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SAN LORENZO
DE
BRINDIS
SAN LORENZO
DE BRINDIS

(DOCTOR APOSTÓLICO)

POR AGUSTÍN GUZMÁN SANCHO


VILLAFRANCA DEL BIERZO, 1994
© Reservados todos los derechos
Edita: CENTRO DE PROPAGANDA
Cervantes, 40 - 28014 MADRID
Depósito legal: M. 36.965-1994
ISBN: 84-85223-12-8
Impreso por: Impresos y Revistas, S. A. (IMPRESA)
Herreros, 42
Políg. lnd. Los Ángeles - GETAFE (Madrid)
.,,.
INDICE

Pág.
CAPÍTULO I:
La infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
CAPÍTULO II:
Estudios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
CAPÍTULO III:
Honra y prez de la Orden Capuchina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
CAPÍTULO IV:
Predicación a los judíos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
CAPÍTULO V:
Capellán militar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
CAPÍTULO VI:
Martillo de herejes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
CAPÍTULO VII:
Patrón de los diplomáticos 35
CAPÍTULO VIII:
Fraile seráfico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
CAPÍTULO IX:
La última embajada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
CAPÍTULO X:
Muerte y enterramiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
CAPÍTULO XI :
Santo y Doctor Apostólico 57
CAPÍTULO XII:
La Anunciada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
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Asiera la ciudad de Brindis cuando nació en ella San Lonrezo.

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CAPÍTULO I

LA INFANCIA
Un sábado, día dedicado a la Santísima Virgen, nació San
Lorenzo. Era el 22 de julio de 1559. Se cuenta de su madre, lo mismo
que de la de Santa Clara, que estando esta noble señora, CU?O nombre
era Isabel de Masella, embarazada, le parecía llevar en su vientre un
pequeño sol o globo de luz, y que, en alguna ocasión, estando en un
aposento oscuro vio salir de su vientre unos hermosos rayos. Dio a
luz al futuro santo en la ciudad de Brindis, famosa desde la antigüe-
dad clásica por ser puerto obligado del Adriático. Nuestro poeta
Lucano la celebra en su famosa Fa rsalia, afirmando su origen
minoico. Allí desembarcó Cicerón a su vuelta del destierro. allí murió
Virgilio, el más insigne de los poetas latinos. En lo religioso alcanzaba
también fama por su tradición católica, que mantenía desde su con-
versión en el año 170 del nacimiento de Cristo, siendo su primer arzo-
bispo San Lucio. Ha sido patria de varones ilustres y santos. Durante
la época en que vivió nuestro protagonista la ciudad pe::tenecía al
virreinato que mantenía en Nápoles la corona española, de manera
que, aunque italiano de nacimiento, es español con todc derecho.
Su padre, llamado Guillermo de Rossi, había luchado en el ejér-
cito de Carlos V, y tal vez abrigase la esperanza de dedicar a su hijo a la
milicia. No fue así, pero algo de la vocación militar de la familia habría
de demostrar el santo, como tendremos ocasión de ver. J.\.éuy pronto
comenzaría el niño, a quien se le puso por nombre Julio César, a dar
muestras de sus extraordinarias cualidades, según el testimonio de su

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padre en carta a su tío Pedro Rossi: «Hermano, pongo en tu conoci-
miento cómo el Señor me ha dado un hijo, pero de unas cualidades tan
extraordinarias y sobrenaturales, que, según lo que ha escrito Dios en su
rostro, no me atrevo a decir si es criatura terrena o celestial. Ruega a Dios
le llene de bendiciones y le haga todo suyo, pues te aseguro que en los
pocos meses que tiene, da tales muestras de talento, virtud y santidad,
que tiene admirados a todos, y no falta quien pregunta de este tierno
infante lo que en otro tiempo preguntaban del gran Bautista:¿ Quién os
parece será este muchacho? Pero luego responden: este muchacho será
grande delante de Dios, porque su mano está con él».
A los seis o siete años quedó huérfano de padre, siendo confiada
su educación a los religiosos conventuales de San Pablo de Brindis,
como niño oblato. De esta manera vistió el hábito franciscano y gus-
taba del honorífico título de fraile, haciéndose llamar fray Julio César.
Oía con atención los sermones y los repetía de memoria. Comenzó
luego a predicar a la comunidad, de manera que lo que empezó
siendo un alegre pasatiempo, terminó siendo causa de gran admira-
ción. En una de estas ocasiones en que fray Julio César predicaba a los
frailes, le oyó el ilustrísimo señor don Francisco Alcander, arzobispo
de Brindis, quedando tan asombrado que le dio licencia vivae vocis
oraculo para predicar públicamente a pesar de su corta edad. De este
modo, aquel niño era visto en determinados días predicar en la cate-
dral a toque de campana, como si de función solemne se tratara,
como si fuera imagen de Cristo en medio de los doctores.
En 1574 abandona Brindis para pasar bajo la tutela de su tío Pedro
Rossi, a la sazón rector del Seminario de San Marcos de Venecia,
donde estudia Filosofía y Cánones. Allí frecuenta el trato de los capu-
chinos aficionándose a su instituto. Entre el convento de estos frailes
y el seminario había un gran trecho de mar. Un día que regresaba de
visitar a los frailes en compañía de otros seminaristas se levantó un
recio temporal, de modo que marineros y pasajeros temieron perecer.
Entonces el joven Julio César sacó un agnusdei que traía al pecho e
hizo con él una cruz en el agua, quedando el mar en calma, según
consta en los procesos de su beatificación.
Un año más tarde ingresó en el noviciado que los capuchinos
tenían en Verona, vistiendo el sayal de penitente el 19 de febrero de

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1575 (1), de manos del provincial padre fray Lorenzo de Bérgamo, a la
edad de 16 años, y «sin aquella demora y experiencia que para probar
la vocación hay entre los capuchinos, y llaman tiempo de catecúme-
nos», como dice el padre Ajofrín. Fue entonces cuando, según cos-
tumbre capuchina de cambiar el nombre al tomar el hábito, eligió el
de Lorenzo, por ser el de su padre provincial, seguido del de su ciudad
natal, viniendo a llamarse ya para siempre Lorenzo de Brindis.
Durante su noviciado comenzó a dar muestras de la austeridad y
penitencia que practicará toda su vida, siendo su espíritu conforme al
de San Francisco. Imitaba incluso su ternura hacia los animales. Y al
igual que se cuenta de San Francisco que en uno de sus viajes fue
obsequiado con un corderito, quedando tiernamente encariñado con
él, así eljovencísimo novicio se divertía con un corderito que había en
la huerta, hasta el punto de que el animal le distinguía de todos los
demás novicios, siguiéndole, triscando y corriendo a sus caricias sin
hacer caso de los demás.
Al poco tiempo de tomar el hábito capuchino cayó enfermo con
una fuerte dolencia de estómago que trató de disimular no faltando
nunca al coro, a la oración, ni al ayuno, cumpliendo con el rigor de la
vida que había abrazado. Sin embargo, llegó a conocerse su falta de
salud y sus superiores acordaron suspender por un tiempo la profe-
sión en espera de decidir si debía seguir o no la vida religiosa. Lorenzo
rogó a la Santísima Virgen, y al poco tiempo desaparecieron los dolo-
res. Así, el 24 de marzo de 1576, víspera de la Anunciación, poco más
de un mes después de cumplido el año de noviciado, hizo la profesión
religiosa.

(1) Esta es la fecha que da Carmignano. Otros autores señalan el 18 de febrero y


alguno el 17 de feb rero.

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CAPÍTULO II

ESTUDIOS

Terminado el noviciado es trasladado a Padua para dedicarse al


estudio de la Lógica, regresando a Venecia, donde termina los estu-
dios de Filosofía. El 21 de septiembre de 1576 recibe la primera ton-
sura con las órdenes menores. Se ve obligado a interrumpir sus estu-
dios de Teología a causa de una enfermedad (como se verá nunca
gozó de buena salud). Es ordenado subdiácono el 23 de diciembre de
1581, y antes de ser sacerdote es escogido para predicar en la impor-
tante ciudad de Venecia, donde se seleccionaban los más veteranos
predicadores. Se estrenó en este ministerio en la Cuaresma de 1582,
en la iglesia de San Juan el Nuevo. Y por fin el 18 de diciembre de
aquel mismo año es ordenado sacerdote, celebrando su primera misa
solemne el día de Navidad.
Su aprovechamiento en el estudio puede juzgarse por la extraordi-
naria memoria que poseía, hasta el punto que se decía que nunca
olvidó lo que una vez leyó. Se cuenta que el padre guardián del con-
vento de Venecia le mandó que acudiese al sermón que habría de
decir el padre Eberto, famoso predicador de aquel tiempo, y que
luego de oído lo escribiera, al objeto de gastarle una broma al insigne
orador. Así lo hizo fray Lorenzo, escribiendo el sermón tal cual había
sido pronunciado. Cuando el padre guardián se lo envió al padre
Eberto, quedó éste tan impresionado y movido de curiosidad que
quiso conocer al santo.

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Aplicando esta portentosa cualidad a su afición por las Sagradas
Escrituras llegó a aprender la Biblia tan de memoria que citaba pasa-
jes del Antiguo y Nuevo Testamento con indicación del libro, capí-
tulo y versículo. Se lee en la suma de los procesos de beatificación que
en sus conversaciones, en sus escritos y en sus sermones ya no citaba
texto de la Sagrada Escritura, sino que la hablaba como si fuera
idioma nativo, usando de ella con la mayor facilidad y propiedad en
todas sus partes. Así vemos que sus escritos están maravillosamente
repletos de oportunísimas y abundantísimas citas bíblicas, tan bien
trabadas en el texto que ni distraen ni cortan el discurso, antes bien lo
adornan y enriquecen bella y admirablemente. El propio santo llegó a
decir que si hubiera desaparecido la Biblia, él hubiera vuelto a escri-
birla toda entera.
Pero no sólo se aplicó al estudio de las letras divinas, sino también
de las humanas. Lorenzo es hombre del Renacimiento, un huma-
nista. En su inquietud entran todos los saberes de la época. Gran
conocedor de los clásicos, poseía también conocimientos de múlti-
ples saberes: en su admiración hacia la creación deja traslucir los
conocimientos de la astronomía de su tiempo; su experiencia de la
guerra le acredita como gran conocedor de la estrategia militar; su
paso por las cortes de Europa lo convierten en un gran conocedor de
la psicología y el comportamiento de los hombres, de cuyos ejemplos
se sirve en sus discursos, etc. Pero ante todo sobresalió en el dominio
de las lenguas. Hablaba a la perfección, además del italiano y del latín,
el español, francés, alemán, hebreo, griego, caldeo y asirio. Filólogo
nato, en su obra Explanatio in Genesim, hace una disertación intro-
ductoria para mejor comprensión del texto sagrado, que es un tratado
resumido de estilística, en donde se definen las principales figuras
literarias. El estudioso que se acerque a examinar sus manuscritos
verá con admiración la perfección y el cuidado con que trazaba la cali-
grafía hebrea, prueba evidente de sus profundos conocimientos de
esta lenguan en la que tan importante es la claridad de los trazos para
la diferenciación de los signos (2).

(2) Debemos esta observación a nuestro amigo Eduardo Otero Pereira, estudioso
del hebreo de San Lorenzo.

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Conociendo los resortes del habla, las cualidades de belleza y per-
suasión de la palabra, se atrajo la admiración primero de los venecia-
nos, a quienes más veces predicó a lo largo de su vida, y luego también
de los habitantes de Padua, Nápoles, Génova, Mantua, Roma, Brindis
y otras ciudades de Italia, que fue donde primero ejercié su ministe-
rio. A todos convencía y convertía, siendo muchos los jóvenes estu-
diantes que, cambiando de vida, tomaron unos el hábitJ dominico,
otros el carmelita y hubo quien el de cartujo y no poco~ el de capu-
chino.

San Lorenzo celebrando la sa111a misa que, a veces, prolongaba por huras. El hermano
monaguillo se ha dormido.

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San Lo renzo desempeñó los mós altos caigas de111ro de la Orden Capuchina .

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CAPÍTULO III

HONRA Y PREZ DE LA
ORDEN CAPUCHINA
Se ha dicho que San Lorenzo es «la figura más emineme de la
familia franciscana de los capuchinos» (3).
Fueron muchos los cargos que ocupó el santo en la Orden, desde
lector y maestro de novicios, pasando por los provincialatos de Tos-
cana, Venecia, Suiza, varias veces definidor general, comisario gene-
ral en Praga y en Baviera-Tirol, visitador general del Piamonte, etc.,
hasta ocupar desde 1602 a 1605 el más alto cargo de General de la
Orden Capuchina. Durante su generalato, que fue el vigésimo cuarto,
vivían en el seno de la Orden tres grandes santos: San Fidel de Sigma-
ringa, San José de Leonisa y San Serafín de Montegranario.
Todos los cargos los ocupó en virtud de obediencia (4), pues para
fraile tan humilde y amante de la contemplación de las cosas divinas y
que tanto buscaba en la soledad el goce y disfrute de Dios, los cargos
venían a ser pesadas cargas. Sin embargo, cualidades no le faltaban. El
padre Brindis, como se le conocía, además de poseer don de lenguas
tenía don de gentes. A todos agradaba con sus amenas maneras, trato
afable y cordial sencillez.

