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es
El Estrangulador

-Índice-

Introíto.........................................................................................................................3
El viejo mundo se muere .............................................................................................4
Miedo a lo desconocido...............................................................................................8
La muerte es el único dios que acude cuando lo llamas............................................16
La Cosa que no debería ser........................................................................................32
Más allá del bien y del mal........................................................................................47

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El Estrangulador

― Introito. ―

Lovecraft y su mitología de dioses extraterrestres y monstruos de otras dimensiones


forman ya parte del imaginario colectivo. Desde que el enfermizo Lovecraft comenzase a
hilar las primeras lineas de su maléfica cosmogonía, una legión de seguidores ha seguido
contribuyendo a aumentar, profundizar y extender los tentáculos de una realidad
horrenda, ignorante e insensible a las aspiraciones humanas, formada por criaturas que,
con tan solo conocer su existencia, lleva a los hombres a la locura.

El Estrangulador es una humilde contribución a esta mitología que se niega a morir


(porque ya sabemos que lo que no puede morir lo que puede yacer eternamente). Si bien el
combustible de la obra se lo debo a Lovecraft y a su Círculo (August Derleth, Clark Ashton
Smith...), iniciadores en una primigenia etapa de los mitos, la chispa inspiradora me viene
tras leer “Estudio en esmeralda”, de Neil Gaiman. La idea de un mundo impregnado por
los mitos, pero visto a través de una lente alteradora me impulsó a escribir el relato que
sigue a continuación, basándome en la siguiente premisa: ¿Qué sería de un mundo en el
cual los mitos no fuesen solo cosas de libros arcanos y cuchicheos dementes de
frenopáticos? ¿Y si la humanidad hubiese destapado, al menos parcialmente, el velo que
oculta los horrores sin nombre de la mitología lovecraftiana? Busqué entonces un suceso
que hubiese pasado en la realidad y me pregunté cómo sería visto a través de esta lente
alteradora. Elegí así el horrible caso del Estrangulador de Boston y lo modifiqué para que
fuese una historia que respondiese las cuestiones que me había planteado. Con este
leitmotiv les presento El Estrangulador. Espero que sea de su agrado.

A. J. Dionisio
ajdionisiov@gmail.com

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El Estrangulador

―1. El viejo mundo se muere.―

El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen


los monstruos.

– Antonio Gramsci

...Las autoridades de Boston han continuado la búsqueda del pequeño Thomas


Symanski, de 7 años, desaparecido a la salida del colegio el pasado martes. El señor y la
señora Symanski se han mostrado muy compungidos y han lanzado un llamamiento de
ayuda a quien quiera que haya visto algo. Si usted tiene alguna pista del paradero del
pequeño Thomas, por favor, póngase en contacto con la policía...

El día estaba gris y plomizo. Las nubes formaban un espeso caparazón sobre los
rascacielos de Boston, brillantes por la lluvia que había azotado sin clemencia las calles
durante la noche anterior. George, sentado en su coche esperando a que el semáforo se
pusiese en verde, encendió el enésimo cigarrillo aquella mañana, mientras con una mano
ajustaba el espejo retrovisor de su Fairlane del 56. Apenas recordaba cuando había sido la
última vez que vio el sol lucir sobre las siempre húmedas calles de Boston. El cielo parecía
siempre estar a punto de desprenderse, con sus desgarrados y abotargados brazos de nubes
negras formando bucles y... y tentáculos. Miró hacia la calle. Un vendedor de perritos
calientes trataba de hacer negocio en la puerta de un edificio de oficinas. Aquel hombre era
una momia viviente, con su pellejo pegado a un montón de huesos de aspecto quebradizo.
¿Qué demonios le pasaba a un país que obligaba a trabajar a la gente hasta que caían
muertos? Lanzó una bocanada de humo y sonrió para si mismo con cierta ironía. Sería
interesante que alguien le respondiese qué demonios le pasa al país.
La luz se puso en verde y continuó su camino, hacia el sur. Había aparecido otra
víctima, y ya iban 4 en las últimas semanas. Todas muertas en casa, solas, y tras haber
sufrido una inenarrable violencia. Para cuando llegó al lugar del crimen una fina lllovizna
había empezado a caer. Un policía de aspecto bisoño, que se había dejado crecer el bigote
para parecer más adulto, se encargaba de parar los pies a la prensa, que lanzaba preguntas
y fotos a golpe de flash sobre la entrada de la vivienda de ladrillo rojo y sobre cualquiera
que pasase cerca. Algunas cayeron sobre George, pero resbalaron sobre él de la misma
manera que las gotitas de lluvia sobre su gabardina beige. Un par de árboles sin hojas
mostraban sus desnudos esqueletos a la prensa, junto con una farola, entre el cordón
policial y el discreto porche de entrada. Collins le estaba esperando, con su rostro
sonrosado e inflado y su labio inferior protuberante, como una berenjena.
– ¿Qué tal, Hampton? ―dijo, resollando. Siempre resollaba, como si le faltase el aire.
George había comprendido que sus pulmones se asfixiaban bajo las capas y capas de
grasa.

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El Estrangulador

– ¿Qué tenemos aquí? ―inquirió George, cruzando el umbral.


– Jane Sullivan, 67 años, estrangulada con sus medias.
– ¿Violada? ―George iba detrás de Collins. Había huellas de pies mojados en la
moqueta verde de la entrada. Varios policías iba de arriba a abajo, apuntando,
tomando medidas.
– Probablemente ―Collins se detuvo frente a la puerta del cuarto de baño. George
observó que la señora Sullivan, o lo que quedaba de ella, estaba metida en la bañera,
boca arriba. Su cara se encontraba bajo el grifo. Se acercó un poco más y la vio. La
putrefacción había hecho estragos en ella. Su piel estaba marchita, arrugada por
unos sitios y abultada por otros. El hedor era insoportable. Sus piernas estaban
abiertas obscenamente y solo llevaba un camisón mojado que estaba subido hasta
su cintura. Alrededor de su cuello sus medias se anudaban opresivamente. George
sintió una repugnancia súbita, pero no por el cuerpo que se descomponía en la
bañera, sino por quien hubiese sido capaz de hacerle eso. La contempló durante un
par de minutos. No era una imagen agradable, pero era incapaz de marcharse de allí
sin más. Era como si le estuviese faltando al respeto al verla tumbada y vejada sin
hacer nada. Pero no sabía cómo disculparse.
– ¿Habéis encontrado algo? ―George se volvió. Collins permanecía bajo el dintel del
cuarto de baño. Su enrojecido rostro se reflejaba en el espejo del cuarto de baño. Se
cubría el rostro con un pañuelo de tela blanco.
– Sí, ven ―Collins pareció contento de abandonar aquel lugar. El olor era repugnante.
No hay nada que posea un olor más penetrante que la carne podrida. Cuando la vida
deja el cuerpo, solo deja peste, pensó.
Collins guió a George hasta la cocina. Un tipo bajito, oriental, estaba de pie frente a
unas manchas de sangre resecas. Había un buen número de ellas en las losas de la cocina.
– La puerta no fue forzada ―explicó Collins―, como en los otros casos. No hay
ventanas rotas. Las habitaciones no están revueltas.
– ¿Es sangre de la víctima? ―George señaló con su grueso dedo las gotas del suelo.
– Posiblemente. No hay mucha sangre ―Collins bufó y se sentó en un taburete bajo
un reloj de cocina con dibujos de Pluto y Mickey Mouse―. Creemos que la mató
aquí y luego la arrastró hasta el cuarto de baño. No hemos encontrado el arma aún.
– ¿Cuanto lleva muerta?
– Un par de días.
George se dedicó a dar vueltas por la casa. Afuera había dejado de llover. La señora
Sullivan vivía en una segunda planta, pero hubiese sido relativamente sencillo llegar
usando la escalera de incendios. Se asomó a una ventana entreabierta y miró el cielo. Una
protrusión de nube negra, como un inmenso brazo, parecía estar cayendo sobre ellos.
Abrió la ventana completamente y salió afuera. Aquel tipo, fuese quien fuese, entraba y
salía sin dejar ni rastro. Debía de tener algún método para ganarse la confianza de sus
víctimas, porque en ninguno de los asesinatos, y ya llevaba al menos tres a sus espaldas,
había forzado ninguna entrada. Claro que en los tiempos que corrían, colarse en casa de
alguien sin usar violencia física no era un asunto demasiado complicados. Lo raro era que
en esta ocasión no había revuelto la casa. En las ocasiones anteriores las habitaciones
habían sido saqueadas, los cajones abiertos, los cuadros lanzados al suelo, como si un
tornado en miniatura hubiese campado a sus anchas por la casa. De hecho, el primer caso

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El Estrangulador

se tomó por un robo que se salió del plan. En esta ocasión todo había sido bastante
aséptico, salvo por la sangre. ¿Había tenido que huir antes de poder curiosear por la casa?
George respiró hondo, con la desesperada intención de llenarse los pulmones de
algo limpio. Tristemente, el perfume de la ciudad olía a pescado y a muerte. Se agachó y
contempló la baranda metálica de la escalera de incendios. ¿Qué demonios era eso? Había
una baba azulada, una gelatina formando grumos bajo el pasamanos de la escalera.
– Collins ―gritó, asomando su cabeza por la ventana―. ¿Puedes decirle a alguno de
tus chicos que venga a ver esto?

El Dinner's Corner, en la esquina de Cherry con Washington, estaba casi vacío a las
10 de la noche. Era un restaurante barato cerca de su casa. George solía cenar allí casi
todas las noches, casi siempre lo mismo. Unas ventanas amplias, con el nombre del
restaurante pintado en letras grandes y blancas, permitía ver las vacías y mojadas calles.
Un coche rojo estaba mal aparcado, con una rueda encima de la acera, frente a la mesa
donde George se había sentado en los últimos meses. Observó la clientela. Casi todas las
mesas estaban vacías a aquella hora. Los que permanecían a este lado del mostrador
parecían unos tipos al menos igual de tristes que él. Un hombre sorbía su sopa
ruidosamente dos mesas adelante. Su cara era delgada, con los huesos marcados en los
pómulos y una nariz que había sido rota en alguna ocasión. Sus ojillos vidriosos lo
delataban como un borracho habitual, o quizás un yonki. Otro tipo, mayor y con una barba
blanca irregularmente cortada, bebía una cerveza directamente del botellín sentado a la
barra. Se rascaba periódicamente el cuello, y bebía. Eso era lo único que parecía hacer.
– ¿Qué tal, George? ―Maude le saludó desde el expositor de bollos, donde un par de
rosquillas eran los únicos supervivientes del día. Maude tenía cincuenta años y sin
duda hace veinte habría sido si no una belleza, al menos una mujer capaz de poner a
muchos hombres a sus pies. Lamentablemente, el tiempo le había dado experiencia,
pero se lo había cobrado sobre su cuerpo. Su piel se plegaba alrededor de sus ojos
formando enormes surcos que corrían hasta las mejillas, como las cuencas de ríos
secos. Su cuello por contra se había destensado y su piel caía fláccida, salvo por dos
cuerdas que ataban su mandíbula con la clavícula. Sin embargo, ella se sentía aún
hermosa y, cuando había escapado las suficientes veces a la cocina para atacar la
botella de whisky barato que escondía en un cajón junto al fuego, no dudaba en
flirtear con los clientes. En más de una ocasión lo había hecho con George, y él la
había invitado en un par de ocasiones a tomar una última copa en su casa.
– Hola, Maude ―George reposó sus grandes manos sobre el mostrador de formica―.
¿Qué tal ha ido el día hoy?
– Bien, cariño ―Maude le ofreció un cigarro―. ¿Y que tal el tuyo? ¿Hay muchos malos
en las calles hoy?
George mostró una sonrisa gastada y asintió levemente, mientras se sentaba en el
taburete. Ella aprovechó la ocasión para ponerle una cerveza por delante.
– Muchos.
– Han dicho en las noticias de la tarde que ha aparecido otra mujer estrangulada.
– Sí. Así es, pero no estamos seguro de que sea el mismo tipo ―no supo si estaba
mintiendo o no.
– Dios Santo ―Maude lanzó una nube de humo desde sus labios coloreados―. Este

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El Estrangulador

mundo parece irse por el retrete. ¿Por qué alguien haría algo así, George? ¿Qué le
está pasando a la gente?
– No lo sé, Maude ―George encendió su cigarro con la lumbre que le ofreció ella―.
Eso mismo me pregunto todos los días ―bufó en un amago de sonrisa―. Aún
recuerdo cuando entré en el cuerpo. Me decía a mi mismo que con los años me haría
invulnerable al dolor y a la rabia y ¿sabes qué? Es cierto. Ya no siento dolor ni me
enfurezco, pero las preguntas siguen ahí ―señaló su frente con los dos dedos que
sujetaban el cigarro―, golpeando una y otra vez. Tengo miedo que algún día tiren la
pared abajo.
– ¡Oh, bueno, cariño! ―Maude forzó una sonrisa mientras trataba de alejar esos
pensamientos de su cabeza―. Por suerte, estás ahí para coger a los malos y meterlos
donde se merecen. ¡Pero deja ya de hablar de tu trabajo! ¿Qué va a ser hoy?
– Creo que tomaré lo mismo de siempre ―alguien había entrado y se había sentado en
el otro extremo del mostrador, un chico joven y despeinado.
– ¿No quieres probar el pastel de carne que ha hecho hoy Bud?
– No, ya he tenido demasiada carne por hoy ―dijo, y se levantó para sentarse en su
mesa preferida.
Sopa de tomate de primero y un emparedado de atún de segundo. Su cena. No había
otra, casi nunca la había. Llegar al Dinner's Corner era como llegar a puerto después de
una jornada en alta mar. De algún modo, aquel lugar casi vacío y lleno de caras conocidas
pero personas anónimas, le suponía un pilar de seguridad y tranquilidad. Charlas con
Maude, comer su cena, leer el las noticas deportivas. Se convertía en alguien normal
entonces y por unos minutos lograba olvidarse de la tormenta exterior.
Atún. Era curioso. Odíaba el pescado, menos el atún. Éste había formado parte de su
dieta durante años. La mayonesa salió goteando del pan sobre el plato. Afuera había
comenzado a llover y el agua emborronaba el mundo, dándole un aspecto torcido e
indeterminado. Se preguntó si el mundo sería mejor así, si eso cambiaba algo realmente.
¿Era el ojo el que daba el sentido a lo que se veía? ¿Podía entonces verlo todo desde una
perspectiva distinta? Y si era así, deformar la lente qué resultados tendría. Dudó que la
cosa fuese a emperorar. En cristal se reflejó la televisión en blanco y negro. George desvió
su atención del exterior, donde la lluvia repiqueteaba en los cristales. El presidente Ward
estaba hablando a la nación. Lo hacía todas las semanas desde que accedió al mandato.
Diez minutos explicando lo que sucedía al país, las buenas noticias, las malas noticias y la
esperanza. George hacía tiempo que había dejado eso atrás. Ward parecía un títere sin
dueño. El volumen del televisor estaba apagado y sólo se le veía mover los labios sin lanzar
ningún sonido. Todo hueco y vacío. Dudó que de poder escucharle hubiese sentido algo
distinto.

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El Estrangulador

―2. Miedo a lo desconocido ―

La más vieja, la más fuerte emoción experimentada por el ser humano es el miedo.
Y la forma más poderosa que se desprende de ese miedo es el miedo a lo desconocido.

– H. P. Lovecraft

– Estamos con la madre del pequeño Tom Symanski, que desapareció hace una
semana. Quería usted decir algo ¿verdad?
– Sí. ¡Por favor, quien tenga a mi hijo, por favor, por favor, déjelo ir! ¡Es un niño
pequeño! No tenemos dinero, pero le daremos todo lo que nos pida.

