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EL HOMBRE CABRA

¿Por qué me mira esa mujer de rojo, cada vez que entro al monte?,
me dijo aquella vez Marcelo Gómez, con cara de asustado-, señalaría
el docente Cano Herrera cierta noche en La Rinconada, en el Oeste
de la provincia de Formosa, con un país consternado por la
pandemia, situación que nosotros desconocíamos.
No olvido que el monte, rabioso ante los truenos y relámpagos que
lo azuzaban, se encrespaba alrededor. El “sur” amenazaba con
arrancar a dentelladas el techo de la escuela, en tanto dece-nas de
espectros se desprendían del mástil, también enfurecido. Fue
entonces, lo recuerdo, cuando el colega mencionó a la mujer de
rojo...
Casualmente, había oído hablar de ella el año anterior de boca de
ciertos pescadores salteños del Bermejo y que perdieran a un
compañero. Juraron ante la Policía y quien los oyera que minutos
después de que lo vieran hablando con una dama, delgada y ves-tida
de rojo, brotada de la nada, el pescador desaparecería como por arte
de magia.
Cano Herrera, previo al vendaval, con los brazos y las piernas
cruzadas, aseguró haberla descubierto también, rondando el alam-
brado de El Algarrobal, su puesto, cinco leguas al Este de Ingenie-ro
Juárez, día anterior al suceso.
Afirmó que Gómez siempre actuó extraño, como extraño le re-
sultara desde el primer momento que, ni bien sobreviniese la no-che,
se apegase al fuego a cielo abierto hasta la madrugada, fu-mando
solito, con cara de preocupado.
- Aquella noche, el puestero me contó lo siguiente…, apuntó Cano,
garrapateando una mueca de consternación. Yo, simple-mente, le
presté oídos y transmito lo que me contara esa noche, dijo…
“Ya había amanecido, patrón, cuando salí a la calle. El calor era
sofocante desde temprano. Aunque para mí, un Wichí, nacido y
criado en la senda chaqueña, las mordidas del sol han formado parte
de mi vida, acostumbrada desde chirete a los azotes y las sequías
que en verano no conocían sosiego, como el hambre que no dejaba
dormir y hacía chillar las tripas. El hambre es feo, pa-trón, uno jamás
se acostumbra.
¿Qué me iba a asustar el calor?, dijo Cano que expondría el
empleado, para luego agregar:
Aquel sábado había campeonato de fútbol en El Carbonillo, una
comunidad de paisanos Wichís, al Este de la provincia de Salta. Al
alejarme recuerdo que todavía podía sentir el canto de los gallos de
don Petrono Echazú, el único criollo gringo medio loco que vivía a la
salida del pueblo y tenía de mujer a una Wichí, joven y flaquita que
paría cada año. Ni bien pasé el embarillado de la casa del vie-jo (era
peligroso, portaba escopeta porque pensaba que todo el mundo le
deseaba la mujer. ¡Pobre Teresa! Apenas si podía man-tenerse
parada de la anemia), casi me vuelvo, un presentimiento, no sé.
Buscando acortar camino, me metí en una senda espinuda por la que
casi nadie transitaba.
Habré caminado, no sé, tres o cuatro kilómetros tal vez. En un
descanso me senté por ahí a fumar un armadito. Fue entonces
cuando vi las huellas; raras: las pezuñas parecían de cabra pero
mucho más grandes. Me desvié del camino, seguí las huellas has-ta
que el monte se cerró. Apartando como pude las ramas de vinal
avancé despacio. De repente lo oí: un crujido de ramas. Me aga-ché.
Por la senda, además de corzuelas y conejos, siempre ron-daban
majadas de chanchos rosillos. ¡Usted sabe, patrón, lo peli-groso que
son esas bestias en manada, que descarnan hasta los huesos lo que
encuentren! Son asesinos. El monte, por entonces, era bastante
virgen y espeso, y como le dije, poco transitado por personas de otro
lado.
Sin embargo, lo que hallé fue peor, creo…
Al pie del algarrobo, parado, estaba un hombre flaco, com-
pletamente desnudo. Tenía los brazos extendidos, apoyados con-tra
el tronco, sucio y cubierto de pelos, oscuros y gruesos. Podía verlo
nítidamente de costado. Pensé que se trataba de Mamerto Funes, un
paisano que vivía borracho, o cualquier otro. No era de extrañar,
especialmente los fines de semana en que las carbone-rías no
trabajaban y los peones se daban al trago libre, gastando lo poco
que ganaban en la semana en los hornos del infierno, co-mo los
llamábamos.
