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LUIS ALBERTO SANCHEZ. TESTIMONIO PERSONAL. Memorias de un peruano del Siglo XX. TOMO I.

EL AQUELARRE. 1900 – 1931. PRIMERA EDICIÓN, LIMA, 1969, SEGUNDA EDICIÓN. LIMA, 1987.
DIBUJO DE LA TAPA Carlos Tovar © MOSCA azul editores s.r.l. CONQUISTADORES 1130 SAN ISIDRO,
LIMA, PERÚ. FONO 41-5988

CONTENIDO

PRIMERA PARTE. EN EL LIMBO

CAPÍTULO I. “Yo soy aquel que ayer no más decía”

CAPÍTULO II. El abuelo Rosendo

CAPÍTULO III. Casta de hidalgos

CAPÍTULO IV. Nace un niño

CAPÍTULO V. La casa de Monopinta

CAPÍTULO VI. “Yo supe del dolor desde mi infancia”

CAPÍTULO VII. “Sus rosas aún me dejan su fragancia”

CAPÍTULO VIII. Adiós al colegio

CAPÍTULO IX “Juventud, divino tesoro, ya te vas para

CAPÍTULO X. El regusto de la vida

SEGUNDA PARTE. EL AQUELARRE

CAPÍTULO XI “Melificó toda acritud el arte”

CAPÍTULO Intermezzo: Allegro ma non troppo

CAPÍTULO XIII. La vieja San Marcos y la nueva conciencia

CAPÍTULO XIV. “Potro sin freno se lanzó mi instinto"

CAPÍTULO XV. En el reino de arauco

CAPÍTULO XVI. Scherzo sobre Leguía

CAPÍTULO XVII. MARIÁTEGUI Y HAYA DE LA TORRE

Mariátegui y Haya de la Torre. Que afirma LAS sobre JCM y VRHT

CAPÍTULO XVIII. El comandante Sánchez Cerro (1930-31). Como

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Primera parte EN EL LIMBO

Yo quiero, citando me muera, sin Patria, pero sin amo,

Sobre mi sepulcro, un ramo De flores y una bandera...

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José Martí, Versos sencillos

TESTIMONIO PERSONAL es un conjunto de imágenes, de juicios, de im-presiones y retratos tal como


se presentaron en el recuerdo del autor, sin otro orden que el vivencial de su capricho, si lo hubo,
de su espontaneidad siempre en acecho; guardan, pues, estricta armonía con el título que los
ampara. Son eso, nada más y nada menos: un “testimonio personal

El libro se subtitula Memorias de un peruano del siglo XX: es que también son eso: se ajustan a una
persona, el testigo, y a un lapso de tiempo, el de su existencia: nada menos y nada más. Debo
explicarme acaso: nacido el autor a fines del año de 1900, su ámbito temporal y espacial —su
vivencia y, por tanto, su testimonio— cubre lo que va corrido de la actual centuria.

No considero estas páginas como “confesiones”, sencillamente porque no lo son. El famoso jurista
brasileño Rodrigo Octavio, denominó a las suyas Mis memorias de los otros: cínico y significativo
anuncio. Las presentes son también así, pero todo gira en torno del vidente, visor, veedor y a veces
previsor, el cual no hurta su criterio ni sus prejuicios e imaginaciones, aunque la crítica evaluadora
no sea lo principal en este caso.

Con pudor incoercible, hasta donde ha podido, evita el autor hablar de sus intimidades. El es de los
que creen que aquello que nos llega por boca, oído y ojos, de afuera hacia adentro, pertenece
irrenunciablemente a los predios del alma, y que el alma sólo se abre ante Dios.

CAPITULO XI

“MELIFICO TODA ACRITUD EL ARTE”

ENTRE mis lecturas de esa época, las más impresionantes fueron El Tumulto de Georges d’Esparbés,
los poemas de Darío, Los Pue¬blos y Antonio Azorín, de Azorín, Vida de Jesús, de Renán; y todo
Chocano; pero lo que más me enseñó fue el trato con escritores, especialmente Ladislao F. Meza y
Abraham Valdelomar. Fue su amistad un don que me hicieron, porque siendo bastante mayores no
desdeñaron aconsejarme en el culto a la belleza y la pasión por la verdad.

Conocí a Meza en 1915 por intermedio de Ismael Bielich, cuan¬do éste hacía su primer año de Letras
y yo el penúltimo de La Re¬coleta. Meza tendría entonces unos veinticuatro años; cursaba el úl¬timo
año de Jurisprudencia en San Marcos y era redactor de El Co¬mercio. Usaba chambergo negro de
amplias alas, uno de los últi¬mos sombrerones bohemios que se vieron en Lima, y una corbata negra
de nudo inconcluso, parecida a la mariposa flotante de Mar¬celo en La. Boheme de Puccini. Sí; Meza
tenía a orgullo ser bohe¬mio; y lo era. Más bien alto; de espaldas anchas, aunque nada re¬choncho;
caminaba a largos trancos, asentando las plantas de los pies. Tenía la frente huidiza, los ojos chicos
y negros, la nariz al¬go torcida; y sombreaba su labio un bigotillo nada abundante que él solía
retorcer a lo mosquetero. Entre sus compañeros de promo¬ción figuraban los “colónidas”. El no
comulgaba con ellos. Siendo amigo de Pablo Abril de Vivero, de Alfredo González Prada, Abra- ham
Valdelomar, Félix del Valle, Ismael Silva Vidal, César Fal- cón y José Carlos Mariátegui,
frecuentemente disentía de ellos en palabra y escritos. Oriundo de Huaraz, donde nació en 1891, e
hi¬jo de un mayor de ejército que se destacó, mientras fue autoridad policial, por su ejemplar
honradez. Ladislao rendía culto a ésta y se jactaba de una frutal franqueza. A cambio de su rigor
para con sus pares, lucía una cristiana bondad para con sus menores. Leía mucho y de todo, pero en
especial cuentos rusos. Solía ligar con malicia excesiva e injustificada El Caballero Carmelo de

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Valdelo- mar con un cuento de Korolenko. Por Meza conocí las obras de Chejov, Andreiev, algunos
de Tolstoy; de las manos de Valdelomar recibí como obsequio, una colección de Puchkin. Meza
adoraba a Gorki. Me parece que Los Vagabundos de éste y Los Hermanos Ka- ramasov de
Dostoiewsky marcaron a fuego su vida. A menudo, cuando tenía en el coleto copas demás —y era a
menudo—, citaba frases de Aliochka Karamasov. Ladislao se tenía por escritor “mal-dito”.

Este hombre singular fue uno de mis primeros amigos literarios y quien, repito, me introdujo en el
mundo imprevisible de los escri¬tores. Con desprendimiento inigualable y conmovedor, no sólo me
regalaba —nos regalaba al “chino” Bielich y a mí— entradas de tea¬tro, sino que nos convidaba a
tomar el lanche de las cinco de la tarde, pero nunca una copa. Ibamos al Café del Aguila y a El
Dora¬do, de la calle de Plateros de San Pedro, o al Péndola, de los Pla¬teros de San Agustín, en
cuyos altos habitaría años después Haya de la Torre. Allí se hablaba de teatro, de política y de
literatura, Me¬za mantenía viejos vínculos con los Miró Quesada, con Luis Varela y Orbegoso, con
Víctor Higinio y el “chino” Valle. Por él conocí la redacción de El Comercio, en su antiguo local, antes
de que cons¬truyeran el actual en la esquina de la calle de La Rifa. Era un ca¬serón destartalado y
sombrío. Más tarde tuve que visitar hebdoma-dariamente el taller del diario, cuando imprimíamos
ahí Hogar, a raíz del litigio entre Laureano Rodrigo y Andrés Aramburú Salinas, de que emergió
Mundial. Fue en 1920, después no volví más a El Comercio, salvo quizá un día de 1925 para cobrar
con terque¬dad el único artículo que me solicitaron y publicaron en sus páginas.

Meza me presentó también a Mariátegui, a Valdelomar y a Alfredo González-Prada. Este último


andaba muy preocupado con sus menesteres amatorios y diplomáticos; abandonó Lima poco
des¬pués. En cambio, Mariátegui y Valdelomar siguieron “epatando” al Jirón de la Unión. También
solían acudir a las citas de Meza, Eduar¬do Zapata López y Carlos Pérez Cánepa, el "negro” Fabio
Cama- cho y el misterioso José Ruete García. No era ningún secreto la poca simpatía que le
dispensaban Pablo Abril, Félix del Valle y César Falcón. Por otro lado, Leónidas N, Yerovi, en la flor
de su ingenio, trataba a Meza con afecto, aunque sin entusiasmo. Yerovi era un hombre distante;
cuando bebía unas copas se enardecía y fo-mentaba pendencias. A causa de uno de esos excesos
temperamen¬tales halló la muerte a bala, un día de febrero de 1917. Sobre su tumba pronunció
Valdelomar el más extraño y hermoso discurso fú¬nebre que jamás se haya dicho en un cementerio:
pieza literaria de antología.

Mariátegui coincidía con Meza —igual con el joven Haya de la Torre— en una común devoción por
los anarquistas (Bakunin, Kro- potldn, Malatesta, Matilde Serao y desde luego, Manuel González-
Prada). Poco más tarde se interesaron en la Revolución Rusa, cuya primera presentación atrajo a la
gente nueva, por cuanto significaba la cancelación de la bárbara y universalmente impopular
autocra¬cia zarista. Por eso mismo, Meza no podía ser un esteta; en eso dis¬crepaba con el
Mariátegui juvenil. Romántico, perdido, Meza escri¬bía cuentos de amor. Estrenó tres comedias
patéticas. Anunciaba una novela, La esfinge del mar, que sería su homenaje apasionado a Gabriela
Urvina, eximia pianista ecuatoriana, crecida en Lima, ru¬bia como el sol, fina como una porcelana y
coqueta como una “pre¬ciosa” de Rambouillet, Gabriela estaba relacionada con los Bielich y
solíamos juntarnos a menudo. Ella fue la pasión (no correspondi-da) de Meza, y en gran parte la
causa de su entrega al alcohol. A menudo, ya por 1919 y 20, Ladislao solía presentarse por las ca¬lles
con un zapato amarillo y el otro negro, portando una lechuga en el ojal. Había que huir de sus
impertinencias. Allá por 1925, presa del delirium tremens, a media noche, se sumergió en la pila de

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Santa Catalina y pescó una neumonía fulminante. Murió a los treinta y seis, Dios lo tenga en su
gloria, porque fue bueno, senci¬llo y generoso.

Mariátegui y Valdelomar constituían lo que se llama vulgar¬mente una yunta inseparable. Sin
embargo, no podía ser mayor el contraste entre ambos. Valdelomar, amulatado, más bien alto que
bajo sin ser de gran estatura; amplio de pecho; erguido de hombros; pisando siempre reciamente
con los tacones; la sonrisa despectiva es tereotipada en el rostro sensual, de nariz corta, labios
gordezuelos y ojos negros ligeramente rasgados; se empolvaba para blanquear la tez. Mariátegui
era anguloso, pálido, de nariz semita, audaz y leve¬mente curva; un poco juntos los ojos negros y
penetrantes; peque¬ño, cojitranqueante, con una pierna tullida, siempre apoyado en un bastón que
no era la ostentosa e inútil “malaca” del Conde de Le- mos. Valdelomar peinaba hacia atrás los
cabellos ensortijados, que, a fuerza de cepillo y cosméticos trataba de alisar; Mariátegui deja¬ba
caer sobre la frente un mechón liso y negro como ala de cuer¬vo, tenía el cabello peinado con raya
sobre la sien izquierda. Los dos escritores dialogaban a gritos, con voz aflautada los dos. Se
senta¬ban en el Palais Concert en la primera fila de mesas y discutían a chillidos para que los oyeran.
Valdelomar solicitaba recado de escri¬bir, lo propio hacía Mariátegui, quien firmaba “Juan
Croniqueur”; Abraham ya usaba el seudónimo de “El Conde de Lemos5\ Alguna vez el “Conde” se
besó en público las manos que (él lo decía) “ha¬bían escrito tantas cosas bellas”. Estaban de moda
ambos, el uno en sus veintiséis, el otro en sus veintidós. Valdelomar publicaba en La Prensa,
“Diálogos Máximos”, cuyos platicantes, Manlio y Aristipo, los enmascaraban a él y a José Carlos.

Mariátegui me fue presentado por Meza. A Valdelomar le co¬nocí en el Centro Universitario. Por
aquel tiempo, Mariátegui traba¬jaba en la administración de La Prensa, de la que también era
cola¬borador; Abraham tenía una pieza en el segundo piso, justamente al fondo del pasillo. La había
decorado según AI antojo. Lucía un di¬ván, un parasol chinesco, un sillón Morris; cubría parte de la
pared con el retrato que le pintó Raúl María Pereyra; al otro lado había una tela incaica; la calavera
Omega sonreía macabramente sobre el escritorio. Valdelomar llevaba en el índice de la mano
derecha un ópalo insolente. El director y propietario del periódico, Augusto Du¬rand, se llenaba de
ira al pasar por el que, en su propio léxico, de¬nominaba “el cuarto de la cocotte”. Valdelomar, que
sabía esto, ace¬chaba las llegadas de Durand para entonces asomarse a la baranda y gritar con su
voz de tiple, dirigiéndose a Muñoz, el sempiterno portero: “Muñoz, Muñoz, trae flores, trae flores
que esto está horri¬ble”. Durand hundía la cabeza entre los hombros ahogando una mal¬dición;
Muñoz partía a comprar algunas rosas, y Valdelomar se me¬tía en la pieza muerto de risa,
saboreando las iras de Durand.

En ese cuarto conocí a José María Eguren. Me lo presentó Val¬delomar. Eguren llegó con su aire de
duende sonambúlico: peque¬ño, menudo, de ojos azorados; bigotillo de actor de cine francés;
siempre vestido de saco negro y pantalón a rayas; el cuello no bien nítido; la melena con muy pocas
canas, ensortijada y abundante. Ha¬blaba hasta que agotaba su tema. Nunca oía a nadie, ni pedía
que le oyeran. La presencia de Eguren llenaba la habitación de un háli¬to de poesía.

Un día le preguntaron a Haya de la Torre si había experimen¬tado alguna vez, la inefable sensación
de estar ante un genio. Haya respondió: “Sí, ante Valdelomar”. Análoga respuesta, pero
refirién¬dose a Rubén Darío, escuché, en París, de labios de Ventura García Calderón. Se dirá que
hay diferencias. Desde luego, pero no en desventaja de Abraham. Pensemos que éste murió a los
treinta y un años, y que desde los veinticuatro era el indiscutible capitán de las letras peruanas. A

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esa edad, o sea en 1891, Rubén Darío había lan¬zado Azul..que era sólo un “muestreo” modernista,
pero no la afir¬mación genial de Prosas Profanas (1898) y Cantos de vida y espe¬ranza (1905).
Irradiaba además Valdelomar una especie de conta¬giosa locura. Sembraba discípulos a voleo,
queriéndolo o no. A me¬dida que pasaba el tiempo, su estilo adquiría una plasticidad
ex¬traordinaria. Se le tildaba de megalómano, de exhibicionista, de ho¬mosexual, de opiómano:
todo eso valía poco frente a su talento creador. Cuando publicó El Caballero Carmelo (hablo del
volumen, 1918), me lo dedicó así: “al más gordo y feliz de mis amigos predi¬lectos”. Había en eso
algo de burla y mucho de ternura. Yo tenía diecisiete años. Antes de los dieciocho publiqué una
exégesis de aquel libro en El Tiempo de 29 de abril. No me he arrepentido aún de aquel artículo.

Mariátegui era más discutidor e inquieto. Menos brillante. Acen¬tuaba también mucho su yo. En
esos días cooperó a la fundación de El Tiempo y con sus “Voces” empezó a competir con los “Ecos”
de Luis Fernán Cisneros, que aparecían en La Prensa. El estilo de Mariátegui erá francamente
retórico. Se advertía muy a las claras la huella de Azorín. Después en La Razón (1919), traté más a
Jo¬sé Carlos. Nos veíamos a diario. Valdelomar ya se había lanzado a la política, dentro de la cual
moriría el 2 de noviembre de 1919.