El ascensor le dejaría en la planta de homicidios. Se movía como una locomotora,


dando tumbos por el hueco y acompañado de un ruido de traqueteo constante, como si de
un momento a otro se fuese a poner a correr por la vía soltando silbidos de vapor. Los
rostros de las personas que veía todos los días eran iguales, como si formasen parte del
paisaje, como el monte Rushmore. Se detuvo un momento para saludar a un par de
compañeros. George no tenía muchos amigos. De hecho, no estaba seguro de tener amigos.
Pero había un grupo de gente con la que a veces jugaba a las cartas, o con las que charlaba
de cosas intrascendentes, o con las que compartía un café, un cigarro o una copa. Sin
embargo, estaba seguro de no conocerlos, y de que ellos no le conocían y así era mejor. Por
fuera poseían una pintura que no era nociva, que no era desagradable, pero seguro que
todos apestaban en el fondo. O él apestaba y no quería que los demás le oliesen demasiado
cerca.
Cuando llegó a su mesa, desordenada, sin decoración, con un montón de papeles
junto a un flexo viejo y un cubilete metálico con varios bolígrafos gastados, George observó
que la puerta del despacho del capitán estaba cerrada. Se sentó en su silla, que crujió
exigiendo una jubilación, aún con la gabardina puesta y dejó el sombrero sobre la pila de
papeles. Iba a llamar a Collins cuando el capitán le llamó a su despacho. No había muchas
mesas hasta llegar hata allí, pero si formaban un pasillo tortuoso. Los rostros le miraron
ceñudos desde detrás de los escritorios, como quienes están a punto de darte una mala
noticia, o como los que saben que te van a dar una mala noticia. ¿Y ese olor?
– Sargento Hampton ―el capitán, un viejo barrigudo con una enorme mancha de
nacimiento en la mejilla le indicó que pasase con sus dedos cortos y rechonchos.
El interior del despacho estaba cubierto de una moqueta beige que había sido
cambiada el verano pasado y una ventana, ahora cerrada, daba a una estrecha vista de la
calle. Había recuerdos colgados de la pared, como si el viejo capitán tratase de aferrarse a
ellos para no olvidar quien era o qué era. Placas conmemorativas, recortes de prensa
enmacarcados, fotos oficiales con personalidades y una pequeña vitrina con fotos

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El Estrangulador

personales y unos cuantos trofeos. George siempre se fijaba en el trofeo de pesca, un siluro
retorcido al extremo de un palo metálico que había perdido bastante el lustre. Era como si
aquel pez aún estuviese vivo y se debatiese clavado en aquella vara. Y olía a pescado. Vio la
fuente de aquel olor y se quedó parado, muy recto, donde estaba, a un par de pasos de la
puerta.
– Sargento, este es el agente especial Scott, del FBI.
Scott debía de ser más alto que él, pero se encontraba encorvado, mostrando una
enorme joroba en su chaqueta negra. La cabeza colgaba una cuarta por debajo de la
barbilla de George, pero estaba seguro que de erguirse, sería la suya la que le sacase una
cuarta al menos. Y era enorme, negra y brillante. Parecía cubierta de una fina película de
aceite y, según le daba la luz, brillaba iridisada como un charco de gasolina. Aquellos
enormes ojos saltones le miraron sin parpadear, sin hacer ningún gesto. Simplemente,
estabana ahí y sin duda le observaban. Su boca, un enorme tajo a lo largo de su rostro,
carecía de labios y se torcía arriba y abajo, como si a la letra M la cogiesen por sus patas y
estirasen a ambos lados. Justo una cuarta por debajo de su boca, un dedo por encima del
dilatado cuello blanco de su camina, unas branquias se movían como papel en pegado al
protector de un ventilador.
Scott levantó una de sus grotescamente largas manos y se la tendió a George. Sus
dedos eran largos y parecían torcese por donde no había falanges para ello. Entre ellos
crecía una membrana traslúcida llena de diminutas venas. George miró la mano durante
más tiempo del que hubiese sido cortés y oyó cerrar a su capitán la puerta. Luego, apretó la
mano de aquel ser, un contacto leve y tenso.
– El agente especial Scott viene para ayudarnos con el tema del estrangulador.
– No creo que necesitemos ayuda ―el capitán les invitó a sentarse. George estuvo
tentado de largarse en ese mismo momento. Aquel olor le estaba penetrando hasta
el cerebro. ¿Es que nadie más lo olía? Le revolvía el estómago, tanto como la
sensación grasienta que le había dejado en la mano el contacto con él.
– Yo creo que sí ―Scott habló y su voz parecía salir de muy dentro de aquel abombado
torso, una voz grave y pausada―. Ayer encontró usted unos restos en la casa de la
última víctima.
– ¿La gelatina? ―George preguntó al capitán.
– Así es, Hampton. Los chicos del laboratoriotrataron de analizarla, pero a poco que
empezaron a trabajar sobre ella se descompuso y aparecieron unos gusanos blancos
y diminutos. El agente Scott es de la Oficina para la Investigación de Crímenes
Relacionados con las Ciencias Ocultas.
– ¿Quiere decir que el estrangulador es uno de ellos? ―George torció el gesto.
– No sabemos quien es el estrangulador aún ―replicó Scott―, pero creemos que
podemos ayudarles. En caso de que se trate de una actividad relacionada con las CO
podremos ofrecerle el mejor modo de actuar ante ella. Nuestro objetivo es que no se
propague esta situación.
– Ya veo ―George se retrepó en la silla, incómodo.
– Hampton, el agente Scott necesita ver el lugar del crimen. Usted va a acompañarlo.
Todos queremos echarle el guante al estrangulador ―el capitán pareció temblar
durante un instante―, y si el Bureau nos puede ayudar no vamos a rechazar su
ayuda.

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El Estrangulador

– ¿Quiere que le acompañe? ―George no daba crédito a lo que acababa de oír. Él y


eso en el mismo sitio―. No...
– Sí, maldita sea. Deje ya de ponerme trabas, ya estoy bastante presionado. Vaya a esa
maldita casa y enséñele el lugar del crimen al agente Scott, demonios.

George abrió violentamente la ventanilla del coche. Scott olía como si hubiese
estado nadando en una piscifactoría durante todo el día. Olía a lo que era. Era un pescado,
un pescado andante, aceitoso, escamoso y maloliente. No había elegido por supuesto su
coche para llevarle. No quería que su fetidez se filtrase indeleble en las fibras de su Ford.
Era evidente que Scott se había dado cuenta de su incomodidad, de su repulsión, pero no
había dicho ni hecho nada. Simplmente estaba ahí, sentado con su enorme e inexpresiva
cabeza de besugo, con una mano sobre su regazo y la otra cogida de la anilla de la puerta.
George condujo a bastante velocidad hasta que vio el edificio de ladrillos rojos en el
435 de Columbia Road. El cielo seguía gris y arremolinado sobre sus cabezas y corría un
frio viento del este que traía la humedad del mar hacia el interior, meciendo en su camino
las ramas más finas de los árboles pelados de la entrada.
Tardó unos segunod en encontrar el interruptor de la luz. Las ventanas estaban
cerradas y la oscuridad del día afuera apenas traía iluminación al interior de la casa donde
vivió y murió la señora Sullivan. Una chispa en el interruptor precedió a la luz de la
lámpara de la entrada. Scott entró tras él, observando la habitación con sus enormes y
protuberantes ojos. George se apartó a un lado, vigilando con disgusto los movimientos de
aquel ser. Era increible que sus enemigos, aquellos que habían causado tantas muertes
humanas durante la guerra, estuviesen entre ellos ahora, como miembros de una sociedad
a la que amenazaron y estuvieron apunto de derrumbar. Sin quererlo dejó escapar un
chasquido de disgusto.
– ¿Dónde se encontró el cadáver?
– En la bañera ―contestó lacónicamente―. Supongo que ha leído el informe.
– Sí ―Scott giró su enorme cabeza en un ángulo extraño―. He leído los informes. El
cuarto de baño se encuentra entonces...
– Creí que ustedes lo sabrían ―masculló―. Por ahí.
Mientras George permanecía en el vano de la puerta, apoyando su hombro derecho
contra la jamba blanca, como ayer estaba Collins, Scott se asomó a la bañera. Aún
permanecía en el aire el olor a podredumbre y podían apreciarse manchas ennegrecidas en
su lustrosa superficie. Pero el aire era más fétido por su culpa. Aquel monstruo se encorvó
como si su espina dorsal fuese de gelatina. Estaba a la vez en pie y con el torso hundido en
donde se encontraron los restos mortales de la señora Sullivan, urgando con sus grasientas
manos. George notó como su furia crecía y se sintió de pronto con ganas de golpear algo.
Pensó que era mejor darse la vuelta. Aún recordaba los tiempos de la guerra. Apenas
acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial cuando sucedió. Nadie sospechaba que
los mares hervían con una vida inane y perversa, que bajo las olas medraban especies
nocivas como ellos. Se les llamó los profundos, un nombre poco imaginativo ciertamente,
aunque George prefería nombrarlos de otra manera: Los pescados. ¿Acaso no lo eran?
Branquias, escamas y esa textura grasienta...
– Teniente Hampton.
George se sorprendió de verlo parado justo detrás de él. No lo había oído.

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El Estrangulador

– ¿Ha encontrado algo que se nos haya pasado por alto?


– En el informe dice que usted encontró una baba azul que luego en el laboratorio se
convirtió en gusanos.
– Eso dice.
– ¿Me puede indicar el punto donde la encontró?
George anduvo hasta la cocina con Scott siguiéndole. Señaló una ventana, justo al
lado de la pileta, donde un plato con restos permanecía silenciosamente recibiendo gota
tras gota del grifo mal cerrado.
– En ninguna de las casas de las víctimas se apreció que se forzara la entrada ―Scott
parecía pensar en voz alta.
– Eso nos ha hecho pensar que de algún modo el asesino conocía a las víctimas o que
dispone de algún medio para ganarse su confianza ―George se agachó un poco para
mirar a través de la ventana. La escalera de incendios se recortaba sobre el telón
manchado y borroso del cielo sobre Boston―. Lo encontré ahí fuera, en la escalera
de incendios. Estaba en el posamanos ―George lo encaró.
– Muy bien ―la grave voz de Scott carecía casi por completo de inflexión alguna. Era
como hablar con una máquina.
Scott observó por la ventana, como si midiese sus proporciones. George ya lo había
hecho ayer. A él no le fue difícil poner el pie en el alféizar y llegar al otro lado. Una persona
con una forma física aceptable podía hacerlo sin dificultad. Luego, el profundo metió la
mano en su chaqueta, extrayendo lo que parecía una tabaquera de plata, con un extraño
símbolo grabado sobre ella.
– ¿Puede usted apartarse a un lado? ―Scott parpadeó lentamente, mientras abría la
caja. En su interior había un par de bolsas de tela, una diminuta cucharilla y un tubo
metálico, del tamaño de un pitillo.
– ¿Qué es eso?
Scott depositó una de las bolsitas sobre la encimera y tomó la cucharilla metálica.
– Polvo de Ibn―Ghazi ―contestó, mientras parecía calcular con detenimiento la
cantidad exacta que debía extraer de la bolsa. Por fin pareció contento. Colocó con
delicadeza la cucharilla delante de sus labios―. Permite ver lo invisble.
– Ciencias Ocultas ―George hizo una mueca.
– ¿También le disgusta? ―Scott tomó aire a través de sus branquias, que se alzaron y
temblaron como largos tajos alrededor de su cuello. Sopló.
El polvo blanco se suspendió en el aire, como si el tiempo se detuviese para él.
Luego comenzó a caer con suavidad, más gracil y lentamente que una pluma. A George no
le gustaban aquellas cosas. Escapaban a su capacidad de raciocinio y no se sentía cómodo
delante de embrujos y ungüentos. Había asistido a un par de cursos impartidos por la
policía de cómo reconocer y actuar en esos casos, pero era la primera vez que lo veía en
vivo.
El polvo siguió cayendo, y de pronto pudo ver una marca rojiza, apenas perceptible,
flotando en el aire. Era como si el propio espacio tuviese un arañazo. Aquella herida
flotante, etérea, no medía más de quince centímetros, y era muy delgada. Pudo ver
entonces que de ella surgían dos cortes más, uno que apuntaba al interior de la casa y se
desvanecía a unos pocos centímetros de su cara, y otro que salía por la ventana. Notó como
se le aceleraba el pulso. La imagen se desvaneció.

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El Estrangulador

– ¿Qué ha visto? ―preguntó Scott.


– Una mancha rojiza, como un tajo, aquí ―se sintió algo estúpido señalando el aire
vacío―. Tenía dos ramas. Una iba al interior de la casa y la otra hacia la ventana.
Scott asintió ligeramente, como si le hubiese confirmado alguna idea.
– ¿Qué ha sido todo esto?
– El polvo de Ibn Ghazi permite ver lo invisible. Hay cosas que dejan rastros. Y lo que
quiera que estuvo aquí tenía uno. Pero es demasiado débil. Ha pasado mucho
tiempo.
– Entonces ¿Tiene algo?
– No, no todavía. Pero quienquiera que estuvo aquí no era un ser normal.
– Se refiere usted a esos seres normales que van dejando muestras de babas que se
vuelven gusanos ¿no?
Scott se irguió y lanzó un graznido. George supuso que le había hecho gracia.

Para fastidio de George, Scott se llevó buena parte de la mañana haciendo cosas
extrañas dentro de la casa. Lo más normal que había hecho había sido soplar aquel polvo.
Él había ido a tomarse un café y este era el cuarto cigarro que encendía desde que le llevó a
allí. Había quedado patente que no le era de ninguna utilidad y cuanto más tiempo
estuviese alejado de él más contento estaría George. En el momento que salió de la casa
Scott, George estaba sentado en el coche de policía. Había abierto bien las ventanas para
que se fuese el olor a pescado.
Scott entró en el coche.
– ¿Podemos ir al tanatorio? Me gustaría ver el cadáver de la señora Sullivan.
George bufó. Se había convertido en un maldito chófer. Estuvo tentado de
preguntarle en más de una ocasión si había visto algo nuevo allí, pero no se sentía
demasiado predispuesto a entablar una conversación con él, de modo que las
oportunidades se fueron agotando hasta que llegaron al tanatorio forense.
El cuerpo de la señora Sullivan no había mejorado desde ayer. Su cara estaba
arrugada y ennegrecida. Había varios abultamientos en su piel y George tuvo la
perturbadora imagen de un pastel reventando dentro de un horno. ¿Esto es lo que queda
de nosotros después de que morimos? No era una espectativa demasiado halagüeña.
Sonrió pensando que quizás dejamos lo mejor de nosotros mismos atrás cuando morimos.
Quizás esa peste, esa lividez y esas marcas infladas es lo que somos al fin y al cabo, y lo
demás son solo adornos.
Scott por su parte examinó el cadáver con más minuciosidad y, probablemente, con
un conocimiento más erudito. George no tuvo duda de sus conocimientos sobre la
anatomía humana. Tal y como un ornitólogo lo tiene de las aves.
– ¿Se ha encontrado semen en la víctima?
– No hemos encontrado nada ―el forense, un tipo anodino con gafas de culo de vaso
sostenía el informe frente a él, evidentemente intimidado por la presencia de
Scott―. El cadáver estaba en bastante mal estado de conservación.
– Las otras víctimas fueron violadas ―afirmó George―, pero no se encontró semen en
ninguna de ellas. Lo único extraño en este caso ha sido que no se ha revuelto la casa.
Bueno, eso y usted.
Ante el pasmo de George, Scott introdujo sus dedos en la vagina de la señora

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El Estrangulador

Sullivan. Lo agarró del hombro y lo hizo girar hacia sí. Intentó descifrar la inexpresiva
mirada de aquellos ojos icteos. Scott se irguió, tan alto como era.
– ¿Qué demonios piensa que está haciendo? ―gotitas de saliva escaparon de sus
labios furiosos.
– Examinando el cadáver ―contestó con frialdad Scott―. ¿Qué está haciendo usted?
George lo observó con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos, respirando
pesada pero enérgicamente. Sin saber que contestar se debilitó, bajó sus hombros y soltó a
Scott, que no se había movido un ápice. Salió dando un portazo.
El agente Scott del FBI salió cinco minutos después. George estaba fumando junto a
una ventana enrejada que daba al interior de lo que parecía un aula vacía. La cenicienta luz
del día entraba rajada a través de las persianas venecianas.
– Hay gusanos en su vagina ―comentó como si nada hubises pasado dentro de la
morgue―. Me gustaría pedir la exhumación de los restos de las otras tres víctimas y
querría que el cadáver de la señora Sullivan permaneciese sin enterrar hasta que
avancemos un poco más.
George dio una larga calada al cigarro, sintiendo como el humo bajaba por sus
entrañas, ardiente. Otra larga calada más antes de tirar el cigarro y aplastarlo con la punta
del zapato.
– Eso requerirá una orden judicial ―George entornó los ojos―. Vayamos a la
comisaría.

Una copa más. Una más y se iría a casa. La botella de Four Roses estaba casi
agotada. El local se había vuelto más oscuro a cada vaso que vaciaba. Ahora no se sentía
mejor y, en su efervescencia ebria, volvía una y otra vez a los mismos pensamientos. Llenó
el vaso. Al fondo alguien había puesto en marcha la máquina de discos y Bob Dylan sonaba
con The times they are changin’ . Se rió secamente.

...and admit that the waters


Around you have grown...

Dio un trago. El bourbon se amargaba en cuanto tocaba sus labios. Todo lo hacía. La
vida carecía de sentido.

...and accept it that soon


You’ll be drenched to the bone...

¿Era él la pieza que sobraba? El mundo parecía haberse puesto en marcha y


abandonado la estación sin que nadie le avisase. Ahora él estaba parado en el andén, solo y
sin saber qué hacer. Eso era. Era un hombre adulto, solo y que no comprendía lo que
sucedía a su alrededor. Los enemigos ahora son amigos. Puede que lo entienda para los
alemanes. Puede que lo entienda para los japoneses. Pero los malditos pescados...

...then you better start Swimmin’


Or you’ll sink like a stone...

