camino más tortuoso y


equivocado, sino que ellos mismos se empeñan en volverlo así. Todo
artista —como conceptuó Borges— tiende al comienzo de su carrera
al barroquismo y a la complicación vanidosa, para adquirir luego una
sencillez que nada debe, sin embargo, a la facilidad. El verdadero arte
posee una apariencia desconcertante, pues induce a creer que
cualquiera podría realizarlo del mismo modo. De ahí que el artista
mediocre se engañe al juzgar el valor de su obra por el esfuerzo que
le demandó y por los escollos que debió superar. Para su beneficio, se
empeña en ignorar que también la naturaleza, como los grandes
artistas, procede con facilidad, o al menos no da saltos, ni actúa
mediante trampas o retorcimientos. La pretensión de valorar la obra
exclusivamente por el trabajo y por los sufrimientos invertidos en ella
entraña una concepción religiosa y sentimental, pero desconoce la
esencia del arte y la existencia del talento y de la capacidad
individual. Valorar las actividades humanas tan sólo por el esfuerzo
conduce a admitir un mérito superior en el fracasado pues, aparte de
que le corresponde luchar más que al ganador, debe superar también
los problemas derivados de su descalabro. Para esta lógica, que se
apoya en merecimientos espirituales intangibles, los resultados
terminan siendo secundarios y hasta irrelevantes. Detrás de un
humilde luchador puede esconderse un santo. Dios y la conciencia
individual permanecen como únicos testigos del trabajo y del
esfuerzo. Las satisfacciones íntimas, sin embargo, pueden
complacerse con una fácil exigencia que deje al sujeto
indefinidamente en el mismo estado y en la creencia de que actúa a
diario con denuedo.

La acogida de esta forma de proceder se apoya, además, en que la


consecución de resultados tangibles se identifica con todas las formas
execrables del poder y del dominio. Se trataría, en apariencia, de una
posición política correcta. Como consecuencia de una vieja
controversia teológica entre católicos y protestantes calvinistas, los
primeros endurecieron su idea de los méritos arduamente adquiridos,
en contra de la simple fe que alentaba a los segundos en su
búsqueda del cielo. Una disputa religiosa, como han señalado muchos
estudiosos, ha significado mucho más que una mera disparidad
espiritual. La inclinación a las desgracias, en uno, y al éxito, en el
otro, mostrarían el modo de proceder de dos culturas distintas. No
resulta casual en Colombia, por tanto, la inclinación inveterada a las
trabas, a los trámites, a los conflictos, a las dilaciones. El elogio de la
dificultad no entrañaría, así, una aspiración, sino una verificación
fenomenológica. Se propondría como un ideal deseable lo que ya
forma parte constitutiva de la misma conducta.

Desde mucho tiempo atrás se ha tomado como un lugar común de la


historia local el carácter leguleyo de los políticos, además de ese afán
permanente por complicar, estorbar y entorpecer, que ha animado a
buena parte de los personajes de la historia colombiana. De esta
manera, cualquier logro se obtiene después de superar numerosos
enredos y escollos que han terminado por convertir la historia
nacional en un prolongado calvario. La inclinación a la lucha, en el
caso colombiano, puede advertirse en las incontables y estériles
guerras civiles que han llenado de muertos y de méritos espirituales
los campos del país. Cualquier discusión y posible acuerdo entre los
antagonistas, por tal razón, tiende a convertirse en un nuevo conflicto
de nunca acabar. Parece, en este aspecto, como si lo propio de los
colombianos consistiera en el amor ancestral a la dificultad. La
posibilidad de un país más fácil y expedito parece una mera
aspiración remota, permitida un tanto por la tecnología, pero
entrabada por una vieja concepción religiosa que considera los
padecimientos como un medio para alcanzar un paraíso siempre
postergado.

La inclinación a la contienda estéril y a la derrota surge también, en


buena medida, del elevado prestigio literario de estos temas. Aparte
de que la poesía de todas la épocas encuentra más belleza en el
perdedor, la admiración romántica por la disolución, en concreto,
lleva a algunos intelectuales a realizar apologías más o menos
encubiertas del atraso y de un estado de adversidades que
consideran inseparable de la misma formación cultural. La repetición
continua de errores, los treinta y dos levantamientos armados
promovidos en vano por el coronel Aureliano Buendía, la idea de
perder siempre para vender cara la derrota, o aquella otra de
encontrar alicientes positivos en el hecho de no ganar, se asumen no
en su carácter simbólico o ilustrativo de una situación, sino que se
incorporan como verdades inevitables que marcan al ser nacional. El
objetivo de ensalzar la dificultad viene entonces como anillo al dedo a
una cultura que desprecia los resultados visibles y que se satisface en
la incesante repetición macondiana de lo mismo. Esta teoría puede
encubrir la defensa de la falta de oportunidades, lo mismo que de un
orden social incapaz de permitir el desarrollo del individuo. En un
exceso de optimismo y de decisión se llega, en unos casos, a
encumbrar los inconvenientes y, en otros, hasta a besar la mano del
verdugo. La determinación radical de culminar con éxito lo que se
emprende recibe invariablemente como respuesta la risa sardónica
del escéptico. Por esa misma razón, tampoco se rectifican los
caminos emprendidos con equivocación, pues la lucha se valora por
ella misma, al margen de su desenlace. Para este modo obsesivo de
actuar resultaría extraña y escandalosa la idea de Spinoza según la
cual el hombre virtuoso “elige la huida con la misma firmeza de alma,
o presencia de espíritu, que el combate”. La idea unánimemente
aceptada de no dar jamás un paso atrás encierra la posibilidad de
encontrarse siempre con el mismo escollo. Esta consigna, repetida
inclusive frente a un muro o frente al vacío, se toma como una virtud
en sí misma, al margen de su sentido práctico.

