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EL TRUEQUE

Decidieron ir hasta las ruinas del viejo Hotel, cortando camino por el
arroyo. Es cierto que el trayecto era más riesgoso por las piedras
resbalosas, los alambres de púa y algún pozo profundo en medio del
campo; pero saltar la tranquera y tomar el camino que hacían las
camionetas para las visitas guiadas, era más peligroso aún.
—Hay perros ladrando… ¡por ahí te largan un Rottweiler y agarrate! —
dijo Hernán—. Y debe estar lleno de gente. No es lo mismo que el año
pasado, ahora van armados.
Desde el inicio de esa ruta, se encontraba tanto la casa del cuidador,
como de gente que había construido su cabaña a la vera del camino.   
Mauro, más decidido respondió:
—¿Te parece que a las 3 a.m. va andar gente despierta recorriendo el
lugar, en pleno invierno?
—Yo creo que si cruzamos por el arroyo es mejor. Evitamos pasar por la
zona habitada. —A Diego, el de espíritu más aventurero, le seducía la
historia del Hotel, sus misterios y el éxtasis que significaba estar allí en
plena oscuridad.
—¡La noche esta cerradísima! —aclaró Eliseo que durante el día, en otro
cruce por el arroyo, pisó una piedra mojada y metió su pie derecho en el
agua. —Si me resbalé de día, ahora que no se ve nada, ¡me mato en las
piedras! Además, este año no estoy fino.
Entre risas, los cuatro amigos, con un termo cargado de Fernet y Coca-
Cola, se encaminaron hacia el monumento histórico: El Club Hotel de la
Ventana. Aquel que había sufrido un incendio 35 años antes y que
albergaba anécdotas del casino, fastuosas cenas para la aristocracia y los
más inquietantes y misteriosos relatos de marineros Nazis, alojados allí
durante 2 años.
—¡Shh! paren… ¿qué son esas luces? —se atajó Diego.
Mauro lo tranquilizó:
—Las luces de la calle o de las cabañas.
—¡Eu! tengan cuidado con los celulares… apáguenlos ahora. —Hernán ya
estaba enfocado en encontrar el camino hacia el hotel. No creía más en la
teoría de los vigilantes nocturnos.
Recorrieron el kilómetro y medio que separaba el tramo al que habían
accedido desde el arroyo, con el patio frontal del Hotel. Con el corazón
en la boca, pasos ligeros y la adrenalina en efervescencia.
A medida que se acercaban, la tenue penumbra permitía distinguir una
imagen espectral del edificio, mientras los ladridos lejanos de los perros,
le ponían dramatismo a la travesía.
—Un año más —dijo Diego—, que hermoso es venir al Hotel.
—¡Y de noche! —aclaró Mauro.
Hernán, que oficiaba un poco de guía, de referencia, advirtió algo.    —
Esta entrada es nueva. Siempre hubo un muro acá, y creo que pertenece
a… —Lo interrumpieron.
—¡Este año me llevo un ladrillo! Un recuerdo como el tuyo Hernán. ¡Ja!
Diego había tramado durante un año, llegar al hotel y llevarse un
souvenir, como lo había hecho su amigo.
—Cuidado que los objetos de este lugar, con esta historia trágica, tienen
una carga especial, una energía diferente —meditó Mauro. Y removiendo
un ladrillo del segundo escalón de una escalinata que antiguamente se
dejó pisar, quizás por algún presidente, dijo:
—¡Tomá, acá tenés uno! estuvo cien años esperándote.
—Querido, ¿vos te vas a llevar algo? —le preguntó Diego a Eliseo que,
dubitativo le contestó:
—Creo que no, no sé… me pegó lo de la energía. Además… ¿dónde lo
meto el ladrillo?
Diego le respondió con un gesto reprobatorio y continuaron pisando
escombros de lo que quedaba de galería.
Sacaron algunas fotos con escasa luz, en el patio de las palmeras, en el
interior de la “Gran U” que formaba el inmueble. En un momento Mauro
y Hernán encontraron algo para Diego, que estaba obsesionado con
hallar algo de hierro, que hubiese pertenecido a la construcción original
de 1911.
—¡Diego, acá tenés algo zarpado! —dijo Mauro y Hernán lo iluminó—.
Es una caja de luz eléctrica de aquella época. ¡Emocionate Diego!
Su amigo tomó el descubrimiento, lo analizó y vio que tenía marcas de
nombres que, en alguna época incierta, se habían rasgado dentro de la
caja.
Alguien con sed preguntó:
—Pasame el fernet Eliseo.
—No queda más. —Y tirando los hielos gastados en el pasto,
emprendieron el regreso a la cabaña, por el mismo trayecto clandestino.
Eran ya las 5 am.