Ahora aquellos monstruos vivían a su alrededor. El mundo se había roto, eso era. Y

13
El Estrangulador

flotaba en pedacitos muy pequeños mientras él se hundía como una piedra. Al fondo, al
fondo. Quizás no fuese una mala idea.
– George ―dijo una voz. George levantó sus ojos vidriosos.
– ¿Capitán? ―croó George.
El capitán se sentó frente a él. Pidió un vaso.
– ¿Hay algo que tratas de ahogar, hijo?
– Intento flotar... ―dijo, tendiéndole la botella―. Intento flotar.
El capitán Murdock se llenó el vaso y torció la comisura izquierda hacia arriba en un
gesto característico suyo, mientras hacía girar el vaso entre sus atocinados dedos.
– Todos tratamos de flotar, George ―el capitán buscó los entojecidos ojos del
teniente, con sus pupilas dilatadas―. Todo esto es muy raro, para todos, pero es
nuestro mundo.
– No, no lo es. El mio no. Mi mundo no tiene monstruos...
– Sí lo tiene. ¿Crees que los monstruos tienen una piel que les distingue? ¿Son las
escamas? Maldita sea, George. Tú has vivido la Segunda Guerra Mundial... sabes
qué horrores lanzamos al mundo los propios seres humanos, contra nosotros
mismos. Millones murieron en Europa...
– Millones han muerto aquí, capitán ―George se recostó sobre el asiento―. Millones
por su culpa. Nos comían y nos masacraban.
– Era la guerra. Nosotros lo hacíamos con ellos.
– Y entonces llega ese presidente Ward con su tratado de paz y nos pone a cuatro
patas delante del enemigo. Nos vendió ―había alzado la voz y se dio cuenta. Habló
entonces con los dientes apretados―. Ward se cagó en los millones que murieron
defendiendo este país y esta bandera. Vendió a nuestros muertos y nos vendió a
nosotros, y ahora tenemos que vivir con la vergüenza y el odio... ahora vemos al
enemigo caminando entre nosotros como si nada hubiese ocurrido. Si a los demás
no les importa, a mi sí, joder ―George metió la mano en su chaqueta y extrajo su
pistola. El capitán se le quedó mirando alarmado. George la examinaba, como si
decidiese qué hacer con ella.
– George, por favor, deja...
– Mírela ―la soltó sobre la mesa―. Aún recuerdo los días en los que se podían llevar
calibres normales ―bizqueó tratando de enfocar la pistola, con dos cañones, que
brillaba lustrosa y negra sobre la mesa―. Antes de la guerra ni siquiera sabía qué
demonios era el teflón.
El capitán la observó sin tocarla. Una pistola reglamentaria de la policía. Dos
cañones del calibre 50 con munición penetrante. Esas balas eran capaces de atravesar un
chaleco antibalas como si fuese papel de fumar. Y a veces no servían de nada con las cosas
que rondaban ahí fuera. Era normal que Hampton se encontrase así, pensó. La mayoría de
la gente reaccionaba como si nada hubiese ocurrido, como si vivir con esos seres alrededor
fuese lo más normal del mundo. Seguían yendo al supermercado, a trabajar, cogían los
autobuses por las mañanas, llevaban a sus hijos a los colegios, iban a pescar los fines de
semana. Pero lo cierto es que el mundo se había roto. Nada era como hace treinta años. Las
revelaciones que se hicieron durante la última guerra habían quebrado la cordura humana,
distorsionado su razón y corrompido su corazón. Ahora todos eran fantasmas encerrados
en las rutinas normales, tratando de dar una apariencia de normalidad, pese a que afuera

14
El Estrangulador

el velo que ocultaba los tenebrosos horrores sin nombre había caído, revelando una verdad
superior y horripilante. Pero él no podía culparles. Es normal que todo el mundo quisiese
escapar hacia algún lado, recuperarse de todo, creer que el sol saldría al día siguiente. Y eso
era lo terrible. El sol seguiría saliendo cada día, indiferente de los monstruos que ahora
caminaban bajo su luz.
– Bueno, George ―el capitán buscó su mirada―. Es hora de irse a casa. Mañana será
un nuevo día. Si quieres, pásate por mi despacho y hablamos. Esto lo pago yo.

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El Estrangulador

―3. La muerte es el único dios que acude cuando lo llamas―

Sé también que la muerte es el único dios que acude cuando lo llamas.

– Roger Zelazny, “24 Vistas del Monte Fuji, por Hokusai”

La policía de Boston, con la ayuda de las fuerzas especiales, ha comenzado un


registro de los barrios sumergidos de la costa de Boston. Las esperanzas de encontrar a
Thomas Symanski, el niño humano desaparecido en su colegio, se reducen drásticamente
con cada día que pasa.

Dolor. Un dolor punzante, que cruza desde la parte superior del cráneo hasta el
cuello y se extiende por los hombros. Es como si un pequeño árbol hubiese decidido hundir
sus afiladas raíces llenas de espinas en su cerebro. George se despertó mirando al techo. La
luz entraba por las rendijas de la ventana entreabierta de su dormitorio. El techo estaba
cubierto con manchas de humedad. Las esquinas habían sido nidos de arañas, pero ya ni
siquiera ellas querían seguir viviendo allí. Tragó saliva y notó la garganta seca y dolorida.
Afuera la lluvia caía con una fuerza inusitada, arrancando sonidos metálicos de las tuberías
que adornaban el exterior del edificio. Se irguió en la cama, multiplicando el dolor de su
cabeza. El cerebro parecía estar suelto dentro del craneo. Demasiado bourbon anoche.
Demasiados pensamientos. Miró la hora de su despertador y se fue, dando tumbos, hasta
la ducha.

Llegar a la comisaría fue un infierno. Cada vez que llovía las calles se llenaban de
tráfico, denso y oneroso, como la sangre que fluía, lentamente, espesa, por su cuerpo. Se
acercó al despacho del capitán cuando hubo llegado, después de dejar su empapada
gabardina formando un charco en el perchero. Se alisó el pelo y llamó a la puerta con una
lámina de cristal esmerilado con el nombre del capitán en letras negras.
– Buenos días, sargento Hampton ―el capitán le miró desde detrás de sus gafas
gruesas. Estaba rellenando unos papeles que tenía sobre el escritorio.
– Capitán, con respecto a lo de ayer...
– No pasa nada ―hizo un gesto con la mano, como si espantase una nube de moscas.
– Gracias de todos modos. Por cierto, ¿Cómo me encontró?
– Dave llamó a la comisaría preguntando por alguien que te llevase a casa. Dijo que
habías bebido demasiado y que alguien tendría que conducir por tí.
George se miró la suela de los zapatos. No estaba avergonzado. Estaba triste. La
comisaría. Eso era lo único que le ataba con el mundo. No había nadie más para él fuera de
ella.
– Por cierto, sargento ―el capitán respiró hondo―. El agente especial Scott está
esperándole en la sala de descanso.

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El Estrangulador

George asintió y cerró la puerta.


Scott estaba sentado con los brazos sobre el regazo, embutido en su traje negro, en
el sofá de la sala de descanso. Un tablón de anuncios donde algunos papeles viejos
colgando. Una cafetera, una mesa con varias sillas de diferente tipo, un sofá al lado de una
mesa más pequeña que tenía una radio bastante antigua encima, enmendada con cinta
aislante para que conservase su integridad, y varios ceniceros llenos de colillas. En ese
ambiente se encontraba totalmente fuera de lugar aquel pez en traje de chaqueta. A George
le produjo la misma sensación que ese cuadro de los perros jugando al póker. Era algo
siniestro.
Scott parpadeó un par de veces y luego orientó su cabeza hacia él.
– Buenos días, sargento ―Scott se puso en pie.
– Buenos días ―George desvió la mirada.
– Ayer por la noche estuve realizando varias investigaciones. He encontrado una pista
que sería interesante seguir.
– ¿No duerme usted nunca? ―la voz de George fue un poco más ácida de lo que
deseaba.
– No tenemos los mismos ritmos circadianos que los humanos, pero sí duermo.
George no entendió lo que quiso decirle completamente, pero no quería preguntar
más. Se rascó detrás de la oreja.
– Dígame ¿Qué pista tiene?
– Mantuve un par de conversaciones con gente poco deseable. Ellos me indicaron
donde podía encontrar a alguien bien informado de todo lo que oficialmente no pasa
en Boston.
– ¿Y donde podemos encontrar a ese alguien?
– En el Barrio Sumergido.
Si George no fuese desconocedor de la anatomía de los profundos, hubiese jurado
que Scott había sonreído al decir eso.
– El juez ha firmado también los papeles para la exhumación de los cuerpos de las
anteriores víctimas ―añadió―. Iremos ahí en primer lugar.

Cuando Hampton detuvo el Pointiac del departamento frente a la muralla que


delimitaba el cementerio, había comenzado a llover de nuevo con bastante fuerza. Las
gotas de agua, enormes, golpeaban el cristal y la carrocería, provocando una percusión
ensordecedora. Más allá de la pequeña tapia había una alta hilera de cedros cuyas hojas
estaban perladas por la tormenta.
– Será mejor que esperemos a que escampe un poco ―sugirió George, soltando el
volante para encederse un cigarrillo. Observó de soslayo a Scott, que estaba en esa
pose erecta y antinatural, como si fuese un muñeco de cera.
George lanzó una larga bocanada de humo, con la intensa esperanza de cambiar el
olor predominante dentro del coche. Estaba seguro de que si no se esforzaba, acabaría
apestando a pescado durante una semana. Mientras tanto, algo incómodo por la situación,
contemplaba tratando de evadirse, los predecibles riachuelos que formaban la lluvia al
resbalar por los cristales. Era curioso ver como la lluvia seguía siempre el mismo curso,
casi predestinado, por el parabrisas. Era como si, una vez las primeras gotas pioneras
hubiesen abierto el camino, las demás, demasiado abúlicas para buscarse el propio, se

17
El Estrangulador

limitasen a seguir el trazado, una y otra vez, acabando todas por toparse de lleno con el
limpiaparabrisas. George trató d ebuscar algún simil con las personas, pero le dolía
demasiado la cabeza para ello.
– No me ha ofrecido un cigarro ―observó quédamente Scott, sin moverse, hasta tal
punto que George se preguntó si realmente había dicho algo.
– ¿Perdón?
– He dicho que no me ha ofrecido un cigarro ―algo se movió en los enormes y
abultados ojos de Scott, como si una de sus pupilas le estuviese mirando de lleno
ahora.
– Eh... ―George tartamudeó confuso―. No sabía que fumaba... ―sacó el arrugado
paquete de tabaco del bolsillo de su gabardina.
– No fumo ―la cabeza de Scott se orientó hacia él―. Pero usted no lo sabía, y aún así
no me ha ofrecido.
George bufó y en su rostro sin afeitar se dibujó una sonrisa cínica.
– Lo siento, agente especial Scott ―dijo, marcando con sorna cada una de las palabras
que salían de su boca―. No quería incomodarle. Le ruego que acepte mis disculpas.
El rostro de Scott era como una máscara. George era incapaz de distinguir ningún
rasgo en él que le indicase si aquel monstruo estaba irritado o no. Inconscientemente,
apretó la culata de su pistola con su propio brazo, como si quisiese recordar que aún estaba
dentro de su funda sobaquera. Tragó saliva.
– No le gusto ―Scott abrió su ictea boca lentamente y el sonido grave de su voz escapó
de sus escasos labios como un tronar lejano.
– Buena intuición. Supongo que por algo ha llegado usted a agente especial ¿no?
―George no dejaba de sentirse más y más inquieto dentro del coche. Se movió
nerviosamente en su sillón.
– Sólo quiero que sepa que comprendo su antagonismo hacia mi, pero quiero
recordarle que estamos en el mismo bando.
– ¡Oh, no! ―George dió un golpe con su mano en el volante―. No se crea que porque
trabaja usted para el gobierno eso le convierte en... en...
– ¿En humano?
– ¡Sí, maldita sea! ―George se estaba acalorando y se enojaba aún más al ver la
impasibilidad de Scott, frio y exánime, como un pescado muerto.
– No soy humano. Nadie dijo que lo fuera. Sólo le digo que estamos en el mismo
bando, luchamos por lo mismo. La guerra ya terminó, teniente.
– Quizás para usted, Scott ―gritó George, lanzando hilillos de saliva―. Quizás para los
suyos. Pero cláramente hubo vencedores y vencidos en esa guerra, y muchos
muertos, y que ustedes anden tranquilamente ahora por nuestras calles me ofende
personalmente.
Scott pareció contemplarle sin inmutarse. Sus ojos saltones no dejaban entrever
ninguna emoción, su tono monocorde no indicaba ningún sentimiento. ¿Por qué seguir
discutiendo con él?
– Todos perdimos en esa guerra, teniente Hampton.
– ¿Ustedes perdieron? Dios, ¡Las Vegas es la Costa Oeste ahora mismo! ¿Sabe cuantos
millones murieron en la Batalla del Pacífico, por el amor de Dios?

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El Estrangulador

– Fueron ustedes los que colocaron aquellos ingenios nucleares en la Falla de San
Andrés. Eso mató a millones de Profundos.
– ¡Porque estábamos perdiendo la guerra! ¡Ustedes y su brujería! ―escupió la última
palabra como si fuese veneno que le hubiese estado ardiendo en las tripas.
– No puede juzgarnos a todos por lo que hacen nuestros gobernantes. Yo no estaba de
acuerdo con todo lo que se hizo, como supongo que usted no lo estuvo con el hecho
de hundir California bajo el mar.
– ¡No me hable así, no se excuse en eso! ―George sacó la pistola de su funda y la
colocó a escasos centímetros de la cara de Scott―. ¡Mi hermano murió por vuestra
culpa! ―el dedo le tembló en el gatillo, pero Scott no estaba preocupado, o al menos
no se apreciaba ningún gesto de preocupación en su rostro.
– Ustedes empezaron la guerra... ―la voz de Scott pareció fluctuar un poco―. No tiene
derecho a quejarse, Hampton ―agarró el cañón de la pistola con la mano―.
Recuerde Enewetak...
George respiraba entrecortadamente, y su corazón parecía apunto de estallar bajo la
camisa. Bajó temblorosamente la pistola y miró al volante del coche. Casi había dejado de
llover. Las gotas, ahora libres de la presión de las que venían detrás, caían por el parabrisas
formando dibujos más eclécticos y variados. Respiró hondo en un par de ocasiones más y
encaró de nuevo a Scott, que parecía de algún modo aliviado.
– Siento haberle apuntado ―George habló con voz sorprendentemente grave―. No
tengo excusa. Si quiere presentar una queja ante mi superior...
– No quiero presentar ninguna queja, teniente. Sólo quiero saber si estará a mi lado
cuando llegue el momento. Quiero que distinga usted con claridad quienes son ellos
y quienes somos nosotros ahora. No se deje engañar por la piel, por favor, o
estaremos todos en un aprieto.
George no supo que decir, ni a que se refería Scott con aquello. Agradeció
internamente que no presentase una queja a su capitán, aunque no estaba del todo
contento con deberle nada a él. Por mucho que lo pensase, por muchos argumentos que
pudiese poner encima de la mesa, ni siquiera Enewetak podía hacerle cambiar de opinión.
Scott, aquel pescado, no era uno de los suyos. Los suyos no tenían branquias ni escamas.

Un agente del juzgado estaba allí, cubriendose con un paraguas pese a que ya había
dejado de llover. Su rostro alargado y su piel pálida hubiesen conseguido que lo
confundiese con alguna de las estatuas del cementerio, de no ser por sus gruesas gafas.
Los trabajadores estaban sacando el féretro del boquete practicado en la tierra
húmeda. Un montón de tierra se encontraba a un lado y en él se podían apreciar los surcos
y las huellas de la lluvia, como si fuesen marcas de balas que no hubiesen conseguido
penetrar del todo. La señora Slesers, la primera víctima, había muerto hacía poco más de
dos meses. George había leído el informe del forense decenas de veces. Cincuenta y cinco
años, divorciada, de origen letón, violada con un objeto desconocido y estrangulada con el
cinturón de su bata. Había visto sus fotos en innumerables ocasiones, y ahora estaba allí
para perturbar su descanso... Miró alrededor. Scott estaba de pie, con las manos a los lados
de su torso abombado, mirando el boquete. El funcionario judicial parecía más interesado
en terminar con los trámites que con cualquier otra cosa.
La señora Slesers había sido enterrada en el cementerio de Cedar Grove, en

19
El Estrangulador

Dorchester. En su tumba podía leerse su nombre, en bajorrelieve sobre el granito, y su


fecha de nacimiento y muerte. Nada más. Desde aquel sitio podía verse un
apelotonamiento de cedros, grandes y viejos, que ocultaban parcialmente un lago que
ahora lucía como un espejo, reflejando las nubes que corrían distraídamente por el cielo.
El sonido del ataud al ser alzado y puesto sobre la hierba mojada lo sacó de sus
cabilaciones. Era un ataud sencillo. La señora Slesers había sido una modesta costurera y
eso era lo único que el esfuerzo de una vida había podido pagarle, una triste caja de madera
apenas sin adornos. Un crucifijo de latón, deslustrado por la tierra en la que había estado
oculto, estaba además hendido por el golpe descuidado de una de las palas.
– La señora Slesers lleva muerta dos meses y medio ―Scott señaló el ataud―. No va a
ser un espectáculo agradable.
La confirmación llegó a los empleados del cementerio con un gesto del agente
judicial. El ataud se abrió con un crugido. Nada en el mundo hubiese podido preparar a
George para lo que se ocultaba y se arrastraba bajo la tapa de madera. El olor casi llegó
antes, un olor mefítico y nausabundo que exhaló el ataud, como el aliento contenido
durante siglos de una boca putrefacta. Dentro de la caja un manto de gusanos pervertía el
tapizado interior de seda artificial. Se trataba de una densa masa de enormes gusanos
blancos, gruesos como los dedos de las mano, que palpitaban como si fuese un único ser
vivo. Durante unos segundos, George creyó ver que aquella masa informe adoptaba una
forma humanoide, definiendo unos brazos y una piernas, y una cabeza, donde apareció una
boca entre la vibrante capa de gusanos, una boca que sonrió en una horrible mueca
sardónica. George se quedó paralizado, porque aquella masa de gusanos, o aquel ser
formado de ellas, parecía apunto de levantarse del ataud, y por un momento George pensó
horrorizado que iba a salir corriendo de allí y se preguntó que podrían hacer sus balas
perforantes a eso. Pero no fue así. En medio de un estertor, los gusanos parecieron ir
explotando, deshaciendose en nubes de un polvo marrón que ascendió unos centímetros,
como si de pronto todo el contenido del ataud se hubiese convertido en arena o serrín, y de
pronto no quedó nada allí dentro, salvo una mancha oscurecida y polvo.
George recobró sus sentidos y se dio cuenta de que había dejado de respirar. Un
trabajador del cementerio y el agente judicial estaban vomitando. El otro estaba blanco y
sus manos temblaban como las hojas de un árbol en medio de un hurancán.
– ¡Dios bendito! ―George dio un paso adelante, atreviendose a asomarse al ataud. Allí
ni siquiera había huesos ya―. ¿Qué ha sido eso?
– La luz del sol ―dijo Scott lacónicamente.
– ¿La luz del sol?
– El sol los ha destruido.
– ¿Pero qué eran esos gusanos?
– Lo mismo que encontraremos en el resto de ataudes. Son los restos de algo que se
arrastra en la oscuridad y que el sol puede destruir.

