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Peter Seewald
BENEDICTO XVI
Una vida
BIOGRAFÍA
Prólogo
Ningún libro puede escribirse sin ayuda, menos aún una biografía que
abarca un siglo entero, desde el final de la República de Weimar hasta la era
digital. Quiero dar las gracias a los cerca de cien testigos de los
acontecimientos que se han prestado a ser entrevistados. Y a todos los
compañeros y amigos que han acompañado este trabajo con sus consejos,
su ayuda y, en modo alguno menos importante, sus oraciones. Especial
reconocimiento merecen el hermano del papa, Georg Ratzinger, por los
detalles que me facilitó sobre la historia familiar, y el teólogo Dr. Manuel
Schlögl, quien se ha encargado de entrevistar a algunas de las personas que
han acompañado la trayectoria vital del papa y de revisar el manuscrito.
Tanja Pilger ha extractado con maestría montañas de libros y materiales
varios. Agradezco a Martina Wendl y a mi hijo Jakob la transcripción de las
grabaciones. Mi lector, Johannes «Ojo de águila» Lankes, ha sido un
concienzudo corrector y, además de sus conocimientos sobre el catolicismo,
ha aportado apoyo mental. Jürgen Bolz, el lector de la editorial, lleva años
ocupándose de la edición de mis libros y también en esta obra ha dirigido
con calma el proceso. El antiguo director de la editorial Droemer, Hans-
Peter Übleis, impulsó el libro; Margit Ketterle ha seguido creyendo en él, a
pesar de varias interrupciones; Kerstin Schuster se ha ocupado de que pueda
aparecer también en diversos idiomas. A mi mujer y a mi familia les estoy
agradecido por el tranquilizador apoyo, que se hizo patente sobre todo en
aquellos momentos en los que quien escribe estas líneas sencillamente se
desesperaba por la abundancia de material y por la propia insuficiencia.
Tengo una deuda de gratitud con el arzobispo Georg Gänswein por haber
respaldado el proyecto desde el principio y haberme explicado algunas
circunstancias con impresionante franqueza. Pero el mayor agradecimiento
se lo debo, como no podía ser de otro modo, al papa Benedicto. A lo largo
de los años ha respondido con angelical paciencia todas mis preguntas, por
muy fuera de lugar que estuvieran. Probablemente haya sido el único
pontífice en ejercicio que hasta dejaba mensajes telefónicos en el
contestador, como hacía con mis hijos. Me acuerdo especialmente del
verano de 2012. Visité al pontífice en Castel Gandolfo. El papa se
encontraba en un estado terrible. No solo me pareció exhausto, sino también
abatido de un modo extraño. Solo a posteriori caí en la cuenta de que justo
en esas semanas se debatía con la decisión que cambiaría para siempre el
papado.
Desde hace dos años vela por el pueblo, ahora ya como comandante de la
gendarmería y responsable de un subordinado al que en el pueblo se
conoce, no sin razón, como el «mojao» Sepp. La iglesia, el bar y el
ayuntamiento conforman el centro de la localidad. Hay incluso una tienda
donde uno puede encontrar de todo. En el escaparate se exponen
herramientas, delantales para mujeres y juguetes, entre ellos un pequeño
oso de peluche que todavía habrá de desempeñar un papel en esta historia.
Se sobrentiende que, como gendarme que es, Ratzinger no se mezcla con
todo el mundo. Los domingos canta en el coro de la iglesia. En casa toca
con pasión la cítara, herencia de su madre, oriunda de Bohemia. Por otra
parte, es dado a estallidos temperamentales.
Un certificado de la Dirección Regional de la Gendarmería, con fecha de
29 de octubre de 1920, lo califica de «diligente en el servicio, fiable,
aprovechable, suficientemente capacitado». Pero también señala:
«Irascible». De todas formas, puntualiza la anotación, «nada hay que
objetar ahora» a su conducta [2]. El periódico local confirma que, «en el
relativamente breve tiempo que lleva entre nosotros», el jefe de policía se
ha «ganado, merced tanto a su sentido de la justicia como a su buena
disposición y su amabilidad en el trato, el respeto de los habitantes de
Marktl» [3].
Y en algún lugar de esta periferia hace tiempo que se frota ya las manos
el mayor de los seductores, sabedor de que no tardará en llegar su hora. Un
cierto Adolf Hitler había refundado en febrero de 1925 un partido político
que, tras su prohibición en 1923, parecía ya acabado: el Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán [NSDAP es su sigla en alemán]. Tras la
marcha de 1923 al Monumento a los Generales Bávaros [Feldherrnhalle] de
Múnich, fue condenado a tan solo cinco años de prisión. Winifred Wagner,
la nuera de Richard Wagner, le enviaba a la cárcel mantas de lana,
chaquetas, calcetines, comida y libros. Helene Bechstein, esposa del
fabricante de pianos Edwin Bechstein, le hizo llegar un gramófono con
música militar [6]. En 1927, Mi lucha, el confuso libelo ideológico-político
y antisemita de Hitler, es declarado programa oficial del movimiento nazi,
que a la sazón cuenta con 27.000 afiliados. En tres años crecerá hasta los
400.000.
Marktl del Eno es el duodécimo destino en la carrera profesional del
gendarme Ratzinger, que no cabe calificar de vertiginosa. Políticamente,
este pueblo de seiscientos habitantes pertenece a la Alta Baviera;
religiosamente, al obispado de Passau, en la Baja Baviera. Muy cerca de
aquí, en el pueblo de Pildenau, distante unos veinte kilómetros, nació un
papa: Dámaso II [7]. Como obispo Poppo de Brixen, entró en Roma el 16
de julio de 1048 al mando de tropas toscanas. Un día después destronó al
papa en ejercicio, Benedicto IX. Su pontificado, sin embargo, duró apenas
veinticuatro días, ya que falleció víctima de la malaria. Y quizá también,
como conjeturan algunos historiadores, de una ampolla de veneno.
Las localidades donde había prestado servicio el gendarme Ratzinger
estaban dispersas por toda Baviera. En el destino anterior, Pleiskirchen,
junto a Altötting, nació el 7 de diciembre de 1921 la hija, Maria, a la que
bautizaron también como Theogona, la consagrada a Dios (ya que este era
el nombre conventual de su tía monja). El 15 de enero de 1924 siguió
Georg, a quien pusieron el nombre del hermano favorito de la madre,
emigrado a Estados Unidos. ¿A qué se debe el hecho de que en ningún
lugar se sienta el gendarme realmente como en casa? ¿A su tozudez? ¿A
que en el fondo no le gusta este trabajo, que realiza tan concienzudamente?
Si existiera algo así como la reencarnación, le confiesa a un vecino, tiene
claro que no volvería a ser gendarme, sino granjero.
Ratzinger lee con sumo interés libros tanto de espiritualidad como de
política y se sienta durante horas, con un cigarrillo Virginia en los labios, a
devorar el periódico. Su ídolo político es Ignaz Seipel, canciller federal
austríaco, del Partido Socialcristiano, un prelado y teólogo de quien tiene
varias obras en la librería. Seipel es una figura controvertida, pero hasta el
socialdemócrata periódico vienés Arbeiterzeitung lo elogia, asegurando que
es «el único hombre de Estado de talla europea que han sido capaces de dar
los partidos burgueses».
El auténtico amor de su vida, su verdadera pasión es, sin embargo, la
religión, la fe católica. Ya siendo alumno de primaria llamaba la atención
como especialmente inspirado en este terreno, algo que un comprometido
coadjutor fomentó. Otro maestro se percató de su talento musical y lo
incorporó al coro de la iglesia. Como su modelo religioso –el benévolo
hermano Conrad, portero del monasterio de Altötting–, también él abrigó de
joven el anhelo de entrar en la vida religiosa. Pero no fue aceptado en el
convento capuchino de María Auxiliadora en Passau, porque no pudo
presentar una declaración de consentimiento de sus padres. «Su temática
principal era lo religioso», confirmará más tarde su hijo Joseph; y, además,
«con una piedad muy profunda, intensa y masculina» [8].
El gendarme Ratzinger ha terminado su ronda de servicio. El frío glacial
se ha atenuado, y la nevada ha dejado paso a una leve tormenta. Desde el
Jueves Santo, la pasión de Cristo está presente en todos los hogares de
Marktl. Tras la conmemoración de la Última Cena, las campanas
enmudecieron. Hora tras hora, el triduum sacrum –o sea, los tres días santos
que se extienden desde el Jueves Santo hasta el Sábado de Gloria– se ha ido
encaminando hacia su cima. Ayer, Viernes Santo, los habitantes de las
aldeas circundantes acudieron a Marktl para orar con el sacerdote las
catorce estaciones del vía crucis. El alcohol y la carne están prohibidos este
día. El Viernes Santo es el día de más rigurosa abstinencia en la Iglesia
católica. Está permitida una única comida completa en todo el día. A las
tres de la tarde, la hora de la muerte del Maestro, los creyentes se reúnen
para recordar la pasión y muerte de Jesucristo. En una hornacina de la
iglesia se ha reproducido el sepulcro del Gólgota, ante el cual se arrodillan
los fieles con recogimiento.
En la iglesia de San Osvaldo, el jovencísimo coadjutor Joseph Stangl
comenzará pronto con los últimos preparativos para celebrar la resurrección
de Jesús. En la cercana gendarmería, la antigua delegación administrativa
del príncipe elector de Baviera en el Marktplatz, aún están encendidas las
luces en el primer piso. Entretanto ha llegado la comadrona, Emilie
Wallinger. El bebé se toma su tiempo... y no se adelanta ni un minuto.
A los habitantes de Marktl del Eno el año 1927 se les quedó grabado en
la memoria al principio por una historia muy distinta. Después de largo
tiempo de trabajos, por fin quedó listo el nuevo puente sobre el río Eno. Fue
inaugurado con una solemne procesión, encabezada por la cruz y con
monaguillos, párroco y mucho incienso. A la ceremonia siguió un banquete
festivo con cerveza y música de viento. El comandante Ratzinger estuvo
presente y cuidó de que todo transcurriera en orden. No podía imaginar que
el niño que su esposa Maria había traído al mundo este año se convertiría
asimismo en un «constructor de puentes», un pontífice o pontifex, como se
dice en latín.
2
El impedimento
N o fue culpa suya que Maria y él se casaran tan tarde. Solo después de
ser ascendido a guardia con un sueldo mensual de 150 marcos pudo
atreverse Ratzinger a planear la formación de una familia. Y por muy
diferentes que parecieran a primera vista, luego no podían pasarse por alto
sus afinidades.
Ambos eran inteligentes, trabajadores y bien parecidos. Ambos
procedían de familias bien consideradas y con muchos hijos. Ambos habían
perdido pronto al padre (Maria, con veintiocho años; Joseph, con
veintiséis). Ambos cultivaban una sincera piedad católica. Pero sobre todo:
ambos estaban todavía libres. Entre otras razones, porque el maestro
panadero Schwarzmeier, un viudo muniqués con dos hijos, al que Maria
había sido presentada en su día, terminó decidiéndose por su hermana
Sabine. Esta era nueve años más joven que Maria.