Para entonces, Mariátegui y Falcón habían partido a Europa, va-liéndose de sendas becas
concedidas por el gobierno de Leguía co¬mo medio de deshacerse de ellos. Valdelomar, en cambio,
era en¬tusiasta de Leguía. Murió en su ley: arrastró el duelo en su sepe¬lio, Haya de la Torre,
Presidente de la Federación de Estudiantes.

Desde luego, Mariátegui, Meza, Valdelomar, nos obsequiaron con colaboraciones inéditas cuando,
en unión de Ismael Bielich, pu¬blicamos la revista Lux (1916) de la que salieron tres números; y
también cuando, en 1917, lanzamos Ariel, formando yo equipo con Ernesto Zapata Bailón y Jorge C,
Dancourt.

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El segundo gobierno de Pardo (1915-1919), al llegar a sus fi¬nales, trató de defenderse por medio
de prensa propia. Con ese ob¬jeto fletó el cotidiano El Día, dirigido por Octavio Espinosa G. (Sga-
narelle), antiguo compañero de Chocano y a la sazón aviador civil. El Día lanzó una especie de
suplemento semanal/ La Revista de Actualidades, cuya dirección ejercía Ezequiel Balarezo Pinillos
(Gas¬tón Roger). Gastón me tenía verdadero afecto. Cierto que bebía más de la cuenta, ¡y pisco!, y
no era muy aseado, pero, entre otras materias, resudaba inteligencia. No he conocido periodista de
mejor cepa que Ezequiel. Tenía el sentido, el olfato del “croniqueur \ Fue él quien me animó a
dedicarme a escribir. Decía: “Tráigame artícu¬los, cholito; no sea flojo, cholito Sánchez”. Lo escuché.
En su revis¬ta salió mi ensayo crítico sobre Evaristo Carriego “El cantor del ba-rrio” (1917). Me lo
celebraron más de la cuenta; creo que me con¬vencieron: es tan fácil hacerse de fama cuando uno
mismo cree en ella... Después Ezequiel me llevaría a Hogar (1920), Trabajamos juntos en Mundial
(1921-24) y en La Noche (1927-30).

Raúl Porras Barrenechea era desde 1915 nuestro vigía, es decir, de Alma Latina, A raíz de mis
frustrados ensayos editoriales en las revistas Lux y Ariel, Raúl se dignó bajar la mirada hacia mí. Uno
de sus primeros actos de buena voluptad, en el local de la ACJ (Ac¬ción Católica de la Juventud),
que, como he dicho, estaba en el pro¬pio local del colegio de La Recoleta, fue invitarme a su casa, a
los chocolates de los lunes. Corría la primera mitad de 1918. Porras vivía en unos altos de la calle de

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Mariquitas (tercera cuadra del jirón Moquegua). Nos reuníamos en una salita con balcón a la ca¬lle,
La escalera de mármol era estrecha y empinada. Sobre la mesa y en algunos rincones yacían muchos
libros. Por lo general, nos jun-tábamos Jorge Guillermo Leguía, Guillermo Luna Cartland, Pablo Abril
de Vivero, José Luis Llosa Belaunde (que era novio de una de las hermanas de Porras, con quien casó
después), Carlos Morey- ra, José Quesada Larrea, Manuel Abastos, Víctor Raúl Haya de la Torre,
Ricardo Vegas García y Jorge Basadre. Solíamos leer capí¬tulos de libros y también artículos, y los
comentábamos; además cambiábamos opiniones, noticias y chismes. Una vez, lo ha contado Haya
de la Torre en un polémico intercambio de cartas con Alber¬to Guillen (quien se unió al grupo en
1920), se leyó allí el tiernísi- mo cuento de “Clarín”, Adiós cordera. Yo no asistí esa noche. Pero,
antes de comenzar la reunión siguiente, Raúl me llamó aparte y me dijo: “Vamos a leer de nuevo
ese cuento de “Clarín”, que tanto te gusta; cuando concluya, haz como que lloras; es una broma
colosal”. Obedecí, curioso de saber a qué conducía todo eso. No bien empe¬cé a gimotear, Haya se
levantó y visiblemente enojado abandonó la casa. Me quedé perplejo. Luego me explicaron la
“broma”. El lu¬nes anterior, Haya no pudo contener las lágrimas, sinceramente emo¬cionado con
la lectura. Porras juzgó eso digno de risa y me tomó como honda de David para molestar a Víctor,
sin querer herirlo, con absurda y pueril crueldad. Haya no supo nunca el origen de la escena, ni se
lo he contado. Ahora que ya no habría ocasión para que descargue su justa indignación contra los
autores de la “broma”, cuando la muerte ha lavado las excrecencias de la personalidad de Porras y
Guillen, ahora, sólo ahora cuento el asunto como una forma de “confesión de boca”, de esa que
habla el catecismo.

# ##

A mediados de 1918, Víctor Andrés Belaunde, de quien Porras era antiguo amigo y admirador, fundó
la revista Mercurio Peruano y organizó las reuniones de los martes, en su casa de la calle Juan Pablo.
En uno de sus típicos arrebatos verbales, Víctor Andrés lla¬mó a su grupo “la protervia”, dando al
término un tinte elogioso. Esta “protervia” era una pequeña maffia de gentes conservadoras,
afanadas en parecer inquietas, intelectuales y eruditas, cuya rebelión duraba tres horas semanales.
Hacia las 11 y media de la noche, la insurgencia moría en la jicara de un sabroso chocolate virreinal,
so¬peado con tostadas y bizcochos olorosos y sápidos. Acudían ahí muy pocos jóvenes: Porras, Le
guía, Vegas y yo. De los mayores: Belaun¬de, don Carlos Ledgard (banquero y escritor), Edwin
Elmore Letts; el poeta de la serenidad y la resignación, Alberto J. Ureta; el in¬quieto y lírico Mariano
Ibérico; el suave y erudito Manuel Beltroy; el explosivo y monumental (1 metro 85) matemático
Cristóbal de Losada y Puga; a menudo asistían el hermético Carlos Wiesse R,, hijo de don Carlos,
nuestro profesor; el contemplativo médico y fi¬lósofo, Honorio F. Delgado (recién empastado en
Alemania con ini¬ciales de Sigmund Freud); el embajador argentino Antonio Sagar- na (hombre
cordial, entusiasta, docto en Derecho y en simpatía); Antonio Pinilla Rambaud (cónsul de España, de
aparente tinte li¬beral, casado con Marisabel Sánchez Concha); Manuel Piqueras Co- toli (escultor,
también español, muy agudo, liberal y fino, casado con otra Sánchez Concha), y José Luis Llosa
Belaunde, nuestro com¬pañero de otras tertulias, él cual reemplazaba a su tío Víctor An¬drés
cuando éste viajaba. Desde 1920 empecé a alejarme de la “pro¬tervia”, atraído por otros
menesteres nocturnos, menos teóricos y, se¬gún el Arcipreste, más placenteros.

Muchos intelectuales visitaban la “protervia”. Uno de ellos, ha¬cia 1921, fue Antonio Castro Leal,
sagaz crítico mexicano, de paso a

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Chile; otros fueron Antonio Caso, los colombianos José Eustasio Ri¬vera, Antonio Gómez Restrepo
y Guillermo Valencia; don Luis Ba- ralt, ministro de Cuba, notable hablista, y su yerno Mariano Brull,
fino poeta, autor de La Casa del Silencio; en algunas oportunida¬des llegaron Chocano y Villaespesa.
Todos terminábamos haciendo los honores al consabido y frailuno chocolate epilogal.

Cuando presidía Víctor Andrés, monopolizaba la palabra. Sur¬gían los giros gráficos^ a que era tan
adicto: así por ejemplo, llama¬ba “comederos” a los cargos públicos. Otras veces se planteaban
te¬mas específicos. Una noche, Losada y Puga con su atronadora voz nada académica propuso:
“Vamos a discutir hoy sobre el heroísmo” Miré a Raúl Porras; bajó los ojos hurtando una sonrisa.
Jorge Gui¬llermo se frotó las manos, tras la espalda. Ricardo Vegas me que¬dó mirando muy serio,
como cuando quería no romper en carcaja¬das. Ese martes ni me quedé al chocolate. Debo
reconocer que Be- launde trataba de formar un equipo juvenil y que en él me tenía reservado un
lugar. Así cuando, en octubre de 1919, murió don Ri¬cardo Palma, me invitó a escribir uno de los
artículos de fondo pa¬ra Mercurio. Me sentí transportado al Empíreo. Sólo que en el re¬parto de
asuntos, me asignaron precisamente aquellos aspectos en que Palma tenía signo negativo-crítico,
filólogo, historiador y biblio¬tecario. Pienso qué no fue una trampa, pero mis amigos me la
pre¬sentaron como tal. No les creí.

Para entonces andábamos preocupados por la Reforma Universi¬taria y por las elecciones de
Presidente de la República. Augusto B, Leguía había regresado al Perú catalizando el descontento
públi¬co. Los estudiantes le habían electo “Maestro de la juventud” con la tácita protesta de Víctor
Andrés Belaunde, En 1921 yo era ya un “joven autor nacional”. Muchos de mis cofrades protervianos
no ha¬bían publicado un solo libro; algunos no lo han publicado hasta aho¬ra, pero, todos han sido
académicos de la Lengua, bajo la dirección inmanente y vitalicia de Víctor Andrés.

Me alejé de ese grupo como de otros, porque me llamaba di¬verso destino. Las teorías de la libertad
absoluta me habían sido in¬culcadas por la bohemia prematura de mis quince y por las escép¬

ticas lecturas de mi adolescencia y mi primera juventud; sin em¬bargo, persistía en el fondo de mi


conciencia la degollada visión de un hogar al que, sin darme cuenta, aspiraba aún en medio de la
mercenaria “débauche”, de una vida nada diferente de la común.

Además el 2 de enero de 1921 había publicado mi primer li¬bro, Los poetas de la Colonia, editado
por “Euforión”, cuyos dueños eran Manuel Beltroy y Mariano Brull. El libro fue saludado casi con
entusiasmo, a causa de su insólita erudición. Al año siguiente, como he dicho, me recibí de doctor
en Historia, Filosofía y Letras con otro libro como tesis: Elogio de D. Manuel González-Prado. Fue
cuando empecé a hincharme de estupidez, digo de vanidad, que da lo mismo.

Mi actividad se concentraba, por consiguiente, en los temas y asuntos docentes, periodísticos y


bibliotecarios. Al mismo tiempo, ron¬daba los deportes. Desde 1918, empecé a concurrir todas las
tardes a la sala de esgrima Cavallero, en la calle de Gallinazos 305 (jirón Puno), en el camino de la
universidad. Fui un buen tirador de sa¬ble. El maestro me escogió como “poste” de la sala y acabó
exone¬rándome del pago de las lecciones. Arrastré hasta la sala a Carlos, Jorge y Gastón Basadre, a
Humberto del Aguila, a Carlos Doig y Lora, a José Benigno Ugarte y Erasmo Roca; conocí e intimé allí
con el capitán de caballería Antonio Rodríguez, quien, siendo general y ministro, se sublevaría contra
el Presidente Benavides recibiendo en la intentona, una ráfaga mortal; al mayor Gerardo Dianderas,

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después coronel y excelente geógrafo. Tuve que preparar a muchos duelistas, apadrinar algunos
“desafíos” y asistir a otros.

En 1922, cuando se reinició oficialmente en Lima el boxeo, fui de los más asiduos concurrentes a las
peleas y acabé por ser juez y al final miembro de la Comisión de Box. En estos últimos meneste¬res
tuve como compañero a Manolo Seoane.

# #*

Conocí a “Manolo” en 1917, al entrar a San Marcos. El estaba matriculado en la Facultad de Ciencias;
quería ser médico. Al año siguiente varió de parecer; se trasladó a Letras. Fuimos amigos. Ma¬

nolo era un muchacho flaco, alto, de largas piernas y cabeza cuadra¬da. Caminaba con aplomo.
Tenía la frente despejada y prominente, la nariz corta y algo chata, los ojos audaces, el mentón
cuadrado, fácil la sonrisa. Había mucho de cazurrería en su gesto apalomillado. Siempre estaba en
pos de travesuras, negocios y mujeres. Ya lucía un carácter contradictorio, alegre al par que díscolo.
Una mañana lo encontré muy violento, en el pasillo que daba acceso a una puer¬ta lateral del aula
del primer año de Letras, donde dictaba clase de Literatura Antigua, su padre, el fiscal Guillermo A.
Seoane. Va¬rios estudiantes habíamos estado en el patio, canturreando tonadi¬llas de moda.
Parece que el eco de los cantos llegó al aula, pertur¬bando su serenidad. Manolo salió airado por lo
que creía un desaca¬to a su padre a quien todos respetábamos y hasta queríamos. No llegó la sangre
al río.

El año siguiente nos halló a Manolo y a mí como bogas de la Reforma Universitaria, Los dos
participábamos del Comité de Refor¬ma de Letras, que presidía Jorge Guillermo Leguía y cuyos
secre¬tarios fueron Ricardo Vegas García y él, Seoane. El 4 de julio de 1919 nos sorprendió en plena
revuelta universitaria. Seoane era em¬pleado del Senado, donde tenía por Jefe Principal a Rafael
Belaun¬de, Oficial Mayor, y como jefe inmediato a Ismael Bielich. El ad¬venimiento de Leguía nos
llenó de inquietudes. Seoane me buscó para que juntos firmáramos una carta dirigida al Comité de
Reforma, exponiéndole nuestros puntos de vista. La carta apareció en un rin- concito de La Prensa.
Tengo la impresión de que revelaba nuestra angustia por la suerte de la Reforma.

Con el receso de 1921, la posición de Seoane se definió más cerca del grupo “recesista”. La
Federación de Estudiantes, con se¬de en el Palacio de la Exposición, fue el teatro de sus nuevas
acti¬vidades. Le acompañaban estudiantes de marcado tinte civilista co¬mo Alfredo Herrera, Carlos
Sayán Alvarez, Luis A. Flores, César A. Lengua. En esa coyuntura nos divorciamos en cuanto a técnica
uni¬versitaria. Seoane, que había salido ya del Senado, poseía un viejo automóvil Ford, en el que,
por humorada, hacía a veces de chofer público. Un día condujo al Rector Villarán de un barrio a otro,
sin que éste le reconociera. Seoane se comportó con él como un mag-nífico chofer profesional:
cobrándole la carrera. Luego se moría de risa contando el episodio. Como le gustaba también el
deporte, so¬lía ir todos los días al Club Regatas Lima, donde se relacionó más íntimamente con Haya
de la Torre, consuetudinario boga y nadador. Recién regresado de Buenos Aires, Haya gustaba de
entonar, con su desafinada y ronca voz, tangos de moda, uno de ellos “Loca”, Seoane le llevaba el
compás. Yo había fundado entonces una revista depor¬tiva con Gonzalo More; se titulaba Aire Libre;
la editaba Mundial: después de 1924 la publicamos con José Max Arnillas. En una de sus carátulas
presentamos la fotografía de Edgardo Seoane, estudian¬te de Agricultura, hermano de Manolo,
ganando una carrera de 100 metros.

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Viajé al extranjero en 1923. A mi regreso encontré a Manolo como propietario de una tienda de
artículos de hombre, en la calle de Núñez. Era un sucucho pintoresco, al que Seoane prestaba el
aliciente de su conversación y picardía criollas; además, nos atraía una empleada buenamoza, joven
e inquieta, llamada Rebeca Yáñez, El que menos trataba de echar su “huachito” en el asunto, por
ver si se sacaba la lotería. La suerte acabó siendo contraria a Rebeca; la hizo víctima de un destino
ingrato.

En mi ausencia de 1923 habían sucedido cosas... Víctor Raúl fue electo Presidente de la Federación
de Estudiantes, en rivalidad con Seoane, a quien apoyaban Herrera, Sayán, Flores, los civilistas de
San Marcos. Luego al saberse del apresamiento de Haya, Seoa¬ne reaccionó gallardamente y se
compuso la fórmula, Haya de Pre¬sidente y Seoane de vice-presidente: ocurrió el 2 ó 3 de octubre.
Víc¬tor fue desterrado el 9, después de una semana de huelga de ham¬bre en la prisión de San
Lorenzo. Yo regresé del exterior el 11: ha¬bía estado fuera del Perú desde el 16 de mayo, o sea que
no presen¬cié los acontecimientos del 23, ni fui protagonista de sus consecuen¬cias como, sin duda,
lo habría sido de permanecer en el país.

