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El diablo por un hoyito

Éramos jóvenes, gallardos, valientes, llenos de patriotismo e imbuidos por una causa que
considerábamos justa y porque no decirlo, también ansiosos de aventura, de probarnos como
hombres, de mostrar de lo que éramos capaces ¿cómo, si no, se explica que fuéramos voluntarios
en un conflicto bélico?

Veníamos de diferentes sitios, de colegios públicos, barrios, fábricas, talleres, todos con orígenes
diferentes, pero todos con fines idénticos, nos enrolamos en una aventura en la que ningún ser
humano, menos un joven debe engancharse jamás, nos unimos al ejército para pelear en una
guerra. El ideal romántico de la guerra y la muerte por la patria no eran más que conceptos muy
bonitos que inflamaban nuestros pechos, pero la verdad; como luego descubrimos amargamente;
es que la guerra no es sino el más sucio y despreciable de los actos que los seres humanos
podemos hacernos entre nosotros mismos, escondido bajo el manto idealista se esconde el
asesinato y deshumanización del prójimo, debajo de la tela del acto de combate se esconde la
barbarie y el horror; cosas que nunca se aceptarían en condiciones normales, no solo se aceptan si
no hasta se justifican en tiempos de guerra, los hechos que la primera vez son repulsivos y
desagradables, poco a poco se vuelven naturales, insensibilizando al hombre hasta convertirlo en
una bestia sin raciocinio, impulsada solo por los más básicos instintos. Hades es el único que se
regodea en tiempos de guerra, sus manos chorreando sangre señalan la ruta a su reino a todos los
muertos, no hay valquirias o huríes que conduzcan al caído en combate a ningún paraíso, y acá en
la tierra, lo único que nos queda son dolor y desolación interminables. Toda guerra es en esencia
fratricida ya que todos los seres humanos somos hermanos.

En fin, nos fuimos voluntarios y nos encuadraron en tropas regulares, la voluntariedad nos rodeó
de un aura especial y el trato mismo era diferenciado del que se les otorgaba a los reclutados, esa
quizás es la razón por la que se nos aceptó en tropas de gran especialización, renombre y
trayectoria y se esperaba de nosotros, que nos convirtiéramos en soldados de alta combatividad y
compromiso. El entrenamiento fue igual de duro, o quizás más, del que recibían los demás
soldados; extenuantes marchas, exhaustivas clases de táctica, historia, estrategia, balística,
artillería, topografía y complicados ejercicios militares, interminables horas aprendiendo los
secretos íntimos de diferentes tipos de armas, clases de supervivencia, prolegómenos de
comunicación, atención sanitaria básica, prácticas de orientación en terreno y por supuesto, las
infaltables clases de orientación política.

Meses pasamos juntos aprendiendo a desentrañar los intrincados hilos de la ciencia militar,
sobrepasando con creces lo que pudiera ser considerado un entrenamiento básico y se nos llevó,
luego de muchísimo tiempo, a un nivel superior de especialización en el “arte” de matar a
nuestros semejantes y evitar a la vez que estos nos mataran; siendo entonces que ya podíamos ser
considerados soldados capaces, se nos envió a diferentes teatros de operaciones militares a
misiones donde poco a poco nos íbamos curtiendo, pero también, poco a poco íbamos perdiendo
el entusiasmo inicial; vimos de primera mano, no la gloria de la guerra, si no su rostro huesudo y
feo y comprendimos que no hay encanto en la batalla, por el contrario, solo hay sangre, sudor y
lágrimas, barro y podredumbre, hambre y sed.
Al margen de todo, la disciplina imbuida en todo nuestro tiempo en el ejército, la entrañable
camaradería unida a la fuerte convicción que todos teníamos nos hacía seguir adelante en todo lo
que hubiera que hacer, aunque esa guerra, nuestra guerra, no se pareciera en nada a la del cine,
no eran combates interminables con armas a las que nunca se le acaba la munición, ni explosiones
espectaculares, heridas de bala que nunca derribaban al impactado o en los que se moría
haciendo un discurso ante un público atento o refuerzos de último minuto que salvaban la
situación y al final del día todos sonreían. ¡NO! era caminar por días con cargas que sobrepasaban
nuestras fuerzas y sin suficientes agua y comida, por lo que temíamos ser descubiertos por el ruido
que hacían nuestros estómagos, era medio dormir en el suelo fangoso, con la pertinaz llovizna
calándonos hasta los huesos, era no bañarnos nunca y ya no sentir nuestro propio hedor y tener
los pies llagados por el roce de las botas y los hongos producto de la humedad, era caminar y
esperar, esperar y caminar, cruzar ríos con el agua al cuello o subir cuestas a cuatro patas por el
ángulo imposible de la pendiente cargando dentro de nuestra mochila ese cansancio inextinguible
que se produce cuando el descanso no es adecuado.