El padre del futuro papa era, después de una niña, el primer hijo varón de
una familia de campesinos con nueve vástagos. Nació el 6 de marzo de
1877 en Rickering, una aldea de la Baja Baviera con seis casas y unos
cuarenta habitantes. Al terminar la escuela, tiene que ponerse a servir como
mozo en otras granjas. Con 20 años es llamado a filas. Comienza a prestar
el servicio militar de dos años el 14 de octubre de 1897 en el 16.º
Regimiento Real Bávaro de Infantería, con sede en Passau, la bimilenaria
ciudad fundada por los romanos a orillas del Danubio. Llega hasta cabo e
incluso es ascendido a suboficial. Un muchacho gallardo y apuesto, con
bigote a la moda, distinguido con el Cordón Dorado de Tiradores por su
sobresaliente puntería.
Al terminar el servicio activo el 19 de septiembre de 1899, permanece
aún tres años más en el Ejército. Entretanto su padre envejece y enferma; y
en la granja de Rickering, que le corresponde por herencia, se han instalado
no solo la hermana mayor, sino también su hermano Anton. El 22 de agosto
de 1902 pasa, como suboficial de la reserva, a la Gendarmería Real Bávara.
Cuando en abril de 1919 el Consejo Obrero Revolucionario formado
alrededor de los literatos anarquistas Erich Mühsam y Ernst Toller proclama
en Múnich la primera República Socialista de los Consejos en suelo
alemán, Ratzinger renuncia a su puesto: «He jurado fidelidad al rey»,
afirma, «no puedo servir ahora a la República» [2]. Solo retoma el servicio
cuando el destronado rey Luis III de Baviera libera explícitamente de su
juramento a los funcionarios estatales.
Una y otra vez pasean los dos hermanos en esta iglesia, joya histórica,
delante de una imagen del Cristo sufriente, asombrados de que Jesús los
siga con los ojos como si acabara de recobrar la vida. Georg no tardará en
ser –ataviado con túnica blanca– ministro portabáculo cuando una de las
hermandades de Tittmoning realice aquí, en la casa de Dios, su procesión
mensual. A su asombrado hermano pequeño se le ve con los ojos abiertos
como platos cuando contempla los murales entre raros y místicos, reza con
su madre una letanía o se sumerge con sonámbula facilidad en el para él tan
fantástico como emocionante mundo de la fe, lleno de ternura, belleza y
misterio. En este lugar, dirá Ratzinger en una homilía el 28 de agosto de
1983, vivió «las primeras experiencias personales en una casa de Dios». Y
«como todas las primeras experiencias de algo» que uno vive, todo esto le
causó una «perdurable impresión». No se trató solamente de las «imágenes
superficiales e ingenuas» que, como es natural, pueden impresionar con
facilidad el alma de un niño; al contrario, detrás de ellas ya pronto
«arraigaron ideas profundas» [5].
Georg discrepa: «Es cierto que nuestro padre daba mucha importancia a
la meticulosidad y el orden. Pero nunca nos dio una bofetada a ninguno;
solo algún que otro azote» [11]. En cambio, la madre, cuando los diablillos
hacían una trastada gorda, sí que acudió alguna vez a poner orden con el
sacudidor de camas preparado. «Éramos personas totalmente normales»,
comentó el futuro papa en uno de nuestros diálogos. «No todo resultaba
siempre armonioso». También entre los esposos hubo «ocasionales
desavenencias, pero el sentimiento de estar juntos y ser felices en común
prevalecía con mucho». En último término, existía «una profunda unidad
íntima» que hizo de este matrimonio una pareja feliz.
Joseph prefería jugar en casa, cerca de la madre. Con un caballo de
madera o con sus animales de peluche. «No era especialmente aficionado a
las manualidades», refiere Georg, «pero le gustaba idear cosas con los
juegos de construcción modulares». A veces viene de visita desde Rimsting
el alegre Benno, el tío favorito. A Benno le encanta el teatro y viaja
regularmente a Múnich con su mujer en un lujoso descapotable de seis
asientos, para ir a la ópera. Posee un deportivo de la distinguida casa inglesa
MG y un bote de remo para regatas; además, colecciona motos antiguas y
puede permitirse una colección de armas que ocupa todo el desván. El tío
Benno es tenido por un donjuán y un jugador que tira el dinero por la
ventana a manos llenas, pero también sorprende a veces a sus sobrinos, por
ejemplo, con un pequeño altar (esto es, retablo y mesa), con tabernáculo
rotatorio, construido por él mismo. En otra ocasión se presenta con una tela
pintada a mano también por él como decorado para el cuidadosamente
protegido belén familiar.
Una de las noticias en las dramáticas semanas de la toma del poder por
los nazis debió de afectar de manera especial al comisario Ratzinger. El
semanario Der gerade Weg se había opuesto apasionadamente a Hitler.
«Agitador, delincuente y trastornado mental»: este había sido uno de sus
titulares. La insobornable actitud antifascista del semanario fue apreciada
por los lectores. La tirada subió hasta los 100.000 ejemplares. El 30 de
enero de 1933, el redactor jefe Dr. Fritz Gerlich escribió sobre el discurso
de Hitler en el Reichstag: «El pueblo alemán volverá a ser un pueblo de
moral cristiana y de toda tradición cultural y se avergonzará de este día, se
avergonzará perdurablemente de que un canciller alemán [...] pudiera leer
un programa de gobierno que hace tanta violencia a la verdad objetiva
como este».
Ratzinger padre no tenía que ser un profeta para ver lo que se avecinaba;
le bastó el sentido común. «Ahora viene la guerra», dijo a su familia,
«ahora necesitamos una casa propia».
5
Los «Cristianos Alemanes»
Georg Ratzinger dijo en una ocasión con cierto patetismo que Aschau
había sido para su hermano una suerte de «Nazaret» particular. En estos
cuatro años y medio de «despertar y crecimiento», Joseph aprendió aquí «la
sinfonía de la vida» y «maduró para convertirse en un sarmiento en la vid
del Señor». De hecho, las raíces de la marcada eclesialidad de la teología de
Ratzinger parecen remontarse a su infancia: «Fue una aventura fascinante
penetrar poco a poco en el mundo misterioso de la liturgia que se
desarrollaba en el altar ante nosotros y para nosotros», afirma en sus
memorias. «Cobré conciencia cada vez más clara de que en ella yo me
encontraba con una realidad que nadie se había inventado, que no había
sido creada por una autoridad ni por un gran individuo. Este misterioso
tejido de texto y acciones había surgido de la fe de la Iglesia a lo largo de
los siglos. Llevaba en sí toda la carga de la historia y al mismo tiempo era
mucho más que un producto de la historia humana».
La madre sabe cómo crear comodidad con los medios más sencillos,
«una suerte de mundo idílico en el que nos sentíamos felices y en casa»,
refiere Georg. Junto a los viejos manzanos, perales, cerezos y ciruelos,
planta un huerto con hortalizas y hierbas aromáticas, pero también un jardín
con lo que más ama: flores. Flores en abundancia. La familia se
autoabastece. Una parte de lo que recoge se lo puede intercambiar Maria a
la tendera por otros alimentos. Los vecinos la aceptan enseguida, y ella se
encarga de cocinar en algunas casas cuando una vaca pare o cuando hay que
recolectar el cereal.
Por fin puede Joseph padre ser granjero en una parcela de unos 3.500 m².
Con un carro de mano recoge madera en el robledal, y se hace con pollos,
un gallo e incluso un carnero, que se escapa en cuanto tiene ocasión, de
modo que los muchachos tienen que volver a capturarlo en el robledal.
Algún que otro domingo se permite un cuartillo de vino en un pueblo
vecino. Sobre todo lee el periódico, línea por línea. Y junto a su sitio en la
cocina-comedor pronto hay una radio Saba, para escuchar emisoras
internacionales y no tener que depender de las alemanas, cuya línea es
uniforme. Cuando, después de un fin de semana, acompaña a Georg al
internado, llevando su maleta en el carro de mano, importuna al rector
diciéndole que con Hitler todo «irá mal, a buen seguro», y que sería
necesario posicionarse contra el régimen nazi mucho más decididamente.
Otro suceso mostró igualmente que para Joseph una etapa de desarrollo
había llegado a su final. El mismo año en que la familia se mudó a
Hufschlag comenzó Hitler a ampliar su residencia de descanso cerca de
Berchtesgaden para transformarla en una «pequeña cancillería». El
Obersalzberg –paraje montañoso situado justo a cuarenta kilómetros en
línea recta de la casa de los Ratzinger– se convertiría, como segunda sede
del gobierno, en uno de los principales centros del poder nacionalsocialista.
Con ello, el nombre «Hufschlag» adquirió para Ratzinger padre una nueva
connotación. Creía poder oír ya casi el ruido de cascos [esta es una de las
acepciones de Hufschlag] de los jinetes del Apocalipsis, alineados en el
horizonte para, en un futuro, no muy lejano convertir una tierra fértil en una
estepa calcinada.
8
El seminario
C uando sobre los tejados colgaban pesadas nubes de color gris perla
que podían descargar en cualquier momento, el nuevo camino hacia el
instituto era una tortura. Durante dos años había «caminado día tras día de
casa a la escuela con gran alegría». Pero ahora marchaban en fila de dos
bajo supervisión, como en el Ejército.
Joseph se sentía como un pájaro arrojado del nido al que le cuesta
levantarse. Incorporado al instituto antes de tiempo, también en el internado
era el de menor edad. Y uno de los más bajos. Cuando por la mañana salían
del seminario camino del instituto, la tropa cerrada infundía un sentimiento
de seguridad y comunidad. Quizá incluso la conciencia de pertenecer a una
élite. Pero ¿qué perspectivas de futuro tiene una élite sobre la que pesa la
amenaza de una pronta aniquilación?
Pero de las experiencias del joven Joseph formó parte también el hecho
de que, pese a todas las intimidaciones, las solicitudes de bautismo,
comunión y del sacramento del matrimonio no disminuyeron en Traunstein,
ni se redujo el número de miembros de la Iglesia. La amenaza a la fe llevó
en el fondo a muchos católicos a una intensificación de su vida religiosa.
Las manifestaciones de mujeres y las campañas de recogida de firmas
obligaron a los nazis a revocar la orden de retirar los crucifijos de las aulas.
Cuando Mantler, el comisario especial de la SA, obtuvo de sus superiores
una prohibición de reunión y actividad que afectaba a todos los grupos
católicos, algunos de estos, como la Liga de Mujeres Católicas,
reaccionaron declarando sus encuentros como reuniones para tomar el té,
juntándose clandestinamente o refundándose con otro nombre.
Casi parecía que los nazis y la Iglesia no eran solo dos adversarios
cosmovisionales, sino dos religiones contrapuestas. Las concentraciones
nazis se desarrollaban cual liturgias, con «órganos de luz» que iluminaban
el cielo hacia lo alto. El ideólogo del partido, Alfred Rosenberg, se servía de
la «religión de la sangre» y del «Reich venidero». El Führer mismo
mezclaba ritos y signos de origen religioso en un mejunje de fantasías de
omnipotencia. Hablaba del «Omnipotente», conjuraba con ayuda de una
retórica de sangre y suelo la «resurrección del pueblo alemán» y concedía a
los «mártires» del movimiento una aureola de santidad: «La sangre por
ellos derramada se ha convertido en agua bautismal para el Tercer Reich».
