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es
El Estrangulador
-Índice-
Introíto.........................................................................................................................3
El viejo mundo se muere .............................................................................................4
Miedo a lo desconocido...............................................................................................8
La muerte es el único dios que acude cuando lo llamas............................................16
La Cosa que no debería ser........................................................................................32
Más allá del bien y del mal........................................................................................47
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El Estrangulador
― Introito. ―
A. J. Dionisio
ajdionisiov@gmail.com
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El Estrangulador
– Antonio Gramsci
El día estaba gris y plomizo. Las nubes formaban un espeso caparazón sobre los
rascacielos de Boston, brillantes por la lluvia que había azotado sin clemencia las calles
durante la noche anterior. George, sentado en su coche esperando a que el semáforo se
pusiese en verde, encendió el enésimo cigarrillo aquella mañana, mientras con una mano
ajustaba el espejo retrovisor de su Fairlane del 56. Apenas recordaba cuando había sido la
última vez que vio el sol lucir sobre las siempre húmedas calles de Boston. El cielo parecía
siempre estar a punto de desprenderse, con sus desgarrados y abotargados brazos de nubes
negras formando bucles y... y tentáculos. Miró hacia la calle. Un vendedor de perritos
calientes trataba de hacer negocio en la puerta de un edificio de oficinas. Aquel hombre era
una momia viviente, con su pellejo pegado a un montón de huesos de aspecto quebradizo.
¿Qué demonios le pasaba a un país que obligaba a trabajar a la gente hasta que caían
muertos? Lanzó una bocanada de humo y sonrió para si mismo con cierta ironía. Sería
interesante que alguien le respondiese qué demonios le pasa al país.
La luz se puso en verde y continuó su camino, hacia el sur. Había aparecido otra
víctima, y ya iban 4 en las últimas semanas. Todas muertas en casa, solas, y tras haber
sufrido una inenarrable violencia. Para cuando llegó al lugar del crimen una fina lllovizna
había empezado a caer. Un policía de aspecto bisoño, que se había dejado crecer el bigote
para parecer más adulto, se encargaba de parar los pies a la prensa, que lanzaba preguntas
y fotos a golpe de flash sobre la entrada de la vivienda de ladrillo rojo y sobre cualquiera
que pasase cerca. Algunas cayeron sobre George, pero resbalaron sobre él de la misma
manera que las gotitas de lluvia sobre su gabardina beige. Un par de árboles sin hojas
mostraban sus desnudos esqueletos a la prensa, junto con una farola, entre el cordón
policial y el discreto porche de entrada. Collins le estaba esperando, con su rostro
sonrosado e inflado y su labio inferior protuberante, como una berenjena.
– ¿Qué tal, Hampton? ―dijo, resollando. Siempre resollaba, como si le faltase el aire.
George había comprendido que sus pulmones se asfixiaban bajo las capas y capas de
grasa.
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se tomó por un robo que se salió del plan. En esta ocasión todo había sido bastante
aséptico, salvo por la sangre. ¿Había tenido que huir antes de poder curiosear por la casa?
George respiró hondo, con la desesperada intención de llenarse los pulmones de
algo limpio. Tristemente, el perfume de la ciudad olía a pescado y a muerte. Se agachó y
contempló la baranda metálica de la escalera de incendios. ¿Qué demonios era eso? Había
una baba azulada, una gelatina formando grumos bajo el pasamanos de la escalera.
– Collins ―gritó, asomando su cabeza por la ventana―. ¿Puedes decirle a alguno de
tus chicos que venga a ver esto?
El Dinner's Corner, en la esquina de Cherry con Washington, estaba casi vacío a las
10 de la noche. Era un restaurante barato cerca de su casa. George solía cenar allí casi
todas las noches, casi siempre lo mismo. Unas ventanas amplias, con el nombre del
restaurante pintado en letras grandes y blancas, permitía ver las vacías y mojadas calles.
Un coche rojo estaba mal aparcado, con una rueda encima de la acera, frente a la mesa
donde George se había sentado en los últimos meses. Observó la clientela. Casi todas las
mesas estaban vacías a aquella hora. Los que permanecían a este lado del mostrador
parecían unos tipos al menos igual de tristes que él. Un hombre sorbía su sopa
ruidosamente dos mesas adelante. Su cara era delgada, con los huesos marcados en los
pómulos y una nariz que había sido rota en alguna ocasión. Sus ojillos vidriosos lo
delataban como un borracho habitual, o quizás un yonki. Otro tipo, mayor y con una barba
blanca irregularmente cortada, bebía una cerveza directamente del botellín sentado a la
barra. Se rascaba periódicamente el cuello, y bebía. Eso era lo único que parecía hacer.
– ¿Qué tal, George? ―Maude le saludó desde el expositor de bollos, donde un par de
rosquillas eran los únicos supervivientes del día. Maude tenía cincuenta años y sin
duda hace veinte habría sido si no una belleza, al menos una mujer capaz de poner a
muchos hombres a sus pies. Lamentablemente, el tiempo le había dado experiencia,
pero se lo había cobrado sobre su cuerpo. Su piel se plegaba alrededor de sus ojos
formando enormes surcos que corrían hasta las mejillas, como las cuencas de ríos
secos. Su cuello por contra se había destensado y su piel caía fláccida, salvo por dos
cuerdas que ataban su mandíbula con la clavícula. Sin embargo, ella se sentía aún
hermosa y, cuando había escapado las suficientes veces a la cocina para atacar la
botella de whisky barato que escondía en un cajón junto al fuego, no dudaba en
flirtear con los clientes. En más de una ocasión lo había hecho con George, y él la
había invitado en un par de ocasiones a tomar una última copa en su casa.
– Hola, Maude ―George reposó sus grandes manos sobre el mostrador de formica―.
¿Qué tal ha ido el día hoy?
– Bien, cariño ―Maude le ofreció un cigarro―. ¿Y que tal el tuyo? ¿Hay muchos malos
en las calles hoy?
George mostró una sonrisa gastada y asintió levemente, mientras se sentaba en el
taburete. Ella aprovechó la ocasión para ponerle una cerveza por delante.
– Muchos.
– Han dicho en las noticias de la tarde que ha aparecido otra mujer estrangulada.
– Sí. Así es, pero no estamos seguro de que sea el mismo tipo ―no supo si estaba
mintiendo o no.
– Dios Santo ―Maude lanzó una nube de humo desde sus labios coloreados―. Este
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mundo parece irse por el retrete. ¿Por qué alguien haría algo así, George? ¿Qué le
está pasando a la gente?
– No lo sé, Maude ―George encendió su cigarro con la lumbre que le ofreció ella―.
Eso mismo me pregunto todos los días ―bufó en un amago de sonrisa―. Aún
recuerdo cuando entré en el cuerpo. Me decía a mi mismo que con los años me haría
invulnerable al dolor y a la rabia y ¿sabes qué? Es cierto. Ya no siento dolor ni me
enfurezco, pero las preguntas siguen ahí ―señaló su frente con los dos dedos que
sujetaban el cigarro―, golpeando una y otra vez. Tengo miedo que algún día tiren la
pared abajo.
– ¡Oh, bueno, cariño! ―Maude forzó una sonrisa mientras trataba de alejar esos
pensamientos de su cabeza―. Por suerte, estás ahí para coger a los malos y meterlos
donde se merecen. ¡Pero deja ya de hablar de tu trabajo! ¿Qué va a ser hoy?
– Creo que tomaré lo mismo de siempre ―alguien había entrado y se había sentado en
el otro extremo del mostrador, un chico joven y despeinado.
– ¿No quieres probar el pastel de carne que ha hecho hoy Bud?
– No, ya he tenido demasiada carne por hoy ―dijo, y se levantó para sentarse en su
mesa preferida.
Sopa de tomate de primero y un emparedado de atún de segundo. Su cena. No había
otra, casi nunca la había. Llegar al Dinner's Corner era como llegar a puerto después de
una jornada en alta mar. De algún modo, aquel lugar casi vacío y lleno de caras conocidas
pero personas anónimas, le suponía un pilar de seguridad y tranquilidad. Charlas con
Maude, comer su cena, leer el las noticas deportivas. Se convertía en alguien normal
entonces y por unos minutos lograba olvidarse de la tormenta exterior.
Atún. Era curioso. Odíaba el pescado, menos el atún. Éste había formado parte de su
dieta durante años. La mayonesa salió goteando del pan sobre el plato. Afuera había
comenzado a llover y el agua emborronaba el mundo, dándole un aspecto torcido e
indeterminado. Se preguntó si el mundo sería mejor así, si eso cambiaba algo realmente.
¿Era el ojo el que daba el sentido a lo que se veía? ¿Podía entonces verlo todo desde una
perspectiva distinta? Y si era así, deformar la lente qué resultados tendría. Dudó que la
cosa fuese a emperorar. En cristal se reflejó la televisión en blanco y negro. George desvió
su atención del exterior, donde la lluvia repiqueteaba en los cristales. El presidente Ward
estaba hablando a la nación. Lo hacía todas las semanas desde que accedió al mandato.
Diez minutos explicando lo que sucedía al país, las buenas noticias, las malas noticias y la
esperanza. George hacía tiempo que había dejado eso atrás. Ward parecía un títere sin
dueño. El volumen del televisor estaba apagado y sólo se le veía mover los labios sin lanzar
ningún sonido. Todo hueco y vacío. Dudó que de poder escucharle hubiese sentido algo
distinto.
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El Estrangulador
La más vieja, la más fuerte emoción experimentada por el ser humano es el miedo.
Y la forma más poderosa que se desprende de ese miedo es el miedo a lo desconocido.
– H. P. Lovecraft
– Estamos con la madre del pequeño Tom Symanski, que desapareció hace una
semana. Quería usted decir algo ¿verdad?
– Sí. ¡Por favor, quien tenga a mi hijo, por favor, por favor, déjelo ir! ¡Es un niño
pequeño! No tenemos dinero, pero le daremos todo lo que nos pida.
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personales y unos cuantos trofeos. George siempre se fijaba en el trofeo de pesca, un siluro
retorcido al extremo de un palo metálico que había perdido bastante el lustre. Era como si
aquel pez aún estuviese vivo y se debatiese clavado en aquella vara. Y olía a pescado. Vio la
fuente de aquel olor y se quedó parado, muy recto, donde estaba, a un par de pasos de la
puerta.
– Sargento, este es el agente especial Scott, del FBI.
Scott debía de ser más alto que él, pero se encontraba encorvado, mostrando una
enorme joroba en su chaqueta negra. La cabeza colgaba una cuarta por debajo de la
barbilla de George, pero estaba seguro que de erguirse, sería la suya la que le sacase una
cuarta al menos. Y era enorme, negra y brillante. Parecía cubierta de una fina película de
aceite y, según le daba la luz, brillaba iridisada como un charco de gasolina. Aquellos
enormes ojos saltones le miraron sin parpadear, sin hacer ningún gesto. Simplemente,
estabana ahí y sin duda le observaban. Su boca, un enorme tajo a lo largo de su rostro,
carecía de labios y se torcía arriba y abajo, como si a la letra M la cogiesen por sus patas y
estirasen a ambos lados. Justo una cuarta por debajo de su boca, un dedo por encima del
dilatado cuello blanco de su camina, unas branquias se movían como papel en pegado al
protector de un ventilador.
Scott levantó una de sus grotescamente largas manos y se la tendió a George. Sus
dedos eran largos y parecían torcese por donde no había falanges para ello. Entre ellos
crecía una membrana traslúcida llena de diminutas venas. George miró la mano durante
más tiempo del que hubiese sido cortés y oyó cerrar a su capitán la puerta. Luego, apretó la
mano de aquel ser, un contacto leve y tenso.
– El agente especial Scott viene para ayudarnos con el tema del estrangulador.
