Está en la página 1de 36

02‐031‐078 

 Estética – 36 TT 

Materia: Estética.
Cátedra: Profesora Silvia Schwarzböck
Teórico: N° 9 – 04 de Octubre de 2012
Tema: Benjamin y la modernidad estética. Baudelaire y el concepto de belleza
moderna. Introducción a la Teoría estética de Adorno.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

Buenas tardes a todos. Hoy, en la primera parte de la clase, vamos a terminar con el
primer punto de la Unidad III: la modernidad estética según Benjamin. Luego del recreo
vamos a comenzar con el punto 2 de la Unidad III, que trata sobre la modernidad según
Adorno.
La clase pasada habíamos desarrollado preliminarmente el concepto de modernidad
estética en Benjamin tomando pares de conceptos que permitían pensar la concepción
benjaminiana de la modernidad como una modernidad no puramente estética sino
estético-política. Es decir, los rasgos de la modernidad destacados por Benjamin, que
serían de carácter estético, lo serían en la medida en que son también son rasgos
políticos. Hay una concepción estético-política de la modernidad estética en Benjamin y
es la que vamos a tratar de desarrollar en la clase de hoy. Fundamentalmente, vamos a
tomar como eje el concepto de belleza moderna o, mejor dicho, lo que Benjamin, a
partir de Baudelaire, concibe como una modernidad estética ligada a aun concepto de
belleza que es nuevo. Además de ser nuevo, el concepto de belleza moderna es también
dual: tiene un componente del orden de lo eterno y un componente del orden de lo
transitorio. La concepción benjaminiana de la modernidad estética tiene que ver,
justamente, con ligarla a ese concepto baudelairiano de belleza moderna. Yo desarrollé
la clase pasada cinco rasgos de la modernidad estética tomando como base el ensayo de
Benjamin “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”. Voy a retomar esos cinco
puntos y voy a agregar dos más (esto lo voy a hacer luego de repasar los puntos
anteriores).

1
El primer aspecto de la modernidad estética -entendida como un concepto estético-
político- tenía que ver con asociar el concepto de bohemia y el concepto de
conspiración. Voy a escribirlos para que podamos ir viendo cómo se relacionan los
pares. El concepto de bohemia lo habíamos relacionado, a su vez, con el concepto de
dandismo. Y el concepto de conspiración, con el de arribismo.

El concepto de bohemia es un concepto que Benjamin aplica tanto a la figura de


Baudelaire como a la figura de Luis Bonaparte, devenido Napoleón III. En qué sentido
esa porción del siglo XIX era un momento histórico en el cual estas ideas estaban
ligadas es algo que lo explica Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Allí, a Luis
Bonaparte Marx lo llama “el Príncipe de los bohemios”. La idea de bohemia revela el
aspecto nocturnal de la política, el nivel de lo secreto que tiene la política. Había en la
figura del artista, de alguna manera, un componente (que hoy vamos a desarrollar) que
se relaciona con ese carácter clandestino de la política y que se asocia, a su vez, con la
figura de la conspiración. Incluso en lo político revolucionario, no sólo lo político
estrictamente burgués, hay conspiración. Habíamos hablado de la división marxiana
entre conspiradores profesionales y conspiradores ocasionales. Es decir, los obreros
revolucionarios eran conspiradores ocasionales y, de alguna manera, los que estaban
fuera de lugar eran, justamente, los conspiradores profesionales: aquellos que llamaban
la atención porque, en tanto bohemios, no se sabía por qué tenían una vida tan
desarreglada, cosa que les permitía estar tiempo completo en el lugar donde los obreros
iban tiempo parcial.
El segundo rasgo de la modernidad estética en clave benjaminiana tenía que ver con la
ciudad (la gran ciudad) y el nacimiento de la sociedad de masas.

2
El tercer rasgo relacionaba la figura del flâneur con la figura de la circulación por los
espacios abiertos como si fueran espacios cerrados (y viceversa).

Flâneur -------- Circulación (espacios abiertos = espacios


cerrados / espacios cerrados = espacios abiertos)

El cuarto rasgo tenía que ver con el heroísmo. La modernidad era una época que
requería indefectiblemente de un héroe y todas aquellas figuras que estaban en
condiciones sociales de cumplir con ese rol, lo estaban por poseer ciertas características
que, finalmente, los hacían no poder satisfacer ese rol. Como si hubiera una condición
paradójica en ese heroísmo que vamos a ver hoy en qué consiste.

Obligatoriedad del heroísmo ----------- Imposibilidad de los


candidatos a héroe de cumplir con ese rol

El quinto rasgo tenía que ver con las artes de la reproductibilidad técnica y el
revolucionamiento del sistema de las artes. Cambia el concepto de arte con la aparición
de la fotografía y el cine.

Artes de la reproductibilidad técnica --------- Revolucionamiento


del sistema de las artes

Hay dos rasgos más que quería agregar hoy (a estos que vimos la clase pasada) y que, si
bien uno de ellos lo desarrollé en relación con el quinto, quiero ponerlo como un rasgo
independiente. El sexto rasgo de la modernidad estética sería el coleccionismo asociado
a una nueva condición de pionero (vamos a ver la figura de Eduard Fuchs como
coleccionista) y asociado una concepción materialista del arte.

Coleccionismo ------- concepción materialista del arte

3
El séptimo rasgo de la modernidad estética tiene que ver con la experiencia del shock,
que va a estar asociada a tres fenómenos: el de la reproductibilidad técnica, el trabajo
obrero no calificado y el choque (físico) entre personas dentro de la multitud y la kinesis
específica que demanda la necesidad de evitarlo. A su vez, de este tercer fenómeno,
podría derivarse otro problema: ¿cuál es el tipo de contacto que se da entre las personas
en la ciudad?

Shock ------- nueva forma de kinesis (en el cine, en la fábrica,


en la gran ciudad)

Estos serían, entonces, los rasgos de la modernidad estética que vamos a trabajar en la
clase de hoy en relación a un concepto baudelairiano que nos va a permitir recortarlos y,
a la vez, articularlos. Este concepto es el concepto de belleza moderna que utiliza
Baudelaire.
Vamos a ver primero este concepto marxiano-benjaminiano de bohemia, en la medida
en que estaría relacionado con el concepto de artista.
Antes que nada querría enmarcar este tema dentro de lo que podría ser un curso de
estética que tiene como eje de su programa el tema de la modernidad estética. Uno de
los riesgos que acarrea este planteo del problema es, de algún modo, el que ya le
señalaba Adorno a Benjamin, por vía epistolar, cuando lee los resúmenes del Libro de
los pasajes. Me refiero a cierta ausencia de dialéctica en el tratamiento del problema.
Los pares de conceptos que fuimos señalando en la clase podrían quedar así como están:
congelados, sin entrar en dialéctica entres sí. La protohistoria del siglo XIX que se
propone hacer Benjamin en el Libro de los pasajes aspira a una intertextualidad que a la
propia Teoría crítica, aún en su momento de mayor apertura al trabajo intelectual
interdisciplinario (en los años treinta), le resulta filosóficamente ajena.
De hecho, en un curso de estética, como el nuestro, uno podría leer los ensayos de
Benjamin sobre el París del Segundo Imperio como un diagnóstico de la modernidad
como época. Sin embargo, esa lectura sería muy sesgada: obviaría la mediación que
significa Baudelaire en la lectura benjaminiana. Es decir, el París del Segundo Imperio
es, de algún modo, para Benjamin, el París de Baudelaire.

4
De todos modos, la posible sociologización del problema de la modernidad no es en sí
mismo un mal planteo. No se trata de que alguien sociologice el problema y el problema
no sea en absoluto de índole sociológico. Esa sociologización es, de algún modo, un
problema del problema, un mal intrínseco del problema. Cuando entramos en cuestiones
estéticas en el marco de la gran ciudad y aparece esta relación que establecimos como el
segundo de los rasgos de la modernidad estética (la relación entre la gran ciudad en el
siglo XIX y el nacimiento de la sociedad de masas), se advierte que el problema del
número -lo que es característico de la democratización del gusto y de los saberes
relativos al arte- convierte al problema de la modernidad en un problema que no puede
no ser estético-político: a partir de ahora, qué se hace, desde el punto de vista político,
con las masas está relacionado con qué se hace, desde el punto de vista artístico, para
las masas. El problema del número, en la gran ciudad, puede llevar a sociologizar el
problema de la modernidad (en la medida en que el problema de la modernidad se lo
estudia en el marco de las grandes ciudades).
Pero tampoco si uno elige un abordaje puramente estético (o estético-filosófico) se
puede pasar por alto que la cuestión del número (el número como característico de lo
democrático), justamente, abre las puertas a una mirada sociológica. Como si no se
pudiera no ver en la información que provee a la mirada el marco de la gran ciudad
factores a ser estudiados de manera cuasi-científica. Dice Benjamin, en el segundo de
los resúmenes del Libro de los pasajes, respecto de cuál es el individuo de la sociedad
de masas:

Los caracteres típicos reconocidos entre los transeúntes se muestran con tanta
evidencia que no podríamos sorprendernos por la curiosidad incitada a captar
más allá de la singularidad especial del sujeto. Pero la pesadilla que responde a la
perspicacia ilusoria del fisonomista del que hemos hablado está en ver cómo esos
rasgos distintos y particulares del sujeto revelan a su vez no ser más que los
elementos constitutivos de un tipo nuevo; de manera que a fin de cuentas la
individualidad mejor definida acabaría siendo tal ejemplar de un tipo

[Benjamin, Walter, “París, capital del siglo XIX”, en: Libro de los Pasajes,
edición de Rolf Tiedemann, trad. L. Fernández Castañeda, I. Herrera, y F.
Guerrero, Madrid, Akal, 2005, p. 58]

5
El resumen de 1935 se encuentra también en: Benjamin, Walter, El París de Baudelaire, trad.
Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp. 43-63.