(3) Monseñor Margiotta, arzobispo de Brindis: Discurso pronun;;iado en la ciu-


dad de Bari el año 1960 con motivo de las solemnes celebraciones habidas en dicha
ciudad en honor de San Lorenzo de Brindis.
(4) Se dice que incluso el sacerdocio lo rec ibió por obediencia.

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Señala el padre Ajofrín que uno de los primeros cargos que ocupó,
que fue el de guardián de Venecia, exigía la obligación de tratar con
magistrados y señores de aquella insigne república, de quienes
dependían las limosnas del convento. Aunque odiaba el santo tratar
de dinero, debía en agradecimiento visitar y frecuentar el trato de la
flor y nata de la aristocracia veneciana. De esta manera comenzó a dar
las primeras pruebas de sus dones de diplomacia, cuando aún no
tenía veintiocho años. Por lo que respecta a la relación con sus herma-
nos de Orden, encargó a fray Miguel de Bolonia que le avisase y corri-
giese en todo cuanto fallase.
Nombrado visitador y comisario general en Praga con el objeto de
fundar conventos, estando en la ciudad de Gratz encargó a un compa-
ñero que el día anterior al Jueves Santo consagrase algunas formas
para comulgar tan señalado día, en el que según el rito de la Iglesia no
podía decirse misa privada. Se le olvidó al religioso hacerlo y entonces
propuso el santo que se dispusiesen para la comunión espiritual.
Cuenta la constante tradición de aquella provincia que se apareció
entonces Cristo con un copón y dio de su mano a todos los presentes
la comunión, y que al desaparecer esta visión quedó por mucho
tiempo un olor suavísimo.
Habiéndosele encomendado fundar igualmente conventos en
Baviera, se hospedó en una casa donde había varios herejes, y uno de
ellos comenzó a burlarse de él. No se inmutó el santo, pero cuando
comenzó a blasfemar contra la Santa Cruz, no pudiendo resistirlo y
tomando en la mano la cruz que llevaba consigo al cuello pronunció
las palabras de San Pablo: Percutiet te Deus, paries dealbate (Castí-
guete Dios, hombre malvado). Y al punto cayó muerto. Los herejes
presentes abjuraron de sus errores y abrazaron la religión católica.
Siendo General de los Capuchinos envió misioneros, pero no
indiscriminadamente, sino a los más convenientes. Por eso habién-
dole pedido San Serafín de Montegranario que lo enviase, le contestó
que Dios le tenía destinado para otras cosas.
El generalato exigía gran movilidad, por lo que el Papa había con-
cedido, dada la extensión y propagación de los capuchinos, la facultad
de hacer las visitas a caballo, e incluso regaló al efecto una mula de sus
caballerizas. San Lorenzo no usó de este privilegio, sirviéndose de la

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caballería para llevar los bultos. Todo ello a pesar de que por entonces
comenzó a padecer la gota. Tras viajar con lluvia, nieve o frío unas
veces, y otras con calor asfixiante, descansaba en tablas. Tampoco
dejaba de ayunar. Si la comida era exquisita la probaba por cortesía y
luego mandaba que la repartieran entre sus compañeros. Cualquiera
que fuese la hora en que llegaba a un convento, acudía al coro al pri-
mer to que de campana.
En la biografía de San Lorenzo, del padre Rossi, se cuenta que visi-
tando la provincia de Cataluña, después de haber presidido en el Con-
vento del Monte Calvario el capítulo provincial, llegó a un convento,
donde un ilustre personaje eclesiástico, que no se nombra, había
mandado construir, para enterrarse en él, un sepulcro muy suntuoso
y magnífico, con una arrogante estatua que le representaba. Había
mandado también que después de su muerte se celebrase un aniver-
sario con gran pompa y solemnidad. Se encaró entonces con el perso-
naj e en cuestión para que lo quitase, y como éste se negase, mandó
luego a los fraile s «con precepto de santa obediencia que luego des-
amparasen el convento por no ver manchada la pobreza santa y ofen-
dida la simplicidad capuchina» (5) . Tuvo, pues, que rectificar y obede-
cer su vanidosa ilustrísima.
Mal se avenía la humildad seráfica del santo capuchino con el
orgullo español de la época. Pero no digamos nada cuando eran los
propios frailes quienes habían hecho exhibición de grandeza, lo cual
ocurrió, según las mismas fuente s, en otro convento, cuyo nombre
también se calla, el cual tenía superfluos celajes, claustros, celdas y
dependencias mejores y más adornadas de lo que permiten las leyes
capuchinas. Quiso el padre Brindis corregir al religioso responsable
de la construcción de aquel convento, y cuando le dijeron que había
muerto, exclamó: !Oh, mi Dios, perdonad a este pobre religioso, que sin
duda no sabe lo que se ha hecho!» Y se dice que por influencia del
santo el edificio vino a tierra (6).

(5) De la pompa y boato puesta de moda en el enterramiento de los nobles españo-


les, nos da testimonio burlesco nuestro escritor, contemporáneo del santo, Francisco
de Quevedo, de quien hablaremos.
(6) No ha sido aclarada la identidad de estos conventos. Carmig nano sostiene que
este y el siguiente suceso ocurrieron ambos en Calatayud.

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En cambio veamos lo que ocurrió a la inversa, cuando el convento
era pobre y humilde de fábrica. El convento de Calatayud había sido
construido en 1600, aprovechando las cuevas de una gran peña que
dominaba la ciudad. Allí vivían los frailes como ermitaños, amenaza-
dos de ruina. En varias ocasiones favoreció el santo a estos humildes
frailes. La primera cuando regresaban al convento y se desgajó un
gran peñasco, que debiendo caer sobre los religiosos, tomó un vuelo
tan irregular que cayó, contra toda previsión natural, lejos de ellos.
Otra cuando, dispensados por San Lorenzo de reunirse después de
cenar en la cocina, según costumbre de la Orden, para preparar las
legumbres y hortalizas que habían de comer al día siguiente, en el
tiempo en que se supone que debían estar allí, se cayó toda la peña
que debía de servir de techo a la cocina. Por último, estando enfermo
el padre fray Pedro de Segura, le cayó encima una parte del techo sin
herirle, y habiendo salido a duras penas de la celda, se derribó toda
ella con admiración de todos. Ni que decir tiene que el convento ter-
minó viniéndose abajo, pero sin dañar a ninguno de los frailes.
Cuenta el padre Ajofrín que, visitando la provincia de Cataluña, se
hospedó en casa de Juan Palá, parroquiano de Torruella, obispado de
Solsona, y que habiéndose caído de una ventana muy alta su hijo de
corta edad, no recibió daño alguno por intercesión del siervo de Dios.
De su visita a Cataluña dejó en premio de su afecto una carta gene-
ral de hermandad, firmada de su mano, y estando guardada con otras
alhajas en un arca, se prendió fuego el arca, y habiéndose quemado
cuanto había en ella, sólo quedó la carta de hermandad.

18
Fray Domingo de Pa!ermo (siglo XVI l}, pinió asi a San Fidel de Sigma ringa, San Fe!ix de
Cantarigio, Beato Bernardo de Os sida y a San Lorenzo incensando a la Virgen con el
Niño .

19
San Lorenzo de Brindis en la batalla de Alba Real contra los turcos.

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CAPÍTULO IV

PREDICACIÓN
... A LOS
JUDIOS
Por un breve de Sixto V se había concedido a los judíos residentes
en Roma el derecho a ejercer el comercio y cualquier profesión, a
cambio de contraer la obligación de asistir en tres solemnidades al
año a la predicación cristiana. Clemente VIII amplió la predicación
haciéndola semanal. Por otra parte, dispuso que la asistencia fuera de
una tercera parte de la población judía alternativamente.
Para la delicada misión de predicar a los judíos se hacía necesario
confiar en una persona que poseyese a la vez que un gran dominio de
la lengua hebrea un profundísimo conocimiento del Antiguo y
Nuevo Testamento. Por eso pensó Clemente VIII en Lorenzo de
Brindis, quien reunía a las mil maravillas estas dos cualidades. Es
más, poseía la síntesis perfecta de las dos, pues se tiene por cierto,
toda vez que así lo manifestaba el propio santo, que Nuestra Señora le
enseñó la lengua hebrea para mejor inteligencia de la Sagrada Escri-
tura.
San Lorenzo subía al púlpito llevando varios libros en hebreo.
Leía uno o varios textos, causando la admiración de los judíos que
quedaban impresionadísimos al oír los pasajes bíblicos en su original
con un acento tan perfecto. Seguidamente les explicaba el pasaje y
refutaba los argumentos de la sinagoga también en hebreo. Verdade-

21
ramente aquello no era un sermón corriente, sino una verdadera y
magistral lección de Sagradas Escrituras. Quien no quedase conven-
cido, al menos quedaba mejor instruido para comprender el texto en
que apoyaba su fe. Hablaba con tal dulzura y sencillez que los judíos,
oyéndose llamar «carz'simos hermanos», dieron en llamar al santo
«nuestro amado predicador».
Desde 1592 a 1594 predicó a los hebreos en Roma, y su tacto,
cariño y mesura, alejados de toda vanidad y ostentación, hicieron que
ganase sus voluntades. Terminada su predicación, aún le seguían
recordando con sumo afecto. Así, por ejemplo, vuelto el santo de Ale-
mania, le encontraron algunos de los principales judíos en San Juan
de Letrán. Le dieron amablemente la bienvenida, y al otro día muy
temprano fueron al convento los principales rabinos en nombre de la
sinagoga, suplicándole fuera a verles.
También predicó a los judíos en Ferrara y en otras sinagogas de
Italia, con riesgo de su vida, pues en Venecia, por ejemplo, viendo la
fuerza de su persuasión, se conjuraron los rabinos más principales e
intentaron darle muerte. Pasando por la ciudad de Casal, su obispo,
monseñor Carreta, le invitó a que predicase a los judíos en la catedral,
donde para evitar confusión se cerraron las puertas. Los más sabios
maestros de aquella sinagoga decían: «Jamás ha hablado ningún hom-
bre como éste».
Estando el santo en Praga, en calidad de Comisario General de la
Orden, quiso el cardenal Spinelli hacer una curiosa experiencia. Con-
vocó en su palacio al padre Brindis con cuatro de los más entendidos
rabinos de aquella sinagoga. Acudieron éstos, a lo que podría lla-
marse disputa teológica, provistos de libros, mientras que San
Lorenzo no llevó más auxilio que su memoria y la prevención de una
larga oración. Para escucharles se había juntado gran concurso de
eclesiásticos y seglares. Argumentaron primero los hebreos, mirando
y revolviendo libros y textos. A todos estos argumentos contestaba
San Lorenzo citando de memoria no sólo la Biblia hebrea, sino tam-
bién a los principales autores judíos, incluso a los más antiguos y
raros. Refutaba a los autores propuestos con otros de la misma len-
gua, de manera que sus adversarios veían volverse sobre ellos a sus
propios maestros. De la Biblia señalaba qué pasajes estaban viciados,

22
rebatiendo y argumentando con los que eran más claros e indubita-
dos. Duró aquel debate muchas horas y al final sus auto::- es hubieron
de reconocer que «aquél era más que hombre».

San Lorenzo ji'ente a 1os 1urcos. A . Vivian i, Vrnecia .

23
San Lorenzo predicando.

24
CAPÍTULO V

,-

CAPELLAN MILITAR

Europa se encontraba amenazada por los turcos. Para hacerles


frente, se reunió en 1601 un ejército al mando del archiduque de Aus-
tria, Matías, más tarde emperador. Reunido el ejército había dificul-
tad para encontrar capellanes. Se necesitaban religiosos abnegados,
que supieran frenar a los luteranos y calvinistas, que a:rrovechaban
los campamentos para propagar la herejía, y que estuvie:-an dispues-
tos a correr el riesgo de su propia vida para asistir a heridos y moribun-
dos, además de soportar las incomodidades de la campaña. La penu-
ria de sacerdotes celosos hacía que se enrolasen en el ejército religio-
sos fugitivos de los conventos y privados de facultad eclesiástica. Para
evitar estos males, eran reclamados insistentemente comJ capellanes
militares los capuchinos.
En esta ocasión, el procurador general de la Orden esc::"ibe al padre
Lorenzo al convento de Praga para que eligiese dos capi.::.chinos para
capellanes militares. En ausencia del santo, el padre guardán del con-
vento procede a la votación secreta de los capellanes. Al enterarse San
Lorenzo desaprueba la elección. Al parecer tenía escasez de frailes y
no estaba dispuesto a perderlos, pues ya en campañas anteriores
habían perdido la vida varios capuchinos. Monseñor Spinelli le obliga
a aceptar la elección y además a que envíP Jtros dos frailes más al ejér-
cito. Es entonces cuando San Lorenzo d~cide ser él uno e.e los cuatro
capellanes castrenses.