Interminables noches en vela emboscando a un enemigo que nunca aparecía, días y noches
caminando ya sea bajo un sol de fuego o bajo lluvia, sea esta el fuerte chaparrón que lavaba hasta
nuestros más profundos pensamientos o esa garúa que nos empapaba y no nos dejaba ni respirar
en paz. Entre algunas de mis más amargas experiencias puedo mencionar una caminata cuesta
arriba en un enorme macizo montañoso, frío y brumoso, del norte nacional, lleno de malezas,
lianas y árboles que impiden la caminata, recuerdo llegar a la cima y poner mi hamaca seca, un
poncho a manera de carpa y quitarme las botas lodosas para descansar cubierto por una manta
seca y dormir profundamente. De repente al filo de la madrugada, cuando el frío era más cortante
y la lluvia mojaba todo y llenaba el suelo de grandes charcos, sentí un fuerte tirón en la cuerda de
la hamaca y vi un rostro mal encarado que me dijo; -Te toca turno de posta-. Aparté la manta que
me abrigaba, metí los pies en las botas mojadas, tomé el fusil cuyo acero estaba frio como el hielo
y salí de debajo del precario abrigo que me otorgaba el poncho sin nada más que mi sombrero de
campaña para protegerme de la lluvia helada, este debe ser y con mucho uno de los recuerdos
más ingratos que tengo de los días de campaña ya que invariablemente me hacía cuestionarme
que hacía ahí, tan lejos de los míos y de lo mío.

Eventualmente sí entrabamos en refriega con el enemigo, pero cuidábamos las balas a más no
poder, porque de quedarnos sin munición, no teníamos como reponerla y aquí no había cientos de
helicópteros que atendieran la más mínima de nuestras necesidades, una herida podía ser fatal ya
que no nos seguía un hospital de campaña, a lo sumo, algunos sanitarios con medicamentos
elementales. Esto sin mencionar que, debido al espíritu de cuerpo, la camaradería chabacana, la
fraternidad fortalecida por los días en que todos pasábamos penurias juntos, hacía que el más
mínimo daño a alguno de nuestros compañeros lo sintiéramos como si fuera propio. Esos
combates sacaban lo mejor de nuestra juventud idealista, pero en algunos de nosotros, salía a
relucir el hombre lobo del hombre, el lado siniestro que la civilización milenaria ha luchado por
desterrar pero que en este tipo de circunstancias se demostraba que solo había permanecido
simplemente adormecido a flor de piel, presto para saltar al menor acicate.

¿Qué pasaba en el combate? La mayor parte del tiempo era a tal distancia que disparábamos más
por la idea de donde vislumbrábamos el enemigo, que por la certeza absoluta de saber dónde
estaba ya que ellos, al igual que nosotros, trataban por todos los medios de ocultarse, sin
embargo, si hubo veces en los que pudimos ver el blanco de sus ojos y era en esas veces que
debíamos enfrentar y contradecir todo lo que el ser humano es; a lo que me refiero es que es
imposible no tener miedo, quien eso afirma, lo digo con todas sus letras, es un mentiroso, el
miedo es una emoción primigenia que está unida a la de la preservación de la propia vida, pero en
esos terribles momentos, debíamos acallar el miedo, sobreponernos a él y a la vez, dejar de lado la
preocupación por la seguridad personal, ya que aunque suene contradictorio, buscar una excesiva
seguridad nos conducía casi invariablemente al lado contrario. Debíamos acallar también la
compasión y el decoro y volvernos depredadores si es que queríamos sobrevivir. Al final del día,
descansábamos dentro de lo que cabe, aunque en algunas ocasiones, los lívidos rostros de los
muertos venían a nosotros a acosarnos, a hacernos sentir culpables, a juzgarnos desde su
inmaterialidad y a despertarnos en medio de sobresaltos y sudores, ya que ese era su forma de
castigarnos, no permitirnos el descanso físico y espiritual que tanto ansiábamos.