***

El primero en irse fue Hernán. Era domingo y quería disfrutar la tarde


con su hijo. Mauro, Eliseo y Diego, postergaron el retorno, para almorzar
una chocolatada con bizcochos.
Volvieron a la cabaña y juntando las cajas de bebidas y los bolsos de
viaje, Diego percibió algo...
—No encuentro mis lentes, ¿alguien los vió?
Mauro y Eliseo negaron, mientras revisaban sus bolsos por si en un
descuido los habían metido allí.
—No está por ningún lado, ya revisé toda la casa y la parrilla.
—Llamalo a Hernán, seguro que se los llevó él por equivocación —
propuso Mauro.
Eliseo tomo su teléfono, habló con Hernán y sin respuesta positiva,
preguntó:
—¿No se te habrán caído cuando estuvimos ayer en el auto abandonado?
La tarde anterior, caminando por la Villa, se toparon, en medio de un
campo, con un Renault 4 totalmente destruido y oxidado. Sin motor, sin
espejos, sin casi ninguna pieza entera. No tardaron en improvisar un
book de fotos picarescas con el rejunte de chatarra.
Ahora volver allí, era, como decía Mauro, un “anti-paraíso”. Pero Diego
estaba empeñado en encontrar sus gafas de sol.
—Tratemos de hacer el mismo camino que ayer, y vayan mirando el
suelo —propuso Mauro.
—¿Hay que pasar por el arroyo? —cuestionó Eliseo—. Acuérdense que
este año no estoy fino.
Aunque cruzaron la corriente de agua sin inconvenientes, y retomaron el
camino de tierra, los lentes seguían sin aparecer.
Mauro miro a su amigo afligido y con sinceridad mística le dijo:
—La energía, Diego… todo tiene un precio.
—¿A qué te referís?
—La caja que te llevaste anoche del hotel…
—¿Vos decís… que puede haber un trueque? —razonó Eliseo.
—¡Y si! Es el lugar —sentenció Mauro—. Vos te llevás algo de acá, le
cambiás el destino a un objeto que lleva décadas en el mismo lugar y la
Villa se lo cobra. Los lentes. Los lentes se quedan acá.

Diego, improvisó una mueca, mezcla de sonrisa y resignación. Los tres


querían creer en esa teoría.
La Villa y el Hotel, como cómplices de un trato ancestral, sabían que no
había teoría, que el equilibrio del universo lo dirigían ellos.
Eliseo Bouquez. 17 de agosto 2018

