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Una maraña de hilos rojos

Gustavo Fontán

En su película El otro día, Ignacio Agüero extiende hilos rojos sobre un mapa. La
puerta de su casa divide el afuera y el adentro. Agüero filma a quienes tocan timbre,
conocidos o desconocidos, les pregunta por el lugar donde viven, y les pide permiso
para ver sus casas. Algunos acceden. Cada hilo une la casa de Agüero con la casa
visitada. Los hilos señalan un recorrido, construyen un puente. No sabemos la
distancia que hay entre las casas. Tampoco si es posible llegar a cada casa de
manera directa, sin interferencias en el camino. A medida que la película avanza,
los hilos se convierten en una maraña, y pronto el trazado es un enigma, una
invitación a perderse. En la encrucijada de caminos, el mapa pierde su
transparencia para que la película sea.
Hay algo así, como en ese mapa, en todas las películas de Agüero, desobedientes,
atentas siempre a su propio devenir. Hablan como la memoria o como los sueños,
resguardando los secretos.

“-Ya no estoy hablando –le digo- sólo estoy recordando


Porque tengo miedo” (Héctor Viel Temperley)

II

Desde hace muchos años pienso el guion de una película como un mapa que nos
invita a perdernos. Uso el plural porque una película s una realización colectiva; por
lo tanto, la invitación es comunitaria. En este sentido, el guion tiene un doble
cometido: nos contiene, por un lado, y nos arroja a un abismo, por otro. No es que
vayamos a ciegas; vamos con la certeza de lo incompleto.
Además de lo escrito, antes de empezar a filmar, tenemos un conjunto de
decisiones y de conjeturas sobre el lenguaje y su forma. Creemos -insisto con el
plural- que cada proyecto obliga a replantear las estrategias de puesta en escena.
Ese desafío nos une sensiblemente durante las distintas etapas de realización de
una película. El mapa –el guion- hay que descifrarlo como a un jeroglífico que nos
habla desde alguna profundidad, desde un más allá del tiempo. Nos habla y se
calla. Se muestra y se esconde. Un buen mapa debe negarse a la transparencia.
¿Hay algún núcleo, algún imán, que actúe como una brújula? ¿A dónde vamos con
ese mapa? ¿Por qué? ¿De qué manera? Lo que decida –ahora uso el singular
porque creo que esa es la responsabilidad del director- me gusta llamarlo principio
poético: una idea rectora -ideológica y sensible- con la que cotejar las decisiones de
cada área. No nos da las soluciones; nos da una referencia de cotejo.
Esta convicción, la de volver a pensar todo cada vez, nos vuelve vulnerables, lo
sabemos. Pero también nos resguarda, de algún modo, de los imperativos formales.
Mucho se ha dicho y pensado sobre el vínculo entre fondo y forma. Pero no por
viejo el problema deja de ser actual. Los debe ser, los dogmas narrativos y
estéticos, y la ilusión tecnológica nos obligan a actualizar de manera constante el
debate. No hay, no puede haber, preceptivas totalitarias. En cada película es
necesario olvidarse de todo para pensarlo todo. Lo sabemos: la forma es la
expresión de nuestro esfuerzo por penetrar el mundo. En la forma están inscriptos
los hallazgos y también las derrotas. Un buen guión es aquel que nos invita a
perdernos.

“Y mis ojos sólo ven y sé quién soy


Cuando me paro salgo y me pierdo” (HVT)

III

Hay tres imperativos para el cine que se han vuelto muy fuertes en este tiempo. Son
tan poderosos y extendidos que no nos permiten estar fuera de esta batalla.
Queramos o no. Su carácter dogmático, su pregnancia y su cualidad mítica, nos
lleva, entre otras cosas, a pensar la forma como uniforme. Las consecuencias a las
que nos conducen son visibles: los relatos están muertos desde antes de nacer.
El primero de estos imperativos podría formularse así: el relato no debe detenerse
nunca. Si el relato no se detiene nunca –la hipernarratividad queda asociada a esta
idea, de alguna manera-, si el flujo es permanente, cualquier suspensión será
considerada una falla. La velocidad y la actividad permanente, es necesario decirlo,
casi siempre atentan contra la profundidad. El confinamiento a categoría de error de
cualquier actitud contemplativa, de cualquier descanso, asimila los relatos a una
maquinaria de producción donde no hay tiempo ni espacio para el silencio ni para
cualquier acercamiento a lo humano que sobrevive en cada uno de nosotros: el
temblor, la fragilidad, la angustia. ¿Qué sombra, qué espejo, qué habitación vacía,
resguardan los relatos para nosotros? ¿Qué intemperie?

