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IX

MEMORIAS DE UN COLEGIAL

La corta campaña de los primeros meses del año


de 1860 dejó a mi padre poco menos que arruinado,
como que fue uno de los hacendados que mayores
perjuicios recibieron con la guerra. No obstante, an-
heloso de que yo aprendiera alguna cosa y me des-
arrollara en el seno de una sociedad culta como la de
la capital, sueño dorado y ambición la más grata que,
con respecto a sus hijos, alienta en el ánimo de todos
los padres de familia en Provincia, asintió gustoso a
1;::sinsinuaciones de mi tío Antonio, que manifestaba
interés por mi suerte y, en consecuencia, le confió el
cuidado de llevarme a Bogotá, sin parar mientes en los
sacrificios que tendría que imponerse para el logro
de sus generosos propósitos.
No intentaré describir la escena dolorosa de mi
separación de la casa paterna. Mi pobre madre y mis
hermanos me abrazaban sollozando; y al impartirme
su bendición, mi padre, a quien no había visto llorar
nunca, tenía el rostro bañado en lágrimas. 1Cuán pro-
funda fue la impresión· que ese llanto dejó en mi
almal
Al principio del viaje estuve muy triste,pues
era aquélla la primera vez que me separaba a larga
8 LUCIAN0 :R.IVEIlA y GAlUUDO

distancia del hogar y de la familia; y como fui siem-


pre apegado a mi buena madre, cuyas demostracio-
nes de una ternura sin límites recibía a cada. instante,
padecí en esos días lo que no es decible. Pero, desde
que entramos en la montaña del Quindío, la novedad
de aquellas cordilleras altísimas, cubiertas en sus cres-
tassuperiores por los albos mantos de las nieves eter-
nas; los inmensos palmares, majestuosos y solitarios
como antiguas basílicas; las variadas y magníficas ar-
boledas; los aterradores abismos, por cuyos angostos
bordes pasaban temblando nuestras caba.lgaduras; el
solemne silencio en que parece complacerse, la natu-
raleza en las soledades de los páramos, y los mil acci-
dentes del paisaje, diversos a cada revuelta de la sen-
da, produjeron notable entretenimiento en mi áni-
mo y alejaron algún tanto la sombría tristeza que me
agobiaba y atraía las burlas de mi tío, espíritu 'posi-
tivo, si los hubo.
Si las llanuras y las selvas del Valle del Cauca ha-
bían cautivado mi atención desde niño, el espectácul()
agreste y variado de la montaña no me impresion~
menos. Una flora y una fauna enteramente nuevas se
ofrecían a mi vista; y como siempre fui dado a los
desvíos quiméricos de la imaginación, creía ver en mi
paso al través de la cordillera central el principio de
esos viajes fantásticos con que había soñado mi men-
te desde la infancia. Las cuestas interminables y las
fragosas travesías, cortadas a cada paso por tremeda-
les profundos; las casitas de los campesinos antioque-
ños, que entonces empezaban a poblar los baldíos de
la sierra; los torrentes despeñados, que lanzaban los
chorros de sus límpidas aguas entre hondos cauces de
de lajas y pedrejones; la inmensa variedad de flores
en que las orquídeas dominaban como reinas y' em-
IMPRESIONES y RECU1UtDOS 9

balsamaban el ambiente con aromas suaves como los


del estoraque y del incienso; las variaciones musicales
del canto de avecillas desconocidas, eran otros tantos
motivos de embeleso para mi alma de niño soñador.
En medio de la noche oía sobresaltado la voz sono-
ra y misteriosa de la montaña, grito singular de la
naturaleza salvaje, que hacía llegar hasta mí el lejano
y pavoroso acento de sus extrañas entonaciones ... La
luz descolorida de la luna, velada por nubes pardas y
muy bajas, daba una apariencia fantástica a las mo-
les enormes .de la cordillera y hada aparecer los ár·
boles más altos y profusos; a lo lejos rodaban las es·
pumosas corrientes del Toche y el Quindío, que se
d~scolgaban por entre breñas, salpicando con los dia-
mantes líquidos de sus aguas la lama y los helechos,
terciopelo y encajes que decoran las orillas sombrías;
el viento helado zumbaba entre las ramas de los ce-
dros, y la inmensa y triste soledad de ese conjunto
rudo y bravío, pesaba sobre mi alma infantil como un
manto de plomo ...
En aquellos tiempos ocurría aún la necesidad de ro-
dear de hogueras el rancho o el toldo en que per-
noctaban los viajeros, para precaverse de los ataques
de los tigres que, atraídos por los relinchos de las
caballerías, solían subir del fondo de las selvosas ca-
iíadas hasta las empinadas serranías por donde ser-
peaba la fragosa senda. Ya puede presumirse qué cla-
se de escenas terribles fraguaría mi mente en presen-
cia de semejantes precauciones ... 1
Cinco días después de haber entrado en la montaña
avistamos las extensas y tostadas llanuras del Valle del
Tolima, y en la tarde de la última jornada llegamos
a la simpática y alegre ciudad de Ibagué.
Es Ibagué, sin duda, una bonita población. Vista
10 LUCIANO :RIVERA y GAIUl.IDO

desde las alturas de La Palmilla, constituye con sus


dilatados horizontes un panorama seductor, que re-
cuerda, hasta donde es posible, los paisajes de la alta
Italia, en su aspecto de estío, Los mayores atractivos
naturales de Ibagué se encuentran principalmente en
lo pintoresco de sus inmediaciones, ya se contemple
el cuadro hacia el lado de las montañas, ya hacia las
llanuras, cruzadas en diversos sentidos por sendas
amarillas. El Combeima, encajonado en un valle pro-
fundo y angosto, se precipita turbulento y sonoro al
pie de la vertiente oriental de los Andes del centro y
va a formar más adelante el principal encanto de un
admirable paisaje que se desarrolla al suroeste del lu-
gar. La masa imponente de la montaña que se levanta.
a espaldas de Ibagué, enriquece la perspectiva con la.
majestuosa apariencia de sus colosalescimas; y la pro-
fusión de aseadas y atrayentes casitas, diseminadas so-
bre las faldas y en las' hondonadas y arrugas de la se-
rranía o en la llanura, todas al abrigo, de guayabos y
cañaverales, caracteriza singularmente el cuadro, co-
municándole alegría y belleza.
En tres jornadas subsiguientes atravesé las áridas
llanuras del Chipalo y de Piedras, salpicadas a tre-
chos distantes por grupos de palmeras y risueñas ca-
sitas; pasé el majestuoso Magdalena en frágil canoa;
ascendí los primeros contrafuertes de la cordillera
oriental, medio ahogado por el calor y la sed; apenas
me detuve cortos momentos en la importante ciudad
de La Mesa; y al expirar una tarde bella y serena, lle-
gué al sitio denominado "Tenasusa".
La habitación de "Tenasuca" era en esa época una
casa grande, pajiza, impagable asilo para los fatiga-
dos caminantes. Era propietaria de esa posada una
amable señbra llamada Doña Rosa, infeliz protago-
IMPRESIONES y RECtJE1U)()S 11

nista en un~ dolorosa aventura que me fue referida


la noche en que permanecí allí y conmovió honda·
mente mi cOrazón de niño.
La señora Rosa tenía una hija, primorosa criatura
de seis años, gordita y sonrosada, con ojos color de cie-
lo costeño y cabellos muy rubios y crespos: un verda-
dero serafín, a quien sus padres amaba~ con delirio.
Una tarde, ¡oh tarde desgraciadal, en la cual el espo-
so de la señora asistía a unos trabajos de desmonte,
establecidos un tanto arriba del sitio ocupado por la
casa, que, a sU:vez, se hallaba edificada en el fondo
de una garganta profunda, al lado de cristalina fuen-
te y entre dos elevados ramales de la cordillera, qui-
so llevar personalmente los alimentos a su marido,
para evitar a éste la molestia del viaje a la ca~a. Con
tal mira envió adelante a N atividad (era éste el ex-
presivo nombre de la niña). Cualquier motivo detuvo
a la señora algo más de un cuarto de hora en la ha-
bitación; y en seguida emprendió la, marcha tras de
su hija. Cuando llegó al sitio donde habían establee
cidos los trabajos, el sol descendía ya al ocaso.
Como no ve a la niña por ningún lado, pregunta
por ella a su esposo, y éste la responde que aún no ha
llegado. Ambos empalidecen, sobrecogidos por ho~
rrible presentimiento de desgracia... Devuélvense a
la casa,. registran por todos lados; unidos a los peo-
nes, escudriñan el enmarañado bosque; exploran ma-
torrales y levantan peñascos; investigan el curso del
vecino torrente; y las cuatro de la mañana siguiente
los sorprenden vagando desolados por aquellas serra-
nías frígidas y entre esos barrancos pavorosos, sin que
hayan podido descubrir las huellas, siquiera, de la
• desvfnturada criatura. Aquellos pobres padres ~taban
medio dementes: pedían su hija al cielo, a la tierra y
LUCIANO RIvERA y GAlUUDO

a los VIajerOSmatinales que descendían de la Saba-


na o subían hacia ella; y éstos, atónitos ante el aspecto
de los infelices padres, no saben qué responder: cielo,
naturaleza y hombres no pueden devolverles su hija
idolatrada; y al fin, tanta pesadumbre se resuelve en
raudales de llanto.
¿Qué se hizo Natividad ... ? jParece cosa de encan-
tamiento! Treinta años habían pasado cuando me fue
referida tan extraña historia, y la fuente de lágrimas
no se había agotado en los ojos de los desdichados
padres. Treinta años se habían sucedido los unos a
los otros con la impasible regularidad que caracteriza
la marcha del tiempo, y en tan prolongado espacio no
había podido averiguarse el paradero de la pobrecita
niña. Un cuarto de hora fue suficiente para que se
consumara la singular desaparición; y completamen-
te inútiles fueron los esfuerzos y los sacrificios de dos
padres tan amantes, para descubrir el espantoso mis-
terio. Las conjeturas fallaron; los recursos se extin-
guieron; todo cuanto una voluntad firme y decidida
puede suministrar en forma de acción infatigable
para obtener un fin determinado, fue puesto en prác-
tica: se gastaron sumas ingentes; se enviaron emisa-
rios a diferentes Provincias de la República; el Minis-
terio de Relaciones Exteriores tomó cartas en el asun-
to, y, no obstante tan multiplicado y costoso afán,
nada volvió a saberse de Natividad. ¿Podrá negarse,
en vista de hechos como el que refiero, que la más
inverosímil de las novelas es la historia ... ?

