Está en la página 1de 58

!

TEXTOS ESENCIALES
Pensamiento y valores
UNA CONCIENCIA MORAL

CARLOS CASTRO SAAVEDRA Y HÉCTOR ABAD GÓMEZ


El doctor Héctor Abad Gómez
ha muerto
Su familia invita a las exequias
que se celebrarán, hoy, a las 4 pm
en los Campos de Paz

Así rezará el cartel funerario, lo leeremos al lado de su cuerpo yacente, él,


que siempre mantuvo una actitud erguida ante la vida, ante la autoridad
cuando fue arbitraria, ante una sociedad indiferente y viciosa por no saber
del mal ajeno, ante la injusticia y la crueldad de un mundo completamente
desbordado (Héctor, hermano, estás definitivamente muerto, y todo en mí
se rebela, y todo en mí grita que no puedo ver tu vida en fuga desde un
país que ha perdido el respeto y la memoria.

Vos, mi camarada en tantas noches buenas, en las noches duras cuando


creímos inocentemente que podríamos salvar a otros y salvarnos. Vos,
Héctor, respiración tan junto al hombro, tan junto a la sangre, tan junto al
pulso tranquilo o amargo de los días pero la literatura se va al diablo
cuando miento tu nombre de hombre sano y bueno, vecino del caído, brazo
abierto frente al desamparado, entero frente al universo y sus cosas Ahora
estoy lleno de tus letras, y recupero mi derecho al llanto, a veces el llanto
es necesario junto a la desolación.

Morir es ridículamente fácil, basta con dejar de respirar, o con olvidarse


totalmente de los seres amados. Debería existir el derecho de escoger la
hora de la muerte, o de envejecer serenamente junto a las tradiciones y
costumbres auténticas La muerte ha caminado siempre cerca de nuestros
pasos, y sería cobarde rehuirla cuando ataca las puertas que deberían
guarecernos. Ahora yaces ahí, digno en tu muerte, cabal, señor, valeroso,
tan dueño de tu bondad, tan completo en la ternura y el dolor y en la
suave alegría de un simple cumpleaños, de un bautizo o un matrimonio,
frente al paisaje de árboles altos, en los días azules para el regocijo.

Te recuerdo cuando en el Hospital de San Vicente, último año de tus


estudios, tratabas de salvar una pobre mujer mal preñada, un herido de
puñal o de vida, un desamparado merecedor de que los días lo quisieran, o
por lo menos de que no lo ignoraran tan cruelmente. Te recuerdo cuando
ibas en tus campañas a vacunar y proteger indios Guaíbos, katíos,
huitotos y sibundoyes, y estabas contento por haber salvado unas vidas de
esos nuestros hermanos del llano y de la selva. Te recuerdo en tu cátedra
de medicina preventiva, en tus charlas sobre la dignidad del hombre y sus
derechos. Te recuerdo cuando algunas noches hablábamos del amor y la
piedad y la ternura y el olvido, frescos los corazones al viento de la patria.
Te recuerdo con Cecilia en los momentos iniciales del amor y en el trajín
de la vida, siempre a tu lado en la buena y en la mala; te recuerdo cuando
hablabas de los hijos con orgullo pausado, y cuando tus rodillas parecían
conservar el peso suave de tus nietos.

Pero en este momento es verdad una verdad absurda: saber que Héctor
Abad Gómez ha muerto, y que con él mueren algunos de nuestros propios
años ¿ quién hablará como él de la paz y la concordia, quién dirá nuestros
deterioros? Era una conciencia moral en este país cruel y desgarrado. Tal
vez decir muerte equivalga a decir resurrección, y nuestra pequeña bondad
creería inocentemente en la bondad del mundo, como otro de los buenos
engaños a que siempre nos han sometido. Tal vez tendríamos los brazos
abiertos contra los fusiles, contra las bombas, contra el duro ejercicio del
poder. Tal vez.

Pero la tristeza - una palabra desacreditada- no podría decir ni la sombra


de tu fuga, así estén húmedos los ojos y apretado el corazón. El llanto ya
no lava nuestras culpas, ni el remordimiento ajeno devolverá los años del
júbilo, cuando hablábamos de la esperanza y de los buenos días para el
amor que irremediablemente debería llegar.

De pronto te convirtieron en una ficha más para esta lista negra de los
bárbaros y los sombríos y los depravados, lista donde iban esos nombres -
Pedro Nel Valencia, Leonardo Betancur, Felipe Vélez Herrera- gente
absolutamente irreemplazable y cuyo pecado único era creer en los seres
humanos y tratar de buscarles un camino de libertad y serena confianza
en la vida y en las cosas.

Ahora empezarás a poblar el recuerdo de quienes te tratamos y conocimos,


ahora estás en el territorio oscuro de la muerte, a donde nuestro reclamo
llegará, como otro olvido. Porque yo sé, Héctor hermano, que dentro de
poco borrarán tus hermosos afanes: vivimos en un país que olvida sus
mejores rostros, sus mejores impulsos, sus mejores guías, y la vida seguirá
en su monotonía irremediable, de espaldas a los que nos dan razón de ser
y de seguir viviendo. Yo sé que lamentarán la ausencia tuya, y un llanto de
verdad humedecerá los ojos que te vieron y te conocieron. Después llegará
ese tremendo borrón, porque somos tierra fácil para el olvido de lo que
más queremos.

Te has ido definitivamente en un largo paseo al territorio de los sueños


perdidos, donde ya ni las sombras tendrán su baja estatura. Te nos has
ido sin aviso previo, no te lo perdonamos, no sé hasta qué medida
debemos perdonar a los que te asesinaron. Únicamente estoy convencido
de que en mi caserón de Ziruma habrá una flor permanente que recordará
tu voz y tus canciones.

Ahora vendrán esas siempre vanas promesas de investigación exhaustivas;


esas constancias de dolor colectivo que dejarán nuestras instituciones;
esos lamentos más o menos protocolarios, como quien desganadamente se
despide, y las placas conmemorativas, y los dolores sinceros ¿Dónde el
ánimo de protesta verdadera y recuperación? ¿Dónde el doble de
campanas que doblen por nosotros mismos? ¿Dónde los que
permanecerán firmes como él? Porque siempre estuvo de frente y de pie,
activo y vigilante, creedor de nuestro pueblo, sencillo y amoroso, altivo y
humilde, dolor él mismo ante el dolor ajeno, luchador y esperanzado.

Yo sé, es cierto, que lamentarán tu ausencia, que dirán de tu presencia y


tus bondades, que rezarán por tu descanso, que rescatarán tu nombre y
pronunciarán discursos bien intencionados, pero nadie te resucitará, es
un hecho atrozmente irrevocable. Yo sólo sé que ahora estoy llorando por
tu ausencia injusta, Héctor Abad Gómez, por tu fuga irremediable, por lo
que representabas en un mapa indiferente ante su propia sangre. Porque
tu sangre ha manchado la reciente historia de un país que sigue siendo el
nuestro y al que nadie podrá perdonar, así lo llevemos tan cerca del
corazón Cómo nos duele Colombia, vulnerada y entrañable en esta hora de
su via-crucis, que no pasa de ser una herida inmensa.

Hoy tengo temblor de rabia y angustia, cercano del arma que podría invitar
a otra venganza porque estamos saturados, porque a la vida están
convirtiéndola en el peor espanto. Pero sé, Héctor hermano, que también
ese olvido llegará y será como un monstruo que todo lo arrasa y tampoco
de tu nombre tendrán memoria. Yo sé que tu muerte será ligeramente
inútil, y que tu heroísmo se agregará a todas las ausencias. Sé que los
niños seguirán yendo a sus escuelas precarias, y los padres vigilarán los
días del duro pan; sé que los ancianos seguirán añorando una tierra que
debió haber sido la mejor, y sé que los himnos se repetirán en los labios
insomnes. Sé que estamos escribiendo tu nombre en el viento.

Y seguiremos preguntándonos, como acaba de preguntar Adelaida, mi hija


de cinco años: ”¿Por qué mataron al amigo de mi papá?”. Y la respuesta
imposible: -”Hemos tocado fondo, niña pequeña”. Porque te has ido, amigo
noble, y sin tu presencia serán oscuras las aulas y grises las calles y
desamparado el paisaje que tanto querías. Porque a los campos de paz los
han convertido en verdaderos campos de guerra.

Sin embargo sé también que a pesar de todo algún día la vida ganará y
entonces recordaremos -recordarán los sobrevivientes- que eras un
hombre de estatura excepcional, y alguien cantará una canción, o dirá un
silencio en tu homenaje. Tal vez aún esté muy lejos el día de las semillas y
las siembras, y más lejos todavía el buen tiempo de cosechar.

Hoy, simplemente, los que te quisimos y admiramos venimos a despedirte


con pañuelos en las manos y en los ojos.

15 de septiembre de 1996
RAZÓN DE SER

Tal vez escribo por un lejano instinto de conservación, por


vanidoso temor de esfumarme completamente, de que seres y
cosas que atestiguaron mi camino de hombre lleguen a morir en
mi propia muerte: la obra sería un rastro que dejo, retazos de
historia que viví y que me obligaron a soportar; un deseo
ingenuo de cambiarla.

En nosotros los latinoamericanos escribir es casi un deber cívico y


político en el mejor sentido de estas palabras, cuidando que la protesta
supere el libelo y sea literatura con seres humanos al fondo, con
situaciones y diálogos y atmósferas capaces de tocar la especie y
enaltecerla, así sea para el hundimiento.

Habría, también, un instinto de comunicación. Tal vez el mundo y la vida


se van narrando solos y nosotros somos sus oyentes, pero es bueno
contar eso que pasa en nuestra inmediatez, sería imposible dejar de contar
el gran accidente de la vida. Y como ahora los más aterradores sucesos
humanos se convierten en frías cifras de computador, el escritor va contra
esas cifras si ellas enjaulan o minimizan al hombre.

También escribo por instinto de solidaridad, por intentar ser la voz de


quienes no la tienen, por defender una concepción del mundo más
generosa, donde muchos seres y objetos queden nombrados sin tono
lastimero, con la presencia del ser que nació para ser libre y digno en su
responsabilidad.
O por un instinto de la defensa, cercano al de conservación:
cuando hay víctimas achacables a sistemas y tradiciones, a la
orgía del poder y de la indiferencia, es necesario tomar partido
sin demagogia y con derecho a la rabia, a la compasión, al
amor, a la ternura.

Puede intervenir, igualmente, un instinto de la curiosidad, si


equivale a la investigación creadora: saber qué hay detrás de las
fachadas, de tantas máscaras como se inventa el hombre para
su engaño, o si máscaras y fachadas conforman su razón de
ser. Entonces es labor de escritor desentrañar ese misterio,
aprender a distinguir una época del escándalo de esa época, y
evitar tantas verdades estrepitosas. Para vivir hay que escuchar
el eco de las cosas" - dicen los indios Tukano - ; según como se
mire el fenómeno; también los indios nuestros decían sobre el
trueno, humanizándolo: -"Verdaderamente me duele sentir
cómo lo arrastran por el cielo". Saber, además, si las palabras
alumbran el camino, e inventar un lenguaje en que todos los
hombres puedan entenderse.

¿No intervendrá, por otra parte, un instinto de lo mágico, cuando el homo


ludens sobrepasa al homo sapiens? De niño, de adolescente, y oyendo a
los narradores campesinos, me llamaba la atención cómo las palabras
podían formar hechos: es decidor que en varías mitologías el dios de la
magia sea el mismo dios del lenguaje. Todas las artes nacieron del juego
mágico, y la literatura en un principio fue oración e invocación para la
vieja sentencia: el hombre es el único animal que sabe que va a morir y
tiene conciencia de la injusticia de la muerte; el único animal con la
palabra y la risa y el remordimiento.

Un cierto tipo de juego nos planteamos si deseamos descubrir. "Para ver


la realidad se necesita mucha imaginación" - dice Juan Rulfo: la realidad
no es lo que se muestra, la realidad es lo que vive debajo del hecho que
estamos mirando, pues las cosas tienden a esconderse como las personas.
Ojalá estas afirmaciones no stienen a simple retórica, a lo mejor todavía
ignoro por qué escribo. A veces me anima un regodeo estético, el hallar la
poesía en su altura y un idioma justo para mis intenciones, mis ideas o
falta de ideas, mi pasión, mi situación en el mundo de antes, de ahora, y
en el que amenaza con derrumbarnos.