Hasta ahora, el director Mair había conseguido que ni uno solo de sus
pupilos tuviera que inscribirse en las Juventudes Hitlerianas. El seminario
protegía como una fortaleza. Pero toda fortaleza es también una prisión. Y
por lo que concierne a los compañeros: por agradable y valiosa que sea una
buena camaradería, siempre va unida también a un número grande de
camaradas, que le impiden a uno estar a solas. «En casa había disfrutado de
una gran libertad, había estudiado como quería, había construido mi propio
mundo infantil». Ahora todo es distinto.
El problema es que Joseph debe cambiar su tan amada libertad por un
«estar integrado» que hacía que «el estudio, que antes tan fácil me
resultaba, me pareciera ahora casi imposible». Cuando se queda sentado en
la sala de estudio leyendo un libro mientras los demás salen corriendo a
disfrutar de los juegos de mesa, eso no llama la atención. «Pero la mayor
carga para mí era que, siguiendo una idea progresista de educación, todos
los días estaban planificadas dos horas de deporte en el gran patio de juego
de la casa» [13]. El fútbol está prohibido para los alumnos de las clases
inferiores. Demasiado peligroso. Pero todo lo demás constituía una
«verdadera tortura» para el muchacho, que se ve «muy inferior en fuerza
física a casi todos los compañeros», que es incapaz de hacer salto de altura
y de lanzar la jabalina o el peso y que se queda de pie perdido a un lado
mientras se eligen los equipos para los juegos con balón. Con encantador
sarcasmo añade Ratzinger en una mirada retrospectiva: «Debo decir
expresamente que mis compañeros eran muy tolerantes, pero a la larga no
es agradable tener que vivir de la tolerancia de los demás y saber que uno
constituye una carga para el equipo al que es asignado» [14].
Nadie podía imaginar que este estudiante tendría que cargar algún día en
nombre de la Iglesia entera con la cruz ante la que ahora se encuentra
arrodillado, ni que en ello lo ayudaría alguien perteneciente precisamente al
pueblo que está a punto de incendiar el mundo entero.
Los dos muchachos Ratzinger tenían tan escaso interés por la guerra
como por las funestas ceremonias de exaltación de la bandera de las
Juventudes Hitlerianas y los ejercicios paramilitares. De todos modos,
Joseph nunca vistió el uniforme de las Juventudes Hitlerianas. Según refiere
su condiscípulo Peter Freiwang, el «Grupo II» de las Juventudes Hitlerianas
de Traunstein, formado casi exclusivamente por seminaristas, no tardó
mucho en disolverse «por insuficiente número de miembros». Junto con su
hermana Maria, los dos muchachos realizan varias excursiones en bici, de
una semana de duración cada una. En Salzburgo, Georg y Joseph se alojan
en una ocasión en el Hotel Tiger. El alojamiento con desayuno cuesta tres
marcos cincuenta. Suficientemente barato para que les merezca la pena
pagarlo con el fin de estar a la mañana siguiente lo más temprano posible en
la catedral de Salzburgo, famosa por la belleza de su acústica, y poder
conseguir buen sitio y disfrutar de la Misa en do menor de Mozart en toda
su sublimidad.
Este año, la clase de Joseph tiene 36 alumnos. Diez de ellos son hijos de
familias de agricultores y granjeros. Uno de los padres indica como
profesión «líder de sección», un rango paramilitar del Partido
Nacionalsocialista equivalente a cabo primero. Otros firman como juez de
la corte comarcal, zapatero, carpintero, médico, herrero, inspector jefe de
correos o médico de la marina. Hay dos chicas en la clase. De los chicos,
siete se llaman «Josef». Que la guerra se superpone crecientemente incluso
a la vida diaria en el instituto se echa de ver en el currículo. En el listado de
tareas de clase y deberes para el curso 1940-1941 hay temas como: «¿Qué
razones tiene el Führer para esperar del año 1941 “la consumación de la
mayor victoria de la historia alemana”?». O también: «¿Qué importancia
poseen las colonias para el Reich?». Otro tema es: «¿Por qué investigamos
sobre las razas?». Presumiblemente optó Joseph por los pocos trabajos no
comprometedores, como, por ejemplo: «Ideas sobre el Día de la Madre»; o:
«¿Por qué me gusta ir de excursión a la montaña?». Es posible que también
se decidiera por una redacción sobre: «El ser de los germanos en el espejo
de su fe en los dioses» [8].
Es un soleado domingo de comienzos del verano de 1941. La clase de
Joseph tiene previsto realizar una excursión en barco por el cercano lago de
Waging cuando corre como un reguero de pólvora la noticia de que el Reich
alemán, junto con sus aliados, ha iniciado el ataque contra la Unión
Soviética en un frente que se extiende desde el noruego cabo Norte hasta el
mar Negro. Menos de dos años antes, el 30 de noviembre de 1939, Stalin
había atacado Finlandia con 1.500 tanques y 3.000 aviones, anexionándose
una gran parte de su territorio. El considerable número de bajas de los
soviéticos, más de 200.000 soldados muertos, había incrementado
enormemente las ganas de atacar de Hitler. La noticia «de la nueva
ampliación de la guerra» flota sobre la pequeña excursión en barco «como
una pesadilla», evoca Ratzinger. «Pensamos en Napoleón; pensamos en la
inmensidad de Rusia, en la que el ataque alemán no podía sino perderse».
Todos están de acuerdo: «Esto no podía acabar bien». De hecho, la
«Operación Barbarroja», con la que el 22 de junio de 1941 se puso en
marcha la nueva Blitzkrieg [guerra relámpago] contra los soviéticos,
supondría un punto de inflexión en la guerra.
Sin embargo, en los terribles años de la guerra y el terror queda tan poco
espacio para la realización de sueños artísticos como para el despliegue de
la pubertad. Joseph está en una edad en la que resulta difícil la relación con
uno mismo, con los padres, con todo el mundo exterior. Sin embargo, los
conflictos propios del desarrollo personal –por ejemplo, con la autoridad
paterna– no tienen lugar. Mientras que una generación posterior elevará
verdaderamente la rebelión antiautoritaria a forma cultural, a quienes eran
adolescentes en estos años se les recuerdan sin cesar sus obligaciones. Una
confrontación dura con los padres queda descartada ya solo por el hecho de
que, como perseguidos del régimen, la dependencia es mutua, para bien o
para mal.
Por mucho que se retire a solas cuando los demás arman jaleo, el
muchacho del campo, que aún parece un chiquillo, no es un cobarde.
Cuando en una gélida noche de invierno el suboficial se entera de que
algunos de los ayudantes de baterías antiaéreas se han escaqueado de la
guardia junto a los cañones, entra en el cuarto gritando: «¿A quién le tocaba
guardia?». Silencio sepulcral. Los jóvenes son obligados a salir al frío de la
noche y realizar un intenso y prolongado pseudoejercicio, hasta quedar, casi
exhaustos, tendidos en el suelo. El suboficial mira al más enclenque, del que
supone que, tras tamaño esfuerzo, está más muerto que vivo. «¿Quién tiene
más aguante?», brama, «¿vosotros o yo?». Joseph permanece totalmente
impertérrito y responde en bávaro cerrado: «Nosotros». Sin decir palabra, el
tirano se da la vuelta y se marcha. «A partir de entonces», relata Peter
Freiwang, «nos dejó en paz».
El grupo de católicos activos consigue que en el campamento se les
permita recibir catequesis y acudir a las misas marianas del mes de mayo.
Algunos domingos logran incluso escaparse a misa a la catedral muniquesa.
En el cuarto de Ratzinger se instala un aparato de radio Philips para
escuchar las emisiones de la BBC. Para no ser descubiertos in fraganti,
colocan las taquillas detrás de la puerta; escuchar «emisoras enemigas» se
castiga como un acto de resistencia. «De repente éramos adultos y nos
atrevíamos a hacer cosas que hasta entonces nos parecían impensables»,
dice Josef Strehhuber. Los seminaristas no son traidores a la patria, pero se
encuentran en un terrible dilema. «Sabíamos que Hitler estaba en contra de
la Iglesia, que estaba en contra de nosotros», prosigue, «y queríamos que
Alemania perdiera la guerra» [4].
En Ludwigsfeld, una valla electrificada separa a los alumnos-soldados de
un campo de concentración secundario (dependiente de Dachau) rodeado de
torretas de vigilancia. Los muchachos ven cómo los internos son
conducidos a diario a trabajar por hombres de la SS armados hasta los
dientes atravesando una profunda fosa por un terraplén. «No debíamos ni
podíamos entablar contacto alguno con los trabajadores forzados», refiere
Strehhuber. «Sabíamos que Dachau era un campo de concentración para
adversarios de los nazis. Para nosotros eran presos políticos. Los veíamos
como una suerte de aliados» [5].
También Joseph sabía lo que era Dachau. «No la pongas tan fuerte, o
terminarás en Dachau», advertía su madre en casa cuando el gendarme
jubilado escuchaba en la radio las «emisoras enemigas». En un artículo
temprano, el futuro papa escribió sobre los trabajadores forzados que vivían
y trabajaban junto a aquellas barracas de la unidad antiaérea: «Aunque aquí
fueran tratados mejor que sus compañeros de sufrimiento en los campos de
concentración propiamente dichos, el terror del hitlerismo no podía pasarse
por alto». «Estos prisioneros llevaban en sus ropas un triángulo rojo, verde
o amarillo», explica en una de nuestras conversaciones, según hubiesen sido
encerrados por razones políticas, religiosas o penales. «Les arrojábamos pan
por encima de la valla. Todo aquello nos repugnaba. Pero no sabíamos nada
de los judíos; tampoco creo que hubiera judíos entre ellos».
Ratzinger y los otros ayudantes de baterías antiaéreas no pueden
imaginar que la fábrica de BMW en Allach es parte de un amplio sistema
de trabajo esclavo en los campos de concentración. Durante la guerra, la
región de Múnich se había convertido en uno de los lugares más
importantes de la industria armamentística alemana. Los internos de los
campos de concentración producían en Allach propulsores para misiles.
Uno de los prisioneros es el judío Max Mannheimer, natural del norte de
Moravia, quien más tarde se comprometió incansablemente para que el
recuerdo del terrible crimen siguiera vivo. Rechazaba categóricamente la
asignación de una culpa colectiva. Cuando le preguntaron sobre Ratzinger
en una entrevista, Mannheimer explicó que el joven fue obligado, al igual
que otros muchachos de 16 y 17 años, a dejar el banco de la escuela e ir a
filas. ¿Cómo va a ser responsable de ello? «También para él valía el
principio: “Obediencia a las órdenes”».
Los nazis habían intentado encubrir el terror y los asesinatos que tenían
lugar en los campos de concentración. Sobre el campo de concentración de
Theresienstadt se rodó incluso una película propagandística que, a través de
imágenes de personas alegres en un entorno agradable, pretendía mostrar
con cuánta consideración se trataba a las personas allí incomunicadas. Lo
que la SS no logró mantener en secreto, a pesar de la prohibición
informativa, fue la resistencia contra Hitler protagonizada por los miembros
de la Rosa Blanca. Las octavillas del movimiento antifascista clandestino
aparecieron entre finales de junio y mediados de julio de 1942. Fueron
enviadas anónimamente por correo postal a intelectuales en Múnich y sus
alrededores, para criticar la represión generalizada y el trato dado a los
judíos y hacer un llamamiento a la resistencia pasiva. También a los
seminaristas les llegaron en Traunstein noticias al respecto. «Habíamos
hablado sobre el grupo», cuenta Ratzinger, «y toda nuestra clase
simpatizaba con ellos. Todos decíamos en dialecto bávaro: “¡Cómo
molan!”» [6].