– No creo que necesitemos ayuda ―el capitán les invitó a sentarse. George estuvo
tentado de largarse en ese mismo momento. Aquel olor le estaba penetrando hasta
el cerebro. ¿Es que nadie más lo olía? Le revolvía el estómago, tanto como la
sensación grasienta que le había dejado en la mano el contacto con él.
– Yo creo que sí ―Scott habló y su voz parecía salir de muy dentro de aquel abombado
torso, una voz grave y pausada―. Ayer encontró usted unos restos en la casa de la
última víctima.
– ¿La gelatina? ―George preguntó al capitán.
– Así es, Hampton. Los chicos del laboratoriotrataron de analizarla, pero a poco que
empezaron a trabajar sobre ella se descompuso y aparecieron unos gusanos blancos
y diminutos. El agente Scott es de la Oficina para la Investigación de Crímenes
Relacionados con las Ciencias Ocultas.
– ¿Quiere decir que el estrangulador es uno de ellos? ―George torció el gesto.
– No sabemos quien es el estrangulador aún ―replicó Scott―, pero creemos que
podemos ayudarles. En caso de que se trate de una actividad relacionada con las CO
podremos ofrecerle el mejor modo de actuar ante ella. Nuestro objetivo es que no se
propague esta situación.
– Ya veo ―George se retrepó en la silla, incómodo.
– Hampton, el agente Scott necesita ver el lugar del crimen. Usted va a acompañarlo.
Todos queremos echarle el guante al estrangulador ―el capitán pareció temblar
durante un instante―, y si el Bureau nos puede ayudar no vamos a rechazar su
ayuda.
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George abrió violentamente la ventanilla del coche. Scott olía como si hubiese
estado nadando en una piscifactoría durante todo el día. Olía a lo que era. Era un pescado,
un pescado andante, aceitoso, escamoso y maloliente. No había elegido por supuesto su
coche para llevarle. No quería que su fetidez se filtrase indeleble en las fibras de su Ford.
Era evidente que Scott se había dado cuenta de su incomodidad, de su repulsión, pero no
había dicho ni hecho nada. Simplmente estaba ahí, sentado con su enorme e inexpresiva
cabeza de besugo, con una mano sobre su regazo y la otra cogida de la anilla de la puerta.
George condujo a bastante velocidad hasta que vio el edificio de ladrillos rojos en el
435 de Columbia Road. El cielo seguía gris y arremolinado sobre sus cabezas y corría un
frio viento del este que traía la humedad del mar hacia el interior, meciendo en su camino
las ramas más finas de los árboles pelados de la entrada.
Tardó unos segunod en encontrar el interruptor de la luz. Las ventanas estaban
cerradas y la oscuridad del día afuera apenas traía iluminación al interior de la casa donde
vivió y murió la señora Sullivan. Una chispa en el interruptor precedió a la luz de la
lámpara de la entrada. Scott entró tras él, observando la habitación con sus enormes y
protuberantes ojos. George se apartó a un lado, vigilando con disgusto los movimientos de
aquel ser. Era increible que sus enemigos, aquellos que habían causado tantas muertes
humanas durante la guerra, estuviesen entre ellos ahora, como miembros de una sociedad
a la que amenazaron y estuvieron apunto de derrumbar. Sin quererlo dejó escapar un
chasquido de disgusto.
– ¿Dónde se encontró el cadáver?
– En la bañera ―contestó lacónicamente―. Supongo que ha leído el informe.
– Sí ―Scott giró su enorme cabeza en un ángulo extraño―. He leído los informes. El
cuarto de baño se encuentra entonces...
– Creí que ustedes lo sabrían ―masculló―. Por ahí.
Mientras George permanecía en el vano de la puerta, apoyando su hombro derecho
contra la jamba blanca, como ayer estaba Collins, Scott se asomó a la bañera. Aún
permanecía en el aire el olor a podredumbre y podían apreciarse manchas ennegrecidas en
su lustrosa superficie. Pero el aire era más fétido por su culpa. Aquel monstruo se encorvó
como si su espina dorsal fuese de gelatina. Estaba a la vez en pie y con el torso hundido en
donde se encontraron los restos mortales de la señora Sullivan, urgando con sus grasientas
manos. George notó como su furia crecía y se sintió de pronto con ganas de golpear algo.
Pensó que era mejor darse la vuelta. Aún recordaba los tiempos de la guerra. Apenas
acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial cuando sucedió. Nadie sospechaba que
los mares hervían con una vida inane y perversa, que bajo las olas medraban especies
nocivas como ellos. Se les llamó los profundos, un nombre poco imaginativo ciertamente,
aunque George prefería nombrarlos de otra manera: Los pescados. ¿Acaso no lo eran?
Branquias, escamas y esa textura grasienta...
– Teniente Hampton.
George se sorprendió de verlo parado justo detrás de él. No lo había oído.
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Para fastidio de George, Scott se llevó buena parte de la mañana haciendo cosas
extrañas dentro de la casa. Lo más normal que había hecho había sido soplar aquel polvo.
Él había ido a tomarse un café y este era el cuarto cigarro que encendía desde que le llevó a
allí. Había quedado patente que no le era de ninguna utilidad y cuanto más tiempo
estuviese alejado de él más contento estaría George. En el momento que salió de la casa
Scott, George estaba sentado en el coche de policía. Había abierto bien las ventanas para
que se fuese el olor a pescado.
Scott entró en el coche.
– ¿Podemos ir al tanatorio? Me gustaría ver el cadáver de la señora Sullivan.
George bufó. Se había convertido en un maldito chófer. Estuvo tentado de
preguntarle en más de una ocasión si había visto algo nuevo allí, pero no se sentía
demasiado predispuesto a entablar una conversación con él, de modo que las
oportunidades se fueron agotando hasta que llegaron al tanatorio forense.
El cuerpo de la señora Sullivan no había mejorado desde ayer. Su cara estaba
arrugada y ennegrecida. Había varios abultamientos en su piel y George tuvo la
perturbadora imagen de un pastel reventando dentro de un horno. ¿Esto es lo que queda
de nosotros después de que morimos? No era una espectativa demasiado halagüeña.
Sonrió pensando que quizás dejamos lo mejor de nosotros mismos atrás cuando morimos.
Quizás esa peste, esa lividez y esas marcas infladas es lo que somos al fin y al cabo, y lo
demás son solo adornos.
Scott por su parte examinó el cadáver con más minuciosidad y, probablemente, con
un conocimiento más erudito. George no tuvo duda de sus conocimientos sobre la
anatomía humana. Tal y como un ornitólogo lo tiene de las aves.
– ¿Se ha encontrado semen en la víctima?
– No hemos encontrado nada ―el forense, un tipo anodino con gafas de culo de vaso
sostenía el informe frente a él, evidentemente intimidado por la presencia de
Scott―. El cadáver estaba en bastante mal estado de conservación.
– Las otras víctimas fueron violadas ―afirmó George―, pero no se encontró semen en
ninguna de ellas. Lo único extraño en este caso ha sido que no se ha revuelto la casa.
Bueno, eso y usted.
Ante el pasmo de George, Scott introdujo sus dedos en la vagina de la señora
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Sullivan. Lo agarró del hombro y lo hizo girar hacia sí. Intentó descifrar la inexpresiva
mirada de aquellos ojos icteos. Scott se irguió, tan alto como era.
– ¿Qué demonios piensa que está haciendo? ―gotitas de saliva escaparon de sus
labios furiosos.
– Examinando el cadáver ―contestó con frialdad Scott―. ¿Qué está haciendo usted?
George lo observó con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos, respirando
pesada pero enérgicamente. Sin saber que contestar se debilitó, bajó sus hombros y soltó a
Scott, que no se había movido un ápice. Salió dando un portazo.
El agente Scott del FBI salió cinco minutos después. George estaba fumando junto a
una ventana enrejada que daba al interior de lo que parecía un aula vacía. La cenicienta luz
del día entraba rajada a través de las persianas venecianas.
– Hay gusanos en su vagina ―comentó como si nada hubises pasado dentro de la
morgue―. Me gustaría pedir la exhumación de los restos de las otras tres víctimas y
querría que el cadáver de la señora Sullivan permaneciese sin enterrar hasta que
avancemos un poco más.
George dio una larga calada al cigarro, sintiendo como el humo bajaba por sus
entrañas, ardiente. Otra larga calada más antes de tirar el cigarro y aplastarlo con la punta
del zapato.
– Eso requerirá una orden judicial ―George entornó los ojos―. Vayamos a la
comisaría.
Una copa más. Una más y se iría a casa. La botella de Four Roses estaba casi
agotada. El local se había vuelto más oscuro a cada vaso que vaciaba. Ahora no se sentía
mejor y, en su efervescencia ebria, volvía una y otra vez a los mismos pensamientos. Llenó
el vaso. Al fondo alguien había puesto en marcha la máquina de discos y Bob Dylan sonaba
con The times they are changin’ . Se rió secamente.
Dio un trago. El bourbon se amargaba en cuanto tocaba sus labios. Todo lo hacía. La
vida carecía de sentido.
Ahora aquellos monstruos vivían a su alrededor. El mundo se había roto, eso era. Y
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flotaba en pedacitos muy pequeños mientras él se hundía como una piedra. Al fondo, al
fondo. Quizás no fuese una mala idea.
– George ―dijo una voz. George levantó sus ojos vidriosos.
– ¿Capitán? ―croó George.
El capitán se sentó frente a él. Pidió un vaso.
– ¿Hay algo que tratas de ahogar, hijo?
– Intento flotar... ―dijo, tendiéndole la botella―. Intento flotar.
El capitán Murdock se llenó el vaso y torció la comisura izquierda hacia arriba en un
gesto característico suyo, mientras hacía girar el vaso entre sus atocinados dedos.
– Todos tratamos de flotar, George ―el capitán buscó los entojecidos ojos del
teniente, con sus pupilas dilatadas―. Todo esto es muy raro, para todos, pero es
nuestro mundo.
– No, no lo es. El mio no. Mi mundo no tiene monstruos...
– Sí lo tiene. ¿Crees que los monstruos tienen una piel que les distingue? ¿Son las
escamas? Maldita sea, George. Tú has vivido la Segunda Guerra Mundial... sabes
qué horrores lanzamos al mundo los propios seres humanos, contra nosotros
mismos. Millones murieron en Europa...
– Millones han muerto aquí, capitán ―George se recostó sobre el asiento―. Millones
por su culpa. Nos comían y nos masacraban.
– Era la guerra. Nosotros lo hacíamos con ellos.
– Y entonces llega ese presidente Ward con su tratado de paz y nos pone a cuatro
patas delante del enemigo. Nos vendió ―había alzado la voz y se dio cuenta. Habló
entonces con los dientes apretados―. Ward se cagó en los millones que murieron
defendiendo este país y esta bandera. Vendió a nuestros muertos y nos vendió a
nosotros, y ahora tenemos que vivir con la vergüenza y el odio... ahora vemos al
enemigo caminando entre nosotros como si nada hubiese ocurrido. Si a los demás
no les importa, a mi sí, joder ―George metió la mano en su chaqueta y extrajo su
pistola. El capitán se le quedó mirando alarmado. George la examinaba, como si
decidiese qué hacer con ella.
– George, por favor, deja...
– Mírela ―la soltó sobre la mesa―. Aún recuerdo los días en los que se podían llevar
calibres normales ―bizqueó tratando de enfocar la pistola, con dos cañones, que
brillaba lustrosa y negra sobre la mesa―. Antes de la guerra ni siquiera sabía qué
demonios era el teflón.