*
* *
Gran curiosidad llevaba yo de conocer la Sabana de
Bogotá, famoso territorio que llena con su nombre
IMPRESIONES y RECUERDOS

los ámbitos de la República, y por lo que se refiere


a la hermosa ciudad que en él reina como sultana se-
ductora, parecíame que no habría de llegar el momen-
to en que mis ojos pudieran contemplarla.
Creo que si se exceptúa a París, en su condición de
capital admirada y querida por los habitantes de
Francia en general, difícil será encontrar otra ciudad
que, como Bogotá, goce de mayor popularidad e in-
fluencia en el ánimo de los respectivos nacionales. Su-
primir a Bogotá en Colombia, equivaldría a decapi-
tar la nación. En el extenso y pintoresco Cauca coml),'
en el rico y laborioso Antioquia; en los populosos Bo-
yacá y Santander como en el industrioso y simpático-
Tolima y' en los departamentos importantes que bafta
el mar Caribe, el nombre seductor de Bogotá goza de
mágico prestigio; y así como ningún musulmán se
consideraría completamente identificado con el espí-
ritu de su religión, en tanto que no hubiera puesto
los labios una vez, siquiera, sobre el suelo sagrado de
la Meca, así ningún colombiano estará satisfecho ..
mientras que no haya hecho una visita, por lo me-
nos, a la señora de las altiplanicies andinas. Nada más
natural y puesto en razón; por lo que protestar con-
tra tal atractivo sería dar muestra de insensatez, pues"
la importancia histórica de la capial; el papel prepon-
derante que viene representando desde los tiempos.
del descubrimiento y de la conquista; la belleza sin-
gular y severa del magnífico territorio geográfico que
domina como una 'reina del oriente, reclinada sobre
los cerros de Guadalupe y Monserrate; la espiritua-
lidad y cultura que distinguen a sus habitantes, jus-
tifican esa influencia y explican aquella popularidad.
Bogotá no tiene, ni podrá tener nunca, una rival seria
en toda la extensión de la República.
LU.CIANO RIVERA y GARRIDO

Ahora bien, si en los hombres formados y hasta en


los ancianos produce Bogotá un entusiasmo tan con-
siderable, ¿cuál no producirá en el espíritu de los ni-
ños de Provincia, y cuál no causaría en el ánimo de
un. muchacho tan visionario y tan quimérico como
el autor de estos apuntamientos ... ? Fue, pues, con
un sentimiento de íntima satisfacción como, al salir
a la Boca del Monte, vi desarrollarse ante mis ojos el
inmenso y espléndido panorama de la Sabana. Enton-
ces no conocía yo el mar y, por consiguiente, la im-
presión de sorpresa fue completa. Y diré por qué: el
mar es, quizás, lo único que da al hombre la idea de
la belleza en la extensión, y es la sola cosa, después
del cielo, que simula lo infinito. A falta del mar, es-
pectáculos como el Desierto, los Llanos de Casanare
'o la Sabana de Bogotá, constituyen aquello que mejor
l1ace concebir el pensamiento de lo ilimitado.
Aquellas llanuras dilatadísimas de la Sabana, regu-
lares y niveladas como si la mano del hombre, auxi-
liada por instrumentos matemáticos, se hubiera pro-
puesto igualarlas hasta el extremo de no hacer de to-
·das ellas sino una sola mesa, pero ¡qué mesal, esas
ciénagas azules que, de trecho en trecho, interrum-
pen con sus lampos de plata la uniformidad verde-
gris de la planicie; las apartadas y áridas serranías, ce·
nicientas como moles de pizarra; y todo ese conjunto,
monótono si se quiere, pero interesante por su singu-
laridad, alumbrado por la luz cruda de un cielo purí-
simo, formaron para mí, hijo de los bosques y de la
naturaleza variada y múltiple, un espectáculo entera-
mente nuevo, caracterizado por la majestad silenciosa
y solemne que sólo se encuentra en las regiones eleva-
das de nuestras cordilleras.
En el paraje denominado Balsillas terminaba en-
IMPRESIONES y RECUERDOS

tonces el camellón macadamizado de la Sabana y has-


ta allí llegaban vehículos de ruedas. En esos sitios com-
ponían el paisaje cerros arenosos, piedras enormes,
calcinadas como las que arrojan los volcanes, vallados
cubiertos de cactus y revueltas interminables por en-
tre barrancos, todo de un aspecto árido y desierto,
impropio para regocijar el ánimo. Sólo de distancia
en distancia se veía alguna casuca de tierra negra, ha-
bitada por indios de sórdida apariencia. El frío se
hacía sentir con tal intensidad en esas alturas, que
casi me impedía hablar, y el viento helado e impetuo-
so me abrasaba los labios y me producía entonteci-
miento. Desde aquellas eminencias apenas se distin-
guía a Bogotá como una confusa agrupación de pun-
titos rojizos que formara mancha en el confín del
vastísimo horizonte, al pie de los cerros clásicos de
Monserrate y Guadalupe, cuyas cimas desnudas co-
ronaban dos motitas blancas: los dos templos levaR-
tados allí por la piedad católica ..
Interminables llanuras desprovistas de árboles y mo-
nótonas en su aspecto general por la igualdad de su
conformación; casuchas de tierra con techo de paja,
habitadas por gentes vestidas de frisa; vastas dehesas
cubiertas de ganados y deslindadas unas de otra por
zanjas muy anchas o vallados de ramas menudas; her-
mosas casas de teja con portadas de ladrillo, en comu-
nicación entre sí por avenidas de sauces y rosales; y
como horizonte, en contorno, a la derecha, a la iz-
quierda, adelante y atrás, la extensa Sabana, ilimita-
<la perspectiva, verde aquí, amarillenta más allá, gris
en seguida, parda más lejos, azul descolorido en los
confines extremos... y sobre esa planicie, dilatada
y serena como lago inmenso de apartadas orillas,. un
cielo pálido con reflejos de acero. Tal era el cuadro
16 LUCIANO RIVERA y GARRIDO

que por primera vez contemplaban mis ojos. En el'


fondo, hacia el oriente, al pie de empinada serranía"
y entre los amarillos desgarrones de la escarpa, se pre-
sentaba ya distintamente Bogotá, en la forma de una
acumulación considerable de tejados plomizos y ro-
jos, en medio de los cuales sobresalían las torres ge-
melas de la Iglesia Metropolitana, la cúpula de San
Carlos, el edificio de la Casa Consistorial, el Observa-
torio Astronómico y otras construcciones con cuyos
nombres y apariencia estaba familiarizado por los gra-
bados de algunos de mis libros, las conversaciones de
mi padre y la charla de los chinos. ¡Cuán lejos estaba
ya de todas esas cosas ... I
El día era claro y hermoso, y yo me sentía muy con-
tento. Como por casualidad acertó a ser víspera de
mercado, el camellón no cabía de gentes, caballos y
vehículos de toda clase, lo que era para mí un espec-
táculo nuevo y variado, como que yo no conocía ca-
rros, ni jamás había visto ómnibus ni carruajes de"
ninguna naturaleza. De las gentes, unas iban para la:
capital, otras regresaban de ella, y todas pasaban a
mi lado galopando incesantemente. Pesados carros,
colmados hasta más allá de los topes con cuanto la fe-
raz tierra de la Sabana y sus aledaños cálidos produ-
cen, y arrastrados por parejas de bueyes enormes, se
dirigían con lentitud hacia la ciudad, produciendo, al
rodar, monótona y desacompasada resonancia que iba
extinguiéndose hasta perderse del todo a medida que'
se alejaban. Los ómnibus pasaban aprisa, cargados de
viajeros que parecían contentos y felices, pues en su
mayor parte eran jóvenes y señoritas elegantes que
acaso se. encaminaban a jiras campestres.
De vez en cuando encontrábamos grupos de orejo-
nes, montados en briosos corceles, con grandes "som-
IMPRESIONES y RECUERDOS 17

breros de paja, ruana de paño, anchísimos zamarros


-de piel o de tela encauchada, y espuelas' de descomu-
nales rodajas, que con el movimiento del andar iban
resonando chis, chas, chis, chas, al compás con los es-
tribos y el freno; y más adelante se cruzaban con nos-
-otros indios e indias, unos y otras con grandes ruanas
y sombreros de ramo, montados en bueyes, sobre en-
jalmas, y, lo que era más curioso que todo para mí,
que nunca había imaginado semejante cosa, al galope
de tan extrañas cuanto pesadas cabalgaduras.
Una de las cosas que más grata impresión produ-
dan en mi ánimo era el semblante de los habitantes
de la Sabana. Oriundos de un país cálido, donde pre-
dominan, naturalmente, los semblantes pálidos, aque-
llas fisonomías sanotas y redondas de las mujeres y de
los niños, de un encarnado vivo como el de las man-
zanas en sazón; las caras de los campesinos sabaneros,
rojas como sólo las he visto después en París en el gre-
mio de los cocheros; la vivacidad en las miradas, la
animación y el brillo de la salud en todos los rostros,
debido esto, sin duda, a la benéfica influencia del cli-
ma, me causaban sorpresa y complacencia.
Media legua antes de llegar a la capital el came-
llón partía en línea muy recta y dejaba a uno y otro
lado hileras de coposos sauces, al pie de los cuales se
veían anchas zanjas sombreadas por curubos y rosales
que embalsamaban el ambiente con el suave aroma
-de sus flores. .. El movimiento de las gentes aumen-
taba gradualmente; vehículos de diversas clases se
<:ruzaban en uno u otro sentido; paseantes de ambos
sexos y de diferentes edades recorrían aquellos sitios,
y todo hacía comprender que entrábamos en una gran
<:iudad ...
Al llegar al sitio denominado El Paréntesis (mura-
LUClANO RIVERA y GA1UlIDO

Hitas semicirculares de piedra, que encierran una


fuente pública en la forma indicada por aquel nom-
bre) un apreciable caballero bogotano que se había
unido a mí desde "Cuatro·esquinas", y a quien yo ha-
bía comunicado el objeto de mi viaje a la capital, me
dijo, mostrándome hacia la izquierda un extenso edi~
ficio de teja, que tenía el aspecto de una gran 'fábrica,
coronada por doble fila, de claraboyas, en cuyos vi-
drios reverberaba el sol:
-Ahí tiene usted, mi amigo, el Colegio de los se-
ñores Pérez Hermanos, donde va a ser colocado para
hacer sus estudios.
Inexplicable sentimiento de angustia oprimió mi
corazón al oír aquellas palabras, .. El dulce recuerdo
de mi madre trajo a mi alma algo como el calor de'
alas que abrigan y defienden de peligros desconoci-
dos ... Sentí que las lágrimas se agolpaban a mis ojos;
y si no hubiera hecho un esfuerzo supremo, habría
prorrumpido en sollozos.

*
* *
El Colegio de Pérez Hermanos gozaba de grande y
merecida reputación en toda la República. Dirigía
ese importante establecimiento el señor don Santiago
Pérez, hombre público notabilísimo, que desempeñó
posteriormente un brillante papel en la política del
país y ocupó el solio de la primera magistratúra de
Colombia. Muy joven descolló como poeta eximio, y
después fue reconocido unánimemente como uno de
los mejores escritores suramericanos.
En la época en que tuve la honra de ser alumno del
Colegio de Pérez Hermanos era don Santiago un hom-
bre de treinta años, poco más o menos; de estatura
IMPRESIONES y ltECUERDOS

mediana y más bien fornido que grueso; de tez mo-


rena, pálida y muy limpia; ojos negros, de serena y
firme mirada; barba espesa y cabellos abundantes y
lacios, negros también y peinados con esmero; correc-
to en el vestido, que lo llevaba siempre de color os-
curo; y de andar corto y acompasado. A las veces se'
le veía en sus habitaciones privadas y dentro del es-
tablecimiento con la cabeza cubierta por un gorro
griego de terciopelo negro con borla de seda.
Jovial y festivo por lo común, como que ni en los
momentos en que las circunstancias de su posición lo
obligaban a ser severo, se mostraba iracundo, solía
recorrer a paso menudito y acelerado los salones a la
hora de estudio, canturreando a media voz una tona-
dilla que le era familiar, y mirando la cara a los estu-
diantes, uno por uno, animado por un visible propósi-
to de observación persistente. De vez en cuando prodi-
gaba papirotes a los cachifos, por vía de broma afec-
tuosa, pero evitaba con cuidado intimar con los pata-
nes.
Pocos hombres han nacido entre nosotros con me-
jores y más especiales dotes para el ejercicio del no-
ble profesorado de la educación y la enseñanza, que
el señor Santiago Pérez. Conocedor profundo de los
caracteres distintivos de la infancia, de los defectos y
cualidades de la adolescencia y de las ventajas e incon-
venientes de la juventud, sin serle extraño, por lo
mismo, ninguno de los medios de derivar provecho
moral de ese conjunto de elementos buenos y malos,
podía jurarse, sin temor de incurrir en error, que el
señor Pérez conocía el modo de ser de cada uno de
sus educandos con la propiedad y exactitud del mejor
de los confesores o de la más amorosa y perspicaz de
las madres. Veinticuatro horas después de tener un
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