El Barrio Sumergido se encontraba en la parte noreste de Boston. Es un suburbio


compuesto por casas que va cayendo en pendiente hacia el mar. Allí sólo vive la gente que
no puede permitirse otro sitio mejor, porque no puedes caer más bajo que allí. El propio
barrio se extiende varias centenas de metros bajo el mar. Se trata del hogar de la
comunidad de profundos más grande de Boston, y la segunda más grande de la Costa Este.

20
El Estrangulador

Al parecer, Nueva Inglaterra estaba llena de colonias y ciudades sumergidas, siendo uno
de los puntos más vitales, por llamarlos de algún modo, de su geografía. Alrededor de la
ciudad sumergida habían crecido como champiñones toda clase de negocios desagradables
y de individuos indeseables, convirtiendo aquel barrio en un auténtico ghetto que nadie se
preocupaba de limpiar.
El Pointiac comenzó a notar los boquetes de las calles. A los lados de la carretera
crecían edificios destartalados y casi desmoronantes. Algunos de ellos eran solo esqueletos
vacíos, mientras que otros parecían haber ardido hasta los cimientos y eran ahora solo
escombros entre los que destacaban, como dientes rotos, los maderos que una vez
formaron su estructura.
A medida que se acercaban a la costa por la Marine Avenue, la calle principal a
partir de la cual el Barrio Sumergido crecía, George pudo observar como los rostros de los
habitantes de aquella zona iban siendo cada vez más y más inhumanos, asemejándose más
a los peces. A veces con rasgos apenas perceptibles, quizás unos ojos más saltones de lo
habitual, o una boca desmensuradamente grande, pero en otros con una claridad
cristalina, como las membranas nictitantes y las branquias.
Siguiendo las instrucciones de Scott, George dirigió el coche por un enmarañado
grupo de calles. Aún era temprano y quedaban varias horas para que se pusiese el sol, pero
George tenía por seguro que no deseaba permanecer allí cuando la noche cayese. Scott le
indicó que detuviese el vehículo frente a lo que parecía un garaje donde alguien había
pintado algo en extraños símbolos con una pintura granate. Un grupo de niños de grandes
ojos y aspecto churretoso correteaban en la esquina, detrás de un perro pulgoso que hacía
lo posible por alejarse de la insidiosa insistencia de los crios.
– Es ahí ―Scott señaló un edificio de dos plantas que casi se acostaba sobre el
contiguo, formando un estrecho y oscuro callejón aún a esa horas de la mañana.
Encima de la puerta había un cartel que indicaba escuetamente el negocio: “Crawler
Co. Exportaciones”. La puerta estaba cerrada y cubierta con una contrapuerta de
malla metálica.
– Parece que está cerrado ―George siguió a Scott con cierta aprensión.
Scott pulsó el timbre, pero nadie contestó desde el interior. George se asomó a las
sucias ventanas de los laterales, solo para confirmar que allí no parecía haber nadie.
– ¿Quién se suponer que trabaja aquí? ―George volvió a la entrada, donde Scott había
comenzado a golpear la puerta, llamando la atención de los deformados viandantes.
– Un tipo que maneja mucha información. El señor Crawler. Si podemos dar con él
nos puede poner en el camino correcto.
Scott golpeó de nuevo sobre la puerta, pero George estaba seguro de que allí dentro
no había nadie. Una mujer se asomó en la ventana de la planta baja del edificio de al lado.
Su rostro pecoso apareció tras las cortinas de encaje. Tenía la cara redonda y una boca
grande de dientes pequeños. Era otra de ellos. George sabía que cuando la sangre estaba
contaminada por los profundos, cuando se producía algún deleznable cruce entre las
especies, los hijos nacían humanos pero iban cambiando poco a poco, hasta acabar como
Scott, aceitosos y lleno de escamas, completamente inhumanos. Un escalofrío recorrió su
espalda.
– ¿Son ustedes policías?
George sacó la placa.
– Teniente Hampton ―dijo―. El es el agente especial Scott. ¿Sabe usted si el señor

21
El Estrangulador

Crawler se encuentra aquí?


– Normalmente está abierto a esas horas ―su rostro mostró una mueca de disgusto―,
pero esta mañana cerró temprano. Vino con una camioneta de transporte y metió
varias cajas dentro.
– ¿Sabe usted adonde fue? ―preguntó Scott.
– No lo sé, pero creo que Crawler tiene un almacén en los muelles ―señaló hacia el
este.
– Muchas gracias, señora ―dijo George. Se volvió hacia Scott―. ¿Vamos a bucar a ese
Crawler al muelle? ¿Puede que sepa que venimos?
– Es posible, pero no creo que esté huyendo de nosotros.
– Bien, pues pongámonos en marcha cuanto antes. No tengo intención de extender mi
visita a este barrio más de lo necesario.

No tardaron en llegar al puerto, si es que se le podía llamar así a aquel escolladero


lleno de enormes bloques de hormigón que descendía bruscamente hasta llegar a una playa
que se extendía de norte a sur. Allí habían varios almacenes con techos de uralita y varias
casetas prefabricadas de latón, pintadas algunas de colores y otras con trazos de una
deprimente caligrafía. Subiendo hacia el norte por lo que podía llamarse el dique del
muelle, en paralelo con el mar y la linea de almacenes, George pudo divisar el océano, con
sus olas de crestas espumosas arrojándose sin impacienca sobre la tierra, horadándola
poco a poco. El mar parecía estar en calma y estaba oscuro, reflejando el cielo sobre él. En
algún punto distante, el verde casi negro del mar y el gris oscuro del cielo se fundían. Por
allí vendría la noche, se dijo George con aprensión. Lo tendría vigilado.
El tráfico hasta allí no había sido difícil, de no ser por los escombros que adornaban
el resquebrajado asfalto del Barrio Sumergido. Apenas había vehículos de motor y George
fue capaz de comprobar como la humanidad y la civilización de sus habitantes iba
descendiendo a medida que avanzaban hacia la costa. En esos momentos, estaba
completamente seguro de no encontrarse en su país ni en su mundo.
Un grupo de profundos, completamente desnudos, estaban sentados sobre unos
escollos en el borde del dique, frente a lo que parecían los restos de un puente de madera
podrido y semihundido. No era el primer profundo que veía en el Barrio Sumergido, pero
sí los primeros que se encontraban completamente desprovistos de ropa. Sus espaldas
escamosas y su espina dorsal protuberante brillaban como los destellos del mar, apagados
e iridiscentes a la vez. Uno de ellos era especialmente grande, un par de palmos más
grande que Scott quizá, y mucho más grueso en su pecho. Sus brazos caían pesadamente y,
con sus rodillas flexionadas, los nudillos casi tocaban el suelo. Por un momento pensó que
iba a pedirle que se detuviesen. ¿Y si Scott quisiese cobrarse su particular venganza por la
disputa de aquella mañana y pretendiese dejarle allí, en medio de todos aquellos cabezas
de pescado? Tragó saliva lentamente y observó por el retrovisor como aquellos ojos
muertos observaban al coche pasar, carentes de ninguna expresión, vacios en apariencia.
Se preguntó qué harían allí.
No fue dificil encontrar el almacen de Crawler. Frente a él se encontraba el único
vehículo a motor que habían visto en la última media hora. Se trataba de una vieja
furgotena Ford con un toldo color crema donde se veían, en la misma tipografía, el nombre
de Crawler Co. Exportaciones. ¿Qué se podía exportar de un lugar como aquel? Se dijo a si
mismo que quizás lograría conciliar mejor el sueño si desconocía la respuesta. La furgoneta

22
El Estrangulador

estaba aparcada sin demasiado cuidado frente a una caseta de contrachapado llena de
picaduras de óxido sobre la pintura, una gran banda blanca y una banda roja deslustrada.
Había una puerta grande, como la de un garaje, presumiblemente para permitir el paso de
un vehículo, y una más pequeña, sobre la cual colgaba un foco lleno de telarañas. Estaba
abierta.
George paró el coche y observó a Scott, tratando de averiguar cual sería el método
más eficiente de enfrentarse a aquella situación. El profundo se bajó del coche y metió las
manos en el interior de su chaqueta. Por un momento, George pensó que iba a sacar su
pistola, pero en cambio extrajo un pequeño paquete de papel, no más grande que un pulgar
y lo sostuvo en su puño cerrado. Le hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera.
El interior del almacén estaba oscuro, salvo por la luz que se filtraba por los
boquetes del contrachapado. Sólo una única bombilla colgando de un largo cable atado a la
viga principal del edificio iluminaba una escueta zona donde podía ver un montón de cajas
de madera sin ningún cartel o distinción.
– Disculpen ―una voz, más bien un cacareo, surgió del interior del almacén, donde la
oscuridad no era afrentada por la triste bombilla―. Esto es propiedad privada.
– Soy el agente especial Scott del FBI ―dijo, adelantándose un paso. Ahora estaba
completamente dentro. George lo siguió, observando inquisitivamente a uno y otro
lado.
Se pudo oir un cloqueo y luego un sonido de percusión, agudo y frenético. Era como
si unas manos cadavéricas estuviesen repiqueteando sobre un tubo de metal.
– ¿Es usted Crawler? ―George se puso al lado de su compañero. No parecía haber
nadie en aquella sala, salvo un montón de cajas de diferente tipo formando
columnas no demasiado altas. El aire era frio y olía a óxido. Hubiese deseado tener
una linterna para enfocar directamente al lugar de donde salía aquella voz.
– Vamos, Crawler ―Scott apretó el puño donde tenía el paquete de papel―. Sólo
queremos hacerle unas preguntas.
El repiqueteo se volvió a escuchar, acompañado de lo que hubiese sido el suspiro
simultáneo de varias bocas. Luego algo pareció desprenderse del techo, como si una hoja
enorme se hubiese caído, en vaivén, desde la rama de un árbol perdido en la oscuridad. Al
momento siguiente appareció un rostro, no, alguna clase de máscara grotescamente
realista de lo que sería un rostro humano flotando en la negrura. George dio un paso atrás.
Aquello solo era una cara, sin cuerpo, sin cuello, sin cabeza siquiera, plana como una
moneda, pero extrañamente real. Sus dos ojos verdes se movían independientemente bajo
unas cejas espesas. Tenía una nariz ancha y una boca sobre la que lucía un cuidado bigote a
los Clark Gable.
– Pregunten, pero no me hagan perder el tiempo ―los labios se movieron tal vez algo
desacompasados con la voz. George no tuvo dudas de que aquella voz metálica y
cloqueante no surgía de esos labios―. Si vienen por ese niño desaparecido... bueno,
ya tengo el cartel en mi tienda.
– No, no venimos por él ―dijo George, tratando de mantener la compostura.
– ¿Entonces? ―la cabeza flotante ascendió un palmo, colocándose a quizás dos metros
de altura.
– Queríamos saber si tiene usted información sobre los asesinatos que se han estado
cometiendo últimamente ―respondió Scott.

23
El Estrangulador

– ¿Asesinatos? Mucha gente muere todos los días a manos de sus congéneres. Deberá
ser más preciso, señor Scott.
– Me refiero a los asesinatos en Boston. Las mujeres estrang...
George oyó, o más bien notó, unos pasos a su espalda. La menguante luz del día
afuera se extinguió. Se volvió con toda la presteza que fue capaz de reunir, pero no tuvo
tiempo más que de ver un brazo peludo sosteniendo una porra que le golpeó en la sien.
Luego, el mundo giró rápidamente hacia la negrura.

Cuando despertó lo primero que notó fue un extremo dolor punzante en la cabeza.
Luego, el olor a sangre sobre su cara y después el tronar de la lluvia y el sonido de las olas
del mar y el aroma que flotaba sobre ellas. Trató de abrir los ojos. En algún lugar había un
tragaluz por el que apenas entraba un tenue resplandor nocturno. Podía ver un pedazo de
cielo sombrío, que se iluminaba cada vez que un relámpago hendía la bóveda celeste. Las
paredes eran de tablones de madera y a su alrededor habían varios cabos de maroma y
algunas lonas enrrolladas, como si se encontrase en la caseta de algún marinero. Se dio
cuenta de que estaba sentado. Miró hacia abajo y los ojos se le nublaron y pudo notar una
palpitación más que dolorosa en la sien. Respiró profundamente, recordando los últimos
momentos antes de caer inconsciente. Estaba en el almacén de Crawler, fuese lo que fuese
aquel individuo. Le habían comenzado a interrogar y entonces alguien les atacó por detrás.
Ahora estaba atado y sentado a una vieja silla.
– ¿Está usted despierto, Hampton? ―la hueca voz de Scott sonó a su espalda.
– Sí ―respondió susurrando―. ¿Dónde estamos?
– Creo que seguimos en el Barrio Sumergido. Alguien nos noqueó en el almacén de
Crawler.
– Supongo que eso le implica ―George trató de girar la cabeza para ver a Scott, pero
estaba en un ángulo ciego―. ¿Está atado?
– Sí ―oyó un frotar de cuerdas, como si Scott le diese una confirmación más que
verbal―. Dígame, ¿ve algo frente a usted que nos pueda servir?
– No lo sé. Solo veo unos tablones, unas cuerdas y unas velas.
– Tenemos que salir de aquí. No nos mantendrán con vida por mucho tiempo si
hemos metido las narices demasiado. Ha sido por mi culpa ―razonó Scott, quizá
algo atribulada su voz―. Debí ser más cauto. No pensé que Crawler estuviese detrás
de esto...
– No se lamente ahora ―George forcejeó en vano―. ¡Tenemos que salir de aquí!
George se balanceó hacia delante y hacia atrás, tratando de aflojar la presión de la
soga. Quien le había atado no lo había hecho mal del todo, pero la cuerda que habían usado
era demasiado gruesa para sus miembros, por lo que los nudos no estaban todo lo tenso
que deberían estar.
– ¿Qué hace?
George no contestó. Se movió hacia los lados. Tenia miedo de caer. La cabeza le
dolía después del golpe recibido y no podía descartar alguna pequeña fractura. Si caía no
podría parar el golpe y no estaba dispuesto a recibir más daño en la cabeza. Aún estaba
algo mareado y no sabía que resultados podría golpearse de nuevo. Pero no tenía ninguna
intención de acabar sus días en aquella caseta mohosa del Barrio Sumergido. Si lo pensaba
detenidamente, fuera no tenía demasiado por lo que pelear, salvo su trabajo. Pero de

24
El Estrangulador

ningún modo iba a dejarse vencer fácilmente por aquellos monstruos. Entonces la silla
crugió.
– ¿Ha oído eso? ―los susurros de George estaban llenos de júbilo―. La silla. Es de
madera. Y está casi podrida. Si pudiese romperla, quitarse los nudos sería mucho
más fácil.
– No debería hacer demasiado ruido. Creo que hay gente afuera.
George gruñó peleando contra las cuerdas. Iba a ser más dificil de lo que pensaba.
– Podría hacer algo de utilidad más que quedarse ahí sentado ―dijo entre dientes.
Scott no contestó durante unos segundos, durante los cuales solo se oyó la agitada
respiración de George Hampton forcejeando en la silla, acompañado de la industriosa
melodía de la lluvia golpeando con fuerza aquella caseta de madera. Luego hubo un
estruendo que hizo vibrar cada una de las fibras de la madera que les daba cobijo.
– Seis segundos ―dijo Scott.
– ¿Qué? ―George dejó de balancearse en la silla por un momento.
– El trueno ha tardado seis segundos. Casi todos los que he escuchado hasta ahora
han tardado lo mismo. Podríamos usar ese ruido para encubrir nuestros
movimientos.
George sonrió asintiendo en la oscuridad.
– Me parece lo más sensato que ha dicho en todo el día. Hagámoslo.
Tuvieron que esperar casi veinte minutos para poder partir las sillas envueltos en los
truenos que azotaban el mar no muy lejos de allí. Por primera vez en semanas George se
sintió agradecido por esa lluvia incesante que asolaba Boston. Ahora estaban en medio de
la penumbra con restos astillados de sillas a su alrededor. George se terminó de deshacer
de un trozo de cuerda que se había enrollado alrededor de su antebrazo. Al ponerse por fin
de pie se bamboleó como causa del mareo que había permanecido con él, como buen
compañero de la contusión de su sien. Se echó la mano a la cara y la notó pegajosa, con su
propia sangre seca cubriéndola en gran parte. Scott estaba de pie a su lado, como una
ominosa sombra en medio de la oscuridad.
Una vez liberado de las cuerdas pudo ver la sala por completo. No medía más de tres
metros y medio de lado. En el extremo opuesto al que había estado encarado durante su
cautiverio había una puerta de madera cruzada con dos refuerzos metálicos que la
cruzaban horizontalmente. George se dirigió, con un par de tumbos, hacia el tragaluz.
Estaba colocado en la intersección entre la pared y el techo, no más grande que su propia
cabeza. Lo hizo con una doble intención: La primera era ver si podía servirles como vía de
escape. La segunda, recibir un poco de aire fresco en plena cara. Deseaba fervientemente
que el aturdimiento del golpe se disipase. Apoyándose contra la pared, al lado de un cuadro
de nudos marineros, trató de pensar con claridad. Crawler les había encerrado allí, pero no
les había matado. De algún modo estaba metido en algún asunto sucio, alguno que no
quería que la policía se enterase. Pero debía de tener alguna razón para no haber acabado
con ellos en cuanto pudo. Lo cierto es que un policía menos desaparecido en el Barrio
Sumergido no levantaría mucha polvareda, especialmente tal y como estaban las cosas
últimamente. Puede que la presencia de Scott hubiese jugado a su favor. Él era un federal,
y si simplemente aparecía un día flotando boca abajo en la playa, los suyos harían
preguntas, y les llevarían hasta Crawler de nuevo. Pero entonces ¿Qué demonios
pretendía? Tembló ostensiblemente cuando recordó aquel rostro levitando en medio de la