La mejor manera de entender la individualidad moderna (una individualidad de rasgos


muy saturados) es entenderla como el ejemplar de un tipo. El exceso de individualismo
es, justamente, el síntoma de una profunda masificación. Cuanto más exacerbada está la
individualidad, mayor es su masificación; cuanto más desesperadamente busca
autocerciorarse de su carácter único, más en riesgo está su condición de unicidad.
Cuanto más uno es un ejemplar de un tipo, más susceptible se pone en cuanto a ser
tratado como si no lo fuera. Eso es lo que Adorno llama, en Minima moralia, la
ideología del individuo. La ideología del individuo es una ideología de la sociedad de
masas. Esa subjetividad que está desesperada de no ser confundida con otra y de ser
distinguida absolutamente en todos sus rasgos (como únicos e inconfundibles) es,
justamente, el individuo tipificado y tipicable de la sociedad de masas. Un no-individuo
con la ideología del individuo. Por eso es tanta su susceptibilidad. Esta ideología del
individuo es algo característico de la gran ciudad –Horkheimer en Crítica de la razón
instrumental hace un análisis detallado de este fenómeno-. El individuo, para
Horkheimer, es una creación de la ciudad (él lo rastrea ya en Atenas). La persona que se
cree única porque tiene razones para creerse única es la persona de la gran ciudad, es
decir, el individuo, un proyecto en el que la sociedad burguesa, para la primera Teoría
Crítica, ha fracasado (lo que ha producido la sociedad burguesa, de la cual la sociedad
de masas es su continuación, es “pseudoindividualidad”: este es uno de los tópicos de
Dialéctica de la ilustración, de Horkheimer y Adorno). Que una persona que no se
sienta bien siendo reconocida por ciertos rasgos identitarios comunes no es un problema
que pueda desvincularse del tópico de la gran ciudad. Incluso transciende el problema
de la clase social. En una rancia aristocracia de origen rural, una persona podría sentirse
conforme de ser reconocida por su apellido. Es más: es quien es sólo por su apellido.
Esto lo muestra muy bien Proust en el segundo tomo de En busca del tiempo perdido:
cierta diferencia, que se juega en este punto, entre la aristocracia y la burguesía. El
narrador –como adolescente burgués- no entiende por qué los aristócratas prefieren
relacionarse entre sí y no con los burgueses cultos, es decir, por qué consideran más
afines a ellos a los miembros tontos de su propia clase que a los miembros inteligentes
de la burguesía. ¿Por qué para un aristócrata no hay nada mejor que un aristócrata?
(sería la pregunta del narrador-adolescente). ¿Por qué, para un aristócrata, es mejor otro

6
aristócrata sin ningún mérito que un burgués lleno de méritos? La respuesta del
narrador-adulto al narrador-adolescente es obvia: porque el aristócrata no venera el
mérito como lo venera el burgués. Venerar el mérito es propio de la conducta burguesa.
Estas observaciones al pasar que el narrador hace en el segundo tomo, cuando está de
vacaciones en Balbec, observando y comparando, en el hotel y en la playa, la conducta
de los aristócratas con la de los burgueses (los burgueses que vacacionan allí suelen ser
profesionales que forman parte de la administración pública), tienen cierta afinidad con
el estilo de observación sociológica con el que simpatizaba la primera Teoría crítica
(que eran filósofos absolutamente fanatizados con la lectura de Proust).
Esta relación entre la gran ciudad y el nacimiento de la sociedad de masas va a tener como
fenómeno epigonal esta ideología del individuo. Esta ideología se puede leer, sin siquiera
hacer el esfuerzo de “leer a contrapelo”, en muchos de los poemas de los Cuadros parisinos
de Las flores del mal: “Los siete viejos”, “Las viejecitas”, etc. Benjamin analiza varios de
estos poemas en una conferencia: “Notas sobre los Cuadros parisinos de Baudelaire”
(traducida por Fernando Bruno, en: Boletín de estética, Año I, N° 2, abril de 2005, pp. 9-19).
Lo que salta a la vista del individuo, en la gran ciudad, es lo tipológico. No porque los
siete viejos o las viejecitas o las mendigas o las prostitutas sean iguales, sino porque en
una gran ciudad uno podría decir que todos los viejos son viejos, todas las viejecitas,
viejecitas, todas las prostitutas, prostitutas, todas las mendigas, mendigas. En un pueblo,
para bien y para mal, todos ellos y todas ellas tendrían nombre y apellido. La gran
ciudad es la que pone lo tipológico, dramáticamente, en primer plano. Y es eso lo que
desencadena la ideología del individuo. La gran ciudad genera el trato propio del
anonimato y la mirada propia del sociólogo.
Podríamos decir que la sociologización que trae consigo la modernidad más que un
problema es su salvación. La mirada, en la gran ciudad, sociologiza lo que ve, porque
quizás esa es la única manera que encuentra de poder ver lo que lo común tiene de
nuevo. En el siglo XIX, la gran ciudad es un marco privilegiado para ver aquello que
sólo se manifiesta como moderno en ella, algo que después, en el siglo XX, no va a
haber manera de no verlo en todas partes. En el siglo XIX la sociedad de masas se
evidencia, en sus rasgos más nuevos, primero en la gran ciudad: de ahí el sociologismo
algo fascinado que afecta a la mirada estética sobre ella.
En relación a la figura de la bohemia, la condición maldita asociada a ella se debe, de
algún modo, a la división del trabajo dentro del capitalismo. Se trata de una figura de
artista que se construye a sí misma en un marco en el cual, idealmente, todos los

7
hombres trabajan y los que no trabajan, están autorizados a no trabajar por los que
trabajan. Quien está fuera de este esquema –si no justifica por qué no trabaja- es
sospechoso. El ser artista, entonces, también va a tener que ser un trabajo (incluso con
esta forma nueva de la bohemia). La bohemia va a ser un trabajo, en el sentido de que
ocupa, de manera completa, las horas “útiles” del artista (aunque esas horas estén
invertidas y el artista pueda trabajar de noche y dormir de día). Vamos a tratar de
entender la bohemia no como una especie de esnobismo o como una forma brutal de
distinción respecto del mundo del trabajo, sino como una construcción trabajosa que
demanda el trabajo de hacerse artista en las condiciones capitalistas propias del
nacimiento de la sociedad de masas. No se puede ser un artista simplemente por lo que
se hace, por lo que se logra como producto del trabajo artístico (bajo el lema protestante
de Por las obras los conoceréis), sino por el hecho de convertir la bohemia en un
trabajo. Me refiero, con la figura de la bohemia como trabajo, al hecho de convertir el
hecho de estar eximido del trabajo en un nuevo tipo de trabajo.
Para esta operación netamente moderna de convertir la bohemia en trabajo, Benjamin
encuentra un término extraordinariamente apropiado, que lo toma de Baudelaire:
esgrima fantástica (la esgrima fantástica es un término que utiliza Benjamin en la
tercera parte de “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, para describir en qué
consiste este trabajo del poeta, en el que se identifica la figura del artista con la del
esgrimista). ¿Por qué Baudelaire se definiría como esgrimista (es decir, con una
categoría deportiva), si estaría contribuyendo a convertir eso que hace en un nuevo
trabajo? Para definir este combate fantástico, Benjamin cita uno de los poemas de Las
flores del mal (“El Sol”). La primera estrofa es la que describe en qué consiste este
trabajo esgrimístico como índice de modernidad:

Por todo el barrio viejo, donde en las casas cuelgan


las persianas, abrigo de secretas lujurias,
cuando el sol cruel pega con rayos redoblados
sobre la ciudad y los campos, sobre techos y trigos,
voy a ejercitarme solo en mi fantástica esgrima,
oliendo en todos los rincones el azar de la rima,
tropezando con palabras como con adoquines
y dando a veces con versos hace mucho soñados.

8
[Baudelaire, Charles, Las flores del mal (ed. bilingüe), trad. Américo Cristófalo,
Buenos Aires, Colihue Clásica, 2006, p. 221]

En esta primera estrofa del poema, de algún modo, se define el trabajo del poeta no en
lo que tiene de fantástico, sino en lo que tiene de trabajo. Ese trabajo es el de pelear
contra sí mismo, por lo tanto, implica sentarse a escribir no en un estado de ensoñación
propio del ocio “creativo”, de la inspiración, del transe, o de la embriaguez (la
embriaguez también en el sentido de Rausch que dará después Nietzsche), sino como un
estado de ensoñación que no garantiza ni “producir sin esfuerzo” ni que “lo soñado”
aparezca como por arte de magia. Benjamin va a hacer hincapié en esta doble operación
que implica la escritura como trabajo: el arte el escribir y reescribir, el escribir sin
avanzar, porque de lo escrito se tira más de lo que se guarda. No se trata, en el caso del
artista moderno, de pensar la producción como una producción ascendente o
acumulativa, donde cuanto más tiempo se está con la vista sobre el papel más se
produce, sino en la posibilidad de que ese tiempo, donde se ha trabajado, se evapore por
tener que desechar lo producido. El de la escritura, en este nuevo concepto, es un trabajo
material e inmaterial. La esgrima, como el arte de imaginar un enemigo, implica
también un esfuerzo físico: hay un combate quimérico y un esfuerzo material que no se
ve.
Pero hay otro elemento fundamental en esta primera estrofa de “El sol”: el marco de la
escritura, el dónde –además del contra quién- de la esgrima fantástica. El ideal de la
prosa poética aparece en Baudelaire como algo que está en relación con la gran ciudad.
La escritura poética, como concepto, cambia al pensarse como trabajo (la esgrima
fantástica), pero cambia también en la medida en que sucede en el marco de la gran
ciudad. Benjamin cita, para explicar este otro aspecto del nuevo concepto del arte como
trabajo, un fragmento de la “Carta al editor” de El Spleen de París, que está traducido al
castellano como Pequeños poemas en prosa:

¿Quién de nosotros no ha soñado, en días de ambición, con el milagro de una


prosa poética musical, sin ritmo ni rima, suficientemente dúctil y nerviosa como
para saber adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del
ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Este ideal obsesivo nace, sobre todo,
de la frecuentación de enormes ciudades, del entrecruzamiento de sus
innumerables relaciones.

9
[Baudelaire, Charles, “Carta al editor”, en: Pequeños poemas en prosa [Le Spleen de
Paris], traducción, prólogo y notas de Luis Justo, Buenos Aires, Marymar, 1976]

Esta idea de prosa poética es también una forma que está en consonancia con la idea de
gran ciudad y nacimiento de la sociedad de masas. No es simplemente que el arte
cambia por una necesidad de los artistas de una generación de diferenciarse de los de la
generación anterior y, a su vez, de los de su propia generación (como si en el arte sólo
se tratara de un problema de “crear valor” a partir de la propia subjetividad), sino de que
las formas poéticas anteriores se revelan como portadoras de una belleza vieja y se
revelan así –sobre todo- en la medida en que lo nuevo está a la vista en la gran ciudad.
Por lo tanto, lo que dice Benjamin es que Baudelaire construye una nueva figura de
artista siguiendo la imagen del héroe. La multitud es el trasfondo sobre el que se destaca
el perfil del héroe.

En 1851 escribía Baudelaire [cita Benjamin] “Es imposible, no importa a qué


partido uno pertenezca, de qué prejuicios hemos estado alimentados, no vernos
tocados por el espectáculo de esta multitud enfermiza, respirando el polvo de los
ateliers, tragando algodón, impregnándose de cerusa, de mercurio, de todos los
venenos necesarios para la creación de las obras maestras. Esta multitud
suspirante y lánguida, a quienes la tierra debe sus maravillas, que siente una
sangre bermeja e impetuosa correr por sus venas, que lanza una larga mirada
cargada de tristeza hacia el sol y la sombra de los grandes parques, esta población
representa el trasfondo sobre el que se destaca el perfil del héroe”. A su modo,
Baudelaire puso una inscripción sobre esta imagen y añadió debajo la palabra
modernité.

