Está en la página 1de 19

Buero Vallejo: Historia de una escalera

Urbano: ¡Hola! ¿Qué haces ahí?


Fernando: Hola, Urbano. Nada.
Urbano: Tienes cara de enfado.
Fernando: No es nada.
Urbano: Baja al «casinillo». (Señalando el hueco de la ventana) Te invito a un cigarro. (Pausa)
¡Baja, hombre! (Fernando empieza a bajar sin prisa) Algo te pasa. (Sacando la petaca) ¿No se
puede saber?
Fernando: (Que ha llegado) Nada, lo de siempre... (Se recuestan en la pared del«casinillo».
Mientras hacen los pitillos) ¡Que estoy harto de todo esto!
Urbano: (Riendo) Eso es ya muy viejo. Creí que te ocurría algo.
Fernando: Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (Breve pausa) En fin, ¡para qué
hablar! ¿Qué hay por tu fábrica?
Urbano: ¡Muchas cosas! Desde la última huelga de metalúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A
ver cuándo nos imitáis los dependientes.
Fernando: No me interesan esas cosas.
Urbano: Porque eres tonto. No sé de qué te sirve tanta lectura.
Fernando: ¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de esos líos?
Urbano: Fernando, eres un desgraciado. Y lo peor es que no lo sabes. Los pobres diablos como
nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad!
Esa es nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuenta de que no eres más que un triste hortera.
¡Pero como te crees un marqués!
Fernando: No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esta sordidez en
que vivimos.
Urbano: Y a los demás que los parta un rayo.
Fernando: ¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros os metéis
en el sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero ese no es camino para mí. Yo sé que
puedo subir y subiré solo.
Urbano: ¿Se puede uno reír?
Fernando: Haz lo que te de la gana.
Urbano: (Sonriendo) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar todos
los días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como has hecho hoy...
Fernando: ¿Cómo lo sabes?
Urbano: ¡Porque lo dice tu cara, simple! Y déjame continuar. No podrías tumbarte a hacer versitos
ni a pensar en las musarañas; buscarías trabajos particulares para redondear el presupuesto y te
acostarías a las tres de la mañana contento de ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que ahorrar,
ahorrar como una urraca; quitándolo de la comida, del vestido, del tabaco... Y cuando llevases un
montón de años haciendo eso, y ensayando negocios y buscando caminos, acabarías por verte
solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre... No tienes tú madera para esa
vida.
Fernando:Ya lo veremos. Desde mañana mismo...
Urbano: (Riendo) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no lo has hecho desde ayer, o desde hace un
mes? (Breve pausa) Porque no puedes. Porque eres un soñador. ¡Y un gandul! (Fernando le mira
lívido, conteniéndose, y hace un movimiento para marcharse)
¡Espera, hombre! No te enfades. Todo esto te lo digo como un amigo. (Pausa).
Antonio Gala: Anillos para una dama

VESTUARIO: El vestuario, que al principio es de época, aunque no muy marcado, luego va


modernizándose. Pero no se debe hacer rabiosamente. Que suceda como con el lenguaje: es de
hoy, lo entendemos, pero tiene no sé qué aroma ajeno al lenguaje estrictamente de hoy.

PARTE PRIMERA
En la Iglesia Mayor de Santa María de Valencia. Sobre un estrado forrado de negro, Doña
JIMENA. Ligeramente más bajos, Doña MARÍA y MINAYA ALVAR HÁÑEZ, cada uno a un lado.
En segundo término, DOÑA CONSTANZA. Las mujeres están arrodilladas; el hombre, de pie. Ellas
llevan riguroso luto; trajes largos, de corte anacrónico y velados los rostros. MINAYA, un traje
vagamente militar, vagamente cortesano, imposible de situar en época alguna. El OBISPO
JERÓNIMO, en una altura muy superior, con ornamentos que pueden parecer románicos o
modernísimos. Cuando se alza el telón, continúa la oración fúnebre que está pronunciando.

JERÓNIMO. —Cuando él murió, lloró toda Europa. Se quedaron sin nadie los campos de Castilla.
La cristiandad perdió su santo y seña. Cuando, hoy hace dos años, Rodrigo de Vivar cerró los ojos,
murió el más grande guerrero y el más grande caudillo de que queda memoria. Nunca, desde
Alejandro, hubo un hombre tan grande... A mí, que lo enterré, me pareció mentira que tan alta
montaña cupiera en tan humildes parihuelas. Desde ese día podemos llamarnos de tú unos a otros,
ya somos todos de la misma estatura. A veces, recién rezadas vísperas mientras el solo declina a
los pies de un naranjo...
JIMENA. —(Interrumpe, volviéndose un poco a DOÑA CONSTANZA) Será en la huerta que mi
marido le regaló en Juballa.
JERÓNIMO. —(Continúa después de mirar a JIMENA) ....me pregunto si no habremos soñado. A
veces, en esta iglesia de Santa María (subrayando mientras mira a JIMENA, que aprueba), de la
que él tuvo a bien darme la sede, me pregunto si él no habrá sido un sueño... Si no ha existido
nunca y lo hemos inventado como se inventa la esperanza, o si, por el contrario, él no ha muerto y
se abrirán las puertas de Valencia y una voz gritará: «¡Mío Cid se acerca! ¡Mío Cid está
llegando!» (JIMENA vuelve la cabeza como si, en efecto, fuese a aparecer alguien. MARÍA solloza
apenas). Cuando un amanecer de octubre se presentó, ante los muros de Valencia, a solas, sin
recursos, sin rey y sin ejército y sin bandera por la que luchar, hubiera parecido un insensato si no
fuese el héroe solitario, el mito, la encarnación de la gloria de España... Más poderoso que los
reyes, repudió su destino de modesto hijodalgo, salió a ganar su pan fuera de Castilla. Desterrado,
hizo y deshizo reyes con su dedo meñique... Jugaba al ajedrez sobre los anchos campos... El Dios
de Sabaoth lo envió con la espada a los lomos, después de haberle musitado en la oreja consigna.
Que el Dios de Sabaoth nos haga dignos de él... (JIMENA, quizá impaciente, se mueve y hace
sonar la pedrería del riquísimo ceñidor que lleva a la cintura).
MARÍA. —No hagas ruido.
JIMENA. —Al obispo también le suenan las espuelas y yo no me he quejado.
JERÓNIMO. —(Como si no hubiese oído) España, que por él durará hasta el fin de los tiempos, no
lo olvidará nunca. No olvidará sus ojos suaves o airados, su grito de batalla, su gesto majestuoso,
su mesura... (A JIMENA se le cae el libro de Horas. MINAYA se lo alcanza).
JIMENA. —(Sonriendo) Gracias, MINAYA.
JERÓNIMO. —...su barba nazarena, hecha un nudo como su corazón por volver a Castilla... Hace
dos años hoy nos dejó solos el más honrado de los hombres. Nació en una aldehuela, murió aquí
siendo príncipe. Sus hijas son señoras de Aragón y Navarra. Su progenie reinará en muchas
tierras... Y con todo, yo a veces, me pregunto si no habremos soñado... Pero no: un día él vivió y
otro se ha muerto. El insustituible, el leal, el lidiador, el justo. Vivió y ha muerto. (Señala a los
otros personajes) Ahí están las pruebas. Las enlutadas pruebas. Doña Jimena, viuda y fiel, que se
separó de él como se arranca la uña de la carne…
JIMENA. —¡Qué dentera!
JERÓNIMO. —Su hija doña María Rodríguez, esposa de Ramón Berenguer, conde de Barcelona. Y
Minaya Alvar Háñez, su sobrino, valeroso y prudente, mediador con el rey Alfonso, padrino en las
primeras infortunadas bodas de las hijas del Cid...
MARÍA. —(Tajante) ¡Qué inoportuno!
JERÓNIMO. —He ahí las pruebas... Ya nunca más tendremos un señor semejante. Dios quiso
arrebatárnoslo para Cid de sus ángeles. Esta tierra era estrecha para él... «Nemo propheta
acceptus est in patria sua»... Ojalá todos lo encontremos, junto a Santa María y su Hijo Jesucristo,
que vive y reina con Dios Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. —(Junto con
muchas más voces) Amén.

(Se santiguan. Se levantan las arrodilladas. La luz acompaña a JIMENA y CONSTANZA hacia un
lateral. Desaparecen los otros. Mientras avanza, sin solución de continuidad, levantándose el velo).
JIMENA. —Largo estuvo el obispo... Ya chochea.
CONSTANZA. —Pues no tiene edad de eso.
JIMENA. —Entre el calor y el velo pensé que me iba a dar un torozón. (Se quita el velo. Viene la
luz total.
Estamos en una cámara del Alcázar; algún escabel, una ventana, un espejo de mano; quizá tras un
cortinaje se adivina la cama de JIMENA). Dos años ya... O doscientos, qué sé yo... Ayúdame,
CONSTANZA. Si me gusta ponerme ropa larga es por podérmela quitar luego y pensar qué bien se
está sin ella... (CONSTANZA comienza a desvestir a JIMENA, con las pausas que marque el
diálogo. La ropa interior de JIMENA es absolutamente actual) Dos años ya... ¿Cuántos llevas tú
viuda?
CONSTANZA. —(Riendo) ¡Uh! De nacimiento, hija... Yo siempre me recuerdo con estos trapos
negros... Una semana me duró el marido.
JIMENA. —(Sonriendo) A mí, un poquito más.