niño en su establecimiento, sabía si era rudo o inteli-


.gente, áspero o amable, condescendiente o pertinaz,
sobrio o intemperante; en una palabra, si era ,bueno
como un ángel o perverso como un demonio. Y, ba-
sado en ese conocimiento, procedía en consecuencia.
Como el jardinero entendido, que cultiva con par-
ticular 'esmero cada una de las plantas de su huerto,
'sabedor de las necesidades de ésta, de las propiedades
de aquélla y de las exigencias de la de más allá, el
señor Pérez atendía a la educación física, moral e in-
úlectual de cada uno de sus discípulos con el cuidado,
la atención y la solicitud que requerían el carácter y
las aptitudes de ellos. Con los niños, cuya índole ma-
ligna reclamaba severidad, el director no se andaba
por las ramas; pero en su manera de corregir emplea-
ba medios prudentes, asaz originales, que tenían siem-
pre como objetivo el estímulo del honor, y le·daban
por lo común resultados excelentes. Con los alumnos
humildes, benévolos y pundonorosos, el señor Pérez
tenía ternuras de padre. Y no se crea que en el cum-
plimiento de tan excelsos deberes fuera hombre que
se atuviera a las recomendaciones hechas a los profe-
sores y a los pasantes, o a las teorías de los textos;
no: dotado de un sentido práctico maravilloso, sus
lecciones eran, por decirlo así, personales y objetivas;
y no desperdiciaba ninguna oportunidad, por insig-
nificante que pareciese, para inculcar en la mente de
sus alumnos los principios que juzgaba más adecua-
dos para el logro de sus sanos propósitos como insti-
tutor.
Un número considerable de colombianos que se han
-distinguido y se distinguen aún en diversos departa-
mentos de las ciencias literarias y políticas, fueron
educados e instruídos en el afamado plantel que di-
IMPRESIONES y RECUERDOS

rigió don Santiago Pérez, y aquellos de los discípulos.


de ese·hombre benemérito que no hemos alcanzado a
ser nada en el mundo, no obstante el celoso empeño
empleado por tan hábil maestro en la formación de
nuestro ser moral, nunca echaremos en olvido los no-
bles sentimientos de amor al bien y a la verdad que
él procuró grabar cuidadosamente en nuestro espíritu.
Jamás oí decir a ninguno de mis condiscípulos, aun
incluyendo a los más refractarios, que odiasen o desea-
sen el mal al director del colegio, cosa no muy rara, a
la verdad, entre muchachos, y que en mi vida de co-
legial oí de labios de algunos de mis compañeros en
otros establecimientos; y como, sin consentir nunca
en la más leve relajación de la disciplina reglamen-
taria, el sei'íor Pérez sabía mostrarse benévolo y afec-
tuoso y recompensaba los esfuerzos de los alumnos
aplicados con paseos y otros obsequios, los estudian-
tes lo amábamos y lo respetábamos al mismo tiem-
po, sin llegar al extremo de familiarizarnos con él,
ni a temerle como a un tirano, extremos igualmente
viciosos, que perjudican en alto grado la buena mar-
cha de un establecimiento de educación.
A las veces ocurría que el sei'íor Pérez, consecuente
con su modo de ser, se tomaba molestias y cuidados
de madre carii'íosa con sus alumnos, particularmente
con los pequei'íos, que le inspiraban especial y pro-
funda ternura. Recuerdo una ocasión en que, vencido··
por el irresistible sueño de la infancia, al llegar una
noche al dormitorio me dejé caer en la cámilla, a
medio desvestir y con la corbata cei'íida al cuello, que-
dándome en seguida profundamente dormido. Entre
sus muchas prácticas buenas, el sei'íor Pérez tenía la
muy recomendable de recorrer los dormitorios .media
hora después de que nos retirábamos a ellos, acampa-··
:22 LUCIANO RIVEUY GARlUDO

ñado de un pasante. que lo procedía con una lámpara


encendida. Al acercarse a mi cama.
-¡Pobre calentanito! -dijo-; estaba tan abruma-
·do por el sueño y por el frío. que no alcanzó a qui-
tarse la corbata y los botines ...
y con suma delicadeza y cuidado extremo. para no
despertarme, me descalzó,. deshizo el lazo de la cor-
bata, me abrigó hasta el cuello con el cobertor y se
retiró en puntas de pies.
Un condiscípulo que velaba me refirió al día si-
guiente la escena, motejando lo pesado de mi sueño.
Yo era apenas un niño; pero desde ese instante com-
prendí instintivamente que aunqu~ me separaban
muchas leguas de mi hogar y de mis padres, no estaba
abandonado del todo: en el corazón de nuestro direc-
tor alentaba por nosotros algo semejante al dulce ca-
lor del afecto paternal.
La parte material del establecimiento no estaba
menos atendida que la moral e intelectual. Los ali-
mentos. que se nos servían metódicamente a horas
fijas, eran abundantes y sanos; y el extenso local se
encontraba casi siempre aseado en sus diversas depen-
dencias.
Casi nunca dejaba el director de encontrarse pre-
sente en el refectorio mientras comíamos. Paseábase
de extremo a extremo. vigilante y atento a la conduc-
ta de los niños en la mesa; yen ese lugar, como en los
demás· sitios del colegio. no descuidaba aleccionarnos.
Si un niño mordía el pan, llevándolo entero a la boca;
si introducía en ella el cuchillo; si tomaba las vian-
das con los dedos; si producía ruido con los labios al
sorber los líquidos. al punto se acercaba con disimulo
al alumno chabacano y con buenos modos y profi-
riendo algún chiste, para quitar a la lección la amar-
IMPl{ESlÓNEs y R.ECVE1tDOS

-gura que pudiera contener, le enseñaba la maneraco-


rrecta de proceder en esos casos.
El día de mi entrada al colegio, el señor Pérez me
acogió con amabilidad, y después de darme algunas
palmaditas afectuosas en la mejilla, me invitó para
que pasara al interior del establecimiento. Eran las
cinco de la tarde, hora en que principiaba la recrea·
ción vespertina.
Cuando me vi en el gran patio del colegio, en me-
dio de más de trescientos niños de diferentes edades
y de aspectos y maneras los más variados entre sí, ex-
perimenté un sentimiento muy semejante a la angus-
tia. Entre esos niños circulaban sonrosados y alegres,
muchachos de las altiplanicies; mulatitos y negros
costeños, vivarachos y parlanchines, que al hablar
devoraban las eses como si fueran confites; descolori-
dos caucanos y tolimenses enjutos; robustos moceto-
. nes antioqueños y no pocos santandereanos y boyacen-
ses ... Todo~ ellos interrumpieron por un momento
la ruidosa algazara cuando yo me presenté en aquel
sitio; y viendo en mí un nuevo de los más nuevos, me
consideraron de pies a cabeza de la manera más im-
pertinente, como si hubiera sido un animal raro. En
seguida, sin miramiento ninguno, prorrumpieron en
chistes más o menos hirientes, alusivos a mi marcado
aire provinciano, y volvieron a su alboroto y a sus
juegos, como si tal cosa. I

Entre las carcajadas, gritos y voces de toda especie


con que sazonaban aquellos niños sus juegos variados,
oíase proferir por aquí y por allá los diversos apelli-
dos que predominan en las diferentes secciones de la
República: los de La Torre, Barrigas, Salas, Rivas,
Hoyos, Rizos, Manriques, Cuervos, Herreras y Laver-
des, de Bogotá; Uribes, Restrepos, Muñoces, Mejías~
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

Vélez, Arangos y Echeverris, de Antioquia; Rincones,


Vargas, Valenzuelas, Arciniegas y Silvas, de Santan-
aer; Abellas, Romeros, Rodríguez y Monroyes, de Bo-
yacá; Garcías, Araújos, Amadores, Trespalacios, Mu-
lets y Posadas, de Mompós, Barranquilla y Cartage-
na; Encinales, Riveras, Duranes, Espondas y Perda-
mos, del Tolima; y Sanclementes, Caicedos y Trianas,
del Cauca ...
Del seno bullicioso de esa alegre juventud, indife-
rente entonces a las preocupaciones serias de la vida,
surgieron más tarde Rufino J. Cuervo, Carlos Posa-
da, César Coronado Guzmán, José Manuel, Lorenzo
y Martín Lleras, Eustasio y Alejo de La Torre, Julio
Barriga, Camelia Manrique, Olegario Rivera, Lucia-
no Perdomo, Clímaco Iriarte, Enrique Chaves, .Car-
los Tanco, y muchos más, que han figurado con bri-
llo y provecho en las letras, la política, la milicia, la
jurisprudencia y la industria.
Por de contado, la mayor parte de esos muchachos
no eran denominados en el colegio con sus nombres
de pila o con los apellidos con que fueron matricu-
lados en el registro respectivo: obedeciendo a una
costumbre implantada en los establecimientos de edu-
cacion, desde tiempos antiguos, allí nadie escapaba a
la mortificante ley del apodo, cumplida casi siempre
en acertada consonancia ..con algún ostensible defecto
físico o moral del agraciado. Así, abundaban los so-
brenombres de Escupitas, Cabezón, Califato, -Tigre,
Patazas, Chulo, Mata-leones, Cafuche, Inglés, Boc(J,~
dillo, Ranga, Runcho, Alfandoque, etc. Catires y cha-
tos había por docenas; pecosos y tripones, por grue-
sas. A los antipáticos se les propinaba el sustantivo
adjetivado de panelas; los empalagosos no pasaban
de la ínfima categoría de bocadillos; los cobardes eran
IMPRESIONES y RECUERDOS

flojos, los valientes muy gallos, y el conjunto en ge-


neral se dividía en patanes y cachífos.
La primera noche que pasé en el colegio fue una
de las más tristes de cuantas noches de intensa me-
lancolía he tenido en mi vida. ¡Ay, éstas han sid9 tan-
tas ... 1 El colegio tenía dos dormitorios independien-
tes: el bajo, que corría paralelo al gran salón de ~-
tudio, especie de nave central de un templo protes-
tante, el cual estaba destinado para los alumnos ma-
'yores de quince años; el dormitorio alto era ocupado
por la numerosa legión de los cachifos. Este departa-
mento se componía de una galería doble, angosta, que
tenía a un lado una serie interminable de camas, y al
costado opuesto un pasillo o corredor estrecho, a mo-
do de paso de ronda, como suele verse en muchas
prisiones. Las camas estaban separadas unas de otras
por tabiquillos de madera, de poca altura, lo que les
daba el aspecto de literas de un camarote de tras~
atlántico.
El recuerdo de la casa paterna con todos sus hala-
gos; la afectuosa ternura de mi madre; el cariño de
mi buen padre; los agasajos y dulces palabras de mis
hermanitos. .. todas las escenas inocentes y gratas de
mi vida de niño acudían a mi entristecida mente, po-
blándola de imágenes risueñas que se resolvían en
cuadros melancólicos; y esa visión querida y conmo-
vedora me hada derramar abundantes y silenciosas
lágrimas. Era muy tarde cuando pude conciliar el
sueño; y dormía profundamente en los momentos
precisos en que, a las cinco de la mañana que siguió
a aquella noche triste, fui despertado con sobresalto
por el sonido agudo de una campanilla que agitaba