El capitán la observó sin tocarla. Una pistola reglamentaria de la policía. Dos
cañones del calibre 50 con munición penetrante. Esas balas eran capaces de atravesar un
chaleco antibalas como si fuese papel de fumar. Y a veces no servían de nada con las cosas
que rondaban ahí fuera. Era normal que Hampton se encontrase así, pensó. La mayoría de
la gente reaccionaba como si nada hubiese ocurrido, como si vivir con esos seres alrededor
fuese lo más normal del mundo. Seguían yendo al supermercado, a trabajar, cogían los
autobuses por las mañanas, llevaban a sus hijos a los colegios, iban a pescar los fines de
semana. Pero lo cierto es que el mundo se había roto. Nada era como hace treinta años. Las
revelaciones que se hicieron durante la última guerra habían quebrado la cordura humana,
distorsionado su razón y corrompido su corazón. Ahora todos eran fantasmas encerrados
en las rutinas normales, tratando de dar una apariencia de normalidad, pese a que afuera
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el velo que ocultaba los tenebrosos horrores sin nombre había caído, revelando una verdad
superior y horripilante. Pero él no podía culparles. Es normal que todo el mundo quisiese
escapar hacia algún lado, recuperarse de todo, creer que el sol saldría al día siguiente. Y eso
era lo terrible. El sol seguiría saliendo cada día, indiferente de los monstruos que ahora
caminaban bajo su luz.
– Bueno, George ―el capitán buscó su mirada―. Es hora de irse a casa. Mañana será
un nuevo día. Si quieres, pásate por mi despacho y hablamos. Esto lo pago yo.
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Dolor. Un dolor punzante, que cruza desde la parte superior del cráneo hasta el
cuello y se extiende por los hombros. Es como si un pequeño árbol hubiese decidido hundir
sus afiladas raíces llenas de espinas en su cerebro. George se despertó mirando al techo. La
luz entraba por las rendijas de la ventana entreabierta de su dormitorio. El techo estaba
cubierto con manchas de humedad. Las esquinas habían sido nidos de arañas, pero ya ni
siquiera ellas querían seguir viviendo allí. Tragó saliva y notó la garganta seca y dolorida.
Afuera la lluvia caía con una fuerza inusitada, arrancando sonidos metálicos de las tuberías
que adornaban el exterior del edificio. Se irguió en la cama, multiplicando el dolor de su
cabeza. El cerebro parecía estar suelto dentro del craneo. Demasiado bourbon anoche.
Demasiados pensamientos. Miró la hora de su despertador y se fue, dando tumbos, hasta
la ducha.
Llegar a la comisaría fue un infierno. Cada vez que llovía las calles se llenaban de
tráfico, denso y oneroso, como la sangre que fluía, lentamente, espesa, por su cuerpo. Se
acercó al despacho del capitán cuando hubo llegado, después de dejar su empapada
gabardina formando un charco en el perchero. Se alisó el pelo y llamó a la puerta con una
lámina de cristal esmerilado con el nombre del capitán en letras negras.
– Buenos días, sargento Hampton ―el capitán le miró desde detrás de sus gafas
gruesas. Estaba rellenando unos papeles que tenía sobre el escritorio.
– Capitán, con respecto a lo de ayer...
– No pasa nada ―hizo un gesto con la mano, como si espantase una nube de moscas.
– Gracias de todos modos. Por cierto, ¿Cómo me encontró?
– Dave llamó a la comisaría preguntando por alguien que te llevase a casa. Dijo que
habías bebido demasiado y que alguien tendría que conducir por tí.
George se miró la suela de los zapatos. No estaba avergonzado. Estaba triste. La
comisaría. Eso era lo único que le ataba con el mundo. No había nadie más para él fuera de
ella.
– Por cierto, sargento ―el capitán respiró hondo―. El agente especial Scott está
esperándole en la sala de descanso.
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limitasen a seguir el trazado, una y otra vez, acabando todas por toparse de lleno con el
limpiaparabrisas. George trató d ebuscar algún simil con las personas, pero le dolía
demasiado la cabeza para ello.
– No me ha ofrecido un cigarro ―observó quédamente Scott, sin moverse, hasta tal
punto que George se preguntó si realmente había dicho algo.
– ¿Perdón?
– He dicho que no me ha ofrecido un cigarro ―algo se movió en los enormes y
abultados ojos de Scott, como si una de sus pupilas le estuviese mirando de lleno
ahora.
– Eh... ―George tartamudeó confuso―. No sabía que fumaba... ―sacó el arrugado
paquete de tabaco del bolsillo de su gabardina.
– No fumo ―la cabeza de Scott se orientó hacia él―. Pero usted no lo sabía, y aún así
no me ha ofrecido.
George bufó y en su rostro sin afeitar se dibujó una sonrisa cínica.
– Lo siento, agente especial Scott ―dijo, marcando con sorna cada una de las palabras
que salían de su boca―. No quería incomodarle. Le ruego que acepte mis disculpas.
El rostro de Scott era como una máscara. George era incapaz de distinguir ningún
rasgo en él que le indicase si aquel monstruo estaba irritado o no. Inconscientemente,
apretó la culata de su pistola con su propio brazo, como si quisiese recordar que aún estaba
dentro de su funda sobaquera. Tragó saliva.
– No le gusto ―Scott abrió su ictea boca lentamente y el sonido grave de su voz escapó
de sus escasos labios como un tronar lejano.
– Buena intuición. Supongo que por algo ha llegado usted a agente especial ¿no?
―George no dejaba de sentirse más y más inquieto dentro del coche. Se movió
nerviosamente en su sillón.
– Sólo quiero que sepa que comprendo su antagonismo hacia mi, pero quiero
recordarle que estamos en el mismo bando.
– ¡Oh, no! ―George dió un golpe con su mano en el volante―. No se crea que porque
trabaja usted para el gobierno eso le convierte en... en...
– ¿En humano?
– ¡Sí, maldita sea! ―George se estaba acalorando y se enojaba aún más al ver la
impasibilidad de Scott, frio y exánime, como un pescado muerto.
– No soy humano. Nadie dijo que lo fuera. Sólo le digo que estamos en el mismo
bando, luchamos por lo mismo. La guerra ya terminó, teniente.
– Quizás para usted, Scott ―gritó George, lanzando hilillos de saliva―. Quizás para los
suyos. Pero cláramente hubo vencedores y vencidos en esa guerra, y muchos
muertos, y que ustedes anden tranquilamente ahora por nuestras calles me ofende
personalmente.
Scott pareció contemplarle sin inmutarse. Sus ojos saltones no dejaban entrever
ninguna emoción, su tono monocorde no indicaba ningún sentimiento. ¿Por qué seguir
discutiendo con él?
– Todos perdimos en esa guerra, teniente Hampton.
– ¿Ustedes perdieron? Dios, ¡Las Vegas es la Costa Oeste ahora mismo! ¿Sabe cuantos
millones murieron en la Batalla del Pacífico, por el amor de Dios?
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– Fueron ustedes los que colocaron aquellos ingenios nucleares en la Falla de San
Andrés. Eso mató a millones de Profundos.
– ¡Porque estábamos perdiendo la guerra! ¡Ustedes y su brujería! ―escupió la última
palabra como si fuese veneno que le hubiese estado ardiendo en las tripas.
– No puede juzgarnos a todos por lo que hacen nuestros gobernantes. Yo no estaba de
acuerdo con todo lo que se hizo, como supongo que usted no lo estuvo con el hecho
de hundir California bajo el mar.
– ¡No me hable así, no se excuse en eso! ―George sacó la pistola de su funda y la
colocó a escasos centímetros de la cara de Scott―. ¡Mi hermano murió por vuestra
culpa! ―el dedo le tembló en el gatillo, pero Scott no estaba preocupado, o al menos
no se apreciaba ningún gesto de preocupación en su rostro.
– Ustedes empezaron la guerra... ―la voz de Scott pareció fluctuar un poco―. No tiene
derecho a quejarse, Hampton ―agarró el cañón de la pistola con la mano―.
Recuerde Enewetak...
George respiraba entrecortadamente, y su corazón parecía apunto de estallar bajo la
camisa. Bajó temblorosamente la pistola y miró al volante del coche. Casi había dejado de
llover. Las gotas, ahora libres de la presión de las que venían detrás, caían por el parabrisas
formando dibujos más eclécticos y variados. Respiró hondo en un par de ocasiones más y
encaró de nuevo a Scott, que parecía de algún modo aliviado.
– Siento haberle apuntado ―George habló con voz sorprendentemente grave―. No
tengo excusa. Si quiere presentar una queja ante mi superior...
– No quiero presentar ninguna queja, teniente. Sólo quiero saber si estará a mi lado
cuando llegue el momento. Quiero que distinga usted con claridad quienes son ellos
y quienes somos nosotros ahora. No se deje engañar por la piel, por favor, o
estaremos todos en un aprieto.
George no supo que decir, ni a que se refería Scott con aquello. Agradeció
internamente que no presentase una queja a su capitán, aunque no estaba del todo
contento con deberle nada a él. Por mucho que lo pensase, por muchos argumentos que
pudiese poner encima de la mesa, ni siquiera Enewetak podía hacerle cambiar de opinión.
Scott, aquel pescado, no era uno de los suyos. Los suyos no tenían branquias ni escamas.
Un agente del juzgado estaba allí, cubriendose con un paraguas pese a que ya había
dejado de llover. Su rostro alargado y su piel pálida hubiesen conseguido que lo
confundiese con alguna de las estatuas del cementerio, de no ser por sus gruesas gafas.
Los trabajadores estaban sacando el féretro del boquete practicado en la tierra
húmeda. Un montón de tierra se encontraba a un lado y en él se podían apreciar los surcos
y las huellas de la lluvia, como si fuesen marcas de balas que no hubiesen conseguido
penetrar del todo. La señora Slesers, la primera víctima, había muerto hacía poco más de
dos meses. George había leído el informe del forense decenas de veces. Cincuenta y cinco
años, divorciada, de origen letón, violada con un objeto desconocido y estrangulada con el
cinturón de su bata. Había visto sus fotos en innumerables ocasiones, y ahora estaba allí
para perturbar su descanso... Miró alrededor. Scott estaba de pie, con las manos a los lados
de su torso abombado, mirando el boquete. El funcionario judicial parecía más interesado
en terminar con los trámites que con cualquier otra cosa.
La señora Slesers había sido enterrada en el cementerio de Cedar Grove, en
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El Estrangulador
Al parecer, Nueva Inglaterra estaba llena de colonias y ciudades sumergidas, siendo uno
de los puntos más vitales, por llamarlos de algún modo, de su geografía. Alrededor de la
ciudad sumergida habían crecido como champiñones toda clase de negocios desagradables
y de individuos indeseables, convirtiendo aquel barrio en un auténtico ghetto que nadie se
preocupaba de limpiar.
El Pointiac comenzó a notar los boquetes de las calles. A los lados de la carretera
crecían edificios destartalados y casi desmoronantes. Algunos de ellos eran solo esqueletos
vacíos, mientras que otros parecían haber ardido hasta los cimientos y eran ahora solo
escombros entre los que destacaban, como dientes rotos, los maderos que una vez
formaron su estructura.
A medida que se acercaban a la costa por la Marine Avenue, la calle principal a
partir de la cual el Barrio Sumergido crecía, George pudo observar como los rostros de los
habitantes de aquella zona iban siendo cada vez más y más inhumanos, asemejándose más
a los peces. A veces con rasgos apenas perceptibles, quizás unos ojos más saltones de lo
habitual, o una boca desmensuradamente grande, pero en otros con una claridad
cristalina, como las membranas nictitantes y las branquias.
Siguiendo las instrucciones de Scott, George dirigió el coche por un enmarañado
grupo de calles. Aún era temprano y quedaban varias horas para que se pusiese el sol, pero
George tenía por seguro que no deseaba permanecer allí cuando la noche cayese. Scott le
indicó que detuviese el vehículo frente a lo que parecía un garaje donde alguien había
pintado algo en extraños símbolos con una pintura granate. Un grupo de niños de grandes
ojos y aspecto churretoso correteaban en la esquina, detrás de un perro pulgoso que hacía
lo posible por alejarse de la insidiosa insistencia de los crios.