E ste invierno hace un frío terrible. Se retira la nieve de las calles, pero
estas no tardan en cubrirse otra vez de blanco. A los carruajes de
caballos les cuesta mantener la rodada. Los tres jovencísimos muchachos
que, cada cual con su maleta, suben jadeando la colina de la ciudad de
Frisinga el 3 de enero de 1946 parecen tímidos y serios. Avanzan
lentamente, como si apenas se atreviesen a pisar suelo sagrado con sus
recios zapatos.
Al pasar por delante de la estatua de la Madre de Dios, la Patrona
Bavariae, se han persignado. A sus pies ven el indómito río Isar y la amplia
Ciénaga de Erding; y en la colina de enfrente, la espléndida abadía de
Weihenstephan, que alberga la fábrica de cerveza más antigua del mundo.
Cuanto más ascienden, con tanta mayor claridad se dibuja en el horizonte la
silueta de Múnich, distante unos treinta kilómetros en línea recta. Los
ataques de los bombarderos británicos y estadounidenses durante la guerra,
73 en total, han destruido más del 60 % de los edificios de la ciudad y
ocasionado unas seis mil víctimas mortales. Las torres de la catedral de
Santa María, con sus llamativos chapiteles suizo-romandos, son
prácticamente el único monumento de la antigua «capital del Movimiento»
que ha quedado en pie.
En algún momento, tras una odisea de nueve días vía París y Milán,
Frings y Von Galen llegaron por fin a la estación de Roma Termini. En el
tren, algunos viajeros ofrecieron al arzobispo de Colonia té y galletas. El
obispo Von Preysing estaba ya en Roma, pero también él había tenido que
arreglárselas para llegar desde Berlín vía París. Habían dado «imagen de
pobreza», anotó Frings en su diario; «he venido con una maleta cerrada con
una cuerda, y Von Galen con una gran sombrerera en la que llevaba el
capelo púrpura». Cuando los 32 cardenales recién nombrados entraron en la
basílica de San Pedro el 18 de febrero de 1946, Von Galen fue quien, como
decidido adversario de los nazis, recibió el mayor aplauso de todos. «A mí
no me conocía nadie», escribió lacónicamente Frings. El viaje de vuelta
transcurrió, gracias a Dios, sin problemas. El cardenal neoyorquino Francis
Spellman, compadeciéndose de sus hermanos alemanes, les compró billetes
de avión [1]. El de Von Galen sería, sin embargo, un cardenalato muy
breve. Al poco de regresar de Roma, con 68 años de edad, tuvo una
apendicitis y dos días después, el 22 de marzo de 1946, entregó su alma al
Creador, como decían los obituarios. Frings, por el contrario, desempeñaría
aún un importante papel. Para la Iglesia universal, pero también como
mentor de aquel joven que justamente se dispone a empezar su carrera
teológica con el estudio de la filosofía en el Domberg de Frisinga.
Al igual que los tres seminaristas de Traunstein, Höck era oriundo de las
montañas bávaras, en concreto de Inzell. «Mis queridos paisanos», les
gritaba ya desde lejos a los tres muchachos cuando coincidía con ellos.
Quizá se sentía especialmente próximo a Joseph y Georg porque también él
tenía un hermano sacerdote. Tras aprobar el curso de acceso a la
universidad en Frisinga y realizar sus estudios universitarios en Roma,
residiendo en la Pontificia Universidad Gregoriana, Höck regresó al
Domberg con un doble doctorado en Filosofía y Teología. Eran famosas sus
postzoenales, como llamaba a sus breves alocuciones tras la cena,
salpicadas de cariñosos consejos, por ejemplo: «Deben ir Uds. pensando ya
en ponerse los calzoncillos pulgueros».
Pero en la maleta que Joseph trae de casa hay también obras de ciencia
ficción, como Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley publicada en
1932 que describe la sociedad anónima y deshumanizada del año 2540. Sus
padres le habían regalado Señor del mundo, la novela apocalíptica del
escritor y sacerdote inglés Robert Hugh Benson. La traducción alemana de
este libro, elogiado como «novela católica sobre el futuro» y «novela sobre
el fin del mundo», vendió 40.000 ejemplares entre 1923 y 1939. Es la visión
de un Anticristo moderno, que so capa de progreso y humanitarismo llega a
convertirse en el señor de la Tierra. Tras eliminar el cristianismo, imponer
una unificación política universal y fundar una nueva religión de la
humanidad, es adorado como un nuevo Dios. Setenta años después también
el papa Francisco encomiaría Señor del mundo. Con este libro, Benson,
según Bergoglio en una de sus meditaciones matutinas, «se percató pronto
del drama de la colonización ideológica; les recomiendo que lo lean» [11].
En las clases, Joseph toma diligentemente apuntes. En una ocasión le
preguntó el rector Höck: «¿Sabe Ud., por casualidad, que dice Tomás de
Aquino sobre este punto?». Respuesta: «Sí, hay ocho pasajes donde alude a
él. ¿Cuál de ellos quiere que le comente?». Perder inútilmente el tiempo no
es una opción para él. Mientras los demás pasan el fin de semana, conforme
a lo prescrito, paseando para recuperarse, haciendo una excursión o
bañándose, él dice que no con un gesto. «Joseph también podía ser jovial»,
relata su amigo Berger; «no es un tipo que se aísle ni que esté ensimismado,
pero tampoco ningún tarambana». Lo que no quiere decir que en las fiestas
no recite de vez cuando poemas, algunos en latín, otros en griego, en los
que, a la manera de los antiguos, tributa un pequeño homenaje, por ejemplo,
al cumpleañero. O que no provoque risas aprobatorias cuando, echando un
rápido vistazo al menú y viendo que de postre hay compota de manzana,
proclame: Habemus Apfelmus!
Al tono en el que Ratzinger habla sobre los espantos del pasado nazi le
subyace un mundo personal de experiencias que ha sido descrito también
por Elie Wiesel, superviviente de los campos de concentración y premio
nobel de la Paz. El 27 de enero de 2000, en un discurso ante el Bundestag
alemán, Elie Wiesel contó que desde su liberación en abril de 1945 había
«leído cuanto caía en mis manos» sobre el Holocausto. Monografías
históricas, análisis psicológicos, testimonios de testigos y testamentos,
poemas, diarios de victimarios y meditaciones de víctimas. Pero todavía le
resultaba «imposible comprender» lo que ocurrió en tiempos de Hitler.
«¿Cómo debe entenderse el culto al odio y a la muerte», les preguntó el
superviviente del Holocausto a los parlamentarios alemanes, «que se
adueñó de su país?» [13].
El premio nobel de la Paz no eximió de responsabilidad a otras naciones.
«Los judíos en la Europa ocupada tuvimos pronto claro, por supuesto, que
el mundo libre sabía lo que nos estaba ocurriendo y que, en consecuencia,
era corresponsable, si bien en una medida muy distinta. Parecía que a los
aliados no les preocupaba de forma especial; no nos abrieron sus fronteras
cuando aún había tiempo». Simultáneamente, Wiesel insta a diferenciar:
«Sé que no todos los alemanes fueron cómplices, y debemos pensar
también en ellos. En quienes tuvieron la valentía de oponerse a la ideología
racial oficial. En quienes se resistieron al régimen totalitario nazi. En
quienes intentaron derribarlo y pagaron por ello con la vida».
En los primeros años, son una inspiración para él las clases del joven
profesor Jakob Fellermeier sobre historia de la filosofía. Le proporcionaron,
dice Ratzinger sin modestia, «una abarcadora visión de conjunto de la lucha
intelectual desde Sócrates y los presocráticos hasta el presente» [12].
Asimismo interesantes le parecían pensadores como Josef Pieper que
interpretaban la catástrofe del pasado reciente como resultado de la
arrogancia humana y reclamaban, como consecuencia lógica de ello, una
renovada y más profunda vuelta hacia Dios. También el crítico cultural
Theodor Haecker había exhortado a reflexionar sobre la tradición cristiano-
occidental y había fundado la libertad y la dignidad del ser humano en el
hecho de que todo individuo es una «idea de Dios». Para Joseph, Hacker es
«la gran figura, uno de los grandes personajes de la posguerra. Leí con
entusiasmo su Virgilio» [13].
Si esta obra de Wenzl fue para Joseph impulso para pensar e inspiración,
el libro de Theodor Steinbüchel Cambio radical de pensamiento [16] se
convirtió para él en auténtica «lectura clave», en una bomba que impacta
como un meteorito procedente de otro astro. Quería conocer «lo nuevo» en
lugar de limitarse de uno u otro modo a una filosofía «manida» y
«envasada». El novel estudiante se sentía muy decepcionado por profesores
que habían dejado de ser personas indagadoras y, en su estrechez
intelectual, se contentaban con «defender lo hallado frente a cualquier
pregunta» [17] o administrarlo sin más. «¡Qué pérdida de tiempo!», le
susurraba a su compañero de pupitre al final de tales clases. De repente
parecía haber encontrado lo que buscaba.
Steinbüchel, con quien Alfred Läpple estaba escribiendo su tesis
doctoral, había enseñado originariamente en la Universidad Ludwig
Maximilian de Múnich. Cuando los nazis cerraron en 1939 la Facultad de
Teología Católica, marchó a Tubinga, donde hasta su muerte en 1949 ocupó
una cátedra de Teología Moral. Entre sus trabajos se contaban obras como
Europa como idea y realización intelectual o Actitudes cristianas de vida en
la crisis de nuestra época y en la crisis del hombre, temas que más tarde
estarán presentes también en Ratzinger. Por ejemplo, en los libros Verdad,
valores, poder y Valores en una época de cambio, Joseph leyó frases que le
conmovieron profundamente. «El ser humano se da solo ante Dios y solo en
libertad; únicamente bajo ambas condiciones es persona», había afirmado
Steinbüchel. El «conviértete en lo que eres» tiene sentido solo si se sabe
realmente qué es el hombre: ser hacia Dios. Y llegar a ser uno mismo, como
exigía Heidegger, solamente es auténtica realización del yo si es
incorporado a la relación con Dios, en la que se cumple lo que de verdad
son el «hombre» y el «yo». De ahí que Dios no sea, como sostiene
Nietzsche, la muerte y la ruina del hombre, sino su vida: «El garante de su
libertad es Dios, porque este lo ha creado como el ser que se trasciende
hacia el tú y porque esta trascendencia de su ser tan solo se realiza en la
vida de la libertad personal».
En el fondo, la doctrina de Steinbüchel se basaba en la interpretación del
mundo y del hombre de Ferdinand Ebner, cuyas conclusiones fue capaz de
expresar mejor que el propio Ebner. Este maestro de primaria y filósofo del
lenguaje austríaco se dedicó al principio a la «pneumatología», a la
«doctrina del espíritu», o más exactamente: del espíritu de la palabra. Su
primera obra, escrita entre 1913 y 1914, no llegó, sin embargo, a publicarse.
Ello se debió quizá al excéntrico título: Ética y vida: Fragmentos de una
metafísica de la existencia individual. Su obra principal: La palabra y las
realidades intelectuales: Fragmentos pneumatológicos, fue recibida con
devastadoras críticas. En cambio, Steinbüchel demostró que Ebner no solo
había desarrollado una filosofía del lenguaje religiosamente fundada y había
preparado el existencialismo cristiano de, por ejemplo, Gabriel Marcel, sino
que había sido uno de los primeros en percatarse de una «realidad nueva»,
erigiéndose con su filosofía de la relación yo-tú entre la criatura y el
Creador en el cofundador del «pensamiento dialógico».