LA DEVOLUCIóN

—¡La caja! Esperen que me olvidé la caja en la cabaña. —Diego


retrocedió unos metros hasta recuperar el artefacto centenario que se
había llevado un año atrás del viejo Hotel.
Eran a las 3.30 hs. del mañana y el ritual anual de visitar las ruinas
estaba en marcha. El asado y la cerveza que habían disfrutado esa noche
no los amedrentó a encaminarse a la aventura.
—¿En serio la vas a devolver? —preguntó Hernán.
—Si, durante todo el año, reflexioné y decidí devolverle al hotel lo que es
suyo. —Diego parecía convencido, y hasta sentenció:
—Es más, no me interesa recuperar los lentes. La caja nunca estuvo
cómoda en mi casa, jamás encontró su lugar.
—La energía, Diego… todo tiene un precio —dijo Mauro, iluminando la
calle en penumbras, como suelen ser las noches de Villa.
Caminaron hasta el arroyo del dique, que este año estaba más seco. Lo
cruzaron con facilidad y luego de atravesar el camping en silencio,
encontraron su camino, el camino hacia la verdad.
Esa excursión era quizás el clímax del viaje, un instante de plenitud, el
pretexto por el cual acudían cada año.
Dos kilómetros en los que, por momentos se agrupaban de a dos,
transitaban solos o los cuatro juntos.
Solo el entorno y alguna vaca al costado del sendero eran testigos. Nunca
faltaban el termo con fernet y un habanito saborizado. La luna… fiel
colaboradora.
—¡Pará! ¿este es el hotel? —se frenó Diego.
—Claro que sí, ¿qué va a ser? —respondió Eliseo.
—Pero tiene razón Diego, acá hay algo extraño —puntualizó Hernán—.
Este es el costado.
Mauro quiso aclarar el dilema:
—El Hotel es, no creo que haya otras ruinas por acá. Pero igual es raro…
—¡Aquello no estaba ahí al costado! —agregó Diego.
Se movían nerviosos buscando alguna forma conocida para descifrar el
enigma.
—Agarramos otro camino… —aportó Eliseo.
—No hay otro camino, ¡el único es por donde vinimos! —gritó Hernán.
—Insisto en que este es el costado del hotel—se plantó Diego.
—¡No! mirá, acá está el mástil y aquello del costado es la cocina. —Mauro
se mostraba seguro, pero era cierto, nunca habían entrado de esa manera
al Hotel.   
—Esa ventana debe ser la de la mujer que le da de comer al Ternerito,
¡tengo la foto! —Diego intentó buscar ese lugar exacto, pero por alguna
razón nadie logró ubicarlo.
Dejaron que el misterio quede sin resolver y se dirigieron al patio interno
pasando por la sala principal, que parecía haber sido despojada de viejos
escombros.
Y allí estaban las dos palmeras, en el corazón de la reliquia, custodias de
tantas noches perpetuas. Tal vez esperando a sus cuatro invitados, esos
que la ignoran durante 364 días, pero que, una madrugada al año,
procuran que la cita se concrete.

Por primera vez, de manera natural y sin mediar palabras, se sentaron en


el pasto del patio. Un sector que, como podía distinguirse en alguna vieja
fotografía, había albergado una cancha de tenis y una pérgola. Fue un
acto espontáneo, creyeron ellos.
Les resulto difícil quebrar el silencio, la noche exigía sosiego. Alguna
frase muda y un par de flashes que nunca alcanzaban a iluminar las
fotos; como si el hotel dijera “fotos… ahora no.”
De fondo con un celular, hicieron sonar, muy respetuosa, una canción
que ellos mismos habían grabado con su banda; la atmósfera y ese
estrecho vínculo entre los cuatro y el viejo hotel, vivía su instante más
etéreo. De a poco, se fundieron en inusitados trayectos de alborozo, con
una melodía que mimetizaba su ritmo con el susurro de los elevados
pinos, con la serenidad que revelaban los huecos de las ventanas, cual
ojos que ya no ven el brillo del día ni el fulgor de la alborada. Sonidos
espaciales y cuidadas armonías, creaban a aquel sitio, un punto
ascendente, revelador de un pasado de gloria y quebranto. Inefable y
perenne segundo, incesante pero efímera epifanía, madre de la
limerencia consumada, la música perfecta para consumar el acto
fratern…
“¡¡¡Mmmuuuu!!!” Un mugido lejano despabiló el letargo de los cuatro
visitantes.
—Volvamos a la cabaña… —Hernán le estiró el brazo a Diego; Eliseo y
Mauro se levantaron despacio.
Juntos volvieron por aquel mismo camino, que hacía un rato, aparentaba
haberse corrido.
Diego por supuesto, cumplió su promesa y arrojó la caja al interior del
viejo Hotel, que se sentía menos ultrajado que antes.

