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Decidieron ir hasta las ruinas del viejo Hotel, cortando camino por el
arroyo. Es cierto que el trayecto era más riesgoso por las piedras
resbalosas, los alambres de púa y algún pozo profundo en medio del
campo; pero saltar la tranquera y tomar el camino que hacían las
camionetas para las visitas guiadas, era más peligroso aún.
—Hay perros ladrando… ¡por ahí te largan un Rottweiler y agarrate! —
dijo Hernán—. Y debe estar lleno de gente. No es lo mismo que el año
pasado, ahora van armados.
Desde el inicio de esa ruta, se encontraba tanto la casa del cuidador,
como de gente que había construido su cabaña a la vera del camino.
Mauro, más decidido respondió:
—¿Te parece que a las 3 a.m. va andar gente despierta recorriendo el
lugar, en pleno invierno?
—Yo creo que si cruzamos por el arroyo es mejor. Evitamos pasar por la
zona habitada. —A Diego, el de espíritu más aventurero, le seducía la
historia del Hotel, sus misterios y el éxtasis que significaba estar allí en
plena oscuridad.
—¡La noche esta cerradísima! —aclaró Eliseo que durante el día, en otro
cruce por el arroyo, pisó una piedra mojada y metió su pie derecho en el
agua. —Si me resbalé de día, ahora que no se ve nada, ¡me mato en las
piedras! Además, este año no estoy fino.
Entre risas, los cuatro amigos, con un termo cargado de Fernet y Coca-
Cola, se encaminaron hacia el monumento histórico: El Club Hotel de la
Ventana. Aquel que había sufrido un incendio 35 años antes y que
albergaba anécdotas del casino, fastuosas cenas para la aristocracia y los
más inquietantes y misteriosos relatos de marineros Nazis, alojados allí
durante 2 años.
—¡Shh! paren… ¿qué son esas luces? —se atajó Diego.
Mauro lo tranquilizó:
—Las luces de la calle o de las cabañas.
—¡Eu! tengan cuidado con los celulares… apáguenlos ahora. —Hernán ya
estaba enfocado en encontrar el camino hacia el hotel. No creía más en la
teoría de los vigilantes nocturnos.
Recorrieron el kilómetro y medio que separaba el tramo al que habían
accedido desde el arroyo, con el patio frontal del Hotel. Con el corazón
en la boca, pasos ligeros y la adrenalina en efervescencia.
A medida que se acercaban, la tenue penumbra permitía distinguir una
imagen espectral del edificio, mientras los ladridos lejanos de los perros,
le ponían dramatismo a la travesía.
—Un año más —dijo Diego—, que hermoso es venir al Hotel.
—¡Y de noche! —aclaró Mauro.
Hernán, que oficiaba un poco de guía, de referencia, advirtió algo. —
Esta entrada es nueva. Siempre hubo un muro acá, y creo que pertenece
a… —Lo interrumpieron.
—¡Este año me llevo un ladrillo! Un recuerdo como el tuyo Hernán. ¡Ja!
Diego había tramado durante un año, llegar al hotel y llevarse un
souvenir, como lo había hecho su amigo.
—Cuidado que los objetos de este lugar, con esta historia trágica, tienen
una carga especial, una energía diferente —meditó Mauro. Y removiendo
un ladrillo del segundo escalón de una escalinata que antiguamente se
dejó pisar, quizás por algún presidente, dijo:
—¡Tomá, acá tenés uno! estuvo cien años esperándote.
—Querido, ¿vos te vas a llevar algo? —le preguntó Diego a Eliseo que,
dubitativo le contestó:
—Creo que no, no sé… me pegó lo de la energía. Además… ¿dónde lo
meto el ladrillo?
Diego le respondió con un gesto reprobatorio y continuaron pisando
escombros de lo que quedaba de galería.
Sacaron algunas fotos con escasa luz, en el patio de las palmeras, en el
interior de la “Gran U” que formaba el inmueble. En un momento Mauro
y Hernán encontraron algo para Diego, que estaba obsesionado con
hallar algo de hierro, que hubiese pertenecido a la construcción original
de 1911.
—¡Diego, acá tenés algo zarpado! —dijo Mauro y Hernán lo iluminó—.
Es una caja de luz eléctrica de aquella época. ¡Emocionate Diego!
Su amigo tomó el descubrimiento, lo analizó y vio que tenía marcas de
nombres que, en alguna época incierta, se habían rasgado dentro de la
caja.
Alguien con sed preguntó:
—Pasame el fernet Eliseo.
—No queda más. —Y tirando los hielos gastados en el pasto,
emprendieron el regreso a la cabaña, por el mismo trayecto clandestino.
Eran ya las 5 am.
***
LA DEVOLUCIóN
LA SIRENA
Aquel año, el ritual de visitar las ruinas del viejo hotel, tuvo un nuevo
protagonista: una furiosa lluvia, incontenible, que emergió sobre la tarde
y alcanzó su naturaleza más profunda bien entrada la noche. Nunca
antes había ocurrido.