– Es ahí ―Scott señaló un edificio de dos plantas que casi se acostaba sobre el
contiguo, formando un estrecho y oscuro callejón aún a esa horas de la mañana.
Encima de la puerta había un cartel que indicaba escuetamente el negocio: “Crawler
Co. Exportaciones”. La puerta estaba cerrada y cubierta con una contrapuerta de
malla metálica.
– Parece que está cerrado ―George siguió a Scott con cierta aprensión.
Scott pulsó el timbre, pero nadie contestó desde el interior. George se asomó a las
sucias ventanas de los laterales, solo para confirmar que allí no parecía haber nadie.
– ¿Quién se suponer que trabaja aquí? ―George volvió a la entrada, donde Scott había
comenzado a golpear la puerta, llamando la atención de los deformados viandantes.
– Un tipo que maneja mucha información. El señor Crawler. Si podemos dar con él
nos puede poner en el camino correcto.
Scott golpeó de nuevo sobre la puerta, pero George estaba seguro de que allí dentro
no había nadie. Una mujer se asomó en la ventana de la planta baja del edificio de al lado.
Su rostro pecoso apareció tras las cortinas de encaje. Tenía la cara redonda y una boca
grande de dientes pequeños. Era otra de ellos. George sabía que cuando la sangre estaba
contaminada por los profundos, cuando se producía algún deleznable cruce entre las
especies, los hijos nacían humanos pero iban cambiando poco a poco, hasta acabar como
Scott, aceitosos y lleno de escamas, completamente inhumanos. Un escalofrío recorrió su
espalda.
– ¿Son ustedes policías?
George sacó la placa.
– Teniente Hampton ―dijo―. El es el agente especial Scott. ¿Sabe usted si el señor
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El Estrangulador
estaba aparcada sin demasiado cuidado frente a una caseta de contrachapado llena de
picaduras de óxido sobre la pintura, una gran banda blanca y una banda roja deslustrada.
Había una puerta grande, como la de un garaje, presumiblemente para permitir el paso de
un vehículo, y una más pequeña, sobre la cual colgaba un foco lleno de telarañas. Estaba
abierta.
George paró el coche y observó a Scott, tratando de averiguar cual sería el método
más eficiente de enfrentarse a aquella situación. El profundo se bajó del coche y metió las
manos en el interior de su chaqueta. Por un momento, George pensó que iba a sacar su
pistola, pero en cambio extrajo un pequeño paquete de papel, no más grande que un pulgar
y lo sostuvo en su puño cerrado. Le hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera.
El interior del almacén estaba oscuro, salvo por la luz que se filtraba por los
boquetes del contrachapado. Sólo una única bombilla colgando de un largo cable atado a la
viga principal del edificio iluminaba una escueta zona donde podía ver un montón de cajas
de madera sin ningún cartel o distinción.
– Disculpen ―una voz, más bien un cacareo, surgió del interior del almacén, donde la
oscuridad no era afrentada por la triste bombilla―. Esto es propiedad privada.
– Soy el agente especial Scott del FBI ―dijo, adelantándose un paso. Ahora estaba
completamente dentro. George lo siguió, observando inquisitivamente a uno y otro
lado.
Se pudo oir un cloqueo y luego un sonido de percusión, agudo y frenético. Era como
si unas manos cadavéricas estuviesen repiqueteando sobre un tubo de metal.
– ¿Es usted Crawler? ―George se puso al lado de su compañero. No parecía haber
nadie en aquella sala, salvo un montón de cajas de diferente tipo formando
columnas no demasiado altas. El aire era frio y olía a óxido. Hubiese deseado tener
una linterna para enfocar directamente al lugar de donde salía aquella voz.
– Vamos, Crawler ―Scott apretó el puño donde tenía el paquete de papel―. Sólo
queremos hacerle unas preguntas.
El repiqueteo se volvió a escuchar, acompañado de lo que hubiese sido el suspiro
simultáneo de varias bocas. Luego algo pareció desprenderse del techo, como si una hoja
enorme se hubiese caído, en vaivén, desde la rama de un árbol perdido en la oscuridad. Al
momento siguiente appareció un rostro, no, alguna clase de máscara grotescamente
realista de lo que sería un rostro humano flotando en la negrura. George dio un paso atrás.
Aquello solo era una cara, sin cuerpo, sin cuello, sin cabeza siquiera, plana como una
moneda, pero extrañamente real. Sus dos ojos verdes se movían independientemente bajo
unas cejas espesas. Tenía una nariz ancha y una boca sobre la que lucía un cuidado bigote a
los Clark Gable.
– Pregunten, pero no me hagan perder el tiempo ―los labios se movieron tal vez algo
desacompasados con la voz. George no tuvo dudas de que aquella voz metálica y
cloqueante no surgía de esos labios―. Si vienen por ese niño desaparecido... bueno,
ya tengo el cartel en mi tienda.
– No, no venimos por él ―dijo George, tratando de mantener la compostura.
– ¿Entonces? ―la cabeza flotante ascendió un palmo, colocándose a quizás dos metros
de altura.
– Queríamos saber si tiene usted información sobre los asesinatos que se han estado
cometiendo últimamente ―respondió Scott.
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El Estrangulador
– ¿Asesinatos? Mucha gente muere todos los días a manos de sus congéneres. Deberá
ser más preciso, señor Scott.
– Me refiero a los asesinatos en Boston. Las mujeres estrang...
George oyó, o más bien notó, unos pasos a su espalda. La menguante luz del día
afuera se extinguió. Se volvió con toda la presteza que fue capaz de reunir, pero no tuvo
tiempo más que de ver un brazo peludo sosteniendo una porra que le golpeó en la sien.
Luego, el mundo giró rápidamente hacia la negrura.
Cuando despertó lo primero que notó fue un extremo dolor punzante en la cabeza.
Luego, el olor a sangre sobre su cara y después el tronar de la lluvia y el sonido de las olas
del mar y el aroma que flotaba sobre ellas. Trató de abrir los ojos. En algún lugar había un
tragaluz por el que apenas entraba un tenue resplandor nocturno. Podía ver un pedazo de
cielo sombrío, que se iluminaba cada vez que un relámpago hendía la bóveda celeste. Las
paredes eran de tablones de madera y a su alrededor habían varios cabos de maroma y
algunas lonas enrrolladas, como si se encontrase en la caseta de algún marinero. Se dio
cuenta de que estaba sentado. Miró hacia abajo y los ojos se le nublaron y pudo notar una
palpitación más que dolorosa en la sien. Respiró profundamente, recordando los últimos
momentos antes de caer inconsciente. Estaba en el almacén de Crawler, fuese lo que fuese
aquel individuo. Le habían comenzado a interrogar y entonces alguien les atacó por detrás.
Ahora estaba atado y sentado a una vieja silla.
– ¿Está usted despierto, Hampton? ―la hueca voz de Scott sonó a su espalda.
– Sí ―respondió susurrando―. ¿Dónde estamos?
– Creo que seguimos en el Barrio Sumergido. Alguien nos noqueó en el almacén de
Crawler.
– Supongo que eso le implica ―George trató de girar la cabeza para ver a Scott, pero
estaba en un ángulo ciego―. ¿Está atado?
– Sí ―oyó un frotar de cuerdas, como si Scott le diese una confirmación más que
verbal―. Dígame, ¿ve algo frente a usted que nos pueda servir?
– No lo sé. Solo veo unos tablones, unas cuerdas y unas velas.
– Tenemos que salir de aquí. No nos mantendrán con vida por mucho tiempo si
hemos metido las narices demasiado. Ha sido por mi culpa ―razonó Scott, quizá
algo atribulada su voz―. Debí ser más cauto. No pensé que Crawler estuviese detrás
de esto...
– No se lamente ahora ―George forcejeó en vano―. ¡Tenemos que salir de aquí!
George se balanceó hacia delante y hacia atrás, tratando de aflojar la presión de la
soga. Quien le había atado no lo había hecho mal del todo, pero la cuerda que habían usado
era demasiado gruesa para sus miembros, por lo que los nudos no estaban todo lo tenso
que deberían estar.
– ¿Qué hace?
George no contestó. Se movió hacia los lados. Tenia miedo de caer. La cabeza le
dolía después del golpe recibido y no podía descartar alguna pequeña fractura. Si caía no
podría parar el golpe y no estaba dispuesto a recibir más daño en la cabeza. Aún estaba
algo mareado y no sabía que resultados podría golpearse de nuevo. Pero no tenía ninguna
intención de acabar sus días en aquella caseta mohosa del Barrio Sumergido. Si lo pensaba
detenidamente, fuera no tenía demasiado por lo que pelear, salvo su trabajo. Pero de
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El Estrangulador
ningún modo iba a dejarse vencer fácilmente por aquellos monstruos. Entonces la silla
crugió.
– ¿Ha oído eso? ―los susurros de George estaban llenos de júbilo―. La silla. Es de
madera. Y está casi podrida. Si pudiese romperla, quitarse los nudos sería mucho
más fácil.
– No debería hacer demasiado ruido. Creo que hay gente afuera.
George gruñó peleando contra las cuerdas. Iba a ser más dificil de lo que pensaba.
– Podría hacer algo de utilidad más que quedarse ahí sentado ―dijo entre dientes.
Scott no contestó durante unos segundos, durante los cuales solo se oyó la agitada
respiración de George Hampton forcejeando en la silla, acompañado de la industriosa
melodía de la lluvia golpeando con fuerza aquella caseta de madera. Luego hubo un
estruendo que hizo vibrar cada una de las fibras de la madera que les daba cobijo.
– Seis segundos ―dijo Scott.
– ¿Qué? ―George dejó de balancearse en la silla por un momento.
– El trueno ha tardado seis segundos. Casi todos los que he escuchado hasta ahora
han tardado lo mismo. Podríamos usar ese ruido para encubrir nuestros
movimientos.
George sonrió asintiendo en la oscuridad.
– Me parece lo más sensato que ha dicho en todo el día. Hagámoslo.
Tuvieron que esperar casi veinte minutos para poder partir las sillas envueltos en los
truenos que azotaban el mar no muy lejos de allí. Por primera vez en semanas George se
sintió agradecido por esa lluvia incesante que asolaba Boston. Ahora estaban en medio de
la penumbra con restos astillados de sillas a su alrededor. George se terminó de deshacer
de un trozo de cuerda que se había enrollado alrededor de su antebrazo. Al ponerse por fin
de pie se bamboleó como causa del mareo que había permanecido con él, como buen
compañero de la contusión de su sien. Se echó la mano a la cara y la notó pegajosa, con su
propia sangre seca cubriéndola en gran parte. Scott estaba de pie a su lado, como una
ominosa sombra en medio de la oscuridad.
Una vez liberado de las cuerdas pudo ver la sala por completo. No medía más de tres
metros y medio de lado. En el extremo opuesto al que había estado encarado durante su
cautiverio había una puerta de madera cruzada con dos refuerzos metálicos que la
cruzaban horizontalmente. George se dirigió, con un par de tumbos, hacia el tragaluz.
Estaba colocado en la intersección entre la pared y el techo, no más grande que su propia
cabeza. Lo hizo con una doble intención: La primera era ver si podía servirles como vía de
escape. La segunda, recibir un poco de aire fresco en plena cara. Deseaba fervientemente
que el aturdimiento del golpe se disipase. Apoyándose contra la pared, al lado de un cuadro
de nudos marineros, trató de pensar con claridad. Crawler les había encerrado allí, pero no
les había matado. De algún modo estaba metido en algún asunto sucio, alguno que no
quería que la policía se enterase. Pero debía de tener alguna razón para no haber acabado
con ellos en cuanto pudo. Lo cierto es que un policía menos desaparecido en el Barrio
Sumergido no levantaría mucha polvareda, especialmente tal y como estaban las cosas
últimamente. Puede que la presencia de Scott hubiese jugado a su favor. Él era un federal,
y si simplemente aparecía un día flotando boca abajo en la playa, los suyos harían
preguntas, y les llevarían hasta Crawler de nuevo. Pero entonces ¿Qué demonios
pretendía? Tembló ostensiblemente cuando recordó aquel rostro levitando en medio de la
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El Estrangulador
oscuridad.