O simplemente escribo porque entiendo mejor los fenómenos al irlos


describiendo; por entusiasmo ante la vida en rito de celebración, como si
fuera una fiesta donde nos extasiamos y nos desesperamos con todos los
sentidos, y algunos más que van inventando los días a quien sabe mirar el
viento y el árbol y el agua, el amor y la muerte y la estrella cercana. Pero
más allá de esta inútil pregunta, creo que escribo por un acto de soledad.

Ziruma, 1986
Texto sin título:

Soy escritor, y en ello apoyo mi razón de ser. Me gustan las


canciones populares, me gusta el vino, me gusta la gente, y no
quiero pedir permiso para estar al lado de esos gustos que no
van contra la razón de vivir, si existe razón para ello. Pues lo
que nos predican es la guerra, y yo estoy contra la guerra: por
instinto de sobre vivir; porque miro a mis tres pequeños hijos, y
no concibo la bala que los herirá de muerte; porque más vale
desaparecer del todo que desaparecer por incómodas cuotas
semanales. Porque somos hombres para la buena brega, o nos
largamos de una vez. Que no jueguen ya más con nuestros
pequeños destinos de hombres, seres, ahora sí, llamados a
desaparecer. Debo rebelarme contra los titiritros, contra los
pequeños dioses, desgarradamente humanos, que toman otra
vez la vida como una flauta para su entretenimiento. Y la
pequeña muerte que el amor nos da. Pero sobrevivir contra la
muerte.
……..
Soy hombre exento de vanidades, lo digo orgullosamente, ésta
es mi sola vanidad. “Manuel Mejía vallejo, embajador” podría
tentarme, pero sé de mis limitaciones, y les tengo mucho miedo,
un cierto recato, un temor justificado de hacer quedar mal a un
país al que quiero tanto, a otro país sobre el que mis afectos
llevan todas las de ganar. Mi diplomacia es mi literatura, y ella
es perdidosa, aunque esperanzada. Yo sólo sirvo para escribir,
si la literatura puede llegar a ser un servicio humano. Ojalá
trate de serlo.
………..
Sé que tengo algunos méritos, conocen los de escritor: esto no
es vanidad, pues he dedicado lo mejor de mis años a vivir, y,
además, a vivir como escritor, cosas no separables; a ser
honrado, no como postura sino como otra vocación ineludible,
mi verdadera vocación: por ello sé mi capacidad de renuncia.

Tal vez en esto pueda verse un tipo de vanidad, creo que no lo


haya, pues mi renuncia, en este caso, equivale a aceptar que
hay muchas personas más calificadas para estos ejercicios de
representación diplomática.
……..
Cierta incapacidad para la genuflexión; cierta manera de ver
personalmente las cosas desde ellas mismas, sin permisos
sugeridos o condescendencia mentales; cierta manera de
entender la historia contemporánea, algunos de cuyos episodios
me causan vergüenza.
……
Y una cosa que olvidan los jefes de Estados poderosos: somos
simples seres humanos, y nada más. Pretender que todos
piensen como ellos piensan, y que fuera de su pensamiento no
hay salvación, es un predicado frente al que soy un absoluto
hereje. La vida sabe más que los hombres, y no hay perdón para
quien trate de sobrepasar su medida.

Mediocres, limitados como somos, ¿a qué la bravuconada?


Sería aconsejable una cierta humildad del poder, y no hablar
petulantemente en nombre de todos los nacidos de padre y
madre, única procedencia para la simplificación. Creer en
brujas, no creer en ellas, ¿qué quita al negocio azaroso de la
vida? O dejar de creer, rabiosamente, ¿no sería una fe rabiosa
en la no creencia?
LIDERAZGO DE LA NOSTALGIA

Nunca he podido saber qué es esto de la Raza Antioqueñoa.


Diría, cualquier diccionario: “Raza”; diría cualquier diccionario:
”Núcleo”. Diría cualquier diccionario: ”Pueblo”.

Una mala tarde vinieron a mi casa para que firmara un a modo


de manifiesto separatista creado por seudo-héroes y seudo-
próceres bien cómodos en sus grandes sillones, sin sufrimiento
colectivo. Yo dizque representaba en alguna forma a “La Raza
Antioqueña”. Leí el asunto, encendí el cigarrillo, los mandé
entrar primero, después los mandé al diablo. Respondí que yo
era guajiro y pastuso y boyacense y cundinamarqués y costeño
y llanero y chocoano; que era un simple antioqueño de
Colombia, colombiano de América, americano del mundo y nada
más. Siempre me han molestado esas vanidades dañinas, esos
regionalismos de la desvinculación, tantas liliputeces de la
desconfianza. Los que dividen para debilitar, buscadores de
gloriosas aldeanas, estorbosos elocuentes aplaudidos en
rincones oscuros con tiples y enjalmas y arriadores al fondo.

Hasta un radioperiódico me llamó traidor y en corrillos


extremistas me nombraron malnacido honoris causa,
ignorantes de que, por antioqueño, no necesito representar el
papel de antioqueño al amaño de quienes sienten que Antioquia
sólo puede vivir en la nostalgia. Así, al natural, absolutamente
provinciano y veedor del resto de la especie, hundido en mi
barro sin claudicaciones, querendón de lo mío y lo ajeno,
buscador de caminos, anclado en la tierra con amor y grito
clausurado Porque en mí está el arriero y el colonizador, el
supersticioso y el racionalista, el ateo y el embrujado, el tahúr y
el sabio sin respuesta.Yo no entiendo esto de la Raza
Antioqueñoa. Me hablan - y hablo- de colonos y mineros
fundadores de pueblos, abridores de trochas, tumbadores de
monte. ¡No me echen más en cara los antepasados mineros y
colonos, honorables señores! Ellos destruyeron los bosques
primeros y vendieron mi país. Los quiero y detesto, en ellos
sufro y rabio, si rabiar es verbo activo y doloroso lleno de amor
y de ira.

Jamás he necesitado hacer ningún esfuerzo para ser antioqueño. Mamé


este paisaje desde niño, para bien o para mal, y afronto la responsabilidad
de serlo en la buena y en la mala. Al lado de un sereno orgullo observo,
también, dobleguez de nuca por una desmesurada vergüenza Sin
lamentaciones, sin pedigüeñez, sin tono lastimero.

Claro, hoy hablan del liderazgo perdido. El liderazgo ¿Qué demonios


representa esa cosa del liderazgo? Si hay una falla, tal falla es achacable a
muchos de nuestros industriales, comerciantes y hombres de empresa que
han vendido o se han dejado arrebatar nuestro patrimonio. Pero lo
económico es sólo una parte de Antioquia. Rojas Mix, hombre serio que
dicta cátedra en La Sorbona sobre arte en el mundo, me dijo en París que
la mejor pintura de América está en Colombia, y la mejor de Colombia está
en Antioquia, sin mencionar a Fernando Botero Rojas. Mix no es de
Abejorral Muchos críticos sostienen que algunos de los más válidos
cuentos del país se escriben en esta región y que su novela se codea con lo
rescatable del grupo costeño y de otros grtipos más allá de la coca y la
marijuana: esos críticos tampoco son de estas breñas; otros expertos en
música dicen que por estos lados han salido y siguen saliendo
compositores -Blas Emilio Atehortúa uno de ellos- a la altura de cualquier
panorama americano; si a mí me gustan Jaime R Echavarría y Carlos
Vieco, allá yo con mi gusto y mi disgusto: estos duendes nacieron en los
pegujales de Epifanio y Gregorio, Tartarín y Pelón Santamaría. El piano, la
guitarra, Teresita Gómez y Ramiro Isaza Mejía salieron tocando con el
asombro de esta tierra controvertida. Ignoro si puede sentirse vergüenza
con poetas como Rogelio Echavarría, Elkin Restrepo, Darío Ruiz, Carlos
Castro Saavedra, Jaime Jaramillo Escobar, Juan Manuel Roca, Oscar
Fernández, Mario Rivero, Helí Ramírez, Anabel Torres, José Manuel
Arango; hasta yo mismo, coplero y decimero trasnochado.

¡Ya empecé a citar nombres! Estoy cayendo en el defecto que rehúyo,


parecido a aquel regionalismo de ternura inédita: cuando hace lustros
prensa y radio anunciaron que se había estrellado un avión contra el
edificio más alto del mundo, muchos paisas brincaron a la calle para ver
qué había ocurrido al Hotel Nutibara Por eso me dan ganas de citar a
Ramón Hoyos y a Cochise, al Ñato Suárez y a Balbino Jaramillo, y Alvaro
Mejía si pienso en el deporte.
Pero hubo también cierto liderazgo en la violencia: aquí se cometieron
algunos de los peores crímenes que trata de olvidar nuestra pequeña
historia; aquí también la única posibilidad de santos para la milagrería
nacional y para la devoción de quienes todavía pueden invertir en acciones
del cielo; aquí el estadista de miras altas y el jefe político que ordena
incendiar pueblos y lacerar la vida cotidiana; aquí una moral afinada en la
lucha de cada día y la prostitución más contagiosa; aquí algunos refinados
con respiración de fatiga aristocrática junto a otros más ordinarios que un
ataúd con calcomanías.

Si hacemos admirables trasplantes en medicina y economía, también


fabricamos fórmulas para vivir trescientos cuatro años y morir de
puñalada en la otra esquina. En Bello respira un sastre con dos libros
sobre las dieciocho nuevas pruebas de que la tierra ni es redonda ni gira
alrededor del sol, y en Sonsón un novelista genial dice: “Ramón y Dolores
amanecieron contentos; así tomados de la mano, se internaron por el
cafetal, jóvenes, optimistas y tiernos, como muy bien puede apreciarse en
la foto adjunta” Un pintor amigo no se atreve a dibujar tigres porque de
noche saltan del cuadro y le muerden el dedo gordo del pie izquierdo; el
poeta Jorge Robledo Oruz investigaba la forma de grabar la luz para que
no hubiera noche en la angustia de los poetas; un hermano mío descubrió
el movimiento continuo aunque el segundo estallido suprimió este
movimiento - que no pasaba de un admirable tic nervioso -, y casi acaba
con él y su socio, el carpintero don Elías; Pablo Mateo, mi muchacho de
dos años, seis meses, me exige el destapador para abrir la luna y traerme
el coco de azúcar que está adentro Yo mismo, después de cálculos y
trasnochos, dí con una máquina impresora que desde hacía ocho años
estaba en uso, y me vi a punto de inventar el yo-yo y la cometa. Un
paisano de Gonzalo Arango entrevió el “Bazooca” años antes de que lo
estrenaran contra Japón: al ingenioso lo metieron diecinueve días en la
cárcel por atentar contra la tranquilidad parroquiana; Iango, personaje
típico de mi pueblo, parió un hijo sobre la mesa de un billar, asistido por
un médico guasón que le puso al lado un muñeco de celuloide alemán.
Cuando le pregunté por el hijo, ladeó su cara y apenas contestó: -”Yo lo
quería, pero me salió marica el hijueputica ese”.

Tampoco se trata de individuos a solas con su soledad: somos un pueblo


que trabaja y fabrica poco a poco su manera de ser, distinta cuando
menos. En él veo su mejor reserva, ligeramente borracha, con fuerza para
sobrevivir y seguir adelante a pesar de tipismos grandilocuentes:
excomulgaron “por derecho natural” a Fernando González; varios curitas
castos escriben sobre problemas de sexo y matrimonio y sobre la manera
más cómoda, efectiva y cristiana de evitar o amamantar hijos propios o
ajenos. Lo desorbitado y amable, lo imprevisto y glorioso. A veces
buscamos el tercer reverso de la moneda. Culebreros, troveros, magos de
este mundo y del otro, periodistas, versificadores, estafadores, genios,
locos, anacoretas. El cáliz y el dado, el misticismo y la mafia, el agio y el
desprendimiento.