Para el estudiante de Traunstein era como si alguien –por usar una
imagen del escritor Karl Krolow– hubiera hecho entrar por la ventana luz a
raudales. ¿Cómo podía uno no entusiasmarse por los nuevos comienzos que
ahora se tornaban posibles? ¿No debía afectarle también personalmente lo
que Steinbüchel había escrito sobre la precaria situación del cristiano? ¿No
estaba también él desgarrado por la pregunta por el sentido de su
existencia? No porque anduviera perdido, sino como un espíritu en
búsqueda que debía reajustarse. La fe no destruye ni condena el
pensamiento, había leído en la obra de Steinbüchel; antes al contrario, en la
fe se manifiesta esta capacidad, la de pensar, nada menos que como el
elevado don del Logos divino, mediante el cual todo, incluida ella misma,
ha sido creado, acentuaba el filósofo. La época pedía a gritos, en su opinión,
pensar de un modo nuevo. Y ello obligaba a «reexaminar también las viejas
respuestas de la fe tradicional». Pero si eran reafirmadas, podían hacer de
nuevo fecunda la vida.
En sus largos paseos por las vegas del Isar en los alrededores de Frisinga,
a Ratzinger y Läpple les unía una amistad «que giraba por entero alrededor
de los grandes problemas de la filosofía y la teología» [22]. Se trataba de
«la importancia intelectual del lenguaje», a la que Ferdinand Ebner
introducía; de la afirmación de Karl Jaspers: «La paz solo es posible en
virtud de la libertad; y esta, solo en virtud de la verdad». En ocasiones,
Läpple levantaba el dedo en señal de advertencia a su compañero más
joven: «La teología no es una huida al refugio de las seguridades racionales
y religiosas. ¡Al contrario, es un riesgo que se corre en Cristo, un plus de
peligros y tensiones!» [23]. El amigo introducía en la conversación el
concepto de teología de la existencia. Recordaba las palabras del filósofo
danés Kierkegaard: «El cristianismo no es una doctrina, sino una
transmisión de existencia». Cristo no designó profesores, sino seguidores.
Joseph y Alfred coincidían: con las realidades de la revelación no puede
encontrarse uno desde la neutralidad y sin presupuesto alguno, de manera
meramente científica y abstracta. Esas realidades subyugan la existencia
entera. Y exigen una decisión.
Es posible que Läpple sobrevalore un poco la influencia que ejerció en su
joven compañero. No obstante, el diálogo con él tuvo una importancia
perdurable para Joseph. «Querido Alfred», le escribió Ratzinger, ya
prefecto de la romana Congregación para la Doctrina de la Fe, a su antiguo
mentor el 23 de junio de 1995, «tú me abriste la mirada a la filosofía en
mayor medida que nuestros profesores académicos. Con tu ayuda aprendí a
entender en su permanente actualidad a las grandes figuras del pensamiento
occidental, con lo que pude empezar a pensar con ellas» [24].
Ratzinger hizo suya una de las frases preferidas del cardenal inglés John
Henry Newman: teólogo no es quien dispone de conocimientos para
aprobar un examen, sino aquel que realiza en sí la teología, aquel en quien
la revelación y el dogma devienen una forma de vida existencial-efectiva.
16
El juego de los abalorios
Las lecturas del estudiante novel son reveladoras. Permiten hacerse una
idea de su naturaleza y su carácter, no solo de sus sentimientos, sino
también de sus intereses. Con llamativa frecuencia se cuentan entre sus
autores literarios y teológicos favoritos conversos, algo que no cambiará
con el tiempo. Así, por ejemplo, Gertrud von Le Fort, hija de un oficial
protestante del Ejército prusiano, narró su conversión al cristianismo en una
novela en dos volúmenes El velo de la Verónica. Este libro es un ajuste de
cuentas con el mundo intelectual liberal, tanto en la forma del optimismo
protestante-prusiano del progreso como en la de la fe en el ser humano
como dueño de su destino.
Por su parte, Ernst Wiechert, otro de los autores leídos por Ratzinger,
estuvo dos meses preso en el campo de concentración de Buchenwald tras
defender públicamente al pastor protestante Martin Niemöller. Al igual que
otros muchos campos, Buchenwald fue creado inicialmente para acoger a
personas contrarias a los nazis por motivaciones políticas y religiosas. Que
la resistencia contra el régimen no disminuyó se echa de ver en los 42
atentados que, solo en los años de la dictadura nacionalsocialista, se
planearon o realizaron contra Hitler. Wiechert estaba en el punto de mira de
los nazis desde que el 6 de julio de 1933, en un discurso a los jóvenes
alemanes pronunciado en el aula magna de la Universidad de Múnich, había
afirmado: «En efecto, es posible que un pueblo deje de distinguir entre la
justicia y la injusticia y que toda lucha sea “justa”; pero entonces ese pueblo
se halla sobre un plano deslizante cuya pendiente aumenta bruscamente, y
la ley de su decadencia está ya escrita».
Sin embargo, como Magister Ludi, Knecht tiene que reconocer también
que en un mundo transformado la existencia de Castalia se sostiene sobre
pies de barro. Se había consolidado un statu quo en el que ya nada nuevo se
descubría o creaba, sino que tan solo se «jugaba» con lo existente. Para
poder sobrevivir, al aislamiento debía seguir la apertura. Pero las cosas no
iban a quedarse ahí. «El papel que ahora le había correspondido a Knecht»
determina su vida. La «tarea que se le planteó fue defender a Castalia frente
a sus críticos y exacerbar la confrontación». En «su papel de apologeta» se
vio «obligado a apropiarse y cobrar conciencia de manera cada vez más
clara e íntima –mediante el estudio, la meditación y la autodisciplina– de
aquello que debía defender. [...] Sostenido por el elevado grado de
confianza y responsabilidad que con ello se había depositado en él, logró
realizar la tarea; y que la llevara a término sin daños visibles es una prueba
de la fuerza y excelencia de su naturaleza».
Pero Hesse también sabe que su héroe solitario «tuvo que sufrir mucho
en silencio».
«La fuerza no reside en las ramas», tal era el lema de Hesse, «sino en las
raíces. Solo quien está profundamente enraizado sobrevivirá a las tormentas
y hará frente a los temporales». Por lo que respecta a Ratzinger, sus raíces
están en su familia, así como en la tradición de su patria bávara y en su fe.
Pero, con el comienzo de sus estudios, algo cambió. Si de niño había
percibido el culto católico como una honda experiencia emocional, ahora
estaba en cierto modo en diálogo con los grandes de la historia de la Iglesia.
El magnum mysterium era un acontecimiento que no solamente se
percibía sensorial y anímicamente, sino que podía ser examinado con el
entendimiento, a fin de ahondar todavía más en él. Correctamente
entendido, esto no comportaba un deslizamiento hacia una religiosidad
profesoral, sino el ascenso a un «espacio de escucha», como posteriormente
escribirá Ratzinger. Aquí, el mysterium Christi no era analizado y
desmenuzado, sino iluminado en mayor medida aún, para, trascendiendo lo
meramente superficial, acceder a la esencia del mensaje de forma más
íntima –desde una visión interior– y, así, acercarse cada vez más a ella.
Al igual que una planta joven que de repente comienza a crecer sin parar,
así cobró conciencia el joven Josef Knecht de su talla, se afirma en El juego
de los abalorios. Descubrió nuevas armonías con el mundo, fue capaz de
realizar tareas que aún quedaban lejos de su edad y, al mismo tiempo,
anheló –con la entrega que le era característica– escuchar al viento o la
lluvia, «sin comprender nada, intuyendo todo, empujado por la empatía, por
la curiosidad, por el deseo de inteligir, pasando del propio yo a otro yo, al
mundo, al misterio y al sacramento, al juego de los fenómenos, tan bello
como doloroso».
De este modo, brotando y creciendo desde dentro, «la vocación de Josef
Knecht se consumó en pureza perfecta»: «Pudo quitarse el traje que se le
había quedado insoportablemente viejo y estrecho; ya había preparado uno
nuevo para él».
17
San Agustín
De entre los libros de Hesse, otro de los «favoritos» del joven Ratzinger
es El lobo estepario, una novela de crítica civilizatoria. La obra se publicó
en 1927 y cincuenta años más tarde se convertiría en un libro de culto para
la generación de Woodstock. Los apóstoles de la moral lo desterraban de las
bibliotecas. Decían que propagaba el abuso de las drogas y las perversiones
sexuales. Pero entre los beatniks de California resonaba de todas las formas
posibles «Born to Be Wild», la intemporal canción de un grupo de rock que
se llamaba sencillamente igual que (en alemán) el manual del escritor de
Calw: Steppenwolf.
Agustín quiere descubrir cuáles son las fuerzas e ideas motrices en las
que se realiza el plan de Dios. Su corazón inquieto, afirma el papa
Benedicto, «se convierte en expresión del deseo de conocimiento, de la
búsqueda de la verdad, del anhelo de consumación y de paz perfecta. En
ello experimenta una y otra vez que debe inclinarse ante una guía
insondable y que está envuelto por Dios».
La obra de Agustín abarca todo el pensamiento de la Antigüedad.
«Parecía imposible», escribió su biógrafo Posidio, «que un hombre fuera
capaz de escribir tanto en el curso de una sola vida». Sus escritos, entre
ellos los quince libros de De Trinitate, que compuso para luchar contra
ciertas herejías, y los veintidós libros de De civitate Dei (La ciudad de
Dios) –por nombrar lo más destacado de un conjunto de unas cien obras,
aparte de más de mil textos circunstanciales–, han influido en todos los
siglos posteriores. Eso es válido tanto para la relación entre política, Estado
e Iglesia como para la teoría agustiniana de la paz, según la cual la paz, no
la guerra, es la ley de la naturaleza divinamente establecida. Una guerra
solo es «justa» cuando sirve a la defensa de los derechos legítimos y no
causa una miseria mayor que la que combate. Para formular la verdad
última que encontró, le bastó una única frase: «Nos hiciste, Señor, para ti»,
escribe al comienzo de las Confesiones, «y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti».
La virtud del amor, afirma Adam, no debe separarse del amor sensual:
«El érõs no es meramente el poder demoníaco que aniquila y destruye y
además apresa toda vida en sus cadenas». El amor entre varón y mujer, que
el Creador ha colocado en el corazón humano como uno de los más
pujantes instintos de conservación de la especie, constituye también una
abundantísima fuente de fuerza de la cultura humana. «El amor es el fuego
llameante», afirma Adam, «que inflama en el corazón juvenil la fuerza para
perseguir todos los ideales, la fuente de energía que en Dios salta todos los
muros»: una inspiración que justo 75 años después encontrará clara
plasmación en Deus caritas est, la primera encíclica de Benedicto XVI.
Faulhaber entra ahora en la catedral con la capa magna, que arrastra una
cola de cinco metros. El órgano brama y el coro masculino entona el motete
Ecce sacerdos magnus. Rupert Berger encabeza la fila de los ordenandos,
colocados por orden alfabético. Georg y Joseph procesionan uno detrás del
otro. El «pueblo» se ha puesto en pie; un murmullo recorre la multitud.