– Teniente ―Scott susurró a su lado.
George se giró sobre sus talones. El profundo estaba a un palmo suya.
– Por aquí no podemos salir ―aseguró, dando un golpe en la pared. La caseta era de
madera gruesa. Aunque pudiesen tumbarla a golpes harían demasiado ruido.
Scott señaló la puerta. Su contorno era apenas visible.
George se acercó a ella con cuidado y trató de oír. Efectivamente, hasta allí llegaban
unas voces apagadas. Agarró el pomo metálico, rugoso y frio, y lo hizo girar lentamente.
Los goznes chirriaron en lo que pareció a George una evidente señal de alarma. La puerta
se abría un estrecho pasillo, con el techo coronado por un par de tuberías de plomo. George
apretó los dientes y miró hacia Scott, que le tendió una estaca, uno de los restos de la silla
en la que había estado.
– Intentemos que no nos pillen desprevenidos de nuevo ―indicó.
George anduvo en la vanguardia. El pasillo viraba en dos metros hacia la derecha.
Allí estaba la entrada de la caseta, con un pequeño aparador donde podían verse un
almanaque de 1956 con las páginas amarillas y apergaminadas, así como una pegatina de
los Red Sox adherida a un espejo lleno de manchas donde el azogue se había oxidado.
Había una escalera que subía al piso superior, así como una puerta entreabierta de la que
procedían las voces. Una luz tenue de bolmbillas escapaba con las voces hacia ellos. La
puerta de entrada estaba a un metro de ellos.
– No puedo marcharme sin mis pertenencias ―dijo Scott, indicando la puerta de la
casa.
– De acuerdo. Vaya al piso de arriba con cuidado y mire si están ahí. Me gustaría
cambiar este palo por mi pistola. Yo vigilo aquí.
Scott asintió y se deslizó por las escaleras silenciosamente. Lo único que temió
George era que su olor pudiese alertar a quienes estaban al otro lado de la puerta. Se pegó
al marco de la misma, con la estaca preparada.
– Creímos que su jefe iba a ser más generoso ―la voz repiqueteante de Crawler, desde
el otro lado de la puerta, era imposible de olvidar.
– Esa es su oferta, señor Crawler ―dijo otra voz, cargada de impaciencia―. Lo toma o
lo deja. De todos modos, tenga en cuenta que mi jefe ha sido más que permisivo
con... eh... sus negocios.
George pudo oir un cacareo y varios tamborileos nerviosos.
– La permisividad de su jefe no ha sido desinteresada ―repuso Crawler―. Y no hablo
solo de dinero.
– Usted dirá, Crawler ―dijo una tercera voz, más grave y rasgada―. Nosotros nos
marchamos pero tenga en cuenta que al jefe no le gustará su postura.
Crawler no respondió sino con unos chasquidos como de tijeras de podar. George
notó que unos pasos se acercaban a la puerta y, casi a trompicones, subió las escaleras
hasta el rellano, donde quedaba oculto desde la entrada. Dos personas salieron, dando un
portazo. George soltó el aire que había estado conteniendo en sus pulmones y se relajó
contra la pared.
– Teniente ―dijo una voz desde un poco más arriba de la escalera.
George subió hasta lo que parecía un dormitorio sumido en pegajosas sombras.
Scott le tendió su gabardina y su pistola.
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El Estrangulador
Bajaron lentamente las escaleras. George detuvo a Scott y se llevó el dedo índice a
los labios.
– ¿Qué vamos a hacer, jefe? ―dijo alguien desde el interior de la sala.
– Nos iremos, como habíamos planeado ―respondió Crawler―. Tal y como están las
circunstancias, lo mejor es desaparecer pronto.
– ¿Le preocupa La Voz?
– Sí, pero no es lo principal. Quería sacar algo de ventaja para los negocios futuros
―un nuevo repiqueteo se dejó oír―. Pero nuestro principal problema no es ese. Ni
el de esta ciudad.
– ¿Entonces se llevará a esos dos?
Hubo un silencio durante unos segundos, que George pensó que eran usados por
Crawler para pensar sus destinos.
– Si quedan vasijas, se vendrán conmigo. El profundo es muy interesante.
– Iré a ver como están ―unos pasos se dirigieron hacia la puerta.
Scott reaccionó más rápidamente, echándo todo su peso encima del hombre que
había salido de ella. Era un tipo grande y robusto, con el pelo negro ensortijado y
grasiento, vestido con una camisa de cuadros. En su mano llevaba una pistola, que se
deslizó de sus dedos cuando las poderosas garras de Scott lo lanzaron contra la pared.
George saltó detrás de él y le lanzó una patada en el costado cuando trataba de levantarse.
El aire escapó bruscamente de sus pulmones y antes de que pudiese reaccionar, un golpe
con la pesada culata de su Colt lo dejó durmiendo plácidamente sobre el suelo. George no
tenía ninguna duda de que era el mismo hombre que les había golpeado aquella mañana y
sintió una agradable sensación al pagarle con la misma moneda. Pero aún quedaba
Crawler.
George entró encañonando a la habitación. Era un saloncito iluminado por unas
lámparas viejas a las que les faltaban las tulipas. Había un par de sillones de fieltro que
posiblemente habían ocupado los esbirros de La Voz que acababan de marcharse. Justo
enfrente había una mesita de café algo roída con un cenicero donde humeaban aún un par
de colillas. A la derecha, la cara que George había visto de Crawler estaba tirada, como si
fuese una máscara de Halloween, sobre el respaldo de una silla como las que ellos habían
roto. De hecho, no solo la cara, sino el cuerpo entereo, una piel hueca apoyada en la silla
como si fuese un abrigo, con los miembros vacíos colgando fláccidamente. George sintió
que volvía a marearse y se dejó caer sobre el marco de la puerta, tirando con la cadera una
mesita de pared que aguantaba un teléfono negro, que cayó al suelo pesadamente. George
entonces vio un par de fotos colgadas en la pared, que mostraban a Crawler, o lo que era
Crawler antes de haberse convertido en el envoltorio de alguna monstruosidad. En una de
ellas estaba sentado en un noray, junto con otro hombre, sosteniendo una lata de cerveza.
En otra, Cralwer estaba de pie orgullosamente al lado de un coche.
Lo que vestía a Crawler era una langosta, como aquellas que sirven en los
restaurantes caros de Beacon Hill, solo que más grande. Muchísimo más grande. George se
rió aturdido. Al menos le cobrarían dos de los grandes por servirle una de esas con
guarnición. Necesitaría al menos una semana para poder acabar con ella. La langosta se
agitó en su asiento, y un chasqueo, que George reconoció como el tamborileo que había
oído antes se convirtió en una voz.
– Teniente Hampton ―salió la voz de aquel ser, pero no de su boca, ya que no tenía
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George se dio cuenta de que le temblaban las piernas cuando el gélido aire nocturno
le envolvió. Las gotas de lluvia caían como postas sobre su sombrero arrugado y se colaban
en su cuello cuando alguna racha de viento procedente del mar azotaba el malecón,
haciendo que la lluvia cayese horizontalmente por unos instantes. Estaba confuso y
dolorido. Una vez la adrenalina había abandonado su cuerpo, su cabeza parecía palpitar de
dolor y notaba una sensación ardiente en el cogote.
Decidieron coger la camioneta de Crawler, aparacada detrás de la casa de madera en la que
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El Estrangulador
habían estado encerrados durante horas. Posiblemente, el coche de la comisaría que les
había llevado esa mañana hasta el puerto en el Barrio Sumergido no estuviese ya donde lo
dejaron. George tenía la asfixiante sensación de que había acabado, de alguna manera, bajo
el mar.
Trató de ordenar sus ideas, reviviendo con un regusto amargo las cosas que había
visto en la casa de Crawler. Crawler... Ni siquiera era humano. ¡Ni siquiera era un
profundo! Se estremeció al pensar las monstruosidades que acechaban en los confines de
la cordura, monstruos reptantes, quitinosos, que se arrastraban con sus tentáculos y
conspiraban en un mundo que hasta hace dos décadas era solamente una pesadilla que
acechaba en las noches febriles de las mentes más desquiciadas. Antes de montar en el
coche, Scott le había dado una suerte de amuleto, una piedra pulimentada de color negro
con un extraño bajorrelieve. Según Scott era un símbolo protector. “¡A buenas horas!”
pensó. Hampton se dió cuenta de que la estaba manoseando nerviosamente. Bufó en voz
baja y la guardó en un bolsillo de su gabardina.
Un relámpago cruzó zigzagueante la bóveda celeste, iluminándolo todo por un
instante como si fuese de día. Unas figuras se hicieron visibles durante unos instantes,
antes de ser envueltas por la más completa negrura. El trueno subisguiente silenció el
sonido incesante de la lluvia cayendo a plomo y de las olas golpeando salvájemente sobre la
roca, socavándola con una paciencia infinita.
Por fin dejaron el muelle y su camino les llevó por la descuidad avenida en cuesta. Al
final de aquel asfalto resquebrajado y sembrado de escombros, charcos y basura, se
encontraba el mundo, su mundo, un mundo donde los monstruos al menos llevaban traje y
corbata.
Esta vez era Scott el que conducía. George estaba demasiado nervioso hasta para
fumar. En su mente, las ideas y los delirios chocaban y se mezclaban con una fuerza
ciclónica y sentía que se acercaba al borde de algo, y que iba a gritar. Sin embargo, bajó la
ventanilla unos centímetros, permitiendo que el aire frío del exterior, y con él algunas
gotas de lluvia, penetrasen en el interior. Era capaz de notar, si no de ver, los ojos
abultados escudriñando detrás de las cortinas y en los huecos de las casas derrumbadas.
Cada vez que el cielo se iluminaba, formas siniestras aparecían en todos los rincones,
llevando a cabo Dios sabe qué ominosos planes, carentes de significado para su mente,
pero inenarrablemente perversos.
Scott no dijo nada hasta que dejaron atrás las primeras casas del Barrio Sumergido y
se incorporaron a la estatal 107.
– ¿Se encuentra bien?
George meneó la cabeza en una larga negación. Luego respiró hondo y cerró la
ventanilla del acompañante. La manilla produjo un largo chirrido.
– Scott...
– ¿Sí?
– Nada.
Los faros de la camioneta, adornada con el rótulo de Crawler Co iluminaba la
carretera a trvés de la densa lluvia. Pronto no tardaron el poder verse las primeras luces de
Lynn.
– Parece usted cansado ―arguyó Scott con voz queda―. Debería... deberíamos parar.
Quizás necesite que le vean esa herida.
George se llevó instintivamente la mano a la nuca, mojada quizás del agua de la
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El Estrangulador
lluvia. Notaba un dolor sordo y latente, pero sobreviviría sin que le viese un médico.
– Déjelo.
Un par de baches en la carretera hicieron resonar recipientes de cristal en la parte
trasera de la camioneta.
– Scott.
– ¿Sí, teniente Hampton?
– Paremos.
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El Estrangulador
El café, negro, humeaba sobre la mesa, protegida por un cristal bajo el cual se podía
ver la carta del restaurante. Se trataba de una cartulina blanca y amarilla, adornada con
divertidos dibujos caricaturescos de una camarera gorda y un camarero con un bigote
ridículamente rizado. George comprobó, por unas fotos enmarcadas en las paredes, que se
trataban de los dueños de aquel lugar. Las fotos parecían antiguas. Quizás no trabajasen
ya, o puede que hubiesen muerto. Su mirada perdida reposó sobre un buen número de
fotos en blanco y negro de las paredes. En una de ellas se veía a Ted Williams, con su
uniforme de los Sox. Estaba autografiada y había una dedicatoria que, desde su sitio,
apenas podía leer.