CONSTANZA. —Hoy, en el funeral, intenté recordar cómo tenía los ojos. No pude conseguirlo.
Color de ojo serían... Y ni siquiera lo mataron los moros, que es lo que está mandado; se murió de
tercianas, como un tonto... Ya ves qué vida... Cuando tú te casaste, yo era requeteviuda.
JIMENA. —(Pensativa de repente) Cuando yo me casé.... También un mes de julio como éste...
CONSTANZA. —¡Pero en Oviedo! Allí no hace este calorazo ni este olor a magnolias, que
trastorna...
JIMENA. —(Yendo hacia la ventana imaginaria) Este calor es bueno... Y este mar... (Está de
espaldas. Se vuelve) El acta de mi boda la firmó mi primo Alfonso y las infantas Elvira y Urraca...
—qué dos pájaras, madre— y muchos nobles de León y Castilla... (con otro tono, como si lo
anterior lo hubiera dicho sólo para llegar ahí) Y Minaya.
CONSTANZA. —(Con intención) Está guapo Minaya.
JIMENA. —(Haciéndose la indiferente) ¿Tu crees?
CONSTANZA. —Mejor que antes. De joven, yo le encontraba cara de conejo.
JIMENA. —Ha sido muy amable viniendo a este segundo aniversario. (Íntima) De jóvenes, todos
tenemos cara de conejo, Constanza... Y lo somos. Es el tiempo el que nos va haciendo personas.
CONSTANZA. —Pues lo que es yo, debo de ser más persona que nadie. Demasiada persona... Tú,
sin embargo, mira qué real moza. Lo que se dice una mujer hecha y derecha.
JIMENA. —Hecha y deshecha, Constanza. Hecha y deshecha... Acuérdate de cuando me vestiste a
los catorce años para entregarme al Cid...
CONSTANZA. —(Para distraer la pequeña tristeza de JIMENA) De paño de Londres fino era el
vestido bordado, unas garnachas muy justas con un chapín colorado y un collar de ocho patenas
con un San Miguel colgado, que valieron una villa solamente con las manos.
JIMENA. —¡Qué boba eres! (Ha reído. Vuelve a su recuerdo) Catorce años... Y a los veinte me
metieron en San Pedro de Cardeña y me pusieron a bordar paños de altar, que se dice muy
pronto...Yo me acordaba allí de esas manzanas que en mi tierra ponen entre paja para
conservarlas. Las manzanas de invierno. Limpias, rojas, brillantes, bien guardadas sin saber para
quién. Sin saber ni qué boca ni qué hambre les hincarán el diente.
CONSTANZA. —Podrás quejarte tú, que te llevaste un hombre como no había otro... La flor y nata
de Castilla: ya se lo oíste a don Jerónimo. El brazo izquierdo hubiera dado yo por poder apretar
con el derecho, una vez sólo.
JIMENA. —(Riendo) Descarada.
CONSTANZA. —Yo y todas, por supuesto... Todas mancas... (jugueteando alegremente con
JIMENA) Pero te lo llevaste tú solita, avariciosa, traidoraza, urracona...
JIMENA. —Ay, déjame. Constanza, no me hagas cosquillas...
CONSTANZA. —Todo ese hombrón para esta carne blanca, para estos hombros lisos y redondos,
igual que esas manzanas que tú dices...
JIMENA. —(Hondamente) Y tanto...
CONSTANZA. —...para estos pechos, que ni los de Santa Águeda...
JIMENA. —Calla, que tú, para ser viuda, buena memoria tienes sinvergüenza... (Seria) Hoy vendrá
a comer Minaya; que todo esté dispuesto... (Asociando ideas, con el espejo en la mano) Me miro en
el espejo esta mañana y pienso que no ha pasado tanto tiempo. Tengo los mismos ojos, me parece...
(Se sienta) No sé. Te juro que vuelvo hacia atrás la cabeza y no sé cómo he llegado aquí... A estar
sentada aquí esperando la muerte.
CONSTANZA. —¡Ay! No hables de esas cosas.
JIMENA. —Otros días me miro en los espejos y me digo: «¿De quién son esos ojos?» Yo tenía la
mirada tan joven... ¿Seré yo aquella misma Jimena de otro tiempo u otra que ha nacido ya vieja?...
Se acabó para siempre. Me han prestado esta vida que no me gusta. Se han llevado la mía. Cuando
su dueño venga a recogerla, se la daré encantada y le diré: «Te la devuelvo igual que me la diste.
No la he usado nunca. Ni un día la he usado...»
CONSTANZA. —No te pongas tú triste, paloma... Mira por la ventana... Qué cielo. Qué arboleda.
Qué aire de oro.
JIMENA. —Ya no tendré nunca más catorce años, Constanza... Ni veinte. Ni siquiera cuarenta.
CONSTANZA. —Toma, ni yo. Pero aquí estoy vivita y coleando, Jimena. ¡Viva! Anda y les den dos
duro a los muertos... (Entra MARÍA)
MARÍA. —(Eficaz, contundente, segura y realista, como siempre) ¡Estás loca, mamá! ¿Qué haces
medio desnuda en la ventana?
JIMENA. —No estoy medio desnuda, hija... Ay, estas catalanas, qué humor más malo tienen...
Dame la bata blanca, Constanza.
MARÍA. —¿Blanca, mamá?
JIMENA. —(Aún no del todo picada) Sí blanca, hija... Hoy empieza el alivio de luto... ¡Son dos
años!
MARÍA. —(Al ver, sobre una credencia o algo así, el ceñidor de pedrería) Has hecho mal llevando
joyas a los funerales.
JIMENA. —¡Eso no es una joya! (Despectiva) Joyas son la corona de la reina, los diamantes de las
princesas, el anillo del arzobispo y otras bisuterías...
MARÍA. —¿Y esto? (Tomando el ceñidor)
JIMENA. —Mucho más que eso. En toda la Corte de León no hay nada que se le parezca.
MARÍA. —Pues más a mi favor.
JIMENA. —¡El ceñidor de la Sultana! Vale lo que toda Valencia... El verdadero tesoro del rey
Alcadir... Regalos buenos sí que me hizo tu padre, la verdad. Hubiera estado orgulloso de verme
entrar con él por las puertas de la catedral esta mañana. Siempre le gustó que fuese bien vestida...
(A CONSTANZA) Yo creo que le gustaba más vestida... (A MARÍA) Tu primo Minaya elegía los
trajes y me los llevaba hasta Cardeña. Pero tu padre pagaba las facturas, eso sí. (Otro tono) ¿Te
acuerdas tú de San Pedro de Cardeña?
CONSTANZA. —(Mientras ordena la ropa) ¡No ha de acordarse! ¡Ni que fuese tonta! Si era ya una
mujer... Se casaron con los Infantes de Carrión al año y medio de salir de allí.
JIMENA. —(Divertida en el fondo) ¡Hala! ¡Vaya mañana que lleváis el Obispo y tú! De esas bodas
no se habla... (Se acerca a MARÍA, le levanta la cara, le acaricia el entrecejo) Entonces no tenía
esta arruguilla que se te ha hecho aquí.
MARÍA. —(Apartándose) Deja, mamá.
JIMENA. —(Un poco obsesiva) ¿Qué te pasa, MARÍA? ¿Es que no eres feliz con tu marido?
MARÍA. —¡Qué cosas tienes! Qué tendrá que ver un marido con mi entrecejo... ¿Ni qué es eso de
ser feliz con el marido?
JIMENA. —(A CONSTANZA) Explícaselo tu, anda... Constanza, como sólo estuvo casada una
semana, ha tenido mucho tiempo para imaginarse qué es ser feliz con el marido. Yo, mientras
esperaba al mío, he perdido la vida. No sé qué es... (A CONSTANZA) Díselo, díselo...
CONSTANZA. —Pues... eso. Verle llegar y abrírsete las carnes... (Ríe JIMENA, maliciosa) Ay, en
buen sentido, no seas mal pensada... Sentirse cosa suya, agua suya que bebe. Coger su mano, tan
enorme, entre tus manos, y parecerte que estás meciendo un hijo. (JIMENA, pensativa, soñadora,
aprueba con la cabeza)
JIMENA. —Qué bonito, ¿verdad?
CONSTANZA. —Ver sus caderas, tan estrechas, y saber que allí se acaba el mundo... Mirarte en
sus ojos, chiquitita, y no querer que él te lleve así, chiquitita, en sus ojos a donde vaya...
MARÍA. —¡Eso son porquerías!
JIMENA. —Qué puritanas sois en Barcelona, hija. Con lo que presumís de afrancesadas. (Un
cambio. Una verdad. Acercándose) Diviértete. Disfruta. Agarra con los dientes tu vida, la que
creas que es tu vida, y que te maten antes de soltarla... ¡Vive, María, vive! Tienes razón, Constanza.
Porque a mi edad, nadie va a agradecerte que hayas dejado de vivir.
MARÍA. —(Fría) No te entiendo, mamá.
CONSTANZA. —Pues mira que está claro...
JIMENA. —Tu vida es sólo tuya. Que no te la destrocen. Nadie. Ni rey ni roque... Con una mujer
sacrificada basta en la familia.
MARÍA. —(Irónica) ¿Sacrificada? ¿Tu? Qué vocación de víctima...
JIMENA. —(Muy directa) Dime, MARÍA, ¿estás enamorada?
MARÍA. —(Con intención) ¿De quién? ¿De mi marido?
JIMENA. —(Algo desconcertada) Pues... de momento, sí.
MARÍA. —Mi matrimonio no tuvo nada que ver con el amor.