25
El Estrangulador

oscuridad.
– Teniente ―Scott susurró a su lado.
George se giró sobre sus talones. El profundo estaba a un palmo suya.
– Por aquí no podemos salir ―aseguró, dando un golpe en la pared. La caseta era de
madera gruesa. Aunque pudiesen tumbarla a golpes harían demasiado ruido.
Scott señaló la puerta. Su contorno era apenas visible.
George se acercó a ella con cuidado y trató de oír. Efectivamente, hasta allí llegaban
unas voces apagadas. Agarró el pomo metálico, rugoso y frio, y lo hizo girar lentamente.
Los goznes chirriaron en lo que pareció a George una evidente señal de alarma. La puerta
se abría un estrecho pasillo, con el techo coronado por un par de tuberías de plomo. George
apretó los dientes y miró hacia Scott, que le tendió una estaca, uno de los restos de la silla
en la que había estado.
– Intentemos que no nos pillen desprevenidos de nuevo ―indicó.
George anduvo en la vanguardia. El pasillo viraba en dos metros hacia la derecha.
Allí estaba la entrada de la caseta, con un pequeño aparador donde podían verse un
almanaque de 1956 con las páginas amarillas y apergaminadas, así como una pegatina de
los Red Sox adherida a un espejo lleno de manchas donde el azogue se había oxidado.
Había una escalera que subía al piso superior, así como una puerta entreabierta de la que
procedían las voces. Una luz tenue de bolmbillas escapaba con las voces hacia ellos. La
puerta de entrada estaba a un metro de ellos.
– No puedo marcharme sin mis pertenencias ―dijo Scott, indicando la puerta de la
casa.
– De acuerdo. Vaya al piso de arriba con cuidado y mire si están ahí. Me gustaría
cambiar este palo por mi pistola. Yo vigilo aquí.
Scott asintió y se deslizó por las escaleras silenciosamente. Lo único que temió
George era que su olor pudiese alertar a quienes estaban al otro lado de la puerta. Se pegó
al marco de la misma, con la estaca preparada.
– Creímos que su jefe iba a ser más generoso ―la voz repiqueteante de Crawler, desde
el otro lado de la puerta, era imposible de olvidar.
– Esa es su oferta, señor Crawler ―dijo otra voz, cargada de impaciencia―. Lo toma o
lo deja. De todos modos, tenga en cuenta que mi jefe ha sido más que permisivo
con... eh... sus negocios.
George pudo oir un cacareo y varios tamborileos nerviosos.
– La permisividad de su jefe no ha sido desinteresada ―repuso Crawler―. Y no hablo
solo de dinero.
– Usted dirá, Crawler ―dijo una tercera voz, más grave y rasgada―. Nosotros nos
marchamos pero tenga en cuenta que al jefe no le gustará su postura.
Crawler no respondió sino con unos chasquidos como de tijeras de podar. George
notó que unos pasos se acercaban a la puerta y, casi a trompicones, subió las escaleras
hasta el rellano, donde quedaba oculto desde la entrada. Dos personas salieron, dando un
portazo. George soltó el aire que había estado conteniendo en sus pulmones y se relajó
contra la pared.
– Teniente ―dijo una voz desde un poco más arriba de la escalera.
George subió hasta lo que parecía un dormitorio sumido en pegajosas sombras.
Scott le tendió su gabardina y su pistola.

26
El Estrangulador

Bajaron lentamente las escaleras. George detuvo a Scott y se llevó el dedo índice a
los labios.
– ¿Qué vamos a hacer, jefe? ―dijo alguien desde el interior de la sala.
– Nos iremos, como habíamos planeado ―respondió Crawler―. Tal y como están las
circunstancias, lo mejor es desaparecer pronto.
– ¿Le preocupa La Voz?
– Sí, pero no es lo principal. Quería sacar algo de ventaja para los negocios futuros
―un nuevo repiqueteo se dejó oír―. Pero nuestro principal problema no es ese. Ni
el de esta ciudad.
– ¿Entonces se llevará a esos dos?
Hubo un silencio durante unos segundos, que George pensó que eran usados por
Crawler para pensar sus destinos.
– Si quedan vasijas, se vendrán conmigo. El profundo es muy interesante.
– Iré a ver como están ―unos pasos se dirigieron hacia la puerta.
Scott reaccionó más rápidamente, echándo todo su peso encima del hombre que
había salido de ella. Era un tipo grande y robusto, con el pelo negro ensortijado y
grasiento, vestido con una camisa de cuadros. En su mano llevaba una pistola, que se
deslizó de sus dedos cuando las poderosas garras de Scott lo lanzaron contra la pared.
George saltó detrás de él y le lanzó una patada en el costado cuando trataba de levantarse.
El aire escapó bruscamente de sus pulmones y antes de que pudiese reaccionar, un golpe
con la pesada culata de su Colt lo dejó durmiendo plácidamente sobre el suelo. George no
tenía ninguna duda de que era el mismo hombre que les había golpeado aquella mañana y
sintió una agradable sensación al pagarle con la misma moneda. Pero aún quedaba
Crawler.
George entró encañonando a la habitación. Era un saloncito iluminado por unas
lámparas viejas a las que les faltaban las tulipas. Había un par de sillones de fieltro que
posiblemente habían ocupado los esbirros de La Voz que acababan de marcharse. Justo
enfrente había una mesita de café algo roída con un cenicero donde humeaban aún un par
de colillas. A la derecha, la cara que George había visto de Crawler estaba tirada, como si
fuese una máscara de Halloween, sobre el respaldo de una silla como las que ellos habían
roto. De hecho, no solo la cara, sino el cuerpo entereo, una piel hueca apoyada en la silla
como si fuese un abrigo, con los miembros vacíos colgando fláccidamente. George sintió
que volvía a marearse y se dejó caer sobre el marco de la puerta, tirando con la cadera una
mesita de pared que aguantaba un teléfono negro, que cayó al suelo pesadamente. George
entonces vio un par de fotos colgadas en la pared, que mostraban a Crawler, o lo que era
Crawler antes de haberse convertido en el envoltorio de alguna monstruosidad. En una de
ellas estaba sentado en un noray, junto con otro hombre, sosteniendo una lata de cerveza.
En otra, Cralwer estaba de pie orgullosamente al lado de un coche.
Lo que vestía a Crawler era una langosta, como aquellas que sirven en los
restaurantes caros de Beacon Hill, solo que más grande. Muchísimo más grande. George se
rió aturdido. Al menos le cobrarían dos de los grandes por servirle una de esas con
guarnición. Necesitaría al menos una semana para poder acabar con ella. La langosta se
agitó en su asiento, y un chasqueo, que George reconoció como el tamborileo que había
oído antes se convirtió en una voz.
– Teniente Hampton ―salió la voz de aquel ser, pero no de su boca, ya que no tenía

27
El Estrangulador

ninguna. En donde deberería estar su cara había una protuberancia rosada y


carnosa, llena de lo que parecían agujas córneas―. Que agradable tenerle aquí.
George se tuvo que agarrar a la pared para no tropezar con la mesa que acababa de
tirar al suelo. Se encontraba especialmente mareado, pero no podía dejar de reirse. Al
pellejo de Crawler parecía tambien divertirle la situación, porque su boca, desprovista de
dientes, estaba estirada en una forzada sonrisa.
Scott entró en la habitación y agarró a George de la gabardina para mantenerlo en
pie, sin dejar de mirar a Crawler.
– ¡Estoy bien! ―graznó, zafándose del agente del FBI.
– Supongo que querrán continuar la conversación donde la interrumpimos esta
mañana ―cloquearon las pinzas del monstruo que era Crawler realmente.
George alzó la pistola, apuntando al centro de la bulbosa cabeza de la langosta que
estaba acostada sobre un sillón.
– ¡Se acabó! ―la mano de George temblaba visiblemente―. ¡Más vale que nos diga lo
que queremos saber o le hago un boquete a su bonito sillón!
Crawler dejó escapar un chasquido.
– Su arma no le servirá de mucho contra mi ―explicó Crawler―. Su amigo Scott
puede confirmárselo.
George notó como le zumbaban pesademente los oídos y cómo se le aceleraba el
pulso, palpitándole de nuevo en la sien. Creyó que se iba a derrumbar de nuevo y que se
trataba de los efectos del cansancio, la conmoción y el pánico, pero vio que el zumbido era
provocado por Scott, que estaba diciendo algo que le era completamente ininiteligible, pero
que al mismo tiempo reverberarba en las capas más primarias de su ser hasta casi obligarle
a postrarse de rodillas, presa de un pavor reverente. Crawler parecía estar en un estado
similar, y había comenzado a agitarse en su sillón. Ahora se parecía más a un escorpión
que a una langosta y por primera vez pudo ver unas alas pequeñas y deformes que se
encontraban a su espalda.
– ¡Basta! ―las patas de Crawler golpearon la mesa con vehemencia y ésta se
fracturó―. ¡Ya basta!
Scott había andado un par de pasos hacia el frente, con la mano extendida, como si
sostuviese algo en ella. Su boca se cerró, pero los ecos de aquel estruendoso galimatías
reverberaban una y otra vez, como las olas del mar afuera, golpeándoles cada vez con
menos intensidad, pero dejando patente que no se habían ido del todo.
– Tenemos formas de hacerle hablar ―la voz de Scott era una fría amenaza―. No nos
ponga a prueba.
– ¡De acuerdo! ―Crawler recogió sus alas y sus patas chasquearon sobre el suelo―.
¡Seamos razonables! Pero no vuelva a usar esa palabra aquí ―parecía nervioso―.
Hay muchos oídos especialmente entrenados para escucharla.
George volvió a recuperar la verticalidad, pero no dejó de apuntar su pistola hacia la
cabeza de la langosta. Estaba buscando una excusa para poner a prueba la afirmación de
Crawler.
– Entonces vamos a hablar claro. Sospecho que tiene información interesante para
nuestro caso que puede compartir con nosotros.
La rosada cabeza de Crawler pareció emitir unos destellos ambarinos en algunos
puntos concretos.

28
El Estrangulador

– ¿Qué sabe del estrangulador? ―inquirió George.


– Nada realmente. Sólo que alguien muy importante me ofreció una jugosa oferta a
cambio de avisarle si alguien venía preguntando por ese tema.
– La Voz ―dijo George.
– Sí.
– ¿Quién es?
– Es el líder criminal de Boston, un maestro del ocultismo. Sabemos de su existencia
por evidencias indirectas y declaraciones de acusados interrogados por mi oficina
―respondió Scott―. Cuando vine aquí sospechaba que podía estar detrás de todo
esto.
– ¿Él es el estrangulador?
– No, no... ―cloqueó Crawler―. No lo creo. No creo que se entretenga en esas
nimiedades.
– ¿Es un ser humano? ―quiso saber George.
Scott permaneció callado. Meneó a cabeza después.
– No lo sabemos. Parece ser que nadie de los que nosotros hemos interrogado le ha
visto en persona.
– Yo lo desconozco también ―afirmó Crawler―. Pero sé quien puede llevarles hasta
él. Pero les sugieron que se den prisa.
– ¿Por qué?
– La Voz se va a marchar de Boston. Por eso me voy yo también.
– ¿Va a ir ir tras él? ―preguntó George.
– No. Vuelvo a mi lugar de nacimiento ―chasqueó las pinzas.
– Sospecho por lo que dice que La Voz se va a trasladar permanentemente ―concluyó
Scott.
– Sí. Y si hay algo tan poderoso como para obligar a La Voz a exiliarse... no quiero
permanecer tampoco en ese sitio.
– Bien, Crawler. Denos las señas del tipo que nos puede llevar hasta La Voz. Luego
vuelva a Yuggoth y llevese un tiempo allí de vacaciones. De otro modo la Oficina
para la Investigación de Crímenes Relacionados con las Ciencias Ocultas va a
comenzar a investigar a Crawler Co. Sospecho que a sus congéneres no les vendrá
bien la publicidad sobre sus transacciones. Si les permitimos estar aquí es porque se
comportan razonablemente. Recuerden que su presencia no está recogida por el
Acta Ward.
– Si, bien ―Crawler hizo que sus pinzas y patas tamborilearan sobre el suelo y su
propia coraza quitinosa―. No se preocupen, agentes.

George se dio cuenta de que le temblaban las piernas cuando el gélido aire nocturno
le envolvió. Las gotas de lluvia caían como postas sobre su sombrero arrugado y se colaban
en su cuello cuando alguna racha de viento procedente del mar azotaba el malecón,
haciendo que la lluvia cayese horizontalmente por unos instantes. Estaba confuso y
dolorido. Una vez la adrenalina había abandonado su cuerpo, su cabeza parecía palpitar de
dolor y notaba una sensación ardiente en el cogote.
Decidieron coger la camioneta de Crawler, aparacada detrás de la casa de madera en la que

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El Estrangulador

habían estado encerrados durante horas. Posiblemente, el coche de la comisaría que les
había llevado esa mañana hasta el puerto en el Barrio Sumergido no estuviese ya donde lo
dejaron. George tenía la asfixiante sensación de que había acabado, de alguna manera, bajo
el mar.
Trató de ordenar sus ideas, reviviendo con un regusto amargo las cosas que había
visto en la casa de Crawler. Crawler... Ni siquiera era humano. ¡Ni siquiera era un
profundo! Se estremeció al pensar las monstruosidades que acechaban en los confines de
la cordura, monstruos reptantes, quitinosos, que se arrastraban con sus tentáculos y
conspiraban en un mundo que hasta hace dos décadas era solamente una pesadilla que
acechaba en las noches febriles de las mentes más desquiciadas. Antes de montar en el
coche, Scott le había dado una suerte de amuleto, una piedra pulimentada de color negro
con un extraño bajorrelieve. Según Scott era un símbolo protector. “¡A buenas horas!”
pensó. Hampton se dió cuenta de que la estaba manoseando nerviosamente. Bufó en voz
baja y la guardó en un bolsillo de su gabardina.
Un relámpago cruzó zigzagueante la bóveda celeste, iluminándolo todo por un
instante como si fuese de día. Unas figuras se hicieron visibles durante unos instantes,
antes de ser envueltas por la más completa negrura. El trueno subisguiente silenció el
sonido incesante de la lluvia cayendo a plomo y de las olas golpeando salvájemente sobre la
roca, socavándola con una paciencia infinita.
Por fin dejaron el muelle y su camino les llevó por la descuidad avenida en cuesta. Al
final de aquel asfalto resquebrajado y sembrado de escombros, charcos y basura, se
encontraba el mundo, su mundo, un mundo donde los monstruos al menos llevaban traje y
corbata.
Esta vez era Scott el que conducía. George estaba demasiado nervioso hasta para
fumar. En su mente, las ideas y los delirios chocaban y se mezclaban con una fuerza
ciclónica y sentía que se acercaba al borde de algo, y que iba a gritar. Sin embargo, bajó la
ventanilla unos centímetros, permitiendo que el aire frío del exterior, y con él algunas
gotas de lluvia, penetrasen en el interior. Era capaz de notar, si no de ver, los ojos
abultados escudriñando detrás de las cortinas y en los huecos de las casas derrumbadas.
Cada vez que el cielo se iluminaba, formas siniestras aparecían en todos los rincones,
llevando a cabo Dios sabe qué ominosos planes, carentes de significado para su mente,
pero inenarrablemente perversos.
Scott no dijo nada hasta que dejaron atrás las primeras casas del Barrio Sumergido y
se incorporaron a la estatal 107.
– ¿Se encuentra bien?
George meneó la cabeza en una larga negación. Luego respiró hondo y cerró la
ventanilla del acompañante. La manilla produjo un largo chirrido.
– Scott...
– ¿Sí?
– Nada.
Los faros de la camioneta, adornada con el rótulo de Crawler Co iluminaba la
carretera a trvés de la densa lluvia. Pronto no tardaron el poder verse las primeras luces de
Lynn.
– Parece usted cansado ―arguyó Scott con voz queda―. Debería... deberíamos parar.
Quizás necesite que le vean esa herida.
George se llevó instintivamente la mano a la nuca, mojada quizás del agua de la

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El Estrangulador

lluvia. Notaba un dolor sordo y latente, pero sobreviviría sin que le viese un médico.
– Déjelo.
Un par de baches en la carretera hicieron resonar recipientes de cristal en la parte
trasera de la camioneta.
– Scott.
– ¿Sí, teniente Hampton?
– Paremos.