[Benjamin, Walter, “El París del Segundo Imperio en Baudelaire” (1938),


en: El París de Baudelaire, trad. Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna
Cadencia, 2012, p. 146]

En este sentido, el perfil destacado del héroe con la multitud de fondo es aquello en lo
que consiste la modernidad. El héroe es, entonces, el verdadero sujeto de la modernidad.
Acá aparece un problema que nosotros pusimos como uno de los rasgos de la
modernidad (sería el cuarto). El heroísmo, con la consiguiente imposibilidad de que
alguno de todos los candidatos a ser “el héroe” de la modernidad llegue efectivamente a

10
serlo, tiene que ver con una exigencia. Hay una cierta condición épica que para
Baudelaire requiere la modernidad a la que Benjamin se atiene. No se trata de que
alguien se quiera poner en el lugar de héroe, sino de una demanda de la época y de una
demanda que, en el modo en el cual la hace la época, es estructuralmente imposible de
ser cumplida.
Para desarrollar el problema del heroísmo en la modernidad (mejor dicho, el modo en
que heroísmo y modernidad están estructuralmente, complicadamente, ligados), voy a
leer y analizar algunos fragmentos de los ensayos de Baudelaire. El primer ensayo que
al que voy a referirme es uno breve, que se llama Del heroísmo de la vida moderna,
porque es justamente de este escrito (y de El pintor de la vida moderna) de donde toma
Benjamin su propia idea del heroísmo como rasgo intrínseco de la modernidad.
Para Baudelaire, todos los siglos y todos los pueblos han tenido su belleza. Y aclara:
“nosotros tenemos la nuestra”. Hay belleza moderna y hay sublimidad moderna (“la
modernidad no está exenta de motivos sublimes”). La vida antigua tenía su belleza; la
vida moderna tiene su otra belleza. Pero no es que la vida moderna, a pesar de todos
estos venenos que se aspiran en la gran ciudad, sea fea, sino que tiene otra belleza.
No obstante, la belleza moderna muestra una dualidad que es propia de la belleza en
todas las épocas. Todas las bellezas de todas las épocas son duales: tienen un
componente invariante y un componente transitorio. No es que sólo la belleza moderna
tiene un componente invariante y uno transitorio, sino que, en realidad, también las
bellezas de otros tiempos tienen esa cualidad, que recién se hace evidente en la
modernidad. Fíjense cómo era para Baudelaire la belleza de la vida antigua:

¿Qué era esta gran tradición, sino la idealización ordinaria y acostumbrada de la


vida antigua?; vida robusta y guerrera, estado defensivo de cada individuo que le
daba el hábito de los movimientos serios, las actitudes majestuosas o violentas.
Agreguen a eso la pompa pública que se reflejaba en la vida privada. La vida
antigua representaba mucho. Estaba hecha sobre todo para el placer de los ojos y
este paganismo cotidiano ha servido maravillosamente a las artes.

[Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y


modernidad, trad. Lucía Vogelfang, Jorge L. Caputo y Marcelo G. Burello,
Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 23]

11
De alguna manera, ciertos rasgos de la vida antigua que tenían que ver, por un lado, con
la vida guerrera y con la seriedad asociada a ella, por otro lado, con la majestuosidad
propia de la pompa y la permanente representación ante los ojos de los demás,
favorecían las artes y hacen que hoy se pueda entender que había un nivel
eterno/abstracto en esa belleza aplicada a las obras, pero, por otro lado, había también
un nivel transitorio en esa belleza, que tenía que ver con el modo particular en el cual
los hombres incorporaban a su vida esas formas. Si la vida guerrera era exaltada en los
poemas épicos, quizás los hombres evaluaban sus cuerpos (sus físicos), sus modos de
vestirse, sus modos de hablar a partir de esos modelos. No es que en la antigüedad no
existía este componente transitorio de la belleza, que para Baudelaire se hace tan patente
en la modernidad, que es la moda. En todo caso, el hecho de que un modo de vida
comunitario-guerrero tuviera cierta pasión por la representación y todo sucediera en el
modo de la exterioridad o de la pompa, hacía quizás más fácil establecer una
convención y compartirla de lo que resulta en la modernidad. Pero no se trata de que en
el modo en el cual la vida antigua tenía incorporada la belleza no hubiera algún
componente que fuera transitorio. Por eso dice un poco más adelante:

Todas las bellezas contienen, como todos los fenómenos posibles, algo de eterno y
algo de transitorio, algo de absoluto y algo de particular. La belleza absoluta y
eterna no existe o, más bien, no es sino una abstracción obtenida de la superficie
general de las diversas bellezas. El elemento particular de cada belleza proviene
de las pasiones y, como nosotros tenemos nuestras pasiones particulares, tenemos
nuestra belleza.
[Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y
modernidad, op. cit., pp. 23-24]

Siempre, en todas las épocas, la belleza tuvo algo de transitorio y no hay un concepto de
belleza que se pueda considerar eterno si no es por abstracción. Todas las bellezas
particulares, contingentes, tienen un elemento eterno y otro transitorio. Generalmente, lo
que estudiamos de ellas es su elemento eterno, dejando de lado el transitorio. De la
belleza moderna, por el contrario, podemos advertir los dos. No obstante, siempre hubo
los dos componentes.

12
En este sentido, va a aparecer a continuación una figura que también la vamos a ver en
la tercera parte de “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”: el suicidio. Me refiero
a dos formas de suicidio: el suicidio antiguo y el suicidio moderno. Incluso ciertos
hábitos “estetizados”, pero que tienen que ver con la idea de la propia vida que tienen
las personas (como la idea de la vida que tiene quien “se la quita”) no tiene el mismo
sentido en la antigüedad que en la modernidad. Esta diferencia va a servir para explicar
en “El París del Segundo Imperio en Baudelaire” por qué el obrero, que sería un
candidato a ser el héroe de la modernidad, no puede serlo. Justamente, aquél que está en
condiciones para suicidarse, es quien no lo puede hacer. El proletario sería aquél cuya
existencia, desde el punto de vista económico, carece de valor, pues puede ser
reemplazado por cualquier otro en la cinta transportadora. Sin embargo, es quien lleva
su nombre por poseer una prole, por no poder vivir para sí mismo, sino por tener que
vivir para darle de comer a los otros. Nadie viviría lo transitorio de manera más
moderna que el obrero, es él lo transitorio mismo. Sin embargo, el más libre de los
hombres para suicidarse –desde el punto de vista de la candidatura a “héroe” de la
modernidad- es el más atado a la lógica capitalista, quien no puede salir de ella pues la
prole depende de él: el proletario no trabaja para sí, sino para otro.
En ese sentido, la figura del suicidio moderno va a ser distinta del suicidio antiguo. Si el
obrero se suicidara, se suicidaría a la manera antigua, como el gladiador esclavo (dice
Benjamin), no a la manera moderna. Esa es la paradoja por la cual no puede satisfacer la
condición de héroe de la modernidad. Los ejemplos que pone aquí Baudelaire de
suicidios antiguos (por ejemplo, el de Cleopatra) son siempre suicidios caprichosos, no
lógicos.
En la modernidad también se va a hacer visible un nuevo concepto de belleza pública.
Ya no se trata de la belleza pública asociada con la pompa (el concepto vigente en la
vida antigua), sino de una belleza pública asociada con el igualitarismo. En ese sentido,
Baudelaire habla del color negro (no sin ironía) como el color asociado al igualitarismo.
Dice al respecto:

Observen bien que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza política,
que es la expresión de la igualdad universal, sino incluso su belleza poética, que es
la expresión del alma pública; un inmenso desfile de sepultureros: sepultureros
políticos, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses. Todos nosotros
celebramos algún entierro.

13
[Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y
modernidad, op. cit., p. 24]

Es decir, el negro es el color post-revolucionario, muy asociado a lo que


despectivamente se llamó las levitas negras. Hay una mención a Blanqui en “El París
del Segundo Imperio en Baudelaire” donde se dice que lo consideraban un levita negra,
para indicar que tenía el aspecto exterior de los hombres letrados (mientras que la
imagen de los conservadores era la de hombres ligeros, frecuentadores del teatro de
revistas). En este sentido, la figura del dandismo aparece como una figura enteramente
moderna, vinculada a la una nueva forma de urbanidad. En relación a ella, Baudelaire se
pregunta cuáles son los temas modernos públicos y oficiales, en el sentido de los temas
por los cuales se les paga a los artistas para que los traten en sus obras.

Para volver a la cuestión principal y esencial, que es la de saber si nosotros


poseemos una belleza particular, inherente a las pasiones nuevas, señalo que la
mayor parte de los artistas que han abordado los temas modernos se han
contentado con los temas públicos y oficiales, con nuestras victorias y nuestro
heroísmo político. E, incluso, lo han hecho refunfuñando y porque se los ordenó el
gobierno que les paga. Sin embargo, hay temas privados que son muy heroicos de
otro modo.
[Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y
modernidad, op. cit., p. 25]

Lo heroico se convierte en tema público. Hay un arte público que inevitablemente


tiende a ser épico, en la medida que construye el heroísmo de la propia época. Pero para
Baudelaire hay un heroísmo de lo público y un heroísmo de lo privado. El heroísmo
político (o de lo público) está vinculado, en general, a la gesta común, a las grandes
batallas del respectivo tiempo. Ahora bien, hay otra forma de heroísmo que tiene que
ver con temas privados y también sigue siendo una forma de heroísmo. En ese sentido,
dice que por la gran ciudad circulan, no en lo más exterior sino por debajo de ella,
criminales y prostitutas que no hace falta más que abrir los ojos para reconocerlos. Ahí
se podría identificar otra forma de heroísmo: se trata de un heroísmo que está a la vista,
pero que hay que saber verlo de un modo nuevo. Hay que “sociologizar la mirada”,