Sin querer llamar la atención del hombre, seguí camino hasta que…
¡Ay, mi madre! Era un hombre, ¡sí!, de cuerpo por lo menos. Pero su
cabeza era otra cosa, mejor dicho: no era humana. No miento, don
Cano, tenía cabeza de cabra aquello y unos cuernos y orejas
chiquitas, igual que la cabra. Los ojos oscuros como noche de lluvia
me paralizaron. Ni cuchillo tenía. Las piernas y los brazos me
temblaban. No me podía controlar, era como si unas manos
engarfiadas me apretasen el cerebro, sin dejarme pensar. En cierto
momento, el hombre o lo que fuera, me dijo algo que jamás voy a
olvidar:
- ¡Marcelo, no digas nada, es mejor para vos!
Y salió corriendo, dejando la estela de pelos entre los arbustos y el
aire, balando o gritando como herido, tal vez. Aún tenía pezu-ñas, se
desplazaba como en puntas de pies. Ni bien pude dar unos pasos,
volví a la casa, por nada del mundo quise seguir en el monte aquella
vez.
¡Claro que lo conocí! ¡Era Orlando, el carpintero del Carbonillo! No
era mal tipo, aunque siempre andaba apartado de todos. Se
rumoreaban algunas cosas con eso del culto al diablo, nada raro en
el Carbonillo. Por aquellos años daba miedo andar por el pue-blo de
día, imagine de noche. Según decían: casi todos, increíble-mente, se
dedicaban a hacer brujerías y cualquier trabajo con el demonio, a
cambio de un chivo o unos pesos…
“Parecía un deporte, patrón, para ver quién hacía los ‘payé’ más
fuertes. Eso decían, vio, como de los hijos entre padres e hijas o
hermanos, en fin. ¿Lo cierto?: allí, desde que se tuviese memoria
nacían niños con dos cabezas, un solo ojo y cosas así, morían al poco
tiempo y de manera extraña. Algo había de razón: nadie que naciera
en El Carbonillo se podía ir, estaba como atado a la tierra por las
uniones incestuosas”, expuso Cano que habría de confesarle el
puestero, con voz abatida, en tanto atizaba el fuego y encendía el
enésimo cigarrito armado. Sin embargo, lo más extraño, dijo que
vino después:
“Lo cierto fue, don Cano, que a los pocos días salí de la zona para
venirme a Formosa, a trabajar en lo que fuera. Igualmente, desde
aquella vez no dejo de ver cosas raras: me salen niños sin cabezas,
mujeres con ropa, sucia o ensangrentada, como la mujer de rojo que
de tanto en tanto me topa en el monte.
Usted la vio también hoy, ¿no?”
Cano indicó que no le respondió; el otro seguiría contándole, sin
esperar respuesta:
–“¡Esa mujer me tiene mal, patrón! Ni bien la descubro, vestida de
rojo de la cabeza a los pies, con cara de furia, me mira, única-mente
me mira y señala, no sé qué”.
Según Cano Herrera, aquella noche, a orillas del fuego, sería la
última que vería a Marcelo Gómez, en El Algarrobal.
– Lo busqué por cielo y tierra, señalaría el productor.
– Únicamente hallé un jirón de tela roja, enganchado en el alam-
bre de púas. Parecía una señal, no sé. No creo mucho en esas co-sas,
expondría el colega, con los brazos y las piernas cruzadas, como de
costumbre, en tanto las primeras gotas daban de lleno contra el
techo escolar y no lográbamos casi oírnos, obligándonos a buscar
refugio.
Cano, hace poco hubo de enterarse: entre las pertenencias
abandonadas halló de casualidad el documento de identidad:
Marcelo Gómez, había nacido en El Carbonillo, provincia de Salta.
¿Alma en pena, devoto de Lucifer, vestido de mujer de rojo? Hasta
los curas que siempre niegan al diablo (nunca entendí por qué),
señalan que puede adoptar muchas formas…
Vaya uno a saber.

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