II-~
:6 LUCIANO RIVERA y GARRIDO

el director del colegio, al tiempo que recorría los dar-


mito~ios y nos excitaba para que nos vistiésemos y
bajásemos al oratorio.
A esa hora, con el frío que es de presumirse cuán-
ta impresión haría en un pobre niño como yo, recién
llegado de un país cálido, nos dirigimos a la capilla,
anexa al salón de estudios, donde, presididos por el
señor Pérez, rezamos una corta oración. En seguida.
pasamos al departamento del baño, inmediato al on~-
torio. Allí efectuamos nuestras abluciones con una
agua que abrasaba de lo puro helada; y después nos
congregamos en el salón principal, pues era llegado
el momento de encaminarnos al refectorio.
A las siete de la mañana empezaban las clases; cas-
tellano, idiomas extranjeros, geografía, aritmética,
contabilidad, historia, ciencias políticas, etc. En el
resto del día se dictaban otras clases, como latín, ál-
gebra, física, química, ciencias morales y jurídicas,
etc. Mientras que unos alumnos concurrían a las au-
las, los demás permanecíamos en el salón de estudio.
vigilados incesantemente por dos pasantes, quienes se
paseaban sin cesar en el extenso recinto de un extre-
mo a otro, y se turnaban cada dos horas. Algunos de
esos pobres pasantes eran el dedo malo de los cole-
giales, que a veces les proporcionaban ratos muy crue-
les.
A las nueve, almuerzo, y en seguida, media hora de
recreo. A la una, comida, recreo y al estudio. A las
cinco, recreo otra vez; a las siete de la noche, la me-
rienda; y luego, estudio hasta las nueve y media, hora
precisa en que nos recogíamos.
El personal de profesores del establecimiento era
de lo más distinguido que podía ofrecer la capital de
la República en aquel tiempo. Formábanlá el señor
IMPRESIONES y RECUERDOS

Ancízar, don Ramón Gómez, don Lorenzo María Lle-


ras, don Tomás Cuenca, don José Manuel Marro-
quín, don José María Vergara y V., don Cerbeleón
Pinzón, el presbítero don Benigno Perilla (hoy obis-
po), don Juan Padilla (calígrafo eminente), don Fe·
lipe y don Rafael Pérez y otros caballeros, notables
todos por su ilustración y sus capacidades. Don San-
tiago dictaba un número considerable de clases, pues
su actividad y consagración eran asombrosas.
En los primeros tiempos de mi permanencia en el
colegio tuve el consuelo de recibir frecuentes cartas
de mis padres. El contenido afectuoso y solícito de
esas misivas comunicaba a mi alma algún valor, que
bien necesario me era, pues .paulatinamente había
venido apoderándose de mí una melancolía intensa
que no alcanzaba a ,atenuar siquiera el espectáculo
constante de mis numerosos condiscípulos, alegres en
todo momento, juguetones. y felices.
Muchos de esos niños eran nativos de Bogotá o de
las poblaciones inmediatas a la capital, y hasta 'ellos
llegaba el tibio y amoroso aliento del hogar. Con fre-
cuencía presenciaba escenas de familia que tortura-
ban mi afligido corazón. Una madre, un padre, en
muchas ocasiones hasta los hermanitos, llegaban a la
portería del' colegio, sitio descubierto y por lo mis-
mo accesible a las ojeadas de todos los estudiantes que
anduvieran por allí. Al punto era llamado un niño,
que acudía alborozado, con miradas radiantes de fe-
licidad. ¡Qué abrazos! ¡qué caricias! ¡qué palabras tan
afectuosas ... !
-¿Cómo está, mi hijo? ¿Se ha mantenido bueneci-
to? ¿No han vuelto a dolerle las muelas ? Pero, ¡CO-
mo que se ha enflaquecido, mi chinito 1
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

-¡Nos haces una faltal -agregaban los hermani-


tos.
y vuelta a los agasajos, a las caricias vehementes,
a las expresiones colmadas de ternura. .. y en segui-
da: -"¡Tomal, ¡tóma, hijito!" y lo abrumaban a pre-
sentes, dulces, frutas, un trompo, una coca ...
Yo desviaba los ojos llenos de lágrimas; me oprimía
las manos con sombría tristeza, pensando en la enor-
me distancia que me separaba de los míos y en los
muchos años que habrían de pasar sin que los viese;
e involuntariamente surgía a media voz de mis la-
bios, en medio de sollozos ahogados: "¡Mamá, mamá",
como cuando tenía apenas cinco años y la fiebre me
postraba en el lecho del dolor ...
Transcurridos unos pocos meses se encrudeció la
guerra, como consecuencia natural del Decreto de 8,
de mayo de 1860, en virtud del cual el general Mos-
quera declaró al Estado del Cauca separado del resto'
de la Confederación granadina; generalizáronse los
aprestos bélicos en toda la República, ya por la ac-
ción del gobierno, ya por la de los revolucionarios que
surgieron en el norte y en los Estados de la Costa; y
con motivo de la completa incomunicación, resulta-
do inmediato de la conducta política del caudillo cau-
cano, no volví a saber de mi familia en mucho tiem-
po. Tan penosa circunstancia agravó considerable-
mente la nostalgia que minaba mi espíritu.
Entre las cuatro o cinco materias del curso en que
fui matriculado, sólo la geografía y la historia excita-
ban mi curiosidad. N o me sucedía lo mismo con la
gramática, de la cual apenas si lograba fijar en mi
mente los principios más elementales; y cuanto a la
aritmética, puedo afirmar sin riesgo de incurrir en
error de memoria, que siempre fui el último en la da-
IMPRESIONES y RECUERDOS %9

se. Aquel importante ramo de los conocimientos hu-


manos, indispensable en las lides de la vida práctica.
era instintivamente antipático a mi organización mo-
ral, mal constituída para comprender el mecanismo
de los números y la utilidad indiscutible de sus evo-
luciones infinitas. En cambio, dócil a las sugestiones
de mi temperamento quimérico, y consecuente con
mis aficiones de antaño, no desperdiciaba la ocasión
de habérmelas con algún librejo ameno, para atenuar
la melancolía que agobiaba mi alma de muchacho
triste. Algunos sinsabores me proporcionaba la satis-
facción de ese anhelo de lectura entretenida o senti-
mental, pues a tal respecto, los pasantes y los -profe.
sores habían recibido órdenes terminantes del director
del colegio: el niño a quien se sorprendía entretenido
con libros que no fueran los textos de estudio, era
castigado sin misericordia. Por lo mismo, no pocas
veces fui severamente amonestado por mis reinciden-
cias en el particular, y aun llegó el caso de que se me
.embargaran obrillas ajenas, que no volvieron a ma-
nos de sus dueños sino después de transcurrido mu-
-cho tiempo.
El recuerdo del país natal y del hogar no desam-
paraba mi mente un solo instante. ¡Con qué placer
rememoraba las verdes llanuras del valle nativo, sus
bosques amenos, sus ríos y su cielo ... ! Comparaba la
naturaleza desapacible y monótona que me rodeaba
con la exuberante cuanto variada y alegre naturaleza
caucana: ¡cuán bella y seductora me parecía ésta, vis-
.la con los ojos de un alma enamorada de lo que le
pertenece ... ! La imagen adorada de mi madre reina-
ba como soberana en ese conjunto de dulces recuer-
dos, que revivían en mí al calor de impresiones mis-
teriosas, como las que me producían, por ejemplo, el
LUCIANO RIVERA y GARIlIDO

aroma de ciertas flores. que ella emanaba con deter-


minada preferencia, o el eco casi extinto en mi me·
moria de alguna tonadilla que entonaba en sus mo-
mentos de afectuosa expansión. Y en tanto que mis
compañeros empleaban las horas de recreo en reto-
zones juegos, yo permanecía triste, sentado en algún
sitio aislado, por lo común al pie de la escalera que
conducía a los dormitorios del segundo piso, o en un
extremo apartado del patio, desde donde contemplaba
las cimas negruscas de la cordillera central, que me
separaba de mi patria ... La campanilla del director,
que nos llamaba de nuevo al estudio, interrumpiendo
de improviso la atronadora algazara de los estudian-
tes, me sorprendía en medio de pensamientos melan-
cólicos, afligido y lloroso. \
Mi situación moral se agravó con el hecho que voy
a referir. Una tarde, a la hora de recreación, me en-
contraba sentado al pie de uno de los elevados sau-
ces que había en el gran patio del colegio y miraba
con mi tristeza habitual a varios niños que se mecían
en el pasa-volante, situado a corta distancia del lugar
en que me hallaba. De improvisó presentí que alguien
se acercaba por detrás, recibí un fuerte empellón y
fui a rodar a dos varas de distancia. Cuando, lleno de
ira, me levanté hecho una miseria de polvo y con los
pantalones desgarrados en una rodilla, vi que el autor
de tan innoble broma era un muchacho calentano"
agresivo y antipático, a quien llamaban Chicora (1), a
causa de lo flaco, curtido y cuellilargo. Sin acordarme
de que yo era un niño poco esforzado, nada hecho a
!os peligros de una lucha a puñadas, me lancé sobre

(1) Denominación vulgar del gallinazo en los valles del To--


lima.
IMPRESIONES y RECUERDOS 31

Chicora y le di un golpe en el pecho, reconviniéndolo


por su agresión. ¡Señor! ¡Mejor hubiera valido ha-
bérmelas con un tigrel El Chicora, que era ya un
mocetón de diez y seis años, por lo bajo, cayó sobre
mí a los bofetones, y en un santiamén, me postró en
tierra, medio cegado por los furibundos golpes y con
el rostro inundado en sangre, pues aquel bárbaro me
reventó la boca y la nariz. Levantéme como pude y vi
que en un segundo se había formado un gran corro
de niños de torno nuéstro, todos muy alborozados,
pues nada halaga tanto los gustos de una reunión de
muchachos como el espectáeulo o la perspectiva de
una riña entre compañeros. Ninguno de ellos intentó
oponerse a la furia con que aquel energúmeno, abu.
sando de mis pocas fuerzas y de mi inexperiencia en la
materia; se cebaba en mí; y por el contrario, lo azuza-
ban para que continuara estropeándome. No hay un
ser más indiferente a la desdicha ajena, más destituído
de misericordia y compasión y a quien sepa más a ri·
, dículo todo lo que se asemeje a sentimentalismo, que·
un colegial. Fíjese la consideración en que no digo
un niño.
-¡Arriba, Chicora, decían unos: ¡dále recio!
-¡Defiéndete, caucano!, gritaban otros; ¡no seas
collón!
-¡Al caño con él si corre!, vociferaban los de más
allá.
-¡Voy medio al tolimensel
-¡El caucano no sirve! jAl'agua! ¡al'agua!
-¡Hucha, perro ... 1 ¡Cabeceó!
Yo no hacía más que defender la cara con los brazos;
pero me propuse no retroceder un palmo, pues con
rápida intuición me di cuenta de que si me corría, en
lo sucesivo sería el juguete de todos mis compañeros.
LUClANO RIVERA y GAlUUDO