14
podríamos decir (en el lenguaje en el que veníamos hablando desde el comienzo de la
clase). El de los criminales y las prostitutas es un heroísmo que está a la vista pero que
requiere ser mirado en el modo en que lo muestran los periódicos. El tema de cómo
transmiten la información los periódicos (haciendo del “informar” lo contrario del
“narrar”) es el tema de la segunda parte de “El París del Segundo Imperio en
Baudelaire”. Esos héroes de la modernidad que son los criminales y las prostitutas
adquieren su protagonismo, justamente, en los periódicos. El periódico popular es el
que se nutre de la mala suerte de este tipo de personajes. La idea de que la noticia
policial, la noticia catastrófica, el chisme, el rumor, o la noticia negativa es la noticia
del periódico aparece junto con el periódico. No es una tendencia que se construyó
lentamente, sino que le periódico siempre se nutrió de la mala noticia y el chisme.
El heroísmo de la vida moderna está relacionado con esos antihéroes que se convierten
en las figuras heroicas del periódico. Son quienes le dan contenido al periódico durante
un par de días y luego pasan a ser sustituidas por otros: de eso se trata. Esta es, de algún
modo, una forma moderna del suicidio: levantar una figura y hacerla desaparecer tres
días después por otra. La prostituta y el criminal también serían candidatos a héroes de
la modernidad, pues son utilidades/transitoriedades en sí mismas: placer momentáneo,
una, e interés momentáneo, el otro.
Por lo tanto, la belleza y el heroísmo moderno están intrínsecamente unidos para
Baudelaire. En ese sentido hay una belleza nueva y particular que ya no es aquella de
Aquiles ni de Agamenón, dice Baudelaire. Hay un elemento nuevo en esta belleza
moderna. Este elemento nuevo es el que, para él, hay que teorizar. Ese elemento lo va a
teorizar en otro de los ensayos incluidos dentro del libro Arte y modernidad (una
recopilación de ensayos tomados de las obras completas). Este otro ensayo es “El pintor
de la vida moderna”. Del primer punto, que trata sobre qué es lo bello, la moda y la
felicidad, me interesa ver cómo analiza el doble componente de toda belleza. Acá sí, a
diferencia de lo que vimos antes, va a analizar los dos componentes. Recordemos todos
los conceptos de belleza por los que pasó Baudelaire en “Del heroísmo de la vida
moderna”: belleza pública, política, privada, antigua y moderna. En “El pintor de la vida
moderna” va a hablar de belleza del pasado y de belleza del presente. Veamos ahora de
qué manera introduce la figura de la moda en relación a la belleza.

El pasado es interesante no sólo por la belleza que han sabido extraer de él los
artistas para quienes era el presente, sino también como pasado por su valor

15
histórico. Con el presente pasa lo mismo: el placer que obtenemos de la
representación del presente no obedece exclusivamente a la belleza de la que
puede estar revestido, sino también a su cualidad esencial de presente.

[Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad,


op. cit., pp. 28]

El presente es interesante por ser presente, de la misma manera que el pasado puede ser
interesante, justamente, por ser pasado (antes que por ser belleza, por ser pasado). Es
como si hubiera un placer específico en referirse a algo como sido o a algo como en
curso por esa condición en sí misma y no por lo que se pueda extrapolar de ella como
belleza. Como cuando alguien se viste de un color porque ese color está de moda y si le
preguntan, aclara que se viste de ese color porque le gusta (eso que se suele llamar afán
de novedades, un término heideggeriano, en sentido despectivo, tendría aquí un
reconocimiento en términos estéticos). Pero también a alguien podría gustarle algo por
demodé, por viejo, por vintage. Tanto lo actual como lo vintage son conceptos
asociados a la moda.
Lo que encontramos en este punto de la argumentación de Baudelaire es una muy fuerte
actitud antirromántica. El pasado place por pasado y el presente place por presente, más
allá de que todos tendemos a extrapolar, tanto del pasado como del presente, ciertas
formas artísticas con las cuales lo identificamos y que nos parecen que son eternas. Por
ejemplo, de la vida antigua extrapolamos la tragedia o la épica y, en ese sentido,
entendemos la antigüedad a partir de esas formas artísticas vinculadas a lo noble como
si expresaran la vida tal como era vivida en su totalidad (podríamos agregar a esas
formas la de la comedia, para los caracteres no nobles). Sin embargo, hay algo del orden
de lo que podríamos llamar las costumbres que, para Baudelaire, es justamente aquello
a lo que no le prestamos atención, en la medida en que subordinamos lo que podría
tener esa belleza de transitoria al componente de lo eterno. Lo que pudiera haber de
epocal en Homero lo subordinamos, por ejemplo, a lo que hay en Homero de forma
perfecta, lograda, atemporal. Al hacer esa operación, nos quedamos siempre con uno de
los dos componentes de la belleza: el componente eterno contra el transitorio. Pero
siempre hay esos dos componentes en todas las bellezas.

16
La idea que el hombre se hace de lo bello se imprime en todo su atavío, arruga o
endurece su ropa, redondea o alinea su gesto, hasta penetra sutilmente, a la larga,
los rasgos de su rostro. El hombre termina pareciéndose a lo que querría ser. Se
puede traducir esos grabados a lo bello y a lo feo. En lo feo se vuelven caricaturas,
en lo bello, estatuas antiguas.

[Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad,


op. cit., pp. 28]

Es muy interesante este punto, en el sentido de que es difícil, en cualquier época, que
los hombres no se representen a sí mismos (en la forma de lo que querrían ser) a partir
de esa belleza que es doble, pero que no puede quedar estrictamente plasmada en el arte.
De alguna manera, hay algo en esa belleza que se plasma también en los cuerpos de los
contemporáneos: si redondean o alinean el gesto, si arrugan o almidonan la ropa, si se
atan o se sueltan el pelo, etc…
Esa relación que lo bello tiene con el cuerpo es lo que hace que, dice Baudelaire, cuando
lo vemos como pasado nos riamos de lo que tiene de transitorio, mientras que, en otro
momento, por eso mismo, podemos traerlo al presente (la moda hace eso: trae al
presente lo pasado). Ninguna belleza, entonces, puede ser sólo del orden de lo eterno.
Ésa es la lección de la modernidad sobre todos los tiempos, “la lección del presente para
el resto de los tiempos” (en términos de Kluge). Nunca hubo bellezas unívocas, todas
las bellezas -o todos los conceptos de belleza- eran duales, incluso los de la vida
antigua. Las personas, además, incorporaban a sus vidas elementos de esa belleza: la
belleza no podía quedar solamente en los libros, solamente en los cuadros, solamente en
las estatuas. Y tampoco la belleza de las obras podía no provenir de la vida cotidiana
(de hecho, la corporalidad de los dioses era una tomada de una corporalidad cuyo
modelo de belleza era transitorio). En este sentido, dice más adelante:

Uno de estos días quizá aparecerá un drama en un teatro cualquiera en el que


veremos la resurrección de estos trajes bajos los cuales nuestros padres se veían
tan encantadores como nosotros con nuestras pobres vestimentas (que también
tienen su gracia, es cierto, pero de una naturaleza más bien moral y espiritual);
[recuerden que nos vestimos todos de negro por el igualitarismo] y si los llevan y
animan a comediantes, y comediantes inteligentes, nos asombraremos de habernos

17
reído con tanta ligereza. El pasado, aun conservando lo punzante del fantasma,
cobrará la luz y el movimiento de la vida y se hará presente.

[Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad,


op. cit., pp. 28-29]

Aparece ahora, ligada a la estética, la figura de la moda, es decir un relativismo que no


es problemático sino que es estructural a la belleza. Pero, por otro lado, no va a aparecer
este relativismo en la forma de lo que podríamos llamar una serie abierta, como quien
dice: hay una renovación permanente e incesante de los hábitos, de las costumbres, de
los criterios de belleza. En relación a la belleza (en lo que la belleza tiene de transitorio),
no hay infinitud, sino circularidad. Esta idea de la circularidad, dice Benjamin, aparece
en Baudelaire antes que en Nietzsche. La moda aparece como un fenómeno asociado a
la belleza y a la cultura. Es la circularidad del tiempo cultural. No del tiempo natural,
sino del tiempo cultural
El tiempo de la cultura es circular; siempre están volviendo las cosas del pasado como
presente; no hay permanentes invenciones de la belleza, sino permanentes reinvenciones
de la belleza trayendo al presente el pasado (trayendo al presente pasados olvidados). En
Baudelaire aparece justamente esta idea de que no hay una permanente invención de
belleza en el universo cultural, sino un reciclado de la belleza y, en este sentido, una
circularidad del tiempo de la cultura. Como si dijéramos que hay un principio casi de
rueda de la fortuna en la historia de la cultura en la medida en que lo que en
determinado momento alcanza el éxito porque es conocido y reconocido por su tiempo
tiene que pasar al olvido, para ser después, terminado el círculo, volver a ser rescatado,
releído, reinterpretado, revalorizado.
Lo que hay en la cultura, asociado a la modernidad estética, es una circularidad, no un
progreso que tiende al infinito. El hecho de que una novedad desplace a la otra no
significa que haya progreso, sino moda. Y la moda está asociada a la circularidad, no al
progreso. El principio de la novedad es siempre un principio relativo, y no un principio
absoluto. El tema de la circularidad en Baudelaire (así como la comparación con el
eterno retorno de Nietzsche) está en el ensayo de Benjamin “Zentralpark” (incluido
dentro del libro: El París de Baudelaire, traducción de Mariana Dimópulos, Buenos
Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp. 243-286).

18
Para terminar con este punto del ensayo “El pintor de la vida moderna” (el punto I,
titulado “Lo bello, la moda y la felicidad”), Baudelaire propone establecer una teoría
racional e histórica de lo bello, por oposición a lo bello único y absoluto. Lo bello,
entonces, siempre tiene una doble composición (retoma aquí el problema que trató
brevemente en “Del heroísmo de la vida moderna”). Lo bello está hecho de un
elemento eterno, invariable cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de
un elemento relativo, circunstancial, que se plasma en la época, la moda, la moral y la
pasión (y a veces, en todos estos factores a la vez). Sin este segundo elemento, que es
como la envoltura divertida, brillante, de lo bello (“el aperitivo del pastel divino”), el
primer elemento sería indigerible, inapreciable: no resultaría ni adaptado ni apropiado a
la naturaleza humana. Es decir, el aperitivo, que sería lo que tiene de circunstancial la
belleza (lo que se plasma no en el arte, sino en la época, la moda, la moral y la pasión y
a veces en todo esto a la vez) no es, como quien dice, la parte abyecta, la parte menor, la
parte desgraciada y pobre de la belleza, sino la parte brillante, reluciente, atractiva,
placentera, lucrativa, etc., de la belleza. Y esto no es un mal, sino un bien para la
belleza: lo eterno, en materia de belleza, no se puede consumir sin la ayuda de lo
transitorio. No hay formas artísticas que entren en la lógica de lo eterno y no en la de lo
transitorio. Podríamos pensar, a partir de esta idea, que la forma que tenemos de
relacionarnos con la cultura a través del consumo, que es criticada por considerársela
una forma de manipulación, es también un modo transitorio de relacionarse con lo
eterno. Porque, en realidad, de parte de los hombres, no hay un modo eterno de
relacionarse con lo eterno: siempre hay un modo transitorio de relacionarse con lo
eterno. Sobre todo cuando lo eterno no es todavía eterno, sino presente.
Lo que tiene de nuevo la belleza moderna lo tiene en la medida en que es consciente del
componente transitorio de toda belleza, de la propia, de la belleza moderna pero
también de todas bellezas de todos los tiempos posibles.
Y para cerrar el primer punto del ensayo “El pintor de la vida moderna”, Baudelaire da
definición de lo bello:

La dualidad del arte es una consecuencia fatal de la dualidad del hombre [p. 30]

Y cita a Stendhal, que define lo bello como promesa de felicidad, para hacerle una
crítica. Esta misma cita de Stendhal la vamos a encontrar en el primer capítulo de
Teoría Estética de Adorno, para referirse, no a la belleza como promesa de felicidad,

19
sino a la obra de arte: toda obra de arte encierra una promesa de felicidad incumplida
(“incumplida” lo va a agregar Adorno).