George tomó un sorbo de café. Estaba muy caliente, pero le revitalizó al bajar por la
garganta, como si hubiese exorcizado alguno de los fantasmas que se alojaban en sus
entrañas. Scott, frente a él, estaba tomando una infusión. George notó como las miradas se
clavaban en ellos, nunca directamente, siempre de soslayo, como preguntándose qué
hacían allí, como si fuesen infiltrados, como si no fuesen bienvenidos allí, pero nadie se
atreviese a decirles nada. Cobardes, pensó. Otro sorbo de café. Quizás solo fuese paranoia.
– Hampton ―Scott llamó su atención. Su enorme cabeza negra de pez estaba
recortada sobre el fondo rojo del papel de la pared―. No se ofenda, pero debería
descansar un poco. Creo que esta noche ha vivido usted experiencias que son duras
de digerir.
Hampton lanzó un graznido, que podía haber sido una amarga carcajada.
– ¿Quiere ir usted solo a por La Voz? ¿Algún secreto del bureau? ¿O quiere una
maldita medalla? ―se dio cuenta de que había levantado la voz y que, esta vez, le
miraban de frente algunos ojos inquisitivos.
– Nada de eso. Solo quiero que no se ponga usted en peligro. Ni a mi.
George tomó la taza de café y dio un largo trago.
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– ¿Teme que le vaya a confundir con alguno de los malos? ―frunció el ceño en un
gesto irónico.
– No. Pero conozco a gente que, después de lo que usted ha visto en estos dos días,
estaría al borde de un colapso nervioso.
– Déjese de monsergas, Scott ―George reposó su espalda sobre el respaldo de la silla y
sacó el tabaco, un maltrecho y mojado paquete, del bolsillo de su pantalón―. ¿Qué
sabe usted de lo que he visto o de lo que puedo soportar? ¿Cree que mi mundo es
rosa y que vivo ajeno a la realidad? ¡Soy un maldito teniente de homicidios!
– Pero lo que ha visto usted hoy... no es lo normal a lo que se enfrentan...
– ¿Quienes? ―interrumpió George, con una caja de cerillas de propaganda en la
mano―. ¿La gente normal? ¿Los humanos? ¿Cree usted que les necesitamos? Sí, a
ustedes. ¿Cree que necesitamos a seres como usted para protegernos de los que son
como usted? ¿Monstruos para defendernos de monstruos? Le diré una cosa ―dijo,
señalándole con el dedo―: ¡Deberían haberse quedado ustedes bajo el maldito
océano!
– Fueron ustedes los que nos obligaron a salir ―replicó Scott, colocando sus dos
manos sobre la mesa, con las palmas boca abajo―. ¿Recuerda usted el incidente de
Enewetak? Pues sólo fue el final de una larga serie de enfrentamientos entre
nuestros dos mundos. A pesar de que sobre la superficie la mayoría de humanos
vivían ajenos a lo que sucedía más allá de sus idílicas y bobaliconas vidas de
engaños, sus gobernates sabían lo que existía bajos las olas. Y en el profundo
espacio. Pero en lugar de entendernos, nuestros pueblos se enfrentaron. Le diré una
cosa, Hampton, porque creo que ya he soportado demasiado sus desmanes:
¿Quieres saber la fria verdad? ¿Ve usted esta piel? ¿Ve mis escamas? ―sus manos se
tocaron. A pesar de que seguramente estaba irritado, su voz apenas había cambiado
de cadencia―. Antes fui como usted.
– ¿Qué dice?
– Sí. Yo no nací siendo un profundo. Cambié cuando me hice mayor. Mi padre era
humano y mi madre era una profundo. Vivía en cerca de la costa, en Innsmouth,
hasta que nuestro gobierno lanzó cargas de profundidad sobre los arrecifes donde
vivía. ¿Cree que no sé lo que es perder a nadie? ¿Cree que porque mis ojos son
diferentes o mi piel tiene escamas no sé qué significa sentirse agraviado, vejado y
maltratado? Cuando los Estados Unidos hicieron detonar una bomba atómica en
Enewetak y destruyeron el Templo de Dagon, la mayoría de los profundos pensaron
que habían llegado demasiado lejos. Ustedes pensaban que con sus armas podrían
destrozar cualquier oposición. Y luego, varios años después, cuando la guerra
terminó, todos habíamos perdido. Ustedes y nosotros. Todos. Y ahora céntrese,
maldita sea. La guerra terminó.
George dejó el cigarro sin encender sobre el cenicero. Se puso en pie y salió fuera del
restaurante. Había dejado de llover y el cielo nuboso corría raudo, mostrando a veces entre
sus jirones la luna gibosa y cadavérica. El aire frío, el olor a tierra mojada, las luces de la
ciudad no muy lejos de allí. Respiró profundamente varias veces, purgando algo que no
termianaba de salir de su interior.
Su hermano Tobby estaba sentado en el porche, jugando con un avión de papel,
hecho con una hoja del periódico. Su padre se enfadaría cuando no puediese leerlo entero,
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pero George se rió al verle tratar de hacerlo volar. Tobby luego estaba, veinte años después,
en una bolsa de plástico negra. Él pidió que se la dejasen ver. Su cuñada estaba llorando
más allá de las puertas de la morgue. Es un héroe, dijo alguien. Se le revolvió el estómago.
Luego pasó lo de la Falla de San Andrés. Charles Dexter Ward, senador por el estado de
Massachussets, había comenzado a abogar por el armisticio, pero, en un último y
desesperado intento de ganar la guerra, antes de que los profundos avanzasen hacia los
estados centrales, la Costa Oeste simplemente voló por los aires, y luego se hundió.
Decenas de explosiones sincronizadas provocaron una fractura que arrojó bajos las olas a
toda California, y con ella, a los invasores.
Cuando C. D. Ward llegó a la presidencia y se aprobó el acta Ward, por la cual se
reconocía la nacionalidad estadounidense a todos los profundos que hubiesen nacido
dentro de las aguas territoriales norteamericanas, los ojos de George ya contemplaban un
mundo diferente. Ya no importaba el color de tu piel, sino si ésta tenía escamas o no. Y
tampoco si eras católico o protestante, sino si tu dios se llamaba Dagon, o algo
simplemente impronunciable. Y luego él tuvo que adaptarse a la vida. Se sentía ofendido
porque el mundo tuviese la desfachatez de haberse venido abajo, de haber cambiado
completamente, sin su consentimiento. Estaba irritado con todos, con aquellos que como
borregos se había dejado llevar por las palabras de fraternidad que salía de la boca de
Ward, todos unidos, humanos y profundos, bajo una misma bandera; y con aquellos que se
oponían, con los cínicos y con los violentos, con los hipócritas que afirmaban no tener
prejuicios y luego cambiaban de acera cuando uno de ellos pasaba. Pero sobre todo estaba
enfadado con ellos, con los pescados. Su apariencia, su olor, su voz, todo lo que eran era
una agresión contra todo lo que George había sido o en lo que había creído alguna vez.
¿Cómo puede un hombre honrado vivir tranquilamente cuando se abre una capilla a
Dagón en su barrio? ¿Qué debería hacer alguien cuando las ayudas y las becas van hacia
aquellos monstruos de pieles escamosas que ni siquiera hablan su mismo idioma? ¿Cómo
se había pasado de la coexistencia a la convivencia?
Y luego los cambiantes, híbridos monstruosos, criaturas que mudaban la piel y los
dientes, que perdían el pelo, que se deformaban y abotargaban hasta convertirse en
monstruos. Como si dentro de cada uno de ellos hubiese un parásito pugnando por salir,
por cambiarlos.
Georgse se apoyó sobre el lateral de la camioneta. El logotipo de la empresa de
Crawler lucía lustroso por la lluvia entre las manchas de óxido. Colocó la frente sobre el
metal helado, y vomitó. Vomitó tanto que pensó que se moría. Sus rodillas se doblaron y le
dolía la garganta y el esófago. Allí entre sus pies, el café y la bilis formaban un pequeño
mosaico sinuoso, una obra de arte que le había manchado los zapatos. Pero se sintió mejor,
mucho mejor, antes de caer inconsciente.
Cuando volvió a abrir los ojso estaba sentado en el asiento de la camioneta. Las
luces del restaurante se reflejaban deformadas sobre el parabrisas. La puerta del conductor
estaba abierta y en aquel asiento estaba sentado Scott, dándole la espalda. George lanzó un
gruñido al incorporarse.Sus miembros estaban tan carentes de fuerzas como la habían
estado justo antes de derrumbarse. Se encontraba algo mareado, pero dentro de su cabeza
había un vacío liberador. Se notaba ligero, como si hubiese tenido antes un enorme peso
aplastándole el cerebro y, de pronto, hubiese desaparecido. Consiguió al fin incorporarse.
Debía de hacer bastante frío, porque su aliento formó una nubecilla de vaho que se disolvió
en un diminuto remolino. Colocó las manos sobre el salpicadero y se miró el rostro en el
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espejo retrovisor.
– Le cogí antes de que cayese ―dijo Scott sin volverse, y su voz sonó apagada.
– Creo que me he manchado los zapatos ―respondió George, sin poder comprobarlo
dentro de la penumbra del coche―. Oiga, Scott... Gracias.
– No tiene por qué darlas.
– Yo... ―buscó algo que lo acercase a aquel ser. Buscó dentro de sí aquellos
sentimientos que se suponía debían despertar en él los predicadores y algunos
políticos, pero no había nada. Sólo podía soportar aquello y esforzarse en seguir así.
Scott no le dio demasiado tiempo para hurgar en sus pensamientos. Se metió en el
coche y puso el paquete de tabaco que George se había dejado en el restaurante junto a la
palanca de cambio.
– Sargento Hampton ―había algo de ceremonialidad en su voz―, tiene que decidirse.
¿Quiere que le deje en casa o viene conmigo? He informado a mis superiores, pero
me temo que no tenemos mucho tiempo para esperar refuerzos si quieremos llegar
al final de esto antes de que sea demasiado tarde.
George miró a Scott. Comprobó como aquellos enormes ojos, que una vez fueron
humanos, lo enfocaban directamente. En su negra concavidad el mundo se reflejaba al
revés. George recogió el paquete de tabaco y sonrió de lado― Luego asintió.
– En marcha.
El agua de las últimas lluvias había desbordado varios desagües atascados por la
basuras y las hojas muertas de los árboles en East Cambridge. El cielo se había vuelo negro
como el carbón, o como si alguien se hubiese olvidado de pintar algo allí arriba y solo
quedase entonces un enorme vacío carente de estrellas. Pero pronto quedó claro que sí
había algo allí arriba cuando un enorme aguacero comenzó a retumbar con titánico
estruendo. George aplastó la colilla en el cenicero y se pasó la mano por el pelo por décima
vez. Pasaron frente a un restaurante italiano, donde un chico delgaducho observaba la
lluvia caer con aire distraído. Un par de coches estaban subidos en la acera, junto a un
árbol pelado, cuyas ramas retorcidas se enfrentaban con innegable tenacidad a la lluvia.
George pensó que quizás aquellas ramas retorcidas, que se asemejaron a unas manos
huesudas y anhelantes, estuviesen convocando a lal lluvia, o tratando vanamente de
sostenerla, esperando que las hojas comenzasen de nuevo a brotar.
Scott aparcó junto a un poste de teléfono. En la pared había una pintada obscena.
