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«Nadie, salvo la Iglesia, posee esa confianza», dice san Jerónimo (PL 26,829). Y san
Agustín, refiriéndose al título que se halla al inicio del salmo (v. 1), un título que en su
versión latina reza: «Para aquella que recibe la herencia», explica: «Se trata, por
consiguiente, de la Iglesia, que recibe en herencia la vida eterna por medio de nuestro Señor
Jesucristo, de modo que posee a Dios mismo, se adhiere a él, y encuentra en él su felicidad,
de acuerdo con lo que está escrito: "Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la
tierra" (Mt 5,4)» (CCL 38,1,2-3).
La oración del salmista culmina en un final lleno de luz y de paz (vv. 12-13), después del
oscuro perfil del pecador que acaba de dibujar. Una gran serenidad y alegría embarga a
quien es fiel al Señor. La jornada que se abre ahora ante el creyente, aun en medio de
fatigas y ansias, resplandecerá siempre con el sol de la bendición divina. Al salmista, que
conoce a fondo el corazón y el estilo de Dios, no le cabe la menor duda: «Tú, Señor,
bendices al justo y como un escudo lo rodea tu favor» (v. 13)
2
Señor, escucha mis palabras,
A ti te suplico, Señor;
4
por la mañana escucharás mi voz,
y me quedo aguardando.
5
Tú no eres un Dios que ame la maldad,
ni el malvado es tu huésped,
6
ni el arrogante se mantiene en tu presencia.
lo aborrece el Señor.
8
Pero yo, por tu gran bondad,
entraré en tu casa,
alláname tu camino.
10
En su boca no hay sinceridad,
su corazón es perverso;
[11Castígalos, oh Dios,