Afortunadamente, en esos instantes llegó hasta nos-


otros el sonido de la campanilla que nos llamaba al
oratorio; y el ataque cesó, no sin que el Chicora dejase
de propinarme unos cuantos improperios, como si los
golpes no le hubiesen parecido sufic.iente agravio. Me
lavé la cara a la ligera en una acequia lodosa que atra-
vesaba el patio; y reprimiendo el diluvio de lágrimas
que se agolpaban a mis ojos, acudí a ocupar mi puesto
en la formación.
Por. la noche no se habló en el estudio de otra cosa
entre los numerosos alumnos que presenciaron el lan-
ce. Unos decían que yo era un pollo mojado, que,
aunque paraba, no sabía defenderme; otros, que el
Chicora había hecho bien en castigar la intolerancia
de un cachito que no sabía aguantar chanzas y los de
más allá opinaron que era indispensable excitarme
para que me diera de pescozones con. el Chicora el
próximo domingo, no ya en el colegio sino en la
Huerta de Jaime que, como es sabido, era el campo
abierto donde decidían los colegiales todas sus quere-
llas de entre semana.
Ninguno de esos niños tuvo una palabra de compa-
sión para mi debilidad y mi inexperiencia; y esa cir-
cunstancia, que yo con más pericia en las cosas de la
vida habría atribuído a la ligereza propia de la edad
feliz en que nos encontrábamos, fue estimada por mí
como una injusticia que produjo en mi ánimo honda
sensación de disgusto; me alejó instintivamente de
aquellos que me parecieron más descorazonados, y
acrecentó en proporciones tan considerables la melan-
colía que se había apoderado de mi ánima impresio-
nable, que al fin el mismo señor Pérez, observador y
perspicaz como era, acabó por darse cuenta de mi si-
tuación moral y se esforzó en reanimarme, diciéndo-
IMPRESIONES y RECUERJ)()S 33

me que la tristeza que experimentaba correspondía


a un estado enfermizo del espíritu, que no podría cu-
rarse sino apelando al estudio perseverante y a la so-
ciedad íntima y cordial con mis condiscípulos, a quie-
nes debía acompañar en sus juegos y algazara. Sería
aquélla, según él, la mejor manera de probar el afecto'
a mis padres y a mi país natal, supuesto que era la
separación de estos seres y de esos lugares lo que de-
terminaba mi tristeza, y concluyó por echar a broma
la cosa, dándome unos cuantos papirotes y empuján-
dome suavemente hacia el sitio en donde era mayor la
animación entre los colegiales.
Cuanto a la riña con el ChicOTa) los parientes tuvie-
ron después conocimiento de lo ocurrido; e interrogado
por los superiores acerca de aquel incidente, me abstu-
ve de revelar la verdad, pues me repugnaba la delación
de un condiscípulo, siquiera me hubiese él .causado
mucho mal. Esta conducta me valió la consideración
de algunos compañeros: el Chicora se reconcilió des-
pués conmigo; y en unos ejercicios espirituales que se
efectuaron posteriormente, al aproximarse alguna so-
lemnidad religiosa, me pidió perdón por lo mal que
!
se había conducido. Con el correr de los años, hom-
bres formados ya y entregados ambos al duro tráfago
de la vida, estrechamos relaciones y llegamos a ser muy
buenos amigos.
¡Cosa singular! Generalmente en los colegios es don-
de se contraen esas amistades cordiales y durables que
amenizan después la existencia y sirven de consuelo en
los días de suprema amargura. Pues bien, no obstante
contarse en el colegio de don Santiago Pérez más de
trescientos niños; no obstante mi naturaleza impresio-
nable y afectuosa, si he de exceptuar dos o tres condis-
cípulos con quienes simpaticé d.esde el principio, no
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

adquirí allí un solo amigo, si es que debe entenderse


por tal a un ser que sienta, piense y obre exactamente
como uno mismo, pues para la mayor parte de mis co-
legas fui indiferente, y apenas si alcancé a contar entre
ellos unos pocos relacionados o conocidos. Acaso tuve
yo la culpa de que las cosas pasaran de esa manera:
dado a las abstracciones melancólicas del sentimiento
y llevado por mi modo de ser a una concepción falsa de
la vida, no era yo adecuado para atraerme las simpa-
tías de muchachos positivos y prácticos que, en armo-
nía con las exigencias naturales de su edad, sólo se pre-
ocupaban con los goces y emociones que procura mon-
tar a caballo, luchar o reñir con los compañeros, co-
mer dulces hasta hostigarse, correr, gritar, golpearse,
mecerse en el pasa-volante y, sobre todo, huir instinti-
vamente de cuanto pareciera ternura o vehemente afec-
tuosidad. Muy decidido, como he dicho, por las lec-
turas amenas, nunca hablaba con esos niños de mi
afición favorita, porque apenas si tres o cuatro de
entre ellos habrían oído mencionar a Robinson Cru·
soe o leído Los Incas y Pablo y Virginia; y por nada
me habría atrevido a dejarles entrever el triste estado
de mi alma por la separación de mi madre y de mi
patria, pues temía que, egoístas e indiferentes a todo
lo que no se refiriera a sus diversiones y a sus place-
res, no pudieran darse cuenta del carácter de mis im-
presiones, y las profanaran con su risa y sus sarcas-
mos.

*
* *
Todos los días de fiesta teníamos permiso para sao
lir .del colegio y permanecer fuera de él desde las
ocho de la mañana hasta las seis de la tarde.
IMPRESIONES y RECUERDOS

Eran pocas las relaciones con que un colegial fo-


rastero y pobre como yo contaba en Bogotá. Entre
ellas I>C comprendían dos que me eran particular-
mente gratas: las de la familia de un tío paterno de
mi madre, anciano benévolo y cariñoso, que respon-
día al nombre de don J ulián, y las de un excelente
viejecito, don Joaquín Vélez, padre de Santiago, aquel
joven de quien hablé en los primeros capítulos de es-
tos Recuerdos.
Mi tío Julián era padre de una prole numerosa;
vivía por los lados de Las Nieves, en una casita arren-
dada que sus buenas hijas mantenían siempre arre-
glada y limpia como una ánfora de cristal; y, no obs-
tante sus muchos años, no había abandonado la sen-
da escabrosa del trabajo y ocupaba la plaza de es-
cribiente en una oficina de la Secretaría de Hacienda,
de donde pasó después al Tribunal de Cuentas. Era
muy poco lo que allí ganaba el honrádo y venerable
anciano; pero con su exiguo sueldo, el no menos· re-
ducido honorario que pagaban ery una imprenta a
Fernando, su hijo mayor, y lo que por aquí o por allá
conseguían allegar los demás miembros de aquella
patriarcal familia, ahí se iban pasando las húmedas y
las secas, las duras y las blandas, y nunca oí a esas
buenas gentes murmurar de Dios ni maldecir del
prójimo porque no las hubieran colmado de rique-
zas. Por el contrario, fUe en esa cristiana casa donde
oí por primera vez en mi vida el filosófico dictado:
HA quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga."
Mi tío Julián fue uno de los muchos emigrados
que huyeron del Cauca hacia la capital de la Repú-
blica en 1816, con motivo de la persecución de las
autoridades españolas, que ejecutaban atrocidades en
el Valle, como en todo el país, para vengarse por me-
36 LUCIANO RIVERA y GARRIDO

dio de represalias crueles de las derrotas infligida; a


los realistas por los patriotas en años anterl<lres.
Acompañado de su padre y dos hermanos, atr;IITesó a
pie la montaña del Quindío, que en esa época lejana
era apenas transitable, y al llegar a Bogota se esta-
bleció allí definitivamente, luego de haberse casado
con una virtuosa joven de buena fami1ía. Cuarenta
y seis años después de aquel tiempo recordaba mi tío
con exactitud el aspecto natural de m país, los ape-
llidos de las familias principales, los nombres de los
pueblos y haciendas y muchas otras particularidades
locales, conservadas en su memoria de anciano de
buena salud con una frescura envidiable; y como
por lo común disertaba sobre cosas, personas y cos-
tumbres desaparecidas, de las cuales apenas si había
oído hacer yo remota referencia, aquellas relaciones
interesaban en alto grado mi curiosidad, ávida siem-
pre de los misterios y las oscuridades de nuestro pa-
sado regional. Así, pues, grande era la complacencia
que yo experimentaba cuando mi tío rememoraba
aquellos campos que me eran tan amados y aparecían
tan bellos a través de la distancia, poetizados por la
ausencia; o cuando discurría sobre esos patriarcas y
esas matronas que fueron nuestros antecesores, gen-
tes virtuosas y de gran carácter, a quienes tan poco
nos asemejaban sus descendientes, y me volvía todo
oídos cuando, con su amenidad habitual, hablaba de
señores y esclavos, fiestas reales, blasones y genealo-
gías nobiliarias, calzones rodilleros, espadines, casa-
cas de punta de diamante y otras mil minuciosida-
des de la vida de antaño, que tenían el sabor añejo
de los últimos tiempos de la colonia y de los albores
de la República. Cuando mi tío trataba de esos asun-
tos, rancios, dirán los entusiastas admiradores de lo
IMPRESIONES y RECUERDOS 37

moderno, pero muy gratos para quien ama y com-


prende la poesía de las cosas muertas, cuando con su
voz simpática, entera todavía, a pesar de los años, se
detenía en la relación de los pormenores del tiempo
ya tan lejano de su adolescencia, parecíame que oía
leer un ameno libro de crónicas y leyendas vallecau-
canas, impregnadas del suave olor de la belleza sen-
cilla propia de la verdad.
Era mi tío Julián muy afable de maneras, sincero
y generoso, pulcro en el porte y cumplido como po-
cos empleados jóvenes en la concurrencia a su ofici-
na. A las seis de la mañana se levantaba, se afeitaba
él mismo con esmero delante de un espejito que per-
manecía suspendido a un pilar del corredorcillo, y
después de almorzar, acto que se efectuaba a las nue-
ve, tronara o lloviera, soplara viento o no soplara,' se
embozaba en una gran capa de paño carmelita, con
doble vuelta sobre los hombros, la cual tendría, por
lo bajo, veinte años de servicios públicos y privados,.
poníase un gran sombrero de copa alta, rojizo ya en
los bordes, y se dirigía sin demora al despacho, co-
mo decía él, invariablemente. Mi tío debió de haber
sido muy buen mozo en su juventud, pues todavía con- ,
servaba notables rasgos de varonil y gallarda apos-
tura.
Como estimaba mucho a mis padres, a quienes co-
noció y trató íntimamente en un viaje que ellos hi-
cieron a la capital cuando apenas contaba yo tres o·
cuatro años, mi tío Julián se complacía en que lo vi-
sitara en los días de fiesta, y acabó por cobrarme gran
cariño.
El viejecito don Joaquín Vélez tendría en aquella
época de setenta y cinco a ochenta años. Era de media-
na estatura, que la edad y la delgadez de miembros.
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

hacían aparecer más exigua; encorvado como una G,


'sumamente miope y bueno como el pan de trigo. Don
Joaquín había conocido a Bolívar, Santander y de-
más hombres grandes, colaboradores del Padre de la
Patria en la inmortal labor de hacer libres a cinco
naciones. Era muy dado a referir las múltiples remi-
niscencias de su variada vida, como que había sido
artesano, militar, viajero, sacristán; casado, viudo tres
veces y vuelto a casar otras tantas; comerciante en gra-
nos, empleado en la portería del Senado y últimamen-
te. .. zapatero de viejo y pobre vergonzante o, como
,.dicen en Bogotá, jubilado, con capote de color del tiem-
po que fue, gafas verdes y sombrero de pelo, sin pelo.
Con motivo de que mi padre se encargó de la suer-
te de Santiago y de que en casa se trató y consideró
ai pobre muchacho como a miembro de familia. don
loaquín tenía adoración por todos nosotros. Puede
juzgarse por esto si el viejecillo sentiría placer cuan-
do supo mi llegada a Bogotá. Fue su visita una de las
primeras que recibí, y como doña Antonia; su terce·
ra esposa, no le iba en zaga en benevolencia y afec-
tuosidad, ella y su marido no sabían cómo obsequiar-
me y atenderme cuando los domingos iba a visitarlos
en la tiendecita clara y muy adornada con litografías
de generales de la independencia y grabados de El
,Correo de Ultramar, donde vivían cual un par de pa-
lomos viejos, arriba del Chorro del Rodadero. Era de
'Oírse en esas ocasiones a don Joaquín, cuando narra·
ba con su voz cascada de cencerro, los diversos re-
cuerdos de su existencia pretérita, interrumpiéndose
a cada momento para reanudar los hilos del relato,
que se extraviaban en el dédalo de su medio apagada
memoria. Pasaron de cuatro a cinco las veces que en
una misma sesión me refirió la entrada del Ejército
IMPRESIONES y RECUERDOS 39