Un vagabundo se cubría de la lluvia debajo de un agujereado alero de asbesto. Un poco
más allá, calle abajo, cerca de una esquina donde acababa de parar un taxi del que bajaron
dos hombres, se encontraba el Yhoundhe, oficialmente un club para caballeros, donde la
mayoría de ellos iban a gastarse el dinero en prostitutas y haciendo girar alguna ruleta
trucada. Un hoyo de inmundicia, donde, según Crawler, se encontraba la persona que
podía llevarles a La Voz.
Atravesar la puerta de madera contrachapada del Yhounde era atravesar la frontera
a un mundo dominado por el olor a alcohol barato y a humo de tabaco flotando en el aire.
La atmósfera estaba apenas iluminada por una radiación rosada que provenía de detrás de
una barra que había conocido tiempos mejores, detrás de la cual un camarero de rostro
alargado y enjuto servía copas y cócteles a un puñado de tipos de aspecto sórdido, con sus
sudorosas manos deseando introducirse entre la ropa de las bailarinas exóticas que, en un
extremo del salón, bailaban bailes eróticos sobre una tarima negra, al ritmo de una
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Desde la perspectiva que le permitía esos dos metros y medio sobre la parroquia,
George se sintió ajeno a aquellas personas, extraño a aquellas cabezas que se mecían al
compás hipnótico de los vasos de licor, de las manos que aferraban ilusoriamente el cuerpo
de alguna muchacha semidesnuda. Scott entró en el despacho que había al final de las
escaleras, y tras unos segundos, George también lo hizo.
El despacho era una pieza única, dividida transversalmente por un biombo de nogal.
Había una lámpara encendida en el techo y sobre ella, las aspas de un ventilador giraban
apáticamente. Cuando se cerró la puerta tras ellos, el ruidoso y estridente mundo de humo
del Yhaunde quedó mudo. Detrás de un escritorio había un hombre de unos cuarenta años,
de pelo negro peinado pulcramente con la ralla a un lado y vestido con una chaqueta de
tweed azul. Encima, una ordenada colección de papeles y un cenicero, donde una colilla
aún arrojaba algo de humo. El hombre allí sentado se puso en pie y alargó su brazo
indicando un par de sillas dispuestas para la ocasión frente a su mesa.
– Señor Hampton, señor Scott ―saludó, con una leve inclinación de su rostro
lampiño―. Les esperaba. Tomen asiento.
Aquel individuo, George fue capaz de sentirlo al momento, irradiaba serenidad y
fuerza, como si fuese alguien acostumbrado a que le obedeciesen. Scott se sentó y George
hizo lo propio. Su anfitrión abrió una pitillera de plata y les ofreció un cigarrillo. Ambos
declinaron. Él, por contra, se encogió de hombros y sin levantar la vista del escritorio
encendió el cigarro con un mechero oculto dentro de la estatuilla de un elefante sobre sus
patas traseras.
– Señor... ―Scott abrió su enorme boca, quizás algo impaciente.
– Eibon ―concluyó aquel tipo, sonriendo amistosamente.
– Señor Eibon ―continuó Scott―, queremos hablar con usted sobre un tema
importante. Tenemos entendido que usted puede ponernos en contacto con La Voz.
Eibon sonrió y el cigarrillo bailó en sus finos labios.
– Veo que no se andan ustedes por las ramas.
– No hay tiempo para eso ―aseveró Scott―. Sabemos que se marchan ustedes de la
ciudad. Y sabemos también que estaban interesados en conocer a quien preguntase
por el estrangulador. Bueno, aquí estamos.
Eibon dio una larga calada al cigarro y expulsó el humo por los orificios de su nariz.
– Es cierto, nos vamos. Y les recomendaría que ustedes también lo hiciesen.
George entonces creyó que aquella voz era la misma que oyó hablar con Crawler en
su refugio en el puerto.
– Cuéntenos lo que sabe ―dijo Scott, colocando una de sus manos en un puño sobre el
escritorio.
– Está bien ―Eibon no pareció intimidado―. Pero le aseguro que los trucos como los
que usó en el puerto no le servirán de nada. En cualquier caso ―sus dedos dejaron
el cigarro sobre el cenicero―, les informaré. ¿Saben? Yo quiero a esta ciudad. Me
preocupo por ella, así que si quieren hacer algo al respecto, son bienvenidos. Por mi
parte, me temo que está perdida, así que en una hora me marcharé.
– Continúe.
– Hace cuestión de un par de meses, unos tipos vinieron haciendo preguntas del tipo
que hacen que a la gente como yo se le disparen las alarmas. Al parecer estaban
abordando a todos los que podían proporcionarles ciertos libros.
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tres plantas, con las ventanas rejadas y tapiadas desde el interior, se encontraba rodeado
por la parte delantera de un pequeño muro sobre el cual había una verja que databa de
antes de la Gran Depresión. George sintió un vacío inquietante en su estómago,
recordando la época de Roosevelt, y como el mundo había cambiado para convertir a
Charles Dexter Ward en el presidente de Estados Unidos, incluidos los Estados
Sumergidos de Norteamerica.
Scott sugirió dar una vuelta al edificio antes de entrar, y George estuvo, por una vez,
de acuedo con él. De pronto, mientras veia su sombra a la luz de las lamparas que colgaban
en la fachada del edificio de enfrente. No sabía si era el cansancio, la herida palpitante de
su cabeza o que hubiese una entidad sobrenatural violando mujeres dispuesta a destruir
Boston, pero no se encontraba nada bien. Se dejo caer suavemente sobre la fachada de
ladrillos del lateral del edificio. El alféizar de la ventana de la planta baja quedaba a un
palmo sobre su cabeza. Scott se encontraba calle abajo, moviéndose con su característico
andar bamboleante, moviendo los brazos de una manera simiesca. De pronto se preguntó
como aquella figura le parecía tan familiar. Bajó los ojos hasta el asfalto, mientras con sus
dedos se apretaba los ojos. La calle estaba llena de charcos. Cuando los volvió a abrir vio
muchas motitas de colores flotando sobre el suelo, que se fueron dispersando poco a poco.
Una sombra oscureció durante una fracción de segundo la calle, como si una enorme
polilla hubiese revoloteado sobre las farolas. Luego escuchó un crujido sordo encima de su
cabeza. George dio unos pasos hacia el borde de la acera y miró hacia el tejado. No veía
nada más que oscuridad sobre el borde ondulado que sobresalía del lateral del edificio.
– Hampton ―Scott le llamó desde el final de la calle. Luego le hizo una seña para que
le siguiera al cruzar la esquina.
La parte trasera del edificio tenía una puerta a la que se llegaba tras tres escalones.
La puerta era una oxidada hoja de metal, cuya cerradura había desaparecido, dejando un
enorme boquete en su lugar. George asintió y sacó su pistola, sintiendo una agradable
sensación de seguridad al notar su peso entre los dedos.
Scott empujó la puerta con cuidado y arrojó luz a un pasillo desierto con una
linterna que sacó de su gabardina. Cuando el profundo hubo entrado, George hizo lo
propio, ligeramente encorvado y sujetando el arma con ambas manos. No fue difícil para
George notar el olor de la podredumbre por encima del sálobre olor de Scott. No era la
primera vez que George notaba un olor así. Era el hedor de la muerte y los cuerpos en
descomposición. Scott miró por encima de su hombro derecho y señaló con un gesto de su
cabeza unas escaleras que subían a la primera planta. El pasamanos estaba podrido y en
algunos sitios simplemente faltaba, como si alguien los hubiese arrancado. No le fue dificil
imaginar a unos mendigos usándolos como combustible para una hoguera en alguna noche
especialmente fría. Los escalones crujían a su paso, amenazando con hundirse junto con la
escalera, pero más allá del sonidos que ellos mismos producían, de sus pasos, de sus
respiraciones, no se oía nada. Nada en absoluto. Sin embargo, a medida que ascendían, la
atmósfera se llenaba más y más de aquel olor a putrefacción. George estuvo seguro de que
lo que iban a encontrar no le iba a sentar nada bien a su maltrecho estómago y de no ser
porque estaba completamente vacío, quizás hubiese vomitado ya.
Al final de la escalera había un salón grande. Al fondo estaban los restos hechos
astillas de una mesa enorme, junto con un retrato apolillado del presidente Truman,
ligeramente ladeado. George tuvo la impresión de que Truman los miraba con
desaprobación.
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– Es por aquí ―dijo Scott, indicando con su dedo un pasillo al lado derecho de la
habitación.
Cruzaron un corredor lleno de ventanas que daban a un patio interior. La luna se
filtraba a través del esponjoso tejido de nubes, impregnando el pasillo de su luz necrótica.
Algunos papeles sueltos, algunas ventanas que estaba rotas y otras que habían sido
tapiadas, pero nada más en aquel edificio vacío. George tuvo la impresión de estar
visitando una casa encantada. Por supuesto, todo aquello a la luz del día se vería de un
modo mucho más amable, pero en aquella noche, aquella noche en concreto de antiguos
dioses olvidados que andaban suelto por la ciudad, de monstruos como los que George
jamás había pensado ni siquiera en sus más etílicos delirios, estaba en un lugar aterrador.
Apretó con fuerza su pistola, cuando la luna se oscureció por un instante mientras algún
pedazo desgajado de nube pasaba sobre ella.
Al final del pasillo, una puerta doble llevaba a un salón cuyas paredes estaban llenas
de garabatos y escrituras incomprensibles para George. También habían varios cadáveres
diseminados alrededor de la estancia, con sus miembros rígidos y corrompidos doblados
en ángulos imposibles. Sus pieles estaban ennegrecidas, como si hubiesen sido abrasados
por algún calor que el resto de la habitación había pasado por alto. George contó media
docena, colocados en poses que no tendrían sentido de no pensar que simplemente habían
volado desde un punto focal, situado al fondo de la sala, como los cuerpos que quedan tras
una explosión. Cuando la luz de la linterna de Scott pasaba sobre ellos, parecían refulgir
con una luz cadavérica, como aquella baba que George había encontrado en la barandilla, y
que después se había convertido en gusanos. Por lo demás, no se podía distinguir más
rasgos de ellos sin un exámen más minucioso, un exámen que George no estaba dispuesto
a hacer en ese momento.
– George ¿Se encuentra bien? ―Scott se irguió y se dio la vuelta hacia él.
– Sí. Solo un poco mareado. El aire es...
– Sí, es irrespirable ―convino Scott―. ¿Puede sujetarme la linterna? Cóloquese a mi
lado y trate de alumbrar lo máximo posible.
– De acuerdo ―George cogió la linterna y alumbró por encima del hombro de Scott.
El suelo parecía quemado y las quemaduras, tan profundas que habían penetrado
varios milímetros en el entarimado, parecían formar extraños dibujos que hablaban de
geometrías imposibles. A cada poco Scott se paraba y comprobaba algún símbolo que le
parecía especialmente interesante, mientras se acercaban a lo que parecía ser el punto del
que convergían las decenas de líneas del suelo, las paredes y el techo. George estaba
impaciente por que Scott dijese algo, por salir de allí y por alejarse lo máximo posible. No
solo era el olor a muerte penetrando en sus fosas nasales, aferrándose a su ropa y a sus
cabellos, era otra cosa, algo extraño y horrible que se asomaba al borde de su consciencia,
como un horror atávico sepultado por la razón y la sociedad que se revolvía, tratando de
volver a la vida.
– No se mueva ―dijo Scott, irguiéndose―. Fíjese ahí.
George observó el suelo y vio una línea, más gruesa que las demás, de color rojizo
casi negro. Sangre seca, pensó. La línea se unía con otras alrededor del punto focal de la
sala, un mísero atril en el que descansaba un libro de tapas de piel. Aquellas líneas
formaban un dibujo alrededor del atril, una miriada de triángulos y círculos concéntricos
que a su vez formaban un dibujo mayor, como el foso alrededor de un castillo.