JIMENA. —Ni el mío. Ni el de nadie... Pero a veces se dan casualidades... La gente se
acostumbra...
MARÍA. —Hablemos de otra cosa, mamá, si te parece... El primo Minaya está al llegar.
JIMENA. —(Abstraída) ¿A eso le llamas tú hablar de otra cosa?
MARÍA. —Debes vestirte.
JIMENA. —¡Qué manías te dan! Pero si estoy vestida...
MARÍA. —Muy impropiamente, mamá. Eres doña Jimena, viuda del Cid, ¿te suena? Princesa de
Valencia.
JIMENA. —¿Y voy a dejar de serlo por llevar esta batita? Pues yo encuentro que es mona.
MARÍA. —(Concluyente) Estás loca, mamá.
JIMENA. —(Un poco irreal y, sin embargo, exactísima) Los actores que representan una historia
sin los trajes, ni los objetos, ni las palabras adecuadas; sin todo el atrezzo que corresponde a esta
historia, pueden parecer locos... Pero más locos son los que creen estar representando la verdadera
Historia, la Historia con mayúscula, hija mía... (más cercana). Yo siempre me he encontrado
perdida en esa Historia por todos lados... (Maliciosa) El muerto era mayor... Y me he visto
obligada a reducirla a límites caseros... Aunque te lo parezca, no estoy loca. Sencillamente una
viuda que ha echado bien sus cuentas, ha eliminado gastos excesivos y se ha apretado el cinturón
(se aprieta la bata). La vida que llevaba con tu padre, además de no ser la mía, era muy cara. He
preferido no seguir viviendo tan por encima de mis posibilidades... ¿Has comprendido? (Una
tensión que sorprende MINAYA al entrar. Algo capta)
MINAYA. —Perdón... Me han dicho que me esperabais…
JIMENA. —Sí, Minaya. Llevamos, por lo menos, dos años esperándote. (Le tiende la mano, que él
besa) ¿Te has dado cuenta? Ahora llevo dos anillos en la mano derecha: el mío y el del Cid... Es
costumbre de viudas... (A MARÍA) Acompaña a tu primo, María. Yo no tardo. (Al salir con MARÍA,
MINAYA se vuelve un segundo. Intensamente) No tardaré, Minaya. (Salen. Comienza a cambiarse
de ropa, pero no sabemos si es por eso por lo que añade:) Tengo que darme prisa. No puedo perder
tiempo... Al fin y al cabo, no me queda tanto... ¿De veras crees, Constanza, que Minaya de joven
tenía cara de conejo?
(La luz, que se redujo al lateral por donde salió MINAYA y quedaron JIMENA y CONSTANZA, va
hacia el opuesto, por donde entran en escena, siguiendo una conversación MARÍA y MINAYA)
MARÍA. —La sombra de mi padre ha protegido, hasta ahora, a Valencia. El cid, después de
muerto, gana aún batallas... Dentro de poco, todo va a ser distinto. Supongo que ya lo habrás
notado... Mi marido ha hecho cuanto ha podido...
MINAYA. —(Con Ironía, quizá) Ramón Berenguer fue siempre buen amigo. Y es lógico que aspire a
incorporar Valencia a su Condado.
MARÍA. —No se trata de eso... De un momento a otro, los almorávides estrecharán el cerco. Es el
Rey Alfonso a quien compete defender la ciudad: ya que te vas hoy mismo, díselo cuando llegues.
Puesto que le gusta llamarse emperador, que actúe como tal. Mi madre, sola, no podrá
mantenerla... Además, a mi madre no le interesa la política.
MINAYA. —(Un poco divertido) ¿Y a ti sí?
MARÍA. —Yo soy de otra generación. Yo soy hija del Cid: llevo su sangre. Y ayudo a mi marido en
su carrera.
MINAYA. —¿Por amor?
MARÍA. —En este alcázar todos hablan de amor... A cuántas cosas les llamamos así... O quizá a
qué pocas... (Entra CONSTANZA con un servicio de café, que deja en una mesa morisca) Dime qué
es el amor. Ver el mundo a través de otros ojos? ¿Mirar al mar y saberse incompleto? ¿Ver algo
hermoso y querer compartirlo? Tonterías. Necesitar de alguien para seguir viviendo es una
humillación... Para amar hace falta mucho tiempo libre. Yo nunca lo he tenido.
MINAYA. —Tu madre, sí. En San Pedro de Cardeña, durante muchos años...
MARÍA. —(Dura, interrumpiendo.) Mi madre es una antigua. Las mujeres de mi clase tienen otro
quehacer mejor que enamorarse. Enamorarse es cosa de criados (CONSTANZA acusa el picotazo),
el consuelo de la gente menuda... El amor no es necesario para nada importante. Mantener una
casa, un nombre, un reino, tener un heredero... Todo eso puede hacerse sin amor. Incluso te diría
que sin amor se hace más fácilmente.
CONSTANZA. —(Saliendo) Qué cosas hay que oír.
MINAYA. —(Sonriendo a lo que ha dicho CONSTANZA) Tu estuviste siempre enamorada de tu
padre, ¿no es cierto?
MARÍA. —De alguna forma sí... ¿Qué mujer hubiera podido no estar enamorada del Cid? (Por el
fondo, inadvertida, aparece JIMENA)
MINAYA. —Quizá la suya... (MARÍA sostiene la mirada de MINAYA).
MARÍA. —(Cortando) No creo que el Rey Alfonso Sexto te haya mandado aquí para hablar de
estas cosas.
JIMENA. —(Avanzando) Contigo, por lo menos, desde luego que no... He ordenado servir aquí el
café. Hace más fresco. Hay un bochorno hoy... (Se sienta en una mecedora) Va a haber tormenta.
MARÍA. —(Con intención) Ya lo creo que va a haberla. Y antes de lo que crees.
JIMENA. —María.
MARÍA. —(Cuando su madre va a servirla) Yo no tomo café.
JIMENA. —(Sirviendo a MINAYA) ¿Sólo Minaya?
MINAYA. —Con un poco de leche. (Mientras ella se la pone, él le sirve café) ¿Quieres azúcar?
JIMENA. —No. El azúcar engorda... Hay un tiempo para cada cosa. Creo que es la Biblia quien lo
dice, en el Eclesiastés... Un tiempo para el café con leche y mucha azúcar. Un tiempo para el café
cortado... Las viudas lo debemos tomar solo y amargo: le va mejor al luto.
MARÍA. —(Crispada) Yo no tomo café.
JIMENA. —Lo hemos oído. Eres muy dueña... Supongo que también hay un tiempo para no tomar
café. Lo miraré en la Biblia... (Se mece un poco. Bebe) Está bueno, ¿verdad? (MINAYA afirma
sonriente) ¿Otra taza?
MARÍA. —(Crispada) Mamá, sabes perfectamente que Mazdalí, el mejor general almorávide, viene
a sitiar Valencia. Y tú estás aquí, vestida de claro, abanicándote, jugando a la anfitriona y
charlando del tiempo. Es increíble.
JIMENA. —No seas pesada, niña. Ni alarmista, que es lo peor del mundo... Porque ese Mazdalí no
pueda estarse quieto, con el calor que hace, que ya son ganas... ¿Qué es lo que quieres? ¿Que me
suba a las murallas dando saltos como una mona y agarre una insolación? ¿O que me encasquete
la diadema y me líe a mandobles con todo el que se me ponga por delante...? Cuando se murió tu
padre, según tú, yo debería haberme prendido fuego como un bonzo... (MARÍA se levanta) Ahora
que estoy tranquila, tomado café solo —fíjate que frivolidad—, quieres que me desmelene y forme
en los adarve una marimorena... Ya estoy harta de moros y cristianos, María. Déjame por lo menos
en paz a la hora de la siesta, caramba. ¡Un poco de formalidad!
MARÍA. —Con vuestro permiso, me retiro.
JIMENA. —No sólo con nuestro permiso, sino con nuestro aplauso. (Sale MARÍA) No se puede
negar que María ha tenido, desde pequeña, una extraña virtud.
MINAYA. —¿Cuál?
JIMENA. —La de sacarme a mí de quicio... Bueno, por fin vamos a podernos tomar una tacita de
café sin contar con la Historia... (Bebe. Lenta) Está tan rico, que tengo la impresión de ser infiel a
la memora de alguien (Otra vez superficial) Hasta voy a ponerle un poquito de azúcar, no te digo
más. (Lo hace. Bebe. Se mece.)
MINAYA. —(Encantado por ella) Siempre me sorprendiste.
JIMENA. —(Coqueta) ¿Yo?
MINAYA. —Siempre me sorprendió tu pasión por la vida. Tu habilidad para sacarle jugo a todo: a
un clave, al calor, a un abanico, a un terrón de azúcar...
JIMENA. —Sí, sé roer mi hueso. La vida me ha enseñado a sacarle partido... En contra de lo que
todos creen, no me ha dado gran cosa: un pobre hueso apenas, sin carne casi... Qué digo casi: sin
ninguna carne... Pero, eso sí, mucha hambre. Lo prefiero... Hay gente, como mi hija María, a
quienes la vida les da sólo aperitivos. Y eso estraga al estómago. Viven tomando sin parar aceite de
hígado de bacalao para abrirse la gana de comer. Cuando por fin se le abre, se pudrió la comida.
ya no es hora... Yo, no. Yo sé roer mi hueso.
MINAYA. —Hay quien no tuvo nunca ni hueso que roer.