Inmediatamente de mi regreso me buscó Manolo. Me condujo a la Imprenta Proletaria, en la


avenida Grau, donde se editaba el periódico, órgano de la Federación de Estudiantes. Era una
especie de sótano, en una casita de modesta apariencia. Allí conocí a los lí¬deres obreros Arturo
Sabroso, Samuel Ríos y Samuel Vásquez, quie¬nes serían entrañables amigos y compañeros de
Partido. Luego, fui¬mos a almorzar al Restaurante “Venecia”, en la calle de Pileta de la Merced; nos
acompañaban Eloy Espinosa y Saldaña y Pedro Mu- ñíz, alumno de Ingeniería vice-presidente de la
Federación, después de que Seoane fue piomovido a la presidencia. Me comprometieron a que
formara el Jurado que fallaría en los Juegos Florales Univer¬sitarios ya convocados, y para que fuese
el mantenedor de los mis¬mos. Comenzamos a hacer planes de expansión universitaria. La
Federación estaba en la calle Juan de la Coba, cerca de la Plaza del Congreso. Día y noche se hablaba
ahí de política, literatura y de¬porte, se jugaba al póker y la pinta, hasta la madrugada, Cuando se
instaló el nuevo comité hubo fiesta larga. En el paroxismo de la me¬dia noche nos lanzamos a cantar
tangos de moda Seoane, “El Pi¬chón” Alvarillo y yo. Alvarillo era un mayor de ejército, maestro de
esgrima y diplomado de aviador en la escuela argentina de El Palomar.

Seoane fue apresado un mediodía, en mayo de 1924. Nos aca¬bábamos de despedir en la puerta de
la Imprenta Proletaria. Me había convencido de que actuase en aquellos menesteres
revolucio¬narios, ajenos a mis aficiones literarias. Poco después recibí una carta suya desde Buenos
Aires: en ella me contaba que, cuando lo condu¬cían al puerto, en el auto-policial, me vio parado
en la puerta del cinema de la Merced montando guardia. No nos volvimos a ver has¬ta setiembre
de 1930; nos escribimos de continuo.

De acuerdo con lo convenido, organizamos con Muñiz, ya Pre¬sidente de la Federación de


Estudiantes, los Juegos Florales de 1924. El jurado lo formábamos José Carlos Mariátegui, Manuel
Beingolea, Percy Gibson, Manuel Beltroy y yo. A Mariátegui acababan de am¬putarle la pierna al
parecer sana; convalecía en Leuro con su abne¬gada mujer Ana Chiappe, una florentina magnífica,
y con Sandro, su primer hijo, nacido en Italia. Rodeando su sofá de convaleciente revisamos los
poemas presentados y ungimos el de Enrique Peña Ba- rrenechea, El Aroma en la sombra. Era una
revelación. Enrique te¬nía apenas veinte años. Para la ceremonia de la “coronación” su¬frimos
serios contratiempos. Ninguna muchacha de sociedad quiso aceptar ser reina de una fiesta de

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estudiantes revoltosos. No había sucedido igual un año antes, cuando la hija de Leguía, María Isa-
bel, presidió la entrega de un premio a Magda Portal. El hecho es que Pedro Mufiiz hubo de actuar
como “rey” (ya que no de reina). Alquilamos unos chaqués protocolares; contratamos por diez libras
a Alfonso de Silva, de vuelta de París, para que interpretara su C han- son Jaime, y yo leí un discurso
titulado La Tristeza en la Literatura Femaría, donde elogié largamente a César Vallejo, hasta
entonces gran ignorado de la poesía nacional. Mi discurso se publicó en La Crónica del 1^ de octubre
de 1924. Es pieza razonablemente olvi¬dada.

La vida estudiantil y literaria se había animado de nuevo. Cir¬culaban varias revistas. En 1926,
apareció Amanta, a cuya funda¬ción contribuí y cuyo título fue una sugestión de José Sabogal.
Apa¬recieron también La Sierra, de Guillermo Guevara, Poliedro, de Ar¬mando Bazán y Juan José
Lora, Jarana de Jorge Basadre, Izquierda de Aníbal Fernández.

Los pintores cumplían una misión esclarecedora. Hoy es fácil sentenciar sobre lo que hicieron o no
Sabogal y su pléyade. Los que vivimos el proceso pensamos de modo diverso. Creo que sin darnos
cuenta nos encaramos entonces a una transformación radical del Perú en el orden plástico, corolario
de su evolución en el campo social. Nuestra pintura decimonónica había sido fundamentalmente
anecdótica. Con la excepción de Francisco Lazo, nuestros plásticos fueron "narradores al óleo”. ¿Qué
tenía que ver con el genio, la ape¬tencia o el origen peruanos “La Venganza de Cornaro” o "Colón
en Salamanca” de Ignacio Merino? ¿Qué de nacional u original se en¬cuentra en "La Muerte de
Atahualpa”, de Luis Montero, y en las escenas de la persecución a los hugonotes de Carlos Baca
Flor? La¬zo intentó reflejar aquello que le roía las entrañas. No sólo en su "Santa Rosa”, bastante
convencional, sino sobre todo en sus bocetos de 3a sierra, pintados después de una larga
permanencia en Europa.

Durante el segundo gobierno de José Pardo, esto es, entre 1915 y 1919, se había promovido un
renacimiento pictórico. Corresponde a la época del violento diálogo entre los partidarios de ese par
de

mediocrísimos pintores, sólo capaces de despertar interés en un me¬dio tan insípido como ellos,
Franciscovich, de Argentina, y Roura de Oxandaberro, catalán avecindado en Guayaquil. La polémica
enfren¬tó a dos generaciones: los que repetían el viejo pastiche colonialista, como Teófilo Castillo,
y los que buscaban otra sensación, aunque fuese mero impresionismo como los goauches y
“pasteles” de Eguren Larrea. El presidente Pardo decidió fundar la Escuela de Bellas Artes; le
adjudicó como local el viejo colegio de San Ildefonso, y le importó un director nacido en el Perú,
pero cuyos pinceles, ex¬pertos en pintar sedas, habían retratado a más de un presidente y a más de
una dama linajuda de Lima: Daniel Hernández. El viejo fauno llegó con su mirada retrechera, su
barbiche blanquecina, su aire misterioso y su lento degustar los helados, a cucharaditas dimi¬nutas
como las pinceladas de sus cuadros.

Hernández venía recomendado por otro pintor de paisajes, arrai¬gado en Europa, primo hermano
del presidente Pardo: Enrique Do¬mingo Barreda y Laos, cuya elegante silueta parece que alegró el
lecho de algunas ilustres damas. Por su finura y su aire exótico le decían “el Tony”. Sabogal, de la
misma edad de Valdelomar, había vivido una década entre Italia, Túnez y Argentina. De muy joven
trabajó en la hacienda cañavelera Casagránde. Con sus ahorros via¬jó a Italia. Estuvo entre 1916 y
1920, en contacto directo con los expresionistas y futuristas. Su permanencia en la provincia
argenti¬na de Salta, y una visita al Cusco determinaron su rumbo. Llegó a Lima, resuelto a convertir

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al indio peruano en sujeto de arte, uti¬lizando las técnicas modernas. Reivindicó esos que después
han sido llamados ‘colores peruanos” o sea los tonos violentos que caracteri-zan los textiles de
nuestra sierra. Con todo ello realizó su primera exposición. Produjo viva sorpresa.

AI mismo tiempo, había regresado de Europa, el retratista Fe¬lipe Cossío del Pomar. Ex-alumno de
San Marcos, se doctoró en Letras en la Universidad de la capital incaica con una importante tesis
titulada La Pintura en el Cusco (Imp. Rozas, 1922). De in¬mediato intimé cotí Sabogal, Con Cossío lo
haría mucho después. Felipe era demasiado chic, tenía relaciones demasiado aristocráticas, se
aliñaba demasiado para mi gusto, lo suponía barroco. Errores que

uno comete. Felipe es un hombre fino, sincero y culto. En cambio, con Sabogal encontré muchas
coincidencias. Así fue hasta su muerte en 1956. De paso Sabogal nació en Cajabamba, 1888, y Cossío
en Piura, 1888.

Sabogal era un hombre bien plantado, recio. De mediana esta¬tura, echado atrás, caminaba de
prisa, con las puntas de los pies cha- plinescamente un poco abiertas, y el gesto adusto. Tenía el
severo aspecto de un hidalgo campesino. Blanco, de fuertes y regulares facciones, lucía una
cabellera castaña ligeramente ondeada. Hablaba un poco guturalmente. Sonreía de improviso y
como a la fuerza, pero jamás se le veía airado. Por lo común, usaba la camisa abier¬ta, y, cuando
lucía corbata, no cambiaba el estilo del cuello, bajo, deportivo. Su permanencia en la Escuela de
Bellas Artes fue fructí¬fera. Hernández respetó el estilo y las tendencias de Sabogal. En torno del
taller de éste crecieron “Camilo Blas”, Jorge Vinatea Rei- noso, Julia Codesido, Carmen Saco, Cota
Carvallo, Leonor Vinatea Cantuarias, todos convencidos de la necesidad de un arte vernacu¬lar,
fuerte, directo. La sombra de Gauguin y sus colores planos los inspiraban. Dato curioso Cossío del
Pomar, a quien no amaban los sabogalinos, empezó por esos días, a estudiar y propagar a Gauguin,
acerca del cual ha escrito por lo menos cuatro libros: Vida y Arte de Paul Gauguin (París, 1929), Arte
Nuevo (Buenos Aires, 1935), El hechizo de Gauguin (Santiago, 1938) y La Rebelión de los Pin¬tores
(Buenos Aires, 1942). A Gauguin, en su niñez, lo deslumbró el rayo del arte cusqueño. A Cossío,
nuestro gran crítico pictórico, también le hirió en lo vivo, como a su glorioso pariente francés, el arte
del viejo Perú.

El ambiente de la Escuela de Bellas Artes fue estimulante. En 1922 Sabogal me hizo un retrato muy
español. Lo conservo como jo¬ya inapreciable. Vinatea era un vínculo permanente con Pepe. Jor¬ge
acudía diariamente, después de trabajar en la Escuela, a la redac¬ción de Mundial, No sabía el pobre
que estaba destinado a vivir tan poco. Una tos persistente le sacudía los pulmones, sin arrebatar¬le
la ingenua alegría que reventaba en sus ojos rasgados y húmedos como los de las vicuñas. Cuando
Sabogal quiso probar el aguafuer¬te y la xilografía, lo hizo en Mundial. Ya había retornado de
Méxi¬co, a donde fue en viaje de bodas, casado con María Wiesse, hija de don Carlos. El arte
mexicano confirmó a Sabogal en sus ideas sobre el Perú. No es verdad que de México volviera
indigenista; re¬gresó robustecido en su orientación de tal.

Pepe quería que yo tomara de nuevo los pinceles: no me animé. Estaba segurísimo de que mis
posibilidades de pintor habían pasado definitivamente.

Todos los intelectuales y artistas nos reuníamos en Amanta y en torno de la silla de inválido de José
Carlos Mariátegui. Había regresado de Europa en marzo de 1923, Lo encontré entonces en la
esquina de Unión y Jesús María. Yo estaba con el “cholo” Meza y me disponía a emprender mi primer

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viaje al extranjero. Hablamos de Italia, del socialismo, del fascismo recién crecido. Partí. A mi
re¬greso, repito, Haya de la Torre, ya proscrito, había confiado a José Carlos, la dirección de la revista
Claridad y lo había introducido en las Universidades Populares. Víctor Raúl también me pidió que
tra¬bajara en ellas. Yo no tenía tiempo ni fe. Alguna vez, en 1924, es¬cribí un artículo en Mundial,
solicitando la atención pública para ayudar a Mariátegui, cuando le amputaron la pierna. Me lo
agra¬deció vivamente, desde Europa, Haya de la Torre: “Te agradezco lo que has hecho por J. C. M.,
como si fuera por mí mismo; es por un hermano”, decía aquel generoso mensaje de Víctor Raúl.

Desde entonces, mi amistad con Mariátegui fue más estrecha. Vivíamos en plena imitación
‘nacionalista” de los nacionalismos eu-ropeos. En fin de cuentas, los “Taitacha Temblores” y los
“Vara- yocs” de Sabogal no pertenecen a distinta estirpe que las “gaviotas bataclanas” de Alejandro
Peralta, autor de Ande, ni que los “chullos de poemas” de Guillermo Mercado. Mariátegui reforzó
la prédica in- caista de Luis E. Valcárcel; pero tanto fue el cántaro al agua que, aun cuando
Mariátegui y yo prologamos y epilogamos (él lo pri¬mero, yo lo segundo) Tempestad en los Andes
de Valcárcel, el he¬cho es que me sublevé contra ese jingoísmo milenario, y, a raíz de un magnífico
artículo de José Angel Escalante, publiqué uno en Mun¬dial, titulado Batiburrillo indigenista, lo que
encendió una polémica con José Carlos. El fondo del asunto, era el exceso de indios, indias, indiadas
e indigenismo que amenazaba ahogarnos literariamente, bajo la mirada complaciente de un hombre
que nunca había visita¬do la sierra del Perú. Mariátegui reaccionó llevándose al terreno económico-
social, a la propiedad y al uso de la tierra. Traté de em¬pujarlos a mi terreno, al de la historia. El
resultado fue que Mariá¬tegui comenzó a estudiar la historia del Perú (“El Proceso de la Tie¬rra”),
y yo a dragonear en el marxismo. Aunque la polémica había quedado circunscrita a Mundial,
Mariátegui aprovechó de tener una revista propia para agregar un cubo más al diluvio, mediante un
ar¬tículo intempestivo y ácido titulado Polémica finita, Para mí lo es¬taba desde antes. Nuestra
amistad, que no sufrió nada durante la controversia, se enfrió a consecuencia de esa addenda
innecesaria, de lo cual quisieron valerse algunos, entre ellos el poeta Alberto Guillén, para llevar y
traer chismes, que José Carlos y yo rechazamos.

Desde 1927, la salud de Mariátegui no andaba bien. Poco des¬pués me pidió que lo ayudara en la
tarea de conjuntar fuerzas, es decir, individualidades influyentes para formar un frente
antidicta¬torial. Por su encargo habló con Alberto Ulloa Sotomayor, que re¬gresaba de Europa,
después de algunas peripecias ingratas; con Is¬mael Bielich, Jorge Basadre, José Diez Canseco. Fue
el momento en que Amanta rompió con el APRA, y Mariátegui con Haya de la Torre, aunque en la
práctica quiso aplicar la táctica del “frente úni¬co” pero sin su líder. En realidad, esto último era la
mayor causal del pleito: el hombre, siempre el hombre —y, de añadidura, el Poder.

CAPITULO XII

INTERMEZZO: ALLEGRO MA NON TROPPO

EVIDENTEMENTE, los viajes son la sal del conocimiento. No lo digo yo, lo han dicho el vulgarísimo
Monsieur de la Pallise y Pero Gru¬llo. Hasta 1923, mis experiencias sufrían el mal de un porfiado
lo¬calismo. Mi mundo se reducía en lo alto y en lo bajo, a los veri¬cuetos de Lima. Siempre quise
viajar. En realidad, los fáciles via¬jes de los poetas Daniel Ruzo y Alberto Guillen, subvencionados
por el gobierno, me producían cierta sensación de envidia. Me la habían causado también los menos
fáciles de Mariátegui y Falcón. Habría querido repetir la semifiscal aventura de Porras: ir a La Paz y
a México, sin riesgos económicos y sin cargo burocrático. O la de Haya, en 1922, a: invitación de la

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YMCA, encarándose a gentes hos¬tiles como las que pensamos debió de haber encontrado en Chile
y tan acogedoras como las de Montevideo y Buenos Aires. La posibi¬lidad de realizar tales deseos,
se me presentó, merced a la capaci¬dad y fuerza inventiva de mi amigo Alejandro Belaunde y
González del Valle.