Ser hombre y artista y escritor en Antioquia es tarea doblemente difícil ¿Y


qué? Seguiremos el camino de una soledad ardorosa, entrañable,
buscadora y nuestra. Cómo vivir, cómo suicidarse en ayunas, asunto
dañino para el que está viviendo, si vivir ofrece más garantías que una
absoluta posición horizontal.

De aceptarse que la reacción corresponde a la acción, nosotros, el pueblo


más reaccionario, somos el más activo, al derecho y al revés. Fanatismo de
una religión supersticiosa, en que el escapulario y la medalla reemplazaron
al colmillo del tigre o al talismán omnipotente de nuestros
medicantecesores. Hombres creyentes de un más allá, totalmente
compatible con el más acá de trampas y componendas. Robar para
adquirir puesto de honor en el paraíso, arrasar leyes morales y acercarse a
la moral salvadora. Comprar el cielo, hacer trampas a Dios y al diablo,
acariciar la conciencia como un gato interesado en ser gato si lo acarician.
Pecar sin culpa, ganar a la fija, desesperarse por buscar tranquilidad de
conciencia. Los más inteligentes, los más artistas y profundos, los más
bobos y degenerados, los que venden el alma a Satanás y se la venden a
Dios y a otro intermediario asegurador de una banqueta en el cielo. Y
sufrir como otro resultado de la responsabilidad Nadie, nunca, podrá
conocernos.

Un obispo mandó al infierno a todos los que no éramos conservadores,


como intermediario de quien todo lo perdona por comprender el alcance
del perdón y la culpa; un mandatario ordenó el incendio y la matanza en
nombre de quienes deberían levantar casas - habitaciones del hombre - en
el tranquilo pasar de este mundo. Un alcalde cubrió los desnudos
antisensuales de Pedro Nel para que los honorables concejales, al morir,
no cayeran directamente sobre las llamas del infiero y la chambonada del
limbo. Otro retiró de una plaza La Bachué de José Horacio y ordenó poner
calzoncillos entre vientre y pierna a un Adán apendejado. Hace muchos
años, una matrona con senos llenos de solidaridad ideó cadenas con
revestimientos de plata y oro para los presos, cuando los presos
arrastraban cadenas. Ellos - los presos al mando de Cisneros el
anunciador- hicieron gran parte del Ferrocarril de Antioquia.

“Córdoba, Zea, Girardot, Bolívar, los primeros perritos de Marbella se


burlaba un finquero ante su perra criadora, lechosa y sufrida, uno de
tantos que hacen caricaturas con la historia. Los tres primeros son de
Antioquia, el otro a todos nos pertenecen. Porque somos un pueblo extraño
y al lado del santo sigue oteando el bandido y el pícaro merodea justo al
honesto. El Liderazgo. La primacía. La Raza. Bueno, antes el esfuerzo
estaba concentrado en una región, hoy Antioquia se ha hecho nacional.
Esta pobre Colombia es una sola cosa y debemos ser solidarios en su
creadora agonía. Aquí nacimos y aquí moriremos, en alguna punta del
mundo, gritando con voz angustiada, esperando con esperanza dolida en el
eterno dolor de que la esperanza sea cierta: somos, sencillamente, otro
retazo de la humanidad.
Junio de 1978.
El ESCRITOR ANTE LA BARBARIE

Exclusivo para El Tiempo

-1-

Debería suponerse que el escritor es ante todo un civilizador,


una persona vecina de las humanidades y con su vista en un
más allá generoso en el tiempo y en la vida; porque - otra
stiposición- se halla capacitado para entender el alma humana,
y para la compasión que debería merecer quien sigue siendo la
más desgarrada de todas las criaturas

Porque la historia humana es la historia de los arrasamientos,


frecuentemente en nombre de una cultura disfrazada de
ambiciones personales, políticas, religiosas Infinidad de veces la
historia nos ha mostrado el triunfo de la muerte, y en iguales
partes la vida ha sabido sacudirse sus propios estragos Si se
mira brevemente la trayectoria de la especie, barbarie es aquello
que no está en favor de uno, o que lesiona sus intereses; puede
ser también un aferrarse a las costumbres para evitar ser
conquistado o destruido o tener dioses diferente y diferentes
modos de entender el mundo, la muerte, el amor, La vida, la
moda.
Los griegos llamaban bárbaros a los que no eran griegos, así fuera persas
de honda civilización: los hispanos llamaban bárbaros a los Arabes
matemáticos, filósofos, poetas y, claro, también guerreros; para los turcos
eran bárbaros los cristianos, y éstos consideraban que el mundo se salvó
con su victoria en la batalla de Lepanto:

"Bárbaro es el que ignora la civilización" ¿Qué es civilización, dónde sus


límites? Los llamados pueblos bárbaros en todos los continentes han
tenido arte y literatura de inefable grandeza, alimentados por la más
brava sangre. Solamente a los colombianos se les ocurrió ser inventores
de la literatura de la violencia, olvidando que las epopeyas clásicas,
empezando por La Ilíada y La Odisea, son obras de violencia, y que
ningún genio o escritor de talento ha podido sustraerse a dicha
tentación”.

Aunque la Biblia es libro excepcional, ahí constan las más


tremendas barbaries acatadas y pregonadas en nombre del
único sendero, indudablemente Jehová no era un buen vecino.
Por eso un rabino se atrevió a decir: “ Está bien, señor, que
seamos tu pueblo elegido Pero, ¿por qué de vez en cuando no
eliges a otro?". Podría pensarse que si Dios escribiera sus
memorias, no habría literatura más bárbara que la de Dios.
Hasta se ganaría el premio Nobel.

Inclusive dentro de cada nación han podido convivir barbarie y


cultura, porque si llega el fanatismo el civilizado se pone al
borde del abismo total o cae en él Alemania, para muchos el
país más culto y civilizado fue al mismo tiempo el más
bárbaro, sólo así se explica el exterminio de seis millones de
judíos en campos de concentración, contra los paredones, en
hornos crematorios.

"Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización


decadente y miserable de este país sin ventura” así empieza un
manifiesto del escritor francés Alejandro Lerroux publicado en
1906, y donde invita al incendio, al asesinato, al crimen en
todas sus direcciones “Alzad el velo a las novicias y elevadlas a
la categoría de madres para civilizar la especie” Términos
semejantes a los de tantos Ismos, incluidos algunos del
Nadaísmo local

Como nada puede ser ajeno, llegó la barbarie a Colombia, a muchos


artistas y escritores nos ha tocado atestiguarla y padecerla en sus
antecedentes y en sus expresiones contemporáneas. Aunque va pasando
de moda cierto upo de literatura denunciadora, a un escritor, testigo por
excelencia de su época y no simplemente del escándalo de esa época, se le
hace imposible callarse ante la jusucia y la barbarie: su talento dirá si
realiza una obra permanente o un grito pasajero

Algunos escritores optan por el escapismo, por la fuga de una realidad que
los incomoda y aparecen obras sin sabor, estériles en sus proyecciones
sociales. Igualmente peligrosos los del otro lado, que sólo ven en la vida
una obra de resentimiento y angustias chillonas, con banderas de sangre,
tonos agresivos y verdades presuntuosas, sin el claroscuro de la discreción
y la pausa. El blanco y el negro, el bien y el mal absolutamente crudos.

Cuando escribía “El día señalado” y bregaba porque el odio o el asco no


me llenaran, a ver si salía un documento literario y no simplemente
político, tuve qué mermar con inaudito esfuerzo mucho volumen a la
realidad, pues si describía aquellos sucesos me tomarían por alguien de
mente enfermiza, así muchos de esos documentos vivieran en la fidelidad
de las fotografías: un grupo de uniformados, rasos y oficiales, jugando
fútbol con dos cabezas de guerrilleros; una hilera de quince campesinos
totalmente mutilados; el gallo vivo introducido en el vientre de una madre,
viva también, “porque en el vientre llevaba la mala semilla”

Un paisano diplomático me llamó bárbaro en España, precisamente a raíz


de aquella publicación. Respondí que él llamaba bárbaro a quien era un
casi tímido cronista de historias verdaderas, y que el pecado radicaba en
hacer conocer el crimen, no en haberlo cometido. Pero la barbarie no era
exclusividad de un bando: desde todos los puntos de cardinales, del país y
de las ideologías, disparaban y asesinaban, no cabía lo de buenos y malos
según absurdas simplificaciones.

Con cierto varonil desmayo pensamos que a pesar de la barbarie el escritor


no debe caer en la desesperanza - “Mañana cantarán los pajaritos” -decía
chaplinescamente Chaplin. Siempre hay sitios donde podemos tener fe en
la vida y en las cosas, y esteros en paz capaces de reflejar con honda
claridad los cielos.
En alguna forma los escritores seguimos amenazados, de muerte con
bastante frecuencia, o algo peor: la obligatoriedad de vivir al lado de todas
las claudicaciones, donde se va al diablo la dignidad del hombre. Tal vez
no seamos sino las ciegas hormigas o las cigarras delirantes o los dientes
del lobo, puede ser. Sin embargo algo muy adentro nos dice que no todo
estará perdido, y que a veces ocurren derrumbes que más pueden ser
caminos en proceso y que vendrá el goce acogedor después del grito, y que
también es hermosa la llamarada y que las cenizas sirven también de
abono para la buena tierra. Y que fuera de la realidad enemiga también
existen el sueño y la ensoñación después del día fatigado, y habrá cantos
corales y aparecerán seres de selección con quienes podremos compartir la
alegría y los silencios.

¿Caeremos de nuevo en las retóricas? Tal vez sin cierta retórica se hace
un poco largo e inútil este viaje. Viaje que seguiremos con nuestras armas
definitivas: las palabras organizadas para expresar la desesperanza o la
esperanza y la fe en un mundo que no ofrece mayores alternativas de
salvación.
CONFESIONES DE UN ESCRITOR

Es lógico pensar que quien escribe y ha estado escribiendo durante


tantísimos años ha tenido la experiencia de una vida un poco rodada, de
una cantidad de vivencias desde niño. Tal vez Hemingway dijo que la
infancia marca de por vida la trayectoria del hombre. Recuerdo de niño,
en la finca donde vivíamos con los hermanos, los hijos de los arrieros, los
hijos de los peones, teníamos una vida sencilla al amparo de las voces
familiares, de las voces de los pájaros, del ladrido de los perros, del
relincho de los caballos, del mugir del ganado y el sonar del viento en las
ramas.

La tierra, en el suroeste antioqueño donde nos criamos nosotros, en el


territorio entre Jardín y Andes, a la orilla del río San Juan, es gran parte
de la infancia. Algún día el río salió de madre, como decían, por un
derrumbe inmenso arriba de la casa y entonces arrastró, mató ganado,
mató otros animales y a una de las personas que vivían allá, hijo de un
peón. Nos acostumbramos a vivir en el peligro, y eso tal vez daba mayor
atención al paso de los días y a la llegada de las noches, casi siempre con
inmensas tempestades en el cielo "La casa del trueno", como llamaban los
chamíes al cielo. Y entonces era propicio ese territorio para hablar
constantemente de la muerte; un rayo que caía en el alambrado y
carbonizaba, mataba las reses que estaban recostadas a él o tumbaba los
árboles y desde la casa mirábamos cuando caía un árbol incendiado. Las
tempestades permanentes y la propensión de los peones, en este medio un
poco apocalíptico, a creer en lo sobrenatural… Entonces, la existencia de
los fantasmas, de los endriagos nativos: de La Llorona, La Patasola, El
Mohán, El Judío Errante, era algo tan natural que los considerábamos en
cierta forma (a estos espantos), digo, como miembros familiares.
En Pipintá - así se llamaba esta tierra, una de aquellas en que vivimos de
niños y habitada por los arrieros que se la jugaban contra la muerte- mi
padre tenía una herencia del abuelo, un beneficio de sal; La Salina se
llamaba también ese territorio, y trabajaban de 110 a 130 peones
diariamente. Esa sal surtía los mercados de Andes, Jardín y Jericó, y la
traían hasta Medellín, porque la sal de Docató, Docató es el San Juan, que
quiere decir "río de los yuyos" en lengua catía.