Mientras escribo esto, el presidente Alberto Fernández decretó el aislamiento social


obligatorio, como en muchos lugares del mundo, por la amenaza del coronavirus. Ya
habrá tiempo para pensar a dónde nos conduce, en la intimidad de nuestras casas,
esta suspensión. Tal vez nos acerque, en medio del horror, a una de las ideas de
Juan L. Ortiz, idea que está en las antípodas de los relatos productivos: “Sí,
estamos todos cansados y nos olvidamos demasiado del oro del otoño. Acaso la
revolución consista en lo que el hombre por siglos ha estado postergando, la
necesidad del verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las
florcitas salvajes”.
Es necesario saberlo todo, es otro de los imperativos. Se espera que los relatos
satisfagan, como si eso fuera posible, la demanda de un saber cerrado y completo.
Todo debe ser explicado y aclarado, y no parece haber lugar para la ambigüedad o
para la sugerencia, aquellas que conduzcan al espectador a conjeturas personales.
Lo abierto está considerado como un error y es frecuente ver reacciones ampulosas
frente a la ambigüedad. No hablo del final abierto, inscripto ya en un saber unificado,
hablo de lo abierto como la porción de silencio que deben resguardar los relatos
para que lo humano sobreviva.
El tercer imperativo está en el orden de la imagen, concebida como una superficie
brillante y lisa, que nos deslumbra y nos apacigua –nos somete- al mismo tiempo. A
ese tipo de imagen, convertida en cliché, no se le puede preguntar nada, porque no
hay nada en ella que conduzca a alguna pregunta. La imagen sólo es en su
condición de visibilidad; es tersa y autosuficiente, una superficie lisa hecha de
fuegos de artificio. La propagación de este tipo de imágenes genera un efecto
abrumador; se impone como una divinidad y provoca encantamiento. Por supuesto,
la consecuencia subsidiaria es la condena a todo lo que se manifieste de otra
manera. Desde el infierno de lo igual sale un dedo –o un fusil- que acusa a lo
distinto.
Este tipo de imágenes quedan asociadas a una idea de belleza. Qué bella
fotografía, solemos leer o escuchar, como una aceptación de lo uniforme, como un
acto reflejo ante la imposición. Es bella porque brilla, es bella porque es
transparente, es bella porque no tiene espesor. Como si estuviésemos viendo una
puesta de sol, en una playa sin viento, en un día brillante, sin nada que nos aqueje,
sin preguntas para hacernos, sin amenazas, sin las sombras que alberga, incluso, la
misma caída del sol. Sin nada que manifieste lo que está ausentado o abismado. La
continuidad de esa imagen al infinito aterra, porque se convierte en una especie de
aplanadora que alisa la percepción y la sensibilidad.
Cada vez me repito: no hay belleza sin espanto. No hay belleza si la imagen no es
también una defensa del silencio. Por eso, las películas de Agüero son bellas.
“Aquí- amanece-gris-y-el-viento-trae-violetas
Tiene miedo –le digo-
De no poder perderse nunca más en su vida” (HVT)

IV

Sergio Bizzio entrevistó en 1987, a Héctor Viel Temperley, un poeta secreto y


maravilloso. Es la única entrevista que conocemos al autor de “Hospital Británico” y
“Legión extranjera”. Este un breve fragmento:
HVT: “Y después, a ver, empezó a interesarme la poesía que me permitía no
solamente esconderme sino evadirme y hacer un mundo, tener un mundo.
SB: ¿Evadirte de qué?
HVT: De lo excesivamente claro”.

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