Libertador en Bogotá, después de la memorable ba-


talla del 7 de agosto de 1819, y el fusilamiento de
Barreiro y sus treinta y cinco compañeros; el atenta-
do del 25 de septiembre de 1828, y muy detenidamen-
te y con expresiones y acento de la más honda pesa-
dumbre, la salida del Ilustrísimo señor Mosquera de
la capital, cuando partió desterrado para el extran-
jero. Era un culto cuasi religioso lo que el recuerdo
de aquel varón eminente, en cuyo palacio fue portero
algún tiempo, inspiraba a esa pobre alma abatida
por la miseria y por los años. .. Mas, lo que había de
particularmente gracioso en las narraciones de don
Joaquín era que, enredado a menudo en el laberin-
to de sus lejanos recuerdos, confundía a las veces ¡l
doña Manuela Sáenz con Policarpa Salavarrieta, y ~l
General Santander con el Presidente López; y Ilegé
día en que, muy en ello y levantándose a medias de
su raído sillón, me dijo con ademán de súbita ener-
gía, que "si el Virrey Amar no hubiera sido tan cal-
zonazos y se las hubiera templado con el congreso.
el Ilustrísimo Arzobispo habría muerto tranquila-
mente en su cama, en Bogotá".
Ciertos días de fiesta visitaba yo en su lujosa y có-
moda habitación de la Calle de la Carrera, a una
familia muy respetable y distinguida de Bogotá, con
la cual tenía el honor de estar emparentado, y cuyo
jefe fue uno de los hombres más sobresalientes de su
época, así por sus capacidades y vasto saber, como
por su integridad legendaria y la distinción nativa
que relevaba su eminente personalidad: el señor don
Lino de Pamba. Este venerable patricio, infatigable
~ervidor de los intereses nacionales, que a ser menos
modesto y desprendido, acaso habría gobernado la
República alguna vez, pues dotes y merecimientos le
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

sobraban para ello, tenía como esposa a la señora do-


ña Ana María Rebolledo, dama apreciabilísima, po·
payaneja de origen, muy acatada en la sociedad culta
de la capital por sus virtudes y amenidad de mane-
ras, y reconocida por sus incontables relacionados
como modelo cumplido de amigas leales, generosas y
perseverantes.
De los hijos de ese matrimonio honorable, uno,
don José Rafael, se hizo conocer desde muy joven,
dentro y fuera del país, como poeta de vigorosa y le-
vantada inspiración, que ha contribuído en gran ma-
nera al renombre literario de Colombia; otro, don
Manuel, se ha distinguido como jurisconsulto tinoso
e ilustrado, periodista laborioso y pulcro, escritor de
costumbres, festivo y galano, y, sobre todo, como
hombre de mundo del más agradable y discreto trato.
La casa del señor Pamba era espaciosa, llena de luz
por todas partes, y dispuesta con comodidad, lujo y
elegancia. Del zaguán se pasaba a un corredor ano
cho, adornado con tazones en que florecían los ge-
ranios, las fucsias y los rosales, y de allí se ascendía por
una grada de buen gusto a una amplia galería, cerra-
da a un lado por vidrios de colores; especie de vestí-
bulo elegante, decorado con' blandos divanes, que
precedía a un vasto salón bien amueblado, en el
cual a la media luz tamizada por densas cortinas de
damasco, realzadas por otras más ligeras de punto in-
glés, se respiraba con delicia inolvidable ese ambien-
te especial de las habitaciones bogotanas, saturado
siempre con el humo fragante de la alhucema que-
mada con azúcar. En ese salón se reunía muchos do-
mingos una sociedad selecta, formada por lo más dis-
tinguido del personal masculino de la Bogotá de aquel
tiempo, la cual presidía el respetable dueño de casa,
IMPRESIONES y RECUERDOS

hombre de hermosa presencia, quien, con su cuerpo


membrudo y lleno, la enhiesta cabeza de ancha fren-
te, .y sus facciones pronunciadas, que recibían origi-
nal expresión de unos ojos miopes, muy dulces y be-
névolos, me hacía pensar en esos varones romanos de
que nos hablaba con su habitual elocuencia nuestro
profesor de historia, don Felipe Pérez. Pobre y des-
.•... -.
conocido niño, en quien apenas si paraban miente:¡¡
esos hombres, notables todos por algún motivo, yo
..•..•... -,., ..\
permanecía por ahí, sentado en el ángulo más apar-
tado de la suntosa estancia, y oía sin pestañar las di-
versas conversaciones de aquellos personajes y de los
señores del hogar, conversaciones que rodaban común-
mente sobre política, periodismo, noticias del extran-
jero y crónica menuda de la ciudad.
Sabido es cuánta influencia ejercen en el ánimo
de las gentes sencillas de provincia los nombres de¡
individuos prominentes de la capital, y la fama que
alcanzan los sitios más visibles o concurridos de ella.
o que, por cualquier causa, se singularizan y llaman
la atención general. Así, por ejemplo, por cuántas
y cuán peregrinas cavilaciones pasa el magín de las
buenas gentes del Cauca o del Tolima, de Santan-
der o Boyacá, cuando a sus oídos llega, o leen en pe-
riódicos o libros, el apellido de este político célebre,
o el de aquel orador afamado, o el de ese literato
notable; o el del médico doctor N., que salvó la vida
al millonario Juan Fernández, o del hábil abogado
que ganó un pleito de doscientos mil pesos, o el del
general Fulano, que hizo diabluras en la campaña
del norte, o el de la señorita Zutana, que es una pura
maravilla de belleza, o ... ¡el cuento de nunca aca-
bar! ¿Y la Alameda? ¿el Atrio? ¿el Parque del Cente-
nario? ¿el Salón de Grados'! ¿el Camellón de Las Nie-
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

ves? ¿el Coliseo? ¿la Catedral? y tantas otras cosas que


el candoroso provinciano anhela conocer, por lo mis-
mo que las imaginaba tan particulares y bellas ...
¡Ahl muchas decepciones se experimentan después,
cuando se ven de cerca algunos de esos individuos de
renombre y se contemplan muchos de aquellos obje-
tos que, mirados de lejos con el lente fantástico de la
imaginación, parecen tan interesantes ... 1 Persona-
jes a quienes se supone modelos de cortesanía y civi-
lidad, porque en sus artículos de periódico no han he-
cho otra cosa que censurar la mala educación de los
prójimos, y sujetos a quienes la mente finge espiri-
tuales, decidores y galanos, aparecen en la realidad
como unos patanes desabridos e incultos; y otros que,
con la fantasía crédula del habitante de pueblo pe-
queño, se ven hermosos como bustos griegos, resultan
más feos que Picio ...
Nada semejante ocurrió por entonces conmigo en lo
que se refiere a la generalidad de las personas que for-
maban la tertulia de la señora Rebolledo de Pamba.
Por el contrario, excedieron a cuanto mi mente de
muchacho había concebido respecto de ellas. Así, nun-
ca olvidaré la fisonomía seria a la par que expresiva
del señor Ancízar, tan circunspect? como culto, y cuya
discreta conversación no alcanzaba a velar la solidez y
variedad de sus conocimientos; al señor don Pedro
:Fernández Madrid, con su rostro pálido de vasta fren-
te, rodeado por un collar de barba negra, reposado en
el hervor de fas más agitadas discusiones, y urbano y
deferente hasta con los niños; don Mariano Ospina
Rodríguez, encargado a la sazón de la presidencia de
la República, afeitado del todo, vestido enteramente'
de negro y con ancho corbatín del mismo color, lo
IMPRESIONES y RECUERDOS

cual formaba en él un austero conjunto, que atenuaba


la sonrisa estereotipada en sus delgados labios; sin
que nada revelase en su porte y maneras que se en-
vaneciera con la alta dignidad que le estaba enco-
mendada; el doctor Salvador Camacho Roldán, ver-
dadero gentil-hombre republicano, gallardo, cultísi-
mo, y una de las personalidades más importantes y
simpáticas de aquella reunión distinguida; el célebre
médico escocés doctor Ricardo Cheyne, compadre y
amigo predilecto de los dueños de casa; el Ilustrísimo
señor Herrán, que deploraba con frases sentidas, de
evangélica unción, las desgracias que amenazaban a
la patria; el doctor Manuel Murillo Toro, jefe emi-
nente del partido gólgota, que departía con el señor
Ospina cual si hubiesen sido los mejores amigos del
mundo, y a quien el señor Pamba atendía con parti-
cular deferencia; el doctor Carlos Holguín, muy joven
entonces pero animado ya por el verbo brillante y la
fogocidad de pensamiento que hicieron de él con el
tiempo uno de los más notables oradores parlamen-
tarios de Colombia; el doctor Andrés María Pardo,
delicioso causeUT y otros muchos caballeros impor-
J

tantes, entre quienes no puedo prescindir de nombrar


al doctor Manu,el María Mallarino, que hablaba de
las bellezas naturales del Cauca con una elocuencia
y un sentimiento poético tan elevado, que ,sus pala-
bras, pronunciadas con la rapidez y propiedad que
eran peculiares de aquel eminente república, me lle-
" gaban al alma; al doctor Aníbal Calinda, bastante jo-
ven también y que me impresionaba con su expresión
ardorosa de meridional saturado de inglés, ya algunos
jesuítas de la comunidad que residía entonces en Bo-
gotá y un año después sería expulsada del país por el
LUCIANO RIVERA y GAlUlIDO

general Mosquera. Asimismo, visitaban la casa del se-


ñor Pamba algunos miembros del cuerpo diplomático.
entre ellos el Barón Goury du Roslan, Ministro del
imperio francés, y Monseñor Micolao Ledokowsky,
Delegado Apostólico.