Luego llega el instante en que el cardenal, con voz potente y toda
solemnidad, reclama el Adsum. Y 44 gargantas le responden con un Adsum
cerrado y estremecedor: «Heme aquí». Grave y seria suena la pregunta que
el obispo formula al diácono: Scis illos dignos esse?, «¿Sabes si son
dignos?». Cuando el diácono responde afirmativamente, el obispo se vuelve
hacia el pueblo y pregunta a los fieles si están de acuerdo en que estos
jóvenes sean ordenados sacerdotes en la Iglesia. Y solo una vez que ha
quedado claro que nadie tiene nada que objetar, puede comenzar la acción
sagrada.
«Cuando la mano del obispo reposa sobre la cabeza de uno, esta mano,
que en realidad no pertenece ya a un ser humano», señala Ratzinger, es
«símbolo e instrumento de la mano paternal de Dios, que se extiende hacia
una persona, del dedo de Dios, el Espíritu canto, quien ahí es enviado a una
persona» [11]. En uno de sus libros recordará más tarde Ratzinger un
pequeño rito que durante su ordenación le «llegó hasta lo más profundo del
alma» [12]. Ese rito consiste en atarle al ordenando las dos manos después
de habérselas ungido, para que con las manos así atadas tome el cáliz: «Las
manos –y, con ellas, el ser de uno– parecían en cierto modo anudadas al
cáliz». A Joseph le vino entonces a la cabeza, según refiere él mismo, la
pregunta que Jesús planteó a los hermanos Santiago y Juan: «¿Podéis beber
del cáliz del que yo he de beber?». Pero también creyó oír la voz del Señor,
que le decía: «Me perteneces; no eres sin más propiedad tuya; te quiero
junto a mí, estás a mi servicio». Al mismo tiempo era consciente «de que
está imposición de manos es gracia; de que no solo instituye un deber, sino
que es ante todo un don; de que él está conmigo y su amor me protege y
guía» [13].
Después del milenario rito a través del cual se transmite la potestad de
perdonar los pecados, el cardenal, con voz débil y, sin embargo, firme,
pronunció las palabras de Jesús: Iam non dico vos servos sed amicos, «Ya
no os llamo siervos, sino amigos», que hicieron que a muchos de los
presentes se les humedecieran los ojos. Joseph se sintió conmovido en su
hondón: «Sabía que no se trata solo de una cita de Juan 15, sino de una
frase actual que el Señor me está diciendo justo ahora. Me acepta como
amigo, y esta amistad me envuelve. Me regala su confianza, y en esta
amistad puedo actuar y hacer a otros amigos de Cristo».
Justo sesenta años más tarde, con ocasión de las bodas de diamante de su
ordenación sacerdotal, Ratzinger, hablando como papa Benedicto XVI en la
plaza de San Pedro de Roma, recordó una vez más este memorable
momento:
«Yo sabía y sentía que en ese momento, él mismo, el Señor, me dice a mí [esas
palabras] de manera totalmente personal. [...] Me llama amigo. Me acoge en el
círculo de aquellos a los que se había dirigido en el cenáculo. En el grupo de los que
él conoce de modo particular y que, así, llegan a conocerlo de manera particular. Me
otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que solo él, el Hijo de Dios,
puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere que yo –
por mandato suyo– pronuncie con su “yo” unas palabras que no son únicamente
palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser. [...]
La amistad que él me ofrece solo puede significar que también yo trate siempre de
conocerlo mejor; que yo, en la Escritura, en los sacramentos, en el encuentro de la
oración, en la comunión de los santos, en las personas que se acercan a mí y que él
me envía, me esfuerce siempre en conocerlo cada vez más» [14].
En la primera misa de Joseph unas cuantas horas antes, los fieles habían
seguido atentamente su proceder cuando, al consagrar, había repetido las
palabras de Jesús: «Este es mi cuerpo. [...] Este es el cáliz de mi sangre,
sangre de la alianza nueva y eterna –misterio de la fe– que será derramada
por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados». Con esta
fórmula, vigente antes de la reforma litúrgica, se expresa la entrega sin
reservas de Jesús por sus seguidores. Pero tales palabras deben actuar
también, en cierto modo, en el sacerdote, como indeclinable exigencia de
dejarse fundir él mismo en este «cuerpo para vosotros», de «con-sagrarse».
Joseph había alzado la hostia hacia el cielo, extendiendo los brazos cuanto
pudo; y luego hizo otro tanto con el cáliz. Y nunca, en las bastante más de
25.000 misas que ha celebrado desde entonces, ha actuado de forma distinta
de como lo hizo en esta primera ocasión. «En un periodo de casi medio
siglo», asegura uno de sus discípulos, el catedrático de Teología Hansjürgen
Verweyen, ha sido testigo en cada misa celebrada junto a su maestro de esta
doble con-sagración [2]. También Hubert Luthe, que fue obispo de Essen, lo
confirma: «Durante el Concilio participábamos conjuntamente en la misa;
ahí se nota cómo la vive cada cual». Luthe está seguro de que, «en su gran
recogimiento, casi infantil, no hay nada de hipocresía, nada de fingimiento.
Ahí es él mismo. Y eso solo se puede hacer cuando uno vive desde la
Sagrada Escritura, desde la oración» [3]. Y el propio Ratzinger explica: «El
hecho de que el Señor mismo esté ahí y de que esta hostia no sea ya pan,
sino cuerpo de Cristo», es algo «tan extraordinario y fascinante que siempre
le afecta a uno, le penetra hondamente» [4].
La celebración de la doble primera misa concluyó con un banquete para
unos cien invitados –y salpicado de discursos sobre las luces y sombras de
la vida sacerdotal– en el restaurante Sailer-Keller de Traunstein. Mientras se
servía el asado de ternera mechada, el cielo se encapotó y un estruendoso
trueno anunció cántaros de cálida lluvia veraniega. Los festejos
prosiguieron durante casi cuatro semanas más. En el despacho parroquial,
los fieles hacían cola para apuntarse a una lista de casas a visitar por los
neopresbíteros. Estuvieron días de aquí para allá, y «en cada casa nos
sacaban algo de comer y nos daban un poco de dinero», relata Georg [5].
Joseph añade que estas visitas le permitieron «experimentar de primera
mano cuánto esperan de un sacerdote las personas, cuán importante es para
ellas recibir la bendición» [6]. Anna Mayer, a la sazón una niña pequeña del
vecindario, jura por lo más querido que, nada más marcharse de su casa los
dos hermanos, su abuela dijo totalmente convencida: ¡Ya veréis cómo
Joseph llega a papa!» [7].
El ser conmovido por el encargo de Cristo de llevarlo a los hombres
condensa en el fondo la teología ratzingeriana del sacerdocio. Al presbítero
se le pide que sea «un pastor enviado por el Señor a los hombres y, a la vez,
una persona caracterizada por la entrega y el silencio, una persona que se
distancia de las actividades de este mundo, volcándose en la oración hacia
el Dios vivo»: así desarrolló años más tarde esta idea. El acto más íntimo de
amistad con los nombres consiste, en su opinión, en «presentar en la
oración ante el Dios vivo todas sus preocupaciones, dolores, sufrimientos,
esperanzas y alegrías. El sacerdote debe, por decirlo así, recoger lo que de
incumplido se oculta en las actividades diarias y lo que en los
acontecimientos de este mundo oprime y amenaza a las personas,
transportando todo ello hacia lo alto». Si pensara que primero es necesario
resolver otros problemas muy distintos, equivocaría el camino: «Pues Dios,
aunque no lo veamos –más aún, sobre todo cuando no lo vemos–, es lo
verdaderamente necesario, lo más necesario para el hombre y el mundo.
Allí donde Dios desaparece, allí desaparece también el ser humano» [8].
«La rodilla flexionada y las manos vacías extendidas son los dos gestos por
excelencia del hombre libre».
«Confiemos en la vida, porque no tenemos que vivirla solos, sino que Dios la vive
con nosotros» [19].
Fueron estos comienzos los que más tarde dieron a Ratzinger fama de
haber sido al principio, a diferencia de su actitud posterior, un teólogo
marcadamente progresista. Esto no es cierto en el sentido que suele
asociarse con el término. Sea como fuere, en el Domberg pronto empezó a
hablarse de Joseph como de un «católico de izquierdas». «Los estudiantes
lo consideraban una “voz de progreso”», aclara Berger, «porque, en
comparación con lo que habían oído hasta entonces, lo que él hacía era
punto menos que una revelación» [16]. A ello se añadía una intrepidez a la
hora de abordar preguntas que «hasta entonces nadie se había atrevido a
mostrar» en igual medida. En temas como, por ejemplo, el ecumenismo,
que se consideraban sembrados de minas. «En estos asuntos, Ratzinger se
adentró realmente en terrenos ignotos», afirma la médica y psicoterapeuta
Brigitte Pfnür, una antigua alumna; «fue un pionero» [17]. A su marido,
Vinzenz Pfnür, le entusiasmó tanto la forma en que su profesor trataba la
luterana Confessio Augustana que dedicó a esta cuestión toda su vida. El
«discípulo primigenio», como Ratzinger llama a Pfnür, oriundo de
Berchtesgaden, ha escrito como precursor del ecumenismo artículos
pioneros que encontraron máximo reconocimiento en el mundo protestante.
Joseph estaba feliz. Carecía de todo talento para amueblar y decorar una
casa; el padre se había ofrecido además a asumir una parte de los gastos del
hogar. Algunos de los seminaristas intentaron de inmediato, ¡cómo no!,
enredar al antiguo gendarme para que intercediera por ellos ante su hijo,
especialmente cuando se acercaba algún examen. «No, eso no estoy
dispuesto a hacerlo», respondió Ratzinger sénior; «tan solo le diré: “Bepperl
[diminutivo bávaro de Joseph], sé justo”».
Sea como fuere, desde el punto de vista científico Joseph había trabajado
con rigor. Söhngen estaba entusiasmado. Con frecuencia citaba en clase, sin
esperar a la publicación, el trabajo de su discípulo. El camino hacia la
habilitación parecía despejado. Ahora entró en juego, sin embargo, el
segundo censor o evaluador de la tesis: el Prof. Michael Schmaus. Schmaus
tenía un nombre. Schmaus era un macho alfa, tan vanidoso como
susceptible. Y Schmaus, para empezar, se tomó su tiempo.
Este hijo de campesinos oriundo de la Suabia bávara, cinco años más
joven que Söhngen, acumulaba numerosas distinciones: prelado de la Casa
Pontificia, director de la colección Beiträge zur Geschichte der Philosophie
und Theologie des Mittelalters [Contribuciones a la historia de la filosofía y
la teología medievales], autor de una Dogmática católica en ocho
volúmenes, miembro de la Academia Teológica Pontificia (a la que solo
pertenecían 39 eruditos) y reclamaba para sí en Múnich la autoridad en
medievalística, es decir, en el estudio de la Edad Media, Buenaventura
incluido. Sin embargo, su currículo tenía un llamativo baldón.
Pasaban las semanas, incluso los meses. En 1955 Georg hizo su examen
en el Conservatorio Superior de Música y cursó con éxito la Meisterklasse,
un periodo final de perfeccionamiento con un artista de renombre. Su
modelo era el compositor Karl Höller, cuya forma de «enseñar el
contrapunto y las leyes arquitectónicas de la composición fascinó a mi
hermano», señala Joseph. Sin embargo, empezó a realizar composiciones
que, como afirma en tono algo reprobatorio el futuro papa, «sonaban más
bien extrañas a nuestros oídos formados con Mozart y el romanticismo» [9].