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pistola de su funda. Una mano le detuvo férrea pero suavemente. La luz iluminó a un
hombre vestido con ropas oscuras, un pantalón ancho y una chaqueta negra. Tenía
corbata. Su rostro no pasaba la treintena. Un rostro moreno, de nariz ancha y aguileña,
una cuidada perilla sin bigote y unos ojos serenos y grandes, del color del betún.
– ¿Quién eres? ―George notó una extraña tranquilidad al contacto con él. Aquel
hombre le sonrió y le inundó de calor y esperanza.
– ¡Es él! ―gritó Scott desde el atril―. ¡George! ¡Escúcheme! ¡Es Nyarlathotep!
El hombre soltó el brazo de George y miró hacia Scott. George no supo decir si había
reproche o tristeza en aquellos enormes ojos. Desde luego, no parecía ningún dios
maléfico. No podía serlo.
– ¿Qué ha hecho, señor Scott? ―preguntó, al ver el círculo que Scott había trazado a
su alrededor con polvos de colores.
– Nyarlathotep, no podrás cruzar este Símbolo ―la voz de Scott traslucía temor.
George jamás lo había oído así.
– No habrá necesidad de ello. Sólo necesito que termines lo que los otros empezaron.
– ¿Invocar a ...?
– Shhh ―Nyarlathotep se llevó el dedo índice a los labios―. No hay necesidad de
nombrarle.
– ¿Y si no lo hago? ¿Me matarás como mataste a Eibon?
– ¡Yo no mate a Eibon! ―su voz sonó ofendida―. Él se suicidó. Tu no harás lo mismo
¿verdad? Piénsalo, Daniel. Es por el bien de todos. Solo queda una frase que decir, y
el conjuro estará acabado.
George estaba pálido como una vela. Scott se encontraba encerrado dentro de su
círculo, junto al atril y al libro, abierto por una de sus páginas centrales. Parecía un libro
viejo y carcomido. Junto a él se hallaba aquel hombre misterioso, que rogaba que se
finalizase el conjuro.
– El conjuro... ¿el conjuro invocará a Azatoth? ―preguntó con un hilo de voz. Un
silencio pétreo calló sobre la sala y el aire pareció volverse más denso y pesado.
Algunos de los cadáveres se agitaron galvanizados y el humor fosforescente escapó
de ellos en forma de nube. A lo lejos, en alguna estancia lejana, pareció escucharse
una flauta.
El hombre de la chaqueta negra se giró hacia George.
– Así es. Todo debe hacerse como está escrito.
– ¿Qué sucedió aquí? ―inquirió George, apuntando a quien Scott había nombrado
como Nyarlathotep con la linterna―. ¿Qué demonios pasó aquí?
– Ellos creían que estaban llamándole, pero yo acudí en su lugar. Tú lo sabes bien,
George. El mundo se derrumba. Los horrores del caos y la anarquía acechan y
devoran los confines de lo que la humanidad ha forjado durante siglos. Si no
hacemos algo, volverá la época del átomo y luego la época del hierro y la flecha. He
visto el futuro, y es un desierto lleno de cadáveres.
– ¿Acaso eres tú un dios que se preocupa de la humanidad? ―lo desafió Scott.
– Soy el único dios capaz de preocuparse. Yo soy el dios de todo lo que habita en este
mundo. Yo lo forjé. Levanté las columnas de la antigua Ur, enseñé a los hombres a
escribir en las tablillas de arcilla, alcé las torres de Babilonia y las pirámides de
Egipto. Susurré los secretos de la medicina y de la ciencia a los oídos adecuados. Yo
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soy el que soy ―aquel hombre levantó las manos, majestuosamente. Irradiaba una
fuerza que apunto estuvo de postrar a George―. ¿Dónde estabas tú cuando yo puse
los cimientos de la Tierra?
– ¿Qué es lo que quieres?
– ¡No le escuche, George! ―el grito de Scott parecía desesperado.
– El futuro del hombre requiere un sacrificio. Unos pocos a cambio de muchos. Hoy
conviven los hombres de la superficie y los hombres de debajo de las olas, pero esa
paz no durará mucho. Los disidentes, los rebeldes, los desesperados, los radicales,
los fanáticos, todos están esperando el momento de destruir esta frágil coexistencia.
Cuando vuestro presidente Ward muera, la locura se apoderará ellos y para
entonces será demasiado tarde. No quedará piedra sobre piedra.
– ¿Qué debemos hacer?
– Boston debe ser destruida. Él arrasará todo lo que existe sobre las olas y bajo ellas.
Todos, hombres y profundos, arrancados de la vida por el mismo Dios demente y
tiránico. Entonces, un nuevo amanecer empezará y una semilla germinará entre los
escombros de Boston. Habrá un mundo nuevo y unido frente a los males que viven
más allá de las estrellas. No habrá vecino que ataque a su vecino, ni hermano que
envidie a su hermano.
– ¿Y no es lo que iban a hacer ellos?
– No, George. Ellos querían arrasar los Distritos Sumergidos. Eso hubiese comenzado
una nueva guerra con los profundos. Los sacerdotes de Dagon hubiesen usado esa
agresión como una escusa para reabrir las heridas que aún no han cicatrizado del
todo y que desmembrarían el mundo. Tú lo sabes.
– ¡George, no le escuches! ¡Te está diciendo lo que quieres oir!
– ¡Cállate! ―gritó George a Scott―. ¿Acaso no puedes hacerlo tú? ¿Por qué necesitas a
Scott?
– Es una muestra de la Alianza. Yo no puedo traerlo, pero puedo aplacarlo y
devolverlo al lugar donde mora.
– ¿Y por eso los mataste? ¿Porque iban a matarnos a todos?
– Sí.
– ¿Y qué le pasó a Eibon? ―esgrimió Scott.
– Eibon murió porque era demasiado cobarde para hacer lo que os pido. Prefirió
conferirse la muerte a si mismo antes que afrontar esta verdad.
– No voy a hacerlo ―afirmó Scott, con todo el aplomo del que era capaz.
George sacó la pistola y apuntó a Scott.
– Será mejor que dispare ―le espetó Scott, mirándole a los ojos. Aquellos enormes
ojos negros y vacíos―. No seré yo quien termine la invocación.
George observó a Scott. El profundo estaba visiblemente aterrado dentro del círculo
que había trazado. Luego observó a Nyarlathotep, firme, convencido. Sus palabras tenían
sentido. Todo encajaba perfectamente en la mente de George. Él no temía sacrificarse. No
porque fuera un héroe o un mártir, sino porque estaba deseoso de tener razón. Aquel
mundo no era su mundo. Su mundo había desaparecido y le habían dejado atrás. No
reconocía las personas, los lugares, los sentimientos que había tenido antes de la guerra
con los profundos. Si simplemente desaparecía ahora en medio de la furia de una deidad
incognoscible no sentiría pena ni lástima por él. Sólo quería descansar. Suspiró.
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A George le pareció apreciar una suave sonrisa en el rostro de Scott. Empezó a pasar
las páginas de aquel viejo libro con mucho cuidado.
– Oiga, George... Muchas gracias. Ha hecho usted un trabajo excelente.
George asintió con un gruñido. Aquel tipo seguía sangrando a sus pies. Había caído
atravesando el círculo que su compañero había hecho en el suelo y su sangre roja y espesa
estaba llenando los surcos del suelo. Scott mientras tanto farfullaba algunas palabras
incoherentes mientras pasaba su dedo enorme y grasiento sobre las páginas de aquel libro.
Anduvo unos pasos alrededor del atril, cabizbajo.
– Scott ―dijo al fin.
– ¿Sí?
– Recurda cuando me dijo que quería estar seguro llegado el momento de quién era
mi amigo y quien era mi enemigo.
– Hmmm... ―Scott levantó la vista un segundo del libro―. Claro que lo recuerdo.
George metió la mano en el bolsillo superior de su chaqueta y extrajo una piedra
pulimentada, plana, como un naipe. Tenía un símbolo grabado, un pentáculo con una
suerte de llama en el centro. Una bala salió disparada de nuevo, esta vez contra Scott, que
la aguantó de pie, aunque trastabilló. George disparó otras dos balas más, que lo arrojaron
al suelo.
– Creo que esta vez estoy seguro ―dijo, apretando los dientes. Acercó aquella piedra
al cuerpo de Scott y éste se convulsionó. Abrió la boca como si le faltase el aire y algo
crepitó a su alrededor, como si la oscuridad misma se contrajera.
– George... ―Scott abrió la boca y un hilillo de sangre salió disparado de ella―,
George... ―su voz se iba haciendo más tenue―. Gracias.
George guardó la piedra en el bolsillo y agarró a Scott entre sus brazos. Gimió
desesperado y unas lágrimas cayeron por su rostro.
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No está muerto lo que puede yacer eternamente; y con el paso de los extraños
eones, incluso la Muerte puede morir.
– H. P. Lovecraft
...¡Los padres de Thomas Symanski detenidos! La policía los acusa del asesinato
del niño y de tejer una campaña de mentiras con el fin de salir impunes del horrible
crímen. Poco después de ser llevados a comisaría, la madre se derrumbó y confesó que el
pequeño Thomas murió el mismo día que se denunció su desaparición, víctima de una
paliza que se les fue de las manos...
George despertó sin saber donde estaba. Abrió los ojos y observó el techo
desconchado. Las manchas de humedad surgían entre las vigas, moteando la pintura beige.
Se incorporó y notó al lado el calor que desprendía Maude, como había pasado algunas
veces antes. Sin embargo, esta vez George no se sintió culpable ni deseó que ella
desapareciese. Se puso de pie y observó su imagen reflejada en el espejo del ropero. Su
rostro de nariz gruesa, mandíbula cuadrada y ojos pequeños debajo de unas espesas cejas
grises. Tenía algo de sobrepeso. Miró un par de botellas medio llenas que estaban tiradas
en el suelo junto a un cenicero lleno de colillas y un montón de cartas desordenadas.
Sonrió pensando en la noche anterior.
Con cuidado de no hacer ruído, se acercó a la ventana y descorrió parcialmente la
cortina. Observó la calle frente a él. Hoy hacían casi cuatro meses desde que George y Scott
detuvieron a Nyarlathotep, pero el mundo no parecía haberse dado cuenta. El asunto fue
tratado en la más estricta confidencialidad por el bureau, departamento de Ciencias
Ocultas. Se le agradeció lacónicamente su ayuda y se le conminó a guardar silencio al
respecto de lo sucedido. Luego se llevaron el cuerpo de Scott antes de que pudiese verlo.
Quizás fue lo mejor. Puede que no hubiese soportado verlo de nuevo. Se agachó a coger un
cigarro y lo encendió mientras abría un poco la ventana, para que el aire de la mañana
llegase hasta él.
No había pensado en lo sucedido hasta que pasó una semana. Estuvo durmiendo
mucho tiempo, sueños que no siempre eran muy agradables, pero le permitieron poner en
orden sus ideas, aclarar lo que había pasado. El enemigo del hombre no lo decide el
hombre. Hay seres que caminan entre nosotros esperando el momento de debilidad que
nos enfrente, unos contra otros. El mal puede que tenga cientos de nombres, rostros y
máscaras, que adopte miles de formas, que repte o vuele, que susurre halagos o grite
amenazas, pero se le puede reconocer por lo que pretende. Detrás de todas sus formas se
muestra siempre el mismo vacío que busca la desgracia, la destrucción y la locura. George
se había asomado una vez a aquel vacío y por un instante se había visto reflejado en él, y no
le gustó lo que vio. Sobrevivió y aprendió que el mundo en el que estaba era su mundo, que
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la gente que estaba era su gente. Aprendió especialmente a reconocer a los enemigos y a
que debía defender y respetar a los suyos, tanto los que estaban por encima como los que
estaban por debajo de las olas. ¿O acaso no eran todos hijos de Ubbo-Sathla?
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