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Secarropas

Adriana se había mudado hace tres años a este barrio alejado del centro de la
ciudad: Casas bajas, patios amplios, pequeños mundos personales y familiares. Barrio
“de perros”, le había dicho una vecina al verla llegar e instalarse con sus gatos. “Cada
uno arma su familia como quiere”, pensó Adriana mientras respondía con una mueca
que intentaba ser sonrisa.
Es que, a veces, Adriana se ponía un escudo para que el afuera no la vuelva a
lastimar. Pero también, poco a poco, iba encontrando formas de bajar la guardia para
dejar que ese afuera le despierte sensaciones y emociones adormecidas. Por ejemplo,
durante una siesta de otoño decidió dar un paseo a través de los sonidos de su barrio.
Quería saber cuánto lo reconocía. Entonces, cerró los ojos e inmediatamente su oído se
puso más alerta. Aparecieron las primeras resonancias muchas veces escuchadas por
ella como ruidos inconexos pero, nunca antes oídas con la tensión puesta en tratar de
encontrarles un sentido. De repente, toda su atención fue captada por el secarropas de
Mecha, su vecina del fondo.
En ese momento se dio cuenta de que ese aparato vivía en funcionamiento y, al
percatarse de ello, recordó. Hace un año su rumrum se escuchaba todo el tiempo y
Adriana hizo conjeturas. Lo asoció a que el esposo de su vecina estaba enfermo y
supuso que ella debió lavar mucha ropa al día por las curaciones. Luego, hubo días de
silencio: Fue cuando él perdió la pelea y partió. Tiempo después llegó un nieto a vivir
con Mecha y su soledad se apagó con la renovación del ronronear eterno del
electrodoméstico estrella.
Éste gira, gira y gira tratando se desprenderse del agua y de todo lo que llegó de la
calle impregnado en las fibras de la ropa. Muchas veces y de distintas maneras
queremos que el afuera no se meta en nuestro mundo, ni siquiera en nuestra ropa. Su
andar rítmico es casi un sedante y entonces Adriana debe hacer un esfuerzo para no
dormirse. Ahora entiende a sus gatos que se sientan horas en el techo a mirarlo
hipnotizados.
Pasa un colectivo. Adriana trata de calcular cuándo pasará el siguiente. Pero el
secarropas vuelve a colarse en su oído. Se da cuenta que a través de él puede saber sobre
Mecha más que si hablara con la chusma del barrio. Un perro empieza a ladrar y le
recuerda la advertencia de su vecina que ni sospecha que sus gatos son diariamente
visitados por otros mininos. Pero no pudo concentrarse en las respuestas de los otros
perros, porque el secarropas arrancó de nuevo y piensa si su vecina viuda se percatará
de todo lo que cuenta de su vida.
El secarropas continúa ronroneando insistente, pero de repente aparecen sonidos
cercanos que alejan su propia soledad. Bien pegado a su cabeza, Adriana comienza a
sentir una respiración profunda con ronquiditos. Entonces, ella susurra “Ramón, ¿sos
vos?”. Ramón, el del medio de sus tres gatos, le responde con un “Meaaau” -que suena
como un “Maaa”- y empieza a roncar, mientras se acomoda a sus anchas pegándose a
ella.

Silencio de siesta, silencio de barrio, el secarropas de Mecha sigue funcionando, y


en el corazón de Adriana, ronroneos calentitos. La soledad tiene que huir a otro lado,
porque en ese barrio, hoy, no tiene lugar.

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