*
* *
Un domingo ocurrió un acontecimiento deplora-
ble que produjo en el colegio la más espantosa cons-
ternación. En la sección de pequeños o eachifas había
un niño apellidado Torrijos, oriundo del pueblo del
Chaparral, muchacho vivo e inquieto que siempre
andaba en dares y tomares con los profesores y los pa-
santes por sus incontables travesuras. No ob~ante,
Torrijos tenía buen cm'azón e inteligencia despejada.
Era mi vecino en el dormitorio, y con tal motivo pude
darme cuenta lo mismo de sus defectos que de sus
-cualidades.
El día a que me refiero, Torrijos salió a la calle
tomo todos los demás niños, y después de una corta
visita a su acudiente, se lanzó por esos mundos en bus-
ca de aventuras, pues, ya lo dije, era una criatura
esencialmente andariega y vivaracha. Al pasar por el
atrio de la Catedral encontró un condiscípulo de su
edad, a quien propuso en seguida que subieran a la
torre que mira hacia el norte, a lo que accedió el otro
sin vacilar, pues bien conocido es el espíritu sugestio-
nable y novelero que predomina en los niños, y ya se
sabe que las empresas más temerarias y peligrosas son
precisamente las que los atraen y seducen con mayor
fuerza.
La puertecilla de la torre estaba abierta, y el cam-
panero se encontraba ausente, por lo cual la oportu-
IMPRESIONES y RECUERDOS 45

nidad no podía ser ser más propicia para la satisfac-


ción de tan loco pensamiento. Los dos niños empren-
dieron el difícil ascenso, siendo Torrijos, como autor
de la idea, quien tomó la delantera; y después de ven-
cer sabe Dios cuántas dificultades, ya trepando por
una escalera angosta y pendiente, ya subiendo como,
monos por las rampas, ya saltando de montante en
montante y de viga en viga, con riesgo de romperse
cien veces la crisma, llegaron a la galería de las cam-
panas, donde se encontraba el enorme y complicado
mecanismo del reloj antiguo que desde el año de
1740 venía sirviendo al público. Excitados por la no-
vedad de los mil objetos que por primera vez veían,
no se contentaron ya con observar las cosas de lejos,
sino que pretendieron, insensatos, introducirse en
aquel laberinto inextricable de ruedas, cuerdas, cilin-
dros, tablas, pesas, poleas y qué sé yo cuánto más. To-
rrijos fue el primero que abandonó la escalerilla para
pasar a la región de la máquina, que es, como si dijé-
ramos, el corazón mismo del peligro. El compañero,
más cobarde o más prudente, se abstuvo de seguirlo
en tan arriesgada vía, y se quedó atrás, después de
haber instado al otro para que retrocediera. Pero lo
que ha de suceder, escrito está, como lo reza el fata-
lismo musulmán: no bien hubo puesto el pie el infe-
liz muchacho sobre el extremo de una tabla saliente,
que, acaso, juzgó podría sostenerlo, cuando cedió el
frágil apoyo y Torrijos cayó desde tan tremenda al-
tura, y dando botes de travesaño en travesaño, de es-
calón en escalón, por entre las paredes de piedra que
forman la caja de la torre, hasta estrellarse en las bal-
dosas del piso, a nivel del pavimento del atrio ... No
se oyó sino un solo grito, lanzado por el pobre niño
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

-cuando se sintió precipitado en el vacío; pero ese grito


fue tan agudo y dolorido, que resonó hasta en los más
apartados ámbitos de la gran basílica.
Un joven Jaén, panameño, condiscípulo nuéstro,
que figuraba entre los grandes y era uno de los perso-
najes más serios del colegio, como que se abrigaba con
capa e inquiría la hora del tiempo en reloj propio,
,cosas extraordinarias en un estudiante de aquella épo-
ca, acertó a pasar casualmente por frente de la puer-
tecilla de la torre en el momento preciso en que se
consumaba el terrible suceso... y atraído, primero
por el grito pavoroso que atravesó el espacio, y en se-
guida por el siniestro ruido que produjo el cuerpo del
niño al caer sobre las anchas losas, se acercó y llego a
tiempo en que la desdichada criatura se conmovía do-
lorosamente, torturada por las victientas convulsiones
de la muerte . .Jaén tenía conocimientos en medicina,
pues seguía los primeros cursos de esa ciencia en la
escuela respectiva; y así, pudo darse cuenta con cer-
teza de que Torrijas había dejado de existir.
Al instante se congregaron allí muchas gentes de to-
da condición, entre las que pululaban los estudiantes,
los chinos y los sirvientes de ambos sexos; y cuando,
momentos después, el compañero de Torrijas, tan pá-
lido como el muerto, descendió de las alturas de la
torre y refirió lo ocurido, ya se encontraban allí algu-
nos empleados de policía, quienes, por indicación del
joven Jaén, alzaron los sangrientos despojos, los colo-
caron en una ruana y así los llevaron a casa del acu-
diente, que era persona muy conocida. Fácil es ima-
ginar la penosa sorpresa de aquel caballero.
La noticia del acontecimiento produjo en el colegio
una verdadera revolución que perturbó completa-
IMPRESIONES y RECUERDOS 47

mente los ánimos y dio lugar a comentarios intermi-


nables. El señor Pérez padeció lo que no es decible con
tan grave contrariedad, de la cual nadie fue respon-
sable.

*
* *
A la sazón ardía la guerra en todo el territorio de la
República, y a menudo ocurrían en el colegio ciertos
hechos relacionados con la situación política, que
exasperaban al director y lo hacían pensar de vez en
cuando en cerrar el establecimiento, como en efecto
tuvo que hacerlo algún tiempo después. Entre los
grandes era la política tema obligado de discusiones
ardientes, que en más de una ocasión degeneraron en
riñas a puñadas. Otros se abstenían de discutir, pero
formaban planes para evadirse del colegio con la mira
de acudir a los campamentos de uno u otro partido,
según sus simpatías o inclinaciones, y tomar servicio
como solflados.
No podré olvidar la impresión que produjo en el
colegio el descubrimiento de la escapada de un joven
Patiño, antioqueño, que era sumamente entusiasta por
la causa liberal. Tendría apenas veinte años, era her-
moso como Antinoo, y en su condición de montañés
disfrutaba de una salud y un vigor envidiables. A tan
recomendables dotes unía una inteligencia clara y ese
carácter franco y abierto, propio de los hijos de la
Helvecia colombiana ... Un pasante vio a la madru-
gada la escala de lazos que, suspendida a una de las
altas ventanas del edificio, había servido a Patiño
para evadirse; y de tan insólito suceso dio cuenta in-
mediatamente al director. ¡Ya puede presumirse cuál
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

sería el disgusto del señor Pérez! Transcurridas unas


pocas semanas supimos con dolor que Patiño, después
de haberse batido con el coraje de un león, había
muerto en el combate de "Jaboncillo", en el Estado de
Santander.
El ejemplo del ardiente joven fue seguido por tres o
cuatro alumnos más; pero al fin el señor Pérez, muy
alarmado por hechos de tan grave naturaleza, adoptó
medidas serias, y las escapadas cesaron.
Mientras tanto, la incomunicación con el Cauca
continuaba. Como acabo de decirlo, la guerra, en vez
de cesar o atenuarse, tomaba mayor incremento cada
día. El general Mosquera, después de violar el pacto
de Manizales, había atravesado la cordillera central
por el Guanacas; y batido ya el general París en el
campo de Segovia, avanzaba a pasos agigantados hacia
la Sabana de Bogotá. En el norte de la República no
eran menos activas las operaciones. Como consecuen-
cia natural de este orden de cosas, yo no recibía de mi
familia ni cartas ni recursos de ningún género.
Fue entonces cuando tuve oportunidad de conocer
más a fondo la generosidad e hidalguía del señor Pé·
rezo Ya se sabe cuán poco resiste la ropa a los niños,
siquiera sea ésta abundante y de telas superiores. Así.
aunque bien provisto de vestidos cuando me separé de
la casa paterna, el paso del tiempo en combinación
con el descuido, peculiar a la edad en que yo me en-
contraba, y acaso también la rapacidad de alguna la-
vandera de conciencia ancha, redujeron muy pronto el
contenido de mi baúl de estudiante a las más exiguas
proporciones. No brillaba, pues, mi personilla en el
colegio por el lujo, ni por la decencia en el vestir, y.
por el contrario, mis pobres ropas formaban notable
IMPRESIONES y RECUERDOS 49

contraste con la apariencia ostentosa de algunos de


mis condiscípulos ricos, de quienes era mirado con el
desvío consiguiente. Llegaron las cosas al lamentable
extremo de que para poder asistir a las clases de una
manera decorosa me vi precisado a negociar con uno
de mis compañeros de donnitorio un viejo casaquín
de paño verde botella, en cambio de algunos platos
finos de mis comidas.
Fuese que el deplorable estado de mi ropa hubiera
acabado por atraer la atención del señor Pérez, o que
alguien lo pusiera de oficio al corriente de las peno-
sas circunstancias que yo atravesaba, es lo cierto que
una mañana me llamó a su habitación particular y me
interrogó con interés acerca de mis necesidades más
urgentes. Expúsele con ingenuidad lo que ocurria, y
me reconvino paternalmente por mi falta de franqueo
za y de confianza.
-El director de un colegio, me dijo, es, en cierto
modo, el segundo padre de sus alumnos y tiene el de-
ber de velar por que ellos no padezcan privaciones del
género de las que usted viene soportando por ministe-
rio de circunstancias especiales, de que es irresponsa-
ble. ¡Conque menos timidez en lo sucesivo!
Transcurridos diez o doce días me fueron entrega-
dos dos vestidos completos de buen paño, calzado,
sombrero y ropa interior suficiente. El bondadoso ca-
ballero que, en medio de las serias e importantes fun-
ciones que reclamaban su incesante atención, tenía
tiempo para recordar que no sólo era maestro sino
padre de sus alumnos, y poseía un corazón accesible
al noble sentimiento de la compasión, llevó su gene-
rosa fineza hasta el extremo de proveerme de a.lgún di·
11-3
5° LUCIANO ·R.IVERA y GARRIDO

ncr!llo para que satisficiera algunos de mis antojos de


muchacho, tanto tiempo contenidos. Al recibir esas
pocas monedas, no pude contener el llanto: ¡apenas si
mi buena madre hubiera procedido con más delica-
deza y ternural
Refiero estas cosas, que acaso serán tachadas de de-
masiado íntimas, de excesivamente personales, por-
que, al recordarlas, la gratitud, latente en mi corazón
hace más de treinta años, me impele a consignarlas en
estas páginas; y porque no puedo prescindir de trazar
ciertos rasgos que, aunque insignificantes en aparien-
cia, pintan mejor que cualesquiera consideraciones ex-
tensas de otro orden, la fisonomía moral de un hom-
bre eminente, que con el tiempo llevó sobre sí la in-
\

vestidura suprema de primer magistrado de la nación.


Corrieron algunos meses más y al fin llegaron los
certámenes, ese período de la vida de colegio tan de-
seado y tan temido por los estudiantes. En esos actos
decisivos, que se efectuaron cuando ya las dianas de
los campamentos del ejército de la revolución resona-
ban a cortas jornadas de la capital, obtuve un resulta-
do así, tal cual, muy mediano más bien. E~tuve muy
lejos, mucho, de ser de los primeros, y en ciertas cla-
ses, como la aborrecida aritmética, por ejemplo, debo
.confesar que fui de los últimos ...
Sin emb"rgo, salvo la satisfacción de la conciencia,
¿de qué me habría servido por el momento cosechar
lauros en esas justas del estudio, si cerca de mí no sen-
tía palpitar de temor o de esperanza un corazón afec-
tuoso, si a mi lado no veía esos seres amados, padre,
madre y hermanos, que tanto habrían gozado con mis
triunfos, si algunos hubiera obtenido ... ? ¡Cómo se
conmovía mi pobre alma, cuando a los acentos de
IMPRESIO:--iES y RECUERDOS
5'

una mUSlca armoniosa y alegre, en medio del rego-


cijo general de una concurrencia numerosa y escogida,
entre flores y cortinajes, presenciaba las vehementes
demostraciones de contento de todos aquellos padres
y aquellas madres que esperaban a sus hijos a la ter-
minación del acto solemne de la distribución de pre-
mios, para felicitarlos con cúor por el éxito obteni-
do ... ! ¡Ah! que entre las cosas tristes de la vida, po-
cas, muy pocas igualan al aislamiento del alma en los
instan'tes en que todo lo que nos rodea respira alegría
y satisfacción.