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El Estrangulador

― 4. La Cosa que no debería ser ―

Drain you of your sanity


Face the thing that should not be
– Metallica, “The thing that should not be”

...Disturbios raciales: Una multitud de humanos cerca un barrio de Profundos y


Cambiantes en el Norte de Boston. Los rabia de la multitud se desató al conocerse la
noche pasada que un testigo, cuya identidad no ha sido desvelada por la policía,
afirmaba haber visto como un Cambiante metía al pequeño Thomas Symanski en un
coche la mañana de su desaparición. La policía tuvo que intervenir para disuadir a los
asaltantes, que exigieron que se registrasen las casas de los Profundos, a los que
acusaron del aumento de la criminalidad de la zona. Se registraron 2 heridos entre los
manifestantes debido a la intervención policial...

El café, negro, humeaba sobre la mesa, protegida por un cristal bajo el cual se podía
ver la carta del restaurante. Se trataba de una cartulina blanca y amarilla, adornada con
divertidos dibujos caricaturescos de una camarera gorda y un camarero con un bigote
ridículamente rizado. George comprobó, por unas fotos enmarcadas en las paredes, que se
trataban de los dueños de aquel lugar. Las fotos parecían antiguas. Quizás no trabajasen
ya, o puede que hubiesen muerto. Su mirada perdida reposó sobre un buen número de
fotos en blanco y negro de las paredes. En una de ellas se veía a Ted Williams, con su
uniforme de los Sox. Estaba autografiada y había una dedicatoria que, desde su sitio,
apenas podía leer.
George tomó un sorbo de café. Estaba muy caliente, pero le revitalizó al bajar por la
garganta, como si hubiese exorcizado alguno de los fantasmas que se alojaban en sus
entrañas. Scott, frente a él, estaba tomando una infusión. George notó como las miradas se
clavaban en ellos, nunca directamente, siempre de soslayo, como preguntándose qué
hacían allí, como si fuesen infiltrados, como si no fuesen bienvenidos allí, pero nadie se
atreviese a decirles nada. Cobardes, pensó. Otro sorbo de café. Quizás solo fuese paranoia.
– Hampton ―Scott llamó su atención. Su enorme cabeza negra de pez estaba
recortada sobre el fondo rojo del papel de la pared―. No se ofenda, pero debería
descansar un poco. Creo que esta noche ha vivido usted experiencias que son duras
de digerir.
Hampton lanzó un graznido, que podía haber sido una amarga carcajada.
– ¿Quiere ir usted solo a por La Voz? ¿Algún secreto del bureau? ¿O quiere una
maldita medalla? ―se dio cuenta de que había levantado la voz y que, esta vez, le
miraban de frente algunos ojos inquisitivos.
– Nada de eso. Solo quiero que no se ponga usted en peligro. Ni a mi.
George tomó la taza de café y dio un largo trago.

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El Estrangulador

– ¿Teme que le vaya a confundir con alguno de los malos? ―frunció el ceño en un
gesto irónico.
– No. Pero conozco a gente que, después de lo que usted ha visto en estos dos días,
estaría al borde de un colapso nervioso.
– Déjese de monsergas, Scott ―George reposó su espalda sobre el respaldo de la silla y
sacó el tabaco, un maltrecho y mojado paquete, del bolsillo de su pantalón―. ¿Qué
sabe usted de lo que he visto o de lo que puedo soportar? ¿Cree que mi mundo es
rosa y que vivo ajeno a la realidad? ¡Soy un maldito teniente de homicidios!
– Pero lo que ha visto usted hoy... no es lo normal a lo que se enfrentan...
– ¿Quienes? ―interrumpió George, con una caja de cerillas de propaganda en la
mano―. ¿La gente normal? ¿Los humanos? ¿Cree usted que les necesitamos? Sí, a
ustedes. ¿Cree que necesitamos a seres como usted para protegernos de los que son
como usted? ¿Monstruos para defendernos de monstruos? Le diré una cosa ―dijo,
señalándole con el dedo―: ¡Deberían haberse quedado ustedes bajo el maldito
océano!
– Fueron ustedes los que nos obligaron a salir ―replicó Scott, colocando sus dos
manos sobre la mesa, con las palmas boca abajo―. ¿Recuerda usted el incidente de
Enewetak? Pues sólo fue el final de una larga serie de enfrentamientos entre
nuestros dos mundos. A pesar de que sobre la superficie la mayoría de humanos
vivían ajenos a lo que sucedía más allá de sus idílicas y bobaliconas vidas de
engaños, sus gobernates sabían lo que existía bajos las olas. Y en el profundo
espacio. Pero en lugar de entendernos, nuestros pueblos se enfrentaron. Le diré una
cosa, Hampton, porque creo que ya he soportado demasiado sus desmanes:
¿Quieres saber la fria verdad? ¿Ve usted esta piel? ¿Ve mis escamas? ―sus manos se
tocaron. A pesar de que seguramente estaba irritado, su voz apenas había cambiado
de cadencia―. Antes fui como usted.
– ¿Qué dice?
– Sí. Yo no nací siendo un profundo. Cambié cuando me hice mayor. Mi padre era
humano y mi madre era una profundo. Vivía en cerca de la costa, en Innsmouth,
hasta que nuestro gobierno lanzó cargas de profundidad sobre los arrecifes donde
vivía. ¿Cree que no sé lo que es perder a nadie? ¿Cree que porque mis ojos son
diferentes o mi piel tiene escamas no sé qué significa sentirse agraviado, vejado y
maltratado? Cuando los Estados Unidos hicieron detonar una bomba atómica en
Enewetak y destruyeron el Templo de Dagon, la mayoría de los profundos pensaron
que habían llegado demasiado lejos. Ustedes pensaban que con sus armas podrían
destrozar cualquier oposición. Y luego, varios años después, cuando la guerra
terminó, todos habíamos perdido. Ustedes y nosotros. Todos. Y ahora céntrese,
maldita sea. La guerra terminó.
George dejó el cigarro sin encender sobre el cenicero. Se puso en pie y salió fuera del
restaurante. Había dejado de llover y el cielo nuboso corría raudo, mostrando a veces entre
sus jirones la luna gibosa y cadavérica. El aire frío, el olor a tierra mojada, las luces de la
ciudad no muy lejos de allí. Respiró profundamente varias veces, purgando algo que no
termianaba de salir de su interior.
Su hermano Tobby estaba sentado en el porche, jugando con un avión de papel,
hecho con una hoja del periódico. Su padre se enfadaría cuando no puediese leerlo entero,

33
El Estrangulador

pero George se rió al verle tratar de hacerlo volar. Tobby luego estaba, veinte años después,
en una bolsa de plástico negra. Él pidió que se la dejasen ver. Su cuñada estaba llorando
más allá de las puertas de la morgue. Es un héroe, dijo alguien. Se le revolvió el estómago.
Luego pasó lo de la Falla de San Andrés. Charles Dexter Ward, senador por el estado de
Massachussets, había comenzado a abogar por el armisticio, pero, en un último y
desesperado intento de ganar la guerra, antes de que los profundos avanzasen hacia los
estados centrales, la Costa Oeste simplemente voló por los aires, y luego se hundió.
Decenas de explosiones sincronizadas provocaron una fractura que arrojó bajos las olas a
toda California, y con ella, a los invasores.
Cuando C. D. Ward llegó a la presidencia y se aprobó el acta Ward, por la cual se
reconocía la nacionalidad estadounidense a todos los profundos que hubiesen nacido
dentro de las aguas territoriales norteamericanas, los ojos de George ya contemplaban un
mundo diferente. Ya no importaba el color de tu piel, sino si ésta tenía escamas o no. Y
tampoco si eras católico o protestante, sino si tu dios se llamaba Dagon, o algo
simplemente impronunciable. Y luego él tuvo que adaptarse a la vida. Se sentía ofendido
porque el mundo tuviese la desfachatez de haberse venido abajo, de haber cambiado
completamente, sin su consentimiento. Estaba irritado con todos, con aquellos que como
borregos se había dejado llevar por las palabras de fraternidad que salía de la boca de
Ward, todos unidos, humanos y profundos, bajo una misma bandera; y con aquellos que se
oponían, con los cínicos y con los violentos, con los hipócritas que afirmaban no tener
prejuicios y luego cambiaban de acera cuando uno de ellos pasaba. Pero sobre todo estaba
enfadado con ellos, con los pescados. Su apariencia, su olor, su voz, todo lo que eran era
una agresión contra todo lo que George había sido o en lo que había creído alguna vez.
¿Cómo puede un hombre honrado vivir tranquilamente cuando se abre una capilla a
Dagón en su barrio? ¿Qué debería hacer alguien cuando las ayudas y las becas van hacia
aquellos monstruos de pieles escamosas que ni siquiera hablan su mismo idioma? ¿Cómo
se había pasado de la coexistencia a la convivencia?
Y luego los cambiantes, híbridos monstruosos, criaturas que mudaban la piel y los
dientes, que perdían el pelo, que se deformaban y abotargaban hasta convertirse en
monstruos. Como si dentro de cada uno de ellos hubiese un parásito pugnando por salir,
por cambiarlos.
Georgse se apoyó sobre el lateral de la camioneta. El logotipo de la empresa de
Crawler lucía lustroso por la lluvia entre las manchas de óxido. Colocó la frente sobre el
metal helado, y vomitó. Vomitó tanto que pensó que se moría. Sus rodillas se doblaron y le
dolía la garganta y el esófago. Allí entre sus pies, el café y la bilis formaban un pequeño
mosaico sinuoso, una obra de arte que le había manchado los zapatos. Pero se sintió mejor,
mucho mejor, antes de caer inconsciente.
Cuando volvió a abrir los ojso estaba sentado en el asiento de la camioneta. Las
luces del restaurante se reflejaban deformadas sobre el parabrisas. La puerta del conductor
estaba abierta y en aquel asiento estaba sentado Scott, dándole la espalda. George lanzó un
gruñido al incorporarse.Sus miembros estaban tan carentes de fuerzas como la habían
estado justo antes de derrumbarse. Se encontraba algo mareado, pero dentro de su cabeza
había un vacío liberador. Se notaba ligero, como si hubiese tenido antes un enorme peso
aplastándole el cerebro y, de pronto, hubiese desaparecido. Consiguió al fin incorporarse.
Debía de hacer bastante frío, porque su aliento formó una nubecilla de vaho que se disolvió
en un diminuto remolino. Colocó las manos sobre el salpicadero y se miró el rostro en el

34
El Estrangulador

espejo retrovisor.
– Le cogí antes de que cayese ―dijo Scott sin volverse, y su voz sonó apagada.
– Creo que me he manchado los zapatos ―respondió George, sin poder comprobarlo
dentro de la penumbra del coche―. Oiga, Scott... Gracias.
– No tiene por qué darlas.
– Yo... ―buscó algo que lo acercase a aquel ser. Buscó dentro de sí aquellos
sentimientos que se suponía debían despertar en él los predicadores y algunos
políticos, pero no había nada. Sólo podía soportar aquello y esforzarse en seguir así.
Scott no le dio demasiado tiempo para hurgar en sus pensamientos. Se metió en el
coche y puso el paquete de tabaco que George se había dejado en el restaurante junto a la
palanca de cambio.
– Sargento Hampton ―había algo de ceremonialidad en su voz―, tiene que decidirse.
¿Quiere que le deje en casa o viene conmigo? He informado a mis superiores, pero
me temo que no tenemos mucho tiempo para esperar refuerzos si quieremos llegar
al final de esto antes de que sea demasiado tarde.
George miró a Scott. Comprobó como aquellos enormes ojos, que una vez fueron
humanos, lo enfocaban directamente. En su negra concavidad el mundo se reflejaba al
revés. George recogió el paquete de tabaco y sonrió de lado― Luego asintió.
– En marcha.

El agua de las últimas lluvias había desbordado varios desagües atascados por la
basuras y las hojas muertas de los árboles en East Cambridge. El cielo se había vuelo negro
como el carbón, o como si alguien se hubiese olvidado de pintar algo allí arriba y solo
quedase entonces un enorme vacío carente de estrellas. Pero pronto quedó claro que sí
había algo allí arriba cuando un enorme aguacero comenzó a retumbar con titánico
estruendo. George aplastó la colilla en el cenicero y se pasó la mano por el pelo por décima
vez. Pasaron frente a un restaurante italiano, donde un chico delgaducho observaba la
lluvia caer con aire distraído. Un par de coches estaban subidos en la acera, junto a un
árbol pelado, cuyas ramas retorcidas se enfrentaban con innegable tenacidad a la lluvia.
George pensó que quizás aquellas ramas retorcidas, que se asemejaron a unas manos
huesudas y anhelantes, estuviesen convocando a lal lluvia, o tratando vanamente de
sostenerla, esperando que las hojas comenzasen de nuevo a brotar.
Scott aparcó junto a un poste de teléfono. En la pared había una pintada obscena.
Un vagabundo se cubría de la lluvia debajo de un agujereado alero de asbesto. Un poco
más allá, calle abajo, cerca de una esquina donde acababa de parar un taxi del que bajaron
dos hombres, se encontraba el Yhoundhe, oficialmente un club para caballeros, donde la
mayoría de ellos iban a gastarse el dinero en prostitutas y haciendo girar alguna ruleta
trucada. Un hoyo de inmundicia, donde, según Crawler, se encontraba la persona que
podía llevarles a La Voz.
Atravesar la puerta de madera contrachapada del Yhounde era atravesar la frontera
a un mundo dominado por el olor a alcohol barato y a humo de tabaco flotando en el aire.
La atmósfera estaba apenas iluminada por una radiación rosada que provenía de detrás de
una barra que había conocido tiempos mejores, detrás de la cual un camarero de rostro
alargado y enjuto servía copas y cócteles a un puñado de tipos de aspecto sórdido, con sus
sudorosas manos deseando introducirse entre la ropa de las bailarinas exóticas que, en un
extremo del salón, bailaban bailes eróticos sobre una tarima negra, al ritmo de una

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El Estrangulador

musiquilla incesante y psicodélica.


Los ojos entrenados de Hampton detectaron enseguida al par de matones que
velaban por que las cosas no se salieran de madre en aquel lugar. Uno de ellos, un tipo de
cabeza redonda embutido en un jersey de cuello alto, estaba sentado al lado de una pianola
que no tenía pinta de haber funcionado en décadas. El otro estaba sentado en un extremo
de la barra, observando todo con un par de ojos hinchados por el humo. Por supuesto,
ambos fueron en seguida conscientes de la presencia de Hampton y Scott. Especialmente
de Scott.
George se dirigió a la barra y se hizo hueco entre un par de tipos con el mentón
manchado de whisky. El camarero observó de pasada al gorila del final de la barra y luego
se dirigió hacia el sitio que Hampton se había procurado a base de codazos.
– ¿Qué puedo servirle? ―dijo, con un acento franco canadiense.
– Queremos ver al tipo que está a cargo de esto.
El camarero inclinó sus labios en una mueca de ignorancia.
– Lo siento, caballero. Me temo que eso no...
George no le dejó terminar de hablar. Metió la mano en su bolsillo y mostró la placa,
que apenas brilló en aquel ambiente oscuro y caliginoso.
– Creo que no me ha oído ―repitió George con tono férreo―. Le he dicho que quiero
ver al encargado.
El camarero se encogió de hombros y se marchó a intercambiar unas palabras con el
tipo del final de la barra. Éste levantó su enorme corpachón y se movió con paso firme
hacia George y Scott.
– Perdonen, caballeros ―dijo, mientras sus grandes brazos colgaban a ambos lados de
su enorme pecho de una manera un tanto desgarbada―. ¿Me pueden decir sus
nombres?
– Soy el sargento Hampton y él es el agente especial Scott ―George enseñó la placa. A
pesar de aquella oscuridad, la placa hacía efecto y la gente a su alrededor se había
alejado de ellos, como si Hampton estuviese enarbolando una tea en llamas.
Aquel tipo inspeccionó durante un par de segundos la placa de Hampton con su
mirada enrojecida y asintió levemente.
– Por favor, esperen aquí un minuto ―dijo, y se marchó bamboleante hacia una
puerta al final de unas escaleras de madera bajo barniz negro.
Scott estaba quieto como una estatua en aquel lugar. Sus enormes ojos negros no
parecían moverse y solo en quedo y lento movimiento de su respiración disipaban las
dudas de si realmente estaba vivo. George observó aquel lugar, lleno de... de ganado. Eso
fue lo que le vino a la mente. Despojos ansiosos de hundirse en alcohol. Resopló casi sin
darse cuenta. ¿Qué le diferenciaba de ellos? Sabía que algo había. Quería creerlo, pero,
obviando el hecho de que Hampton era más amigo de beber a solas, ¿qué característica le
alejaba de aquella turba de borrachos patéticos? Se rascó nerviosamente el mentón
tratando de dar con la clave. El motivo. Eso era. Él tenía un motivo para ser así. Se
preguntó cuantos de ellos lo tenían.
El enorme gorila volvió casi arrastrando los pies. Se colocó frente a ellos e hizo un
gesto con su manaza hacia la escalera.
– El jefe les puede recibir ahora ―anunció y se puso al frente de ellos, camino arriba
por las escaleras de madera negra.