Recuerdo: Mi padre conversaba con los indios y cuando hablaba era la


única vez en que yo veía reír a un indio. Los nuestros, los catíos por lo
menos, no reían. Y las personas que iban habitando esas tierras, los
colonos, mi familia entre ellos, fueron desplazando a estos habitantes que
pasaban silenciosos, con unas grandes ollas y figuras a veces
antropomorfas. Recuerdo eso en la niñez Y con una gran habilidad
pescaban sabaletas en el río y a nosotros nos gustaba mucho pescar, de
una habilidad aprendida y enseñada ¡Quién sabe qué secretos tendrían
para ello! Algunos Salvador Panchí era un cacique amigo de mi abuelo; y
nos pasaba en las partes pasables del río San Juan, entonces era muy
caudaloso; inclusive, embarcaba la leña para el horno de La Salina que
ardía día y noche. Era como cosa rara, muy alto, aunque era indio puro.
Recuerdo a Manuel Querágana, nombrado así por mi abuelo: el nombre,
Manuel; Querágana, un apellido común allá.

A nosotros nos sorprendía el idioma indígena, porque los indios hablaban


usando bellamente el gerundio. Recuerdo que le tenían miedo a los perros
y desde arriba, con sus cerbatanas, gritaban: "Alifonso (mi padre se
llamaba Alfonso), Alifonso amarrando perros meme entrando" decían ellos.
Entonces, mi padre encerraba los perros y ellos llegaban a llevarle la
noticia de que una res se había desnucado; que si la dejaban consumir.
Mi padre sabía que ellos flechaban con ese veneno hecho de la rana roja y
de una yerba, una mezcla. En alguna ocasión le pregunté al doctor César
Uribe Piedrahíta -un excelente escritor nuestro, pintor, investigador, el
fundador y dueño de los laboratorios CUP, dibujante también, amigo de
Rendón, de los Zalamea, de todos los que fueron grandes en la literatura
colombiana- que cómo había comido carne de una gallina víctima de una
flecha envenenada. Hizo una apuesta con otros médicos, con el veneno de
eso. Y entonces me dijo que era muy sencillo, que el veneno apenas
entraba en la sangre; y bastaba con desangrar bien la gallina, no había
ningún peligro para comer con este veneno la carne. Los indios flechaban
la res y ésta moría. La muerte es casi instantánea. Entonces, mi padre se
las daba.

Desde eso tal vez me acostumbré a tener cierta propensión a descubrir el


alma indígena. Los indígenas están llenos de silencio, llenos de hermosas
tradiciones y humanos como todos nosotros. Recuerdo lo de Manuel
Querágana. Les iba a contar que tenía una hija muy "pispa”, como se dice
en Antioquia. Y ella, aun cuando las indias nunca son prostitutas -no hay
indias prostitutas, se había ido con su vecino, también indio, de la reserva
de Cristianía, y mi padre lo encontró triste: "Qué te pasa Manuel", y él
contestó en ese lenguaje de gerundios: "Querágana sufriendo era porque
su hija mucho picariando estaba". Esta manera de hablar siempre me
llamó la atención. Pero después, en Guatemala, hablaba mucho con los
indios maya-quichés, cakchiqueles, lacandones. Conocí los puros, apenas
eran setenta; ahora como que apenas llegan a quince: han muerto
tuberculosos, de desnutrición, en la selva del Petén, en lo más hondo de
ella.
Pero la vida indígena… Ellos se fueron yendo (los indios) desplazados
siempre por el conquistador primero, por el colonizador luego. Mi familia,
los abuelos, los bisabuelos llegaron al Suroeste. Otros se salieron para
fundar a Salamina, a Manizales, a Pereira, a Armenia; y a poblarlas. Estos
llegaron al Suroeste antioqueño, que era parte del territorio de la
colonización y fundaron a Jericó, Támesis, Bolívar, Andes, Jardín,
Valparaíso, Caramanta y otras.

La vida nuestra estuvo siempre pendiente de lo telúrico, de las fuerzas


humanas y de la tierra misma. Había selva de verdad, no como estos
montecitos que uno conoce ahora. Vimos dos veces no más, durante la
infancia, el paso de los osos, uno de los animales más grandes que existen,
que existían, el oso negro, el famoso oso de Viterbo. Esos vivían allá y
hace 20 o 25 años mataron el último de los osos que quedaba en Suroeste.
Y un día, Jesús Posada que fue el cazador me regaló el cuero y no quise
recibirlo porque me había contado la forma como lo mataron: estaba la
pareja de osos y tenían oseznos en algún sitio de la roca a orillas del río
San Juan; entonces lo pistearon en una rocería con mazorcas tiernas. El
macho iba cortando y arrancando las mazorcas con el capacho y la
hembra las recibía, aparando con las dos manos. Luego, caminando en
dos patas, se dirigía al nido, donde estaban los pequeños osos, con las
mazorcas y las pelaban. Después de ver esas cosas como tan humanas de
una madre: alimentar. Y alimentando a sus hijos cometieron el disparate
de asesinarla con una escopeta. Nunca perdoné al cazador, aunque lo
quise mucho.

Este sentimiento con los animales era algo innato en nosotros. Había uno
al que llamábamos "El Potro". Desde antes de nacer él, mi madre nos dijo:
"Lo rifan, a ver de quién queda". Nosotros pensábamos que era el mejor,
aunque cada uno tenía su bestia; mi padre nos regalaba la que nosotros
mismos amansáramos. Esperamos, porque era, hija de "La Imperia", una
yegua muy hermosa, y de "Monarca", un caballo fino de mi padre. Él tuvo
muy buenos caballos siempre. Esperamos el potro, pero había algo: el
"Orejota" era un macho, el más grande mular que he conocido; ese y la
"Gitana", otra mula de mi padre. El macho se enamoró de la yegua,
platónicamente, por supuesto. Él parecía bastante ingenuo y no sabía que
ella estaba esperando un potro ajeno. Vivían juntos, y cuando tuvo el hijo
la yegua - eso nos tocó verlo a nosotros- el macho aterrado se puso a ver.
Algo crudelísimo. Era un macho bellísimo, de silla, y entonces cogía del
cuello, con los dientes, al potro y lo dejaba caer, así le quebró
prácticamente las cuatro patas. Cuando fuimos para defender el potrico
ya era muy tarde, porque estaba muy abajo de la casa donde vivíamos.
Durante un año no pudo levantarse el potrico. Lo criamos con tetero y lo
entablillamos, pues no podía moverse. Al final, ya grande, más o menos
caminaba, pero lo queríamos mucho porque era el único lisiado de la
familia. Entonces, íbamos todos los días, le dábamos la mejor hierba, la
mejor leche y el mejor trato posible "El Moro", lo pusimos. Creció
desbaratado; caminaba feamente; no heredó el paso de la mamá ni del
papá, porque era un paso como improvisado ahí mientras salía del paso
Era muy difícil para él.

Y un día nos fuimos a Jardín. Ya íbamos a entrar a 4° de primaria.


Fuimos a estudiar a Jardín y cuando volvimos no estaba el potro. Fue lo
único que no le perdonamos a mi padre, que era buena persona, un
hombre fuerte, tan fuerte que yo siempre pensaba que en caso de que se
agarrara con el diablo a mano limpia, mi papá le ganaría y que si peleaba
con Dios, pues empataban a lo menos. Preguntamos dónde estaba el potro
y mi papá nos dijo: "No… Se lo presté a Roberto Mesa, un primo a quien
quise mucho; hace poco murió en Estados Unidos; figura en mi obra,
especialmente en los cuentos de Las noches de la vigilia, en este libro que
acaba de salir Otras historias de Balandú y en Tarde de verano. Ellos
tenían un tejar. Era un tipo muy agradable. Frecuentábamos sus
mentiras increíbles, mientras más increíbles fueran, tanto mejor. Era un
mentiroso pero sin ánimo dañino. Nos encantaba que nos dijera la
imaginación en el campo. Recuerdo, por ejemplo, el primer cuento
surrealista que escuché. Yo estaba muy niño. Él tenía un poco chupados
los pómulos, flaco y estaba barbado. Había una fiesta esa noche con mis
hermanas mayores, las primas - muy lindas- y les dijo: "Tengo que irme a
afeitar - se afeitaba cada ocho días-. Voy a afeitarme, pero hay que poner
mucho cuidado". Y me dijo: "Yo te voy a enseñar cómo se afeita uno, para
que no te pase lo que a mí. Fíjate que la semana pasada iba para la misa
dominical - en las fiestas de la Virgen, en Jardín- y entonces fui a
rasurarme; y como soy tan chupado de pómulos, cogí la barbera, me
enjaboné y metí el dedo así…Y, ¡ay, carajo!, ¡ me corté el dedo!". Era una
manera de quitar la rutina a las cosas cotidianas. Por ejemplo, iba por
diciembre, era una finca muy grande. Mi padre heredó mucha tierra: no
más en el territorio de Jardín, Andes y el Chocó tenía 3700 cuadras de
herencia Mi madre decía que nunca acabaron de recorrerla. Dinero que
nunca disfrutamos, porque vivíamos la vida sencilla… (Caminábamos
descalzos, a veces con remiendos en la ropa, por el monte; porque vivíamos
cortando caña, trayendo leña para el fogón cocinero, no había luz eléctrica)
pero, eso sí, teníamos muy buenas bestias, en eso nos distinguíamos. Y si
enfermaba alguien, pues estaba el doctor a la mano.

Viajaban a Medellín los viejos, los hermanos mayores a estudiar. En lo


demás éramos iguales a los hijos de los arrieros y por eso en mi nunca
hubo una incomodidad mínima en hablar con la gente sencilla. Siempre,
inclusive actualmente prefiero hablar con ella antes que con la demás
gente que llamarnos civilizada y que sigue otro tipo de rutina, ya sin
originalidad; porque el mundo moderno emparejó las costumbres,
emparejó la conversación, emparejó, inclusive, la imaginación.

Me gustaba hablar con los peones, con los que hacían las mojigangas, los
sainetes; y eran fenomenales actores con el tono recitativo de la herencia
colonial en estas obras teatrales. Shakespeare se basó en las mojigangas,
en los sainetes antiguos, para hacer muchas de sus obras y las practicó y
representaba papeles. Recuerdo que Quico Colorado, el padre del que
hasta hace poco fue mayordomo en Ziruma, porque él vivía con nosotros
allá en la finca, cerca de El Retiro donde yo vivo, hacía las máscaras y él
dirigía el grupo. Era en verso siempre:

Que mi hija se me casa


con un tal don Amadeo
y al juzgar por lo que veo
tiene una pésima traza

Y empezaban las declaraciones a Panchita, de un chocoano que llegó. Ya


se enamoraba del chocoanito, negrito, y se pintaba totalmente de negro o
tenía una máscara negra. Bailaban alrededor del asta. Era una cosa muy
bonita.

Este baile de las vueltas


es muy sabroso de ver
la dama se va de huida
y el galán la va a coger
Porque bailaban las vueltas, el bambuco, la guabina, el chotís, el
cartagena, el bunde, una cantidad de aires hoy desaparecidos, pero que
recuerdo…

Recuerdo los sainetes. Llegaba el padre del mayordomo, Quico Colorado


se llamaba, al frente de la tropa de saineteros, enmascarados. Eran de la
finca. No había mujeres; a veces una de las mujeres viejas los
acompañaba, porque iban días y días, de casa en casa, como los antiguos
juglares españoles, contando sus cuentos, representando sus funciones y
trovando y diciendo coplas. Yo les aprendí muchas coplas a estos
serenateros que iban los diciembres, en la Navidad Por ejemplo, la
introducción: cuando llegaban a la puerta exterior de un patio empedrado,
muy grande, que tenía la casa, mi padre ya estaba anunciado de que
venían. Nosotros permanecíamos a la expectativa, mirando desde allá,
desde que asomaban en un filo Iban a la quebrada, volvían a subir,
llegaban a la manga del yaraguá, el micay entre el ganado, y llegaban ellos.
Podía ser un sábado o un domingo. Entonces empezaba Quico Colorado,
cuando todos en fila se cuadraban frente a mi padre y mi madre, nosotros
los pequeños y la gente del servicio… Como éramos tantos, había tantos
peones… Era mucha la gente que tenía que servir en la cocina, los
comedores, en los patios. ( Decía Quico Colorado: "Yo soy el hombre más
valiente que pisa sobre la tierra. Vengo de Popayán: He atravesado mares
-¡Imagínense!- y hoy me presento gustoso en Gibraltar para que los
señores de esta casa tengan la bondad de mandamos proseguir". Mi padre
decía: "Prosigan, señores, tengan la bondad"). Entonces abría la puerta y
entraban ellos al segundo patio enclaustrado, que servía de teatro, y ahí
presentaban la función con música, con tiples, con bandolas, con liras Y
era el goce para nosotros, los hermanos, los primos, los invitados de la
vecindad.