Estábamos a fines de 1922. Al hacer el balance de nuestras apreciables ganancias como avisadores,
durante el Centenario de 1921, pensamos que debíamos preparar una gran campaña publici¬taria
para el siguiente Centenario, el de la Batalla de Ayacucho, 9 de diciembre de 1924. En él participarían
las repúblicas latinoame¬ricanas, en especial, las creadas por la espada de Bolívar: “¿Qué tal si
hiciéramos un recorrido por todos esos países y consiguiéramos in¬formaciones históricas y
comerciales bien pagadas”? me planteó un día en Mundial, el “zambo” Belaunde. AI punto surgió la
idea de un libro titulado El Mundo Bolivariano. Llevarlo a cabo exigía un capitalista privado y cierta
protección oficial. Nosotros dos éra¬mos incapaces de obtener esta última. Necesitábamos un
hombre de influencia, simpatía y de empresa: nosotros daríamos las ideas y ha¬ríamos el trabajo;
él pondría sus relaciones. Como Belaunde y yo trabajábamos en Mundial? quisimos vincular nuestra
idea a la re¬vista; de allí surgió el nombre de Carlos Aramburú Salinas, herma¬no de Andrés, el
director. Carlos además era diputado regional por Lima; de consiguiente, disponía de algunas
posibilidades en los medios oficiales.

Alejandro Belaunde ha sido el bohemio más talentoso que he conocido. Era alegre, sencillo y locuaz.
Se enfadaba poco, pero lo aparentaba cuando le decían que era pariente de Víctor Andrés:
“Nosotros somos de los Belaunde de Tacna y de lea (decía), no de los de Arequipa”. Alejandro tenía
los rasgos de su familia materna: ojos achinados, tez blanca; la frente abombada prolongándose en
una calva prematura que apenas lograba cubrir un mechón sabiamente distribuido; tenía un
lobanillo rojo junto a la oreja izquierda. Cami¬naba a pasos cortos, pegándose a las paredes; a ratos
parecía un ban¬derillero jubilado. Tenía la imaginación fértil, el habla chispeante, la risa fácil, una
cultura apropiada, buen gusto, aptitud para ganar¬se amigos y dinero; era persuasivo en alto grado.
Mi amigo Carlos Aramburú, en cambio, pecaba de un poco solemne. Alto, buenmozo, de color
blanco moreno, con grandes ojos, lucía andares de torero en víspera de corrida; manejaba bastón,
se perfumaba; le encantaba lucir como hombre galante. Se gastaba arrestos de don Juan, y tenía
peso y paso de picador. No les faltaban audacia ni aplomo a nin¬guno de los dos.

Yo me encargué de formular el plan de la obra. En esos días andaba entusiasmado con la historia
americana. Redacté un folleto explicativo. Aramburú se encargó de obtener una Resolución
Supre¬ma que oficializaría el proyecto, y otra en que el Gobierno se compro¬metía a comprar un
número de ejemplares cuando se publicaran. Aramburú consiguió, además, tres pasajes en un barco
de la Compa¬

ñía Peruana. Con todo eso, el 16 de mayo de 1923, partimos los tres, rumbo a Buenaventura, en
“misión periodística” presidida por Carlos Aramburú.

En la estación del tranvía eléctrico de La Colmena, nos despi¬dieron el ministro de Colombia, Fabio
Lozano Torrijos, y su vasta¬go y secretario Fabio Lozano y Lozano, Luis Varela y Orbegoso y César
Vallejo. El "cholo” Vallejo me entregó diez o quince ejem¬plares de su novelín Fabla salvaje, acabado
de editar, para que los distribuyera entre escritores amigos. Nos abrazamos estrechamente. César
estaba tranquilo y sonriente. No nos veríamos más.

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Del Callao no paramos hasta Chimbóte, luego a Paita y Puerto Pizarro. En Chimbóte nos recibió el
novelista José Félix de la Puen¬te, que era director o agente de la aduana. Nos brindó con
cham¬paña a las 10:00 a.m. Terrible compromiso.

Fue aquel un viaje memorable, en cuyo recuerdo escribí un manojo de crónicas, reunidas en un libro
que publiqué años después, titulado Sobre las huellas del Libertador (1925). Lo que vi y apren¬dí
entonces, no se me ha borrado nunca.

Llegamos a Buenaventura el 23. Buenaventura es un puerto sor-presivo. Surge de un recodo del río,
arbolado y caliente como un trozo de Africa. La población consistía en un número de cabañas con
techo de guadua; muchas de ellas rodeadas de verjas de alambre y distribuidas en senderos
serpenteantes. El calor era inaguantable, mientras paseábamos al borde de un bello remanso y de
un muelle rústico*

Después de comer acudimos nuevamente al muelle. La noche estaba poblada de silbos y chirridos.
Desde luego campeaba el gri¬llo, tocando, como habría dicho Darío: “la única cuerda que hay en su
violín”.

Después de una noche toledana en Buenaventura, pasamos a un pueblecito llamado La Cumbre.


Alojamos en una casa amplia y vieja. Para entretenernos, el dueño puso en su gramófono los diez o
doce discos de un recitado que se refería a la batalla de Palo Ne¬gro, audición bélica acerca de la
guerra de los Mil Días, con gran lujo de disparos, de mentirijillas y elocuentes discursos del general
Uribe y Uribe. Bebimos una leche espléndida y admiramos un cielo incomparable. Después nos
metimos en un ferrocarril jadeante. Lle¬gamos a Cali, ciudad maravillosa por su verdor y su paz.

Cali posee un prestigio intraducibie. Recostada al borde del Cauca, se extiende bajo una atmósfera
de irrealidad y poesía. Lle¬gamos a ella con hambre: nos alejamos insatisfechos. Anduvimos
me¬rendando y comiendo aquí y allá, en piqueos interminables. Ricardo Nieto, autor de varios
poemas al río Cauca, fue nuestro más cordial compañero, así como Jorge Zawadsld, propietario de
El Relator. Sa¬boreamos las rencillas pueblerinas. Había un gobernador, Ignacio Rengifo, a quien
identificaban como un llamado "régimen del cham¬pán”. El tal Rengifo caminaba rodeado siempre
de sicarios y guar¬daespaldas; miraba con cierta insolencia; usaba capa negra y metía más ruido que
una fiera en celo. Ricardo Nieto, inspirado y tierno, nos adormeció con su Canto a la Bandera.
Tuvimos algunas indis¬pensables aventurillas de paso. Nos dirigimos, luego, por el río, a la ciudad
de Pereyra. Viaje de ensueño aquel, rehaciendo el camino de Efraín y María, los héroes de la novela
de Isaacs. Río lento, caudaloso y poético. Entramos a Pereyra de noche. Se durmió donde se pudo.
La población no tenía buen alumbrado ni hoteles, Por la mañana alquilamos tres caballos, unos
pantalones de montar o bree- ches, unas polainas o “tubos”, y nos lanzamos a la peripecia de
atrave¬sar el Quindío, es decir, las dos cordilleras de los Andes, en direc¬ción a Bogotá.

Yo no montaba a caballo desde hacía muchos años. Carlos Aram- burú se jactaba de ser un gran
jinete y llevaba consigo un magnífico atuendo de tal. El “chino” Belaunde estaba en mi caso, pero
tenía mucho mayor práctica hípica. Con todo, anduvimos dieíz horas, su¬biendo y bajando montes,
a todo caminar. Paramos en la posada de La Lora. Fresca noche, pese a la primavera. Seguimos. Al
anoche¬cer siguiente llegamos a la población de Armenia, ciudad que ya te¬nía cuarenta mil almas
y se dedicaba al cultivo del café. Por con¬siguiente, al otro día y, como una expresión de afecto, los
principa¬les de la localidad organizaron en nuestro honor un paseo ¡a caba¬llo! Dios mío ¡a caballo!

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Debíamos recorrer los cafetales. Monté otra vez medio despernancado y “descansé’' trotando. Pero
los caba¬llos de Armenia tenían sangre y brío. Demasiado brío para mi ino¬pia hípica. El que me
adjudicaron, se dio cuenta de que llevaba encima a un jinete novato. En cuanto halló ocasión, se
lanzó a tro¬tar a su antojo, y luego la dio en galopar, y por último se desbocó y yo a horcajadas,
medio por caerme, tuve que apelar al denigran¬te recurso de asirme de la montura, perdidas las
riendas y la sindé¬resis. Alguien se acercó a todo galope, me alcanzó y redujo a mi ca¬balgadura.
No me tiré a tierra sólo porque Dios es tan grande que alcanzó a cubrirme con su sombra. Volví al
paradero con las orejas gachas y el trasero hirviente. Después de tan dinámico reposo, se realizó
una ruidosa fiesta. A la mañana siguiente, montamos los ja¬melgos alquilados en Pereyra, y no
paramos hasta la posada de Caja- marca, en lo alto de la cordillera, después de ocho horas de
ecues¬tres tormentos.

Lo curioso es que esa noche quien más sufrió fue el “mejor” ji¬nete de la partida: Aramburú. En la
posada de Cajamarca encon¬tramos muchas cosas buenas, pero ningún servicio de W. C. Para
reem¬plazar sus funciones había que salir de la zona habitable y, en ple¬na oscuridad, buscar un
primitivo retrete, cualquier silo o escon¬drijo. Aramburú se enfermó de una especie de disentería.
Fue inútil su alegato para descansar. Estábamos resueltos a seguir. Con el al¬ba, nos trepamos a las
sillas de los caballos, medio manco el mío, y continuamos hasta Ibagué, en donde nos esperaban la
gentileza, las melenas, la labia y las sobrinas del señor Santofimio, connotado li¬beral del Tolima,
dueño de hotel y antiguo amigo de don Fabio Lozano y Torrijos, el ministro de Colombia en Lima,
quien nos ha¬bía recomendado efusivamente a su cuidado.

No terminaron allí los tormentos. El señor Santofimio para aga-sajarnos había preparado una fiesta.
Nuestros vestidos de limpio, que venían a lomo de muía, por medio de la agencia de Pacho Uribe,
no llegaban. Habíamos caminado más velozmente que la recua. Por lo que, a golpe de seis de la
tarde, los tres peruanos polvorientos y perniabiertos, llevando encima las sudadas ropas del viaje,
nos pre¬sentamos en la sala del hotel y empezamos a danzar valses, pasillos y danzones muy
pegaditos a nuestras damas, más por asirnos de algo tan atractivo y tan eficaz como en ese
momento eran nuestras pare¬jas. Maldiciendo a Pacho Uribe y a sus muías, terminamos de co¬mer
y de bailar. Aún tuvimos el coraje de explorar la población cu¬bierta de sombras. Llegamos hasta un
barrio destartalado, en las puertas de cuyas casuchas, misteriosas manos nos decían “ven”, y
desconocidos labios silbaban invocaciones evidentemente dirigidas a hacernos perder la última
onza de energía que nos quedaba, utili¬zándola en lides que, a pesar de dulces, no dejan de ser
agotadoras. Regresamos al hotel cuidándonos mutuamente. Triunfó la templan¬za. Dormimos de
un tirón.

Comprobamos allí que las diferencias entre liberales y conserva¬dores colombianos no habían
disminuido desde la “Guerra de los Mil Días”, aunque, en el fondo, para el forastero, resultaba harto
difícil captar en qué consistía la razón dé ese divorcio.

Con estas y otras reflexiones, abordamos el tren que nos condu¬jo hasta el Puente de Flandes. Nos
sorprendió el hecho de que nos hicieran abandonar el tren al comienzo del puente, y que fuera
pre¬ciso caminar hasta el otro extremo, y ahí subir a otro tren, al que transportaron nuestro
equipaje. Supimos que había un largo litigio local sobre la propiedad del puente entre los
departamentos del To- lima y de Cundinamarca, y que por esa causa no se construía el pe¬queño
tramo ferroviario restante entre ambos cabos del puente.

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Con un calor inaguantable, llegamos a Girardot. Nos metimos bajo un mosquitero, bañados de sudor
y, a la mañana, partimos en otro tren con rumbo a Bogotá.

Antes de salir, nos asomamos al río Magdalena que baña Gi¬rardot. En ambas orillas surgían sendos
macizos vegetales, de impe¬netrable espesor. Un mundo complejo y diverso parecía abrirse an¬te
nuestros desprevenidos ojos. Contra nuestras previsiones, este otro tren (el tercero en un solo
viaje), se detuvo en Facatativá, una me¬ra “injunction” ferroviaria, como dicen los sajones.
Transbordamos a otro tren (el número 4). Aquello iba resultando fatigoso. Nos expli¬caron: había
un litigio acerca de la anchura de la vía y su coste; hasta Facatativá se llegaba en tren de trocha
angosta y de Facata-tivá a Bogotá se usaba uno de trocha ancha. ¿Cómo uniformar el tramo entero?
¿Quién debía pagarlo? ¡Cosas de brujos y de provin¬cianos!

Al fin llegamos a la capital. Casi al salir de la estación se le¬vantaban las estatuas de Fernando e
Isabel, los Reyes Católicos. Un coche halado por caballos de fuertes piernas y suelto estómago, nos
condujo hasta la Plaza Santander. Nos esperaba Enrique Arias, co¬lega liberal,. administrador del
hotel Santander, cuyo propietario, se¬gún supimos después, era Raymundo Rivas, académico de la
Historia, autor de un excelente libro titulado Los Fundadores de Bogotá.

El ambiente de Bogotá fue una revelación. No se olvide: íba¬mos de una democracia aristocrática
convertida ya en dictadura o autocracia, a una democracia tradicional y litúrgica. En Colombia
reinaba una constitucionalidad casi perfecta. El ministro del Perú ante el Palacio de la Carrera, se
llamaba Manuel de Freyre San¬tander, hombre fino, correcto, seco y penetrante, cuyo magnífico
es¬pañol sufría el defecto de su fonética medio inglesa. Freyre tenía como secretario a Carlos
Holguín y de Lavalle, cuya compostura se¬ñoril no se alteraba ni siquiera a causa de los cuatro meses
de suel¬dos impagos que le debía en ese momento el Erario del Perú. ¡Tiempos de la “Patria Nueva”!

País admirable el de Colombia. Hasta resultó sencillo visitar al Presidente de la República don Pedro
Nel Ospina, hijo de otro presidente, Mariano Ospina. Pedro Nel pertenecía al Partido Conser¬vador.
La recepción que nos hizo fue como a viejos amigos. A los pocos minutos nos condujo a la terraza
del Palacio para mostrarnos a lo lejos un montículo blanco. Señaló: “Todos los días me asomo aquí
para ver el Nevado del Tolima” Don Pedro Nel era un hom¬bre alto, dé grandes bigotazos blancos,
caídos a ambos lados de la bo¬ca, como los de Víctor Manuel Primero. Se metía las manos en los
bolsillos del pantalón, bolsillos casi horizontales sobre ambos lados del vientre, Usaba corbata de
lazo. Exhalaba un aire bonachón. Gustaba de montar a caballo. De ello sacó un periodista cierta
ex¬traña teoría: Pedro Nel gobernaba el país con la misma soltura con que dominaba a su corcel.
Conocí también al ministro de Relaciones Exteriores: don Jorge Vélez era un hombre de edad más
que regu¬lar, de corta estatura, lo que se llamaría un gordito miope; usaba lentes y ostentaba un
mechón de pelo inverosímil que, después de haber sido desplazado desde su origen en todas
direcciones sobre el cráneo, para cubrir su desnudez, acababa en un pabellón pegado con laca a la
espaciosa frente. Don Jorge se atendía capilarmente con el mismo peluquero que yo, el del “Gun
Club”. Dos veces perma¬necí (disimuladamente extasiado desde luego), largo rato, contem¬plando
la tarea de enlucirle la testa. En Bogotá me encontré de nuevo con don Antonio Gómez Restrepo, el
insigne historiador de las letras colombianas, a quien había conocido en Lima, cuando el Cen¬tenario
de 1921. Como siempre, don Antonio irradiaba inteligencia y bondad. Su aire de impecable burgués,
con la barbita gris y los espejuelos sujetos al cuello por una cinta negra, inspiraba simpatía y
confianza. Me dio otras lecciones de literatura colombiana. A ello había contribuido en Lima, José

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Eustasio Rivera, futuro autor de La Vorágine, el cual hacía poco antes había publicado un tomo de
sonetos titulado Tierra de Promisión. José Eustasio era un hombre alto, taciturno y moreno. Tenía
los ojos oscuros, grandes y como ador¬milados. Las guías delbigotillo negro que cubría su labio
superior remedaban las del audaz mostacho de Aramis, protagonista de Los Tres Mosqueteros. J. E.
R. hablaba muy poco. Mientras los demás conversaban él se mantenía silencioso y erguido, algo
solemne, Pero cuando le llegaba el turno se lanzaba a opinar sin mayor recato. En Lima, Rivera me
hizo algunas declaraciones demasiado francas acer¬ca de sus colegas colombianos; éstos se las
cobraron con creces, a su retorno a Colombia. Rivera amaba la frase pulida, pero no podía
desprenderse de su trasfondo romántico. Mucho más tarde, hacia 1928, recibí desde Nueva York,
uno de los primeros ejemplares de La Vorágine, enviada por su autor. Este murió enseguida, dejando
como legado aquella obra maestra basada en su propio informe so¬bre las tropelías que se cometían
en la selva. Cuando, mucho más tarde, he leído The Black Dairies de Sir Roger Casement (París,
1959), he dudado un poco sobre a quién se debe conceder las pal¬mas de la verdad.