Quien más se ha acercado a la verdad para definir a lo bello es Stendhal al decir


que lo bello no es sino la promesa de felicidad, sin duda esta definición excede el
fin. Somete demasiado a lo bello al ideal infinitamente variable de la felicidad. [p.
30]

El hecho de someter lo bello a la felicidad es de algún modo lo que lo convierte en algo


que está sometido a los fines humanos: es algo que, en última instancia, no está puesto
bajo el signo de lo eterno, sino que está puesto bajo el signo de lo transitorio, por el uso
que los hombres hacen de él. Pero a la vez, al hacer esta salvedad, Baudelaire despoja
muy prestamente a lo bello de su carácter aristocrático.
El concepto de lo bello, entendido en el sentido moderno a partir de la definición de
Stendhal, resulta un concepto democrático, en la medida en que es promesa de felicidad,
y no un concepto aristocrático, que es como se lo puede entender cuando está bajo el
signo de lo eterno (cuando se lo entiende de manera clasicista, por lo que tiene de eterno
y no por lo que tiene de transitorio).

[La definición stendhaliana] posee el enorme mérito de alejarse decididamente del


error de los académicos [p. 30]

¿A que tienden los académicos? A eternizar lo que es la belleza buscando una definición
de ella. Para eso, deben ceñirse al componente de lo eterno y deshacerse de todo aquello
que liga a ese componente con los hombres en términos de felicidad. Como quien dice,
¿hasta qué punto el arte no está relacionado justamente con esa promesa de felicidad
que la sociedad ha dejado incumplida y que el arte de alguna manera mantiene en estado
de latencia, con todo lo que de ideología tiene esa dualidad?. Que todo lo que pueda
existir en el arte sea lo que no puede existir en la sociedad es, obviamente, lo que lo
lleva a funcionar socialmente como ideología. Pero más allá de esta condición
ideológica que tiene el arte por dejar intacto en una esfera donde no se realizar a eso
que no se puede realizar en la sociedad, uno podría decir que ése es el modo en que el
arte se relaciona con los hombres en el modo de la felicidad. También sucede lo mismo
con la belleza: si quieren ustedes, en los modos felices de la moda, en los modos felices

20
de peinarse, de vestirse, de almidonar o arrugar la ropa -que dice Baudelaire- hay un
contacto humano con lo que la belleza tiene de transitorio (pero no por transitorio ese
aspecto de la belleza deja de ser auténtico). Esa relación que la belleza tiene con el
cuerpo también responde a la sociologización de la mirada que encontramos como rasgo
central de la modernidad estética. Y con esto cerramos la lectura de los ensayos de
Baudelaire.

Los rasgos de la modernidad según Benjamin que no llegamos a desarrollar en la clase


pasada vamos a verlos ahora. Tienen que ver fundamentalmente, para empalmar con la
segunda parte de la Unidad III, con el problema de la reproductibilidad técnica y el
modo en el cual se trastoca el concepto de arte con la aparición de la fotografía y el
cine. En lugar de que las artes de la reproductibilidad técnica (la fotografía y el cine)
queden en un lugar menor dentro del sistema de las artes (o directamente fuera de él), lo
que hace su irrupción es un efecto revolucionario sobre el concepto de arte. Es más: lo
que hacen, justamente, es revolucionar el sistema de las artes. A la par, trastocan el
concepto de arte. Del texto de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica” Benjamin hace tres versiones. Con la versión que siempre se trabaja (y
nosotros también vamos a trabajar con esa versión) es con la tercera. Esta versión (la
tercera) tiene diferencias con las otras dos versiones (en las obras completas, desde ya,
están publicadas las tres, pero en castellano está publicada la tercera).

Alumno: ¿De qué editorial es la traducción castellana?

Profesora: La traducción que voy a utilizar es la de Tomás Bartoletti y Julián Fava,


incluida en el libro Estética y política (una selección de ensayos de Benjamin sobre
estos temas), publicada por la editorial Las cuartenta. La otra es traducción es la de
Jesús Aguirre para la editorial Taurus. También hay otra más de Ediciones Godot y otra
de El Cuenco de Plata, publicada en una colección dirigida por Daniel Link. La
traducción de Jesús Aguirre hay que corregirla bastante, pero se puede usar
comparándola con el texto original en alemán.

Lo que me interesa de este ensayo, para el problema de la modernidad estética, tiene


que ver con el capítulo II y el capítulo IV de la tercera edición (1936): se trata, sobre
todo, del concepto de aura. Es decir, de qué manera este concepto, del cual carecen la

21
fotografía y el cine, convierte a las artes plásticas anteriores en auráticas. Al aparecer un
arte que carece de aura (la fotografía) se inventa con él el concepto de aura. Esa es
verdaderamente la revolución de las artes de la reproductibilidad técnica. Hasta que no
aparecen artes incapaces de aura, las artes no tenían aura. Estas artes sin ritual de origen
inventan el ritual de origen en el arte; estas artes estructuralmente seriadas, sin unicidad,
inventan el principio de unicidad en la obra de arte, inventan el aquí y ahora de la obra
de arte. Justamente, por carecer intrínsecamente de todas estas cualidades que mencioné
antes: unicidad, ritual de origen, aquí y ahora (aura), la fotografía y el cine inventan
estos conceptos como conceptos asociados a las artes anteriores (a las artes plásticas
anteriores, en realidad).
En ese sentido, cuando aparecen las artes sin aura, las artes anteriores devienen artes
con aura. Lo no aurático en el arte instaura retrospectivamente lo aurático. Antes de la
fotografía, existía en el arte lo que podríamos llamar el original y la copia. En tanto
reproducción exacta del original, una copia (así sea una falsificación perfecta) prueba
que hay un original. Hay dos objetos iguales (dos pinturas iguales), pero uno se pintó
primero y el otro se pintó (como copia del primero), después. El segundo objeto (la
copia) convierte al primero en original. La fotografía no sólo rompe con este problema
de la autenticidad que afectaba a las artes plásticas, sino que, a la vez que rompe con él,
demuestra que existía.
En el caso del objeto artístico fotográfico o cinematográfico, de lo que se trata es de un
objeto estructuralmente seriado, en el cual la ausencia de original es parte de su novedad
artística. Entonces, el concepto de arte, con la fotografía, se trastoca: se convierte a las
artes del pasado en auráticas, en poseedoras de ritual de origen y de tradición (las
categorías con las que la fotografía rompe). Las nuevas artes del siglo XIX aparecen
como aquellas que, al carecer de aura, son representativas del nacimiento de la sociedad
de masas. Su existencia demuestra que la percepción humana se ha modificado: no es
simplemente que a ellas les falte algo, sino que esa falta, estructural a ellas, es su
novedad artística. Una novedad revolucionaria, de hecho. No les falta el ritual de origen
como si se tratara de un déficit, sino que inventan un nuevo modo de ser artístico por el
cual aquello que antes de que existiera la distinción entre no aurático y aurático no era
todavía aurático (porque no podía serlo, faltando su opuesto), deviene aurático. Por eso
me interesan sobre todo, para el tema de la modernidad estética en Benjamin, estos dos
capítulos que les mencioné de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica”. En la nota al pie que pone Benjamin al capítulo IV, dice:

22
La definición de aura como “la manifestación irrepetible de una lejanía, por
cercana que ésta pueda estar”, no representa esta cosa que la formulación del
valor cultual de la obra de arte en categorías de percepción espacio- temporales.

[Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad


técnica”, en: Estética y política, trad. Tomás J. Bartoletti y Julián Fava,
Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009, p. 94]

Junto con la aparición de las artes de la reproductibilidad técnica aparece un concepto,


en relación a lo artístico, que tiene que ver con el valor exhibitivo de una obra de arte: el
valor exhibitivo de una obra de arte como opuesto al valor cultual de una obra de arte.
Las artes de la reproductibilidad técnica son, de algún modo, la exacerbación de una
condición del arte que nace con la sociedad burguesa: el hecho de que toda obra de arte
tiene simplemente un valor exhibitivo. Solamente el arte religioso (antiguo y medieval)
tenía verdaderamente un valor cultual (que en la sociedad burguesa, desde ya, se
resignifica, porque las obras con valor cultual pasan a poder ser vistas como si tuvieran
un valor exhibitivo). Las artes de la reproductibilidad técnica aparecen en un contexto
(el de la gestación de la sociedad de masas) donde el valor exhibitivo de la obra de arte
se ha vuelto un fin en sí mismo (aunque el valor exhibitivo de la obra de arte es
cronológicamente anterior a la sociedad de masas).
El arte se hace exclusivamente para ser exhibido en un espacio separado del resto de las
esferas de la vida. Las obras de arte no tiene un para qué, son simplemente objetos para
ser exhibidos. Esa es la condición burguesa del arte. Las obras de arte que se
caracterizan intrínsecamente por la reproductibilidad técnica se incorporan a una
relación con los hombres en la cual el valor exhibitivo ha hecho desaparecer
completamente el valor cultual (el valor cultual, en la sociedad de masas, sobrevivirá,
paradójicamente, en las fotografías antiguas que son retratos, en la figura del rostro
fotografiado, pero eso sucede recién cuando una fotografía deviene antigua).
El modo de relacionarse con los objetos que tienen valor exhibitivo es el de la recepción
a la que Benjamin llama óptica. La recepción óptica es la recepción propia de la
contemplación (tal como vimos este concepto, asociado al placer estético, en los autores
de la Unidad I). La fotografía y el cine -como artes de la reproductibilidad técnica- van
a proponer una relación distinta con los objetos artísticos, que ya no es la de la