25
A principios de septiembre de 1601, el ejército llega a Alba Real
(Stuhiwessnburg), situada en las últimas pendientes de los montes
centrales de Hungría. La ciudad fue conquistada por el ejército impe-
rial, quedando para defensa 4.500 soldados. El resto del ejército
acampa hacia el Mor, cerca de un promontorio elevado. El 9 de octu-
bre se divisa el ejército turco al mando de Mohamed III. La diferencia
numérica era grande: unos 80.000 turcos contra 17.000 cristianos. Ese
mismo día llegan desde Alba Real al campamento el archiduque
Matías y con él nuestro santo.
El 11 de septiembre fray Lorenzo se dirige al ejército. El tema de su
discurso, como siempre, es un pasaje de la Biblia. Narra el capítulo 20
del libro 2 de las Crónicas: «luda et lerusalem, nolite timere: eras egre-
diemini et Dominus erit vobiscum» (7). Aquel día no atacaron, pero al
siguiente una fina niebla ofrece a los turcos la ocasión para un ataque
por sorpresa. Gracias a unos renegados franceses consiguen apode-
rarse de la colina cercana al campamento. Allí asientan 400 piezas de
artillería. El ejército imperial está rodeado y comienza el ataque por
sorpresa.
De lo que sucedió entonces tenemos el testimonio de testigos pre-
senciales y del propio santo que nos lo ha contado con su modestia
habitual. San Lorenzo monta a caballo y se pone al frente de la caba-
llería en su mayor parte formada por italianos. Dirige a los soldados
breves y fervientes palabras prometiéndoles la victoria sobre sus ene-
migos. Sin más armas que la cruz, que alza en su mano, avanza al
combate invocando el nombre de Jesús y de María. Y cada vez que el
enemigo enciende la mecha de los cañones traza en el aire con la cruz
el signo de la redención.
Todos quedaban atónitos de ver que las balas caían a su alrededor
sin fuerza. Los turcos creían estar en presencia de un nigromante o de
un mago. Quienes estaban a su alrededor no podían estar más segu-
ros. No faltó quien afirmase que las balas disparadas contra el ejército
cristiano se volvían contra los turcos. El prodigio se sucedió por espa-
cio de dos horas, hasta que la infantería tudesca se encontró en orden

(7) Judá y Jerusalén, no temáis, mañana avanzaremos y el Señor estará con noso-
tros.

26
para atacar. Un soldado enemigo, por tres veces, intentó con su cimi-
tarra decapitar al santo que iba al frente del ejército; por tres veces, el
caballo esquivó el peligro, hasta que el coronel Althan abatió al turco.
Se lamentaría luego el santo diciendo : «iNo he sido digno del marti-
rio!»
Reforzado el ejército cristiano, el maestre de campo, Rosburg, y
los oficiales aconsejaron prudentemente al capuchino que se retirara,
que aquél no era su puesto, a lo que respondió el santo: (<ÍS1: señores,
éste, éste es mi puesto!» Y vuelto a la tropa gritó : «iAdelante, adelante,
victoria, victoria!» Los turcos huyeron de la colina. Luego en el llano
intentaron resistir de nuevo, pero entonces fueron atacados por los
imperiales con los cuatrocientos cañones que habían abandonado. Al
final de la jornada, los soldados vitoreaban a San Lorenzo como a
general victorioso, pues le reconocían como artífice de la victoria;
todos gritaban: «iViva el padre Brindis!» Y éste lo resumirá todo
diciendo: «En verdad podfa decirse que Dios habla combatido con noso-
tros».
El archiduque, para evitar un nuevo ataque, quiso abandonar Alba
Real y retirarse a Várpalota. Se formó entre los oficiales un consejo en
el que la discusión de lo que se debía hacer fue muy acalorada. San
Lorenzo aconsejó resistir desde aquella famosa colina. Por fin, un ofi-
cial, Sigfrido Cristóforo Breuner, se ofreció a ello y el santo abrazán-
dole le prometió el más completo éxito. De esta manera tuvo lugar un
nuevo ataque. Otra vez San Lorenzo apareció en medio del ejército
haciendo el signo de la cruz y arengando a la tropa al nombre de Jesús
y de María. Fue aquí cuando se le vio, en medio de la pelea, llevarse la
mano a la cabeza, sacar de entre los cabellos una bala de mosquetón y
cogiéndola sonreír, mientras que con la otra mano hacía un gesto de
amenaza diciendo: «iSimplecita, simplecita, tú me querías hacer daño!»
Luego que la tiró al suelo la recogió un fraile compañero del santo y la
guardó como reliquia mostrándola a cuantos querían verla. Conti-
nuaron los combates y cuantas veces se enfrentaron salieron los tur-
cos mal parados, hasta que el 25 de octubre se retiraron. Y San
Lorenzo mereció el título de Defensor de Hungría .
Pero no fue ésta la única ocasión en que se pensó en el padre Brin-
dis para capellán de soldados. Años más tarde, Maximiliano de

27
Baviera, seguro del apoyo de España y de la Santa Sede, intentó por
consejo de su amigo San Lorenzo la creación de la Liga Católica con-
tra los protestantes, y comenzó a organizar tropas. Para vicario cas-
trense pensó en el capuchino y así lo solicitó de Roma. El 2 de octubre
de 1610, un Breve de Paulo V le nombra oficialmente capellán militar
del ejército de la Liga Católica. En atención a su precario estado de
salud, se le dispensaba de la austeridad de la Cuaresma y de los fre-
cuentes ayunos de la regla, y se le informaba de la satisfacción del
Papa por cuanto había hecho en servicio de la religión católica. Sin
embargo, no hubo lugar al enfrentamiento armado porque los protes-
tantes, que a su vez habían constituido la Unión Evangélica,
temiendo el conflicto, negociaron la paz.
No obstante veremos de nuevo al padre Brindis entrar en batalla.
Esta vez en el ejército de su soberano Felipe III, en las luchas que el
gobernador de Milán, don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca,
sostuvo contra el duque de Sabaya. Aquí también sirvió el santo no
sólo con la acción, sino también con el consejo. Reunidos los oficia-
les, eran partidarios de buscar al ejército del duque y presentar bata-
lla. El marqués manifestó entonces: «He oldo a los hombres, quiero
ahora olr lo que nos dice Dios por fray Lorenzo». Éste aconsejó que
aquella noche se anduvieran con cautela porque el enemigo inten-
taba una emboscada. A la mañana siguiente, saliendo el ejército de
Candía, al pasar el puente de Vileta, advirtió el santo a su amigo el
marqués que anduvieran con cuidado. Mandó éste reconocer el
campo y a dos millas encontraron emboscado al duque de Sabaya con
su ejército. Al verse sorprendido, emprendió la huida. Del ejército
español murieron 25 hombres, de los contrarios 560. El santo, en
medio de la escaramuza, estuvo confortando y animando a los solda-
dos y dando su bendición a todas partes, animando grandemente a la
gente.
Aún avanzó nuestro ejército en persecución del saboyano, que iba
talando y quemando cuanto podía servir al ejército español, hasta que
después de algunos meses se volvieron a encontrar ambos ejércitos
en Avertolas, cerca del río Dora. Aquí se repitieron los prodigios de
Alba Real, sin que las balas enemigas dañaran al santo. La victoria fue
para el marqués de Villafranca. Murieron más de cinco mil enemigos

28
y quedaron en el campo más de seis mil arcabuces, picas y lanzas. Con
esta derrota, el duque de Saboya se vio obligado a firmar la paz de
Astí. Al terminar la batalla, San Lorenzo de Brindis se sacudió el
hábito y de él cayeron gran cantidad de balas.

San Lorenzo es enviado por Pablo V, e11 i'I wio l6U6, a Alemania.

29
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San Loren-oj··
- 1e111e a Maximi!iano !,

30
CAPÍTULO VI

MARTILLO DE HEREJES

Una de las características fundamentales de San Lorenzo de Brin-


dis fue la prudencia y la energía en su incansable labor en favor de la
Iglesia. Fue a la vez santo de contemplación y de acción. Sus sorpren-
dentes dotes diplomáticas le van a convertir en un santo andariego.
En el frágil barro de este sencillo y modestísimo fraile llevará la Igle-
sia los importantísimos asuntos del tesoro de la fe. Para comprender
la importancia de su actividad, baste decir con el padre Ajofrín que
«se puede asegurar que apenas hubo negocio grave en la Iglesia,
durante los pontificados de Clemente VIII y Paulo V, que no se con-
sultase y decidiese con la sabia prudencia de Brindis».
Resulta curiosamente providencial que los restos de San Lorenzo
de Brindis descansen en Villafranca del Bierzo (León), uno de los
parajes más bellos del Camino de Santiago, símbolo de la unidad de
Europa, en lo que fue un antiguo hospital de peregrinos, donde según
la tradición descansó San Francisco camino de Santiago, y ello por-
que nuestro santo fue paladín andariego de la unidad europea, que
recorrió incansablemente las principales cortes de su tiempo para
combatir el peligro de la desintegración europea, que en aquel tiempo
estaba representado por la amenaza turca y la herejía luterana y calvi-
nista.
Le hemos visto combatir contra el turco. Veamos ahora su lucha
contra el protestantismo. La eficacia de esta acción se desarrolló en

31
tres campos: su labor fundacional, su exhortación dogmática y su
actividad diplomática. Hablaremos de las dos primeras, dejando para
el capítulo siguiente el resto.
En cuanto a las fundaciones, algo hemos dicho. Fundó conventos
en Austria, Alemania, Bohemia, El Tirol, etc. La importancia de estas
fundaciones radicaba en el hecho de que los conventos capuchinos
eran baluartes contra la propagación del protestantismo. Se ha lle-
gado a decir que la disminución del dominio protestante en Alema-
nia, donde se le considera un segundo Canisio, se debió en gran parte
a su obra fundadora.
Por lo que respecta a sus obras y sermones, combatió siempre de
palabra y por escrito la herejía, obteniendo uno de sus más sonados
éxitos contra Policarpo Laisero. La formación de una dieta había
reunido en Praga entre otros príncipes europeos al elector de Sajonia,
Cristiano II, verdadero jefe de herejes, que no sólo los protegía, sino
que iba rodeado de ellos. Desde 1594 había elegido como su predica-
dor áulico y consejero consistorial a Laisero, quien gozaba de un gran
prestigio tanto en el campo de la enseñanza como en la predicación y
publicación de obras, hasta el punto de estar considerado un segundo
Lutero. Cuando enjulio de 1607 llega Cristiano II a Praga y se instala
en el palacio contiguo al del emperador Rodolfo II, el predicador no
sólo le acompaña, sino que el 8 de julio se atreve a dirigir, desde una
ventana de un corredor, un fogoso discurso sobre las buenas obras,
defendiendo según la tesis protestante su inutilidad.
Las circunstancias eran críticas. La tirantez entre protestantes y
católicos grande. En abril había sido incendiado el colegio de jesuitas
de Viena. El nuncio de su Santidad, Antonio Caetani, que acababa de
sustituir a monseñor Ferreri, aún en Praga, conociendo el ardor de
Lorenzo, le rogó que se abstuviera en el púlpito de toda polémica.
Pero el miércoles 11, a pesar de que Rodolfo II había manifestado por
medio de su nuncio que no sería de su agrado que lo hiciera, Laisero
predicó nuevamente ante un numerosísimo público. Algunos dirían
con evidente exageración que había unas 20.000 personas. Habló
sobre el dogma centrál del luteranismo: la justificación por medio de
la fe. Aquello era una verdadera provocación.
Lorenzo no pudo resistirse: «Sentl -escribe- dentro de ml tanto

32
dolor que no se puede expresar». Y más extensamente añade: «Sentí
dentro de mí la pena que según los Hechos de los Apóstoles experimen-
taba San Pablo en Atenas, cuando se angustiaba .. ., viendo la ciudad
toda dada a la idolatría. Y probé además la amarga angustia del profeta
Jeremías, a quien agitó como fuego en el corazón la Palabra de Dios, y
como llama ardiente le hervía en los huesos, tanto que no venía a menos
ni podía contenerme». Anunció para el día siguiente, jueves 12 de julio,
su predicación. Esta vez el nuncio le dio su autorización. Invitó a los
embajadores de los príncipes católicos y otros ministros y personali-
dades. Y confió el éxito de su disputa a la protección de María.
Llegó la hora señalada. La expectación y atención eran grandes.
Comenzó su sermón con un ex abrupto contra Laisero, aquel de San
Pablo contra Elima, el mago al servicio del procónsul Sergio Paulo
(8): «iO plene omni dolo et omnifallacia ... ! (iOh, lleno de todo engaño
y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia!. .. ¿No
cesarás de torcer los rectos caminos del Señor?). Le hizo aparecer
como un falso profeta movido más por el favor del príncipe que por la
fe. Expuso admirablemente la doctrina católica y terminó con un
gesto digno de ser recordado. Como Lutero y como todos los protes-
tantes, Laisero criticaba el texto de la Vulgata lleno según él de erro-
res, y apelaba a los textos originales. Lorenzo lo sabía. Por eso llevó al
púlpito la Biblia en las tres lenguas originales (9). Llegando al final de
su discurso dijo: «Quiero que conozcáis qué gran hombre ei este predi-
cador que ha tenido el ardor de predicar contra nuestra religión católica
enfrente, es decir, en casa de su Majestad Cesárea ..., y de todQ, su corte...
Tomad estos libros que son la Biblia en hebreo, caldeo y griego, a los
cuales es necesario estar según su doctrina ... , veréis que no los sabrá
leer». Y arrojó los tres libros desde el púlpito en medio de le- iglesia. La
impresión fue profundísima, y después de un momento de incerti-
dumbre y estupor se levantó el secretario imperial y recogió los volú-
menes con intención de llevárselos a Laisero. La respuesta de éste no
se hizo esperar: al día siguiente Cristiano II abandonaba Praga, con él
iba el atrevido predicador.

(8) Hechos 13, 10.


(9) Probablemente la edición de Arias Montano (Cf. nota 2).