O cuando Miguelito Marulanda, un viejo que es protagonista en mi


primera novela, La tierra éramos nosotros, y ya de casi cien años, nos
contaba los cuentos de "La tierra donde-irás-y-no-volverás", los "Guainás",
los "Sebastián de las Gracias", todos los de Tío Conejo y Tío Tigre que nos
abrían mucho la imaginación. Recuerdo uno que nos hacía reír de niños,
muy ingenuo, pero estaba bien para el ambiente: iba un tigre buscando
qué comer. Olió a conejo y vio una cueva Como el tigre no cabía, metió la
mano y con las garras le tocó la barriga al conejo. Y de pronto el conejo se
improvisa una voz mastodóntica y dice:

"¿Quién me está tocando la punta del dedo chiquito?" El tigre, al oír a ese
gigante salió corriendo y el conejo se salvó. Casi siempre ganaba el conejo,
porque era el astuto. Contaba cantidad de cuentos con pequeñas
moralejas, lo que nos hacía agradable la vida en la montaña, la vida al
servicio de las cosas sencillas, creyendo en las brujas, en el diablo, en
Dios. En alguna forma nos gustaba más el diablo, aunque no lo
confesáramos; porque el diablo era amigo del pecado, amigo de los malos
pensamientos, pero muy buenos; amigo de las primeras malicias, los
primeros descubrimientos, la sabiduría que siempre da el pecado, porque
está cerca del temor. Y el temor estaba muy fundado porque, según el
Padre Francisco Gallego, que nos hacía unos ejercicios más que para ser
más católicos y devotos, para infundimos un temor tremendo: un solo
pecadito, un mal pensamiento, podía llevarlo a uno al infierno. Y el diablo
era mal patrón, según él, y era por toda la eternidad. En el purgatorio
podían ser mil quinientos años luz de tormentos, sin embargo saldría uno
algún día. Pero con la eternidad no… Entonces nos explicaba esto de la
eternidad que a mí siempre me sigue aterrando. Vean lo que es la
eternidad para que sepan lo que es entrar al infierno: está el océano lleno
de arena, en las playas. Cada mil años llega un pajarito y se lleva en su
pico un granito de arena. Algún día se acabará ¿Cuándo, cuándo es eso?
Eso apenas es el comienzo de la eternidad, nos decía este cura
ensimismado. Entonces, nosotros, en cuanto era posible, evitábamos
pecar. Pero débil es la carne, y el pecado es muy sabroso y estaba al lado,
y yo quise mucho a Eduviges que ha sido personaje mío… En algunas
obras figura ella, una muchacha muy linda. Yo tenía nueve años y ella,
diez; y yo, perdidamente enamorado de ella. Siempre… todo. Si yo iba al
monte le nevaba orquídeas. Si íbamos al monte, siempre le llevaba los
cortapicos, las matandreas, los frutos extraños del Suroeste antioqueño.
Siempre era una predisposición y siempre salíamos a jugar juntos.

Crecí un poco y no sabía… Eramos inocentes aun cuando sabíamos cómo


nacía un animal, porque veíamos parir a las vacas y nos impresionaba
mucho ver cómo salían primero las dos paticas, después la trompa y daba
la vuelta la vaca y caía el ternero; y ahí mismo a lamerlo como dando una
vida con el vaho y la tibieza de la lengua y la trompa… Y el ternero se iba
levantando, buscaba la ubre y se ponía a mamar. En nosotros esa tarea
era muy difícil. Tenían que hacerlo todo por nosotros, porque éramos más
brutos que los terneros, que los potros.

Bueno, digo de los animales, siempre los quise mucho. Este potro del que
les hablé ahora… Soy bastante disperso para contar, perdonen. A mí me
decían que, por ejemplo, la novela Aire de tango era igualita a mí, porque
empezaba a contar una cosa y seguía con otra, y después volvía a
dispersarme nuevamente y recurrir a lo primero. Entonces, este potro, lo
llevaron para donde un primo y los hermanos Miguel, Roberto, Leonel,
Alicia, Mariela, algunas de las mujeres lindas y tiernas que cuidaron
nuestra infancia cuando iban a la casa. En el tejar había que pisar la
arcilla para hacer adobes y tejas, porque si no, se quiebran. Entonces, la
forma de pisar es poner encima el potro sin herrar. Camine y camine en
círculos interminables. Yo me fui y lo vi allá. No le perdoné a mi padre
que hubiera regalado ese potro cuando era de nosotros. Nosotros lo
criamos, amamantamos prácticamente al Moro ¡Y que lo dejaran en ese
servicio tan humillante! El potro aguantó menos que los demás, porque lo
maltrató la vida y el macho padrastro que tuvo. Entonces, ante una
protesta nuestra mi padre cayó en la cuenta. Teníamos tantos caballos,
que para qué más. Pero este era el que queríamos, el más desamparado
de todos. Una solidaridad casi animal. Entonces lo llevaron para la casa y
nosotros le dábamos el mejor potrerito, mejor micay o mejor yaraguá, la
hierba para ellos. Y cosa curiosa: el potro - me impresionó mucho eso- es
algo de la condición humana. El potro no caminaba hacia adelante sino
que daba vueltas y comía. Desde arriba, veíamos unas ruedas sin hierba.
Lo empujábamos para otro lado y comía en derredor de sí mismo, girando
como si estuviera en la noria. La costumbre que tiene el hombre. Mucho
después asociaba esto con Tiempos modernos de Chaplin, cuando el tipo
hacía los gestos de la máquina cuando caminaba. Una amiga mía se fue
para Estados Unidos hace muchos años. Ella me contaba que trabajaba
en una fábrica. La labor diaria de ocho o nueve horas era simplemente
pisar una palanca acá otra aquí otra acá otra aquí; y me decía que la
niñita suya caminaba en forma similar, así… Me recordaba el potro, me
recordaba a Chaplin con la condición humana. Y hoy, somos unos
potrancos también; ¿caminamos alrededor de qué?… Estamos fregados.

Bueno, a este paso no voy a acabar nunca… De niño me entusiasmé por la


palabra y fue el asombro ver que la palabra invocaba cosas, invocaba
seres, invocaba a los muertos, invocaba a Dios o al diablo. Porque había
muchas brujas en ese entonces. Algunas de ellas figuran también en mi
obra: Escolástica García, por ejemplo, que está en La casa de las dos
palmas y muchas otras que aparecen pasajeramente en cuentos y
pequeños relatos.

Las coplas. Empecé a escribir muy joven, porque desde muy niños
aprendimos a escribir con una institutriz, con dos… Mi madre, mi padre
nos construyó una escuela. Roberto el primo la dirigió, y mi padre la hizo
para enseñamos. Las primeras institutrices fueron Carolina e Inés
Echeverri. Hace algún tiempo comenté por televisión eso y estaban por
casualidad viendo el programa, y a una casi le da un infarto de la emoción
a Carolina. Ya no recuerdo a cuál de las dos.

Me contaron después, donde yo hablaba de esos tiempos bellísimos de la


infancia, porque el recuerdo ejerce siempre una antología cuando se
practica. Y uno recuerda a veces lo mejor y borra aquello que molesta.
Entonces ya está un poco idealizada con el recuerdo mismo y les di las
gracias en nombre de todos mis hermanos, de los primos, de los hijos de
los peones y una señora de setenta años que aprendió también a leer y a
escribir con nosotros en la finca.

Recuerdo que era muy torpe desde niño, con cierta vocación especial y mi
hermana Tina y yo casi no aprendemos a leer y a escribir. Nos dio lidia, no
sé por qué. No sé por qué. Porque en realidad no era para tanta demora.
Está bien que un japonés tarde dos años para aprender a leer y escribir,
porque el alfabeto nipón es inmensamente complicado. En cambio, un
tipo común y corriente, en castellano, con caracteres latinos, en dos meses
aprende a leer y a escribir sencillamente; no hay problemas. Recuerdo que
fui el ejecutor de nuestro aprendizaje, porque estábamos más pegados de
la libertad del monte. Apenas estábamos en la casa, en los patios, en los
corredores jugando o trabajando en las canoas, picando la caña para los
animales, ordeñando las vacas en la tarde y en la mañana, encerrando los
terneros, cargando la leña para el fogón o los dos fogones. Entonces, los
arrieros llegaban, salían y a nosotros nos llevaban, de chiquitos, en las
enjalmas y escuchábamos sus coplas, escuchábamos tantas cosas:

Arriero que de parriba


se pegue al rabo e la mula
deje el oficio de arriero
y coja el de hacer costura

Recuerdo que Manuel Escobar decía esa copla. Rápidamente


me la aprendí. U otra que no entendía bien claro hasta
mucho después, a pesar de los amores de niño con Eduviges
Gómez:

Cuando yo estaba de arriero


eran mis pronunciaciones
echar faldas de parriba
y de pabajo calzones

Yo no entendía muy bien. Pensaba que falda era la falda de la


montaña. Natural para un arriero, ¿no? "Y de pabajo
calzones", porque se quitaban mucho… ¡Hay que tener
calzones!… Y de pabajo… ¡Precipicios ¡Muchos calzones para
llegar allá!
Jael era una de las del servicio. Jael Gómez, hermana mayor de Eduviges.
Era pispa y se enamoró de Ramón Angel, un arriero que también enamoró
y le sacaba unas coplas muy malas. El no era coplero, no tenía habilidad
como la tenía Jesús Arenas, de Jardín, que hace poco se ganó un premio.
Una muchacha, amiga nuestra con los cuentos de Sebastián de las
Gracias, contado por él, y otros cuentos ya publicados por la Universidad
de los Andes, publicó un libro muy bello sobre éste que fue arriero de mi
padre y de cuya memoria tengo una gran huella en mí mismo, en mi
afecto. Entonces, él, Ramón Angel, le decía esas coplas a Jael y cantaba:

Si querés que te quiera


matame un pollo
y verás qué tan bueno
yo me lo como

Y otra, también a Jael, por tiempos de aguinaldo:

Como florecen los nardos


como florece el clavel
así espero con ansias
el aguinaldo de Jael

Estas coplas inocentes y bobitas, al lado de algunas que me decía Jesús


Arenas -Ramón Angel era ayudante de Jesús Arenas-, como esa de:
Ya se murieron mis perros,
ya mi rancho quedó solo;
mañana me muero yo
para que se acabe todo

Jael no sabía leer ni escribir. Ella fue una de las que aprendió luego en la
escuelita que mi padre fundó con Inesita y Carolina Echeverri, institutrices
que se turnaban para enseñarnos. Entonces me dijo una vez Ramón Angel
que le escribiera una cartica a Jael; se la escribí; apenas sabía escribir,
garrapateaba y con mala ortografía, seguramente, y "mala prenuncia”
como se decía. Y se la mandaba. Fui el secretario de los amantes. El
primer oficio que tuve fue éste a los ocho años. Y luego Jael me decía que
le contestara la carta que le había enviado Miguel Angel; entonces la
contestaba De manera que yo me declaraba amorosamente y decía que sí
a Jael. Esa fue mi primera práctica literaria, hasta que ya nos radicamos
en Jardín. Jardín es el Balandú que figura en mi obra literaria.