En algunas ocasiones sentimos el enorme dolor de perder a un compañero, algunas veces incluso
acrecentado por las circunstancias absurdas en las que se daba, como la vez que un compañero
subido a una cresta señaló a lontananza y dijo con voz fuerte y clara: -allá van- para
inmediatamente caer con su pierna atravesada por una bala, de la que oímos el sonido casi a la
misma vez que veíamos a nuestro camarada caer. Un disparo en una pierna puede ser todo,
inofensivo, peligroso o mortal dependiendo de la zona donde se reciba, en este caso, todos
supimos al ver el agujero y la forma en que la sangre salía a borbotones que no había nada que
hacer, era un disparo muy arriba del muslo que muy seguramente había desgarrado la arteria
femoral. Todos nos agazapamos a la par del herido que a ojos vistas se iba poniendo pálido, sus
labios se secaban y sus ojos perdían el brillo de la vida, desesperada e infructuosamente
intentábamos taponar la herida por donde se le escapaba la existencia, nos pedía agua, nos pedía
que por favor entregáramos mensajes a su familia, nosotros luchábamos por confortarlo, pero fue
todo en vano, su rostro se fue afilando y sus movimientos se hacían más débiles a medida que la
fuerza vital se le iba junto con su sangre, la que poco a poco perdió el ímpetu para convertirse en
un hilillo y nos quedamos ahí, parados, callados sin saber qué hacer con ese amigo que cinco
minutos antes había subido por la colina con una sonrisa en los labios. En otra ocasión fuimos
emboscados mientras viajábamos en un convoy, la fila de camiones subía por un camino sinuoso y
barroso con un despeñadero a la derecha y una cuesta a la izquierda, cuando desde lo alto nos
dispararon, nuestra reacción fue inmediata, el entrenamiento recibido por tanto tiempo servía
para no pensar sino para reaccionar a pura memoria muscular, hicimos todo lo que nos habían
enseñado, tomamos las posiciones correctas, nos comunicamos como debía ser, pero luego de la
refriega, en la ladera yacía el cuerpo acribillado de uno de nuestros colegas, él, impetuoso e
impaciente no esperó el despliegue coordinado que debíamos desarrollar y lleno de coraje avanzó
solo, para caer en medio del fuego cruzado ¿quién lo mató? ¿la bala o las balas de quién segó su
joven vida? ¿fuimos nosotros o el enemigo quien le había arrebatado la alegría? Eran las preguntas
que nos taladraban la consciencia al pie de su cuerpo muerto.

Vivimos también la solidaridad de los que no tienen nada, el cariño de los que sentían que
estábamos ahí por ellos, en medio de las caminatas interminables, donde nuestra compañera
sempiterna era la fatiga, no faltaban casos de campesinos que nos ofrecieran sus bestias para
aligerar aunque fuera por un breve trecho nuestra carga o niños a la vera del camino que nos
miraban pasar con sus grandes ojos llenos de admiración y sus manos cual palomas al viento nos
saludaban, pasar por un lugar y recibir plátanos a medio madurar y un pedazo de pescado seco
como breve alivio a nuestra hambre, sabiendo quienes lo ofrecían, que quizás eso era su sustento
de ese día, bebimos agua fresca de cántaras de barro, ofrecidas por manos nudosas y callosas del
color de la tierra, pero llenas de amor, que en más de una ocasión nos dieron de beber
directamente en la boca por nuestra imposibilidad de deshacernos de la impedimenta para poder
hacerlo por nuestra cuenta. Vimos también, por supuesto, ojos recelosos, sombras que se
escabullían tan pronto nos miraban para ir a dar parte a nuestros enemigos, recibimos silencios
enfurruñados y direcciones equivocadas y alguna que otra mirada con sorna ante nuestros
esfuerzos infructuosos.

