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El silencio de los inocentes/II

Joel Solís Vargas

Cualquier estudio de la historia (de la historia en general) puede mostrar que, desde cierto punto
de vista, nunca hay nada nuevo bajo el Sol; que las motivaciones, los impulsos, las utopías y las
argumentaciones que justifican atrocidades cometidas por personas y sociedades son las mismas
ahora que antes; que lo que ahora mismo ocurre alrededor del mundo ya ha ocurrido antes
muchas veces: la invasión de Rusia a Ucrania, la represión del régimen sirio, la beligerancia de los
radicalismos de todo signo, el ascenso de los populismos (de izquierda o de derecha), los
nacionalismos, los fanatismos suicidas, el resurgimiento de los autoritarismos... y todas las
mezcolanzas posibles entre ellos.

Todo ya ha ocurrido antes, si bien con otras personas, con otros nombres, en otros lugares y en
otras escalas. Marx lo describe con simpleza magistral en El 18 brumario de Luis Bonaparte: “Hegel
dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen,
como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como
farsa”. Pero, de hecho, los grandes hechos y los grandes personajes de la historia se repiten ad
infinitum, como comedia y como tragedia, en perenne alternancia.

¿Hay algo nuevo que aprender de la historia? En el siglo antepasado, los conocimientos nuevos y
sorprendentes que aportaron las mentes más brillantes del mundo de aquella época (entre ellas,
de manera destacada, las de Marx y Darwin) hicieron a muchos hombres pensar que se
aproximaba un futuro que escapaba a esa dinámica, un futuro nunca imaginado, escenarios nunca
vividos por la humanidad.

El nazismo postuló una versión extrema de la teoría darwiniana de la selección natural para
justificar sus planes de eliminar de la faz de la Tierra a los judíos y someter al resto de los pueblos
del mundo. El socialismo, por su parte, buscó hacer realidad la utopía marxista de un mundo sin
clases sociales y sin explotación del hombre por el hombre.

Pero no habría tales escenarios inéditos: las ideologías nuevas que, combinadas con las
tecnologías de punta de la época, generaron guerras y regímenes de brutalidad nunca vista, y no
lograron lo que sus promotores pretendían, sino que acabaron por estrellarse contra la realidad y
desmoronarse.

Y a pesar de la amargura, del dolor, la destrucción y la muerte que dejaron, la lección no fue
aprendida: los autoritarios tontos siguen por ahí urdiendo más guerras, polarizando sociedades,
tratando de revivir glorias pasadas, de eliminar todo lo que no cabe en la estrechez de su mente
(sean personas o instituciones). En síntesis: las mismas motivaciones, impulsos, utopías y
argumentaciones que hace un siglo. No hay nada nuevo bajo el Sol.

Es la eterna lucha entre el bien y el mal, entre el futuro y el pasado, entre la inteligencia y la
estupidez. Es el motor de la historia, según Karl Popper.

Cualquier parecido con la realidad...


Hitler buscaba, con armas nuevas y una nueva ideología, volver a un pasado para él glorioso, a una
época en que Alemania podía pisotear sus vecinos, en vez de ser pisoteada por ellos. ¿Le suena
parecido al Make America Great Again de Trump o al restaurar la Gran Madre Rusia de Putin?

En sus años mozos, Hitler defendió, como soldado del ejército alemán, al viejo régimen germano
en la Primera Guerra. Más tarde, finalizado el conflicto, llamará a desechar el sistema de cosas
surgido de las cenizas de esa conflagración y a reconstruir las viejas glorias alemanas.

Primero luchó desde fuera del sistema. Picó piedra durante al menos 10 años. Su radicalismo fue
reprimido, y pasó tiempo en la cárcel, donde escribió el bodrio que acabaría por convertirse en la
Biblia de la Alemania nazi: Mein Kampf, Mi Lucha.

En el ínterin, de alguna manera llegó a la conclusión de que, para destruir el sistema que tanto
odiaba, lo más efectivo sería ingresar a él, para dinamitarlo desde dentro.

Legalizó su partido, y a partir de entonces su ascenso en el sistema político alemán fue meteórico.
Al final obtuvo una votación mayoritaria aplastante que lo catapultó al poder. Y ya instalado en
este, dinamitó las instituciones democráticas que hacían contrapeso a sus planes. Disolvió el Poder
Legislativo con el argumento de que los diputados eran un estorbo muy costoso, y sometió al
Poder Judicial, pues desde el punto de vista nazi, los jueces deben ayudar a realizar con celeridad
los planes del gran líder, no obstaculizarlos con juicios y resoluciones adversas. Para ello, no dudó
en mentir, calumniar, incendiar, destruir y asesinar, porque su objetivo era más importante que
todo lo demás, porque el fin justificaba los medios.

Con los caminos despejados, se lanzó a la siguiente fase: rearmar Alemania para cobrar a sus
vecinos las humillaciones que le hicieron no sólo al derrotarla en la Primera Guerra, sino también
al imponerle onerosos pagos para recuperar lo que ellos perdieron en el enfrentamiento.

Después daría el tercer paso: la conquista del mundo.

A finales de 1931, poco antes de su ascenso al poder, Hitler no pudo resistir la mesiánica tentación
que por lo visto ataca a todos los líderes autoritarios: “Ahora pertenezco solo al pueblo alemán y a
mi misión”, dijo.

Y en este punto hay otras similitudes en el presente, pues las mismas palabras han sido
pronunciadas por líderes contemporáneos. “Yo no me pertenezco; yo le pertenezco al pueblo de
Venezuela; mi vida es de ustedes”: Hugo Chávez, 15 de febrero del 2009. “Yo ya no me
pertenezco; yo estoy al servicio de la nación”: López Obrador, antes y el primer día de su mandato
como presidente de México, el 1 de diciembre del 2018.

¿Es mera coincidencia?

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