Frecuenté los cafés literarios de Bogotá, sobre todo el “Windsor”, donde se podía cortar con cuchillo
el aire espeso de la sala, satura¬do de humo. De noche, iba al Bodegón de “Quisquís” o “Kiskis”. Ahí
tropecé de nuevo con el Príncipe Enrique de Borbón (primo del Rey Alfonso XIII), y muy parecido al
compositor Quinito Val- verde por su aire de fauno en cesantía. Don Enrique seguía en con¬nubio
con Carmen Flores, su antigua coima, bailarina a punto de ju¬bilarse como tal. Una noche, Ricardo
Tanco, uno de mis amigos, ani¬mado por los muchos “schops” que ingiriera, se atrevió a preguntar
al Príncipe, vista la claudicación física de Carmen: “Disculpe, Alteza, pero uno siempre tiene
curiosidades., . Por ejemplo y perdone, ¿qué le ha encontrado usted a Carmen Flores?”. Su Alteza
Real, sin in¬mutarse, mirando lánguidamente a los ojos a Tanco, dejó caer su sa-bia respuesta:
“¡Cómo se conoce que e uté mu joven y no sabe lo que éj encontrarse un coño a la medida...!”

Los poetas Eduardo Castillo, Miguel Rasch Isla, el veterano Al¬fredo Jaimes Freyre y, claro está, el
inspirado español Francisco Vi- llaespesa, acompañado por la inefable y parlera doña María,
ancla¬do por falta de pago en un cuartucho de mi hotel, fueron también mis amigos. Además, traté
a muchos políticos y estudiantes.

Entre los que frecuenté entonces, figuraba el joven y flaco Ger¬mán Arciniegas, Era secretario
perpetuo de la Federación Universi¬taria de Colombia, cuyo presidente, si no me equivoco, era un
hijo de Nicolás Ezguerra. Germán ya colaboraba en El Tiempo. Había dirigido la Reforma
Universitaria. Era un mozo alto, desgarbado, iró¬nico y locuaz. Con él combinamos para una tarde
cualquiera, mi conferencia en el “foyer” del Teatro Colón. Tema: la Literatura pe¬ruana del día.
Público asistente: ciento veinte sillas de las que ha¬bían ocupadas unas quince. Germán hizo mi
presentación entre aquel significativo auditorio de asientos vacíos. Yo hablé largo y ten¬dido sobre
César Vallejo, mi amigo entrañable y mi poeta preferido.

Cuando salí de Lima, César, según he dicho, me había1 acompa¬ñado hasta la estación del tranvía
de La Colmena, llevándome un paquete de ejemplares de su flamante novela Pabla Salvaje. Me dio
un abrazo, sonrió con la cicatriz de su boca. Me hizo adiós con las manos. Debía cumplir con él.
Distribuí los ejemplares a con¬ciencia. La premonición que fue mi conferencia ocurrió en los
últi¬mos días de julio de 1923. En esos momentos, Vallejo viajaba de Callao a Nueva York rumbo a
Le Havre. No regresaría.

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En cuanto a asuntos públicos, fui testigo de un suceso extraordi¬nario: la.quiebra de la Casa Pedro
López, jefe de la dinastía de ese apellido. Sucedió que, por razones olvidadas, se perdieron unos
em¬barques de café y de otros frutos del país, y a causa de tal falla, no hubo dinero para cubrir unos
créditos. La Casa López no representa¬ba sólo su propio interés, sino también el de muchos negocios
vin¬culados a ella y a los López Pumarejo, es decir, al Banco Mercan¬til Americano, de que era
gerente Alfonso, y al Hipotecario, cuyo gerente, Jaime Iíolguín, casado con una de las Dávilas,
reputadas como las más hermosas mujeres de Colombia, resultó concuñado de Pedro López (hijo),
unido a otra Dávíla. El día en que se anunció la quiebra, asistía yo a un “piqueo” en Patiasao, cerca
de Bogotá. Al¬fonso López y el senador Luis Samper Sordo toreaban becerros. No se sabía aún de la
tragedia. Bebimos y comimos todo el sábado. Por la noche fuimos a cenar a un lugar nocturno, de
gran postín, cuya dueña, Elvira Urdaneta, tenía magnífica clientela. Estábamos en el piso bajo,
cuando, entre un grupo de amigos proveniente de los comedores de arriba, descendió Alfonso
López, con sus compa¬ñeros de farra; uno de los nuestros le dio la noticia: “Hay pánico en la Bolsa.
La Casa López ha suspendido pagos". Alfonso no se inmutó. Con su cuadrada sonrisa de caballo,
siempre sereno y frío, comentó: “Eso quiere decir que tengo que renunciar al Banco Mer¬cantil,
porque, si no, lo implicarán en el asunto. Mañana, es decir hoy, va a ser un día pesado, la gente no
recuperará la confianza si¬no llevándose su plata: va a haber una espantosa "corrida, a los
ban¬cos’”. El tono fue cortante. Alfonso sabía lo que estaba diciendo. A las seis de la mañana
regresamos al hotel: en la esquina de la Pla¬za Santander había ya una inmensa cola de irritados
depositarios de ahorros, esperando la apertura del banco para retirarlos. El gobierno creyó calmar
la situación adelantando las fiestas (20 de julio). El día 22 ó 23 tuvo que emitir papel moneda.

Abandonamos Bogotá bajo una ola de espantoso pesimismo. An¬tes debo contar algo. Yo debuté
como conferenciante ante un alto centro cultural extranjero, el día que expuse el plan de “El Mundo

Bolivariano”: fue en la Academia de la Historia de Colombia. Don Eduardo Posada, erudito


santafereño, me alentó y secundó con inol-vidable bondad. Alterné con Luis Augusto Cuervo y con
Carlos Lo¬zano y Lozano, quien sería, como Alfonso López, Presidente de la República. Sólo que
Carlos aunque hombre joven, tenía la cáscara amarga y el resentimiento a flor de piel. Fuimos muy
amigos, tanto como de sus hermanos Fabio y Juan, pero me cogió antipatía a raíz de haber llegado
yo muy tarde a una cena, que él invitaba, a causa de que Agustín Nieto Caballero nos retuvo más de
la cuenta, en una fiesta en nuestro honor realizada en “Villa Adelaida”, sede del cole¬gio Modelo,
vigente hasta hoy. Me reconcilié con Carlos veinticua¬tro años después, en Lima; poco más tarde se
suicidó.

También entonces traté largamente a Eduardo y a Gustavo San¬tos, a Luis Cano y a Alfonso Villegas
Restrepo, insignes periodistas. Recuerdo que en la librería de Gustavo, compré una edición en
fran¬cés de la Histoire du Chnst de Giovanni Papini,

Indudablemente Bogotá me dio una espléndida experiencia de la vida democrática y civil. El Tiempo
me abrió sus páginas: insigne honor. Dos ex-presidentes, Marco Fidel Suárez y el general Jorge
Holguín, ambos conservadores, me revelaron aspectos distintos de la política colombiana. Suárez,
hombre austero, barbudo, con facha de santo, había renunciado a la presidencia porque el
implacable Laureano Gómez lo acusó de haber empeñado sus sueldos de pre¬sidente a un agiotista,
bajo la presión de una severa crisis econó¬mica. Suárez no negó el hecho, ni había por qué; fue
veraz. Hol¬guín, gordo cardenalicio, sonriente, mordaz, me refirió mil sabrosas anécdotas. Todas

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ellas revelaban más que su dominio de la escena política, la pulcritud de las costumbres cívicas
colombianas. Uno de aquellos episodios se refería a Luis Cano, de filiación liberal y di¬rector de El
Espectador; se trataba de un mitin contra el gobierno que presidía Holguín. La policía arremetió
contra los manifestan¬tes. Irritado, furioso, Cano, a la cabeza de un grupo, llegó a Pala¬cio para
pedir justicia. El “Cardenal” Holguín escuchó atentamente el encedido alegato de Luis, y, cuando
éste hubo terminado, llamó a Cano a un lado y le preguntó muy serio: “Oiga, Luis, perdone la
pregunta, pero quisiera saber con certeza, en ese choque tremendo que acaban de tener, dígame
¿quién ganó?... ¿La policía o ustedes?”.

Salimos vivamente impresionados de Bogotá, rumbo a Barran- quilla. Viajamos en tren hasta
Girardot; de allí, seguimos por río hasta Beltrán; de nuevo por tren, horrible tren sin duda, hasta La
Dorada, y, desde allí, otra vez por el río Magdalena, hasta Barran- quilla. Memorable travesía que
duró una semana, a bordo de un barquito chato con motor en la popa, motor al que se alimentaba
con leña recogida de intermitentes hacinamientos distribuidos en la orilla. Una tarde, el capitán me
prestó su fusil para que disparara so¬bre un caimán. Naturalmente no quedó ninguna mancha de
sangre sobre las aguas, pero el saurio se sumergió aturdido por el ruido del disparo. Durante la
lentísima y sofocante travesía, mi rostro reme¬daba un cuadro al óleo chorreando aceite. La
discutible agua de las duchas en vez de lavarnos nos iban oscureciendo la tez, a causa del limo y
lodo que absorbían las bombas del barco. AI llegar a Barran- quilla nos esperaba el tren para seguir
a Puerto Colombia, Allí su-bimos al “Manuel Arnus”, lujoso barco español que hacía su prime¬ra
travesía a las Américas. Una vez en el camarote me contemplé en el espejo. No me pude reconocer.
Había cambiado de color; te¬nía la piel y el pelo achocolatados. Sólo después de un insistente y
ultrajante baño, pude darme cuenta de que, salvo los efectos enne- grecedores del sol, seguía
conservando el negro de mis cabellos y el tinte ocre claro de mi faz.

Pocas travesías tengo más nítidamente grabadas en la memoria que aquella entre Puerto Colombia
y La Guayra. El barco era her¬moso; la travesía, corta; el paisaje, magnífico; la compañía, grata.
Encontré a bordo, a Víctor Hugo Escala, escritor y diplomático ecua¬toriano, casado con una dama
limeña, Rosa Elmore Aveleira, ya una familia ecuatoriana, los Treviño, todos en viaje a Roma. El
general Delfín B. Treviño era un hombrecito enérgico, dueño de un duro y discutido pasado político.
Sus hijas, Aurora y Grimanesa, no podían ser más adorables compañeras de ruta. Pasábamos los
últimos días de julio, en pleno verano tropical. De noche saltaba a los cielos al¬tos y profundos, una
luna insolente, de inédito color naranja, enorme, transeúnte, burlona. Bajo su luz implacable,
destilaban romanticis-

mo las personas y las cosas. Los suspiros iban y venían, hondos y hasta tangibles. El ambiente de a
bordo, la edad, las circunstancias, empujaban a un idilio. Empecé a escribir para él soñado libro de
vagancias. Todo pasó como un celaje. AI anclar en La Guayra, los nuevos amigos, la aduana, el calor,
las casitas escalonadas en los ce-rros, dieron al traste con el combinado sortilegio de la luna y el
mar. jAyl

##»

Caracas era, entonces como hoy, una ciudad contradictoria, feé¬rica y banal. En ella me di cuenta
del prodigio de salud política y libertad intelectual que no había sabido apreciar en Colombia,
don¬de, a fuerza del hábito, todos reían de sus propios prestigios. Fui a parar al Gran Hotel Caracas,
casona de un solo piso, situada en una esquina, con ventanas a las dos calles. De inmediato entré

19
en con¬tacto con la gente de prensa. Dirigía El Universal, Andrés Mata, un poeta de valía, a quien,
sin embargo, Rufino Blanco Fombona puso de oro y azul, atribuyéndole pecados de excesivo
consentimiento con¬yugal: la diatriba consta en el prólogo de Cantos de la prisión y del destierro.
Andrés Mata, amigo de Rubén Darío, fue un poeta de auténtica cepa modernista. Hay versos suyos
en todas las antolo¬gías latinoamericanas. Tenía la faz morena; los dientes cuadrados, blancos y
voraces como los del lobo del cuento de Caperucita; son¬reía por costumbre; pero, estaba
domesticado por Juan Vicente Gó¬mez.

El director de El Nuevo Diario era el gran teórico del “gome- cismo”, bajo el disfraz de la tesis del
“gendarme necesario”. Esta tesis forma parte del libro Cesarisfno Democrático, cuyo título expli¬ca
la filosofía política de Vallemlla Lanz. Daba don Laureano la impresión de un hombre envarado,
cuando giraba como si fuera de una pieza, en su silla de director, para hablar con sus contertulios.
No movía absolutamente el cuello, agarrotado por una rigidez artrí¬tica. Parecía hablar de medio
cuerpo para arriba como si la voz le saliera de la cintura. Era blanco, delgado, incisivo, miope y cruel,
pero, sobre todo, en extremo inteligente y mordaz. Estaba acostumbra¬do a mandar. Le
consultaban todas las grandes decisiones del “go-:

mezolato”. Trataba de conciliar la democracia con la autocracia, de manera que Juan Vicente Gómez
fuera un “César”, pero “democráti¬co”. Tal esfuerzo de imaginación había sido bien premiado.
Además su libro Críticas de Sinceridad y Exactitud revela una franca filia¬ción positivista.

Otro periodista a quien frecuentó, fue Lucas Manzano, de apodo “Gonfalón”, director de Billiken.
Era un negro más o menos claro, alto, también de dientes antropofágicos. Tenía uno de los tobillos
mucho más flaco que el otro: “Efectos del grillete y de las sesenta libras que arrastré cuatro años”,
explicaba, sin dejar de sonreír, Se refería a su época de recluso en la tremenda La Rotunda.

El más cercano de mis amigos fue el historiador Vicente Lecu- na. Desde luego, me llevaba unos
buenos o malos treinta años; yo tenía veintidós y él andaría por los cincuenta. Presidía el Banco de
Venezuela y dirigía la Casa Natal del Libertador. Estaba publicando las cartas de éste en diez
volúmenes, Vivía en un amplio caserón de la calle Reducto a Miranda, 59, mansión con jardines y
glorietas de sabor colonial. Había enviudado hacía poco; tenía dos hijas de delicada belleza, vestidas
de negro, lo que hacía resaltar el color ca¬pulí muy limeño, de su tez. Lecuna era un hombre
servicial, discre¬to, acucioso. Confiado a su tutela estaba el mejor de mis amigos en la Venezuela de
ese tiempo: Tito Salas, personaje que requiere pá¬rrafo aparte.

Tito Salas, a quien llamaban en el faubourg de París, haciendo un juego de palabras, “Tito Salaud”
(Titó Saló), tenía unos treinta y tantos años y una inconfundible facha de torero engreído. Agareno,
de pelo y ojos negros como de moro andaluz, andaba a pasito cor¬to, bailando un tácito y
permanente “chotis”; arqueaba los brazos y miraba con sorna en su contorno. Muy joven, casi un
adolescente, su pincel había triunfado en París. Tuvo como maestro de pintura a Jean Paul Laurens.
El Museo de Luxemburgo le compró un cua¬dro a los veintidós. En tremenda bohemia, sus días
oscilaron entre París y Caracas, hasta que Juan Vicente Gómez le “contrató” para pintar los muros
de la Casa Natal del Libertador, y le arraigó in- misericordemente, de suerte que Tito no pudo salir
de Venezuela hasta que Juan Vicente tuvo el antojo de morirse a fines de 1935. Estamos hablando
aquí, de cosas de 1923.