Es mi pueblo literario aun cuando en realidad es uno de los


pueblos más lindos de Colombia, con la gente más entrañable,
más amable, más bella. Y… El desplazamiento de la finca,
donde todo era elemental, donde todo era natural como el
nacimiento de un ternero, cuando paría la vaca, o de montar a
caballo o ir a cazar culebras, así lo hacíamos algunos sábados
con los primos. Nos subíamos a los árboles más altos a coger
careviejas, de una enredadera tremenda. Era una fruta buena
en el recuerdo, pero cuando volví a probarla no sabia cómo
comíamos eso, era muy ácida, en gajos que parecían
lampadarios amarillos como en el poema de Neruda. Y el
cortapico, también bellísimo. Y así, tirándole a un racimo de
cortapicos fue como se mató el escultor nuestro José Horacio
Betancur, me contaba Tatines… Es enviado del diablo en los
carnavales de Riosucio. Tatines era Inspector en el Nare
cuando… Perdónenme que salte… No importa, aquí no estamos
en un orden matemático para nada, ¿no? Conocí mucho a José
Horacio con Carlos Castro Saavedra. Nos emborrachábamos y
nos íbamos para los pueblos. El hacía desocupar un salón, una
cantina, y pintaba unos murales fenomenales en medio de las
borracheras, le gustaba beber, una vez me acompañó a
Manizales, a un recital que dio Carlos Castro. Y él era muy
deslenguado. Yo no estaba, pero me contaba Carlos Castro que
acabó el recital, la gente aplaudió mucho, lo había presentado el
cacique Gilberto Alzate Avendaño y entonces, cuando acabó su
recital, le preguntó José Horacio a Carlos: "Bueno, ¿y cuánto te
pagaron por esto?" El cobraba bien, y era un hombre generoso,
pero para cobrar era exigente. Entonces le dijeron: "No hombre,
doscientos pesos -que era mucha plata-, ¡doscientos pesos!,
Carlitos, pero ¡qué es eso, hombre! ¡Valientes manizaleños tan
hijueputas!" Él era así, la brusquedad en el hablado, la
elementalidad, el hombre en sus cosas, así como pintaba los
animales. Guaguas, micos, gurres, ardillas o los osos que
esculpía en piedra, en madera. Él fue condiscípulo mío en
Bellas Artes [en Medellín, Colombia] Yo no estudié literatura;
estudié fue dibujo y escultura, no sé si aprendí algo.

Bueno, volviendo al camino tan perdido, la infancia nos fue marcando y


siempre me asombró eso de la palabra. En alguna ocasión contaba, en el
Paraninfo de esta Universidad de Antioquia. Una vez que mi madre
organizó un paseo de día entero. Una mula llevaba el fiambre y uno de los
pajes jóvenes la arreaba; nosotros, a caballo, todos al Micay de las
Violetas, al Micay de la Pompeya, porque mi madre era muy devota de la
Virgen de Pompeya y otros santos. Perdónemne la cosa. Siempre mi madre
decía que la Virgen de Pompeya nos había llevado con vida -a los doce
hijos que fuimos- hasta grandotes. Que la Virgen de Pompeya me había
curado el asma; había curado de una posible meningitis a mi hermano
mayor; había salvado a mi hermana Adela, de una caída desde un árbol
muy alto; y la Virgen de Pompeya. Yo estaba seguro de que era la más
milagrosa, más que San José, que me parece un poco atembado entre toda
esta serie de santos, aunque decía alguien que es mucho mejor
encomendarse a un santo que esté desacreditado, porque tiene más
tiempo, no necesita ayudante.

Eduviges, la que menciono, Eduviges, que era muy linda además. Después
mi hermano me dañó la vida: yo enamorado de ella y ella dizque de mí, no
sé. Nos entendíamos, pero nunca supimos nada qué hacer ni cómo
hacerlo. No ahí medio tocar y medio… No sé, tantear por los lados y era…
Y un día me dijo mi hermano: "¡Cuidado, maestrico, está saliendo mucho
al monte con Eduviges! ¡Es hermana de nosotros!" Dizque era hija de mi
papá. Tampoco le perdono a Alfonso, para qué me dijo esas cosas, que
hubiera sido incestuoso, que nunca lo fuimos; incestuoso pero sin saberlo
yo. Me crearon un reato de conciencia y recuerdo que Eduviges sufría
mucho porque yo cambié totalmente con ella; yo ya tenía doce años y
cambié cuando Alfonso me dijo eso. Alfonso tenía dieciséis. Dije no… Me
dañó la vida, me dañó esa infancia y el principio de la juventud Me la
dañó Alfonso, tipo a quien yo quise mucho, pero tampoco lo perdoné como
a mi padre no le perdoné lo del potro.

Bueno, pensaba decirles que el paso de la finca al pueblo fue muy distinto
cuando en la finca era tan natural todo. En el pueblo era la malicia.
Aprendimos la sabiduría del pecado y a saber qué es “estar con cuyanita",
bueno, con las muchachas de ese entonces que nos enseñaban. Las
mujeres siempre han sabido mucho más que uno. Siguen sabiendo
mucho más que uno, son más precoces que uno. Cuando yo apenas
aprendí a leer con un método muy anticuado: "eme u, mu; eñe e, ñe; ce a,
ca: ¡Muñeca!” ¡Horrible! Y la ortografía que aprendimos con Marroquín,
tan querido, autor de "La perrilla", pero ¡cómo se pone a hacer un tratado
de ortografía en verso! Yo me lo aprendí: "Con v van aluvión, mover, aleve,
desvanecer, agravio y atavío / maravedí, desvencijar, relieve”. Recitaba eso
como si fuera un poema "Llevan la jota tejemaneje / objeto, hereje, dije,/
ejercer; ejecutoria, apoplejía”. Uno no sabía qué era eso y cuando
necesitaba consultar, tenía que recitar todo el catálogo para identificar las
palabras. Marroquín nos dañó la vida. Y la geografía de Carlos Martínez
Silva, los ferrocarriles de Colombia, las carreteritas que estaban haciendo
¡Qué horror! ¡Qué le importaba a la historia mundial en qué fecha se hizo
el ferrocarril de La Pintada a Bolombolo, que ya no existe!, ¿no? Nos
hacían aprender de memoria todo eso. Por fortuna, ejercitamos la
memoria y, como decía un guasón, "la memoria es el talento de los brutos"
Y yo tengo mucha memoria, indudablemente, entonces.
Bueno, fuimos creciendo ya en el pueblo. No andar con los que llamaban
"blancos", con los que llamaban "ricos" porque eran muy cansones, muy
aburridores; y no pecaban ni se arriesgaban ni se iban a bañar a
escondidas, a Charco Hondo ni iban a coger madroños al monte. Eso era
miedoso. Toda ordenadita la vida, dobladita como un pañuelo. A mí me
gustaba Cucho, por ejemplo, hijo del policía. Cucho grande, que sí sabía
cosas caminos escondidos en el monte. Sabía la muchacha que lo daba y
unas cosas A nosotros no nos lo daban pero sí me prestaban un rato algo,
y gozábamos Eramos muy pequeños, entrando en la adolescencia.

Cuando empezó la adolescencia me vine a estudiar, porque yo, aun


cuando no parezca, era muy buen estudiante, sacaba cinco en todo; era
bueno para las matemáticas y para el inglés, para aritmética por lo menos
y principios de álgebra. Entonces me escogieron a mí para que viniera a
estudiar y a representar a la familia, ¡para ser el doctor! Es importante.
Me vine a estudiar a la Universidad Pontificia Bolivariana. Entonces
descubrí mi vocación de escritor un día, cuando cumplía los trece años.
Mi madre me mandó una carta muy linda, hablando de los peligros de la
edad, de la belleza de esa edad, cuando se empezaban a fabricar todos los
sueños y era la época del estudio, del vigor, para llegar a ser hombre.
Entonces le contestaba cartas y le contaba una visita al santuario de La
Estrella, porque me dijeron que la Virgen de la Estrella era muy milagrosa.
Yo no sé si eso era cierto, tenía mucha fama. Le contaba la visita a la
plaza de mercado, los colores del sitio de los yerbateros, la cosa plástica de
las carnicerías, todo lo que veía. Entonces, un día me mandó, cuando
cumplí trece años, una carta, - una hermana la conservó hasta hace poco,
ella ya murió-, en la que me decía que le encantaba mi manera correcta y
sencilla como relataba las cosas y como pintaba yo. Y me puse a pensar
en lo que era esa "manera correcta y sencilla" Entonces descubrí que iba a
ser escritor Tenía que serlo. Y es mi destino y aquí estoy porque soy un
escritor, ¿no?

Entonces, los primeros sueños se fueron convirtiendo de niños a


adolescentes y de adolescentes a jóvenes, de jóvenes a la amenaza
tremenda de ser hombres, a recorrer el camino más difícil que es el de ser
hombre.

Escribí La tierra éramos nosotros a los diecinueve años. Estaba muy joven,
tan inocente que no cambié el nombre de los protagonistas, excepto el mío.
Yo me llamo Bernardo y sigo llamándome Bemardo en la novela, en mis
cuentos, en mi obra literaria. Pero no cambié los demás. Mi padre, mi
madre, mis abuelos, mis hermanos figuran con los nombres que tienen o
que tuvieron en vida. Y conté la historia de una infancia feliz. Nunca es
nada, pero con esto que hablaba ahora, la antología del recuerdo que
ejercita la memoria cuando trata de situarse atrás. Considero la infancia
como una especie de sitio turístico, a donde vamos de regreso, a donde voy
a recuperar la voz de mi padre, la voz de mi madre o las imágenes de mis
primos, la mía misma, el niño que fui. Yo fui asmático hasta los catorce
años y sé lo que es no tener aire para respirar. Yo sé eso: dejé el cigarrillo
hace dos años, tres meses, cuatro días, cinco horas que no fumo. Por eso.
Fui asmático y sé lo que es no tener aire y con miedo un poco del enfisema
pulmonar. A mí me dio un dolor tremendo. Estoy acostumbrado al dolor y
el dolor es una de las cosas esenciales para que el hombre se haga
hombre. Creo que hay que sufrir en carne viva las cosas. Yo tenía un
amigo, un poeta que vivió en mi casa durante un tiempo, y cuando tenía
un malestarcito se tomaba una pastilla. Peleaba con la esposa, y se
tomaba dos pastillas tranquilizantes. No había dormido, se tomaba unas
para dormir. Volvía a pelear con la señora y volvía a tomar pastillas. Es
decir, el amor fue todo con condón, porque no sufrió en carne viva las
cosas. Hay que sufrirlas. Si no hay un dolor en contraste con el placer,
entonces dónde está el kilate de las cosas. No entiendo. Muchas veces
aguanté dolor durante cuatro años, en la primera operación, que fue el 24
de diciembre de 1959. Pensaban que tenía cáncer, dejé el testamento de
todas las cosas. Pensé que me moría y no me morí Y ahora, hace dos
años, esta muchacha linda empezó a tocarme por todas partes y encontró
la vesícula erecta y entonces me mandó a operar. Me operó el doctor
Botero muy bien, y me sacó lo que encontró en el camino. Ahí no quedó
güeva sana, como dicen; entonces me llevaron a cuidados intensivos
Estuve catorce días en la clínica y mientras estaba allá en cuidados
intensivos murió una señora de enfisema pulmonar. Dos días en los que
no podía respirar, en que tenía dolor porque no le podían aplicar una
anestesia Yo le decía a la monja: "Por favor, denle algo a esa señora que se
va a morir del dolor" "No, es que tiene enfisema. Y yo respiraba y a veces
me acuerdo de cuando yo era niño y no tenía manera de llevar a los
pulmones un poco de aire. Me asfixiaba Y mi madre y mi padre me daban
masajes y bregaban a mitigar la asfixia. Acababa en la mañana totalmente
agotado de bregar a respirar y no poder hacerlo.

Con mucha frecuencia, cuando voy a mi infancia en mis paseos y me


tropiezo con ese pendejo que era yo chiquito, que tenía ocho, diez, once,
doce, trece años sin poder respirar. Entonces hago unos ejercicios
respiratorios para llevarle mágicamente a ese niño un poco de aire como el
que tengo ahora. Eso me pasaba a mí.

