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Hoy otro es el cielo, hoy otro es el día,

hoy los jóvenes señores saldrán a cabalgar,

el único que no cabalga es el hijo del caudillo Armuris.

Mas he aquí que el niño[1] hasta su madre se llega:

«Atiende tú a mis hermanos, que yo, [madre, tengo que cabalgar»[2];

para que vuelvas a ver a mi padre, madre, tengo que cabalgar».

Y, entonces, su madre contéstale a Armuris:

«Tú eres un niño chico, y el caballo no te conviene,

pero si tu voluntad, mi buen hijo, es salir a cabalgar,

arriba tienes colgada la lanza de tu padre,


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la que tu padre ganó en Babilonia[3],

de punta a punta cubierta de oro, guarnecida con perlas:

si una vez la blandes, si la blandes dos,

si la blandes tres veces, entonces podrás cabalgar».

Y he aquí que el chiquillo, el pequeño Armurópulo[4],

subió llorando escaleras arriba, mas riendo bajó;

pues antes de asirla ya se ve asida, antes de sacudirla se ve sacudida


y en su brazo la toma, la sacude y la blande.

Entonces el niño, hasta su madre se llega otra vez:

«¿Deseas, madre mía, deseas que la quiebre ante ti?»

Y he aquí que la madre convoca a los nobles señores:

«Venid, contemplad, nobles señores; aparejad el corcel;

volved a enjaezar, nobles caudillos, la negra montura de su padre,

que doce años lleva sin acercarse al agua,

que doce años lleva sin ser cabalgada,

royéndose las herraduras amarrada a la estaca».

Hasta allí acuden los señores a enjaezar el corcel,

y, ayudándose de sus brazos, hallase en la grupa.

En lo que dijo «hasta pronto», se alejó treinta millas,

y en lo que ellos contestaron, recorrió sesenta y cinco.

Se pasea arriba y abajo, por la orilla del Éufrates,

remontándola de un lado a otro, pero vado no encuentra.

En frente suya se alza un sarraceno que se burla de él:


«Los sarracenos tienen corceles que apremian al viento,

que capturan al vuelo a la perdiz y a la paloma

y dan alcance a la liebre que sube corriendo monte arriba:

las atrapan, juegan con ellas y las sueltan de nuevo,

y, cuando se les vuelve a antojar, galopan y les dan caza.

Sin embargo, son incapaces de atravesar el río Éufrates;

¿y tú, con ese jamelgo, pretendes cruzarlo?»

Cuando el joven lo oyó, sintió una rabia inmensa

y picó espuelas a su montura por ganar la otra orilla.

Pero el Éufrates iba crecido, corría cubierto de lodo,

formando pesadas olas y desbordando su cauce,

Mas de un golpe de espuelas saltó hacia adelante

y lanzó un penetrante alarido con todas sus fuerzas:

«Te doy las gracias, Buen Dios, y te las doy mil veces,

pues Tú me concediste el coraje que el Éufrates me arrebata».

Entonces, una voz angelical bajó de lo alto del cielo:

«Clava tu lanza en la raíz de una palmera

y reata tus ropas al pomo de tu silla,


aguija tu negro corcel y cruza a la otra orilla»[5].

Picó, pues, espuelas a su caballo y ganó la otra orilla.

Y sin dejar que se secaran sus ropas, el joven

espoleó su montura y se llegó ante el sarraceno,

a quien propinó un puñetazo y le desencajó la mandíbula:

«Habla maldito sarraceno, ¿dónde están las mesnadas?»

«¡Por Alá, qué insensato es el modo en que los bravos preguntan,

primero te dan de puñadas y después te interrogan!

¡Mas, por el dulce Sol soberano, por su dulce madre!,

que ayer nos juntamos en torno a los cien millares,

todos ardidos y excelentes, pertrechados de escudos verdes[6],

y muchos eran de esos que no tienen miedo a mil hombres,

ni a mil ni a diez mil, ni a cuantos quiera que encuentren».

Picó espuelas a su montura y subió a la cima de un cerro,

y, divisado que hubo las huestes, las juzgó incalculables.

Por su parte, el muchacho cavilaba y para sí se decía:

«Si los ataco y no tienen armas, siempre blasonarán

de que los hallé desarmados y por eso gané la liza».


 

Y, acto seguido, lanzó un penetrante alarido con todas sus fuerzas:

«¡Armaos, perros sarracenos, poneos las corazas;

poneos las corazas, sucios perros, sin más tardar!

¡Y no dudéis ni un momento de que Armuris cruzó el río;

Arrnuris, Armurópulo, el valeroso Arestis!»

¡Mas, por el dulce Sol soberano, por su dulce madre!,

cuantas estrellas hay en el firmamento y hojas hay en los árboles,

tantas sillas cayeron sobre los negros corceles.

Así, aprestadas las bridas, de un brinco se echaron a cabalgar.

Por su parte, el chiquillo también se había preparado,

y, sacando su preciosa espada de la funda de plata,

lanzola al cielo y en la mano la recogió.

Picó espuelas a su negra montura y marchó contra ellos:

«¡Reniegue yo de mi estirpe, si os pongo en el olvido!».

Trabó, entonces, combate con arrojo y bravura.

Lanzaba tajos a ambos costados y por el centro abría brecha.


¡Mas, por el dulce Sol soberano, por su dulce madre;

que el día entero se estuvo tirándoles tajos río arriba,

que la noche entera se estuvo tirándoles tajos río abajo!

Una y otra vez embestía y no perdonaba a ninguno.

Echó pie a tierra el muchacho por que recobrara el aliento,

mas he aquí que un perro, un sucio perro sarraceno,

le aparejó una añagaza y le robó su negro corcel,

le arrebató su negra montura, le arrebató su maza.

Mas, por el dulce Sol soberano, por su dulce madre;

cuarenta millas fue persiguiéndole, a pie y con coraza,

y aún otras cuarenta y cuatro, a pie y con sus grebas

hasta que al fin le dio alcance allá por la Puerta de Siria![7]

Entonces, desenvainado que hubo su espada, tajole la mano[8]:

«¡Ve, sarraceno maldito, y da este recado

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