JIMENA. —(Coqueta y encantadora) Mentira, Minaya, solterón, mentira... A mí no puedes
engañarme. Tú y yo sabemos que el oficio que te ha dado la vida fue muy cómodo: echar de menos.
Soñar siempre con alguien que, cuando conociste, iba a ser de otro. ¿A que sí? Tener un ideal
inalcanzable.
MINAYA. —¿Y te parece cómodo?
JIMENA. —Ay, sí. Servir la cena a los demás es cómodo. Más que cenar. «La cena de los
camareros», decimos. «Pobrecillos. Cenar tarde, a deshoras, después de haber servido a los
señores, con la comida fría y un asco de estómago... Pero es mejor. Han estado soñando con su
cena o con lo bien que se debe de estar siendo servidos. Y no es verdad... Ay de aquellos cuyos
deseos se cumplen. Lo bueno es desear, echar de menos... Si tú supieras qué mal huele cuando se
pudre un ideal. Si tú supieras lo que es echar de más, Minaya... (Más superficial) En esta tonta
comedia de la vida, cuyo argumento sólo al final se nos cuenta, no hay más que dos papeles
bonitos realmente: el del Cid, el del héroe por encima de todo, que ignora el precio de las cosas,
sobre el que giran los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz... (Suspirando) Para
ellos, todo es grande y feliz. Sangrante y peligroso, pero feliz... Porque se trata de una guerra suya,
que ellos han inventado, a la que nos llevan a los otros a ciegas, como el caballo de los picadores.
MINAYA. —(Para bajarla hasta él) ¿Y el otro buen papel?
JIMENA. —El de Minaya. El amigo perfecto, el capitán osado y obediente que sabe bien cuál es su
sitio —en la segunda fila, por supuesto, pero bueno también—, el enamorado que románticamente
renuncia a lo que de antemano sabe que sería inútil desear... (Concluyendo) El resignado —en el
fondo, un cobarde— y el héroe: esos son los mejores papeles.
MINAYA. —(Con la voz ronca de emoción) ¿Tú crees que soy cobarde yo, Jimena? -
JIMENA. —Con los moros, no... Pero eso no es difícil: el caballo te lleva. Conmigo, sí... Minaya,
¿por qué no hablamos claro?
MINAYA. —¿Ahora? ¿Para qué?
JIMENA. —Toda tu vida te has estado haciendo esa pregunta: «¿Ahora, para qué?» Y es lo que te
ha perdido. Esa es tu cobardía. Para vivir hace falta más valor que para resignarse.
MINAYA. —Y para renunciar, ¿no hace falta valor?
JIMENA. —(Un poco cruel) Lo que hace falta para renunciar es tener algo. Y tú no tenías nada.
MINAYA. —Se puede renunciar hasta la posibilidad de tener algo. Hasta la más remota
posibilidad.
JIMENA. —(Con un temblor) ¿Tú sabes de lo que estoy hablando?
MINAYA. —Sí, Jimena.
JIMENA. —(Comenzando la dulce serie de sus quejas) El Cid me manda a San Pedro de Cardeña
contigo sus regalos. Él no fue nunca.
MINAYA. —Estaba desterrado.
JIMENA. —El cid te hizo padrino de las primeras bodas de Cristina y María.
MINAYA. —Él no estaba contento con esos matrimonios.
JIMENA. —(Saltando) Naturalmente que lo estaba. Encantado. Lo que pasa es que no se fiaba del
Rey Alfonso y prefirió que dieras tú la cara.. (tono de antes) El Cid te dio encargo de traerme a
Valencia desde Burgos... Quince largos días a caballo, ¿te acuerdas?... Castilla hasta Medinaceli, y
el juego de cañas junto al Jalón.
MINAYA. —Luego, picando espuelas, por Arbujuelo arriba, atravesamos el Campo de Taranz y
llegamos a Molina... ¿Te acuerdas de Molina? ¿Te acuerdas del alcalde Abengalbón?
JIMENA. —Abengalbón, el moro, que te miraba a ti, después a mí y se sonreía. Y sonreías tú,
Minaya... Y sonreía yo, sin saber bien por qué. Hasta llegar a estos verdores de Levante.. Largos
días tú yo. Callados. Tan callados...
MINAYA. —El Cid me había dado toda su confianza. No podía defraudarle.
JIMENA. —Para eso te la dio. Él te conocía bien: sabía que confiando ciegamente en ti, te ataba
pies y manos...
MINAYA. —Pero ¿tú crees que él supo...?
JIMENA. —(Tierna, jugando a la descubierta) ¿El qué? ¿Que estabas enamorado de mí? Pues
claro que lo supo. Y yo. Y el rey. Y el moro Abengalbón. Y el callo Babieca. Y el abad de Cardeña,
que ya es decir... De eso te acuso ahora. De no habérmelo dicho.
MINAYA. —Lo sabías, pero querías que te lo dijera.
JIMENA. —Naturalmente. ¿Cómo te crees que somos las mujeres? Lo único que queremos que nos
digan es lo que ya sabemos; lo que no sabemos es que no nos importa. (Sincera y estremecida, a
pesar de continuar el juego de amagar y no dar en esta escena) Me habría hecho tata falta en
Cardeña, en esa soledad, saber que alguien soñaba con yo fuera suya... No mi marido, no; yo ya
era suya. A ti y a mí, Minaya, la Historia nos ha partido por el eje.
MINAYA. —Aquella noche, en Molina, en la cena de Abengalbón, tú ibas de azul...
JIMENA. —Tú, de gris.
MINAYA. —Me regalaste una medalla de Santiago, que te había dado el abad de Cardeña.
JIMENA. —(Intentando evitar ahora la confesión total que ella ha provocado) No me hables de
Cardeña. En casi veinte años, lo único que hice fue oír misas y esperar... Bueno, y comer. Sobre
todo, comer. Tres o cuatro veces cada día... Y han sido tantos días. Qué asco, ahora que lo pienso:
cuánto he comido.
MINAYA. —Todavía llevo la medalla. Mira.
JIMENA. —(Desviando los ojos hacia la ventana) Se ha nublado del todo... Ya va a haber que
guardar los abanicos hasta el año que viene... A lo mejor entonces ya no estamos aquí, porque esos
moros...
MINAYA. —(Imparable) Te recordaba siempre cantando, debajo del nogal, a la luz de la luna,
después de aquella cena...
JIMENA. —(Con un temblor en la garganta) ¿Tú ves? Lo que yo digo: no he hecho más que
comer...
MINAYA. —(Muy bajo) Y cantar... ¿Cómo decía la canción?
JIMENA. —(Dejándose ganar por la emoción) A pie van mis suspiros camino de mi bien. Antes de
que ellos lleguen, yo llegaré; mi corazón con alas, mis suspiros a pie. Abierta ten la puerta; abierta
el alma ten....
MINAYA. —Antes que ellos lleguen, yo llegaré.
JIMENA. —Acaso esté ya muerta cuando te vuelva a ver.
Los dos. —Mi corazón con alas, mis suspiros a pie... (Pausa)
MINAYA. —Entonces la cantaste sonriendo.
JIMENA. —(Que casi se ha limpiado una lágrima) Dónde habrá ido a parar aquella canción..
Dónde habrá ido a parar aquella noche... Ahora, cuando sonrío, se me llena la cara de arrugas.
Por eso no sonrío, por eso y porque no tengo ningún motivo para sonreír... Pronto tendré cuarenta
años, Minaya.
MINAYA. —Los tienes ya, Jimena. (JIMENA ríe de haberse visto descubierta) Pero estás igual que
cuando te vi bajar la escalera de los Condes de Oviedo con tu traje de novia y supe, de repente, que
había perdido mi vida. Tú bajabas la escalera de los Condes de Oviedo el día de tu boda. No
sabías ni quién era Rodrigo, aún no lo conocías. Tus ojos saltaban de una cara a otra cara, de un
invitado en otro... Se detuvieron un momento en mí. Quizá creíste que Rodrigo era yo...
JIMENA. —Sí, Minaya.
MINAYA. —Entonces alguien se adelantó, se interpuso, y yo dejé de verte. Era Rodrigo, que te
ayudaba a bajar el último escalón. La suerte estaba echada. Cualquier destino, por extraño que
sea, se define en un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Yo,
entonces, en aquella mañana, supe que no iba a ser nunca jamás otra cosa que el fiel enamorado
de Jimena... Que toda mi vida iba a consistir en llegar el segundo… He sido el mejor brazo del Cid
Campeador: he defendido un reino; me han escrito romances; he planeado cientos de batallas; he
comido, como tú, un millón de veces... Lo único que no se ha dicho de mí es lo más importante, lo
que soy: el silencioso, el silencioso enamorado de Jimena Díaz.
JIMENA. —(Musitado) Gracias, Minaya.
MINAYA. —Tienes los mismos ojos, tan jóvenes, de antes.
JIMENA. —(Pequeña sonrisa) Gracias.
MINAYA. —Y sonríes igual... Pienso en tus años en Cardeña, lejos del Cid, sola, de nadie, casi
mía... Pienso cuando te acompañaba hasta Valencia, dichoso por tener dos corazones: uno a la
izquierda (señalándola), otro a la derecha; desgraciado por acompañarte en nombre de tu dueño...
He sido tan feliz sólo con verte cerca... Y ahora, más que cuando estaba vivo, el cid me separa de
todo lo que amo. (Muy bajo) ¿Qué va a ser de mi vida?
JIMENA. —(Intentando sobreponerse) La vida hay que ganarla, Minaya... Como una fortaleza. Es
lo que yo le repito a mis hijas.