33
No obstante, el desafío había tenido tanta repercusión que el lute-
rano se vio obligado a contestar. Para que la cosa no quedara así, dio a
la imprenta los dos discursos pronunciados, a los que añadió una con-
<2lusión que denominó Postfatio, un verdadero libelo contra losjesui-
'--'~
tas y capuchinos. Para asegurarse que llegaba a manos de fray
Lorenzo, se lo envió por medio de un intermediario con esta dedica-
toria: «Fratri capuccino suo adversario misit Polycarpus Laiserus pro-
pria manu». Ese mismo día escribía el santo su respuesta a la que dio
el nombre de Apologeticum, encargándose el nuncio de lograr la
debida autorización para su publicación. Pero no contento con esto,
pensó que era mejor, en vez de combatir a Lutero en Laisero, comba-
tir a Laisero en Lutero. Por dos años escasos trabajó en una obra dog-
mática que habría de dar a luz la verdadera personalidad de Lutero,
incluyendo a la vez, y en segundo plano, una disertación sobre Lai-
sero. El objetivo principal era la cabeza de la herejía. En esta obra,
Lorenzo emula con acentuación polémica la acción de San Pedro
Canisio. En ella, ha dicho Lamberto de Echevarría, «el vigor de la dia-
léctica teológica está sostenida por la exactitud del estudioso directa-
mente en la literatura y en los símbolos protestantes, en una cuaren-
tena de autores reformados, sin excluir los manuscritos y los libelos,
además de las obras de Lutero» (10). En síntesis, se trata de una
auténtica refutación completa del luteranismo a través del estudio de
las propias fuentes luteranas. La obra llevaría por título Lutheranismi
Hypotyposis.
lA quién podría extrañar tanto celo en combatir a los protestantes,
que habría de valerle el título de Martillo de Herejes, cuando mostraba
un encendido amor y devoción a la Santísima Virgen, por ellos tan
atacada, y confesaba haber aprendido de ella las lenguas bíblicas para
una mejor comprensión de las Sagradas Escrituras?

(10) Cf. Lorenzo de Brindis, en Enciclopedia GER.

34
CAPÍTULO VII

Ir

PATRON DE LOS Ir

DIPLOMATICOS

Veamos ahora algunos aspectos de la vida de San Lorenzo que le


han merecido con toda justicia el título de Patrón de los diplomáticos.
Fue Maximiliano, duque de Baviera, el primero que le nombró su
embajador con objeto de tratar ante el rey de España la creación de
una Liga Católica contra los herejes, que por su parte estaban armán-
dose y preparando un bloque que llevaría el nombre de Unión Evan-
gélica. En estas circunstancias, la persona que debía tratar el asunto
con el rey Felipe III, cuyo apoyo se consideraba decisivo por el presti-
gio de sus ejércitos, debía ser alguien en quien no recayera sospecha,
pues la embajada debía llevarse con la máxima discreción para no
ofrecer al bando contrario el pretexto para hacerse la víctima y pare-
cer como legítima la constitución de la Unión Evangélica. Fue así
nombrado embajador San Lorenzo de Brindis, que por otra parte era
el principal promotor de la creación de la Liga Católica.
El Vaticano, que aparentemente guardaba las formas, autorizó el
nombramiento . El embajador de España en Praga, Baltasar de
Zúñiga, admiró la propuesta, pues se trataba de un súbdito español, lo
cual no dejó de advertir al rey Felipe III. Por demás, el nombre de
Lorenzo de Brindis era muy conocido en la corte. Hay algunos indi-
cios de que la reina Margarita de Austria hubiese conocido y tratado

35
al santo antes de su matrimonio con Felipe III. Algunos autores seña-
lan que en ese tiempo San Lorenzo fue su director espiritual, e
incluso hay quien afirma que recibió de sus manos la primera comu-
nión. Lo cierto es que un tiempo antes de su nombramiento como
embajador, San Lorenzo de Brindis había solicitado de los reyes de
España una ayuda financiera para levantar en Brindis, en su casa
paterna, la iglesia de Santa María de los Ángeles. Con tal motivo, en
julio de 1607, envió al rey una imagen de la Virgen, que le había rega-
lado Guillermo de Baviera, y a la reina un bello crucifijo; ambas cosas
las había llevado el santo consigo y ante ellas había orado. Respondie-
ron los reyes a la petición del santo con donativos, y éste lo agradeció
con nuevos presentes; en esta ocasión, un cuadro de gran valor para el
rey y una corona confeccionada con una reliquia de San Francisco y
un agnusdei para la reina. No es de extrañar, pues, que la elección del
santo como embajador agradara a todos.
Tenía entonces San Lorenzo cerca de cincuenta años y padecía
muchas indisposiciones: dolores de estómago, renales, artríticos y
sobre todo, la gota. Con todo y con eso aceptó entusiasmado la emba-
jada. Con una instrucción del embajador español, en la que le adver-
tía que cuidara su salud no fuera a fracasar la embajada por esta causa
y le recomendaba aquellas personas con quienes debía tratar del
asunto en Madrid, más dos memoriales de Maximiliano de Baviera,
uno de ellos secreto, vino a España.
Cumplirá su embajada con tal celo y éxito que según se declara en
el proceso de beatificación era cosa cierta y notoria que aquella Liga
tuvo su origen, después de Dios, y fue instituida por obra de San
Lorenzo. Así lo afirma un testigo presencial que oyó de boca del
duque de Baviera estas palabras: «Toda la Germaniay toda la cristian-
dad tienen perpetua obligación al padre Brindis, porque por medio de él
se ha hecho la Liga Católica de la que se ha derivado tanto bien como se
puede ver». En efecto, cuando los protestantes vieron la amenaza y el
poder de los príncipes católicos, pidieron la paz.
Entonces volvió a brillar San Lorenzo con su oratoria. Asistió a las
Dietas que se formaron para dar fin al conflicto. Tuvo en aquel Con-
greso de Praga la doble representación de legado y nuncio de Su Santi-
dad y embajador del rey de España. Con su palabra venció a los orado-

36
San Lorenzo de Brindis, sacerdote capuchino.
San Lorenzo celebrando misa. Autor: G. Palmieri (siglo XVII).
En la corte de Felipe III de España como embajador del Papa. Autor: J. Ribera (Spagnoletto).
Convento de La Anunciada. Clarisas Descalzas. Vil/afranca del Bierzo (León). A qui se conserva y venera el
cuerpo de San Lorenzo de Brindis.
res protestantes e inspiró las bases por las que habría de regirse la paz,
cediendo a sus argumentos los de los adversarios.
Pero detengámonos en el punto de su visita a España en ésta su
primera embajada. Llegó a Madrid el 10 de septiembre de 1609. El rey
se encontraba en El Escorial y Lorenzo se entrevista con el confesor
de la reina, padre Haller. Luego es visitado en el Hospital de los Italia-
nos, donde se alojaba, por don Rodrigo Calderón, quien le reco-
mienda se instale en un lugar más digno de la representación que
ostenta. Se retira entonces al convento de franciscanos de San Gil.
Allí le visitan el favorito duque de Lerma y otras personalidades.
La primera audiencia con el rey sólo se destinó a la presentación
de cartas credenciales. Téngase en cuenta que nos encontramos en la
corte más protocolaria del mundo, donde brillaba la etiqueta se
puede decir que hasta el ridículo. Causa por tanto admiración ver a un
sencillo fraile, que prefería la celda de un convento a una residencia
palaciega, rodeado de tanto lujo y boato. Ni que decir tiene que los
reyes quedaron vivamente impresionados de la cualidad del hombre
y de la virtud del santo.
Al día siguiente tie'ne lugar un largo coloquio con el rey, y más
tarde con la reina, al parecer por más de dos horas. Sin duda alguna la
reina tendría interés en saber de su país y de su familia, esto aun en el
caso de que no hubiese conocido antes al santo. Se conociesen de
antes o no, lo cierto es que fue tratado con toda familiaridad por los
monarcas, quienes durante los dos meses que duró la estancia de San
Lorenzo en Madrid, lo recibieron más de cincuenta veces. Es más, no
pasaban dos días sin que la reina lo hiciera llamar para tener con él lar-
gas conversaciones. El duque de Lerma había apartado de los nego-
cios de Estado a la reina, la cual sufría a la fuerza cierto alejamiento de
los asuntos de la corte y su índole piadosa encontraba en la religión el
· mejor pasatiempo. Mucho habría de gozar y disfrutar de la compañía
y conversación del santo. Verdaderamente, ella como María, la her-
mana de Marta, había escogido la mejor parte.
Algunos biógrafos, como el padre Ajofrín, atribuyen al mérito del
padre Lorenzo de Brindis la decisión final del rey, tomada el 12 de
septiembre de aquel año, que decretaba la expulsión de los moriscos
de España. Sin embargo, Carmignano señala que no hay sobre ello

37
prueba documental alguna, de manera que sólo se trata de una conje-
tura fácilmente imaginada por el hecho del carácter piadoso del rey y
la oportunidad de tener a su lado una persona de tanta discreción,
autoridad y prestigio en cuestiones de fe, que hace suponer que le
consultara, aunque no fuera más que para conocer su opinión. Ade-
más lo más probable es que la decisión estuviera ya tomada con ante-
lación a la llegada de Brindis a España, pues tan sólo hay dos días de
diferencia entre ésta y el decreto, y San Lorenzo tarda en entrevis-
tarse con el rey.
Los que sí están acreditados por el testimonio de los presentes, son
varios milagros que hizo en la corte. La reina recordaba la colección
de reliquias del duque de Baviera, que había visto en Mónaco, antes
de venir a España, y observó que el santo llevaba al cuello una cruz
conteniendo tierra del Calvario, parecida a otra que vio en aquella
ocasión. Fray Lorenzo aclaró que era la misma, ya que se la había
dado el duque. Pero dado el interés de la reina, le ofreció en un
pañuelo algo de aquella tierra. Algunos pensaron que tal tierra podía
ser de cualquier sitio, pero la tierra manchó de sangre el pañuelo. Y
tres días más tarde, la sangre había aumentado y tenía un color más
vivo.
En otra ocasión curó a una dama de la reina, llamada Domitila.
Llevaba catorce años imposibilitada de hablar, de andar y se encon-
traba sin esperanza de vida. La reina rogó al santo le llevase la cruz
con las reliquias que siempre llevaba al cuello. Así lo hizo San
Lorenzo y al simple contacto con ella recuperó el habla, el movi-
miento y se encontró fuera de peligro. También se atribuye a la inter-
cesión del santo la curación del príncipe, futuro Felipe IV, de una
grave enfermedad que sufrió en aquel tiempo. No sería de extrañar,
pues el padre Brindis usaba de gran ternura hacia los niños y había
cogido gran cariño al futuro rey.
Como colofón a esta su primera embajada en España, logró de los
reyes la fundación de un convento capuchino en la corte. Las anterio-
res gestiones llevadas a cabo por el padre Serafín de Polizzi para fun-
dar un convento en Madrid, se veían obstaculizadas por el interés y
oposición de otras órdenes, con las que el duque de Lerma había
comprometido su palabra. Fray Lorenzo se lo planteó a la reina y ésta

38
a su esposo, quien retardaba su decisión. Mientras, llegaron a la capi-
tal noticias de la difícil situación de los capuchinos en Praga. El santo
expresó entonces al soberano la posibilidad de que los ::apuchinos
tuvieran que marchar de allí. El rey, viendo el vivo dclor de San
Lorenzo, le dijo: «No se angustie, padre, si les quieren echcr, yo quiero
acogerlos en mis estados, donde podrán vivir en paz». De esta manera se
logró la fundación y San Lorenzo es considerado el funjador de la
provincia capuchina de Castilla. La ceremonia fundacional tuvo lugar
el 12 de noviembre de 1609 y a ella acudieron los reyes y funcionarios
de la corte, actuando San Lorenzo de preste, y celebrando la misa el
nuncio de Su Santidad.
En otras muchas ocasiones fue enviado el padre Lorenzo como
embajador por los países europeos. Así, por ejemplo, cuc.ndo reanu-
dada la guerra entre el duque de Sabaya y el marqués de Villafranca,
éste tomó la plaza de Vercellí. Se trató entonces de la paz. Sin
embargo, el marqués don Pedro de Toledo no confiaba en la fidelidad
del duque, dada las veces que éste había reanudado las hostilidades.
Aunque el embajador de Francia y el legado de Su Santidad, el futuro
Gregario XV, trataban de inclinarle a la paz, se mantuvo en sus trece.
Los venecianos, conociendo la amistad del santo con el ::narqués de
Villafranca, consiguen enviar a San Lorenzo, en virtud de obediencia,
para tratar de la deseada paz. De esta manera logró España la paz en
Italia.
También habría de lograr la paz en el conflicto surgido entre los
hermanos Rodolfo y Matías, cuando éste pretendió quedar dueño de
Austria. En definitiva, toda Europa conocía a San Lorer.zo, y todos
los soberanos le solicitaban.

39
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X .Zlt¡11rj' or/Ám dd. N ✓r11lp. ·

San Lorenzo fue sabio y santo.