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El Estrangulador

Desde la perspectiva que le permitía esos dos metros y medio sobre la parroquia,
George se sintió ajeno a aquellas personas, extraño a aquellas cabezas que se mecían al
compás hipnótico de los vasos de licor, de las manos que aferraban ilusoriamente el cuerpo
de alguna muchacha semidesnuda. Scott entró en el despacho que había al final de las
escaleras, y tras unos segundos, George también lo hizo.
El despacho era una pieza única, dividida transversalmente por un biombo de nogal.
Había una lámpara encendida en el techo y sobre ella, las aspas de un ventilador giraban
apáticamente. Cuando se cerró la puerta tras ellos, el ruidoso y estridente mundo de humo
del Yhaunde quedó mudo. Detrás de un escritorio había un hombre de unos cuarenta años,
de pelo negro peinado pulcramente con la ralla a un lado y vestido con una chaqueta de
tweed azul. Encima, una ordenada colección de papeles y un cenicero, donde una colilla
aún arrojaba algo de humo. El hombre allí sentado se puso en pie y alargó su brazo
indicando un par de sillas dispuestas para la ocasión frente a su mesa.
– Señor Hampton, señor Scott ―saludó, con una leve inclinación de su rostro
lampiño―. Les esperaba. Tomen asiento.
Aquel individuo, George fue capaz de sentirlo al momento, irradiaba serenidad y
fuerza, como si fuese alguien acostumbrado a que le obedeciesen. Scott se sentó y George
hizo lo propio. Su anfitrión abrió una pitillera de plata y les ofreció un cigarrillo. Ambos
declinaron. Él, por contra, se encogió de hombros y sin levantar la vista del escritorio
encendió el cigarro con un mechero oculto dentro de la estatuilla de un elefante sobre sus
patas traseras.
– Señor... ―Scott abrió su enorme boca, quizás algo impaciente.
– Eibon ―concluyó aquel tipo, sonriendo amistosamente.
– Señor Eibon ―continuó Scott―, queremos hablar con usted sobre un tema
importante. Tenemos entendido que usted puede ponernos en contacto con La Voz.
Eibon sonrió y el cigarrillo bailó en sus finos labios.
– Veo que no se andan ustedes por las ramas.
– No hay tiempo para eso ―aseveró Scott―. Sabemos que se marchan ustedes de la
ciudad. Y sabemos también que estaban interesados en conocer a quien preguntase
por el estrangulador. Bueno, aquí estamos.
Eibon dio una larga calada al cigarro y expulsó el humo por los orificios de su nariz.
– Es cierto, nos vamos. Y les recomendaría que ustedes también lo hiciesen.
George entonces creyó que aquella voz era la misma que oyó hablar con Crawler en
su refugio en el puerto.
– Cuéntenos lo que sabe ―dijo Scott, colocando una de sus manos en un puño sobre el
escritorio.
– Está bien ―Eibon no pareció intimidado―. Pero le aseguro que los trucos como los
que usó en el puerto no le servirán de nada. En cualquier caso ―sus dedos dejaron
el cigarro sobre el cenicero―, les informaré. ¿Saben? Yo quiero a esta ciudad. Me
preocupo por ella, así que si quieren hacer algo al respecto, son bienvenidos. Por mi
parte, me temo que está perdida, así que en una hora me marcharé.
– Continúe.
– Hace cuestión de un par de meses, unos tipos vinieron haciendo preguntas del tipo
que hacen que a la gente como yo se le disparen las alarmas. Al parecer estaban
abordando a todos los que podían proporcionarles ciertos libros.

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El Estrangulador

– ¿Qué clase de libros? ―quiso saber George.


– Libros de ocultismo. Libros para invocar cosas. Estos tipos pusieron nervioso a los
distribuidores, que pusieron nerviosos a La Voz, y cuando La Voz se pone nervioso,
todo el mundo debería estar preocupado. De modo que busqué a esos tipos. No fue
difícil dar con ellos. Habían estado dando sus señas a todo el mundo. Parecían
ansiosos. Cuando llegué hasta ellos, mi idea inicial de que era un grupo de
principiantes se disipó. Parecían bien organizados y traían referencias. Ellos
parecieron aliviados al hablar conmigo. Al parecer, tenían claro que no iban a
conseguir lo que querían si La Voz no lo aprobaba. Habían estado haciendo tanto
ruido para llamar la atención adrede. Aquello les salvó de ser silenciados.
– Al final consiguieron lo que venían buscando.
– Sí. Les interrogamos sobre lo que harían con ellos, pero, debe usted comprender,
que preguntar demasiado es malo para el negocio. Tenían en dinero y los bienes
necesarios para que se produjese el intercambio. Y así se hizo ―Eibon dio la última
calada al cigarro. La puerta se abrió y el barullo exterior envolvió la estancia como
una pesada manta. Era el tipo grandote de antes.
– Señor Eibon, el coche está listo.
– Gracias, Clark. Serán unos minutos.
El gorila sintió y se marchó, cerrando la puerta.
– ¿Qué sucedió después?
– Les perdimos la pista. Creímos que se habían marchado con el material. Luego, a los
pocos días, comenzaron los asesinatos. No le dimos mucha importancia al principio,
porque en esta ciudad siempre hay gente que muere de forma extraña. Algún loco
que la poli no tardaría tiempo en detener. Sin embargo, nos tememos que no es así.
La Voz supo que había algo suelto por las calles. Algo antiguo y peligroso. Nos
pusimos manos a la obra y encontramos con que todos habían muerto. Al parecer, la
invocación se les había escapado de las manos. Pasa a veces. Pero estos idiotas no
estaban jugando con un byakhee. Habían estado tratando de destruir esta maldita
ciudad.
Eibon aplastó la colilla y se pasó la mano por el flequillo, como para comprobar que
seguía bien pegado a su frente.
– ¿Una bomba A? ―casi susurró Scott.
– Sí, sí. Esos idiotas habían estado tratando de llamarle. Y resulta que como no sabían
o no podían convocarle directamente, llamaron a su heraldo. Y la puerta se cerró, o
él la cerró, antes de volver. Y ahora está suelto.
– Nyarlathotep.
George escuchó ese nombre y no provocó en él la misma reacción que en Scott y el
Eibon.
– Sí. Al parecer, uno de sus avatares está suelto en la ciudad. Nadie sabe qué puede
estar pensando hacer. Obviamente, no queremos estar cerca cuando lo que quiera
que sea pase. Si todo va bien, volveremos en un tiempo. Pero puede que él esté
intentando terminar el trabajo de los otros.
Scott bajó su cabeza como si estuviese pensando. Eibon se puso en pie.
– Señores, debo irme.
– Denos la dirección donde estaba el refugio de esos tipos.

38
El Estrangulador

Eibon rió nerviosamente.


– Como quieran.

George respiró profundamente el húmedo aire de la calle frente al Yhounde. La


lluvia había dejado charcos por todo el irregular asfalto y los edifcios estaban húmeros, con
las ventanas llenas de pequeñas gotitas de agua, que se escurrían hasta los alféizares.
Scott anduvo hacia el coche con la llave en la mano. George se sentó en el asiento del
copiloto.
– Tiene usted que explicarme bastantes cosas, porque de lo que he oído ahí arriba sólo
he comprendido la mitad.
– ¿Sabe usted quien es Nyarlathotep?
– No tengo la más remota idea.
– Digamos que es un tipo de deidad. Una deidad destructiva. En el bureau tiene una
clasificación triple A de peligrosidad.
– ¿Y es ese Nyarlathotep quien está matando a las mujeres por la ciudad?
– Eso parece.
– No tiene sentido. Hay un dios maléfico suelto por Boston cuyo entretenimiento es
matar a unas viejas...
Scott giró la cabeza.
– No podemos comprender lo que pasa por la mente de Nyarlathotep. Es un ser
múltiple. Cada una de sus manifestaciones muestra un comportamiento y un
pensamiento diferente. Pero le puedo asegurar que no es una amiga de la
humanidad. Si está matando a mujeres debe ser por algo.
– Y luego ¿qué?
– Según temo, y parece que por lo lejos que piensan irse La Voz y sus ayudantes, ellos
también tienen la misma idea, Nyarlathotep puede tratar de convocar a Azatoth. La
Bomba A.
– No sé a qué se refiere.
– Azatoth es el Dios Supremo de todos los Dioses Exteriores. Es posiblemente la
criatura más poderosa de este universo. Si llegase a ser convocada, Boston y sus
alrededores podría quedar reducida a un enorme cráter en cuestión de minutos.
– ¿Y hay gente que estaba dispuesta a eso?
– No sabe usted cuanta. Tenemos que enterarnos de lo que consiguieron aquellos
tipos. Si sabemos qué avatar de Nyarlathotep anda suelto, puede que tengamos
alguna posibilidad de detenerlo antes de que sea demasiado tarde.
George miró por la ventana mientras el coche aumentaba su velocidad. Las luces de
la calle se reflejaban en la luna delantera. Él no podía saber que, en los tejados, una
monstruosidad negra, zancuda y que en lugar de rostro tenía un enorme tentáculo rojo,
corría a la par que ellos.

El coche se detuvo encima de un charco cerca de unos edificios desvencijados que


antiguamente, antes de la guerra, habían servido de almacenes y algunos años antes como
aduana. Durante la guerra, aquellas paredes encaladas habían albergado uno de las
decenas de centros de reclutamiento diseminados por todo Massachussets. Ahora, sobre el
mastil en el que un día ondeó la Union Jack solo había óxido y humedad. El edificio, de

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El Estrangulador

tres plantas, con las ventanas rejadas y tapiadas desde el interior, se encontraba rodeado
por la parte delantera de un pequeño muro sobre el cual había una verja que databa de
antes de la Gran Depresión. George sintió un vacío inquietante en su estómago,
recordando la época de Roosevelt, y como el mundo había cambiado para convertir a
Charles Dexter Ward en el presidente de Estados Unidos, incluidos los Estados
Sumergidos de Norteamerica.
Scott sugirió dar una vuelta al edificio antes de entrar, y George estuvo, por una vez,
de acuedo con él. De pronto, mientras veia su sombra a la luz de las lamparas que colgaban
en la fachada del edificio de enfrente. No sabía si era el cansancio, la herida palpitante de
su cabeza o que hubiese una entidad sobrenatural violando mujeres dispuesta a destruir
Boston, pero no se encontraba nada bien. Se dejo caer suavemente sobre la fachada de
ladrillos del lateral del edificio. El alféizar de la ventana de la planta baja quedaba a un
palmo sobre su cabeza. Scott se encontraba calle abajo, moviéndose con su característico
andar bamboleante, moviendo los brazos de una manera simiesca. De pronto se preguntó
como aquella figura le parecía tan familiar. Bajó los ojos hasta el asfalto, mientras con sus
dedos se apretaba los ojos. La calle estaba llena de charcos. Cuando los volvió a abrir vio
muchas motitas de colores flotando sobre el suelo, que se fueron dispersando poco a poco.
Una sombra oscureció durante una fracción de segundo la calle, como si una enorme
polilla hubiese revoloteado sobre las farolas. Luego escuchó un crujido sordo encima de su
cabeza. George dio unos pasos hacia el borde de la acera y miró hacia el tejado. No veía
nada más que oscuridad sobre el borde ondulado que sobresalía del lateral del edificio.
– Hampton ―Scott le llamó desde el final de la calle. Luego le hizo una seña para que
le siguiera al cruzar la esquina.
La parte trasera del edificio tenía una puerta a la que se llegaba tras tres escalones.
La puerta era una oxidada hoja de metal, cuya cerradura había desaparecido, dejando un
enorme boquete en su lugar. George asintió y sacó su pistola, sintiendo una agradable
sensación de seguridad al notar su peso entre los dedos.
Scott empujó la puerta con cuidado y arrojó luz a un pasillo desierto con una
linterna que sacó de su gabardina. Cuando el profundo hubo entrado, George hizo lo
propio, ligeramente encorvado y sujetando el arma con ambas manos. No fue difícil para
George notar el olor de la podredumbre por encima del sálobre olor de Scott. No era la
primera vez que George notaba un olor así. Era el hedor de la muerte y los cuerpos en
descomposición. Scott miró por encima de su hombro derecho y señaló con un gesto de su
cabeza unas escaleras que subían a la primera planta. El pasamanos estaba podrido y en
algunos sitios simplemente faltaba, como si alguien los hubiese arrancado. No le fue dificil
imaginar a unos mendigos usándolos como combustible para una hoguera en alguna noche
especialmente fría. Los escalones crujían a su paso, amenazando con hundirse junto con la
escalera, pero más allá del sonidos que ellos mismos producían, de sus pasos, de sus
respiraciones, no se oía nada. Nada en absoluto. Sin embargo, a medida que ascendían, la
atmósfera se llenaba más y más de aquel olor a putrefacción. George estuvo seguro de que
lo que iban a encontrar no le iba a sentar nada bien a su maltrecho estómago y de no ser
porque estaba completamente vacío, quizás hubiese vomitado ya.
Al final de la escalera había un salón grande. Al fondo estaban los restos hechos
astillas de una mesa enorme, junto con un retrato apolillado del presidente Truman,
ligeramente ladeado. George tuvo la impresión de que Truman los miraba con
desaprobación.

40
El Estrangulador

– Es por aquí ―dijo Scott, indicando con su dedo un pasillo al lado derecho de la
habitación.
Cruzaron un corredor lleno de ventanas que daban a un patio interior. La luna se
filtraba a través del esponjoso tejido de nubes, impregnando el pasillo de su luz necrótica.
Algunos papeles sueltos, algunas ventanas que estaba rotas y otras que habían sido
tapiadas, pero nada más en aquel edificio vacío. George tuvo la impresión de estar
visitando una casa encantada. Por supuesto, todo aquello a la luz del día se vería de un
modo mucho más amable, pero en aquella noche, aquella noche en concreto de antiguos
dioses olvidados que andaban suelto por la ciudad, de monstruos como los que George
jamás había pensado ni siquiera en sus más etílicos delirios, estaba en un lugar aterrador.
Apretó con fuerza su pistola, cuando la luna se oscureció por un instante mientras algún
pedazo desgajado de nube pasaba sobre ella.
Al final del pasillo, una puerta doble llevaba a un salón cuyas paredes estaban llenas
de garabatos y escrituras incomprensibles para George. También habían varios cadáveres
diseminados alrededor de la estancia, con sus miembros rígidos y corrompidos doblados
en ángulos imposibles. Sus pieles estaban ennegrecidas, como si hubiesen sido abrasados
por algún calor que el resto de la habitación había pasado por alto. George contó media
docena, colocados en poses que no tendrían sentido de no pensar que simplemente habían
volado desde un punto focal, situado al fondo de la sala, como los cuerpos que quedan tras
una explosión. Cuando la luz de la linterna de Scott pasaba sobre ellos, parecían refulgir
con una luz cadavérica, como aquella baba que George había encontrado en la barandilla, y
que después se había convertido en gusanos. Por lo demás, no se podía distinguir más
rasgos de ellos sin un exámen más minucioso, un exámen que George no estaba dispuesto
a hacer en ese momento.
– George ¿Se encuentra bien? ―Scott se irguió y se dio la vuelta hacia él.
– Sí. Solo un poco mareado. El aire es...
– Sí, es irrespirable ―convino Scott―. ¿Puede sujetarme la linterna? Cóloquese a mi
lado y trate de alumbrar lo máximo posible.
– De acuerdo ―George cogió la linterna y alumbró por encima del hombro de Scott.
El suelo parecía quemado y las quemaduras, tan profundas que habían penetrado
varios milímetros en el entarimado, parecían formar extraños dibujos que hablaban de
geometrías imposibles. A cada poco Scott se paraba y comprobaba algún símbolo que le
parecía especialmente interesante, mientras se acercaban a lo que parecía ser el punto del
que convergían las decenas de líneas del suelo, las paredes y el techo. George estaba
impaciente por que Scott dijese algo, por salir de allí y por alejarse lo máximo posible. No
solo era el olor a muerte penetrando en sus fosas nasales, aferrándose a su ropa y a sus
cabellos, era otra cosa, algo extraño y horrible que se asomaba al borde de su consciencia,
como un horror atávico sepultado por la razón y la sociedad que se revolvía, tratando de
volver a la vida.
– No se mueva ―dijo Scott, irguiéndose―. Fíjese ahí.
George observó el suelo y vio una línea, más gruesa que las demás, de color rojizo
casi negro. Sangre seca, pensó. La línea se unía con otras alrededor del punto focal de la
sala, un mísero atril en el que descansaba un libro de tapas de piel. Aquellas líneas
formaban un dibujo alrededor del atril, una miriada de triángulos y círculos concéntricos
que a su vez formaban un dibujo mayor, como el foso alrededor de un castillo.

41
El Estrangulador

– ¿Qué es? ―preguntó George, sin entender del todo.