*
* *
Por ese tiempo se había establecido en la capital mi
tío Antonio con su familia, y en casa de esos parientes
pasé las vacaciones.
Transcurrieron algunos meses durante los cuales no
pude continuar mis estudios porque, con motivo de la
terrible situación de guerra que atravesaba la Repú-
blica, ninguno de los colegios privados de Bogotá pu-
do reanudar el curso de sus labores. El establecimien-
to de los seíiores Pérez Hermanos corrió la suerte de
los demás. La intranquilidad en que se vivía, el alto
precio de los artículos alimenticios y otras tantas cir-
cunstancias análogas, justificaban la suspensión de las
tareas en los institutos de enseíianza secundaria. En·
tonces se decidió que yo sería col-ocado como alumno
externo en el colegio que dirigían en la capital los
Padres Jesuitas; y en marzo del año siguiente fui ma-
triculado en la clase que regentaba uno de los indivi-
duos más estimables de la compaíiía, el reverendo pa-
dre N avarrete.
Hay que hacer a los buenos religiosos la justicia de

. .:'
LVCIANO RIVERA y GARRIDO

que, no obstante la zozobra en que vivieron desde fi-


nes de 1860 (a ellos no podía ocultárseles las aviesas
miras del general Mnsquera respecto de la Orden) ni
un solo día dejaron de cumplir sus numerosos y com-
plicados deberes de institutores y ministros del san-
tuario; y hasta el 17 de julio de 1861, víspera de la
tremenda batalla que dio como resultado la caída de-
finitiva del gobierno de la Confederación, nos hicie-
ron asistir a las clases, sin que por nuestra parte pu-
diéramos descubrir en el semblante de los padres la
más leve muestra de emoción, ya corriesen noticias
favorables a la causa del gobierno, ya circuláran ru-
mores funestos respecto de las huestes revoluciona-
rias.
El 18 de julio de 1861, después de una serie de com-
bates más o menos sangrientos, como los de "Subacho-
que", "El Chicó" y otros, en los cuales, como todos sa-
ben, la victoria se mostró indecisa y costaron a la pa-
tria innumerables vidas, preciosas muchas de ellas, se
libró la batalla decisiva que produjo como fruto in-
mediato la toma de la capital por el general Mosque-
ra, y en seguida, el cambio más completo que se ha
efectuado en nuestro país, no sólo en la forma polí-
tica. en lo que se refiere a los hombres qu.e sucedieron
a los señores Ospina, Calvo, SancIemente, Pardo, Gu-
tiérrez, ete., sino en la estructura fundamental de las
prácticas de gobierno, en los diversos ramos de la ad-
ministración pública y en el espíritu de la legisla-
ción, así penal como económica, social y religiosa. El
primer acto del drama de la guerra de 1860, iniciado
en el combate de "El Derrumbado", terminaba con el
triunfo obtenido sobre el general Espina: el último
no sería menos fecundo en peripecias terrihles y ten-
IMl'RESIONf:S y I'.ECUERD05 51

dría como tnígico epílogo un nombre escrito por la


mano de la historia con letras de sangre: ¡Berruecos!
Desde el tejado de la casa donde vivía (por las al-
turas de Belén) presencié con un amigo algunos de
los episodios lejanos, ¡muy lejanos!, del famoso com-
bate. La operación, hábilmente ejecutada por el ge-
neral Rafael Mendoza, de rodear la ciudad por el·
oriente, al pie de los formidables cerros de Monserra-
le y Guadalupe, y asaltarla en seguida por la parte de
l.as Cruces, fue vista por nosotros; pero pronto empe-
7.aron a silbar la!>balas sobre nuestras cabezas, y los
lamentables gemidos de los proyectiles que, parecía,
deploraban de antemano los estragos que se veían
obligados a producir, nos hicieron abandonar má.s
que de prisa nuestra ventajosa aunque incómoda po-
sición de curiosos, para correr a ocultarnos en el sitio
mejor defendido de la casa.
Esa misma tarde se veían las calles de Bogotá cruza-
da por millares de negros caucanos, quienes ostenta-
ban en los sombreros coronas de follaje y de flores,
muestra evidente del entusiasmo de las damas liberales
de la capital, que habían recibido como a libertado-
res a aquellos valerosos descendientes de africanos. En-
tre muchos, recuerdo al negro Victoria, ascendido ya
a general, quien recibía por todas partes las más eCu-
Iiivas demostraciones de consideración, a las cuales co-
rrespondía el jefe caucano con sencillez y, si se quiere,
hasta con encogimiento, pues no era hombre que as-
pirase a aparecer distinto de lo que realmente era:
una muy mediocre personalidad .
•••
11: '"

Como durante un tiempo comiderable la situación


política del país continuó presentando un aspecto se·
54 LUCIANO RIVERA y GARRIDO

rio, no pude proseguir por entonces en ningún estu-


dio, pues el difícil orden de cosas que alcanzamos,
con motivo de la prolongación de la guerra en el Cau-
ca, impedía el restablecimiento de los colegios en la
capital. N o se pensaba en otra cosa que en movimien-
to de tropas, campamentos y batallas; por lo que en
mi condición de adolescente a quien los asuntos polí-
ticos no interesaban en gran manera, me vi forzado a
permanecer en inacción, contraído únicamente a la
lectura, que entonces, como siempre, fue consuelo de
mis pesares, sostén de mis vacilaciones, estímulo de
mi vida intelectual.
Cuando la lectura fatigaba mi mente, cerraba el
libro o doblaba el periódico, y entornando tras de mí
la puerta del cuartucho que me servífl. de habita-
ción, me encaminaba hacia las alturas que dominan
el barrio de Belén... Como si .las tuviera presentes,
recuerdo ciertas callecitas de esos lados, formadas por
cabañas y chozas pajizas, encerradas dentro de cerca·
dillos de ramas secas, entrecruzadas, en las cuales se
enredaban profusamente, hasta formar emparrado, los
verdes festones de los curubos y los bejucos rojizos
de las suaves y fragantes madreselvas. Por allí se iba
a la fábrica de loza del señor Leiva. El silencio y la
soledad de aquellos sitios apacibles, adonde apenas
si alcanzaba a llegar el rumor lejano de la gran ciu-
dad; los aromas silvestres que exhalaban esas humil-
des arboledas de cerezos, duraznos y borracheros, y la
rusticidad y sencillez cuasi campesinas de los habita-
dores de esas casitas blancas, vivo contraste entre la
callada existencia de una aldea y la animación de los
centros populosos de la capital, armonizaban con la
persistente melancolía de mi espíritu. ¡Cu;intas tar-
IMPRESIONES y RECUERDOS 55

des de mi extrema juventud pasé en esos solitarios


campos, sentado sobre las grandes piedras del cerro,
en tanto que los gorriones y las chisgas picoteaban los
frutos de los huertecitos vecinos y alegraban la natu-
raleza con la melodía de sus gorjeos!
Algunas veces extendía mis sentimentales excursio-
nes hasta los empinados cerros de La Peña; y cuando
estaba en vena de pasear, subía sin cansarme por las
verticales laderas que forman el vallecito encajonado
por donde se descuelga, triste y vergonzante, el ria-
chuelo San Agustín. Desde esas alturas cubiertas por
gramíneas ruines y matorrales ásperos, que' crecían con
dificultad entre aquellos barrancos y pedrejones, con-
templaba conmovido el melancólico panorama de la
Sabana, que extendía a mis pies sus vastas y monóto-
nas líneas, con la hermosa ciudad coronada de torres
y cúpulas, en primer término, y las verdigrises llanu-
ras cruzadas por carreteras y senderos, y limitadas en
la desnuda lontananza por plateados lagos .y serranías
pizarreñas que acababan por confundir la vaguedad
de sus perfiles indecisos con el azul metálico del cielo ...
El helado cierzo llevaba hasta mí los múltiples y
variados rumores de la ciudad, los lejanos ladridos
de los perros, los golpes de los talleres y cerrajerías,
los gritos de los niños, las vocés de los trabajadores,
los toques de corneta, el balido de los ganados, el
rodar sonoro de los carros, la voz melancólica y su-
gestiva de las campanas... todos esos susurros vagos
e inasibles, que son como la potente respiración de
una gran capital; y en el ocaso el sol, rodeado por la
pompa magnífica de resplandores de oro y púrpura,
hundía su disco deslumbrante y cedía el imperio de
la luz al dominio de las sombras que aquí y acullá
LUCIANO RJVEIlA y GARRIDO

salpicaban con chispas de fuego los reverberos de las


caHes del comercio.
Como nadie k) ignora, Bogotá. de entonces era
una ciudad muy diferente de la Bogotá de hoy, pue.
hasta la época a que me refiero conservaba muchos
de los rasgos principales de la antig'ua Santafé. Lo.
e¡¡pacioso$ conventos de frailes y monjas oc~paban
aún gTandes porciones del área central de la pobla-
ción y la deformaban con sus enormes conjuntos ar-
quitectónicos, pesados y de mal gusto; y las muchas
Lasas y solares que [armaban parte del patrimonio
monacal, no habían sido transformados aún en los
centenares de habitaciones elegantes que después han
constituido uno de los más atrayentes embellecimien-
tOS de la capital. Las calles no habían sido adoqui-
nadas y las aceras estaban cubiertas con baldosas
ahondadas por el paso de muchas generaciones, que
cedían de un extremo o del otro, al ser pisadas, como
las teclas de un piano viejo. Todos los que vivían.
en aquel tiempo saben que el alumbrado público se
¡"cduda el unos pocos faroles de hechura grotesca, que
,afeaban las bocacalles del centro, y no siempre pres-
taban el servicio que de ellos se esperaba. La plaza
<le San FranciSco, mal empcdrada con guijarros me-
nud,itos, sucia y desapacible como plaza de lugarón.
mostraba como cosa buena hacia el centro de su vasta
y desierta superficie una fuente (vulgo paa) de pie-
dra color de lepra, en la cual recibían el agua en ca-
chos enastados, que hacían el oficio de embudos de
un nuevo género, unas aguadoras que en lo desarra-
padas y sucias llevaban muchas ventajas a la supra-
dicha fuente. A corta distancia y a la sombra de la
histórica capilla del Humilladero, se hallaba el mer-
IJlfPRl'.sm:-.:l'..5 y JlT.CUlo:RDOS 57

cado de forraje. En las goteras de la tercera Calle


Real, en la vecindad de grandes y elegantcs almacenes
de acaudalados introductores, cxistían dos o tres chi-
cherías auténticas, las cuales contaban con clientcla .u-
merasa que a cada instante hacía oír los ¡oril. si!, ¡SO etZ-
6f:viduo! ¡ori verd! y otras lindezas de lenguaje, favo-
rit4s de lós descendientes de los muiscas. En cuanto a
có<rruajes, en el perímetro de la ciudad propiamelltc
didlO, sólo rodaba uno (lue otro antigllo birlocho, y
eso de una manera sobrenatural y milagrosa, porque
el piso de las calles no era de lo más adecuado para
esa gimnastica rodante; y en materia de paseos públi-
cos que merecieran tal nombre y se mostraran hermo-
seados con obras de arte, Bogotá estaba a menos de
cero, pues los camellones Agua Nueva, Egipto, San
Diego, Las Cruces, ete., apenas podían aspirar a ser
considerados como vías de comunicación o campos
abiertos, en los cuales, si había algún atractivo, éste
lo suministraba la naturaleza con su contingente de
horizontes vastísimos, cielo azul }' agrestes serranías
en lo que, como es notorio, ninguna parte tenía el
hombre. El teatro antiguo o Coliseo, era indigno de
una ciudad de tan avanzada cultura social; y la Plaza
Mayor, de la Constitución o de Bolívar, que todas esas
denominaciones ha recibido, era una especie de Saha-
ra en miniatura donde, en vez del hermoso edificio
que hoy decora el costado meridional, sólo se veían
entonces unos muros desaseados, convertidos en es-
combros antes de ser obra terminada. ¡Y cuenta que
esto sucedía al mediar ya la sexta década de este si-
glo!
Pero sobre esa Bogotá de mis recuerdos de colegial
han pasado más de treinta años, y se afirma que en
LUCIANO RIVERA y GARRIDO

ella se ha efectuado uno de esos cambios maravillosos


como sólo se ven en los cuentos azules, cuando las ha-
das benéficas convierten la choza de Cenicienta en el
palacio encantado de la Princesa Deseada!
¡Treinta años! ¡Ah! es mucho tiempo en la vida de
un hombre: apenas el espacio de un instante en la
existencia de una ciudad!

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