40
CAPÍTULO VIII

,,,.
FRAILE SERAFICO

La vida de San Lorenzo, como digno hijo de San Francisco, fue


modelo de pobreza y austeridad. Vestía siempre hábitos us1dos y mal
confeccionados. Sentía repugnancia por el dinero. Sólo bebía agua,
alguna vez teñida con vino . En cuanto a la comida, seguía un régimen
casi vegetariano . Nunca se le oyó decir esto o aquello no me gusta.
Disimulaba su templanza comiendo un poco de cuanto le ofrecían.
Soportó con resignación el dolor y la enfermedad. Desde sus años
de noviciado padeció fuertes dolores de estómago . Sufría reuma-
tismo y artritis en pies y manos cada vez más agudos. A pesar de ello,
por exigencia de su ministerio se exponía a toda clase de intemperie,
hielo, viento, humedad, etc., con sólo la túnica y con los pies descal-
zos. La inutilidad de su mano derecha le dificultaba la esc:.-itura y no
obstante su obra forma dieciocho extensos volúmenes. También
sufrió dolores renales, y a partir de 1606 fuertes molestias de gota. A
pesar de ello viajó siempre donde el deber y la obediencia le reclama-
ban. En julio de 1616, estando en el convento de Plasenda (Italia),
enfermó tan gravemente que le fueron administrados los últimos
sacramentos. Sin embargo, cuando ya se hacían preparativos de su
muerte a causa de su fama de santidad, y habiendo manifestado su
voluntad de recibir el Viático, lo que hizo levantándose de su cama
con gran esfuerzo, recuperó la salud.
Cuando el dolor era muy intenso, en lugar de una expresión de

41
lamento, salían de su boca estas palabras: iJesús, María!, y también
iAlabado sea el Señor! Decía el santo que el dolor puesto en una
balanza es la medida del amor. Por esto, a pesar del sufrimiento,
gozaba de alegría de espíritu. Su conversación estaba llena de cándido
humorismo y de agradables donaires, como de hombre no sólo
bueno, sino también sabio.
«Enamorado de la pobreza seráfica y del sacrificio -dice Carmi-
gnano- no podía ser menos enamorado de la humildad». Se entregó
tanto a esta virtud que cuando se juntaban numerosísimas personas
para recibir a su paso su bendición, lo que ocurría con frecuencia, bus-
caba el medio de evitarlas. En una ocasión, por ejemplo, se echó al
hombro un saco de pan lleno de sémola con el que disimuló su figura
y pudo entrar a entrevistarse con el cardenal que le aguardaba. Otras
veces que era objeto de aclamación por la muchedumbre sentía tanto
afán que lloraba amargamente. Hablando de la humildad de María en
su famoso Maria/e dice : Humilitas vas est gratiae Dei (la humildad es
el vaso de la gracia de Dios), y explica por esto que la Virgen sea llena
de gracia, porque antes fue la esclava del Señor.
Puede afirmarse que la humildad del siervo de Dios era el resul-
tado de su vivísima devoción a la Reina del cielo. Esta devoción le
convierte en uno de los más destacados santos marianos. Siempre lle-
vaba consigo un cuadro de la Virgen ante el que solía rezar. Siempre
que celebraba misa colocaba en el altar la imagen de María. Era muy
frecuente en él derramar lágrimas de alegría cuando veía una imagen
de la Virgen y solía exclamar: «iAh, Madre mía! iDichoso quien te ama!
iFeliz quien te lleva en su corazón!» Ayunaba los sábados además del
viernes que era el día en que lo hacía la orden. En una ocasión quiso el
padre guardián del convento privarle de este sacrificio en honor de la
Virgen compadecido de su juventud, y entonces el santo comenzó a
demacrarse, de manera que hubo de permitírsele que volviera a sus
ayunos, comenzando entonces a engordar y mejorar su aspecto.
Hablando de María, nos dice el padre Ajofrín que «salía fuera de sí
y quedaba estático y absorto sin poder hablar». Entonces quienes le
conocían solían decir: «iAdiós!, ya hemos perdido la conversación;ya el
padre se ha ido a hablar con la Virgen». Al comenzar sus sermones
decía: «Alabado sea siempre Jesucristo y su purlsima madre María». La

42
bendición que daba siempre a sus religiosos era: «Nos cum prole pi(l.
bendicat Virgo Maria». Y con estas mismas palabras concluía sus car-
tas a cardenales, prelados, príncipes y nobles. Compuso la siguiente
bendición para los enfermos: Por la señal y virtud de la Santa Cruz, y
por intercesión de la bienaventurada Virgen Maria, el Señor te bendiga y
guarde, te muestre su faz y tenga piedad de ti, vuelva a ti su rostro y te dé
la paz y la deseada salud, por Jesucristo Nuestro Señor. Por la señal de la
Santa Cruz, Jesucristo te cure. Él, que cura todas las flaquezas y enfer-
medades y libra a todos los oprimidos del diablo. Por la señal de la
Santa Cruz, Jesucristo y la bienaventurada Virgen Maria te bendigan.
Amén.
Consta que en España visitó el santuario de Nuestra Señora de
Montserrat y del Pilar de Zaragoza. Cuando terminó su mandato de
general de la Orden, se retiró al monasterio de Loreto. En Vicenza
curó a una niña en nombre de María Santísima, luego que le prometió
que sería muy devota de la Virgen.
Nos ha dejado una obra maravillosa sobre Nuestra Señora, su
famoso Maria/e. Es un tratado de mariología comparable a las obras
de un San Bernardo, San lldefonso, San Anselmo y demás grandes
doctores marianos. La diferencia con ellos radica en que no es un tra-
tado dogmático, sino un conjunto de ochenta y cuatro sermones en
los que, de una manera elegantísima y sirviéndose de ideas e imáge-
nes sencillas, se contienen verdades de la más profunda teología
mariana.
Pero si esto era respecto de la Virgen, respecto de Cristo hay que
decir que lo más característico de la espiritualidad de San Lorenzo fue
su devoción a la misa y en ella al misterio de la Eucaristía. Hacia 1606,
venido de Praga, comenzó a notarse un progresivo y sensible cambio
en la duración de sus misas. La media hora de antes se había conver-
tido en una, dos, tres y hasta cuatro horas. Si el nuncio, los embajado-
res, los ministros imperiales no venían a estorbarlas, las misas del
padre Brindis podían durar más. Para disfrutar de este tiempo de
absorta contemplación, obtuvo del Papa Paulo V en 1610 el privilegio
de comenzar la celebración de la misa a cualquier hora y prolongarla
cuanto gustase. De esta manera, vencidas las leyes litúrgicas, pudo
decir misa por la noche. Además también tenía autorización para

43
decir siempre la misa dedicada a la Virgen, salvo las fiestas del Señor o
de otra importancia.
Sus misas eran un fenómeno estrictamente personal, de manera
que cuando decía misas para el público, como ocurría en los viajes o
en las embajadas, procuraba muy a pesar suyo contenerse, de modo
que entonces no pasaban de aquel tiempo que hubiesen durado en un
sacerdote devoto. Cuando sus ocupaciones se lo permitían era fre-
cuente que durasen hasta ocho horas, e incluso a veces, cuando se tra-
taba de una fiesta de su especial devoción, aseguran los testigos que
llegaban a doce, catorce o incluso dieciséis horas. Así el 8 de septiem-
bre de 1618, fiesta de la Natividad de la Virgen, el fraile que le asistía
contó que había cambiado la ampolla del reloj de arena con capacidad
para una hora hasta once veces; y en la fiesta de San Lorenzo mártir,
su patrono, tardó doce horas, y cinco días después, fiesta de la Asun-
ción, catorce horas.
Su mayor dolor era no poder celebrar la cena del Señor. Cuando
en la última embajada de su vida era perseguido por los espías del
duque de Osuna, se vio en la necesidad de no decir misa por miedo a
ser descubierto. Se llenó de tanta amargura que quedó inapetente, sin
probar bocado en todo el día.
Los momentos de mayor exaltación eran en el ofertorio,
memento, consagración y comunión. Quedaba completamente
inmóvil, de pie, como muerto . Mostraba sentimientos diversos : de
dolor, de compasión, de estupor y admiración, y de gozo espiritual. Se
le oía exclamar: «iDios mio! iDulzura de mi alma!» Batiendo palmas
como un niño decía: «iJesús, Marla!» Suspiraba y gemía como si lo
hiciera con Cristo y con su Madre Santísima.
Estas manifestaciones eran acompañadas de un fenómeno no
menos admirable: las lágrimas. Para enjugarlas se hacía preparar
sobre el altar varios pañuelos. Muchas veces no eran suficientes ni
cinco, ni seis, ni más, de manera que al final se veía el altar sembrado
de pañuelos y quedaban además mojados los corporales y los mante-
les. La duquesa de Mantua, en una ocasión, escurriendo unos cuan-
tos de ellos, llenó una redoma que guardó como reliquia. Con las
lágrimas aparecían a veces gotas de sangre que se resistían a ser lava-
das. Estos pañuelos aplicados a los enfermos curaban.

44
Hasta aquí los fenómenos corrientes, pero en otras ocasiones
tuvieron lugar además otros prodigios. Un compañero del santo
declara en los procesos de beatificación que mientras le ayudaba a
misa, después de la elevación de la Santísima Hostia, aparecieron
sobre la cabeza del padre Lorenzo tres coronas juntas, dJs blancas y
una roja, todas resplandecientes y después de un cuarto de hora des-
aparecieron.
Cuenta también el mismo fraile que otro día vio de pie sobre el
altar un niño que con las manos acariciaba al padre Brindis, cogién-
dole de la barba. Declara que por el gran resplandor que despedía
aquel niño quedó atónito y fuera de sí, hasta el punte, de que su
cuerpo quedó inmóvil y cayó a tierra. Se volvió San Lorer:.zo sorpren-
dido por el ruido de la caída. Cuando le contó al santo la visión, le
ordenó éste que rogase a Dios por él, porque no había sentido aquella
consolación o caricia de que le hablaba. Aunque pensó q_ue lo decía
por humildad, hizo lo que le mandó San Lorenzo y por obediencia
encomendó al padre Brindis en sus oraciones, y habiendo recibido el
Santo Sacramento de la Eucaristía, sintió interiormente en su cora-
zón estas palabras: «Dile al padre Brindis que basta mi gracia y que se
acuerde de lo que dije a San Pablo: "sufficit tibi gratia mea "P . Y así se lo
dijo.
Después de la celebración de la misa quedaba su rostro tan sereno
y bello que movía a devoción. Alguna vez se vio que su ca·Jeza despe-
día humo. Mientras decía misa sus dolores se mitigaban y era admira-
ble ver cómo estando enfermo sin poder apenas moverse, una vez
conducido en brazos al altar, parecía recuperar su entereza, para vol-
ver al sufrimiento una vez terminada la celebración.
Cuando San Lorenzo escribía que entre las muchas cualidades del
alma humana, alguna tan importante como es la de dar vida y movi-
miento al cuerpo, ninguna lo era tanto como aquella principal y fun-
damental que consiste en ser capaz de Dios, de llenarse el.e Dios, dis-
frutar de Dios, gozar de Dios, es indudable que hablab1c con pleno
conocimiento de causa, con la verdad probada en la experiencia.

45
San Lorenzo celebrando misa.

46
CAPÍTULO IX

Jr

LA ULTIMA EMBAJADA

San Lorenzo va a ser un o de los principales protagonistas de uno


de los hechos de la historia de España más apasionantes, que interesa
no sólo a los historiadores de la política, sino aun de la literatura: la
caída del duque de Osuna, virrey de Nápoles, en la que tuvo el santo
tan relevante papel que llegará a costarle la vida.
Gracias a nuestro inmortal Quevedo sabemos cóm:J logró su
amigo y protector, el duque de Osuna, el virreinato de Nápoles.
Conocemos al detalle el precio con que el propio Quevedo compró las
voluntades de quienes influían en las decisiones de Felipe III,
incluido el confesor real padre Ajaga. Sabemos también el celo con
que siempre le sirvió, aun a riesgo de su propia vida, en aq·.1ella trama
que se ha llamado la Conjuración de Venecia, de la que todavía los his-
toriadores no saben mucho.
Lo que se conoce menos es el hecho de que un fraile enfermo, en
quien resplandecía la humildad y el ardor en servicio de la Iglesia va a
convertirse en el principal enemigo de tan altivo y orgullos•) virrey. La
causa estuvo en las quejas que los napolitanos levantaron contra el
duque, que no solamente les había aumentado los impuestos, sino
que además, en el verano de 1618, tenía en la ciudad de Nápoles
14.000 soldados entregados a todo tipo de desmanes, entre los que se
incluía la violación de conventos de monjas. No respetó el privilegio
que la mayor parte de los ciudadanos tenían de estar exentos de dar