Eliseo Bouquez. 5 de septiembre 2019

LA SIRENA

Aquel año, el ritual de visitar las ruinas del viejo hotel, tuvo un nuevo
protagonista: una furiosa lluvia, incontenible, que emergió sobre la tarde
y alcanzó su naturaleza más profunda bien entrada la noche. Nunca
antes había ocurrido.
—Diego, esta noche cabañita… ¡al calor de las brasas, ja!
—¡Pará Hernán! no me pinches la salida nocturna. —Diego estaba
preocupado, hasta desilusionado por el clima.
—Va a estar complicado —agregó Mauro—, hay un diluvio ahí afuera.
¡Mirá por la ventana y decime si ves algo!
—Además, el camino siempre es distinto, y ahora con lluvia hasta sería
peligroso —dijo Eliseo.
—¡No! Háganme el aguan…
Un estruendo los interrumpió. No era un trueno, era un sonido lúgubre
de menos de tres segundos.
Se quedaron duros, mirándose sin decir nada.
Y diez segundos después, lo mismo y se repetía sin pausas.
—¿Habrá pasado algo en el pueblo? —Eliseo rompió el silencio.
—Eso es una sirena, quizás de los bomberos…
—No, Diego, ¡no hay chance de que exista fuego con esta tormenta! —
gritó Hernán.
—Yo quiero saber que es esa sirena, ahora sí estaría bueno salir… —
insinuó Mauro.
Nadie imaginó una propuesta de esa magnitud.
—Pero si recién dijiste que…
—La energía Diego… todo cambia en un instante.
—¡Yo también voy! —aventuró Eliseo.
Hernán convencido, miró de reojo a Diego y le hizo el gesto de que ya no
había posibilidad de oponerse a la salida.
Algo distinto había ocurrido en la Villa, y ellos no iban a ser ajenos al
misterio que suponía aquella sirena, no podían. Era como un canto que
los convocaba.
Cruzaron el arroyo, pisando grandes rocas y con la luz de los celulares
como única iluminación. A diferencia de anteriores cruces, el agua fluía
corriente abajo, con gran impulso.
—Este año hay que estar fino, no te queda otra. —Eliseo y el resto de sus
amigos procuraban ir despacio y seguro.
Caerse al arroyo implicaba empaparse completamente, porque, salvo al
salir de la cabaña, no se habían mojado demasiado. A propósito, Mauro
reparó en algo:
—¿Notaron lo rápido que dejó de llover? ¡Ya no hay nubes!
—Si, pero tengamos cuidado, no quiero que se moje la tela.
—¿Que tela, Diego? —indagó Hernán.
—Ah! no les conté. El año pasado mientras escuchábamos “Tomorrow
home” en el patio de las palmeras, encontré esta tela celeste.
Hernán ilumino el retazo.
—No te puedo creer, ¡dejaste la caja, pero te llevaste otra cosa! Parece de
una camisa.
—No quiero sembrar pánico —intervino Eliseo—, pero eso parece de la
blusa que llevaba la chica de la foto.
—¡La que le daba de comer al Ternerito! —dijo Diego.
La sirena causaba mucha intriga, era cierto, pero los cuatro amigos
seguían empecinados en volver al viejo Hotel, costara lo que costara.
—¿Este es el camino? —preguntó Eliseo—. No quiero descubrir atajos, ni
cosas raras…
—¿Raras como aquella luz? —se exaltó Mauro.
—¡Para! —Diego frenó al resto con sus brazos—, ¿ese brillo viene desde el
Hotel?
Ahora el sonido, que duró más de 20 minutos, había cesado. Pero a lo