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En aquel tiempo, había ocurrido en Caracas un suceso trágico : el general Juancho Gómez, el
hermano bueno de Juan Vicente y vice-presidente de la República, fue asesinado en su propio lecho,
dentro del Palacio de Miraflores. Con tal motivo se desató una ola de arrestos, persecuciones y
torturas. La opinión pública culpaba del crimen a Vicentico Gómez, hijo de Juan Vicente, quien saltó
al pues¬to de su tío. Como quiera que fuere, el hecho es que se inició una implacable política de
garrotazo y grilletes, cuando no de tortura y asesinato. Tito tenía amarga experiencia de estas cosas.
Decorando la Casa Natal y buscando modelos de todo jaez, halló por ejemplo a una dama limeña,
de española belleza, fácil trato, grande imagi¬nación y talento artístico indudable: Carmen Rosa
Garagorri, la cual estuvo casada con Enrique Escardó, político y agricultor peruano. En el cuadro que
representa “El Abordaje”, la señora Garagorri apa¬rece entre las mujeres que claman ayuda del
Libertador. Sigamos con Tito Salas. Un día llegó una inglesa a la Casa Natal. Anduvo merodeando.
Tito seguía pintando a Bolívar. La inglesa le hizo pre¬guntas. Tito siguió pintando. Cierto día citó la
policía a Tito; Tito acudió escoltado por dos esbirros. Sin saber cómo ni pprqué, Tito fue a parar a la
“Rotunda”, tétrica cárcel que el pueblo caraqueño destruyó al morir Gómez. Nadie formuló
acusación alguna contra el pintor, ni le tomaron declaración, ni le dijeron nada. Tito Salas, ¡gloria de
Venezuela! empezó a roer su hueso de angustia en el fon¬do de un calabozo. Al cabo de quince días
llegaron unos polizontes y le pusieron en libertad. Entonces, sólo entonces, supo que la ingle¬sa
aquella, una histérica cabalgante, le había acusado de haberla querido violar “sobre el lecho del
Libertador”. Tamaño crimen no podía tolerarse. Violar a una inglesa puede o no ser delito, pero sin
duda lo es si se trata del “lecho del Libertador”: terrible sacrilegio. Felizmente se descubrió la verdad
de las cosas, porque la muy gano¬sa acusó de lo mismo y en la misma ara, a otro ciudadano de
Vene¬zuela. La policía pensó que tan rígida repetición de asunto y lugar resultaba inverosímil. Tito
recuperó su libertad, pero desde entonces, por no perder 3a costumbre, la policía lo tuvo bajo
vigilancia.

Cierta tarde nos fuimos con Tito, de jarana, a un lugar llama¬do “La cueva del Guácharo”, a la salida
de Caracas, rumbo a Bar¬celona. Nos divertimos a rabiar. Al volver a la ciudad, subió al co¬che y se
sentó en el asiento frente a nosotros, esto es, espalda a es¬palda con el auriga, un tipo que yo no
había visto. Cuando bajamos frente al hotel, Tito me explicó: “Es un agente de la policía: no lo podía
despedir”. Otra noche fuimos a probar fortuna al “Luna Park”, casino de juego, bailes y algo más
pecaminoso. Había un bullicio formidable. De pronto, un tipo en copas se levantó de su mesa y gritó
a voz en cuello: “Me cago en Gómez. Yo soy ciego. Ésos ca- rajos me han dejado ciego en la
“Rotunda”, empezó a llorar. Cuan¬do volvió el rostro comprobé que no quedaba nadie en mi
contor¬no. Trágicamente el ciego se alejaba sostenido por dos camareros. No le acompañaba
ningún amigo. Yo le guié hasta un coche.

El día que salimos de Caracas, Vicente Lecuna acudió tempra¬no al hotel, y muy seriamente
amonestó a Tito: “Me han dicho que quieres acompañar a los amigos peruanos hasta Puerto
Cabello, y subir al barco y, una vez a bordo, esconderte para salir del país. No lo intentes. Podría
costar caro a tus amigos, a tu familia y a ti. Señores (nos dijo), despídanse aquí, si quieren realmente
a Tito”. Inclinamos la cabeza. Nos despedimos en silencio.

La figura de Juan Vicente y su espantoso clan pesaba terrible¬mente sobre Venezuela. Quise verle
de cerca: una mañana alcancé a divisarlo en el segundo automóvil de una caravana que salía del
Palacio de Miraflores. En cada auto iban cinco hombres armados de carabinas; usaban uniforme
azul y sombreros color café, de alas amplias, una de ellas levantada como los soldados

21
norteamericanos de la época. Un hombre del segundo coche tenía el rostro abota¬gado y bigotes
de tigre. Al cabo obtuve una audiencia. Se realizó en una ala del Palacio de Miraflores y estuvieron
presentes el ge-neral Vicentico Gómez, hijo del Dictador; Pacho Pimentel, su socio; el doctor
Urdaneta Maya, su secretario, Alejandro Belaunde, Carlos Aramburú y yo. Juan Vicente vestía
uniforme de general inglés. Tenía el ceño apretado; los ojos distantes, chicos y fisgones; cano el
bigote de felino; fuerte el torso; el ademán de acecho.

Lo primero que nos preguntó fue si nos habían pedido limosna. Sentenció: “aquí no hay
pordioseros”. Pensamos*, los que lo son están en los trabajos forzados de las carreteras. Luego
contó su historia, atribuyéndola a móviles providenciales. Para referirse a sus enemi¬gos, inclusive
a Blanco-Fombona, usaba el término “malucos”. Ca¬da vez que los nombraba, soltaba un redondo
“carajo”, al oir el cual el secretario Urdaneta Maya se metía una mano al lado izquierdo del saco y
miraba algo. Después supe que el doctor Urdaneta car¬gaba ahí un “detente” con la imagen de la
Virgen del Carmen, y que, a cada “taco” de su Benemérito Jefe, musitaba muy "contrito: “Virgen
Santa, perdónalo y perdóname por estos improperios”. El doctor Urdaneta Maya era un cincuentón,
alto, flaco, calvo y bigotu¬do. Sus ademanes denunciaban a un devoto, pero sabía actuar nada mal
como ayudante de verdugo.

Salí de Venezuela a fines de agosto. En la travesía Puerto Ca¬bello-Curazao-Panamá, viajaba un


diplomático venezolano, de apelli¬do Yáñez, quien iba a tomar posesión de su cargo en Washington.
Conversábamos con él, paseando por el puente, no podíamos evitar ni él a nosotros, darnos vuelta
de cuando en cuando para mirar a nuestras espaldas en busca del espía, soplón o confidente que
nos pu¬diera seguir... imaginariamente. Así pesaba la dictadura sobre los hombros de todos los que
vivieron en aquella Venezuela. Me lo había dicho desgarradoramente Jacinto Fombona Pachano,
gran poe¬ta, en un arranque alcohólico-sentimental en “La India”, confitería de la plaza Bolívar,
mientras saboreábamos una deliciosa “leche ame¬rengada”, especialidad de la casa. “No veo las
horas de irme, pero no mé dejan: aquí el que se queda es porque medra o porque no puede
escapar”.

La opresión de la dictadura me mostró la caricatura o el por¬venir potencial del Perú si las cosas
seguían como andaban, y me proporcionó un punto de referencia exacto sobre la ventajosa
situa¬ción colombiana. Uno podía disentir de esto o de aquello, pero el hecho de poder disentir, no
excluye la posibilidad de poder asentir, ni de poder rectificar. La salud del pueblo, al margen de todo
dog¬ma, me pareció un bien irremplazable. La propia literatura acusaba el impacto de la situación
política. En Venezuela, había sólo histo¬riadores y bibliógrafos; en Colombia, además de éstos,
abundaban los poetas, novelistas y periodistas. Desde entonces no puedo evitar cierta desconfianza
en las literaturas demasiado teñidas de historicis- mo.

Eran los comienzos de setiembre de 1923. Llegamos a Cristó¬bal, que nos abrió la luminosa acogida
de sus muelles. Pasamos el Canal en siete horas de tórrido sol, contemplando el famoso ajetreo de
las “mulitas” eléctricas, la faena encarnizada de los “silver wor- kers” y el ademán imperioso de los
“gold workers”, Negros y blan¬cos vivían bajo diferente régimen. Me alojé en el Hotel Tívoli, en la
Zona del Canal. Por las calles de la ciudad se movía un vocife¬rante hervidero de “chombos”,
gringos, negros y criollos. La Plaza de San Francisco, el ágora panameña, era más ruidosa que toda
Ve¬nezuela junta. Inmediatamente me puse en contacto con periodis¬tas y escritores. El viejo
Samuel Lewis me guió por los vericuetos de Panamá Vieja, en camino de reconstrucción; Octavio

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Méndez Pe- reira y Tomás Duque, me brindaron las columnas de “La Estrella de Panamá”; un
arquitecto peruano y un Cónsul, que desde entonces viven allí, Leonardo Villanueva Meyer y Julio
Piedra, se constituye¬ron en nuestros ángeles custodios. Mis viejos amigos, los "boxeadores Ramón
Arosemena, Alfarito y el chato Lombardo, solían hacernos compañía. Conocí al Presidente de la
República. No era empresa di¬fícil. Lo vi primero en el balcón de la Casa de Gobierno, dialogan¬do
fraternalmente con un auriga que había parado su coche frente al Palacio. Rememoraban viejos
tiempos. Luego, asistí a una esce¬na en que pidió explicaciones a un periodista atrevido, David Thur-
ner, autor de ciertas expresiones insultantes. Don Belisario Porras ha¬bía sido uno de los fundadores
de la Independencia de Panamá; te¬nía el aire desenvuelto; hablaba como tropical aspirando las
jotas; usaba bigotazos grises y espejuelos con aro dorado; gesticulaba con amplios ademanes;
disfrutaba del cariño popular. Se le llamaba fa¬miliarmente “Don Belisario”.

Empecé a comprender la tragedia del Canal. Me la explica¬ron los desterrados Ieguiístas que ahí
maduraban su destino: José Antonio Encinas, José B. Ugarte* Erasmo Roca, Jorge C. Dancourt,
Artemio Izquierdo, todo el germanacismo”, destituido de toda espe¬ranza inmediata. Recorrí los
cabarets, entonces bulliciosos y ale¬gres, desde el “Kelly’s” y el “Merryland” de Panamá, hasta el
“Over the Top” y el “Atlantic” de Colón. Mujeres, whiskies, danzones, “tamboritos”, one setps, rag
times, cumbias, ¡oh, coreografía ardiente del Caribe! Estaba de moda un danzón que decía: “Hay
que ver hay que ver, / las modas que hace un siglo llevaba la mujer. / Creo yo, creo yo / que de una
de esas faldas salen lo menos dos”.

Colombia empezaba a irradiar su fama de país democrático y serio; Venezuela no alcanzaba a dejar
de ser una autocracia primi¬tiva; Panamá barrió el campo para instalar una nueva fórmula popu¬lar.
Organización no la había, pero sentido democrático, sí.

La lección de Ecuador fue en extremo contradictoria. Primero, ocurrió la enojosa recepción de los
guayaquileños, que odiaban a to¬do lo peruano. Enseguida, la señorial acogida de Quito. Como se
casara en esos días la hija del Presidente Tamayo, acudí a la fiesta, vestido de frac. El que yo usaba
había pertenecido a Octavio Espi- nóza y G. (Sganarelle), muerto prematuramente en un choque
aé¬reo sobre Ancón, el año 20. Me quedaba pintiparado. Dorante la fiesta hubo bailes, suspiros,
ceremonias, confidencias y hasta alguna promesa que, como todo lo improvisado, se desvanece en
el aire o simplemente al beso de la luz... En medio de aquellas memorias, gratas por cierto, veo a
Cristóbal de Gangotena y Jijón, con su gran capa, su gran nariz y su gran corazón, ondeando
señorialmente la mano el día de la despedida.

De regreso a Lima, había que preparar los exámenes, ponerse al día en las clases del tercer año de
Jurisprudencia, arreglar asun¬tos de Universidad, del bolsillo y del alma. Comenzaba octubre. A la
altura de Talara nos habíamos cruzado con el “Nevada”, barco en el cual viajaba Haya de la Torre,
desterrado después de su larga huelga de hambre en la prisión de San Lorenzo.

Carlos Aramburú no nos había dado cuenta de la marcha admi-nistrativa del proyecto Mundo
Bolivariano. Simplemente nos insta¬ba a partir enseguida a Bolivia. Alejandro y yo andábamos por
pla¬ta como el diablo por almas. El día en que debíamos zarpar a Mo¬liendo para seguir a La Paz,
Belaunde y yo hicimos una pintoresca huelga de maletas caídas. Almorzamos en La Punta; y luego
fuimos al Callao a despedir a Aramburú. “¿No se embarcan?”, nos pregun¬tó sorprendido. “No has
cumplido con nosotros”, le respondimos. Se fue, nos quedamos y seguimos siendo amigos.

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Sólo dos años después, cuando se hubo reunido gran parte del material, pero no el dinero, Carlos,
que había dejado de ser Dipu¬tado Regional, logró que el Gobierno lo enviara a Italia con un car¬go
temporal. Quiso entonces publicar el libro en Roma. Allá se es¬tuvo un año, o tal vez más. Alcanzó
a imprimir varios pliegos. Yo le insté por medio de algunas caitas notariales a dar cima a la em¬presa.
Era tarde ya.

Carlos no era malo. No. Era bonísimo, pero ligero, improvisa¬dor, un poco sensual y tempestuoso.
No se podía pelear con él. Re¬solvía los conflictos con una broma, un ademán amistoso, una
pro¬mesa halagüeña. Le reprochamos haber matado la gallina de los huevos de oro, porque, según
nuestros planes y cálculos, aquella em¬presa, de haberse llevado a cabo hasta el fin, debió dejarnos
una uti¬lidad considerable.

Ganamos, sí, ganamos experiencia y conocimientos. Y aunque en diciembre de 1923, el catedrático


Ezequiel Muñoz me “jaló” en Derecho Procesal (primer curso) a causa de mis ausencias de clase. Me
di por bien pagado con sólo ese fracaso a cambio de la confian¬za en mí mismo que acababa de
ganar.

Ya no saldría nuevamente del Perú hasta abril de 1930. Duran¬te siete años digerí mi viaje a “las
regiones equinocciales”, según la expresión de Humboldt. Al cabo de ese tiempo, me tocaría la
suer¬te de encararme al conceptuoso y frígido sur.

CAPITULO XIII LA VIEJA SAN MARCOS Y LA NUEVA CONCIENCIA

ME doctoré en Historia, Filosofía y Letras el año de 1922. En esa fecha había publicado dos libros y
un folleto, y producía un artículo por semana para Mundial, Desde un año antes, 1921, ejercía el
pro¬fesorado en el Deutsche Schule. En 1923, había viajado por Amé¬rica, Poseía los requisitos para
ser catedrático de San Marcos, in¬clusive la simpatía de los alumnos y deseaba ser catedrático. Sin
embargo, y no obstante mi cercanía al Decano Deustua, como se¬cretario de la Biblioteca Nacional
que él dirigía, me daba cuenta de que algo raro se interponía entre mi aspiración y su cumplimiento.

En 1924, José Gálvez, que desempeñaba la cátedra de Literatu¬ra Peruana y Americana (un
semestre), me propuso que lo sustitu¬yera, Aquello no anduvo; no pedí explicaciones. Un año
después, el alumno Samuel Ramírez de Castilla, oriundo de Puno y aficiona¬do a las letras, se me
acercó a la salida de la Biblioteca Nacional y me propuso aquella misma cátedra vista la ausencia de
Gálvez. Asentí, pero, el decano interino, que lo era don Luis Miró Quesada, volvió a cruzárseme
gratuitamente en el camino: nombró a Clemen¬te Palma, quien tampoco quiso dictar el curso.

En realidad, la cátedra de Literatura Americana y del Perú no se dictaba o se dictaba


intermitentemente, lo cual indicaba, al pa¬recer, que carecía de importancia. Más importante
resultaba que yo no me sentara entre los altos sabios del Sagrado Templo de las Letras.