Convertida la inclinación a los obstáculos en una forma de vida, se


considera, por ejemplo, que una relación afectiva llena de esfuerzos y
de tropiezos produciría más satisfacción que otra normal y bien
avenida. Sin embargo, ¿significa un gran mérito batallar a diario por
amansar un carácter indomable, cuando se ha tenido la posibilidad de
relacionarse con otro más cercano al propio modo de ser? Las
relaciones neuróticas y enfermizas pueden llegar a prolongarse más
de lo esperado, por supuesto, pero no tanto porque posean una
naturaleza estimulante, como se afirma eufemísticamente, sino
porque se alimentan de los desequilibrios psicológicos que ellas
mismas generan. Desarrollar tolerancia a un veneno, y luego crear
adicción a él, puede llevar a considerarlo al cabo como un alimento
indispensable y vital. El afán por idealizar la vida cotidiana, en este
caso, viene a encubrir con palabras decorosas una realidad
indeseable. Como bien se sabe, entre la testarudez y la perseverancia
sólo existe un exiguo matiz que las distingue. Bajo el pretexto de la
búsqueda de una relación compleja y anómala puede existir en
realidad un subterfugio para encubrir errores no superados y vicios
no corregidos. Alguien puede anhelar, no una esposa con la que se
avanza en la misma dirección, sino una madre a la que siempre se
regresa porque todo lo perdona. Si en una relación afectiva se aman
más las dificultades que a la otra persona, con seguridad se
terminará por volverle la vida imposible.

La sobrevaloración de los obstáculos conduce con facilidad, además, a


proponer la búsqueda de lo irrealizable. Una característica notoria de
ciertas religiones y de ciertas psicologías al uso consiste en la
adopción de objetivos falaces, bajo el lema fácilmente admitido de
“querer es poder”. Lejos de la comprensión real de la situación —sólo
por la aspiración de superar impedimentos—, se crean metas
imposibles y paraísos inalcanzables. Ante los obvios e inevitables
fracasos, sin embargo, se argüirá como excusa que no se ha luchado
lo suficiente, o que ha faltado un poco más de fe. Al referirse a los
triunfadores en cualquier actividad humana, se intentará hacer
aparecer una inadecuación entre los medios y los fines, con el objeto
de extender el ideal entre quienes jamás podrían alcanzar la meta. En
ningún momento se dirá que, aparte de la capacidad en quien obtiene
un resultado, ocupan un lugar primordial también el realismo y la
sensatez. El amor a la dificultad no iguala en capacidades a todos los
seres humanos. Una lucha continua y porfiada, sin probabilidades de
éxito, no garantiza nada, aparte tal vez de una acumulación de
méritos para la otra vida.

Aunque nadie sensato se atreve a negar la importancia de luchar, la


verdad es que sólo unos pocos acometen esta acción con inteligencia.
De ahí que se olvide en ocasiones que la lógica de la historia no
consiste en persistir en los obstáculos, o en crearlos artificialmente
para creer que se actúa, sino en superarlos lo más pronto posible. Un
pueblo que se acostumbrara a los conflictos por sí mismos estaría
dispuesto también a recibir de sus gobernantes todos los excesos
posibles. El amor a la dificultad como tal puede llegar a estar al
servicio de lo peor: de la dominación y de la injusticia. Y esta
desgracia sobrevendría porque el brillo ilusorio de esta teoría, un
simple ejercicio retórico, reside en sus aparentes alcances morales y
en su papel motivador de la conducta humana, resultados aceptados
con facilidad y sin resistencias teóricas. Se trataría en apariencia de
promover el valor, el ánimo, el llamado espíritu de superación, pero
ocurre que la pervivencia de un régimen político injusto se apoya en
gran medida en un pueblo que acepta los trabajos, las penalidades y
las aflicciones como parte de un destino inexorable. Como siempre
habrá dificultades, se dice, no importa de donde provengan. El
énfasis se sitúa entonces en el individuo y en su capacidad de
soportar. Por esa razón, al referirse Hegel al estoicismo en La
fenomenología del espíritu señala que este sistema “sólo podría surgir
en una época de temor y de servidumbre”. Tal característica
explicaría, de igual manera, el auge de esta doctrina moral en
diversos periodos históricos. También hoy, como ayer, se buscaría
contener el descontento general y de alegrar el oído blando de ciertos
intelectuales. En el palacio de Nerón, el grupo de admiradores
irrestrictos solía soltar lágrimas de emoción al escuchar la elocuencia
de Séneca, su maestro.

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