MINAYA. —(Derrotado) Ellas tienen veinte años. Ni tú ni yo los tendremos nunca más.
JIMENA. —(Como un eco) Nunca más...
MINAYA. —¿Sabes de lo que estoy hablando?
JIMENA. —Sí, Minaya.
MINAYA. —De amor, Jimena.
JIMENA. —Sí, Minaya.
MINAYA. —De amor... antes de irme. Tú te quedas aquí, cerca del mar. Yo me vuelvo al desierto de
Castilla... Para siempre, Jimena. (Con un esfuerzo) El café se ha enfriado. Y entre los dos, el Cid.
Como siempre, Jimena.
JIMENA. —(Vencida) Está completamente frío este café.
MINAYA. —Adiós. Tú y yo sabíamos que hoy vine a despedirme... Que nos veríamos por última vez
hoy...
JIMENA. —(Levantándose hacia la ventana, en el colmo de la emoción, que procura ocultar) Ha
empezado a llover..., ¿o son mis ojos?
MINAYA. —(Cerca de ella) Adiós.
JIMENA. —(Para retenerlo un segundo más) Qué bien huele la tierra... (Están frente a frente,
diciéndose con los ojos lo que no se atreven a decirse) Recuerdo el chaparrón que nos cogió a las
puertas de Burgos... Tú me prestaste tu sombrero y se quedó que daba pena verlo.
MINAYA. —Lo estrenaba aquel día.
JIMENA. —(Intensamente) Siento la tentación de descalzarme y salir a la lluvia...
MINAYA. —La tentación... Hay cosas que la viuda del Cid no puede hacer Jimena. Menos aún que
la esposa del Cid,.. Adiós. (JIMENA le tiene la mano derecha. De repente, cuando MINAYA va a
besarla)
JIMENA. —No, ésa no... Mejor esta. (Le da la izquierda) Esta no tiene anillos.
MINAYA. —Adiós. (Va a salir. Cada uno sale por lateral distinto. Sin transición, comienza a oírse
un ruido de armas, órdenes, preparativos bélicos.

Fernando Arrabal: Pic-Nic

La batalla hace furor. Se oyen tiros, bombazos, ráfagas de ametralladora. ZAPO, solo en escena,
está acurrucado entre los sacos. Tiene mucho miedo. Cesa el combate. Silencio, ZAPO saca de una
cesta de tela una madeja de lana y unas agujas. Se pone a hacer un jersey que ya tiene bastante
avanzado. Suena el timbre del teléfono de campaña que ZAPO tiene a su lado.
ZAPO.–Diga… Diga… A sus órdenes mi capitán… En efecto, soy el centinela de la cota 47… Sin
novedad, mi capitán… Perdone, mi capitán, ¿cuándo empieza otra vez la batalla?... Y las bombas,
¿cuándo las tiro?... ¿Pero, por fin, hacia dónde las tiro, hacia atrás o hacia adelante?... No se
ponga usted así conmigo. No lo digo para molestarle… Capitán, me encuentro muy solo. ¿No
podría enviarme un compañero?... Aunque sea la cabra… (El capitán le riñe.) A sus órdenes… A
sus órdenes, mi capitán. (ZAPO cuelga el teléfono. Refunfuña.) Silencio. Entra en escena el
matrimonio TEPÁN con cestas, como si viniera a pasar un día de campo. Se dirigen a su hijo,
ZAPO, que, de espaldas y escondido entre los sacos, no ve lo que pasa.
SR. TEPÁN.–(Ceremoniosamente.) Hijo, levántate y besa en la frente a tu madre. (ZAPO, aliviado
y sorprendido, se levanta y besa en la frente a su madre con mucho respeto. Quiere hablar. Su
padre lo interrumpe.) Y ahora, bésame a mí. (Lo besa en la frente.)
ZAPO.–Pero papaítos, ¿cómo os habéis atrevido a venir aquí con lo peligroso que es? Iros
inmediatamente.
SR. TEPÁN.–¿Acaso quieres dar a tu padre una lección de guerras y peligros? Esto para mí es un
pasatiempo. Cuántas veces, sin ir más lejos, me he bajado del Metro en marcha.
SRA. TEPÁN.–Hemos pensado que te aburrirías, por eso te hemos venido a ver. Tanta guerra te
tiene que aburrir.
ZAPO.–Eso depende.
SR. TEPÁN.–Muy bien sé yo lo que pasa. Al principio la cosa de la novedad gusta. Eso de matar y
de tirar bombas y de llevar casco que hace tan elegante, resulta agradable, pero terminará por
fastidiarte. En mi tiempo hubiera pasado otra cosa. Las guerras eran mucho más variadas, tenían
color. Y, sobre todo, había caballos, muchos caballos. Daba gusto: que el capitán decía: “al
ataque”, ya estábamos allí todos con el caballo y el traje de color rojo. Eso era bonito. Y luego,
unas galopadas con la espada en la mano y ya estábamos frente al enemigo, que también estaba a
la altura de las circunstancias, con sus caballos – los caballos nunca faltaban, muchos caballos y
muy gorditos– y sus botas de charol y sus trajes verdes.
SRA. TEPÁN.–No, no eran verdes los trajes del enemigo, eran azules. Lo recuerdo muy bien, eran
azules.
SR. TEPÁN.–Te digo que eran verdes.
SRA. TEPÁN.–No, te repito que eran azules. Cuántas veces, de niñas, no asomábamos al balcón
para ver batallas y yo le decía al vecinito: “Te apuesto una chocolatina a que ganan los azules”. Y
los azules eran nuestros enemigos.
SR. TEPÁN.–Bueno, para ti la perra gorda.
SRA. TEPÁN.–Yo siempre he sido muy aficionada a las batallas. Cuando niña, siempre decía que
sería, de mayor, coronel de caballería. Mi mamá se opuso, ya conoces sus ideas anticuadas.
SR. TEPÁN.–Tu madre siempre tan burra.
ZAPO.–Perdonadme. Os tenéis que marchar. Está prohibido venir a la guerra si no se es soldad.
SR. TEPÁN.–A mí me importa un pito. Nosotros no venimos al frente para hacer la guerra. Sólo
queremos pasar un día de campo contigo, aprovechando que es domingo.
SRA. TEPÁN.–Precisamente he preparado una comida muy buena. He hecho una tortilla de
patatas que tanto te gusta, unos bocadillos de jamón, vino tinto, ensalada y pasteles.
ZAPO.–Bueno, lo que queráis, pero si viene el capitán, yo diré que no sabía nada. Menudo se va a
poner. Con lo que le molesta a él eso de que haya visitas en la guerra. Él nos repite siempre: “En la
guerra, disciplina y bombas, pera nada de visitas”.
SR. TEPÁN.–No te preocupes, ya le diré yo un par de cosas a ese capitán.
ZAPO.–¿Y si comienza otra vez la batalla?
SR. TEPÁN.–¿Te piensas que me voy a asustar? En peores me he visto. Y si aún fuera como antes,
cuando había batallas con caballos gordos. Los tiempos han cambiado ¿comprendes? (Pausa.)
Hemos venido en motocicleta. Nadie nos ha dicho nada.
ZAPO.–Supondrían que erais los árbitros.
SR. TEPÁN.–Lo malo fue que, como había tantos tanques y jeeps, resultaba muy difícil avanzar.
SRA. TEPÁN.–Y luego, al final, acuérdate aquel cañón que hizo un atasco.
SR. TEPÁN.–De las guerras, es bien sabido, se puede esperar todo.
SRA. TEPÁN.–Bueno, vamos a comer.
SR. TEPÁN.–Sí, vamos, que tengo un apetito enorme. A mí, este tufillo de pólvora, me abre el
apetito.
SRA. TEPÁN.–Comeremos aquí mismo, sentados sobre la manta.
ZAPO.–¿Como con el fusil?
SRA. TEPÁN.–Nada de fusiles. Es de mala educación sentarse a la mesa con fusil. (Pausa.) Pero
qué sucio estás, hijo mío… ¿Cómo te has puesto así? Enséñame las manos.
ZAPO.–(Avergonzado se las muestra.) Me he tenido que arrastrar por el suelo con eso de las
maniobras.
SRA. TEPÁN.–Y las orejas ¿qué?
ZAPO.–Me las he lavado esta mañana.
SRA. TEPÁN.–Bueno, pueden pasar. ¿Y los dientes? (Enseña los dientes.) Muy bien. ¿Quién le va a
dar a su niñito un besito por haberse lavado los dientes? (A su marido.) Dale un beso a tu hijo que
se ha lavado los dientes. (El SR. TEPÁN besa a su hijo.) Porque lo que no se te puede consentir es
que con el cuento de la guerra te dejes de lavar.
ZAPO.–Sí, mamá. (Se ponen a comer.)
SR. TEPÁN.–Qué hijo mío, ¿has matado muchos?
ZAPO.–¿Cuándo?
SR. TEPÁN.–Pues estos días.
ZAPO.–¿Dónde?
SR. TEPÁN.–Pues en esto de la guerra.
ZAPO.–No mucho. He matado poco. Casi nada.
SR. TEPÁN.–¿Qué es lo que has matado más, caballos enemigos o soldados?
ZAPO.–No, caballos no. No hay caballos.
SR. TEPÁN.–¿Y soldados?
ZAPO.–A lo mejor.
SR. TEPÁN.–¿A lo mejor? ¿Es que no estás seguro?