lejos, muy apagado se percibía un silbido y un traqueteo repetido.
—Yo diría que lleguemos, dejes el pedazo de tela y volvamos; no me
preguntes porqué. —Mauro se mostró terminante.
—Tranquilos, estamos ansiosos. Vayamos a ver que es esa luz y después
vemos. —Hernán dijo eso antes de darle un sorbo grande al termo con
Fernet.
Continuaron por el camino, que esta vez estaba más despejado de
árboles y vegetación.
—Deben haber talado durante el año —entendió Eliseo—, porque está
todo muy cambiado.
Tras de ellos, un ruido de motor se hacía cada vez más cercano.
—¡Viene un auto! escondámonos —pidió Diego.
—No, ya nos vieron, si nos preguntan digámosle la verdad. —Hernán
serenó el momento.
El coche paso a su lado sin mostrar interés en estos individuos que
deambulaban de noche por el campo.
—No ví bien, pero… ¿eso era un Ford T? —cuestionó Mauro.
—No solo era un Ford T, sino que el tipo que lo manejaba llevaba galera y
mostacho —agregó Eliseo.
Hernán confirmo lo que decía Eliseo y manifestó:
—Escuchen chicos, no tomé tanto y tampoco estoy borracho, pero si así
fuese, lo voy a decir igual. —Mauro lanzó una carcajada—.
¿Se acuerdan de la mujer del museo, cuando contó sobre una sirena que
se emitió durante la apertura del Hotel? ¡Esos sonidos de hoy eran esa
sirena! ¡y ese auto es de algún invitado a la fiesta!
—¿Y el brillo que se ve al fondo? —preguntó Mauro.
—Son las luces del hotel… ¡que está en plena inauguración!
—Callate Hernán, ¡estas totalmente ebrio! —gritó Diego.
—¡No, en serio! mostranos la foto de la mujer y el ternerito…
Los cuatro se unieron en uno para ver mejor.
—Hacele zoom a la chica de la ventana… —indicó Hernán.
Diego atónito, no pudo hablar. Mauro afinó la vista y dudó.
—Fijate el hombro, le falta el pedazo que tenés vos —dijo tranquilo Eliseo
—. Igual hay algo más increíble en todo esto…
—¡¿Qué?! —apuró Diego—, ¿qué estás pensando? ¡decilo!
Mauro se adelantó:
—Viajamos en el tiempo, abrimos un portal o algo así.
—Jajaja, viajamos en el…
—Diego no preguntes como, ni cuando, ni porque, pero estamos en
1911…
—¡11 de noviembre de 1911! El Club Hotel… ¡estamos en la inauguración
del Hotel! —Eliseo lagrimeó de emoción y Mauro lo abrazó.
Los tres aceleraron el paso dejando a Diego unos metros atrás.
—No puede ser, decime que estoy soñando… —El mayor del grupo aún
no entendía, ni quería creer lo que estaba sucediendo.
Llegaron cerca de la entrada y se escondieron detrás de un eucalipto, uno
de los pocos que había en ese entonces, cuando aún no se había
forestado el parque.
El paisaje era soberbio, portentoso. No por las sierras, que en las
tinieblas no llegaban ni a percibirse. ¡Lo admirable era el hotel! Con su
irrepetible presencia, rematada por su cubierta roja. Esa noche irradiaba
magia, con los ventanales iluminados contrastando con la penumbra del
bosque. Cada luz, era una brecha al paraíso, como se creía en la
antigüedad sobre las estrellas. El hotel era una joven y bella princesa,
lista para su ascensión en el Reino. Su figura, enamoraba.