23
recepción óptica, sino la de lo que Benjamin llama recepción táctil. Esta es una forma
de recepción que, hasta la aparición de la fotografía y el cine, la única de las artes que
permitía experimentarla era la arquitectura. En la arquitectura hay una relación con la
obra por la cual uno tiene que estar dentro de ella para poder experimentar la
espacialidad propia del objeto (es decir, su especificidad). Lo mismo sucede, pero de un
modo nuevo y radicalizado, con la fotografía y el cine: el modo en el cual el objeto es
experimentado no es el de la distancia propio de la contemplación, sino el modo que
Benjamin llama de la costumbre. La relación que se tiene con el objeto en la fotografía
y el cine es una relación que parece abolir la distancia con él, como si el objeto no fuera
un objeto artístico, como si fuera un objeto de la vida cotidiana, dentro del cual se vive
y al cual se conoce desde antes de conocerlo. Cuanto más abismal es la distancia que
pone la fotografía y el cine con el receptor, mayor es la ilusión que crea de estar dentro
del mundo de ese objeto. Uno diría que la relación con la fotografía es una relación de
souvenir de la vida cotidiana, de documentación de la vida cotidiana, es una relación
casi no artística, que la fomenta la lógica misma de la automaticidad de la cámara (una
automaticidad que en los comienzos de la fotografía todavía no existía).
Con el cine, este rasgo se exacerba: si bien las narraciones no siempre van a reproducir
la vida cotidiana (es más, en principio van a tender a no reproducirla), el principio de
transparencia de la cámara genera un espacio imaginario en el que el espectador tenderá
a sentirse incluido, por medio del recurso de la identificación (no con los personajes,
sino con la cámara, con el dispositivo cinematográfico). Fundamentalmente por la
identificación con la cámara (no con los personajes, o con alguno de ellos en particular),
el espectador está dentro de la realidad de la cual se está siendo espectador. Se anula,
entonces, la distancia entre el yo y el objeto.
Las artes de la reproductibilidad técnica van a generar un tipo de recepción que ya no es
la recepción óptica, la contemplación, sino un tipo de recepción por el cual se establece
una familiaridad con el objeto y una ilusión de ruptura de la distancia con él. Aquello
por lo cual se va a caracterizar la recepción táctil en las artes de la reproductibilidad
técnica es por el modo de la distracción, no de la concentración (que es lo característico
de la recepción óptica). Si bien yo no puedo perderme un detalle para poder estar
dentro de la fotografía o dentro de la película, lo que siento en la recepción de los
objetos fotográficos o cinematográficos es que no estoy haciendo ningún esfuerzo para
percibirlos. El modo de la recepción táctil es no concentrado, sino distendido.

24
Bueno, vamos a hacer una pausa y después seguimos con el punto dos de la Unidad III.

-----------------------------------------RECREO-----------------------------------------

Me interesaría que veamos ahora el último de los rasgos de la modernidad estética


según Benjamin: el coleccionismo asociado a una concepción materialista del arte. El
paradigma del coleccionista moderno, para Benjamin, es Eduard Fuchs (cuya profesión
más formal también era enteramente moderna, porque se trataba de un periodista
socialdemócrata: recordemos, de todos modos, las críticas de Benjamin a la
socialdemocracia en las tesis de “Sobre el concepto de historia”). Así define Benjamin a
Fuchs:

Fuchs se hizo coleccionista en tanto era un pionero. A saber, pionero de la


consideración materialista del arte. Y lo que sin embargo hizo de este materialista un
coleccionista fue su sensibilidad más o menos clara para una situación histórica en la
que se veía inserto. Era la situación del materialismo histórico.

[Benjamin, Walter, “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs”, en: Discursos


interrumpidos I, trad. Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1980, p. 89]

Básicamente, lo que Fuchs coleccionaba lo historiaba y lo que coleccionaba eran


objetos que, para la época, carecían de valor. Por ejemplo, las caricaturas políticas de
los diarios. ¿Para qué alguien coleccionaría la caricatura política o el dibujo erótico?
Bueno, justamente, para hacer una historia de la caricatura política o el dibujo erótico.
De hecho, lo que a Benjamin le interesa de Fuchs es que él es consciente de que ese tipo
de objetos encierran en sí mismos una “historia de la recepción”.
El de Fuchs es un tipo de coleccionismo más propio de la sociedad de masas que de la
sociedad burguesa. El hecho de coleccionar el objeto es, precisamente, lo que dota al
objeto de una relevancia y una historicidad. Desde el punto de vista del valor del objeto,
si alguien colecciona caricatura política, es como si coleccionar diarios: colecciona lo
que es publicado para ser quemado u olvidado. Pero el objeto posee una historicidad
propia que, de no ser coleccionado, perdería. El coleccionismo, en este sentido, plantea

25
la cuestión de guardar algo para ver el paso del tiempo y advertir así, en ese paso del
tiempo, los cambios. Si uno quisiera estudiar la caricatura política o el dibujo erótico
tendría que, justamente, ver, comparar, clasificar y luego editar (en varios tomos) los
dibujos más relevantes en el contexto de una historia de ese campo (inventando,
además, un campo donde no lo había).
El coleccionismo, entonces, como rasgo de la modernidad estética, yo lo ponía en la
clasificación -como lo pone Benjamin en su ensayo- en relación con una concepción
materialista del arte. Si quieren ustedes, hay cierta concepción biologicista que tenía la
socialdemocracia alemana de la época de Fuchs respecto de la relación de las obras de
arte con el proletariado. Es interesante ver en este ensayo, incluso para compararlo con
las tesis de Benjamin de “Sobre el concepto de historia”, cuál es la lectura que él hace
de la concepción materialista propia de la socialdemocracia alemana por contraposición
al materialismo histórico. Porque, por ejemplo, Fuchs tiene para Benjamin una
concepción biologicista de la sexualidad (con la que explica, equivocadamente, el papel
que cumple la pornografía en relación al deseo), pero como coleccionista tiene una
concepción verdaderamente materialista del arte.
Como rasgo de la modernidad estética, este coleccionismo de Fuchs es un
coleccionismo nuevo, en la medida que no es un coleccionismo de la alta burguesía (el
destinado al museo), sino un coleccionismo destinado a la publicación y a la
divulgación del objeto coleccionado. El coleccionismo está ligado a la posibilidad de
concebir el arte de una manera diferente. Se trata, de alguna manera, de darle relevancia
a ciertos objetos que son de consumo popular y no aristocrático: democratizar el objeto,
pero al mismo tiempo convertir a un objeto democratizado, que carece de valor artístico,
en un objeto artístico. Estamos hablando de coleccionismos que, en principio, eran
coleccionismos excéntricos (y eso lo señala muy bien Benjamin), que no estaban
ligados al dinero, pues lo que se coleccionaba era, justamente, tirado, desechado, por ser
índice de la serialidad en la sociedad de masas. No es un coleccionismo museístico, el
coleccionismo ligado a la compra de obras de artes únicas, sino un coleccionismo
nuevo, ligado a objetos que carecerían de un valor en el mercado del arte, los cuales se
instituyen como objetos valiosos en el acto de coleccionarlos.
Recordemos que en el siglo XX, básicamente, se va a historiar todo. Se trata, en este
momento, de discutir cuál sería la herencia cultural para el proletariado, porque, si no,
parece que no la hay. Me refiero con esto a discusiones entre materialistas: entre
materialistas socialdemócratas y materialistas históricos. En la terminología de las tesis

26
de Benjamin “Sobre el concepto de historia” está, por un lado, el materialista histórico
(que piensa en la ruptura del tiempo homogéneo) y, por otro, el materialista que creer en
el progreso (el materialista socialdemócrata), en un progreso lineal que llevaría al
proletariado a una superación de su condición enajenada (y que coincide, en términos
tecnocráticos ingenuos, con el progreso de la ciencia y la técnica). Benjamin centra la
discusión con Fuchs en ese punto crucial: ¿qué le queda al proletariado de la historia del
arte (en términos materialistas)? Esta es, desde ya, una pregunta absolutamente
brechtiana (en el sentido de “Preguntas de un trabajador que lee”, el famoso poema de
Brecht)
Entonces, la figura de la historia y la figura del coleccionismo, en términos
materialistas, están ligados. Se trata del coleccionismo ligado a una idea de historia de
objetos que no tienen relevancia hasta que no son, justamente, insertados en esa historia.
Es una historia que redime al objeto de su carácter subsidiario.

Alumno: Podría decir a qué se refiere con experiencia del shock. Porque no logro
entenderlo…

Profesora: La clase pasada habíamos mencionado apenas algo, pero hoy lo voy a
desarrollar aún más. Yo me refería al shock en un triple sentido (el del cine, el del
trabajo fabril no calificado y el de la circulación en la calle de la gran ciudad) y estos
sentidos Benjamin los desarrolla, sobre todo, en Sobre algunos temas en Baudelaire.
Primero que nada, el shock está asociado a la reproductibilidad técnica. Me refiero con
la reproductibilidad técnica al hecho de que el cine, al igual que el trabajo fabril no
calificado y el modo de circular en la ciudad en la forma del anonimato (y del esfuerzo
por no chocar con otras personas), es un tipo de experiencia que se podría entender
como experiencia traumática. De ahí también la palabra psicoanalítica con que
Benjamin designa esta experiencia: shock (shock también es, de algún modo, un estado
traumático o postraumático). Es la acepción de shock que tiene que ver con el trauma:
el estado de la persona que está bajo los efectos de un evento que, cada vez que
aparezca un indicio que se lo evoque, se lo hará revivir. La persona shockeada estará en
el mismo estado que estuvo cuando ese evento la afectó por primera vez. Acá se trata
del shock como algo que modela la conducta para que el sujeto (moderno) pueda
desarrollarse en un tipo de situaciones que no tienen precedente, salvo en la gran ciudad.
No hay manera, para alguien que vive en la gran ciudad, de no experimentar esta

27
instancia del shock. Ahora bien, uno podría decir que el cine prepara para el trabajo en
la fábrica, pero el trabajo en la fábrica también prepara para el cine. De la misma
manera que la circulación callejera prepara, a su vez, para la fábrica y para el cine. Las
tres experiencias (la de ver un film, la de trabajar en la cinta transportadora, la de
circular en espacios urbanos llenos de gente), de algún modo, modelan una disposición
corporal que es la más adecuada para la vida en la gran ciudad. El cine requiere una
reacción rápida para no perder el hilo de los acontecimientos pero, al mismo tiempo,
busca permanentemente una atención produciendo estímulos de muy alto impacto para
que el espectador no se aburra (una expectativa con la que recién rompe el cine
moderno, hacia la década del cincuenta: Benjamin se suicida en 1940). Como cuando
uno se pregunta por qué una clase tiene que ser entretenida. ¿Por qué alguien que está
en una situación de aprendizaje tiene que estar de la misma manera que cuando ve una
película clásica? Justamente, porque las personas están dispuestas a un estado quinético
aun cuando están presuntamente relajadas: el relajamiento es la disposición al estímulo,
a ser estimulado. Como en el sexo. Si uno se sienta a escuchar, digamos, uno tiende a
dormirse. Como en el cine, si la película no es entretenida (un principio con el que
rompe el cine moderno). Ese estado corporal, que tiene que ver con el shock, es un
aprendizaje en relación a la corporalidad humana y que se adquiere en la gran ciudad.
Es, digamos, un ritmo asignado a un cuerpo. Es un ritmo para el que la fábrica, el cine y
la calle llena de gente (y de autos) educan al cuerpo. El cuerpo, en todos estos casos,
actúa de manera automática. Responde, en realidad, de manera automática. En un
primer momento de la modernidad propia de la sociedad de masas, todo esto hubo que
enseñarlo y aprenderlo. No es que las personas, de alguna manera, tenían una
disposición biológica para el shock. Tenían, gimnásticamente, que incorporar estos
hábitos. El acompañamiento sonoro, por ejemplo, de un piano en la sala del cine estaba
vinculado a la necesidad de hacer que las personas (que nunca habían estado en un
teatro prestando atención a un escenario) estuvieran en silencio. De lo contrario, como
era “cine mudo” (cine silente), se comportaban como si no tuvieran algo adelante a lo
que prestarle atención. La música educó al espectador, entonces, para que la atención se
focalizara en el escenario. Fíjense que son prácticas que se adquieren y se pierden. Hoy,
prácticamente, el cine ha vuelto a la situación privada (el home teather). El visionado en
una sala de cine es un tipo de espectáculo que requiere una especie de festividad por el
cual se come, se habla, como en los comienzos del cine. Incluso se ofrece la comida
como parte del espectáculo.