ZAPO.–Sí, es que disparo sin mirar. (Pausa.). De todas formas, disparo muy poco. Y cada vez que
disparo, rezo un Padrenuestro por el tío que he matado.
SR. TEPÁN.–Tienes que tener más valor. Como tu padre.
SRA. TEPÁN.–Voy a poner un disco en el gramófono. Pone un disco. Los tres, sentados en el suelo,
escuchan.
SR. TEPÁN.–Eso es música, sí señor. Continúa la música. Entra un soldado enemigo: ZEPO. Viste
como ZAPO. Sólo cambia el color del traje. ZEPO va de verde y ZAPO de gris. ZEPO, extasiado,
oye la música a espaldas de la familia TEPÁN. Termina el disco. Al ponerse de pie, ZAPO descubre
a ZEPO. Ambos ponen manos arriba llenos de terror. Los esposos TEPÁN los contemplan
extrañados. ¿Qué pasa? ZAPO reacciona. Duda. Por fin, muy decidido, apunta con el fusil a
ZEPO.
ZAPO.–¡Manos arriba! ZEPO levanta aún más las manos, todavía más amedrentado. ZAPO no
sabe qué hacer. De pronto va hacia ZEPO y le golpea suavemente en el hombro mientras le dice:
¡Pan y tomate para que no te escapes!
SR. TEPÁN.–Bueno, ¿y ahora qué?
ZAPO.–Pues ya ves, a lo mejor, en premio, me hacen cabo.
SR. TEPÁN.–Átale, no sea que se escape.
ZAPO.–¿Por qué atarle?
SRA. TEPÁN.–Pero, ¿es que aún no sabes que a los prisioneros hay que atarles inmediatamente?
ZAPO.–¿Cómo le ato?
SR. TEPÁN.–Átale las manos.
SRA. TEPÁN.–Sí. Eso sobre todo. Hay que atarle las manos. Siempre he visto que se hace así.
ZAPO.–Bueno. (Al prisionero.) Haga el favor de poner las manos juntas, que le voy a atar.
ZEPO.–No me haga mucho daño.
ZAPO.–No.
ZEPO.–Ay, qué daño me hace…
SR. TEPÁN.–Hijo, no seas burro. No maltrates al prisionero.
SRA. TEPÁN.–¿Eso es lo que yo te he enseñado? ¿Cuántas veces te he repetido que hay que ser
bueno con todo el mundo?
ZAPO.–Lo había hecho sin mala intención. (A ZEPO.) ¿Y así, le hace daño?
ZEPO.–No. Así no.
SR. TEPÁN.–Diga usted la verdad. Con toda confianza. No se avergüence porque estemos delante.
Si le molestan, díganoslo y se las ponemos más suavemente.
ZEPO.–Así está bien.
SR. TEPÁN.–Hijo, átale también los pies para que no se escape.
ZAPO.–¿También los pies? Qué de cosas…
SR. TEPÁN.–Pero, ¿es que no te han enseñado las ordenanzas?
ZAPO.–Sí.
SR. TEPÁN.–Bueno, pues todo eso se dice en las ordenanzas.
ZAPO.–(Con buenas maneras.) Por favor, tenga la bondad de sentarse en el suelo que le voy a atar
los pies.
ZEPO.–Pero no me haga daño como la primera vez.
SR. TEPÁN.–Ahora te vas a ganar que te tome tirria.
ZAPO.–No me tomará tirria. ¿Le hago daño?
ZEPO.–No. Ahora está perfecto.
ZAPO.–(Iluminado por una idea.) Papá, hazme una foto con el prisionero en el suelo y yo con un
pie sobre su tripa. ¿Te parece?
SR. TEPÁN.–¡Ah, sí! ¡Qué bien va a queda!
ZEPO.–No. Eso no.
SRA. TEPÁN.–Pero total, una foto de nada no tiene importancia para usted, y nosotros podríamos
colocarla en el comedor junto al diploma de salvador de náufragos que ganó mi marido hace trece
años…
ZEPO.–No crean que me van a convencer.
ZAPO.–Pero, ¿por qué no quiere?
ZEPO.–Es que tengo una novia, y si luego ella ve la foto va a pensar que no sé hacer la guerra.
ZAPO.–No. Dice usted que no es usted; que lo que hay debajo es una pantera.
SRA. TEPÁN.–Anda, diga usted que sí.
ZEPO.–Bueno. Pero sólo para hacerles un favor.
ZAPO.–Póngase completamente tumbado.
ZEPO se tiende sobre el suelo.
ZAPO coloca un pie sobre su tripa y, con aire muy fiero, agarra el fusil.
SRA. TEPÁN.–Saca más el pecho.
ZAPO.–¿Así?
SRA. TEPÁN.–Sí. Eso. Así. Sin respirar.
SR. TEPÁN.–Pon más cara de héroe.
ZAPO.–¿Cómo es la cara de héroe?
SR. TEPÁN.–Es bien sencillo: por la misma cara que ponía el carnicero cuando contaba sus
conquistas amorosas.
ZAPO.–¿Así?
SR. TEPÁN.–Sí, así.
SRA. TEPÁN.–Sobre todo, hincha bien el pecho y no respires.
ZEPO.–Pero, ¿van a terminar de una vez?
SRA. TEPÁN.–Tenga un poco de paciencia. A la una, a las dos y… a las tres.
ZAPO.–Tengo que haber salido muy bien.
SRA. TEPÁN.–Sí, tenías el aire muy marcial.
SR. TEPÁN.–Sí, has quedado muy bien.
SRA. TEPÁN.–A mí también me han entrado ganas de hacerme una contigo.
SR. TEPÁN.–Sí, una nuestra quedará también muy bien.
ZAPO.–Bueno, si queréis yo os la hago.
SRA. TEPÁN.–¿Me dejarás el casco para hacer más militar?
ZEPO.–No quiero más fotos. Con una ya hay de sobra.
ZAPO.–No se ponga usted así. ¿A usted qué más le da?
ZEPO.–Nada, no consiento que me hagan más fotos. Es mi última palabra.
SR. TEPÁN.–(A su mujer.) No insistáis más. Los prisioneros suelen ser muy susceptibles. Si
continuamos así, se disgustará y nos ahogará la fiesta.
ZAPO.–Bueno, ¿y qué hacemos ahora con el prisionero?
SRA. TEPÁN.–Lo podemos invitar a comer. ¿Te parece?
SR. TEPÁN.–Por mí no hay inconveniente.
ZAPO.–(A ZEPO.) ¿Qué? ¿Quiere comer con nosotros?
ZEPO.–Pues…
SR. TEPÁN.–Hemos traído un buen tintorro.
ZEPO.–Si es así, bueno.
SR. TEPÁN.–Usted haga como si estuviera en su casa. Pídanos lo que quiera.
ZEPO.–Bueno.
SR. TEPÁN.–¿Qué? ¿Y usted, ha matado a muchos?
ZEPO.–¿Cuándo?
SR. TEPÁN.–Pues estos días.
ZEPO.–¿Dónde?
SR. TEPÁN.–Pues en esto de la guerra.
ZEPO.–No mucho. He matado poco. Casi nada.
SR. TEPÁN.–¿Qué es lo que ha matado más, caballos enemigos o soldados?
ZEPO.–No, caballos no. No hay caballos.
SR. TEPÁN.–¿Y soldados?
ZEPO.–A lo mejor.
SR. TEPÁN.–¿A lo mejor? ¿Es que no está seguro?
ZEPO.–Sí, es que disparo sin mirar. (Pausa.) De todas formas, disparo muy poco. Y cada vez que
disparo, rezo un Avemaría por el tío que he matado.
SR. TEPÁN.–¿Un Avemaría? Yo creí que rezaría un Padrenuestro.
ZEPO.–No. Siempre un Avemaría. (Pausa.) Es más corto.
SR. TEPÁN.–Ánimo, hombre. Hay que tener más valor.
SRA. TEPÁN.–(A ZEPO.) Si quiere usted, le soltamos las ligaduras.
ZEPO.–No, déjelo, no tiene importancia.
SR. TEPÁN.–No vaya usted ahora a andar con vergüenza con nosotros. Si quiere que le soltemos
las ligaduras, díganoslo.
SRA. TEPÁN.–Usted póngase lo más cómodo que pueda.
ZEPO.–Bueno, si se ponen así, suélteme las ligaduras. Pero sólo se lo digo por darles gusto.
SR. TEPÁN.–Hijo, quítaselas. (ZAPO le quita las ligaduras de los pies.)
SRA. TEPÁN.–¿Qué, se encuentra usted mejor?
ZEPO.–Sí, sin duda. A lo mejor los estoy molestando mucho.
SR. TEPÁN.–Nada de molestarnos. Usted, considérese como en su casa. Y si quiere que le soltemos
las manos, no tiene nada más que decírmelo.
ZEPO.–No. Las manos no. Es pedir demasiado.
SR. TEPÁN.–Que no, hombre, que no. Ya le digo que no nos molesta en absoluto.
ZEPO.–Bueno… entonces, desátenme las manos. Pero sólo para comer, ¿eh?, que no quiero yo
que me digan luego que me ofrecen el dedo y me tomo la mano entera.
SR. TEPÁN.–Niño, quítale las ligaduras de las manos.
SRA. TEPÁN.–Qué bien, con lo simpático que es el señor prisionero, vamos a pasar un buen día de
campo.
ZEPO.–No tiene usted que decirme “señor prisionero”, diga “prisionero” a secas.
SRA. TEPÁN.–¿No le va a molestar?