En Frisinga proseguía la actividad diaria. Ratzinger se había hecho
acreedor de admiración y había demostrado un carisma al que muchos de
sus estudiantes y antiguos condiscípulos difícilmente podían resistirse. Con
frecuencia examinaba en su despacho, donde su madre servía té y galletas a
los nerviosos estudiantes. En los exámenes era extraordinariamente justo,
refieren quienes lo experimentaron personalmente. Por ejemplo, solo
preguntaba lo que cada alumno, según su aptitud, realmente podía saberse
bien. Los compañeros del claustro lo felicitaban ya por su habilitación, y de
su tesis no se oían más que grandes elogios por doquier. De la Universidad
Johannes Gutenberg de Maguncia llegó una primera oferta para asumir una
cátedra vacante, y también la Universidad de Bonn mostró enorme interés
en el habilitando.
«No, eso no; pero creo que para un joven es peligroso conseguir una meta tras
otra con facilidad y recibir elogios por doquier. Entonces es bueno que tropiece con
sus límites. Que le traten críticamente alguna vez. Que tenga que pasar por una fase
negativa. Que se conozca en sus propios límites. Que no vaya de triunfo en triunfo
sin más, sino que también sufra derrotas. Eso lo necesita toda persona para aprender
a valorarse correctamente, tener aguante y, no menos importante, pensar con otros.
Y justo eso la ayudará a no juzgar precipitadamente y desde arriba, sino a aceptar de
manera positiva al otro incluso en su tribulación, en sus debilidades» [15].
Bonn, por fin. Espacios abiertos, aire fresco. Aire para respirar. La ciudad
a orillas del Rin le pareció a Ratzinger una revelación. Por su «animada
vida académica», por los «estímulos procedentes de todas partes», por la
cercanía a Bélgica y Holanda y, cómo no, por ser una de las «puertas hacia
Francia». Alrededor de la ciudad se sucedían, como en una suerte de
cinturón, los conventos de dominicos, franciscanos, redentoristas y
misioneros del Verbo Divino, que pensaba utilizar como lugares de retiro; y
el claustro al que se acababa de incorporar le parecía «formado por
brillantes profesores». Por las tardes observaba los barcos que navegaban
por el Rin. Le inundaba una sensación de apertura y amplitud», afirma
retrospectivamente. ¿No era esa gran corriente, cuyas olas iban a sostenerlo
ahora también a él, una adecuada metáfora de todos sus sueños de futuro?
Investigar, enseñar, escribir. Entregarse a «la aventura del pensamiento, del
conocimiento», y hacer «lo que uno en su hondón en realidad deseaba» [1].
Son años movidos. Desde el espacio exterior emitió un agudo sonido el
primer satélite soviético, cuyas señales preludiaron la era de los viajes
espaciales... y causaron la «conmoción Sputnik», como pronto empezó a
denominarse el miedo a la superioridad tecnológica del mundo socialista.
Con la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) –cuya carta
fundacional, firmada por representantes de Francia, Alemania, Italia,
Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo, entró en vigor el 1 de enero de 1958–,
Europa dio un gran paso hacia la unidad. En Cuba, Fidel Castro anunció el
triunfo de la revolución la tarde del 1 de enero de 1959. En Varsovia tuvo
lugar, más bien discretamente, un acontecimiento que, no obstante, arrojó
asimismo luz hacia el futuro.
1 959 no es uno de esos famosos «años cruciales», pero los signos de los
tiempos anuncian ya el cambio de mentalidad que terminará
transformando a las sociedades del hemisferio occidental más de lo que
había sido capaz de hacerlo la guerra. Hace tiempo que no se trata ya de
sobrevivir de cualquier modo. El pedazo de pan, que en los años de hambre
se consideraba quintaesencia de la felicidad, todavía sacia, pero no satisface
las ganas de vivir.
El proceso de transformación de la supraestructura social es ya
imparable. Todo se está acelerando. Se puede ir más deprisa de A a B, se
puede hacer la colada más deprisa, se puede cocinar más deprisa... gracias a
los cómodos productos precocinados. Hasta los libros se suceden unos a
otros con mayor rapidez. La mencionada colección rororo de la editorial
Rowohlt refleja este hecho: Rowohlts Rotations Romane, «Novelas en
Rotación Rowohlt». Si antes se guardaba hasta el último clavo oxidado para
reutilizarlo, ahora el consumo se convierte en expresión del way of life, del
estilo de vida. Dejar que las cosas maduren o sigan su propio ritmo se
considera estancamiento y letargo. Aún no se cuestiona la capacidad
integradora de los partidos y de las Iglesias, ni el valor de la familia como
cimiento de la sociedad, pero una nueva cohorte de edad traza ya líneas
separadoras.
Expresión precisa del nuevo espíritu de la época es la revista Twen,
fundada en 1959, una publicación de índole novedosa: tono descarado,
aspecto sensual. Las páginas de la revista son ópticamente tan llamativas
como las picaras jóvenes que adornan la portada. La juventud es el tema; la
cultura juvenil, el resultado. El toque intelectual lo aportan autores como
Bert Brecht, Albert Camus, Hans-Magnus Enzensberger, Max Frisch,
Somerset Maugham, Arthur Miller y Jerome D. Salinger. «La ruptura entre
el mundo de la experiencia de los nacidos antes y después de la guerra» y la
rebelión contra las autoridades de la generación precedente y su
aburguesamiento, percibido como rancio, se plasmaron –según el sociólogo
Norbert Elias– en una crispación latente que poco a poco envenenó el trato
entre adultos y jóvenes. La tensión intergeneracional estalló ya mucho antes
de 1968 en una guerra de formas de vida a pequeña escala. El estilo de vida
asociado a vaqueros, biquinis y melenas se convirtió para una parte cada
vez mayor de la juventud en un posicionamiento, y la pregunta por una
existencia lograda no se centraba ya en la supervivencia, sino en la
vivencia... a cualquier preció.
Joseph Ratzinger pertenece a esa clase de personas a las que les gusta
dejar que las cosas les advengan. Tomar él mismo las riendas de su vida no
le va tanto. De modo especial se le quedó grabada en la década de 1950,
recuerda, una frase de una carta de san Ignacio de Antioquía: «Antes callar
y ser que hablar y no ser. Enseñar es bueno cuando uno hace lo que dice».
Ratzinger recuerda la ciudad a orillas del Rin como un regalo, con
«amistades que fueron importantes para mi trayectoria posterior».
Pero también se manifestó la paradoja que caracteriza toda su carrera:
reserva y conciencia de misión a la vez. No planificó su carrera ni buscó
congraciarse con nadie. Al contrario, sus relaciones y su independencia, de
la que hacía gala, debían resultarle realmente perjudiciales para su carrera,
puesto que para él no representaba ninguna contradicción ser conservador y
reformista al mismo tiempo.
Sin embargo, el encuentro más importante para Ratzinger estaba aún por
venir. Es la colaboración con un hombre que se convertirá en el promotor
determinante del joven talento. En honor a la verdad habría que añadir que
no está claro quién promocionó más a quién, si el mayor al joven o el joven
al mayor. Pues sin el treintañero recién llegado de Baviera el anciano habría
sido incapaz de afrontar las tareas y esfuerzos que lo aguardaban. Pro
hominibus constitutus, «Nombrado para servir a los hombres»; así rezaba su
divisa. Se trata del cardenal Josef Richard Frings, segundo de los ocho hijos
de un fabricante de tejidos, quien –como una de las voces destacadas del
inminente concilio– desarrollaría, con ayuda de su «teológicamente
adolescente» asesor, alas de águila.
A finales de julio de 1959, acabados ya los exámenes del semestre,
Joseph y Maria van en tren camino de Traunstein. En la ciudad donde
creció, Ratzinger quiere reunirse con amigos de la escuela, hacer
senderismo, ir a conciertos al cercano Salzburgo y escribir textos para
conferencias y libros. Para ayudar a Georg Elst, el Cohete Schorsch, el
párroco de Traunstein, se involucra en la actividad pastoral y celebra
eucaristías en la prisión municipal. Reside, como antiguamente, en una
sencilla habitación en el seminario Sankt Michael. Todo parece ir rodado.
Pero al igual que le ocurrió al terminar la tesis de habilitación, tras sus altos
vuelos en Bonn iba a experimentar una de esas amarguras que hacen la vida
tan cruel. No un batacazo como en Frisinga, pero sí un doloroso revés, una
amarga pérdida.
Hacía ya días que Joseph padre no se encontraba bien. En la mañana del
23 de agosto, un caluroso día de verano, fue a misa a la iglesia principal de
la ciudad. A las once asistió a la eucaristía que su benjamín celebraba en el
seminario, en lo alto de la ciudad. Después de comer dio un largo paseo
junto con su mujer. Más tarde contaría esta que, ya en el camino de regreso
a casa, su marido quiso entrar de nuevo en la iglesia y oró con especial
intensidad. Georg. Maria y Joseph habían ido a Tittmoning, a visitar la
ciudad donde habían pasado la infancia. «Una excursión maravillosa;
estábamos muy contentos», sintetiza Georg. Por la tarde, el padre colapsa.
Es un ictus. Transcurren dos días entre el miedo y la esperanza. «Él siempre
había querido llegar a los 86 años y nueve meses», cuenta Georg «cuando
rebasó los 80, aumentó la cifra y decía que quería cumplir por lo menos
90». El 25 de agosto de 1959, hacia las siete de la tarde el patriarca de la
familia, a los 82 años, cerró dulcemente los ojos para siempre, rodeado de
sus seres más queridos. «Todos oramos en silencio, cada cual en su
interior», dice Georg. «Nos sentíamos afortunados», añade Joseph, «de
haber podido estar alrededor de su cama y mostrarle una vez más nuestro
amor, que él aceptó con gratitud, aunque no podía hablar ya» [18].
«De hecho», comentó el semanario alemán Der Spiegel diez días antes
de la apertura del Concilio, «la Iglesia católica ha alcanzado en la
actualidad –después de casi dos mil años de historia– una unidad y
uniformidad en su doctrina y su estructura como nunca antes y constituye
hoy el modelo ejemplar e inalcanzable de una comunidad intelectual: posee
“una única verdad”, y esta se halla custodiada por un único guardián». En
este sentido supera, prosigue el artículo, «incluso al único de sus rivales
actuales que está a su altura en lo que respecta a influencia en las masas: el
comunismo mundial» [4].
Puesto que el catolicismo «ha sido combatido con frecuencia, tanto por
aquellos que deberían haber cuidado de esta fe como por viles negadores»,
la trigésimo novena sesión del Concilio de Constanza impuso el 9 de
octubre de 1417 a los papas futuros la obligación de realizar el juramento:
«Mientras viva, mantendré decididamente y profesaré la fe católica conforme a la
tradición de los apóstoles, los concilios ecuménicos y los demás santos padres.
Conservaré inalterada esta fe hasta la última coma y la confirmaré, defenderé y
predicaré incluso con la entrega de mi alma y mi sangre. Asimismo, seguiré y
observaré íntegramente el rito tradicional de los sacramentos de la Iglesia» [2].