—Diego, esta noche cabañita… ¡al calor de las brasas, ja!
—¡Pará Hernán! no me pinches la salida nocturna. —Diego estaba
preocupado, hasta desilusionado por el clima.
—Va a estar complicado —agregó Mauro—, hay un diluvio ahí afuera.
¡Mirá por la ventana y decime si ves algo!
—Además, el camino siempre es distinto, y ahora con lluvia hasta sería
peligroso —dijo Eliseo.
—¡No! Háganme el aguan…
Un estruendo los interrumpió. No era un trueno, era un sonido lúgubre
de menos de tres segundos.
Se quedaron duros, mirándose sin decir nada.
Y diez segundos después, lo mismo y se repetía sin pausas.
—¿Habrá pasado algo en el pueblo? —Eliseo rompió el silencio.
—Eso es una sirena, quizás de los bomberos…
—No, Diego, ¡no hay chance de que exista fuego con esta tormenta! —
gritó Hernán.
—Yo quiero saber que es esa sirena, ahora sí estaría bueno salir… —
insinuó Mauro.
Nadie imaginó una propuesta de esa magnitud.
—Pero si recién dijiste que…
—La energía Diego… todo cambia en un instante.
—¡Yo también voy! —aventuró Eliseo.
Hernán convencido, miró de reojo a Diego y le hizo el gesto de que ya no
había posibilidad de oponerse a la salida.
Algo distinto había ocurrido en la Villa, y ellos no iban a ser ajenos al
misterio que suponía aquella sirena, no podían. Era como un canto que
los convocaba.
Cruzaron el arroyo, pisando grandes rocas y con la luz de los celulares
como única iluminación. A diferencia de anteriores cruces, el agua fluía
corriente abajo, con gran impulso.
—Este año hay que estar fino, no te queda otra. —Eliseo y el resto de sus
amigos procuraban ir despacio y seguro.
Caerse al arroyo implicaba empaparse completamente, porque, salvo al
salir de la cabaña, no se habían mojado demasiado. A propósito, Mauro
reparó en algo:
—¿Notaron lo rápido que dejó de llover? ¡Ya no hay nubes!
—Si, pero tengamos cuidado, no quiero que se moje la tela.
—¿Que tela, Diego? —indagó Hernán.
—Ah! no les conté. El año pasado mientras escuchábamos “Tomorrow
home” en el patio de las palmeras, encontré esta tela celeste.
Hernán ilumino el retazo.
—No te puedo creer, ¡dejaste la caja, pero te llevaste otra cosa! Parece de
una camisa.
—No quiero sembrar pánico —intervino Eliseo—, pero eso parece de la
blusa que llevaba la chica de la foto.
—¡La que le daba de comer al Ternerito! —dijo Diego.
La sirena causaba mucha intriga, era cierto, pero los cuatro amigos
seguían empecinados en volver al viejo Hotel, costara lo que costara.
—¿Este es el camino? —preguntó Eliseo—. No quiero descubrir atajos, ni
cosas raras…
—¿Raras como aquella luz? —se exaltó Mauro.
—¡Para! —Diego frenó al resto con sus brazos—, ¿ese brillo viene desde el
Hotel?
Ahora el sonido, que duró más de 20 minutos, había cesado. Pero a lo
lejos, muy apagado se percibía un silbido y un traqueteo repetido.
—Yo diría que lleguemos, dejes el pedazo de tela y volvamos; no me
preguntes porqué. —Mauro se mostró terminante.
—Tranquilos, estamos ansiosos. Vayamos a ver que es esa luz y después
vemos. —Hernán dijo eso antes de darle un sorbo grande al termo con
Fernet.
Continuaron por el camino, que esta vez estaba más despejado de
árboles y vegetación.
—Deben haber talado durante el año —entendió Eliseo—, porque está
todo muy cambiado.
Tras de ellos, un ruido de motor se hacía cada vez más cercano.
—¡Viene un auto! escondámonos —pidió Diego.
—No, ya nos vieron, si nos preguntan digámosle la verdad. —Hernán
serenó el momento.
El coche paso a su lado sin mostrar interés en estos individuos que
deambulaban de noche por el campo.
—No ví bien, pero… ¿eso era un Ford T? —cuestionó Mauro.
—No solo era un Ford T, sino que el tipo que lo manejaba llevaba galera y
mostacho —agregó Eliseo.
Hernán confirmo lo que decía Eliseo y manifestó:
—Escuchen chicos, no tomé tanto y tampoco estoy borracho, pero si así
fuese, lo voy a decir igual. —Mauro lanzó una carcajada—.
¿Se acuerdan de la mujer del museo, cuando contó sobre una sirena que
se emitió durante la apertura del Hotel? ¡Esos sonidos de hoy eran esa
sirena! ¡y ese auto es de algún invitado a la fiesta!