ZEPO.–No, en absoluto.
SR. TEPÁN.–Desde luego hay que reconocer que es usted modesto. Ruido de aviones.
ZAPO.–Aviones. Seguramente van a bombardearnos. ZAPO y ZEPO se esconden, a toda prisa,
entre los sacos terreros. Se impone poco a poco el ruido de los aviones. Inmediatamente empiezan
a caer bombas. Explotan cerca, pero ninguna cae en el escenario. Gran estruendo. ZAPO y ZEPO
están acurrucados entre los sacos. El SR. TEPÁN habla tranquilamente con su esposa. Ella le
responde en un tono también muy tranquilo. No se oye su diálogo a causa del bombardeo. La SRA.
TEPÁN se dirige a una de las cestas y saca un paraguas. Lo abre. Los TEPÁN se cubren con el
paraguas como si estuviera lloviendo. Están de pie. Parecen mecerse con una cadencia tranquila
apoyándose alternativamente en uno y otro pie mientras hablan de sus cosas. Continúa el
bombardeo. Los aviones se van alejando. Silencio. El SR. TEPÁN extiende un brazo y lo saca del
paraguas para asegurarse de que ya no cae nada del cielo.
SR. TEPÁN.–(A su mujer.) Puedes cerrar ya el paraguas. La SRA. TEPÁN lo hace. Ambos se
acercan a su hijo y le dan unos golpecitos en el culo con el paraguas. Ya podéis salir. El
bombardeo ha terminado. ZAPO y ZEPO salen de su escondite.
ZAPO.–¿No os ha pasado nada?
SR. TEPÁN.–¿Qué querías que le pasara a tu padre? (Con orgullo.) Bombitas a mí… Entra, por la
izquierda, una pareja de soldados de la Cruz Roja. Llevan una camilla.
PRIMER CAMILLERO.–¿Hay muertos?
ZAPO.–No. Aquí no.
PRIMER CAMILLERO.–¿Está seguro de haber mirado bien?
ZAPO.–Seguro.
PRIMER CAMILLERO.–¿Y no hay ni un solo muerto?
ZAPO.–Ya le digo que no.
PRIMER CAMILLERO.–¿Ni siquiera un herido?
ZAPO.–No.
CAMILLERO SEGUNDO.–¡Pues estamos apañados! (A ZAPO, con un tono persuasivo.) Mire bien
por todas partes a ver si encuentra un fiambre.
PRIMER CAMILLERO.–No insistas. Ya te han dicho que no hay.
CAMILLERO SEGUNDO.–¡Vaya jugada!
ZAPO.–Lo siento muchísimo. Les aseguro que no lo he hecho aposta.
PRIMER CAMILLERO.–Venga, hombre, no molestes al caballero.
SR. TEPÁN.–(Servicial.) Si podemos ayudarle lo haremos con gusto. Estamos a sus órdenes.
CAMILLERO SEGUNDO.–Bueno, pues si seguimos así ya verás lo que nos va a decir el capitán.
SR. TEPÁN.–¿Pero qué pasa?
PRIMER CAMILLERO.–Sencillamente, que los demás tienen ya las muñecas rotas a fuerza de
transportar cadáveres y heridos y nosotros todavía sin encontrar nada. Y no será porque no hemos
buscado…
SR. TEPÁN.–Desde luego que es un problema. (A ZAPO.) ¿Estás seguro de que no hay ningún
muerto?
ZAPO.–Pues claro que estoy seguro, papá.
SR. TEPÁN.–¿Has mirado bien debajo de los sacos?
ZAPO.–Sí, papá.
SR. TEPÁN.–(Muy disgustado.) Lo que te pasa a ti es que no quieres ayudar a estos señores. Con
lo agradables que son. ¿No te da vergüenza?
PRIMER CAMILLERO.–No se ponga usted así, hombre. Déjelo tranquilo. Esperemos tener más
suerte y que en otra trinchera hayan muerto todos.
SR. TEPÁN.–No sabe cómo me gustaría.
SRA. TEPÁN.–A mí también me encantaría. No puede imaginar cómo aprecio a la gente que ama
su trabajo.
SR. TEPÁN.–(Indignado, a todos.) Entonces, ¿qué? ¿Hacemos algo o no por estos señores?
ZAPO.–Si de mí dependiera, ya estaría hecho.
ZEPO.–Lo mismo digo.
SR. TEPÁN.–Pero, vamos a ver, ¿ninguno de los dos está ni siquiera herido?
ZAPO.–(Avergonzado.) No, yo no.
SR. TEPÁN.–(A ZEPO.) ¿Y usted?
ZEPO.–(Avergonzado.) Yo tampoco. Nunca he tenido suerte…
SRA. TEPÁN.–(Contenta.) ¡Ahora que me acuerdo! Esta mañana al pelar las cebollas me di un
corte en el dedo. ¿Qué les parece?
SR. TEPÁN.–¡Perfecto! (Entusiasmado.) En seguida te llevan.
PRIMER CAMILLERO.–No. Las señoras no cuentan.
SR. TEPÁN.–Pues estamos en lo mismo.
PRIMER CAMILLERO.–No importa.
CAMILLERO SEGUNDO.–A ver si nos desquitamos en las otras trincheras. Empiezan a salir.
SR. TEPÁN.–No se preocupen ustedes, si encontramos un muerto, se lo guardamos. Estén ustedes
tranquilos que no se lo daremos a otros.
CAMILLERO SEGUNDO.–Muchas gracias, caballero.
SR. TEPÁN.–De nada, amigo. Pues no faltaba más… Los camilleros les dicen adiós al despedirse y
los cuatro responden. Salen los camilleros.
SRA. TEPÁN.–Esto es lo agradable de salir los domingos al campo. Siempre se encuentra gente
simpática. (Pausa.) Y usted, ¿por qué es enemigo?
ZEPO.–No sé de estas cosas. Yo tengo muy poca cultura.
SRA. TEPÁN.–¿Es de nacimiento, o se hizo usted enemigo más tarde?
ZEPO.–No sé. Ya le digo que no sé.
lSR. TEPÁN.–Entonces, ¿cómo ha venido a la guerra?
ZEPO.–Yo estaba un día en mi casa arreglando la plancha eléctrica de mi madre cuando vino un
señor y me dijo: “¿Es usted Zepo?” “Sí.” “Pues me han dicho que tienes que ir a la guerra.” Y yo
entonces le pregunté: “Pero, ¿a qué guerra?”. Y él me dijo: “Qué bruto eres, ¿es que no lees los
periódicos?”. Yo le dije que sí, pero que no lo de las guerras…
ZAPO.–Igualito, igualito me pasó a mí.
SR. TEPÁN.–Sí, igualmente te vinieron a ti a buscar.
SRA. TEPÁN.–No, no era igual, aquel día tú no estabas arreglando una plancha eléctrica, sino una
avería del coche.
SR. TEPÁN.–Digo en lo otro. (A ZEPO.) Continúe. ¿Y qué pasó luego?
ZEPO.–Le dije que además tenía novia y que si no iba conmigo al cine los domingos lo iba a pasar
muy aburrido. Me respondió que eso de la novia no tenía importancia.
ZAPO.–Igualito, igualito me pasó a mí.
ZEPO.–Luego bajó mi padre y dijo que yo no podía ir a la guerra porque no tenía caballo.
ZAPO.–Igualito dijo mi padre.
ZEPO.–Pero el señor dijo que no hacía falta caballo y yo le pregunté si podía llevar a mi novia, y
me dijo que no. Entonces le pregunté si podía llevar a mi tía para que me hiciera natillas los
jueves, que me gustan mucho.
SRA. TEPÁN.–(Dándose cuenta de que ha olvidado algo.) ¡Ay, las natillas!
ZEPO.–Y me volvió a decir que no.
ZAPO.–Igualito me pasó a mí.
ZEPO.–Y, desde entonces, casi siempre estoy solo en esta trinchera.
SRA. TEPÁN.–Yo creo que ya que el señor prisionero y tú os encontráis tan cerca y tan aburridos,
podríais reuniros todas las tardes para jugar juntos.
ZAPO.–Ay, no mamá. Es un enemigo.
SR. TEPÁN.–Nada, hombre, no tengas miedo.
ZAPO.–Es que si supieras lo que el general nos ha contado de los enemigos.
SRA. TEPÁN.–¿Qué ha dicho el general?
ZAPO.–Pues nos ha dicho que los enemigos son muy malos, muy malos muy malos. Dice que
cuando cogen prisioneros les ponen chinitas en los zapatos para que cuando anden se hagan daño.
SRA. TEPÁN.–¡Qué barbaridad! ¡Qué malísimos son!
SR. TEPÁN.–(A ZEPO, indignado.) ¿Y no le da a usted vergüenza pertenecer a ese ejército de
criminales?
ZEPO.–Yo no he hecho nada. Yo no me meto con nadie.
SRA. TEPÁN.–Hemos hecho mal en desatarlo; a lo mejor, si nos descuidamos, nos mete unas
chinitas en los zapatos.
ZEPO.–No se pongan conmigo así.
SR. TEPÁN.–¿Y cómo quiere que nos pongamos? Esto me indigna. Ya sé lo que voy a hacer: voy a
ir al capitán y le voy a pedir que me deje entrar en la guerra.
ZAPO.–No te van a dejar. Eres demasiado viejo.
SR. TEPÁN.–Pues entonces me compraré un caballo y una espada y vendré a hacer la guerra por
mi cuenta.
SRA. TEPÁN.–Muy bien. De ser hombre, yo haría lo mismo.