28
Si bien uno podría decir que momento, el del nacimiento de la sociedad de masas, es el
momento más sociológico de la estética, el problema de la transformación de todas las
artes por la aparición de la fotografía y el cine no se restringe a lo sociológico. Ahora,
en este contexto de la modernidad estética, el punto de partida de la estética ya no es la
discrepancia o la anarquía del gusto (el problema que veíamos en la Unidad I), sino la
situación inversa: la masificación y fragmentación del gusto (la clasificación de los
gustos por tipos de consumidores). Estamos en una situación donde, de alguna manera,
esta figura de shock modela un tipo nuevo de receptor de arte, pero también modela un
tipo de sujeto que tiene que vivir a un determinado ritmo (el de la gran ciudad) que
también le inspira (o le impone) cambios periódicos de gusto. Yo hace un rato les decía,
un poco coloquialmente, cómo se impone el criterio de hay que pensar una clase para
que sea entretenida. Esa imposición obliga a una planificación del tiempo. Hay que
planificar el objeto en función del tiempo, justamente, para que el objeto produzca en
quien está frente a él un estado de atención que nunca decaiga. Es ese ritmo con el que
se planifican los objetos artísticos como objetos industriales (las películas como éxitos
de taquilla, los libros como best-sellers, aunque, por eso mismo, puedan “fracasar”: sólo
lo que se planifica para ser exitoso puede decirse que “fracasa”). Por ejemplo, que la
presentación de los personajes, en una película, no puede durar más de X cantidad de
minutos, y que, una vez que fueron presentados los personajes, tienen que interaccionar
entre ellos en el modo del conflicto, para que el conflicto genere una tensión que se
resuelva recién en el desenlace …, implica una planificación del tiempo: la película
como un objeto artístico planificado para el disfrute. Es decir, se estudia cómo hay que
producir la atención permanentemente para que esta atención no decaiga. Cada X
cantidad de tiempo algo tiene que cambiar lo que está sucediendo para que se produzca
un estado de shock. Ahora bien: si todos ya sabemos que cada veinte minutos alguien va
a hacer determinada cosa para llamar la atención, nos vamos a convertir en personas que
vamos a necesitar ser estimulados cada quince minutos. La solución al problema del
shock (en relación al estado del receptor para situaciones que involucran al arte) se
vuelve el problema mismo. Sobre todo para Adorno, que considera al problema del
receptor un momento no estético (un momento que no va ser teorizado por su Teoría
estética), el problema es cómo van a tener que ser las obras de arte cuando los
receptores potenciales de las obras de arte están acostumbrados a un cierto ritmo febril
por el cual concitar su atención va a ser cada vez más difícil. Esta no es una

29
preocupación de la cual el texto de Benjamin no esté exento, para nada. Benjamin
también vislumbra, a su modo, el problema del shock aplicado a la recepción de las
obras de arte.

Voy a empezar a desarrollar ahora el siguiente tema del programa que tiene que ver con
la modernidad estética pensada por Adorno. Nosotros nos vamos a centrar en los
capítulos I, II y VII de Teoría Estética. Es decir, el capítulo Arte, sociedad y estética,
también Situación y, finalmente, el titulado Carácter enigmático. Contenido de verdad.
Metafísica. La clase que viene vamos a hacer una relación de Teoría Estética con
Dialéctica negativa (publicada en vida por Adorno, en 1966; Teoría estética es una obra
publicada póstumamente, en 1970). Esta relación no tiene que ver con la cronología
(con ver antecedentes de una obra en la anterior), sino con la relación entre la cultura y
la metafísica después de Auschwitz, para ver de qué modo esa relación afecta la Teoría
estética. Primero, entonces, vemos algunos conceptos de Teoría Estética y después
vemos de qué manera se pueden enmarcar estos problemas en otras obras de Adorno.
Sobre todo porque Adorno viene trabajando, desde los comienzos de su pensamiento en
los artículos sobre música, en temas que tienen que ver con la estética. No sólo porque
Adorno trabajaba inicialmente como crítico musical para un diario (era crítico de
ópera), sino porque la escritura sobre obras artísticas (tanto literarias como musicales)
es algo que ejercitó a lo largo de toda su vida intelectual. No sólo en sus comienzos. No
es que la Teoría Estética aparezca como una obra que viene a cerrar un sistema o que
viene a coronar un determinado tipo de pensamiento, sino que, de alguna manera, esta
obra se va a gestando a la par del pensamiento de Adorno, sobre todo a partir de la
década del cincuenta. No obstante, hacia 1969 Adorno está corrigiendo los manuscritos
de Teoría Estética como para publicarla. Entonces, es una obra que se publica
póstumamente inconclusa, pero tampoco es una obra que, en la forma en que ustedes la
leen, sea tan distinta de Dialéctica negativa (tanto en su estructura como en su
redacción). No es que la obra es difícil de leer porque no terminó de pulir la prosa,
porque, de hecho, la prosa de Teoría Estética no muy distinta –estilísticamente
hablando- de la prosa adorniana madura. Por eso, el así llamado estilo adorniano tiene
que ver con el intento de pensar dialécticamente, pero de pensar dialécticamente en el
modo de una dialéctica que no sea cerrada, sino abierta. Por lo tanto, lo que vamos a
tener como efecto de lectura con el texto de Teoría Estética es la sensación de que
permanentemente el texto avanza de manera adversativa, avanza por la negativa. A

30
medida que el texto avanza, los nexos entre las preposiciones son del tipo pero, empero,
sin embargo, no obstante, etc… Como si argumentar no fuera, en este caso, aclarar y
avanzar hacia un punto de llegada, sino la operación inversa: abrir adversativamente el
problema, tratar el problema en términos de negaciones que no tienen una instancia de
reconciliación (ni final ni intermedia). Uno no podría decir que, en Adorno, cada tanto
se llega a una conclusión y el pensamiento descansa en alguna tesis y que esa tesis
nunca se va a remover, sino que esa tesis va a seguir siendo negada. Esto es lo que hace
que muchas veces se teorice sobre Dialéctica negativa y Teoría estética como si fueran
libros que no se pueden leer. Por ejemplo, si uno lee la teorización de Martin Jay en el
libro Adorno, pareciera ser que cualquier exposición del pensamiento adorniano,
inclusive la de él, fuera una absoluta tergiversación de lo que Adorno pensó, en la
medida que en el pensamiento adorniano no hay ideas principales y secundarias. Lo
cual, claro, es cierto, pero sin embargo todos tenemos subrayada la Dialéctica negativa
y la Teoría estética (sobre todo él, que escribió un libro titulado Adorno). Pareciera ser
que no podemos leer al autor porque, en realidad, hay un imperativo en su prosa de
nunca cerrar ninguna idea, de nunca descansar en ninguna tesis. Sin embargo, la obra se
lee, se discute, se trabajan ciertas partes -y no otras- porque se quieren analizar ciertos
problemas (como en nuestro caso) y el texto aún con su no sistematicidad es, en algún
punto, abordable. De lo contrario, lo que un pensador quiere que sea su pensamiento es
lo que efectivamente es: si Adorno quiere no ser sistemático, entonces, hay que repetir
con él que no es sistemático y, como consecuencia, no exponer su pensamiento (lo cual
es absurdo, para cualquier autor no sistemático, como son no sistemáticos la mayoría de
los filósofos importantes del siglo XX).
Insisto, no es lo mismo hacer una no dialéctica que pensar de una manera caótica o
rapsódica. No es lo mismo tratar de estructurar un pensamiento “con la fuerza del
sistema” que no sea sistemático (lo que dice Adorno en Dialéctica negativa) que pensar
que Dialéctica negativa o Teoría estética son obras a las que hay que tratar como
oráculos o como el I-Ching: que se pueden abrir en cualquier página, viendo a suerte y
verdad qué nos ha tocado y tratando de adivinar el mensaje cifrado. Las obra de Adorno
son obras, por el contrario, muy estructuradas, muy pensadas y por las cuales, de alguna
manera, se llegan a saber ciertas cosas, al menos porque no se pueden afirmar las
contrarias. Entonces, vamos a tomar ciertos conceptos y trabajar con ellos como para
pensar con la obra la modernidad estética, independientemente de que es cierto que la
obra está en una combustión dinámica interior por la cual no deberíamos detenernos con

31
tanta confianza en alguna parte como si ahí estuviera concentrado el problema. Sí es
verdad que la Teoría Estética parte de la idea de que hay conceptualizar el arte a partir
de las obras de arte, no para definir qué es el arte, sino para definir qué es una obra de
arte. Esto sí, yo les decía cuando hablábamos de la Filosofía del arte de Schelling, que
tiene que ver con la vocación política de la modernidad estética: definir una obra de
arte. ¿Qué es lo que caracteriza a un esteta de la modernidad estética? Justamente, el
saber cuándo está frente a una obra de arte. Poder decir “esto es una obra de arte”. Poder
decidir sobre la artisticidad de la obra de arte. Eso sería el equivalente de la modernidad
estética, en esta versión objetivista, de lo que significaba el juicio en la versión
subjetivista de la modernidad estética. Lo que era el problema del juicio en la Unidad I
y lo que era el problema de lo bello y lo sublime en la forma en la cual se entienden
estas categorías en el arte en la Unidad II, tiene que ver, en este punto de la Unidad III,
con la pregunta ¿es esto una obra de arte? Pregunta que Adorno convierte, ya como
crítico musical, en la pregunta ¿es esto música?
La modernidad entendida a partir de las obras de arte, de alguna manera, se presenta
como una pregunta que tiene la forma de un enigma. El modo en el cual se presenta la
obra de arte moderna es el modo del enigma, por lo tanto, acá el problema no es el
juicio ¿esto es bello? o ¿es esto sublime?, sino ¿es esto arte? Ya estamos en un tipo de
obra de arte que se vuelve ella misma el problema y desafía por su sola presencia al
pensamiento estético. Pero no porque haya, a la manera de un crítico, que determinar si
es o no arte, sino porque no se puede estar frente a la obra de arte si no se sabe, en
última instancia, que es una obra de arte. El modo en el cual se presenta esa obra de arte
es, justamente, un modo del enigma. Como si, de alguna manera, ya no fuera lo
problemático el arte, sino la obra de arte.