—¿Y el brillo que se ve al fondo? —preguntó Mauro.
—Son las luces del hotel… ¡que está en plena inauguración!
—Callate Hernán, ¡estas totalmente ebrio! —gritó Diego.
—¡No, en serio! mostranos la foto de la mujer y el ternerito…
Los cuatro se unieron en uno para ver mejor.
—Hacele zoom a la chica de la ventana… —indicó Hernán.
Diego atónito, no pudo hablar. Mauro afinó la vista y dudó.
—Fijate el hombro, le falta el pedazo que tenés vos —dijo tranquilo Eliseo
—. Igual hay algo más increíble en todo esto…
—¡¿Qué?! —apuró Diego—, ¿qué estás pensando? ¡decilo!
Mauro se adelantó:
—Viajamos en el tiempo, abrimos un portal o algo así.
—Jajaja, viajamos en el…
—Diego no preguntes como, ni cuando, ni porque, pero estamos en
1911…
—¡11 de noviembre de 1911! El Club Hotel… ¡estamos en la inauguración
del Hotel! —Eliseo lagrimeó de emoción y Mauro lo abrazó.
Los tres aceleraron el paso dejando a Diego unos metros atrás.
—No puede ser, decime que estoy soñando… —El mayor del grupo aún
no entendía, ni quería creer lo que estaba sucediendo.
Llegaron cerca de la entrada y se escondieron detrás de un eucalipto, uno
de los pocos que había en ese entonces, cuando aún no se había
forestado el parque.
El paisaje era soberbio, portentoso. No por las sierras, que en las
tinieblas no llegaban ni a percibirse. ¡Lo admirable era el hotel! Con su
irrepetible presencia, rematada por su cubierta roja. Esa noche irradiaba
magia, con los ventanales iluminados contrastando con la penumbra del
bosque. Cada luz, era una brecha al paraíso, como se creía en la
antigüedad sobre las estrellas. El hotel era una joven y bella princesa,
lista para su ascensión en el Reino. Su figura, enamoraba.
«¡Viva Don Roque Sáenz Peña y larga vida al Club Hotel!». El grito vino
rebotando por los paredones del salón comedor y llegó hasta donde
estaban los cuatro. Por un rato, el viento que soplaba trajo un tumulto de
voces amontonadas, música de orquesta, niños gritando y zapatos
repiqueteando en el mármol.
—¿Escucharon? —se asombró Diego—, tenían razón, es el estreno del
Hotel. Pero sigo sin poder creerlo. ¡¡¡¿Cómo llegamos a 1911?!!!
—¡Shh!, nos van a ver —dijo Hernán cauteloso.
—¿Qué… no vamos a entrar? ¿¡nos vamos a perder la Fiesta del Siglo!? —
Eliseo estaba entusiasmado con ver a Lord Barrington y a la alta alcurnia
Argentina.
—Diego, ¡está el Primer Ministro Inglés!
—Perdón —frenó Mauro—, ¿vos pensar entrar así vestido, con esa
campera camuflada y las Nike rosas?
Rieron juntos y se aventuraron a disfrutar del episodio más insólito de
sus vidas.
Llegaron hasta el acceso principal, donde una fila de caballeros de Frac y
damas con vestidos en raso y mangas de encaje, entregaban un rústico
papel que parecía ser la entrada al evento.
—Así empapados no podemos entrar, vayamos por el costado, donde está
la cocina. Por ahí encontramos algo más acorde a la época.
—¡Disculpen señores! —Alguien los alertó—, la entrada es por aquí, y la
invitación lo decía bien claro: “Para varones, Frac o Chaqué”.
—Es verdad —contestó Mauro— pero esta vestimenta es la última moda
en Europa, vivimos un tiempo allí. Por favor, permítannos saludar a… a
Ernesto Tornquist. Quizás alguna día…
—¡Ja! Tornquist falleció hace 3 años, y yo que ustedes no hubiese
querido conocerlo… —dijo el recepcionista—. Sus apellidos, por favor.
Mauro y Hernán se miraron nerviosos y este último dijo:
—Renault, somos cuatro primos, de ascendencia francesa…
El hombre buscó en la lista, y con rostro dubitativo dijo:
—Renault… me suena. Pero… ¿van a pasar o se van a quedar mucho
tiempo aquí? hay muchos invitados que aún no entraron.
En pocos minutos se había formado una extensa cola de gente que
llegaba en su mayoría en la Trochita, desde la estación Sauce Grande.
—Gracias —contestó feliz Eliseo—, y nunca permitan que este lugar se
abandone.
—¡Jamás mi amigo, el Club Hotel durará siglos!
Eliseo miró a Diego y juntos entraron a la Maravilla del Siglo XX, aquella
que veían siempre en decadencia. Ahora, quien sabe cómo, estaban
contemplando su esplendor, su instante más glorioso, repleto de ilustres
visitantes y con asistentes convencidos de que un sitio así, nunca podría
extinguirse.