«¡Viva Don Roque Sáenz Peña y larga vida al Club Hotel!». El grito vino
rebotando por los paredones del salón comedor y llegó hasta donde
estaban los cuatro. Por un rato, el viento que soplaba trajo un tumulto de
voces amontonadas, música de orquesta, niños gritando y zapatos
repiqueteando en el mármol.
—¿Escucharon? —se asombró Diego—, tenían razón, es el estreno del
Hotel. Pero sigo sin poder creerlo. ¡¡¡¿Cómo llegamos a 1911?!!!
—¡Shh!, nos van a ver —dijo Hernán cauteloso.
—¿Qué… no vamos a entrar? ¿¡nos vamos a perder la Fiesta del Siglo!? —
Eliseo estaba entusiasmado con ver a Lord Barrington y a la alta alcurnia
Argentina.
—Diego, ¡está el Primer Ministro Inglés!
—Perdón —frenó Mauro—, ¿vos pensar entrar así vestido, con esa
campera camuflada y las Nike rosas?
Rieron juntos y se aventuraron a disfrutar del episodio más insólito de
sus vidas.
Llegaron hasta el acceso principal, donde una fila de caballeros de Frac y
damas con vestidos en raso y mangas de encaje, entregaban un rústico
papel que parecía ser la entrada al evento.
—Así empapados no podemos entrar, vayamos por el costado, donde está
la cocina. Por ahí encontramos algo más acorde a la época.
—¡Disculpen señores! —Alguien los alertó—, la entrada es por aquí, y la
invitación lo decía bien claro: “Para varones, Frac o Chaqué”.
—Es verdad —contestó Mauro— pero esta vestimenta es la última moda
en Europa, vivimos un tiempo allí. Por favor, permítannos saludar a… a
Ernesto Tornquist. Quizás alguna día…
—¡Ja! Tornquist falleció hace 3 años, y yo que ustedes no hubiese
querido conocerlo… —dijo el recepcionista—. Sus apellidos, por favor.
Mauro y Hernán se miraron nerviosos y este último dijo:
—Renault, somos cuatro primos, de ascendencia francesa…
El hombre buscó en la lista, y con rostro dubitativo dijo:
—Renault… me suena. Pero… ¿van a pasar o se van a quedar mucho
tiempo aquí? hay muchos invitados que aún no entraron.
En pocos minutos se había formado una extensa cola de gente que
llegaba en su mayoría en la Trochita, desde la estación Sauce Grande.
—Gracias —contestó feliz Eliseo—, y nunca permitan que este lugar se
abandone.
—¡Jamás mi amigo, el Club Hotel durará siglos!
Eliseo miró a Diego y juntos entraron a la Maravilla del Siglo XX, aquella
que veían siempre en decadencia. Ahora, quien sabe cómo, estaban
contemplando su esplendor, su instante más glorioso, repleto de ilustres
visitantes y con asistentes convencidos de que un sitio así, nunca podría
extinguirse.