47
alojamiento a los soldados. Además menospreciaba los derechos
políticos de los napolitanos, entre los que se encontraba el nombra-
miento de representante o embajador directo ante la corte. Por otra
parte, controlaba a los nobles mediante regalos y prebendas,
haciendo inútiles las quejas del pueblo.
Los desmanes de los soldados llegaron a tal punto que los diputa-
dos se reunieron el 30 de septiembre de 1618 para mandar un embaja-
dor a su majestad Felipe III. El duque de Osuna, por cubrir la aparien-
cia, permitió la reunión para la elección, pero cuando supo que ésta
había recaído en fray Lorenzo de Brindis, montó en cólera y trató de
anular el acuerdo argumentando que era amigo de los venecianos,
que era español, que no era noble, etc. La vérdadera razón estaba en
el conocimiento que el duque tenía de la índole devota de su rey y del
tremendo prestigio e incluso familiaridad que, como hemos visto,
gozaba el santo en la corte.
Hay que decir que San Lorenzo se resistió a los ruegos antes de
aceptar la embajada, hasta que se vio en la necesidad de hacerlo en
virtud de obediencia a su superior. Antes de partir sabe que es su
último viaje. Así se lo manifiesta por carta a su amigo el duque de
Baviera: «Parto animado por una viva confianza en la misericordia del
Señor en que este viaje sea para darfin a la calamidad del reino de Nápo-
les y también a las miserias de mi vida». El camino estuvo lleno de peli-
gros para no caer en manos de los esbirros del duque que intentaban
por todos los medios impedir la embajada. Llegó incluso a lograr que
el general de los capuchinos revocara la autorización concedida al
santo. Pero éste había salido en secreto de Roma y la contraorden le
llegó en Génova. Sin embargo, los amigos del santo lograron hacer
llegar al rey la noticia de la persecución a que era sometido fray
Lorenzo. Felipe III escribe a la Santa Sede para que de nuevo le dejen
llegar a España. Resulta admirable ver movilizadas a las altas dignida-
des y funcionarios de la diplomacia europea, unos a favor y otros en
contra, por la persona de un humilde fraile que sólo sabía moverse
por obediencia. De esta manera reanuda su viaje San Lorenzo, mien-
tras el Duque recibe esta orden de su rey: «Al Duque de Osuna. He
entendido que el padre Brindis se ha detenido en Génova viniendo a
España y que su detención ha sido por orden vuestra. Y porque conviene

48
que pase luego acá, os encargo y mando le ordeneys que se vengan sin
perder tiempo que en ello seré muy servido. Y avisaréisme de cómo lo
huvieredes executado».
Cuanto más avanzaba San Lorenzo, más veía el de Ost:.na peligrar
su cargo. Puso en movimiento a sus hombres de confianza, entre
quienes se encontraban Luis de Córdoba y Francisco de Quevedo.
Encarga a este último gestione en Roma una visita con el Secretario
de Estado del Vaticano, y más tarde le hace trasladarse a España para
de nuevo comprar voluntades y hacer publicar un memorial en el que
hace correr la voz de que el padre Brindis era un traidor q.ie se había
vendido a la causa de Venecia.
Felipe 111 se encontraba en Lisboa, donde había convocado Cor-
tes. Allí tiene que trasladarse Srn Lorenzo y allí aparece también
Quevedo. Las penalidades del camino y el rigor de su disciplina
habían quebrantado enormemente la salud del santo. Por el miedo de
que no llevase a término su embajada, se le designaron dos compañe-
ros de viaje. Por fin se entrevista con el rey, a quien hace entrega de un
memorial en nombre de los napolitanos. En él se pueden leer frases
como éstas: «Se ha perdido el respeto a Dios y a la religión ... Vase per-
diendo el amor y aun el respeto a nuestro Rey... Veese la nacién española
arrinconada y despreciada». Tras exponer los lamentables sucesos del
reino, termina diciendo: «Esto representa, para cumplir con su Majes-
tad, lo que debe un verdadero y.fiel vasallo, conforme a la ob/igación que
tiene, no estimando el peligro en que se mete».
lQué peligro era ése en que se había metido? Sin duda, el de la pro-
pia vida. Aunque San Lorenzo estaba muy enfermo, sin embargo
convenía al duque abreviarle la vida. Pero dejemos para más adelante
las circunstancias de la muerte del santo para hablar de lo que trató
con el rey. Un manuscrito anónimo, titulado Sucesos dei año 1620,
señala que el padre Brindis llegó a vaticinar la muerte del rey en pocos
meses en el caso de que no hiciese justicia y que el rey se c:mmovió y
propuso llamar al duque, pero las circunstancias que le :iabían lle-
vado a Lisboa, entre las que figuraban la jura del príncipe heredero, le
distrajeron de este propósito que no llegó a realizar.
A los pocos días muere San Lorenzo, pero antes entregó al mar-
qués de Villafranca un escrito para hacerlo llegar a su majestad en el

49
que emplazaba al rey al tribunal de Dios antes de dos años, e incluso
también al Papa Pío V por no mover un dedo para lograr la interven-
ción de Felipe 111 en defensa de los napolitanos. En efecto, no trans-
currieron dos años entre la muerte del santo y las del rey y del Papa.
Felipe 111 antes de morir levantó su queja al confesor padre Aliaga
por el mal gobierno que había hecho de su conciencia, e hizo prome-
ter a su hijo, futuro Felipe IV, remediase la injusticia. Así lo hizo. El
duque de Osuna fue arrestado y recluido en el castillo de Almeda,
donde murió el 25 de septiembre de 1624, humillado, afligido y des-
moralizado.

Felipe III, rey de t·spa11a, amigo de San Lvren::v. (Vl'icizque::, Museo del Prado).

50
CAPÍTULO X

MUERTE Y
ENTERRAMIENTO
Desde el 13 de junio de aquel año de 1619, la salud de San Lorenzo
venía agravándose. No quiso don Pedro de Toledo que su amigo se
alojase en otro sitio que no fuera su palacio de Lisboa. A su lado lo
cuidó y atendió. Su majestad el rey quiso ir a visitarlo , pero se le
recordó que no estaba bien visto que un rey fuese a visitar a un emba-
jador. Felipe III protestó diciendo.que él no iba avisitar a un embaja-
dor, sino a un santo. Pero tuvo que conformarse con enviar diaria-
mente una persona en su nombre para interesarse por ~a salud del
enfermo, incluso puso a disposición del padre Brindis sus médicos
personales.
El día 19 de julio hizo testamento, dejando al duque de Baviera la
cruz que portaba al cuello. Al marqués de Villafranca le dio objetos
personales como eran el breviario y los lentes. Todas estas cosas que
dejaba nada valían por sí, pero tenían el valor de la santidad, eran ver-
daderas y auténticas reliquias. Para una hija del marqués, joña María
de Toledo, a quien la Providencia destinaba para guardiam. y custodia
de sus huesos, le había dado en vida un retrato o medallón de la Vir-
gen Santísima, que habría de dar nombre, como veremos, al convento
donde se veneran los restos de San Lorenzo.
Se dice que en el lecho de muerte insistió en su embajada que le
había llevado a Lisboa, mandando decir al rey que había d~cho la pura
verdad y que estaba en peligro el reino de Nápoles. Haciendo reci-

51
bido la Extremaunción, pidió perdón al superior de su Orden por el
mal ejemplo de su vida, y, obediente a los ruegos de los religiosos que
le asistían, bendijo a los presentes. Murió a las once de la noche, hora
italiana, del día 22 de julio de 1619, el mismo día que cumplía60 años,
fiesta de María Magdalena, después de haber recibido, conforme a su
deseo, el Viático.
Carmignano, tras un concienzudo examen de los documentos y
declaraciones de los procesos, ha demostrado que San Lorenzo de
Brindis murió por envenenamiento continuado. Apoya esta tesis el
testimonio de fray Juan María de Monforte, uno de los capuchinos
que acompañaron al santo en su última embajada, cuando afirma que
comiendo mermelada junto al santo, éste le ofreció en la punta del
cuchillo una porción diciendo: «Ésta será vuestra parte», y mientras
aquél extendía la mano para tomarla, le dijo: «Basta con que muera yo
solo», y añadió : «Soy muerto, soy muerto» (11). También se deduce del
testimonio de don Juan Ortiz de Salazar, encargado de conducir el
cuerpo del santo a su lugar de enterramiento, quien afirma que don
Pedro de Toledo mandó reconocer el interior del cuerpo del santo
antes de embalsamarlo «por si acaso hubiese alguna lesión». Lo que sí
es lógico es que la circunstancia de un posible envenenamiento no se
divulgase por estar comprometido el honor y la fama del propio mar-
qués, dueño de la casa donde murió, y del propio rey, cuyos médicos
le atendieron.
San Lorenzo conocía las circunstancias de su muerte, pues tiempo
atrás había asegurado que moriría en la ciudad de San Antonio. Quie-
nes le oyeron pensaron que moriría en Padua, sin embargo, no se
equivocó, pues al morir recordaron todos que Lisboa había sido la
ciudad que había visto nacer a San Antonio.
Para examinar y embalsamar el cuerpo del santo no se encontraba
cirujano que estuviera dispuesto a hacerlo, dado que habían transcu-
rrido trece o catorce horas del fallecimiento y se temía que el cuerpo,
dado el calor del verano, estuviera en avanzado estado de descompo-
sición. No digamos nada si además existía sospecha de envenena-

(11) El testimonio nos ha llegado indirectamente por medio de otro religioso a


quien fray Juan María de Monforte se lo había declarado confidencialmente.

52
miento. Al fin se encontró uno que pidió por su trabajo la enorme
suma de 300 reales. Abierto el cuerpo comenzó a despedir un olor
suavísimo que inundó el recinto, sin que apareciesen, conforme a los
conocimientos de la época, señales de descomposición. El corazón
que era grande fue partido en dos. Una mitad fue llevada al duque de
Baviera, la otra al monasterio de Santa María de los Ángeles que
había fundado San Lorenzo en el solar de su casa natal, en Brindis.
En cuanto a los restos se levantó un litigio sobre quién debía
poseerlos. Los padres franciscanos observantes lo reclamaban como
hijo de San Francisco que era. Los capuchinos que acompañaron al
santo manifestaron su deseo de llevarlo a su convento de la orden.
Otros defendían que por su condición de embajador pertenecía a la
capilla real. El marqués don Pedro de Toledo falló el litigio en su pro-
pio interés. Había fundado para su hija María de Toledo un convento
de franciscanas descalzas en su señorío de Villafranca del Bierzo. Allí
decidió enviar en secreto, y previa autorización del rey, el cuerpo de
San Lorenzo. Sobre las circunstancias de la fundación de este con-
vento hablaremos más adelante en otro capítulo, de momento dire-
mos que San Lorenzo había prometido a doña María de Toledo darle
sus restos, como única herencia que dejar podía al mundo en el sepul-
cro y así se cumplió.
El cuerpo de San Lorenzo fue trasladado desde la iglesia de San
Pablo en Lisboa, próxima al palacio que allí tenía don Pedro de
Toledo, hasta el convento de La Anunciada, de Villafranca del
Bierzo, con acompañamiento de escolta armada al mando de don
Juan Ortiz de Salazar, quien llevaba una carta del marqués a su hija en
la que le daba noticia de la personalidad y santidad de aquel cuerpo,
más otra para el cura de la iglesia de Santiago. Además llevaba un cua-
dro de tamaño casi natural en el que se representaba al santo en su
lecho de muerte, de dos que hizo sacar don Pedro de Toledo junto
con otros más pequeños, al objeto de que fuera identificado el cuerpo
a su llegada (12).

(1 2) La circunstancia de llevar escolta armada y este hecho del retrato hace pensar
que tal vez hab ía un temor mayor que el qu e pudiera venir a unos religiosos celosos de
conservar el cuerpo del santo.

53
En los archivos de la provincia de Lisboa se reseña: «Los prodigios
que experimentaron en el viaje el literero y criados que acompañaron el
cuerpo fueron muchos». El padre Ajofrín resalta, por ejemplo, que
nunca se les hizo de noche. La víspera de la llegada del cuerpo a Villa-
franca una monja de La Anunciada, sor Isabel de San Juan, fue la pri-
mera en observar un fenómeno estraordinario a una hora que era
«más noche que dia». Su testimonio se recoge así en los procesos:
«Estando el cielo nublado, por cuya razón no se podlan ver estrellas, vio
por grande espacio de tiempo en el cielo una luz grande, extraordinaria y
muy diferente de la luz que vemos en Luna y estrellas, porque en cuanto a
lo que pudo juzgar, le pareció era el modo de una granada grande, que
cuando se abría, que era muy a menudo, despidia de sf muchos rayos de
luz que parescian encerraban en siy mostrava mucha gallardla de clari-
dad y resplandor, estando siempre fija en una parte y enfrente y derecho
de adonde después se puso el cuerpo sancto del dicho venerable padre. Y
la que declara era tanto el consuelo y alegria que tenia en ver dicha luz y
claridad de la dicha señal, por la mucha que ella en si mostraba, que
estuvo por espacio de tiempo sin hablar, y volver la cabeza le privaba del
gozo y alegrfa que tenla en ver dicha señal».
En Brindis también se vieron prodigios. Los nueve días anteriores
a la muerte de San Lorenzo, la lámpara del Santísimo del convento de
las capuchinas brilló con más vigor e incluso no hizo falta echarla
aceite; y el día y hora que murió el santo se apagó. El día que salía el
cuerpo de San Lorenzo de Lisboa muchos vecinos vieron sobre el
convento de las capuchinas un hacha de fuego que despedía una luz
hermosa y rara que iluminó todo el convento y en la puerta de la igle-
sia, que había sido solar del santo, dos antorchas que brillaban como
estrellas. Y de las ventanas de la iglesia unos rayos como de luciente
sol.
Muchas veces San Lorenzo se había servido del cielo y de las estre-
llas, de la Luna y del Sol, de todos los elementos del firmamento para
proclamar la grandeza de Dios y de María. Ahora Dios se servía del
cielo para proclamar la grandeza de su siervo Lorenzo.
Eran entre las siete y las ocho de la tarde del día 10 de agosto, festi-
vidad de San Lorenzo mártir, cuando entraba el padre Brindis en
Villafranca. Las mulas que traían la litera del santo, apresuraron el

54
paso y llegaron ellas solas al convento sin que nadie las guiara. Las
monjas con cirios y en procesión recibieron el cuerpo cantando el Te
Deum laudamus, mientras el repique de campanas congregó a la
población que corrió a demandar reliquias. Consta en los procesos de
beatificación que aquella noche la campana de la colegiata tocó a mai-
tines ella sola. Y como si quisiera pagar la hospitalidad que recibían
sus restos, el recién llegado obró un milagro en la persona de la aba-
desa, sor María de la Concepción, curándola de una enfermedad que
arrastraba hacía tiempo.
Al día siguiente a su llegada se hizo venir un operario para abrir la
caja y reconocer el cadáver. El difunto pareció intacto, como si aca-
bara de expirar. Sus pies mostraban las señales de la gota. La sereni-
dad del rostro y la barba blanca y abundante, hasta tocar el cordón,
conferían a su aspecto una majestad singular. Fue necesario mudarlo
de caja, porque la que traía era pequeña, y también de hábito que le
estaba corto, que hasta este último viaje habría de hacerlo con estre-
chez. Y así con nuevo hábito en una caja mejor adecentada, después
de haber estado expuesto en el claustro bajo a la veneración de los fie-
les, fue enterrado el 15 de agosto, fiesta de la Asunción, llevándole en
procesión las monjas con muchas flores y entonando el salmo Lau-
date Dominum de cae/is, con repique de campana.
En el mismo panteón donde se colocó el cuerpo del santo sería
enterrado más tarde su amigo don Pedro de Toledo y Osario, quinto
marqués de Villafranca, primer duque de Fernandina, príncipe de
Montalbán y conde de Peña Ramiro, señor de Cabrera, Ribera y Mati-
lla de Arzón, grande de España y virrey de Nápoles por nombra-
miento de Felipe II, quien por en.cima de todos los títulos y empleos
estimaba en más la amistad y compañía de un humildísimo fraile.

