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‘Estados Unidos no puede ser amigo de Turquía y

de los kurdos al mismo tiempo’

Juan Manuel Olarieta

El populista ruso Anenkov contó que el mismo día que conoció a Marx, hace ya 170
años, le invitó a participar en una reunión en su casa de Bruselas en la que, además
de Engels, iban a participar varios destacados dirigentes del movimiento obrero
europeo, el más conocido de los cuales era Wilhem Weitling, el sastre que había
impulsado el socialismo utópico en Alemania.

En la reunión Engels hizo una de sus resplandecientes intervenciones, diáfana y


sintética, de las que no dejan lugar a dudas, mientras Weitling se perdía en el océano
de vaguedades típicas del reformismo social de siempre, lamentando las duras
condiciones de trabajo y de vida de los obreros. Cuando comenzó a invocar los
remedios a esa situación, tales como la justicia social, la fraternidad humana y
consignas parecidas, Marx dio un puñetazo encima de la mesa que puso a bailar la
cubertería.

Aquel golpe era la demarcación entre el socialismo utópico y el científico, que Marx
expuso con toda la crudeza de la que fue capaz. Al movimiento obrero no le basta con
tener razón. No es suficiente exponer la lamentable explotación de los trabajadores, ni
tampoco llamar a la protesta y a la lucha. Había que elaborar un plan de batalla
fundamentado en un conocimiento exacto de aquello a lo que se enfrenta. Cualquier
otra cosa es llevar a la clase obrera al fracaso, otro más, y lo que es peor, a una de
esas carnicerías que lastran el movimiento durante años.

Los defensores de las causas justas, por honestos que sean, como Weitling, conducen
a la frustración y al desengaño, ese mismo que padecemos a nuestro alrededor desde
hace tiempo y del que tantas lamentaciones escuchamos a diario: “los obreros no
luchan”. Sin embargo, los que tienen razón no son los que se despotrican contra los
trabajadores, sino los trabajadores: todo invita a quedarse en casa, empezando por
esas monsergas que leemos a esos aficionados a sembrar derrotas y a desmoralizar a
las masas.

Hay una corriente de opinión que no ceja de llamar a la lucha por mil y una causas
justas, porque las mismas, por el mero hecho de ser justas, se justifican a sí mismas.
¿Cómo podemos permanecer insensibles ante una causa justa, ante el sufrimiento
ajeno, ante la explotación de los pobres y la humillación de los débiles? Este tipo de
invocaciones son pura metafísica, abstracciones que excusan todo lo demás: la
ausencia de organización, de programa o de plan. Ni siquiera les importa llevarnos al
matadero porque son como los yihadistas: dicen que seremos mártires, que nos
habremos sacrificado por una causa justa.

Es una imbecilidad: nadie va a la batalla para inmolarse sino para vencer, y para ello
se necesitan muchas cosas, pero sobre todo una, la misma de la que Marx habló en
Bruselas hace 170: un plan, un estado mayor, una disposición de las fuerzas...

Pero aquí aparece otra confusión interesada: cuando criticamos una huelga, no
criticamos al movimiento obrero; cuando criticamos a un sindicato, tampoco criticamos
al movimiento obrero. No cambiamos de bando por ello, sino todo lo contrario:
precisamente porque queremos que el movimiento triunfe, criticamos su plan de
batalla, o criticamos que haya acudido a la batalla sin ningún plan.

Toda esa gente, tan voluntariosa como inepta, tampoco sabe que en cualquier batalla
las condiciones no se eligen sino que las impone el bando más fuerte, que no son
precisamente los trabajadores ni los oprimidos, lo cual supone que el estado mayor de
los desheredados debe tener en cuenta que las condiciones suelen ser desfavorables
la mayor parte de las veces.

Pero ese estado mayor debe tener en cuenta también que esas condiciones pueden
cambiar, se pueden tornar favorables y que eso no significa en absoluto que los
bandos hayan cambiado en lo más mínimo o que el enemigo sea otro. Quien no sea
capaz de observar un cambio en las condiciones, bien porque mejoren o porque
empeoren, es mejor que deje su puesto a otro un poco más capaz.

La historia está llena de casos así y uno de ellos es el que estamos viviendo en
Kurdistán delante de nuestras narices: las condiciones han cambiado pero el plan de
batalla sigue siendo tan malo como siempre. La carnicería está garantizada. Pronto los
medios “alternativos” nos servirán, por un lado, todo tipo de relatos heroicos, de lucha
y de sacrificio del pueblo kurdo y, por el otro, de crímenes y masacres cometidas por
sus opresores (Erdogan, AKP, islamistas).

Esos medios se nutren de la carroña. Nos seguirán sirviendo más relatos de derrotas,
lo cual no puede ser ninguna sorpresa porque los nacionalistas kurdos jamás van a
conducir a su pueblo a ninguna victoria porque su objetivo no es ese, sino el de que
los imperialistas, los unos o los otros, les dejen un hueco. La liberación nacional de
Kurdistán no es algo que puedan dirigir los nacionalistas sino que es una tarea que
incumbe a los comunistas.
No hay vergüenza mayor que la que vienen poniendo de manifiesto los comunicados
de los distintos estados mayores kurdos desde hace dos semanas. Uno de los
presidentes del HDP (Partido Democrático de los Pueblos), Selahattin Demirtas, critica
el llamamiento del gobierno turco a que “el pueblo tome las armas”, proponiendo en su
lugar un “frente por la democracia”, aunque no dice ni con quién ni contra quién.

Uno de los menos repugnantes es el artículo de opinión escrito el jueves por Kendal
Nezan, presidente del Instituto kurdo de París, para el diario Libération, que acaba por
donde debería haber empezado: “sería el momento de empezar a reflexionar
seriamente sobre la cuestión de la pertinencia de que Turquía pertenezca a la OTAN”,
dice.

No es lo que parece; Nizan lo dice “con segundas” porque, por fin, están apostando a
caballo ganador: creen que nada beneficia más a Kurdistán que el deterioro de las
relaciones de Turquía con Estados Unidos y con la OTAN, porque ellos se ofrecen
como recambio, hasta el punto de que algún comentarista les ha calificado como “el
Estado de Israel bis” en Oriente Medio, naturalmente con todo el desprecio del mundo
hacia una causa que, en definitiva, es justa.

Por lo tanto, sí, ahora es un buen momento para reflexionar sobre varias cosas, entre
ellas también la pertenencia de Kurdistán a la OTAN y en este punto también tiene
razón Erdogan, una vez más, cuando pone al imperialismo entre la espada y la pared
y le dice: “Estados Unidos no puede ser amigo de Turquía y de los kurdos al mismo
tiempo”. Pero la suerte ya está echada, no porque cada bando haya elegido a sus
amigos y sus aliados sino porque unos -los imperialistas- eligen y los otros son
elegidos para desempeñar el papel que los anteriores les tienen reservado.

Hay otra diferencia adicional: unos lo reconocen abiertamente y otros, como los
estados mayores kurdos, se callan.

No hay plan de batalla más desastroso que elegir a los amigos y aliados equivocados.
Preparémonos, pues, para una nueva derrota y, mientras tanto, sigamos dando
puñetazos encima de la mesa, a ver si se enteran esos partidarios de “la lucha” de una
vez.

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