Entraron tímidos, asombrados por la ostentación y la abundancia. La


gente se daba vuelta para verlos, sobre todo las damas mas jóvenes, que
cuchicheaban entre ellas, sonrojadas.
—Mirá como te mira la morocha Diego…
—Jaja, no seas bobo Herny, ¡podría ser mi bisabuela!
—Miren, van a servir el banquete de bienvenida, ¿se acuerdan la vajilla
de plata y porcelana que nos mostraban en el museo? —observó Eliseo.
Hernán tomó una jarra, la olió y dio un sorbo.
—Mmmm, cerveza. La hacían en el sótano, si mal no recuerdo. Mil veces
mejor que la tirada en 2019.
Mauro, que analizaba las caras dijo:
—Me muero, ¡el billete de cien! estoy viendo en persona al tipo que está
en el billete de cien.
—¡Julio Argentino Roca! —reconoció Eliseo.
—¿No tenés un billete para mostrarle?, jaja ¡por favor!
Sin hacer caso a la broma de Diego, dieron una vuelta por el casino, que
ya hacía rodar la suerte de los apostadores y luego se dirigieron al patio
central, donde las dos palmeras, testigos del correr de las décadas, aún
eran muy pequeñas.
—Un detalle… esas palmeras, hoy 11 del 11 del 11, aun no deberían estar
ahí plantadas —notó Eliseo.
—Si, ya estabbbbbb…
De repente el entorno comenzó a alterarse, la noche se hizo día, las luces
se apagaron y las palmeras y el bosque, crecieron velozmente; como si
fuese una película en cámara rápida, hasta que se detuvo. El hotel
parecía abandonado, con la hierba alta, cristales rotos y las paredes
manchadas. Un deterioro evidente.
—¿Qué pasó? —preguntó Mauro.
—No sé, pero es como si viésemos la historia del hotel en una realidad
virtual.
Y otra vez, el paisaje comenzó a girar y girar; vieron niños y niñas correr
alrededor suyo, jugando, mojándose en lo que parecía una tarde muy
calurosa y mientras el horizonte no paraba de dar vueltas, alguien les
gritó:
—¡¿Guten Tag, Kollegen, wie kann ich Ihnen helfen?!
Los chicos se quedaron inmutables, esperando que la ilusión se
desvanezca, pero el militar se mostraba extrañado. Hasta que un hombre
mayor apareció.
—El sargento les preguntó, que necesitaban —dijo en castellano.
Hernán se apuró a excusarse:
—Bajamos de los tres picos y nos perdimos...
—Está bien, está bien, no hay problema. —Los dos huéspedes se
acercaron y el argentino tomando del hombro al germano dijo:
—No habla español, es alemán, integrante de la tripulación del acorazado
Graf Spee. No salió en los diarios, por eso les pido discreción. —Los
cuatro asintieron—. “Fueron enviados al Club Hotel para su internación
bajo la vigilancia de Infantería. Ellos nos están ayudando a los que
administramos el Club Hotel. Queremos algo superior para este lugar…”
—¿Disculpe, pero aquel hombre de biggggooottt?…
Diego no terminó su frase, cuando repentinamente, el horizonte dio un
millón de giros hasta frenar y mostrar por enésima vez, al Hotel sumido
en el olvido y el abandono. La desidia podía contemplarse a simple vista.
Las sierras del fondo se veían diferentes, con otra piel, otro semblante.
Otro grito exaltado los despabiló:
—¿Se puede saber que hacen acá?!
Y a continuación dos tiros al aire provocaron un eco retumbante en las
montañas.
—Esto se está poniendo feo —dijo Mauro agachándose.
La atmósfera comenzó a enrarecerse y ninguno podía ver ni respirar con
normalidad; era como si estuviesen dentro de un remolino de imágenes.
—¡Que Dios no ayude! —dijo alguien y ni el resto supo quien había
hablado…
De repente sintieron calor, asfixia, y les costaba moverse.
—¡Estamos en medio de un incendio! —gritó Diego histérico.
Presenciaron con desconsuelo, el desastre que había ocurrido hacia 36
años; un gigante caía sobre sí mismo, despojado ya de su encanto y
hechizo inicial. Habían visto su esplendor hacia un momento.
—¡El incendio del 83! en pocos minutos recorrimos…
Hernán interrumpió abruptamente:
—¡Diego…Diegooooo! —Estaban atascados en una etapa del hotel y no
había forma de escapar —¡¿Todavía tenés el pedazo de tela?! —Hernán
tenía que gritar porque el zumbido del desplazamiento temporal era
demasiado elevado.
—¡Está guardado en la mochila, ¿qué querés hacer?! —Diego intentó
darse vuelta para abrirla, pero Mauro al ver que el fuego estaba ya muy
cerca, se lanzó sobre su amigo y le arrancó la mochila en el aire,
haciéndola rebotar a varios metros. Hubo silencio y un apagón, pero no
oscuro, sino más bien luminoso, y recortada, la figura de una mujer
joven recogiendo la parte de tela que le faltaba para enmendar el hombro
de su camisa.
—Gracias —dijo, hasta que desapareció y todo volvió a la normalidad.
—¿2019? —preguntó Eliseo mientras se sacudía las cenizas.
—Parece que sí —dijo Hernán—, y lo que nos retenía en el
espacio/tiempo era el retazo de la camisa. ¡Diego no toques más nada!
—¿Y mi mochila? tengo todas mis cosas…
—¡Preguntale a ese ternerito! —dijo Eliseo; todos se dieron vuelta y al
verlo rieron a carcajadas.
—Igual, tu mochila se perdió Diego —le dijo Mauro—. La energía del
lugar…
—La caja de luz que te llevaste, el pedazo de tela —razonó Eliseo—, todo
tiene un precio ¿no?
—Es decir que, ¿el hotel me hizo otro trueque?
—Claro… ¡el pago por la excursión!

Retomaron el camino y cruzaron el arroyo que volvía a estar seco. Eran


las 8.30 hs. de una mañana brillante, tras una noche trascendental. El
Hotel y el tiempo, nuevamente cómplices de un trato ancestral,
decidieron que no había leyes físicas, que el equilibrio del universo lo
dirigían ellos.

Eliseo Bouquez. 25 de septiembre 2019

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