Experimentamos también la belleza salvaje de nuestra patria, pisamos la tierra que nos
alimentaba, vimos sus texturas, sus colores e incluso experimentamos su furia cuando los
barrizales arcillosos nos inmovilizaban con una consistencia similar al pegamento nos hacía casi
imposible la caminata, nos enamoramos del cielo arrebolado de nuestra nación, de los miles de
colores que tiñen nuestro espacio aéreo y olíamos la tierra mojada, el punzón aroma de los
pinares, la hierba húmeda; sentimos el frio de las cristalinas aguas de sus ríos y cañadas, nos
bañamos en límpidas cascadas y entre risas bromeábamos que al regresar a nuestras casas en la
ciudad no podríamos acostumbrarnos nuevamente al uso de las raquíticas duchas domésticas, así
mismo nos embelesamos con la belleza de la fauna representada por toda clase de aves,
mariposas, mamíferos e insectos, la sentíamos nuestra y a la vez éramos suyos. Por las noches, al
margen de estar en zona de combate, no era posible dejar de admirar las infinitas estrellas que
tachonaban el firmamento, regocijarnos con la fresca brisa y el aroma de plantas que liberan sus
efluvios de forma nocturna y sentíamos un enorme dicha de haber nacido aquí.

Habíamos operado por meses en una zona montañosa cuyo nombre, en esa época, evocaba
lejanía, inaccesibilidad y misterio, el Kilambé, saliendo desde Wiwilí subimos al Kilambé donde
permanecimos un tiempo, para luego bajar del macizo con dirección a Mollejones, la Pitilla y
finalmente al Cuá, donde acampamos temporalmente y providencialmente ya que llegamos justo
a tiempo para repeler un ataque al pueblo, luego de unos días comenzamos nuevamente nuestro
peregrinar haciendo una vuelta inmensa dirigiéndonos al Tabaco para a continuación subir Yaoska
arriba, Zinica, Iyás, el Zapote, Tapaskún y luego finalmente regresar al sur para dirigirnos a San
José del Bocay; cuando en ese entonces eso no era más que selva ignota con una que otra casa
desperdigada; todo en aras de perseguir las elusivas tropas enemigas que se movilizaban en una
maniobra conocida coloquialmente como la vuelta del perro, pero ese perro tenían unas pulgas
incansables, nosotros, que incesantemente los perseguíamos sin darles ni darnos descanso,
enganchados en un mortal juego de corre que te alcanzo cuyo objetivo final era siempre la
muerte.

Después de varios días de ardua caminata sin tener ninguna inteligencia que confirmara presencia
enemiga en la zona llegamos a un pequeño valle, nuestro jefe decidió establecer ahí un centro de
comando, pero aun así envió una parte importante de nuestra tropa en dirección a la Golondrina,
donde había algunos colaboradores que podrían darnos alguna información útil, un pequeño
grupo debimos organizar el campamento mientras los compañeros seguían su marcha. Recuerdo
con que alegría recibí la orientación de quedarme, pobre iluso, no sabía que estaba a punto de ver
al diablo por un hoyito. Ubicamos centinelas, buscamos el mejor sitio para poner nuestras
hamacas, para colocar la radio, para definir nuestras posiciones defensivas y en eso estábamos
cuando decidimos comer algo, no habían transcurrido más de tres horas desde que quedamos
solos en el punto, cuando encendimos fuego para calentar algo de nuestra ración fría, unas
desabridas latas de carne en conserva que solo calientes era posible tragarlas, pero que eran al fin
y al cabo lo mejor que teníamos a nuestro alcance, recuerdo acuclillarme junto al fuego y acercar
la lata que acababa de abrir cuando una fogonazo seguido de un enorme estremecimiento me
arrojó al suelo, caímos como idiotas en el juego de quien sigue a quien, mientras nosotros
perseguíamos a nuestros contrarios, ellos hacían lo mismo y aprovecharon la división de nuestras
tropas para prepararse y atacarnos por sorpresa, la que debo confesar, fue total. El ataque de
morteros que precedió a la fusilería sembró tal confusión entre nosotros que yo había perdido
totalmente la orientación y no sabía de dónde venía la lluvia de acero y fuego, escuché a algunos
de mis compañeros gemir de dolor y algún otro ya en franca agonía, tan pronto empezó, así cesó
la artillería pero de inmediato un volumen de fuego de armas de infantería nos dio la medida
exacta de nuestra situación, estábamos completamente rodeados y en una ostensible inferioridad
de condiciones, nos iban a comer vivos.