55
San Lorenzo, Doctor de la Iglesia.

56
CAPÍTULO XI

SANTO Y DOCTOR
.,..
APOSTOLICO

La muerte de San Lorenzo se difundió rápidamente por toda la


Europa católica. Todos los que le conocieron eran unánimes en afir-
mar que había muerto un santo. Sería muy largo exponer los milagros
que había obrado a lo largo de su vida. Fueron frecuentes las curacio-
nes de enfermos y endemoniados. Como ya dijimos, los pañuelos
impregnados de lágrimas, y a veces también de sangre, derramadas
durante la celebración de la misa, hicieron numerosas curaciones. Y
en la carta que el marqués de Villafranca envió a su hija sor María de
la Trinidad para que recibiera el cuerpo de San Lorenzo, entre otras
cosas afirmaba: «Él ha resucitado muertos de lo que yo tengo seguros
testimonios».
Se cuentan entre sus dones el de profecía, como ya hemos visto,
aunque aún faltaba por cumplirse una de cuya trascendencia depen-
día el futuro de Europa. Hacía muchos años que San Lorenzo había
profetizado a su amigo Maximiliano de Baviera que tendría un hijo,
salvando así sus dominios de ser regidos por un príncipe protestante.
Tal hijo nacería después de muerto el santo, en 1636, cuando Maximi-
liano contaba 63 años. Esta profecía fue hasta entonces un secreto de
Estado muy bien guardado .

57
Al poco de su muerte fueron muy frecuentes sus apariciones.
Cuenta el padre Marquina que en España se sabía que se había apare-
cido varias veces al rey Felipe III y así consta en las declaraciones de
los procesos de beatificación. Las monjas del convento de La Anun-
ciada declararon en los procesos llevados a cabo en Villafranca haber
visto al santo en su hábito de capuchino pasearse por el dormitorio
echando la bendición a todas. Y en otra ocasión, habiéndose caído las
tapias de la clausura y quedado ésta abierta, vieron al siervo de Dios
guardarla y defenderla con una lanza en la mano. He aquí a las guar-
dianas del santo guardadas y defendidas por él.
En Villafranca tuvieron lugar por intercesión del santo muchas
curaciones milagrosas como la de don Antonio Armesto y Valcárcel,
doña María Pérez, sor Agustina de San Juan, don Fernando de los
Ríos, don Alonso Y áñez y Abaúnza, doña María Díaz de Quitán y
otros muchos. Estando esta hermosa villa en el Camino de Santiago,
es más, siendo uno de los más señalados puntos de la ruta jacobea,
por ser su bellísima iglesia de Santiago el único lugar en todo el reco-
rrido donde puede ganarse el jubileo en caso de enfermedad, no es de
extrañar que el santo obrase un milagro en un peregrino. Un joven
natural de Villafranca y vecino de Ponferrada, llamado Antonio de
Robles, quiso llevar para hacer la peregrinación a Santiago un peda-
cito del hábito de San Lorenzo. Al cruzar un río muy crecido tuvo que
pasar unas vigas muy estrechas. En el medio del puente cayó al río.
Viéndose en peligro se encomendó a San Lorenzo y entonces sintió
que le cogieron de la mano sin que viera a nadie. Y aún se señala que
con aquella reliquia habría de obrar otros prodigios, sanando a un
niño de siete años.
En consecuencia, llovieron las peticiones de apertura del proceso
de beatificación por parte de muchos príncipes y prelados; a la cabeza
de todos ellos el duque de Baviera. La muerte impidió que Gregario
XV, que había conocido y admirado a San Lorenzo en sus relaciones
diplomáticas cuando la paz con el duque de Sabaya, iniciase la causa.
En 1624, tan sólo cinco años después de la muerte, comienzan los
procesos en Villafranca del Bierzo, y luego en Mónaco, Nápoles,
Génova, Venecia, etc. La guerra de los Treinta Años, dificultades eco-
nómicas, modificaciones importantes de la legislación canónica, fue-

58
ron algunos de los obstáculos que determinaron la interrupción del
proceso. Hubo intentos de continuar los procesos en 1630, 1673 y
1677, hasta que en 1724, Inocencia XIII ordenó el gran proceso non
cu/tu en Villafranca del Bierzo que duró trece meses y estuvo presi-
dido por el abad de la colegiata, don Miguel Alfonso Flores de
Omaña. Y el 15 de agosto de 1769, Clemente XIV mandó leer ante el
público solemnemente el decreto que aprobaba las virtudes del
siervo de Dios en grado heroico.
El 25 de junio de 1775 se dio lectura al decreto que aprobaba el pri-
mer milagro del futuro beato. En Nápoles un cirujano, Pedro Ciofo,
fue llamado a sangrar a Eugenia de Apuzo, con tan mala fortuna que
cortó con la lanceta no sólo la vena, sino también la arteria. Ante la
imposibilidad de poder evitar la hemorragia se le aplicó un pañuelo
de los utilizados por San Lorenzo para secarse las lágrimas. Al ins-
tante curó la hemorragia y se cerró la herida sin que apareciera man-
cha alguna de sangre en el pañuelo y sin que apareciera señal de cica-
triz, como si nada hubiera ocurrido.
El 8 de enero de 1783 se publicó el decreto que aprobaba el
segundo milagro. Clara de Cossaghis, natural de Abiagrasso (Ylilán),
sufría un cáncer de pecho. La llaga casi descubría el corazón. Los
médicos lo daban por incurable. En medio del sufrimiento la enferma
ofreció ayunar a pan y agua tres sábados y visitar en esos días la iglesia
de los capuchinos. A partir de entonces fueron cesando los dolores.
La herida se cubrió y la piel quedó perfectamente extendida sin cica-
trices. Quedó una marca como una rosa encendida que señalaba el
lugar donde había estado el mal.
El 23 de mayo de 1783 expidió Su Santidad Pío VI la bula de beati-
ficación, que comienza lllustrium pietate, señalando el día 1 de junio
para su beatificación y concediendo licencia para rezar al beato el 7 de
julio con oraciones propias. La concesión se extendió a la Orden
Capuchina y a las ciudades de Villafranca del Bierzo, Lisboa y Brin-
dis.
Un año después, un nuevo milagro ocurrido en España permitió
que se introdujese la causa de canonización. Angélica Salat y Trull, de
Cerrera (Cataluña), padecía una forma de dermatosis con erupción e
inflamación ulcerosa en todo el cuerpo. Desahuciada por los médi-

59
cos, comenzó una novena al Beato Lorenzo de Brindis. Al siguiente
día fue a la iglesia de los capuchinos con muchísimo esfuerzo y devo-
ción para rezar ante su altar. Al salir del templo notó que se le caía la
venda, que había recobrado las fuerzas y que estaba perfectamente.
Al poco tiempo, un segundo milagro confirmó el proceso de cano-
nización. Esta vez fue un niño, Pedro Pablo Friggeri, de Roma. Pade-
cía un gravísimo tumor en la rodilla izquierda con caries de hueso y
había aparecido la necrosis. Se perdió la esperanza de curarlo. Lleva-
ron al niño a la iglesia de la Inmaculada Concepción de los capuchi-
nos, y al punto en que el padre sacristán puso en la rodilla la reliquia
del santo, desapareció la hinchazón y se comprobó la completa cura-
ción del niño. Quedaron tres agujeros, de operaciones que le habían
practicado, cubiertos de piel rosa. Y nunca más el niño se volvió a
quejar de la pierna.
Nuevas causas vinieron a interrumpir la canonización, entre ellas
la Revolución Francesa, la prisión de Pío VI, la dispersión de los
archivos vaticanos, etc. Hasta que por fin, el 8 de diciembre de 1881,
León XIII lo elevó a la gloria de los altares.
La publicación en 1928 del primer tomo de las obras de San
Lorenzo, el Maria/e, llamó la atención del Papa Pío XI, quien mani-
festó su deseo de poder él mismo un día añadir el nombre de San
Lorenzo de Brindis entre los Doctores de la Iglesia. Y a medida que se
fueron publicando el resto de las obras crecía la idea de hacerlo Doc-
tor. Hacia 1937 empiezan a llegar al Vaticano las primeras solicitudes.
El 6 de febrero de 1949 Pío XII elegía como presidente de la causa
para la declaración de Doctor al cardenal Clemente Micara. La Con-
gregación de Ritos dio su voto favorable el 14 de noviembre de 1950.
A los pocos meses de la elevación al trono pontificio de Su Santi-
dad Juan XXIII, que conocía y apreciaba la obra del santo, un decreto
de 28 de noviembre de 1958 reconocía a San Lorenzo de Brindis el
título de Doctor Apostólico. Quiso el propio Papa que la carta apostó-
lica Celsitud o ex humilitate con la que sancionaba la proclamación lle-
vase la fecha de 19 de marzo, fiesta de San José, su personal patrono.
Además, como admirador de San Lorenzo que era, escribió al arzo-
bispo de Brindis recordándole el cuarto centenario del nacimiento de
San Lorenzo. De esta manera vinieron a celebrarse en aquel año estos

60
dos acontecimientos. Con este motivo, en el convento de La Anun-
ciada de Villafranca, se colocaron los restos en una hornacina de cris-
tal y bronce sobredorado en el lugar donde hoy se veneran.

1::scu/1ura ele San Lorenzo ele Brindis para La Anunciada. Obra de Jost Luis ParJs.

61
Altar mayor y presbiterio de La Anunciada.

62
CAPÍTULO XII

LA ANUNCIADA

El Bierzo, la tierra más abundante, fecunda y hermosa de toda


Castilla, según palabras del padre Ajofrín, la Tebaida hispana, donde
floreció el monacato español, en el Camino de Santiago, encrucijada
de Europa, es el lugar que la Providencia ha destinado para eterno
descanso de los restos de San Lorenzo de Brindis, paladín incansable
de la unidad europea. Hablemos de este lugar, de las circunstancias
de su fundación y de la veneración que ha despertado en las almas.
En 1594 muere en Nápoles doña Elvira de Mendoza, esposa de
don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, quien decide regresar a
España. Su hija doña María de Toledo, que tenía 13 años y había
hecho voto de castidad, al despedirse del afable padre Brindis, le pide
algo como reliquia. Contestó San Lorenzo que sólo podría ofrecerle
su oración y sus restos mortales ;;orno única herencia que dejar podía
al mundo en el sepulcro. También se cuenta que el santo en otra oca-
sión regaló a María de Toledo un medallón con la representación de
la Anunciación. Y por último que había prometido a la niña que sería
monja, según sus deseos.
Estos tres hechos ponen de manifiesto el carácter providencial de
la circunstancia de la fundación del convento de La Anunciada,
donde siempre ha sido veneraé.o el cuerpo de San Lorenzo. Doña
María de Toledo fue monja y monja fundadora. Desde su infancia
sentía inclinación al claustro. A los 15 años hizo voto de ser religiosa

63
descalza. Muerta su madre pasó al cuidado de su tía doña María de
Toledo y Colonna, duquesa de Alba, que llevó a cabo en Villafranca
del Bierzo la fundación de un convento de monjas dominicas descal-
zas, llamado de La Laura, en el que su sobrina quiso ingresar. Se
opuso a ello su padre el marqués e incluso la recluyó en el castillo de
Corullón, distante de Villafranca unos seis kilómetros. De aquí se
escapó una noche de septiembre de 1600 para tomar los hábitos junto
a su tía, sin que su hermano, el duque de Fernandina, llegase a tiempo
de impedir la ceremonia. Enterado don Pedro de Toledo, logró de
Clemente VIII licencia para sacar a su hija del convento, y además
que fuera recluida en el convento de la Concepción de Villafranca.
Pero al fin pidió a su padre consentimiento para ser religiosa y su
padre se lo concede, tomando el hábito concepcionista el año de 1602
y profesando al año siguiente (13). De este modo fue monja, como le
había profetizado San Lorenzo.
Quiso don Pedro de Toledo que su hija de ser monja fuera funda-
dora. Para ello compra las ruinas de un antiguo hospital de peregri-
nos, que ya existía en el siglo XIII, donde según la tradición se hos-
pedó San Francisco de Asís a su paso como peregrino a Compostela.
El 18 de noviembre de 1604, en el locutorio del convento de la Con-
cepción, se firmaba ante notario la escritura de fundación, fijándose
una renta anual de 1.000 ducados para el mantenimiento del con-
vento, que de acuerdo con el deseo de doña María habría de ser de
monjas franciscanas descalzas. En atención a aquella imagen que
representaba el medallón que le regalara San Lorenzo, el nuevo
monasterio se llamará de la Anunciación, aunque es conocido vulgar-
mente por La Anunciada.
El 24 de abril de 1606, lunes de Pascua, previa licencia del rey
Felipe III, del ministro general de la Orden y del obispado de Astorga,
se procedió a la fundación canónica con sólo tres monjas procedentes
de las Descalzas Reales de Madrid: la madre María de la Concepción,

(13) Cf. Lafundación del monasterio de La Anunciada y su iglesia (1606-1653), por


sor María del Carmen Arias Jato, O.S.C. De la misma autora: Doña Maria de Toledo y
su obra: La Anunciada. Siglos XVII-XX.