En la página 15 de la traducción de Akal de Teoría estética tienen ustedes una


referencia al concepto de obra de arte como mónada sin ventana en el renglón 7:

Que las obras de arte representen, como mónadas sin ventanas, lo que ellas no
son, apenas se puede comprender de otra manera que si su propia dinámica, su
historicidad inmanente en tanto que dialéctica de naturaleza y dominio de la
naturaleza es no sólo de la misma esencia que la dinámica exterior, sino que,
además, se parece a ella sin imitarla.

32
En primera instancia, la obra de arte se presenta como algo cerrado y que no establece
comunicación con el receptor (su presencia lo interpela sin que por eso se comunique
con él). La obra de arte es cerrada a lo exterior a ella. Esto es lo característico de la obra
de arte cuando la obra de arte está pensada, como está pensada en Adorno,
fundamentalmente a partir del paradigma de la obra de arte moderna. No es que todas
las obras de arte fueron concebidas en todos los períodos de la historia como
enigmáticas. Pero por ser obras de arte, son enigmáticas. No hay obra de arte sin
enigma. Adorno toma el concepto de obra de arte de la obra de arte moderna, pero lo
aplica a toda obra de arte. Recuerden que cuando empezamos este curso de estética lo
primero que vimos es que la obra de arte no era lo problemático para la filosofía. El
problema de la estética es el gusto: el juicio de gusto como el juicio sobre la belleza o la
sublimidad. La belleza o la sublimidad, como categorías estéticas, no necesariamente
estaban vinculadas con el arte. Es más, para teorizar el problema del gusto ni siquiera
hacía falta concentrarse específicamente en los objetos artísticos. De lo que se trata
ahora, en esta concepción adorniana de la modernidad estética, es de pensar lo contrario.
La obra de arte, el sólo hecho de que la obra de arte exista, despierta por su sola
presencia una inquietud, una pregunta. Y suscita esa pregunta porque es
estructuralmente cerrada, incomunicada con el sujeto receptor. Es una mónada sin
ventana, en lugar de la mónada con ventana husserliana.
De todos modos, hay historicidad inmanente, que caracteriza a la obra de arte, que es lo
que hace que no se puede definir el arte. Que no se pueda arribar a un concepto general
del arte. Justamente, lo que caracteriza al concepto de arte es su particularidad y su
historicidad. Sólo podríamos decir hay obras de arte, pero no es posible, a partir de
ellas, llegar a un concepto de arte como un en sí. Lo característico del arte es ser
siempre particular y ser siempre histórico; no hay el arte para Adorno. El arte siempre
es particular y es siempre histórico, por lo cual preguntarse ¿qué es el arte? no es un
objetivo de la Teoría estética.
Por otro lado, aparece también en el fragmento leído la idea de que la obra de arte, en
tanto objeto diferenciado de otros objetos, está sujeto a la dialéctica entre naturaleza y
dominio de la naturaleza. Como si se reprodujera en el problema de la obra de arte el
problema de la Dialéctica del iluminismo. Es que se trata de un objeto en el cual la
dinámica social se coagula en él y hay algún tipo de fuerza de trabajo estética que, para
Adorno, se plasma en la obra de arte. La obra de arte es un objeto que se produce como
se puede producir un objeto no artístico y que, sin embargo, tiene un valor que lo tiene

33
en tanto cosa y que lo pone en una posición por la cual tiene un derecho a ser cosa que
no tienen todos aquellos otros objetos que son, de alguna manera, catalogados por su
valor de cambio y de uso. Sin embargo, la obra no tiene ningún valor de uso. Es un tipo
de objeto que por su coseidad enigmática se arroga el derecho a ser cosa como ningún
otro objeto de este mundo.
En la relación sujeto-objeto la obra de arte no es un objeto, sino verdaderamente una
cosa que interpela, en su coseidad, pues no se le puede encontrar rápidamente el sentido
que tiene como tal (como cosa). De acuerdo con el capítulo VII, en primera instancia, la
relación del lego con la obra de arte es la de hacer sobre ella una pregunta que, en un
punto, todos nos hacemos: ¿para qué sirve ver esto? Es un garabato, una estupidez.
Toda obra de arte es, en primera instancia, una cosa estúpida, una cosa que lo podría
haber hecho cualquiera (aunque demande un saber específico). Pero aun así, ese carácter
no comunicacional que tiene la obra de arte por su sola presencia es lo primero que
podría ayudar a entender que es una obra de arte. Es un objeto de este mundo que hace
valer su presencia como ningún otro objeto de este mundo la puede hacer valer. Puede
ser un poema, una novela, un cuadro, una escultura, una pieza teatral, una pieza musical,
no importa qué clase de cosa sea, pero la portación de un enigma convierte a la
existencia de la obra en problemática.
El cerrarse al mundo que caracteriza a la obra de arte es un modo de cerrarse por el cual
el mundo aparece en la obra por refracción y no por reflejo. Al cerrarse de ese modo
particular al mundo social al cual pertenece la obra, lo que la obra crea en su interior es
un universo autónomo o que aspira a ser autónomo respecto del universo social respecto
del cual se ha cerrado. El problema de la autonomía de la obra de arte (un problema
importante en Teoría Estética) tiene que ver con que el hecho de que la obra se cierre en
el modo de la refracción indica que el universo que ella cree va a tener una fuerza de
representación como la del mundo social sin ser algo que representa a ese mundo. Hay
una representación de lo refractado en la refracción del mundo social que se va a dar en
la forma de la negatividad y, si bien no va a ser un reflejo del mundo social, va a
establecer una relación con él que es una relación única. Con ese mundo social al que se
ha cerrado la obra de arte establece una relación de negatividad. Al cerrarse al mundo la
obra de arte lo va a refractar de un modo por el cual va a ser la forma o la ley formal de
la obra de arte, y no el tema, lo que hable justamente del mundo social al que la obra se
ha cerrado.
Sobre la imposibilidad de definir el arte, dice Adorno en Teoría estética:

34
La definición de lo que el arte es siempre está marcada por lo que el arte fue, pero
sólo se legitima mediante lo que el arte ha llegado a ser y la apertura a lo que el
arte quiere y, tal vez, puede llegar a ser. Así como tiene que mantener su diferencia
respecto de la mera empiria, el arte cambia cualitativamente en sí mismo. Algunas
cosas, como los objetos de culto, se transforman mediante la historia en arte, lo
cual no eran. Algunas cosas que eran arte ya no lo son. [p. 11]

El concepto de arte es inestable porque uno podría decir que no hay algo que se pueda
identificar con el arte. Ni cierta combinación de notas, ni cierta combinación de colores,
ni el arte de combinar colores o algo que uno pueda decir Esto nunca va a dejar de ser
arte. No hay algo (un comportamiento estético, un material estético) que uno pueda
estandarizar como sinónimo del arte. No hay posibilidad de estabilizar en determinados
comportamientos estéticos en qué consiste el arte, ni tampoco definir el arte por algún
tipo de relación con algo que no sea lo extraartístico. Lo extraartístico, eso con respecto
a lo cual el arte se define por la vía negativa, va a ser para Adorno la sociedad. En ese
sentido, si bien el arte siempre es la negación de la sociedad (y esa es, si quieren
ustedes, la más general de las definiciones de arte), como siempre es la negación de la
sociedad dentro de la sociedad, su concepto resulta siempre particular. Es un concepto
que nunca puede devenir general. Es propio de la modernidad estética tal como lo
venimos viendo (y lo vimos también en Benjamin) aceptar que no se puede definir de
una vez y para siempre lo artístico.

Alumno: Se dice acá que existe arte solamente en una situación particular, en una
historia precisa ¿Ahí no está relativizando el concepto de arte?

Profesora: Adorno, tanto en Dialéctica negativa como en Teoría Estética va a desechar


el relativismo. Se caería en el relativismo (en el sociologismo o en el historicismo) si se
quisiera definir el arte. Pero no si no se lo quiere definir. No se trata de poner a la
cuestión en términos de relativismo, como si el arte no tuviera conexión con la verdad.
El arte, para Adorno, tiene conexión con la verdad, pero la tiene en el modo de la
negatividad. En el arte se expresa lo que no se puede expresar en la sociedad: de ahí que
haya más verdad en el arte que en la sociedad. Lo que se define como arte en términos
generales es lo no verdadero de la obra de arte, no lo no idéntico, sino lo que puede

35
entrar en el concepto (no lo que no puede entrar en él). La obra de arte tiene un estatuto
que la hace merecedora del tratamiento filosófico y no porque al filósofo le guste o no le
guste el arte. No es por eso que se tiene que escribir una estética, sino porque la obra de
arte tiene un componente no idéntico que es el que sólo un esfuerzo filosófico máximo
puede ponderar. Lo que puede entrar en la definición de arte es lo que la obra tiene de
conexión obvia con la sociedad, de comunicativo, lo que la obra en un punto tiene de
legible. En lo que tiene de ilegible, de hermético ahí demanda esfuerzo filosófico, no
sociología del arte. Esto lo vamos a ver la clase que viene.

Para esta clase me interesaba ver esta idea de que si quiero definir el arte no puedo
hacerlo porque el arte se define por su pasado y por su futuro. No hay nada que sea
eternamente artístico ni nada que sea eternamente no artístico. Si quiero definir el arte,
estoy definiendo algo inaprensible porque no tiene contenido. Vamos a ver, justamente,
que no hay un contenido estético estable como lo hay en la estética hegeliana. No es que
el arte es la manifestación sensible de la Idea (como en Hegel), no es que hay algo que
siempre se representa en el arte (que para Hegel es el esfuerzo humano por representarse
la Idea como lo divino). Para Adorno, no hay un contenido que se pueda considerar el
contenido del arte y que recorra la historia del arte. El arte, en un punto, no es nada en la
medida que no hay nada que sea per sé artístico. Pero eso no es relativismo: hay algo
que no se puede aprehender en el concepto. Pero eso no quiere decir que no hay verdad,
sino que justamente acceder a lo no-idéntico que encierra la obra de arte (a lo
verdadero) demanda un esfuerzo filosófico (para hacerlo entrar en el concepto yendo
más allá del concepto). Poner en el concepto lo que no entra en el concepto, expresar en
concepto lo que no es conceptual, de eso se trata la interpretación de la obra de arte.
Esto vamos a verlo la clase que viene.

36

También podría gustarte