Como pude recuperé mi fusil y me protegí detrás de un tronco y traté de localizar algún objetivo al
cual dispararle, las descargas de fusilería eran tan nutridas que no podía ni levantar la cabeza para
ver cómo me defendía, cuando de pronto sentí impactos de bala en el árbol que me cubría, saqué
la punta de mi fusil y disparé más para mi propia tranquilidad que con la esperanza de impactar a
alguien, los disparos se fueron haciendo más y más precisos y eso me convenció de que me tenían
“blanqueado” , es decir, bien ubicado y haciendo disparos para ir precisando el justo que debía
arrebatarme el alma. Si me quedaba ahí era hombre muerto, si salía detrás del árbol era hombre
muerto, ante dicho dilema decidí jugarme la vida en un albur y salí corriendo agazapado en
dirección a un trono muerto que estaba a algunos metros de mi posición, corrí lo más rápido que
pude y unas ráfagas me siguieron muy de cerca, sin embargo, caí al suelo en lo que yo pensé era
un tropiezo, me arrastré rápidamente detrás del tronco que ya estaba muy cerca de mí y revisé mi
cuerpo para ver si estaba ileso, eso parecía, no miré nada raro, hasta que posé mis ojos en las
cuerdas de mi bota derecha, aparecían cortadas desde dentro y sin pensarlo solté los lazos para
sacarla de mi pie, lo que salió de ahí era un guiñapo sanguinolento, una bala había entrado y salido
destrozándolo.

No sentía dolor, solo sorpresa, mi cuerpo palpitaba y mi respiración era pesada, los nervios al ver
esa parte tan dañada me ganaron y grité: -sanitario- llamando vanamente a algún auxiliar médico
para que me brindara socorro, grité y grité hasta que un dolor palpitante se apoderó de mi
extremidad y cortó casi de tajo mis gritos de auxilio y los convirtió en quejidos de animal herido,
algo recuerdo, además del dolor, sentía impotencia de estar acorralado, herido y sin poder infligir
daño a quien quería matarme, entre mis gemidos de dolor, salían también algunos aullidos de
rabia y recuerdo también claramente cuando alguien gritó: -ahí está un hijo de puta herido,
¡MATENLO!- para acto seguido recibir una descarga de lanzagranadas en mi posición, la que sentí
como si repentinamente alguien abriera la puerta de un horno muy caliente, no sentí más dolor,
me sentí levitar, no vi nada más, lo último que perdí fue la audición; no sé si fue una ilusión o si así
sucedió, pero poco a poco fueron cesando los disparos y ya no oí nada más, me engulló el vacío.

Una eternidad después y muy a lo lejos oí voces y sentí que alguien me cargaba, me movían de
donde había caído, sin mucho cuidado debo decirlo, pero cuando me pusieron nuevamente en
tierra no pude reprimir un gemido de dolor, en un instante todo el dolor del mundo se había
concentrado en mi cuerpo y no había átomo de este que nos sufriera una agonía, ese gemido,
salvó mi vida. Mis compañeros, al escuchar la enorme balacera comprendieron de inmediato lo
que había sucedido y dieron media vuelta y a marcha forzada regresaron por donde habían venido
solo para encontrar un cuadro dantesco, mi jefe, que había tomado una decisión tan poco
inteligente, había pagado con su vida y debido a eso, todos mis compañeros incluido yo,
estábamos muertos. No sé si no tenía la moneda para pagar a Caronte o es que no me quisieron ni
en el infierno, pero en el último instante, regresé. Escuché los gritos de mis amigos llamando a un
sanitario, gritando jubilosamente: -Está vivo- como si eso pudiera en algo acallar el enorme pesar
que la hecatombe dejaba en ellos. No tengo plena consciencia de los hechos, me sentí suspendido
y balanceado, oía murmullos, veía destellos de luz, manos me tocaban por todos lados, pero de mi
garganta solo salí un continuo gemido y el tiempo que mis compañero tardaron en sacarme en
hamaca hasta el Cuá no fue para mi lineal, tan pronto perdía el conocimiento, como algún tirón
brusco me arrancaba un grito de dolor y me ponía todo lo alerta que en esas condiciones pudiera
estar, a nadie se le ocurrió darme de beber y la sed era espantosa, debo haber pagado algunos de
mis múltiples pecados con esa sed abrasadora e insatisfecha que sentía y si el dolor es una forma
de purgar el mal, esas muchísimas horas de dolor deben haber condonado algunas de mis deudas.