ZEPO.–Señora, no se ponga así conmigo. Además le diré que a nosotros nuestro general nos ha
dicho lo mismo de ustedes.
SRA. TEPÁN.–¿Cómo se ha atrevido a mentir de esa forma?
ZAPO.–Pero, ¿todo igual?
ZEPO.–Exactamente igual.
SR. TEPÁN.–¿No sería el mismo el que os habló a los dos?
SRA. TEPÁN.–Pero si es el mismo, por lo menos podría cambiar el discurso. También tiene poca
gracia eso de que a todo el mundo le diga las mismas cosas.
SR. TEPÁN.–(A ZEPO, cambiando el tono.) ¿Quiere otro vasito?
SRA. TEPÁN.–Espero que nuestro almuerzo le haya gustado…
SR. TEPÁN.–Por lo menos ha estado mejor que el del domingo pasado.
ZEPO.–¿Qué les paso?
SR. TEPÁN.–Pues que salimos al campo, colocamos la comida encima de la manta y en cuanto nos
dimos la vuelta, llegó una vaca y se comió toda la merienda. Hasta las servilletas.
ZEPO.–¡Vaya una vaca sinvergüenza!
SR. TEPÁN.–Sí, pero luego, para desquitarnos, nos comimos la vaca. (Ríen.)
ZAPO.–(A ZEPO.) Pues, desde luego se quitarían el hambre…
SR. TEPÁN.–¡Salud! (Beben.)
SRA. TEPÁN.–(A ZEPO.) Y en la trinchera, ¿qué hace usted para distraerse?
ZEPO.–Yo para distraerme, lo que hago es pasarme el tiempo haciendo flores de trapo. Me aburro
mucho.
SRA. TEPÁN.–¿Y qué hace usted con las flores?
ZEPO.–Antes se las enviaba a mi novia. Pero un día me dijo que ya había llenado el invernadero y
la bodega de flores de trapo y que si no me molestaba que le enviara otra cosa, que ya no sabía
qué hacer con tanta flor.
SRA. TEPÁN.–¿Y qué hizo usted?
ZEPO.–Intenté aprender a hacer otra cosa, pero no pude. Así que seguí haciendo flores de trapo
para pasar el tiempo.
SRA. TEPÁN.–¿Y las tira?
ZEPO.–No. Ahora les he encontrado una buena utilidad: doy una flor para cada compañero que
muere. Así ya sé que por muchas que haga, nunca daré abasto.
SR. TEPÁN.–Pues ha encontrado una buena solución.
ZEPO.–(Tímido.) Sí.
ZAPO.–Pues yo me distraigo haciendo jerseys.
SRA. TEPÁN.–Pero, oiga, ¿es que todos los soldados se aburren tanto como usted?
ZEPO.–Eso depende de lo que hagan para divertirse.
ZAPO.–En mi lado ocurre lo mismo.
SR. TEPÁN.–Pues entonces podemos hacer una cosa: parar la guerra.
ZEPO.–¿Cómo?
SR. TEPÁN.–Pues muy sencillo. Tú le dices a todos los soldados de nuestro ejército que los
soldados enemigos no quieren hacer la guerra, y usted le dice lo mismo a sus amigos. Y cada uno
se vuelve a su casa.
ZAPO.–¡Formidable!
SRA. TEPÁN.–Y así podrá usted terminar de arreglar la plancha eléctrica.
ZAPO.–¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes una idea tan buena para terminar con este lío de la
guerra?
SRA. TEPÁN.–Estas ideas sólo las puede tener tu padre. No olvides que es universitario y
filatélico.
ZEPO.–Oiga, pero si paramos así la guerra, ¿qué va a pasar con los generales y los cabos?
SRA. TEPÁN.–Les daremos unas panoplias para que se queden tranquilos.
ZEPO.–Muy buena idea.
SR. TEPÁN.–¿Veis qué fácil? Ya está todo arreglado.
ZEPO.–Tendremos un éxito formidable.
ZAPO.–Qué contentos se van a poner mis amigos.
SRA. TEPÁN.–¿Qué os parece si para celebrarlo bailamos el pasodoble de antes?
ZEPO.–Muy bien.
ZAPO.–Sí, pon el disco, mamá. La SRA. TEPÁN pone un disco. Expectación. No se oye nada.
SRA. TEPÁN.–(Va al gramófono.) ¡Ah!, es que me había confundido. En vez de poner un disco,
había puesto una boina. Pone el disco. Suena un pasodoble. Bailan, llenos de alegría, ZAPO con
ZEPO y la SRA. TEPÁN con su marido. Suena el teléfono de campaña. Ninguno de los cuatro lo
oye. Siguen, muy animados, bailando. El teléfono suena otra vez. Continúa el baile. Comienza de
nuevo la batalla con gran ruido de bombazos, tiro y ametralladoras. Ellos no se dan cuenta de
nada y continúan bailando alegremente. Una ráfaga de ametralladora los siega a los cuatro. Caen
al suelo, muertos. Sin duda una bala ha rozado el gramófono: el disco repite y repite, sin salir del
mismo surco. Se oye durante un rato el disco rayado, que continuará hasta el final de la obra.
Entran, por la izquierda, los dos camilleros. Llevan una camilla vacía. Inmediatamente cae el
TELÓN

F. Fernán Gómez, Las bicicletas son para el verano.

LUIS: Mamá..., yo, uno o dos días, al volver del trabajo, he ido a la cocina... Tenía tanta hambre
que, en lo que tú ponías la mesa, me he comido una cucharada de lentejas... Pero una cucharada
pequeña...
DON LUIS: ¡Ah! ¿Eras tú?
DOÑA DOLORES: ¿Por qué no lo habías dicho, Luis?
LUIS: Pero sólo uno o dos días, y una cucharada pequeña. No creí que se echara de menos.
DOÑA DOLORES: Tiene razón, Luis. Una sola cucharada no puede notarse. No puede ser eso.
.DON LUIS: (A DOÑA DOLORES.) Y tú, al probar las lentejas, cuando las estás haciendo, ¿no te
tomas otra cucharada?
DOÑA DOLORES: ¿Eso qué tiene que ver? Tú mismo lo has dicho: tengo que probarlas... Y lo
hago con una cucharadita de las de café.
DON LUIS: Claro, como ésas ya no sirven para nada...(MANOLITAha empezado a llorar.)
DOÑA DOLORES: ¿Qué te pasa, Manolita?
MANOLITA: (Entre sollozos.) Soy yo, soy yo. No le echéis la culpa a esa infeliz. Soy yo... Todos
los días, antes de irme a comer... voy a la cocina y me como una o dos cucharadas... Sólo una o
dos..., pero nunca creí que se notase... No lo hago por mí, os lo juro, no lo hago por mí, lo hago por
este hijo. Tú lo sabes, mamá, estoy seca, estoy seca...
DOÑA DOLORES: (Ha ido junto a ella, la abraza.) ¡Hija, Manolita!.
MANOLITA: Y el otro día, en el restorán donde comemos con los vales, le robé el pan al que comía
a mi lado... Y era un compañero, un compañero... Menuda bronca se armó entre el camarero y él.
DOÑA DOLORES: ¡Hija mía, hija mía!
DON LUIS: (Dándose golpes de pecho.) Mea culpa,mea culpa, mea culpa...(Los demás le miran.)
DON LUIS: Como soy el ser más inteligente de esta casa, prerrogativa de mi sexo y de mi edad,
hace tiempo comprendí que una cucharada de lentejas menos entre seis platos no podía perjudicar a
nadie. Y que, recayendo sobre mí la mayor parte de las responsabilidades de este hogar, tenía
perfecto derecho a esta sobrealimentación. Así, desde hace aproximadamente un mes, ya sea lo que
haya en la cacerola: lentejas, garbanzos mondos y lirondos, arroz con chirlas o agua con sospechas
de bacalao, yo, con la disculpa de ir a hacer mis necesidades, me meto en la cocina, invisible y
fugaz como Arsenio Lupin, y me tomo una cucharada.
DOÑA DOLORES: (Escandalizada.) Pero... ¿no os dais cuenta de que tres cucharadas...?DON
LUIS: Y la tuya, cuatro.
DOÑA DOLORES: Que cuatro cucharadas...
DON LUIS: Y dos de Julio y su madre.
DOÑA DOLORES: ¿Julio y su madre?
DON LUIS: Claro; parecen tontos, pero el hambre aguza el ingenio. Contabiliza seis cucharadas. Y
a veces, siete, porque Manolita se toma también la del niño.
DOÑA DOLORES: ¡Siete cucharadas! Pero si es todo lo que pongo en la tacilla... (Está a punto de
llorar.) Todo lo que pongo. Si no dan más. (MANOLITAsigue sollozando.)
DON LUIS: No lloréis, por favor, no lloréis...
LUIS: Yo, papá, ya te digo, sólo...
MANOLITA: (Hablando al tiempo de LUIS.) Por este hijo, ha sido por este hijo.
DON LUIS: (Sobreponiéndose a las voces de los otros.) Pero ¿qué más da? Ya lo dice la radio: «no
pasa nada». ¿Qué más da que lo comamos en la cocina o en la mesa? Nosotros somos los mismos,
las cucharadas son las mismas...
MANOLITA: ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
DON LUIS: No, Manolita: qué hambre.
DOÑA DOLORES: (Desesperada.) ¡Que llegue la paz! ¡Que llegue la paz! Si no, vamos a
comernos unos a otros.

También podría gustarte