Aquel ajetreo académico coincidió con mi iniciación masónica, Jo que sucedió a comienzos de 1925.
Tuve la sorpresa de que el Venerable Maestro de mi Logia, “Virtud y Unión número 3”, fuese José
Angel Escalante, diputado cusqueño, adicto a Leguía, duelista consumado, de viejo historial
polémico, muy amigo de los periodis¬tas, periodista él mismo, dueño de un diario en Cusco, buen
cuen¬tista y hombre de talento y severa cordialidad. La indecisión para iniciarme en la masonería
me tomó largo tiempo. Yo vivía bajo el prejuicio de que los masones eran ateos, y, aunque discípulo
de Gon¬zález Prada, seguía siendo católico. Yo creía en y creo en Cristo y en un Ser Supremo, autor

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y motor de este milagro cotidiano que se llama el Universo. Cuando me aseguraron que
precisamente para pertenecer a la masonería se requería creer en una Deidad o Ente Supremo, al
que los masones, para conciliar los diversos credos, lla¬man el Supremo Arquitecto del Universo, no
vacilé más. Hasta aho¬ra no me atrevo a asegurar si estuve en lo cierto.

La masonería me puso en contacto con un mundo nuevo, for¬mado por gentes modestas,
funcionarios y sobre todo militares, mo¬vidos generalmente por inclinaciones filantrópicas. Fue una
especie de ejercicio de disciplina y solidaridad de cuya práctica, aunque re¬mota y ya abandonada,
no me he arrepentido. Aprendí a ser más hu¬mano y bastante ritualista.

Escalante, chispeante y socarrón, me presentó, en numerosos y rociados encuentros, su versión


escéptica del Perú. Me describió el ambiente universitario cusqueño y las características de los
políticos, entre ellos de Leguía y los Miró Quesada. Después comprobaría cuán acertado había sido
en sus juicios.

En 1926 acepté una invitación de la YMCA (Young Men Chris- tian Association) para dictar media
docena de conferencias sobre li¬teratura peruana. Me las pidieron también los alumnos de San
Mar¬cos, en vista de que no tenían profesor. Fue un suceso inesperado. José Añgel Escalante me
dijo al salir de una de ellas: “Esta vez no lo para nadie, es usted catedrático”. Efectivamente, en los
primeros días de febrero de 1927, Luis Varela y Orbegoso (Clovis), secreta¬rio General de la
Universidad, me llamó para ofrecerme, en nom¬bre del recién electo Rector Manzanilla, la cátedra
de Literatura Pe¬ruana y Americana. "Manzanilla teme que usted no acepte, en vis¬ta de la
postergación injusta a que lo han sometido, y, por eso, me pide que yo explore su voluntad y le
convenza: no desea verse desai¬rado”. Discutimos algo, en el estudio-gargonnieie de “Clovis”, entre
libros y bibelots; al final acepté.

El 27 de marzo de 1927 fui nombrado catedrático interino de Literatura Peruana y Americana; una
posición envidiable: ganaba cien soles al mes. Publiqué el Programa Razonado del curso en 1928.
Mi presencia en el profesorado de Letras fue desde el princi¬pio motivo de polémica. Era ya Decano
de la Facultad el doctor Horacio H. Urteaga,, profesor de historia, hombre enérgico y apasio¬nado.
Tenía como compañero de claustro al arqueólogo Julio C. Te- 11o, a los profesores Guillermo Salinas
Cossío, Gálvez, Alberto J, Ure- ta, a mi viejo maestro Wiesse, a Mariano Ibérico, Juan Francisco El-
guera, Ricardo Bustamante y Cisneros, Elias Ponce Rodríguez, Héc¬tor Lazo Torres. Ese año, se
graduó de doctor José Jiménez Borja, con una magnífica tesis sobre El Polifemo gongorino, poema
del que hizo una bella versión en prosa tersa y lógica. De inmediato moví a Gálvez, Ibérico y Ureta
para que propusiéramos a Jiménez Borja como profesor de Literatura Castellana. Una vez
incorporado Pepe, y como Jorge Basadre, mi compañero de la Biblioteca Nacional, se doctorase con
una espléndida tesis sobre La iniciación de la Repú¬blica, hicimos lo necesario para que se le
propusiera como catedrá¬tico adjunto de Historia del Perú, en vista de la dilatada ausencia de Riva-
Agiiero. Así quedó acordado en diciembre del 27, poco an¬tes de cerrarse el año académico. Basadre
no pudo incorporarse en¬tonces.

La universidad vivía de nuevo bajo un régimen netamente reac-cionario. Las conquistas de la ley de
1920 habían sido paulatinamen¬te eliminadas. No existían ya delegados estudiantiles en el Consejo
Universitario. El civilismo se había readjudicado la propiedad y te¬nencia de San Marcos. Nuestra
Reforma del año 19 estaba siendo barrida por el viento de la Restauración. Manuel Vicente Villarán,

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último Rector reformista, se hallaba en el destierro por el delito de haber pretendido ser candidato
a la Presidencia de la República, co¬mo contendor del reeleccionista Leguía.

Fue entonces cuando, merced a una autorización del Congreso, el ministro de Educación, Pedro M.
Oliveira, excelente escritor y auténtico universitario, elaboró una nueva Ley Universitaria, que al fin
fue promulgada en marzo de 1928. En ella colaboraron muchos maestros (recuerdo que fuimos
ocasionalmente consultados Tello, Gálvez, Emilio Valverde, Angel Gustavo Cornejo, Horacio
Urteaga, Godofredo García).

Oliveira, educado en Europa, amaba a San Marcos; tenía ideas renovadoras y despreciaba al
civilismo del que, sin embargo, él y su acaudalado padre habían formado parte. De otro lado,
recelaba de la democracia, y en cuanto a la Universidad, no admitía la partici¬pación estudiantil. El
estatuto de 1928 es, sin duda, técnicamente su¬perior a la ley de 1920, excepto en dos puntos: la
conformación del Consejo Superior Universitario, en el que infortunadamente se dio al Poder
Ejecutivo mayoría, y la supresión de toda representación de alumnos. En los demás aspectos fue
una ley renovadora, casi revo¬lucionaria. Cometió otro error: exigir la ratificación de todos los
ca¬tedráticos como medida previa. El objeto de esto había sido limpiar a la Universidad de los
elementos retrógrados e incapaces, pero las presiones políticas y personales fueron tan fuertes que
al fin de cuen¬tas, se hizo poco aseo espiritual. Todos los catedráticos de San Mar¬cos aceptaron la
medida: fueron ratificados o nombrados por el Po¬der Ejecutivo, excepto Ernesto de la Jara y Ureta,
que rechazó su confirmación en nombre de la autonomía. Ingresaron entonces a la docencia
universitaria, Raúl Porras, Manuel Abastos, Jorge Guillermo Leguía, Emilio Romero, Erasmo Roca,
Enrique Barboza, Roberto Mac-Lean, Angel Gustavo Cornejo, entre los que recuerdo. Se
pro¬dujeron algunos impasses; por ejemplo: a causa de no sé qué chis¬me, o rencor, o lo que fuere,
se retardó la ratificación de Jorge Ba- sadre, Emilio Valverde (tacneño como Jorge), Julio Tello y yo
nos acercamos a Oliveira y le dijimos que esa discriminación era intole¬rable y que, si se mantenía,
preferiríamos excluirnos del claustro. Fue una gestión cortés, pero firme. Oliveira se excusó diciendo
que se trataba de una cuestión de simple trámite y reparó la omisión.

Basadre publicó el primer tomo de La Iniciación de la Repú¬blica, precisamente ese año, y, en


colaboración conmigo, Equivoca¬ciones, en un tomo bifronte. Eramos amigos entrañables.
Coincidía¬mos en nuestra afición por las literaturas de vanguardia y por la Historia del Perú; leíamos
casi a coro a nuestros autores favoritos: Jorge Luis Borges, Salvador Novo, Alfonso Reyes, Jean
Cocteau, Hen- ry de Montherlant, Ramón del Valle Inclán, José Ortega y Gasset, los rusos Leonov
Zamiatini, Ehremburg, Fadeiev, Gladkov; hacíamos esgrima en la misma sala “Cavallero”. Por eso
cuando, ya en 1930, a consecuencia del fallecimiento de Luis Varela y Orbegoso, ocurri¬do en
España, quedó vacante el cargo de bibliotecario de la Univer¬sidad de San Marcos, yo no tuve
ningún inconveniente en ceder a Jorge la primogenitura, a pesar de que el entonces Ministro de
Ins¬trucción, Escalante, mi gran amigo, me había ofrecido el puesto sa¬bedor de que yo amaba los
libros o la biblioteca; y de que el Rector Deustua recelaba de Basadre por haber éste publicado, años
atrás, un elogio de "La Internacional”.

Creativamente, el año de 1928 fue uno de los más prósperos para la Universidad de San Marcos. Al
realizarse la apertura oficial de 1929, siempre bajo la Rectoría del octogenario Deustua, a quien el
Estatuto de 1928 extrajo del olvido, correspondía el discurso de orden, al catedrático más joven:
Basadre. Se anunció que Leguía iba a asistir a la ceremonia. Surgió un inconveniente sicológico:

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Ba¬sadre había sido agudamente crítico de Leguía hasta junio de 1927; en esa época, sufrió quince
días de prisión en San Lorenzo. Plasta entonces estuvo muy cerca del grupo de Amanta y había sido
acti¬vo corresponsal del exiliado Haya de la Torre. La ceremonia de apertura era un acto puramente
académico: ¿convendría demostrar la capacidad de un hombre de nuestras filas? Por otra parte,
Basa¬dre andaba enamorado, lo cual estimula y ablanda. En la Bibliote¬ca Nacional, él y yo
discutimos el asunto con fraternal franqueza. Después de plantear los pro y los contra, él decidió
afirmativamente. El día de la ceremonia, nos leyó durante casi dos horas las anima¬das páginas de
La multitud de la ciudad y el campo en la Historia del Perú: ensayo de gran vuelo: fue el discurso
oficial.

El suceso no dejó empero de presentar aristas. Nunca había sentido Leguía, hombre adulado y
populachero, el peso de una opo¬sición no por muda, menos hostil, como cuando entró paso a paso
al Salón General de San Marcos. Yo estaba entre los catedráticos. El silencio podía cortarse, medirse,
palparse. Leguía, sin perder el dominio de sí mismo, avanzó sonriendo entre dos filas de rostros
he¬lados. Lo peor fue que el discurso del Rector Deustua resultó una violenta crítica a la actitud del
gobierno para con la universidad. Hechas después las explicaciones, ante el reclamo cordial de
Leguía, resultó que la copia del discurso enviada por el Rector al ministro de Instrucción Oliveira, no
había sido siquiera vista por éste; y que la copia remitida a la Presidencia, quedó en manos del
Secretario, de donde resultó que el discurso rectoral, amargo y duro para con su gobierno, tuvo una
respuesta cortés, aquiescente, confirmatoria y, en suma, antigobiernista por parte del propio
Presidente Leguía. ¡Tremenda gaffeí Lizardo Alzamora, secretario de San Marcos, se afanaba en
demostrar la indudable rectitud de su procedimiento. Mientras tanto, en el patio, empezaron los
silbidos; estábamos ya en la antesala rectoral del segundo piso. Cuando Leguía bajó al pa¬tio de
Derecho, aquello era sólo de pitos. Sin inmutarse, Leguía sa¬ludaba, sombrero en mano, a diestra y
siniestra, como agradeciendo aplausos.

La rechifla era una clara prevención. La universidad había to¬mado ya partido, movida activamente
por enemigos de la dictadu¬ra, los otros secuaces de la otra oligarquía civilista. El Tratado Sa¬lomón-
Lozano que zanjó en 1927 la ciestión de límites con Colombia, era unánimemente repudiado. El
anuncio de que Leguía pensaba hacerse reelegir por segunda vez, o sea, prorrogarse por un tercer
período, carecía de toda base popular. La solución del litigio con Chile no agregaba nada a la perdida
popularidad del Presidente.

Hacia fines de 1928 o comienzos de 1929, saliendo un día del Correo Central, encontré a don Fabio
Lozano Torrijos, Ministro de Colombia, viejo amigo mío. Yo venía de sacar mi correspondencia; él
hacía lo propio. Me detuvo para decirme: “¿No lo han llamado a usted y a sus amigos a formar parte
del próximo Parlamento?”.

Le contesté, sonriendo: “Perdóneme, Ministro, pero yo no soy polí¬tico, ni leguiísta”. “Es que, mire
usted, don Luis Alberto, la única salida para Leguía es, si quiere reelegirse, que se rodee de gente
nueva y joven, es lo único que podría explicar el continuismo; con la antigua gente sería inútiH. Así
lo pensaba todo el mundo, menos Leguía y sus áulicos.

# #

El patio de Derecho fue, por largo tiempo, un termómetro de la política peruana. Entonces los
estudiantes actuaban por impulsos emotivos que podríamos calificar1 de generales, no por

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consignas sec¬tarias o de grupo. Había una más ancha base de opinión común. Leguía no supo
acoger la lección de ese primer día del año acadé¬mico de 1929. Repito: era un reflejo, un eco, una
prolongación y un anuncio.,

La Universidad de San Marcos proporcionaba elementos decisi¬vos para enjuiciar la situación


nacional. Desde 1917, en que ingresé a ella como alumno, hasta 1927, en que fui designado
catedrático, pasaron diez años. En adelante no dejaría de vivir ligado a San Mar¬cos. En sus claustros
bebí el embriagador vino de la experiencia.

Una tarde lejana, me remonto a julio de 1918, descubrí en sus claustros algo que después ha sido
imborrable y pertinaz: mi profun¬da adhesión a González-Prada y él impacto de su obra en mi
mo¬do de pensar y actuar. Empezaba la tarde, nublada, envuelta en ese finísimo cendal de aguacero
que caracteriza a los inviernos lime¬ños. Era exactamente el día 22 y poníamos fin al primer
semestre lectivo. Nos hallábamos sentados en una banca del patio de los Na¬ranjos, Rebeca Carrión
Cachot, mi condiscípula, la mascota de la cla¬se, Julio Chiriboga, que después fue Rector de Trujillo
y que en esa fecha lanzaba miradas de carnero ahogado a Rebeca, y yo. Alguien se acercó con el
diario de la tarde acabado de salir. “¿Saben quién ha muerto?”. “¿Quién?”, pregunté. “González-
Prada”. Sentí como si me hubieran anunciado la pérdida de un pariente cercano: quedé helado.

Don Manuel vivía a una cuadra de mi casa: la nuestra queda¬ba en la esquina de San Marcelo con
Acequia Alta, frente a la pen¬sión de César Vallejo; la de don Manuel al final de la cuadra si¬guiente,
Puerta Falsa del Teatro, frente a la casa del coronel Leónidas González Honderman, donde
almorzaba y comía Haya de la Torre. Toda mí vida había oído a mi abuela Carmen y su cohorte de
bea¬tas, murmurar contra González-Prada; y toda la vida, oí pronunciar su nombre, con respeto, a
mi abuelo Rosendo, y sobre todo a mi pa¬dre: “Este es el hombre que más vale en el Perú’7, decía
mi padre cuando nos cruzábamos con don Manuel y doña Adriana, y les cedía la acera, sombrero en
mano. Yo aprendí a saludar a los Prada y “dejarles la vereda”, a causa de papá. A los quince años leí
Pajinas Libres y Horas de Lucha. Traté de imitar su estilo. Mi grado de doctor, ya lo he dicho, versaría
acerca de González-Prada. Mi anti¬civilismo congénito me conducía irremisiblemente, como a
puerto de emergencia, a los libros de González-Prada. Luego, cuando fue Di¬rector de la Biblioteca
Nacional, recibió también mis homenajes. Ahora, el gran escritor, el gran hombre, el maestro, había
muerto...

¡Cómo me parecía imposible! Don Manuel era una estatua an¬dante, inmortal. Alto, blanco, róseo,
de grandes ojos azules, esbelto y erguido, hasta la ancianidad; bien trajeado, retorcido el blanco
bi¬gote, bien peinados los albos cabellos, perfecto el perfil, blanca la corbata, negro o azul el traje
de corte severo. Llevaba siempre col¬gada de su brazo a una mujer rubia, hermosa, también de ojos
azu¬les, una mujer que lo contemplaba con adoración. Era el encuentro cotidiano, múltiple. A medio
día, cuando él iba a pie hasta la Bi¬blioteca, al caer la tarde cuando volvía a su hogar, con doña
Adria¬na. Al despuntar la noche, cuando se dirigían al cinematógrafo. La gente se daba vuelta para
mirarlos pasar. Encarnaban la verdadera aristocracia del Perú: la del talento, la dignidad, la cuna y
la belle¬za. Aunque yo admiraba entusiastamente a don Ricardo Palma, gran-de amigo de papá, el
pensar que hubieran antagonizado Palma y Pra¬da, me producía náuseas; las vencí aterrándome al
Apóstol.