Los ojos los tenía muy hinchados y no podía abrirlos, la boca seca solo entreabierta para gemir y el
cuerpo exánime, en ese estado me llevaron al caer la tarde al pomposamente mal llamado Centro
de Salud del Cuá, en esa época, nada más que un par de enfermeros en una casita de tablas mal
acomodadas, al menos ahí me pusieron un suero y trataron de limpiar como pudieron mis
múltiples heridas. Escuché gritos, al parecer los enfermeros no daban ninguna garantía de mi
condición y mis compañeros, en su angustia de verme morir, los responsabilizaban de lo que
pudiera pasarme. Al mucho tiempo, percibí un cambio en el entorno y pude notar que me
trasladaban al exterior. No lo supe si no hasta después, pero mis amigos habían ejercido tal
presión en el pueblo y ante cualquier autoridad que pudieron, que desde el Hospital Germán
Pomares, conocido simplemente como Apanás se movilizó un helicóptero para trasladarme; ya en
las entrañas de la bestia pude también sentir que el trato cambió, ya no me acompañaba nadie
que yo conociera y el cuidado, si bien profesional y dedicado, era impersonal, escuché claramente
cuando hablando entre ellos se decían: -este no llega, ya va cianótico y con miosis- algún tiempo
después supe que eso significaba que presentaba ya algunos signos agónicos, por lo que los
paramédicos que me atendían, estaban seguros de que moriría en el camino al hospital.

Casi como desde el fondo de un túnel, podía vislumbrar formas y juegos de luces y sombras,
escuchaba, pero no podía hablar, mi garganta era un trozo de carne llagado y del que solo salía
sonidos guturales mezclados con gemidos provocados por el insufrible dolor. Al llegar al hospital
me llevaron muy rápidamente a la sala de operaciones, o eso supongo, yo no era plenamente
consciente de nada. Al despertar, casi una semana después, tenía un tubo plástico insertado en mi
garganta, una sonda Foley se hacía cargo de mis fluidos, agujas taladraban mis brazos y mi cuerpo
era un guiñapo que ni yo mismo reconocía, así entre estados de semiinconsciencia y de absoluta
obscuridad, mi cuerpo se alejaba del abismo y se fortalecía. Mi juventud jugó un rol primordial en
mi recuperación, pero al salir del hospital, pesando poco más de cien libras, lo que unido a mi
metro ochenta de estatura y la extrema palidez que la pérdida de sangre y tres meses en cama me
había otorgado, me hacía parecer un espantapájaros cojo. Mi vida dio un vuelvo de ciento ochenta
grados y si hoy estoy aquí haciendo catarsis por todo lo vivido es precisamente porque pasé por el
valle de las sombras de la muerte y salí airoso por el otro lado, cambiado, pero vivo.

Hoy me pregunto si volvería a hacer lo mismo, me pregunto si valió la pena, si todos esos muertos,
heridos y lisiados de todos los bandos, valieron la pena, si el olvido en que muchos de esos jóvenes
mártires han caído después de muertos sirvió para algo, me atormentan los recuerdos, me
angustio pensando si pude haber hecho las cosas diferentes, no diré aquí las conclusiones de mis
cavilaciones, pero si puedo decir, que hoy no soy el que una vez fui.

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