Bueno, la infancia fue dura, la infancia fue bella, la infancia fue una
infinita promesa que siempre las cosas todo año no pasan de ser una
infinita promesa.
Y escribir la novela con todo lo que había que decir de la infancia. Hace
días lloré un poco cuando la releí en una nueva edición y me parecieron
bien algunas de las cosas que dije con la exuberancia del paisaje. Luego
llegó el 9 de abril. Yo era secretario de la Auditoría. Me acusaron de ser
instigador contra el orden público y enemigo de las instituciones; y me
echaron de la universidad desde allá. Desafié al jefe: que rectificaba la
calumnia que me pusieron en la despedida o que lo mataba. Y él vio que
lo mataría. Vio que sí, pero no rectificó; porque hace poco pedí un
certificado de esas cosas y dice ahí: "Separado de sus funciones por
perturbador del orden público" y no sé qué cosas. O sea que no me
cumplió el tipo ese. Seguramente le dio miedo porque llegaría a matarlo.
Yo ejerzo un cierto tipo de venganza con la literatura Me gusta la violencia
literaria. Detesto la otra violencia, contra ella he dejado muchos
documentos. Entonces, por ejemplo, planteo un problema de violencia:
alguien mató a alguien, pero ese tiene que pagarla. Ahí ejerzo, como autor,
la venganza en esas cosas. Aun cuando trato de ser buena persona, de ser
un juez justo, pero como el escritor es omnipresente y es el que manda la
parada Y si no, ¿qué? Un muñeco tiene que obedecer a lo que uno dice,
¿cierto? Uno dice: "Pedro era muy feo y muy bravo"; tiene que ser así,
porque a mí me dio la gana. El muñeco tiene que seguir caminando su
vida y llevando ese destino. Cuando malicié que podía escribirse y retratar
las cosas, ahí sí comprobé ya el poder de la palabra y por eso la exigencia
mía de que la palabra hay que usarla muy bien o no usarla. Y en el taller
de escritores que dirijo en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín siempre
resalto eso: si alguien no tiene qué decir, cállese, si alguien no sabe cómo
decirlo, cállese; y si alguien no está seguro de lo que va a decir, cállese,
que la inseguridad es la madre de todos los juicios. Por eso defiendo
mucho la timidez, porque la timidez permite una segunda instancia para
rectificaciones; y uno antes de meter la pata como la mete el audaz, uno es
tímido, piensa, mastica o masca cada cosa hasta que ya pensándola dos
veces. Claro que al final resulta eso, como el caso de Rubén Darío en París
que contaba Vargas Vila: que una vez lo invitó Vargas Vila a uno de los
famosos salones de artistas y escritores de una condesa. Él vivía borracho
debido a la timidez, y llegó borracho. Lo llevaron por mal. Se
emborrachaba desde los once años y medio. Fue la primera borrachera
comprobada en un recital público en San Salvador. Yo viví en San
Salvador un año Me contaron allá la historia de Rubén Darío en el primer
recital. Once años y medio tenía; iba a cumplir doce cuando dio el recital
primero. Digo que entró al salón de la marquesa, con Vargas Vila, con
Gómez Carrillo, con los famosos escritores de ese entonces en Francia,
americanos en Francia, y al tipo le presentaron la marquesa y se quedó
pasmado. Y le dice la marquesa: "¡Ah!, ya sé, es que usted no hace sino
tomar a toda hora. Me han contado " El se apabulló, estuvo semanas
pensando la respuesta ingeniosa que nunca dio a la marquesa.

Una vez vi un libro de escritores del Novecientos en que Rubén Darío, para
dar un regalo, entró a un montepío (una prendería) y vio una vajilla de
plata muy barata y él (estaba pagado por Colombia [como miembro
consular]) dijo: "Bueno, yo que hice un soneto pésimo, 'Colombia, tierra de
leones ¡Qué horror!, no parece de él. Bueno, compró los vasos y copas de
plata y pagó por ellos y pidió un recibo para estar seguro. Entonces, este
escritor del libro de escritores del Novecientos en París, Manuel Gálvez
cuenta que el poeta iba a pasar un puente y al otro lado había un policía y
él se detuvo, no quiso pasar. Se iba a tirar al Sena. Fue histórico Rubén
Darío se iba a tirar. Tenía treinta y tantos años. Porque no podía
aguantarse el temor de que el policía lo esculcara. Entonces se encontró
con este Manuel Gálvez "¿Qué le pasa, Rubén? ¡Estoy aterrado!" Temblaba
físicamente, dentro de un gabán oscuro. Y le dijo, con su cara indígena o
mestiza: "No puedo pasar, hombre, ayúdame". Y el otro respondió: "¿Por
qué, por qué?" Rubén Darlo le dijo: "Ve compré - estaban escondidos bajo
el sobretodo- Compré estos vasos, compré estas copas de plata. Ve el
recibo aquí, pero si el policía me pregunta de dónde, soy incapaz de
mostrarle el recibo y decirle". Él era así de tímido, casi que por eso vivía
borracho.

Vamos a terminar No sé si hay algunas preguntas. Yo apenas llegué a


una parte de mi vida. Si seguimos aquí, como en la enciclopedia Espasa,
pasa al otro tomo, ¿no?

De todas maneras me hice escritor, me responsabilicé de ser escritor. Digo


que me echaron el 9 de abril. Era profesor del Instituto Central Femenino;
después se llamó "Isabel La Católica": unos chambones le cambiaron el
nombre; luego el CEFA y ahora. Yo daba clases de literatura en 4° y 5° de
bachillerato; más o menos sé algunas cosas de eso y mi buena memoria
me ayuda para recitar poemas y cosas así. Entonces, me tuve que ir.
Echaron a una cantidad de muchachas, a todas las liberales las echaron y
a los liberales Fue una barrida general después del 9 de abril. Tuvimos
que irnos a un exilio político y económico, como alguien lo bautizó. Fui a
Maracaibo, donde vivía Guillermo Angulo, un amigo mío, de los más
buenos amigos que he tenido, a tal punto, que compartimos una amante,
La Machuca, que era antioqueña, una muchacha muy amable; nosotros la
adorábamos, éramos jóvenes. Cuando ella iba, decía: "Quiubo
machucantes", saludaba desde afuera. Y siempre llevaba manzanas, uvas.
Olía a fruta esa muchacha y era muy linda. Prostituta, dueña de un
prostíbulo, el más famoso de Maracaibo, donde había 5820 prostitutas,
gran número de antioqueñas ¡Increíble, increíble eso! Entre 8500, las
demás eran cubanas y muy pocas venezolanas ¡Qué curioso!, que aquí…
Era una machuquera antioqueña muy linda. Ella iba con esos saludos
que nos alegraban la vida, y tocando discos. Llevaba cargado un
tocadiscos y nos ponía: "Marta, capullito de rosa / Marta, del jardín linda
flor…” O estos pasillos y bambuquitos nuestros: "Oye bajo las ruinas de
mis pasiones / y en el fondo de esta alma que ya no alegra” Entonces
hacíamos la pantomima, Guillermo y yo: "¡Ah qué jartera! Ya llegó La
Machuca ¡No! ¡¿Quién se la va a machucar ? !, ¡ ah ! ". Entonces
sacábamos un fuerte, una moneda de cinco bolívares, y la tirábamos a
cara y sello; el que perdiera se acostaba con ella.

La quisimos mucho Guillermo y yo, aun cuando fue en común. No, el otro
venía todos los miércoles. Ella ese día era únicamente del doctor José
Trinidad X, era rector de la Universidad del Zulia. No me acuerdo del
nombre, ¡qué vaina! Era un médico y él estaba allá. Nos decía "Los
muñecos" y se ponía furioso con nosotros. Pero La Machuca era feliz
(contenta) con nosotros. El tipo era muy decente en sus cosas, pero la
juventud en algo tenía que tener un privilegio ahí, como… Está bien que lo
siga teniendo; yo ya lo veo como viejo.

Entonces entré a trabajar en el periódico. Diario de Occidente, que estaba


recién fundado por un republicano, un tipo demócrata muy querido, don
Rodolfo Aubert. Recuerdo que estaba la dictadura de Pérez Jiménez, de
Lloreda Páez y Delgado Chalbaud en ese entonces. Y yo tenia que escribir
dos columnas diarias, pies de grabado, reportajes y un editorial ¡Ese era el
colmo! Escribía hasta veintiocho y treinta páginas. Hay gente recogiendo
ese material que publiqué con firma o sin ella. No podía firmar las cosas
políticas, puesto que era extranjero, era colombiano, y de eso se
aprovechaba el director. De pronto hablábamos y me decía: "Bueno,
colombiano, venga, ¿de qué escribimos hoy?" El tipo era muy querido, pero
no era muy brillante y entonces yo le decía: "Don Rodolfo, yo creí
entenderle una vez a Usted que sería bueno tocar el tema de la dictadura y
hablar sobre él" "¿Sí? y ¿qué dije yo, Mejía?". Y le dije: "Don Rodolfo, que
hay que tener un sentido de la libertad y de la democracia; que hay que
defenderla y no ser. Hombre, tenés razón" Yo estaba en lo cierto, ¿no?
Entonces escribí un editorial contra Pérez Jiménez y al otro día la
Seguridad Nacional, con Estrada, famoso como gran torturador. Yo lo
conocí; yo oía desde el apartamento, los gritos en la cárcel de Maracaibo:
los gritos de los torturados. Eso es verdad. Entonces, al otro día la policía
de Seguridad Nacional, S N, lo más tremendo, lo más nefasto del mundo,
fue por el autor de la editorial. Don Rodolfo decía: "No, yo escribí eso". Yo
no podía firmar por ser colombiano ¡Y para la cárcel! Ocho días en la
cárcel. Pero entonces los periódicos El Universal, El Nacional, La Esfera,
elogiaron la actitud varonil, dentro de lo que podía dejar la dictadura.
Elogiado y él se sentía un héroe. Entonces se quitaba la camisa y así iba
allá… "Don Rodolfo, le pido excusas, ¡qué vaina!" . "Nada, colombiano, hay
que defender la democracia; sigamos por ese camino". Y yo le decía: "Con
mucho gusto don Rodolfo, cuando quiera lo vuelvo a encarcelar". Cuatro
veces en la cárcel fue el mártir y fue el héroe de la jornada, en esos años.
Tanto que cuando me tuve que regresar por un poco de cosas, averiguaron
quién escribía los editoriales y todas esas vainas; y también por cosas de
faldas, como decían los arrieros. Al fin aprendí que echar faldas de parriba
era otra cosa. También eso influyó y me tuve que venir. Y él me escribía.
Yo viví de la entrada del diario; siempre pagaban bolívares; el bolívar era
tan fuerte como el dólar. Era mucho más fuerte que el dólar, porque la
unidad monetaria de Venezuela no era el bolívar sino el fuerte, que son
cinco bolívares.
Volví. Aquí, la cosa estaba perfectamente igual. La violencia seguía. Yo
era un enemigo porque había tomado reportajes de horror. Ahí están
recogiéndolos en un pueblito de Boyacá, con un veterano del bombardeo
de la dictadura a una aldea del Tolima, donde quedaron pocos vivos, uno
de ellos sin las dos manos. Estoy fotografiado con él y denuncio la
dictadura por supuesto. Recuerdo que una vez llegó un tipo que había
cazado un tigre inmenso, el tigre más grande que he visto en mi vida, con
una escopeta común y corriente, de chimenea que llaman, lo había
matado; y apareció una volqueta con el tigre, al Diario de Occidente y yo,
como era el cargaladrillos, hacía de todo en el periódico, entonces le hice el
reportaje al cazador del tigre; me tomaron una foto en la que quedé con
una escopeta en la mano y con un puño dándole al tigre en la cabeza, pues
éste estaba colgado. El pie de foto decía: "Nuestro jefe de redacción (era
yo) en el momento en que nos señala el tigre que cazó antenoche en la
selva". Y ahí está; esos equívocos son muy charros. Recuerdo que una vez,
en una columna mía que se llamaba "Tono menor" (una de ellas; la otra
era "Contrabando", etc..), había una señora, una familia que contó los
milagros de una Virgen que se apareció. Entonces el sacerdote fue a
bendecir esa Virgen y yo puse al sacerdote mirando la imagen. Entonces
escribieron: "El sacerdote miando la imagen…” Era muy amigo del jefe de
talleres, Julio Martín Jaramillo, el protagonista del cuento "El cristo roto".
Me contaba Julio Martín (yo lo coloqué) del Diario de Occidente, en
Maracaibo, que cuando él estaba en Bogotá, su papá, el que le sacaba en
linotipo, las cosas de Calibán, el mejor periodista que ha habido en
Colombia probablemente. El y Eduardo Zalamea Borda, porque la letra no
la entendían y él la sacaba en linotipo, bueno, entendía. Y el papá me
contaba la historia. Era un muchacho común y corriente de barrio, el
barrio Egipto o Las Nieves. De niño quería ser escultor. No iba a ser
linotipista, lo que era el papá, por herencia. Entonces dijo un día: "Voy a
hacer una bailarina desnuda". Y corte y más corte y eso se fue acabando y
quedó una cosa sin tetas, sin nada, sin nalgas. Y un día se puso a verla
enguayabado, y dijo: "No joda, eso es un cristo. Yo soy escultor místico, no
hay problema" Esto es histórico y lloraba contándomelo. El cuento se
llama "El cristo roto". Un día le dijo al cura párroco de Las Nieves: "Bueno,
padre, bendígame este cristo que es muy milagroso". Y el cura le dijo:
"Hombre, ¿ese esperpento qué hace aquí? Yo te doy uno bonito, te lo
regalo bien bendito y todas esas cosas… " "No bendígame este, padre, que
es el bueno". Y no quiso bendecírselo.