La miopía de don Manuel hacía que mirase fijamente, tratan¬do de ver, pero no siempre viendo con
claridad. Yo me sentía con¬

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decorado por la insistencia con que me clavaba los ojos claros, lle¬nos de majestad e impertinencia,
Alguna vez pensé en lo que él dijo de Renán, cuando éste, el autor de la Vie de Jesús, le miraba
durante sus clases del College de France, y mé apliqué el apelati¬vo de “bárbaro”.

La muerte de Piada me conmovió hasta las raíces. Tanto que no quise asistir al entierro, como no
asistí al de mi madre. Después, mucho después, cuando su hijo Alfredo me hizo entrega, como
here¬dero espiritual, de sus objetos personales y de sus manuscritos, aque¬llo me pareció natural.
Pero esa tarde de 1918 me juré a mí mismo tratar de no apartarme de la altiva lección del Maestro.
Y ya que ha¬blo de Rebeca Carrión, diré que cuando nosotros estudiábamos, eran muy pocas las
alumnas mujeres. Sólo tuvimos dos compañeras: Er- linda Cabrera Casas y Rebeca. Erlinda venía de
Cañete, y Rebeca, de Lima. Erlinda no destacaba por su belleza; fue siempre, sí, una excelente
compañera; Rebeca, en cambio, muy joven y de un porte delicado, de finas facciones con el cabello
suelto como colegiala, despertaba simpatía y, sin embargo, respeto. Era nuestro porte hon- heur.
Muy estudiosa, siempre sonriente y distante, se mezclaba a nuestras conversaciones sin exceso. A
fin de año ella y yo solíamos estudiar algunos cursos juntos en su casa de la Plaza de la Buena-
muerte. Su madre, viuda del coronel Carrión, gran cacerista, cuida¬ba con tino y firmeza a sus tres
hijos, dos de ellos mujeres. Más tarde encontré a Rebeca trabajando con el arqueólogo Tello. Se
es¬pecializó en telas incaicas. Fue directora del Museo de Arqueología de la Universidad, cargo a
que la nombré cuando fui por primera vez Rector áe San Marcos. Al ocurrir el fallecimiento de Tello,
ganó la cátedra de Arqueología. Mucho más tarde la encontré en Chile. Rebeca conservaba su aire
infantil. Me anunció que se iba a casar, que radicaría en Guatemala, que en Lima le hacían la
existencia imposible. Lamentablemente, Raúl Porras, siempre tan apasionado, formaba parte del
grupo que hostilizaba a Rebeca. Esta partió a Guatemala, se casó con el arqueólogo y teósofo francés
Girard, y al poco tiempo murió. Cosa bella é mortal, passa e non dura.

En el patio de Letras, y ya en 1919, empecé a tratar a César Vallejo, a quien conocía desde poco
antes. Era bastante mayor que yo. A veces se juntaba con Adán Mejía “El corregidor”, o con algu¬nos
escritores raros, los Zuleta de Aliaga que llegaron de visita a la Universidad, y con Juan José Lora. De
los compañeros de clase, Cé¬sar sólo me frecuentaba a mí. Haya de la Torre, su amigo entra¬ñable,
no paraba en la Universidad sino por minutos o en circuns¬tancias excepcionales. Se veían de
continuo en casa de Vallejo y de Vásquez Díaz. Vallejo, en esos días, vestía con notoria correc¬ción.
Usaba cuello duro, doble, alto y almidonado, y corbata muy bien anudada; sombrero de tafilete;
bastón con empuñadura de gan¬cho; zapatos largos con capellada de ante color claro; los
pantalo¬nes bien planchados eran algo altos y no muy anchos; usaba chale¬co. Estas notas pueden
parecer hoy insólitas: corresponden a la ves¬timenta de un hombre común en 1919. Tenía la frente
protuberan¬te, como una vasija; bajo ella ardían dos ojos negros y llameantes. Las cejas eran
pronunciadas, la cuenca de los ojos honda; fina y cur¬va la nariz; la boca parecía un tajo, en el fondo
de un valle cuya cumbre era el mentón audaz y fuerte como una proa de trirreme; las mejillas
enjutas lucían dos arrugas verticales como dos cicatrices. Tenía fácil y triste la sonrisa. Siempre me
llamaron la atención sus largos silencios; después, su inesperada simpatía por mí: no olvidemos que
yo era un escritor precoz y él fue un sentidor congénito. Su conversación brotaba al comienzo con
dificultad; luego discurría flui-damente. De la Universidad íbamos juntos hasta el Palais, donde le
esperaban sus compañeros de bohemia... A veces, coincidíamos al salir de su pensión y nos
reuníamos casualmente en la calle de Ga¬llos. La casa donde habitaba, en la Acequia Alta, tenía
como locata- ria principal a doña María Vargas de Vargas, cuya hija María, blan¬ca, lozana, de pelo

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castaño, se asomaba constantemente al balcón, frente al de mi cuarto, cantando el tango “Cara
sucia”, y hablando a gritos con su criada o con su canario.

Recibí escasas impresiones memorables durante mi paso por la Facultad de Derecho; me las dieron
profesores como Humberto Bor- ja García, J. Guillermo Romero, José Varela y Orbegoso, Arturo
Gar¬cía Salazar y don Ricardo Aranda. Este último parecía el archivo hablante de la Universidad y de
la nación. Viejo, arrugado, flaco, nos quería a sus estudiantes como a hijos. No había sido capaz
nun¬ca de reprobar a nadie. De los alumnos, aparte de los de mi promo¬ción, tropecé con algunos
interesantes. No con todos me sentí ai home. Por ejemplo, detestaba la oratoria de Luis Ernesto
Denegri (a quien estimaba personalmente), por la misma razón que he detestado siem¬pre el
énfasis, sin que existiera ninguna otra causa particular. Al¬fredo Herrera me causaba frío. Tenía aire
de misógino, equívoco; permanentemente llevaba la mano izquierda en la faltriquera del pantalón;
andaba en cuchicheos de grupo en grupo, preocupado de las asambleas, entregado
incondicionalmente a lo que quisiera el ci¬vilismo y en especial^ los Miró-Quesada. Después, en
1930, cuando fue secretario de la Junta de Gobierno de Sánchez Cerro, halló la oportunidad de pagar
sus antipatías estudiantiles: dispuso que me apresaran sin más ni más, y me enredó con el fogoso
dictadorcillo de Piura. No tardamos en chocar frontalmente en la Constituyente de 1931; Herrera
propició la desintegración del cuerpo legislativo; tenía alma de inquisidor; era un fanático. Murió sin
haber conoci¬do la piedad, virtud que algunos dé sus compañeros de promoción y gustos
saborearon aunque tardíamente.

# #*

Conocer la Universidad por dentro, es como conocer a los parti¬dos políticos y a la misma Iglesia en
su intimidad. Se evaporan al¬gunas ilusiones, a cambio de certidumbres tonificantes. Ver a los
es¬tudiantes desde el mirador del catedrático, suele modificar la pers¬pectiva.

Recuerdo que, durante mi primer año de catedrático, tuve alum¬nos de trapío. Uno de ellos, hoy
notable financista, Mariano Peña Prado, se presentó a examen y me quiso embarullar con su verba
endiabladamente fluida y florecida. Tuve que recordar los modos de Deustua y Riva-Agüero y
descascararlo. Me tomó pasajera ojeriza. Otro fue Aurelio Miró-Quesada Sosa. Aurelio era un
muchacho de aire tímido, tez rosada, mirada atenta, hablar entrecortado, buen lec¬tor, hombre
cordial. Pese a todo lo ocurrido con su tío Luis, mi

Némesis universitaria, Aurelio y yo acabamos siendo buenos amigos; terminada mi clase solíamos
salir, juntos, a menudo con Basadre, pa¬ra conversar y beber “algo” en alguna confitería. “Lelo”
tenía una verdadera pasión por las letras; y al parecer carecía de prejuicios: ¡ay, la infancia y la
adolescencia debieran prolongarse en ciertos ca¬sos y para ciertos aspectos de la cultural Un día
acordamos lanzar una revista titulada Presente: imprimimos la invitación y los pre¬cios; como
directores estaríamos Basadre, Aurelio y yo. Corrían los primeros meses de 1928. Yo dictaba clase
de Literatura Contempo¬ránea; poco después me ocupé en traducir UUses de Joyce mancomu-
nadamente con Aurelio. Este (“Lelo” le dicen sus íntimos), empe¬zó la tarea: yo conservaba un
capítulo hasta hace poco. Llegó al punto esta amistad que cuando publiqué el primer tomo de la
Lite¬ratura Peruana, en 1928, Aurelio, sobre las iniciales A.M.Q.S., con que firmaba sus artículos,
insertó uno muy elogioso en la edición domi¬nical de El Comercio.

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Mi primera cátedra semestral de Literatura Americana y del Perú, se convirtió en anual, es decir,
logré que se desdoblara como tenía que ser. Dicté Literatura General durante una ausencia de Lu¬na
Cartland, lo que me trajo molestias con Raúl Porras, quien desea¬ba el curso. La Facultad decidió
entregármelo a mí, que no lo ha¬bía buscado ni le tenía afición. Salí del paso pronto y mal.

La reforma de 1928 trajo como una de sus consecuencias la elec¬ción como decano de Letras de
José Gálvez. Nunca lo hiciera: des¬de ese día su nombre quedó proscrito de las columnas de El
Comer¬cio, en las que había colaborado desde muy joven y a cuya familia propietaria había dado
muestras de perenne lealtad. Pero, se trata¬ba del reparto de feudos, y la Facultad de Letras le
correspondía, por derecho de pernada a los Miró Quesada.

De los catedráticos de 1928, el más tenaz, combativo y pinto¬resco era Tello. Nadie puede
imaginarse lo que encerraba aquella alma ardiente, aquel espíritu poderoso. El doctor Urteaga lo
odiaba; Tello le correspondía con exactitud. No había tema sobre el que Te¬llo no plantease un
punto de vista generalmente solitario y de oposi¬ción. En cambio el poeta Ureta continuaba en su
perenne sueño (o

ensueño) con los ojos abiertos, tal como en el Deutsche Schule. Du¬rante las sesiones no discutía,
no comentaba, no decía: votaba. Gui¬llermo Salinas Cossío, profesor de Historia del Arte, sí, fue una
per¬sonalidad atractiva. Estudioso y benévolo, trabajaba gratuitamente como quien realiza un
hobby, con fervor. Como tenía que ser, surgie¬ron rivalidades entre los dos nuevos: Enrique Barboza
y Roberto Mac- Lean. Ambos pretendían la cátedra de Sociología, ambos eran vehe¬mentes y
difíciles. Don Carlos Wiesse fue hasta el final, por antono¬masia nuestro maestro. Asistía a las
sesiones del Consejo de Facul¬tad, hierático, recogido en sí mismo. Una especie de invencible te-
dium vitae opacaba su madurez. Miraba con risueña displicencia las constantes agresiones verbales
del sabio Tello a todo lo que el histo¬riador Urteaga proponía. Nos consideraba a los jóvenes, con
benevo¬lencia. De pronto en 1930 dejó de asistir a las sesiones. Su retiro fue como un crepúsculo
lento y sobrio. De él se podría decir, apli¬cando la frase final de Don Segundo Sombra: "Se fue como
quien se desangra”,

A principios de 1930, se anunció la llegada de un equipo de de¬bate, formado por estudiantes de la


Universidad de Yale, Los grupos de izquierda de San Marcos se apresuraron a rechazar aquella
su¬puesta intromisión “imperialista”. Sin embargo, no hacía mucho que Haya de la Torre,
desterrado en Inglaterra, había formado parte de un equipo análogo representando a la Universidad
de Oxford ante los estudiantes norteamericanos, el tema había sido la doctrina de Monroe. Haya de
la Torre empezaba ya a ser una figura legendaria. A menudo sus corrésponsales nos leían
encendidos párrafos de sus cartas. Basadre me mostró varias veces epístolas del estudiante
pere¬grino escritas con esa su letra angulosa cuyas “d” y “1” parecen ba¬yonetas. De pronto era
Ismael Bielich, o después Manuel J. Rospi- gliosi, o el obrero Fausto Posada, quienes hacían conocer
aquellas ardientes misivas. Circulaban unas tarjetas representando una bande¬ra roja que
ostentaba en su centro un círculo y un mapa de Améri¬ca Latina dorados. Era la bandera del Aprá,
Amauta que había si¬do “tribuna aprista” desde su fundación cambió desde el número 18, publicado
en 1928, Desde entonces se reveló Mariátegui como pro¬pulsor de un socialismo de tipo y
contenido europeos. Cosa singular:

Leguía que no vetaba la publicación ni la circulación de Amanta y Labor, de La Sierra, ni Boletín


Titikaka en los que se anunciaba la revolución indígena proletaria, cerró el paso decididamente a la

31
pro¬paganda de Haya de la Torre; cuando no la pudo evitar, y de acuer¬do con los consejos de su
asesor periodístico Guillermo Forero, co¬lombiano que dirigía La Prensa, optó por insertar en las
páginas de este diario oficialista los documentos de Haya precedidos y seguidos de comentarios
mordaces. Coincidieron en ese ataque Leguía, Mariá¬tegui y los Miró-Quesada: la derecha
dictatorial, la derecha oligár¬quica y la izquierda europeizante. No todos comprendíamos el
signi¬ficado de tan extraña e implícita alianza. Sólo años después, al ver-ía reproducida en los
frecuentes contubernios entre la extrema dere¬cha y los representantes del comunismo, nos hemos
dado cuenta to¬dos, de que en política, los extremos se tocan y que el totalitarismo de izquierda o
de derecha suelen aliarse para combatir a la democracia.

Haya de la Torre, desde México, había concebido un alzamien¬to revolucionario en el Nor-Perú, a


fin de derrocar a Leguía, Unas cartas atribuidas a su pluma, firmadas en Berlín, fueron motivo de
persecución contra los apristas del Cusco. Era 1928. Ya existían gru¬pos apristas en Trujillo, Cusco y
Lima, afiliados al movimiento (no partido) juvenil continental fundado en México el 7 de mayo de
1924.

Las cartas y proclamas de Haya de la Torre propiciaban un Frente Unico Antiimperialista, Empero, a
los que le habíamos cono¬cido, conversador, locuaz, nos costaba trabajo imaginarlo como ideó- logo
y político. Su libro Por la emancipación de América Latina, editado por Gleizer de Buenos Aires
(1927) había circulado sin mu¬chos obstáculos, antecediendo a los Siete ensayos de Interpretación
de la Realidad Peruana de Mariátegui (1928). En ese momento, Ma¬riátegui y yo representábamos
a buena parte de la nueva generación literaria. Lo prueban entre otros los siguientes hechos: Martín
Adán, gran precursor de novedades, nos pidió a mí el prólogo y a Mariáte¬gui el epílogo para su
libro La Casa de Cartón (1928): Luis E. Val- cárcel nos solicitó antes a Mariátegui el prólogo y a mí el
colofón pa¬ra su incitante Tempestad en los Andes (1927). La generación de Martín Adán, en la que
figuraban Westphalen, Estuardo Núñez, Jor¬ge Patrón, Jorge Fernández Stoll, Gonzalo Otero Lora,
formó par¬te de mi alumnado de Literatura Americana de 1930.

En San Marcos reinaba un activo ambiente intelectual. Los profesores teníamos que cuidarnos al
discutir con los alumnos, porque todos eran lectores y debatientes. Sin embargo, a causa de su
origen, se negó la tribuna a los universitarios de Yale. La negativa repre¬sentaba un voto más en
contra de la dictadura de Leguía,

No extrañó a nadie que el 14 de julio de 1930, aniversario de Francia, al pasarse en el Teatro


Excélsior, una película alusiva, con asistencia de Leguía, estallara una inmensa silbatina contra la
dicta¬dura, no bien surgieron en la pantalla los “sans culotte”, atacando la Bastilla a los bélicos sones
de La Marsellesa. El Presidente abando¬nó la sala, protegido por la oscuridad y por sus guardias. En
la ca¬lle lo esperaba una insólita y multánime rechifla. Los caballos de la Escolta Presidencial
cabriolearon entre la multitud de airados jóve¬nes obreros y estudiantes. Se había encendido la
chispa. Un mes después estallaba el motín de Arequipa y caía el dictador, mas no el sistema.

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