64
ción, abadesa, la madre Mariana de los Ángeles, vicaria, y hermana de
la anterior, y la madre Mariana de San Jerónimo, portera.
El miércoles siguiente, 26 de abril, en medio de una solemnísima
procesión, dejaba el convento de la Concepción doña María de
Toledo y Mendoza, para ingresar en el de La Anunciada y tomar en
una brillante ceremonia, con asistencia de las autoridades y persona-
lidades eclesiásticas y civiles de la villa, el sayal franciscano, cam-
biando el nombre por el de Sor María de la Trinidad. Con ella toma-
ron el hábito clariano cuatro compañeras de la nobleza. Dos días más
tarde ingresaba otra novicia, y tan sólo en siete años eran 27 las mon-
jas que componían la comunidad.
Sobre las virtudes y fama de santidad de sor María de la Trinidad
mucho podía decirse, pero basta aquí señalar que en el año 1614 don
Pedro de Toledo es nombrado gobernador de Milán. Para evitar que
el gobierno de sus estados de Villafranca pase a manos ajenas, nom-
bra gobernadora única de ellos a su hija, lo que constituye, según ha
señalado sor María del Carmen Arias, un hecho excepcional, acaso
único en la historia del monacato femenino. De manera, pues, que no
es de extrañar que, conociendo las dotes de su hija, pensara el mar-
qués de Villafranca que donde mejor podían estar los restos de San
Lorenzo fuera bajo su custodia. Cuando el cuerpo de San Lorenzo
llega a Villafranca no era abadesa Sor María de la Trinidad, como se
ha pensado, pero lo sería en 1626 por renuncia de la primera abadesa.
Al poco tiempo de la muerte de San Lorenzo, don Pedro de
Toledo se retira de la política y se asienta en Villafranca, donde se
dedica a completar la obra fundacional. El 24 de septiembre de 1620
otorga una escritura de donación en favor del monasterio, enrique-
ciéndolo con valiosísimos objetos de plata y reliquiarios con restos de
santos traídos de Peñalva, de San Pedro de Montes y otros lugares; y
con la preciosa colección de cuadros de Giuseppe Serena, de la
escuela de Rafael, hoy distribuidos entre la iglesia, el coro y demás
dependencias. Trajo también de Italia el bellísimo templete, que hoy
puede admirarse, réplica del de la basílica de San Juan de Letrán en
Roma, y la famosa custodia de bronce sobredorado, de casi tres
metros, elaborada con casi toda clase de piedras preciosas, con cuatro
figuras de bronce policromado que representan a los grandes liturgos

65
del Antiguo Testamento: Melquisedec, Aarón, Moisés y David.
Enriquecido eón tantas joyas, obras de arte y reliquias, el monaste-
rio comienza a ser, en opinión de los historiadores sagrados, uno de
los más ilustres de la provincia franciscana de Santiago y de los más
afamados en virtud y santidad. De él dice el padre Ajofrín : «Sin ponde-
ración, ni lisonja alguna, es este santo convento de La Anunciada uno de
los mayores relicarios de santidad, que hay en la Orden Seráfica». Fama
de santidad gozan la propia sor María de la Trinidad, quien manifestó
siempre una gran devoción a San Lorenzo, orando diariamente ante
su sepulcro, y la primera abadesa, y las otras dos cofundadoras veni-
das de las Descalzas Reales, y con ellas otras cinco monjas fallecidas
desde 1609 a 1670, según consta en la obra del padre Juan Antonio
Domínguez, O.F.M.: Prosecución del árbol cronológico de la provincia
de Santiago.
Sin embargo, ni don Pedro ni su hija verían realizada la construc-
ción de la iglesia. Se comenzó a fabricar en virtud de una escritura de
concierto firmada el 18 de septiembre de 1653 entre el monasterio y
doña Elvira Ponde de León, viuda de don Fadrique de Toledo, sexto
marqués de Villafranca. Para llevarla a cabo las monjas se vieron obli-
gadas a hipotecar y vender cuanto tenían. El precio de la obra fue de
229.449 reales. En su arquitectura destaca la portada con el escudo de
armas de los marqueses y una hornacina con la representación de la
Anunciación, según el modelo usado por Juan de Álava en San Este-
ban de Salamanca, que antes empleó Juan Gil en la catedral de Sala-
manca. El retablo tiene tres grandes relieves de la escuela de Becerra:
la Anunciación en el centro, el Nacimiento a la derecha y los Despo-
sorios de Santa Catalina, a quien el marqués profesaba gran devoción,
a la izquierda (14). Enfrente del altar mayor, a los pies de la iglesia está
el panteón, debajo del coro, donde puede admirarse el sepulcro del
marqués fundador, de mármol florentino-pompeyano con trabajos
de taracea, que se alza sobre cuatro leones de arte napolitano.
En la actualidad, la iglesia posee también el privilegio de estar con

(14) Cf. Villafranca del Bierzo: Formación de un núcleo urbano en el Camino de San -
tiago, por María Josefa Montañés González. Estudios Bercianos, n.º 11. Diciembre,
1989.

66
sagrada como las catedrales a partir del año 1917, según acreditan las
doce cruces de mármol incrustadas en sus paredes. Está además agre-
gada a la basílica de San Juan de Letrán por concesión de Benedicto
XV, según consta por unas letras apostólicas del 11 de noviembre del
mismo año.
Ésta ha sido la morada de San Lorenzo de Brindis. Fue primero
enterrado, como ya vimos, en el panteón antiguo. Más tarde, aunque
no se sabe la fecha, se trasladó al panteón nuevo, al pie de la iglesia,
enfrente del altar mayor, y colocado en una caja con las armas de los
marqueses, debajo de un altar al lado de la epístola, rodeado de reli-
quias de santos. La mayor parte de estas reliquias desaparecieron en
la guerra de la Independencia, de la cual se salvaron los restos de San
Lorenzo, de la misma manera que antes en 1715, a pesar de haberse
inundado el panteón, no sufrieron daño alguno. Con motivo de su
beatificación fue trasladado a la iglesia, a un templete construido a
expensas de don José Alvarez de Toledo, marqués de Villafranca.
Posteriormente, a raíz de su canonización se le dedicó un nuevo altar
gótico, donde se veneraron sus restos hasta que, con motivo de su
proclamación como Doctor de la Iglesia, fue colocado en el presbite-
rio, al lado del Evangelio, en una bella hornacina que le dedicó la Pro-
vincia Capuchina de Castilla.
Así, pues, todos los momentos de exaltación de San Lorenzo fue-
ron vividos y sentidos con verdadero entusiasmo por el pueblo de
Villafranca, que siempre ha ho::1.rado y celebrado la festividad del
santo con actos no sólo religiosos, sino también profanos. En otro
tiempo era costumbre inmemorial de los hijos del pueblo darle sere-
nata, encendiendo hogueras delante del convento, dándole vivas y
canciones al modo como en otras partes suele hacerse la noche de San
Juan. Hoy en día, además del triduo preparatorio, el día de su fiesta
(21 de julio), después de la misa solemne, se saca en procesión la ima-
gen del santo y se organiza una verbena en el barrio de la Rúa Nueva,
donde se halla el convento.
Próximamente, según proyecto aprobado por la Junta de Castilla y
León, la plazoleta de acceso a La Anunciada se verá adornada con una
hermosa estatua semicolosal de bronce, obra del escultor José Luis
Parés, debida a la iniciativa de las monjas clarisas en colaboración con

67
los Capuchinos de Castilla. Será el primer monumento que se dedica
en España a San Lorenzo de Brindis. Para entonces tendrá Villa-
franca, y con ella el Bierzo y León entero, nueva ocasión de exaltación
y júbilo. Y quedará para siempre en el Camino de Santiago un rincón
para el recuerdo de aquel insigne defensor de Europa, hoy Doctor
Apostólico de la Iglesia universal. Pensando en ello hemos escrito
esta biografía.
Bien orgullosos se sienten todos los villafranquinos de tener tal
santo, como señalaba un anónimo remitente, contemporáneo de San
Lorenzo, en carta a un señor de Villafranca: «Dichoso convento y
dichosa villa, por lograr un cuerpo tan santo. Bien puede venerar/e y ado-
rarle como tal, pues todos le aclamaban en vida como a santo por los
muchos milagros que ha obrado, y yo soy testigo de algunos». Y termi-
naba su carta con estas palabras: «Y asz: doy a usted y a toda Vil/a-
franca el parabién de tan gran fortuna». Palabras que hacemos nues-
tras, sobre todo teniendo en cuenta que el santo no ofreció a doña
María de Toledo únicamente sus restos, sino también sus oraciones.

68
,,
BIBLIOGRAFIA
Desgraciadamente no abundan las biografías de San Lorenzo de
Brindis en español. La más importante sin duda es Vida, virtudes y
milagros de San Lorenzo de Brindis, General de la Orden de los Capu-
chinos, del padre fray Francisco de Ajofrín. En el Archivo Conventual
de La Anunciada de Villafranca del Bierzo se conservan dos edicio-
nes, una de 1784 y otra de 1904. Esta última añade datos sobre la cano-
nización y culto del santo.
En 1911 apareció en Salamanca Vida de San Lorenzo de Brindis
(capuchino) cuyas reliquias se veneran en Vil/afranca del Bierzo, por un
religioso capuchino de la Provincia del Sagrado Corazón (Castilla).
La Novena a San Lorenzo de Brindis, del padre fray Cándido de
Viñayo, contiene una síntesis biográfica.
Pueden consultarse enciclopedias como Diccionario enciclopédico
Espasa-Calpe, página 232 y siguientes del tomo correspondiente a la
letra L. Y la Enciclopedia de la Religión Católica, tomo IV, páginas
1401 y 1402. Barcelona, 1953.
Entre las monografías destacan Los procesos de 1630 y 1677 para la
beatificación de San Lorenzo de Brindis, de fray L. Núñez, en Archivo
Iberoamericano XII (7.919), páginas 312-389. Originales de estos y
otros procesos se conservan en el Archivo Conventual de La Anun-
ciada de Villafranca del Bierzo.
Con motivo de la declaración de San Lorenzo de Brindis como
Doctor de la Iglesia, Estudios Franciscanos le dedicó un número
monográfico correspondiente al segundo semestre de 1960.
La obra más importante es la del padre fray Arturo M. de Carmi-

69
gnano, en cinco volúmenes, los dos últimos dedicados a documentos,
publicada en Padua entre 1960 y 1963, y que lleva por título San
Lorenzo da Brindisi; doctore della Chiesa Universale (1599-1619). Del
mismo autor puede consultarse en español San Lorenzo de Brindis,
Doctor de la Iglesia. Estudio biográfico. Madrid, 1959.
Otras obras en italiano son: Vita del ven. Servo di Dio P. Lorenzo da
Brindisi, Genera/e de Fratri Minori Capuccini di S. Francesco, por
Angelo Maria de Rossi. Roma, 1710; y Vita y virtú e miracoli del beato
Lorenzo da Brindisi, Genera/e dell'Ordine de'Capuccini cavata da pro-
cessi esibiti alfa sagra Congregazione de'Riti. Venecia, 1783.
En cuanto a las obras del santo, han sido reunidas en 15 volúmenes
en una edición crítica llevada a cabo por los capuchinos de la provin-
cia de Venecia. Aparecieron de 1928 a 1956, bajo el título Opera
Omnia.

70
En el libro de visitantes ilustres queremos entresacar este testimonio del padre Fernando
de Santiago, en proceso de canonización.

71
\

'
Iglesia
de La
Anunciada,
donde se
conserva el
cuerpo de'
San Lorenzo
de Brindis
(detalle).

Hornacina-
'sepulcro
del santo
en La
Anunciada.

,,...

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