– No, fíjese ahí ―el grueso dedo de Scott señaló un punto que quedaba en la
penumbra formada por la linterna. Era otro cadáver, pero distinto de los demás. Sus
rasgos eran reconocibles, su piel no se encontraba quemada y parecía llevar menos
tiempo muerto que los otros.
George se movió hacia él justo detrás de Scott. Se encontraba apoyado sobre su
hombro, casi en posición fetal, un par de metros detrás del atril.
– Lo que quiera que acabó con los demás no hizo lo mismo con él ―observó George,
enfocando directamente el cadáver. Vestía una ropa elegante, una chaqueta y unos
pantalones a juego. La mano de Scott se apoyó sobre su rígido hombro y lo giró. El
cadáver, rígido, adoptó una postura tétrica delante de ellos. Pero lo que le congeló la
sangre a George e hizo que la linterna se escurriera de sus dedos fue ver su rostro.
La linterna cayó al suelo y rodó demasiado, dando giros y lanzando alocadamente el
cono de luz de un lado a otro. George tuvo pánico real a que se apagase y los dejase en
medio de la oscuridad con los cadáveres. Sintió la bilis subir por su reseca y dolorida
graganta, mientras trastabillaba detrás de la linterna en una carrera demencial. La linterna
por fin se detuvo, demasiado lejos de donde había caído. George se lanzó a por ella y la
sostuvo entre sus dedos tiritantes. Se dio la vuelta y apuntó hacia donde debería estar
Scott. El cadáver no se había movido, pero Scott estaba separado un metro de él.
– ¿Es Eibon? ―preguntó George.
– Sí ―la voz de Scott sonó como una campána fúnebre.
– ¿Qué demonios está pasando aquí?
Antes de que pudiese decir nada más, un chirrido proveniente de la puerta por la
que ellos mismos había entrado le cortó la respiración. Era como el sonido de unos huesos
repiqueteando sobre el suelo, acompañados de un palpitar crepitante como el que haría
una manta de gusanos. La puerta se abrió y se cerró rápidamente, aunque un reflejo de la
luz del pasillo exterior mostró una silueta imposible. George se resistía a levantar la
linterna hacia el fondo de la sala, temiendo que lo que se arrastraba hacia ellos fuese
demasiado terrible para ser visto por ojos humanos. Solo su forma, apenas insinuada a
través de la oscuridad había sido suficiente para helarle hasta lo más profundo de su
cuerpo y su mente.
– ¡Hampton, apúntele con la linterna! ―gritó Scott, al tiempo que lanzaba un puñado
de polvo al aire y gesticulaba frenéticamente, pronunciando palabras que
retumbaban en sus oídos―. ¡George! ¡Apúntele, por lo que más quiera! ―gritó de
nuevo.
La mano le pesaba una tonelada y temblaba con vida propia. Contempló la
posibilidad de dejar caer la linterna, pero no supo si el pensamiento era suyo, de una parte
aterrada y animal de él, o no. Con un aullido apuntó a la oscuridad reptante al final de la
habitación. Pero allí no había nada. Balbució algunas palabras mientras notaba como el
corazón se le iba acompasando. ¿Qué locura había sido esa? ¿Se había dejado llevar por el
pánico? Era lo más seguro. Los pensamientos racionales se disparaban en su mente,
tratando de alejar la alargada sombra del pánico y la demencia. Su linterna se había caído.
Alguna ráfaga de viento había movido la puerta. Los edificos viejos crujen.
– Hola, George ―dijo alguien a su lado.
George se volvió, usando la linterna al tiempo que trataba de sacar de nuevo la

42
El Estrangulador

pistola de su funda. Una mano le detuvo férrea pero suavemente. La luz iluminó a un
hombre vestido con ropas oscuras, un pantalón ancho y una chaqueta negra. Tenía
corbata. Su rostro no pasaba la treintena. Un rostro moreno, de nariz ancha y aguileña,
una cuidada perilla sin bigote y unos ojos serenos y grandes, del color del betún.
– ¿Quién eres? ―George notó una extraña tranquilidad al contacto con él. Aquel
hombre le sonrió y le inundó de calor y esperanza.
– ¡Es él! ―gritó Scott desde el atril―. ¡George! ¡Escúcheme! ¡Es Nyarlathotep!
El hombre soltó el brazo de George y miró hacia Scott. George no supo decir si había
reproche o tristeza en aquellos enormes ojos. Desde luego, no parecía ningún dios
maléfico. No podía serlo.
– ¿Qué ha hecho, señor Scott? ―preguntó, al ver el círculo que Scott había trazado a
su alrededor con polvos de colores.
– Nyarlathotep, no podrás cruzar este Símbolo ―la voz de Scott traslucía temor.
George jamás lo había oído así.
– No habrá necesidad de ello. Sólo necesito que termines lo que los otros empezaron.
– ¿Invocar a ...?
– Shhh ―Nyarlathotep se llevó el dedo índice a los labios―. No hay necesidad de
nombrarle.
– ¿Y si no lo hago? ¿Me matarás como mataste a Eibon?
– ¡Yo no mate a Eibon! ―su voz sonó ofendida―. Él se suicidó. Tu no harás lo mismo
¿verdad? Piénsalo, Daniel. Es por el bien de todos. Solo queda una frase que decir, y
el conjuro estará acabado.
George estaba pálido como una vela. Scott se encontraba encerrado dentro de su
círculo, junto al atril y al libro, abierto por una de sus páginas centrales. Parecía un libro
viejo y carcomido. Junto a él se hallaba aquel hombre misterioso, que rogaba que se
finalizase el conjuro.
– El conjuro... ¿el conjuro invocará a Azatoth? ―preguntó con un hilo de voz. Un
silencio pétreo calló sobre la sala y el aire pareció volverse más denso y pesado.
Algunos de los cadáveres se agitaron galvanizados y el humor fosforescente escapó
de ellos en forma de nube. A lo lejos, en alguna estancia lejana, pareció escucharse
una flauta.
El hombre de la chaqueta negra se giró hacia George.
– Así es. Todo debe hacerse como está escrito.
– ¿Qué sucedió aquí? ―inquirió George, apuntando a quien Scott había nombrado
como Nyarlathotep con la linterna―. ¿Qué demonios pasó aquí?
– Ellos creían que estaban llamándole, pero yo acudí en su lugar. Tú lo sabes bien,
George. El mundo se derrumba. Los horrores del caos y la anarquía acechan y
devoran los confines de lo que la humanidad ha forjado durante siglos. Si no
hacemos algo, volverá la época del átomo y luego la época del hierro y la flecha. He
visto el futuro, y es un desierto lleno de cadáveres.
– ¿Acaso eres tú un dios que se preocupa de la humanidad? ―lo desafió Scott.
– Soy el único dios capaz de preocuparse. Yo soy el dios de todo lo que habita en este
mundo. Yo lo forjé. Levanté las columnas de la antigua Ur, enseñé a los hombres a
escribir en las tablillas de arcilla, alcé las torres de Babilonia y las pirámides de
Egipto. Susurré los secretos de la medicina y de la ciencia a los oídos adecuados. Yo

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El Estrangulador

soy el que soy ―aquel hombre levantó las manos, majestuosamente. Irradiaba una
fuerza que apunto estuvo de postrar a George―. ¿Dónde estabas tú cuando yo puse
los cimientos de la Tierra?
– ¿Qué es lo que quieres?
– ¡No le escuche, George! ―el grito de Scott parecía desesperado.
– El futuro del hombre requiere un sacrificio. Unos pocos a cambio de muchos. Hoy
conviven los hombres de la superficie y los hombres de debajo de las olas, pero esa
paz no durará mucho. Los disidentes, los rebeldes, los desesperados, los radicales,
los fanáticos, todos están esperando el momento de destruir esta frágil coexistencia.
Cuando vuestro presidente Ward muera, la locura se apoderará ellos y para
entonces será demasiado tarde. No quedará piedra sobre piedra.
– ¿Qué debemos hacer?
– Boston debe ser destruida. Él arrasará todo lo que existe sobre las olas y bajo ellas.
Todos, hombres y profundos, arrancados de la vida por el mismo Dios demente y
tiránico. Entonces, un nuevo amanecer empezará y una semilla germinará entre los
escombros de Boston. Habrá un mundo nuevo y unido frente a los males que viven
más allá de las estrellas. No habrá vecino que ataque a su vecino, ni hermano que
envidie a su hermano.
– ¿Y no es lo que iban a hacer ellos?
– No, George. Ellos querían arrasar los Distritos Sumergidos. Eso hubiese comenzado
una nueva guerra con los profundos. Los sacerdotes de Dagon hubiesen usado esa
agresión como una escusa para reabrir las heridas que aún no han cicatrizado del
todo y que desmembrarían el mundo. Tú lo sabes.
– ¡George, no le escuches! ¡Te está diciendo lo que quieres oir!
– ¡Cállate! ―gritó George a Scott―. ¿Acaso no puedes hacerlo tú? ¿Por qué necesitas a
Scott?
– Es una muestra de la Alianza. Yo no puedo traerlo, pero puedo aplacarlo y
devolverlo al lugar donde mora.
– ¿Y por eso los mataste? ¿Porque iban a matarnos a todos?
– Sí.
– ¿Y qué le pasó a Eibon? ―esgrimió Scott.
– Eibon murió porque era demasiado cobarde para hacer lo que os pido. Prefirió
conferirse la muerte a si mismo antes que afrontar esta verdad.
– No voy a hacerlo ―afirmó Scott, con todo el aplomo del que era capaz.
George sacó la pistola y apuntó a Scott.
– Será mejor que dispare ―le espetó Scott, mirándole a los ojos. Aquellos enormes
ojos negros y vacíos―. No seré yo quien termine la invocación.
George observó a Scott. El profundo estaba visiblemente aterrado dentro del círculo
que había trazado. Luego observó a Nyarlathotep, firme, convencido. Sus palabras tenían
sentido. Todo encajaba perfectamente en la mente de George. Él no temía sacrificarse. No
porque fuera un héroe o un mártir, sino porque estaba deseoso de tener razón. Aquel
mundo no era su mundo. Su mundo había desaparecido y le habían dejado atrás. No
reconocía las personas, los lugares, los sentimientos que había tenido antes de la guerra
con los profundos. Si simplemente desaparecía ahora en medio de la furia de una deidad
incognoscible no sentiría pena ni lástima por él. Sólo quería descansar. Suspiró.

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El Estrangulador

– ¿Y las mujeres? ―preguntó con un hilo de voz.


– Ellas eran las primeras en este sacrificio. Tuve que llamar la atención de alguien
capaz de terminar todo esto. No demasiado como para que se llenase de gente
haciendo preguntas, pero si lo suficiente para atraer a alguien como él ―dijo,
mirando a Scott―, alguien capaz de terminar lo que los otros empezaron.
Nyarlathotep se movió hasta los límites del círculo, a unos centímetros del rostro de
Scott. Sonrió sardónicamente, mostrando una gran hilera de dientes blancos y afilados.
– ¿Sabías que esto iba a pasar? ―preguntó George a su espalda.
Nyarlathotep guiñó un ojo a Scott.
– Sí, lo sabía.
– ¡George, no!
George apuntó y disparó. La bala salió acompañada de un trueno de la pistola
pesada. Voló la media decena de metros que lo separaba de su objetivo. La cubierta de
teflón penetró como un cuchillo caliente en la mantequilla, atracesando el cráneo de aquel
hombre, que estalló en mil pedazos. La cara de Scott quedó cubierta de sangre y trozos de
dientes y huesos, mientras que el cuerpo de Nyarlathotep caía de rodillas y la sangre
manaba como una fuente de su cabeza reventada. Luego, la inercia de la caída lo llevó
hacia delante.
– No lo sabías.
George avanzó hasta donde estaba Scott. El profundo parecía haber entrado en
colapso, puesto que estaba envarado, con los miembros rígidos y el rostro fijo, mientras la
sangre y los sesos goteaban por su aceitosa piel.
– ¡Scott! ―George le agarró del hombro y lo agitó― ¿Scott, se encuentra bien?
¡Debemos irnos! ―la idea de que alguna monstruosidad más saliese de la oscuridad
era demasiado para él. Había hecho un esfuerzo sobrehumano al lograr pensar por
sí mismo y ahuyentar las semillas que en él había plantado aquel ser. Discernir
entre sus pensamientos y los de Nyarlathotep había superado cualquier proeza que
hubiese hecho en su vida, pero estaba demasiado agotado para sentirse contento
siquiera. Sólo deseaba salir de allí.
Scott le miró. Sus ojos negros y enormes parpadearon y su boca se movió sin emitir
nada más que un sonido grave y luctuoso, que fue trocándose a un gorjeo gutural.
– ¡Por el amor de Dios, hombre, vámonos de aquí! ―tiró de él hacia la puerta sin
lograr moverlo de su sitio, pero por fin Scott le miró. Una mirada llena de sentido,
que George jamás había visto antes en él.
– Perdón ―dijo, volviendo la relajación a sus músculos agarrotados―. Pero tenemos
que hacer una cosa antes de irnos. Nyarlathotep no está muerto. Una bala no puede
detenerle. Su esencia vaga por el lugar y tomará forma tarde o temprano ―Scott
respiró lentamente―. Debo desconvocarlo ―buscó un pañuelo en sus bolsillos y se
limpió la sangre de la cara.
– ¿Desconvocarlo? ¿Cómo hará eso?
– Este libro... en él viene la fórmula. Sólo necesito buscar un momento.
– ¿Está seguro?
– Por completo. Si quiere, puede esperarme en el coche. No me llevará demasiado.
La idea de volver sólo al coche no le agrasaba en absoluto.
– Le esperaré.

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El Estrangulador

A George le pareció apreciar una suave sonrisa en el rostro de Scott. Empezó a pasar
las páginas de aquel viejo libro con mucho cuidado.
– Oiga, George... Muchas gracias. Ha hecho usted un trabajo excelente.
George asintió con un gruñido. Aquel tipo seguía sangrando a sus pies. Había caído
atravesando el círculo que su compañero había hecho en el suelo y su sangre roja y espesa
estaba llenando los surcos del suelo. Scott mientras tanto farfullaba algunas palabras
incoherentes mientras pasaba su dedo enorme y grasiento sobre las páginas de aquel libro.
Anduvo unos pasos alrededor del atril, cabizbajo.
– Scott ―dijo al fin.
– ¿Sí?
– Recurda cuando me dijo que quería estar seguro llegado el momento de quién era
mi amigo y quien era mi enemigo.
– Hmmm... ―Scott levantó la vista un segundo del libro―. Claro que lo recuerdo.
George metió la mano en el bolsillo superior de su chaqueta y extrajo una piedra
pulimentada, plana, como un naipe. Tenía un símbolo grabado, un pentáculo con una
suerte de llama en el centro. Una bala salió disparada de nuevo, esta vez contra Scott, que
la aguantó de pie, aunque trastabilló. George disparó otras dos balas más, que lo arrojaron
al suelo.
– Creo que esta vez estoy seguro ―dijo, apretando los dientes. Acercó aquella piedra
al cuerpo de Scott y éste se convulsionó. Abrió la boca como si le faltase el aire y algo
crepitó a su alrededor, como si la oscuridad misma se contrajera.
– George... ―Scott abrió la boca y un hilillo de sangre salió disparado de ella―,
George... ―su voz se iba haciendo más tenue―. Gracias.
George guardó la piedra en el bolsillo y agarró a Scott entre sus brazos. Gimió
desesperado y unas lágrimas cayeron por su rostro.

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El Estrangulador

― 5. Más allá del bien y del mal ―

No está muerto lo que puede yacer eternamente; y con el paso de los extraños
eones, incluso la Muerte puede morir.
– H. P. Lovecraft

...¡Los padres de Thomas Symanski detenidos! La policía los acusa del asesinato
del niño y de tejer una campaña de mentiras con el fin de salir impunes del horrible
crímen. Poco después de ser llevados a comisaría, la madre se derrumbó y confesó que el
pequeño Thomas murió el mismo día que se denunció su desaparición, víctima de una
paliza que se les fue de las manos...

George despertó sin saber donde estaba. Abrió los ojos y observó el techo
desconchado. Las manchas de humedad surgían entre las vigas, moteando la pintura beige.
Se incorporó y notó al lado el calor que desprendía Maude, como había pasado algunas
veces antes. Sin embargo, esta vez George no se sintió culpable ni deseó que ella
desapareciese. Se puso de pie y observó su imagen reflejada en el espejo del ropero. Su
rostro de nariz gruesa, mandíbula cuadrada y ojos pequeños debajo de unas espesas cejas
grises. Tenía algo de sobrepeso. Miró un par de botellas medio llenas que estaban tiradas
en el suelo junto a un cenicero lleno de colillas y un montón de cartas desordenadas.
Sonrió pensando en la noche anterior.
Con cuidado de no hacer ruído, se acercó a la ventana y descorrió parcialmente la
cortina. Observó la calle frente a él. Hoy hacían casi cuatro meses desde que George y Scott
detuvieron a Nyarlathotep, pero el mundo no parecía haberse dado cuenta. El asunto fue
tratado en la más estricta confidencialidad por el bureau, departamento de Ciencias
Ocultas. Se le agradeció lacónicamente su ayuda y se le conminó a guardar silencio al
respecto de lo sucedido. Luego se llevaron el cuerpo de Scott antes de que pudiese verlo.
Quizás fue lo mejor. Puede que no hubiese soportado verlo de nuevo. Se agachó a coger un
cigarro y lo encendió mientras abría un poco la ventana, para que el aire de la mañana
llegase hasta él.
No había pensado en lo sucedido hasta que pasó una semana. Estuvo durmiendo
mucho tiempo, sueños que no siempre eran muy agradables, pero le permitieron poner en
orden sus ideas, aclarar lo que había pasado. El enemigo del hombre no lo decide el
hombre. Hay seres que caminan entre nosotros esperando el momento de debilidad que
nos enfrente, unos contra otros. El mal puede que tenga cientos de nombres, rostros y
máscaras, que adopte miles de formas, que repte o vuele, que susurre halagos o grite
amenazas, pero se le puede reconocer por lo que pretende. Detrás de todas sus formas se
muestra siempre el mismo vacío que busca la desgracia, la destrucción y la locura. George
se había asomado una vez a aquel vacío y por un instante se había visto reflejado en él, y no
le gustó lo que vio. Sobrevivió y aprendió que el mundo en el que estaba era su mundo, que

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El Estrangulador

la gente que estaba era su gente. Aprendió especialmente a reconocer a los enemigos y a
que debía defender y respetar a los suyos, tanto los que estaban por encima como los que
estaban por debajo de las olas. ¿O acaso no eran todos hijos de Ubbo-Sathla?

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