Entonces, pasaban de una casa a otra, a medida que iban ascendiendo


socialmente. Pasaron del barrio de Las Nieves al barrio Egipto, hasta
llegar a La Candelaria. Y de tanto trasegar, el cristo se fue rompiendo
aquí, perdió un brazo allá, un pie, la cabeza, todo, y le llegó la hora de la
muerte, histórico, repito; entonces reunió a la familia y dijo: "Bueno, yo
voy a entregar el alma a Dios y creo que estoy más o menos en paz con él,
pero quiero mi cristo… "¿Cuál cristo?" "El que hice hace años… ¡Dónde
está? ¡Búsquenlo!" Los hijos llorando, la mamá, todo el mundo, la
sirvienta, buscando el cristo. Al fin encontraron los restos del cristo, en un
zarzo: un pie, la cabeza, unos dedos, y lo llevaron Se quedó viéndolo:
"¡¿Qué, eso es mi cristo?! Pues será encomendarme a las nalgas mientras
encuentran el resto". Y con el último chiste le dio tanta risa que se murió.

Eso da a entender que uno puede hacer un cuento sobre una anécdota
como ésta. El cuento ha sido publicado inclusive en antologías. A mí no
me gusta, porque es una anécdota contada como un chiste. Pero, a veces,
para el cuento puede servir el chiste, simplemente para un cuento; o
puede servir la falta de anécdota, porque hay cuentos maravillosos sin
ninguna anécdota. Me encantaban las cosas que tenían historia: "Mis
hermanos me han matado / por la flor de lilolá”. De niño averigüé esa
historia y era muy bella. O: "Esta es la historia de la reina mora / que a
ratos canta y a ratos llora” También me encantaba esa historia, esos
cuentos y todos los cuentos de La Alhambra; tenían una anécdota.
Siempre creo que tienen que tener una anécdota los cuentos, aunque no
sea el chiste alargado que un poco es el defecto de este cuento mío "El
cristo roto”.

De pronto escribí una vez, estaba en Guatemala (viví cuatro años allá).
De pronto un borracho, había luna, eran ya como las doce de la noche o
una de la mañana. De pronto el tipo gritó: "¡Luna puta!" Algo me tocó no
sé qué fibra. Entonces me levanté y escribí uno de los buenos cuentos
míos, según algunos antólogos, que es "Luna de tiempo seco". Así
empieza: "Luna puta" Yo no sabía qué iba a escribir, pero empecé así.
Las palabras van alumbrando el camino y a medida que yo pensaba
palabras y las hablaba, porque escribo a veces en voz alta, a máquina, y
acabé el cuento esa noche. Un cuento que a mí me gusta Empecé
simplemente por "Luna puta", no más.

Yo escribo sentado, acostado, boca abajo, boca arriba, solo, acompañado,


en prostíbulo como escribía antes. Ya no he vuelto allá a afrontar la
eternidad: y saben lo que es eso, ¿no? Ya no peco. Entonces escribo en un
parque, en bus. El único escritor del mundo, creo yo, que puede escribir
en un bus en movimiento. Después descifro mis cosas. Por ejemplo,
ahora, si voy a mi casa, puedo escribir, voy a escribir algo que me está
interesando, que estoy escribiendo para la segunda parte de La casa de las
dos palmas, que se llama "Los invocados". A veces escribo cosas que de la
borrachera no las entiendo bien. Al otro día, Dora Luz, mi esposa o ex
esposa me ayudaba a descifrar mi letra o inclusive la máquina, porque a
uno se le traba todo, hasta la máquina El "lapsus machinae", dicen ahora,
¿no? Entonces hice, me parece, la experiencia muy interesante desde mi
punto de vista, que fui un perfecto montañero, creedor de brujas y de la
Patasola y la Llorona y del Judío Errante. Fui un tipo que vivió
intensamente la aldea, el pueblo, Jardín; y fui un hombre que vivió
intensamente la ciudad y no únicamente la ciudad sino muchas ciudades,
muchas aldeas, muchos pueblos, muchas fincas donde he estado en otras
partes. He estado nueve años más o menos fuera del país: tres en
Venezuela, casi cinco en Centroamérica, uno en Europa. Ya no quiero
viajar mucho; ahora quiero estar más tranquilo, cerca a las cosas mías,
como en el viejo poema de Santos Chocano, a quien asesinaron. Vargas
Vila se echó una de las cosas más tremendas sobre ese poeta, que
mataron a puñaladas en un tranvía:

"Hace ya diez años que recorro el mundo


He vivido poco, me he cansado mucho
Quien vive de prisa no vive de veras,
Quien no echa raíces no puede dar frutos,
miro la serpiente de la carretera
que en cada montaña da vueltas a un nudo
y entonces comprendo que el camino es largo…"

"Quiero regresar -dice- al pueblo pequeño, donde las calles se estrechan


como si las casas tampoco quisieran separarse mucho. Me aprendí de niño
esas cosas. El otro era un poema de Laura Victoria. Después la vi llorando
en Roma. En la embajada la tenían acorralada, una de las mejores
poetisas de América. La querían mucho Juana Ibarbourou y la Mistral,
Laura Victoria, Gertrudis Peñuela de Segura se llamaba. Allá la vi
llorando; se había ganado el segundo premio mundial en conocimientos
bíblicos. Le dio por eso al final, después de pecar tanto y tan bueno. La vi
muy triste y le dije: "¿Usted es Laura Victoria?" Entonces le recité un
poema aprendido a los once años con mi hermana mayor, Tina, que
publicó "Mundo al día", una revista famosa, "Cromos", no recuerdo ¡ Que
me acordara para terminar esto rápido!

Decía al final que yo pensaba que eso era inmoralidad porque de tenderse
y no de otra cosa decía: "Y mientras oigo el gotear del agua / en las pálidas
sábanas me tiendo" ¿Cómo es eso? En las sábanas se tendía “en las
pálidas sábanas me tiendo / como una floración de primavera / en las
nevadas hojas del invierno / el frío de la bruma y mi alma es un sol en el
silencio / y a fuerza de evocar en los ocasos / tus misteriosos ojos de
bohemio / siento el placer de sepultar en nieve /la llama azul que iluminó
mi cuerpo”. Yo le decía, y esta mujer se puso a llorar, pero ya de contenta,
no de tristeza como antes, feliz, ¡caramba!, y me abrazó y resucitó Laura
Victoria. Allá en Roma me habló de la hija, la actriz Alicia Caro, que
protagonizó La vorágine, muy linda ella, yo la conocí. Se casó con un
poeta "El poeta alcanza la estrella" fue el titular del periódico. Entonces
me contó la historia, el martirio de la niña que se casó con el poeta y fue
nombrado secretario de la embajada en Suecia, no recuerdo. En un
diciembre la echó, casi se muere: le dio tuberculosis. Cayendo la nieve
encima de un cuerpo desnudo. Pero yo - la poesía para algo sirve- le
recuperé la tranquilidad a Laura Victoria en Roma, porque me sabía de
niño esos poemas, así como sabía las cosas de Jael y de Miguel Angel,
como aprendí lo de los saineteros, las mojigangas montañeras y así como
me aprendí la vida, como me aprendí de memoria y nada más el cuerpecito
de Eduviges, así como aprendí a pecar con esta niña, La Canchelo, La
Chelito, Chelito, yo la canto en mi novela Tarde de Verano, o la canto en Al
pie de la ciudad, le canto en varias partes, a una putica muy linda, de aquí
para arriba, era hermosa; la novela dice por allá: "Yo tengo malas piernas"
Y dice el protagonista: "Pero tenés las teticas más lindas de este país
teticaído".

Yo le canto a las puticas porque creo que nos compusieron la vida; y


nosotros íbamos al prostíbulo. Hoy no es tan necesario, porque uno tiene
comida en la casa, o a domicilio-, antes las novias no se acostaban con
uno-, no, le daban una pruebita ahí pero por encimita, nada, eso no se
podía. Entonces teníamos que ir después de que ellas nos calentaban, al
prostíbulo. Y yo, cuando iba de cuando en cuando a Jardín, La Chelito,
Chelito, Chelito Leucemia se llama, la muy linda muchacha, murió
jovencita, de tuberculosis, imagino, y le hago un canto a Chelito en varias
obras, a veces me dan ganas de llorar cuando la menciono.

En el 38 hubo un terremoto muy grande en Jardín; tumbó parte de la


iglesia; se movió hasta La Barbarita, que decía un tipo amigo mío: "Ahí
está la fundadora de un prostíbulo". Era Barbarita Tejada: ella y las dos
hijas, las Barbaritas Y decía un tipo que se acostaba con ellas: "Barbarita
no se movió ni con el terremoto del 38". Le rindo homenaje a ella.
Después del terremoto, en el prostíbulo, la parte interior en el cuaruco de
Chelito, donde me acostaba cuando iba allí, estudiaba bachillerato en la
Bolivariana, desafiando la eternidad. Una ventana se cayó y una puerta no
volvió a cerrar, quedó abierta. Allá, entonces, ponía una cortinita y había
un cristo; lo tapaba con una toalla para que el cristo no viera. Entonces
había entrado un gajo de un limonero por la puerta y salía por la ventana.
Es verdad, recuerdo esa última noche que estuve con ella, que desde la
cama se levantó, muy linda de aquí para arriba, era muy garetas, como
dice el dicho antioqueño: "Es tan garetas que le cabe un borracho voliando
costal". Muy linda, hermosa, entonces la Chelito me cantaba siempre "Mal
hombre/ tan ruin es tu alma / que no tiene nombre / eres un canalla, /
eres un malvado/ eres un mal hombre. " Recordando al que la perjudicó
decimos acá; en México dicen: "Al que le hizo el favor", ¿no? ¡Qué
diferencia de concepciones filosóficas! Entonces cantaba: "Era yo una
chiquilla todavía / cuando tú casualmente me encontraste " Ustedes
saben eso… "Y merced a tus artes de mundano / de mi honra el perfume
te llevaste" ¿Cómo les parece? Las canciones de Libia Mendoza eran muy
famosas en el prostíbulo y ella cantaba, como Libia Mendoza,
remedándola. Entonces cogía el limón maduro desde la cama, se paraba y
me hacía una limonada y me la llevaba con una cervecita a la cama.
Agradezco mucho a las puticas del mundo. Si alguna de ustedes quiere
hacer eso, tranquilas, habrá quién las quiera como en su momento las
quisimos.

Revista de lingüística y Literatura, Departamento de Lingüística y


Literatura, Universidad de Antioquia Año 11, Nº 18, julio-diciembre, 1990)

También podría gustarte