En el Concilio Vaticano I, que se celebró desde el 8 de diciembre de
1869 hasta el 20 de octubre de 1870, los padres conciliares aprobaron tres
constituciones dogmáticas. Como decretos con rango de constitución, estos
documentos pretendían estipular los contenidos de la fe católica auténtica y
ofrecer una definición de la Iglesia de Cristo que incluyera el dogma de la
infalibilidad del papa en materia de fe y costumbres. Los participantes
alemanes no querían aprobar ni rechazar este dogma y prefirieron
abandonar el Concilio en silencio. Ya no hubo lugar para la revalorización
de la responsabilidad de los obispos, que debía asegurar que la plenitud de
poderes del papa no degenerara en un centralismo asfixiante. Francia
declaró la guerra a Alemania, y tropas piamontesas ocuparon la Ciudad
Eterna; el Concilio se dio por finalizado.
Con todo, para muchos seguía estando poco claro qué pretendía
exactamente el papa con el Concilio. Juan XXIII era, según Karl Rahner,
«una persona extraordinariamente simpática, honesta y capaz de verse a sí
misma con humor»; al mismo tiempo mostraba, dice el jesuita alemán, una
«animosa candidez que, salvo por unas cuantas ideas muy generales, no
sabía cómo debía transcurrir el Concilio» [8]. Durante largos años, Roncalli
no había desempeñado más que cargos de segunda fila: visitador apostólico
en Bulgaria o delegado apostólico en Grecia y Turquía. Habría preferido ser
Historiador de la Iglesia o párroco rural. Firmando diligentemente visados
de tránsito hacia Palestina, había salvado a miles de judíos eslovacos.
Llevaba con serenidad el hecho de que la curia no lo tomara en serio. «Diré
siempre la verdad, pero con benevolencia, y sobre todo callaré las
injusticias u ofensas que, en mi opinión, he padecido», anotó en su diario
[9].
El primer cargo relevante se le encomendó en diciembre de 1944 como
nuncio en Francia, antes de que en 1953 Pío XII lo nombrara patriarca de
Venecia. A la muerte del ascético aristócrata Eugenio Pacelli, se daba por
seguro que el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, al que se
encuadraba en el ala progresista, accedería a la sede de Pedro. Sin embargo,
fueron necesarias doce vocaciones para que el hijo de campesinos Angelo
Giuseppe Roncalli, a sus 76 años, saliera triunfador del cónclave de 1958,
como el más anciano sucesor de Pedro en dos siglos. El número de
cardenales presentes ascendió a 51, entre ellos 18 italianos, de los cuales 11
pertenecían a la curia.
Roncalli era difícil de encuadrar. Como sacerdote, diplomático papal y
obispo (su divisa: «Obediencia y paz»), no tenía por qué ser considerado
necesariamente un innovador. La persona del nuevo papa no invitaba a
tener grandes expectativas ni a esperar sorpresas. De ahí que a muchos de
quienes lo habían votado les pareciera «un regente a la espera de un papa
futuro de mayor calibre», como dijo el cardenal Frings. El propio Juan
XXIII declaró justo después del cónclave que se había decidido por el
nombre papal más común para «compensar la irrelevancia de Nuestro
propio nombre de pila con la serie más numerosa de papas romanos».
Además, agregó sonriendo, esos veintidós papas de nombre Juan habían
tenido, sin excepción, un pontificado breve.
Lo que estaba claro es que el tema principal del Concilio sería la Iglesia
misma, para –sin perjuicio alguno de su identidad material– anunciar la fe
de un modo nuevo a una nueva época, para aggiornarla, para actualizarla,
como lo formulaba el papa. La Iglesia no debía renunciar a su poder
magisterial en lo relativo al dogma, sino más bien clarificarlo. En octubre
de 1962 señaló el semanario alemán Der Spiegel: «La unidad y uniformidad
interior de la Iglesia católica de Roma es, según esto, el motivo principal, la
exigencia principal, el hecho principal del concilio venidero» [10]. El
resumen se corresponde con el discurso papal de apertura del 11 de octubre
de 1962, con el que Juan XXIII aclaró que el Concilio tenía la tarea de
«transmitir pura e íntegra la doctrina», o sea, «sin atenuaciones ni
deformaciones». Lo fundamental era «profundizar en la doctrina
irrevocable e inmutable». Profundizar en la doctrina significa «formularla
de tal forma que se corresponda con las exigencias de nuestra época».
«El tema me atrajo y acepté», cuenta Frings. Sin embargo, poco después
le entró pánico. «Vi que yo solo no estaba en condiciones de tratar la
cuestión a fondo» [7]. Pero de pronto su problema parecía resuelto. «Este
joven modesto que le imponía y en el que confiaba», cuenta el secretario de
Frings, Hubert Luthe, «podía abordar todas las cuestiones que a él le
quedaban grandes. Y [Frings] sabía que podía fiarse de él» [8].
El apretón de manos que selló el pacto tuvo lugar en un concierto de la
Bach-Verein en el distrito colonés de Gürzenich al que ambos melómanos
habían sido invitados, justo tras haber escuchado el oratorio El Mesías de
Georg Friedrich Händel. El cardenal aprovechó el intermedio del concierto
para hablar con el teólogo: «Sr. Prof., me he comprometido a dar una
conferencia en Génova. ¿Podría escribírmela Ud.?». Frings acentuó que le
dejaría total libertad para redactarla; a cambio le exigió la más absoluta
confidencialidad. Ratzinger se puso manos a la obra, y al cabo de tan solo
unos días el comitente tenía en las manos el texto. Le pareció tan bueno que
«únicamente en un lugar hice un ligero retoque» [9].
Cuando finalmente se presentó ante el público en el Teatro Duse de
Génova el 20 de noviembre de 1961, el ya casi ciego cardenal se limitó a
pronunciar unas palabras introductorias. Luego, un sacerdote de su diócesis,
el prelado Bruno Wüstenberg, de la Secretaría de Estado del Vaticano,
quien había traducido la conferencia al italiano, la leyó. Cuarenta y cinco
minutos de escucha absorta y embelesada al terminar, atronador aplauso.
Todo un éxito. Fue como si se hubiere encontrado por fin un nombre para
un problema difícil de definir, un plano para la casa qua hay que construir.
La conferencia causó «notable impresión», anota Frings en su diario, no sin
orgullo. Hasta el cardenal genovés Siri, al que se consideraba
archiconservador, parecía encantado. Otro purpurado alemán, el cardenal
Döpfner, al que Frings había enseñado el texto, habló incluso de un
«documento histórico».
La conferencia de Génova se publicó ese mismo año en la revista Geist
und Leben, con una extensión de doce páginas. Firmada por el cardenal
Josef Frings, quien, sin embargo, no tardó en revelar el nombre del
verdadero autor. La conferencia de Génova es, de hecho, la más importante
y perdurable de las escritas por Ratzinger. A la sazón tenía 34 años; era un
joven e insignificante profesor, sin gran nombre. Pero fue capaz de
introducirse, por decirlo así, en el cuerpo astral de un anciano y sumamente
prestigioso cardenal, conocido e influyente en el mundo entero, para dirigir
un discurso al mundo de la Iglesia. En este texto, la mirada del historiador
se conjuga con la visión teológica, la penetración filosófica y la brillantez de
un lenguaje tan sobrio como emocional. Pero que la conferencia, como hoja
de ruta para el concilio, había adquirido relevancia desde el punto de vista
de la historia de la Iglesia se hizo patente en un epílogo vivido por Frings.
El 23 de febrero de 1962, tras una reunión de la comisión preparatoria
central del Concilio, le notificaron, para sorpresa suya, que el papa Juan
XIII quería verlo. La inseguridad se adueñó del cardenal colonés. ¿Habría
ido demasiado lejos en Génova? ¿Se sentiría el santo padre molesto por su
intervención? «No sabía por qué motivo me había hecho llamar», escribe
Frings en sus memorias. «Bromeando le dije a mi secretario Luthe:
“Póngame la muceta roja; quizá sea la última vez”» [10].
Juan XXIII: «Más bien es necesario que en nuestros días la entera enseñanza
doctrinal cristiana sea sometida de nuevo a examen en todos sus puntos [...]».
Una de las razones principales del ateísmo moderno radica, a juicio del
teólogo, en la irreflexiva concentración del ser humano en sus propias
fuerzas. Lo que antaño era la divinización de la naturaleza se manifiesta
entretanto como una «autodivinización de la humanidad». La fe en la
ciencia no es capaz, sin embargo, de ofrecer respuesta a la «precariedad de
la lucha ética», porque no se toma en serio al hombre como ser moral, como
ser dotado de libertad y conciencia. Por eso, la tarea del Concilio debe
consistir, según Ratzinger, en formular la fe cristiana –en diálogo con la
Modernidad profana– como una alternativa auténtica que puede vivirse y es
digna de ser vivida. En ello, la Iglesia, como pueblo formado por personas
de todas las naciones, no puede por menos de hacer justicia a la diversidad
de la vida humana. «En la era de un catolicismo verdaderamente global y
devenido verdaderamente católico será ineludible asumir en creciente
medida que no todas las leyes pueden valer del mismo modo para todos los
países; que sobre todo la liturgia, así como es espejo de la unidad, así debe
ser también expresión adecuada de la respectiva singularidad espiritual».
Al caput III: el cambio propuesto para la página 33, línea 9, pretende asegurar la
debida observancia de los límites entre la forma de conocimiento y el lenguaje de la
filosofía, por un lado, y los de la teología, por otro. El modo prefilosófico de hablar
de un inicio temporal del mundo pasa por alto el hecho de que antes del tiempo no
existía tiempo. Afirmando la temporalidad del mundo se expresa de manera
adecuada y exacta su no eternidad.
Otro punto: este concilio quiere –tal es la intención del santo padre– aguijonear
suavemente a los hermanos separados para que busquen la unidad; y quiere
asimismo dar a los hombres que en las actuales condiciones de vida, tan distintas, se
han alejado, para dolor nuestro, de la fe de sus antepasados un nuevo testimonio de
Jesucristo y de su santa Iglesia. De ahí que se deban tener siempre en mente los
sentimientos y pensamientos de los hermanos separados. Aunque la verdad deba ser
anunciada “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4, 2), esta verdad acaece, no obstante,
en el amor (cf. Ef 4, 15); más aún, según las palabras del Apóstol, “nosotros los
fuertes tenemos que cargar con las flaquezas de los débiles y no buscar nuestra
satisfacción” (Rom 15, 1).
Y así fue. Con valoraciones por completo diferentes, sin embargo. Pues
mientras que unos vieron este centro de operaciones más tarde como áncora
y fuente de salvación, otros lo consideraron origen de una conspiración. El
estadounidense Ralph Wiltgen, observador conciliar y sacerdote de la
Congregación de los Misioneros del Verbo Divino, oriundo de Chicago,
plasmó la influencia que emanaba del cuartel general de los obispos
alemanes en la famosa fórmula: «El Rin desemboca en el Tíber». Una
expresión que sugiere una infiltración, una toma del poder tal como se
recordaba de las bárbaras tribus germánicas que derribaron el Imperio
romane. El propio Ratzinger niega retrospectivamente el potencial
revolucionario del «campamento» instalado en el Anima. Sería «por
completo erróneo imaginarse las cosas como si el bloque progresista
hubiera acudido a Roma como un partido cohesionado y con un plan ya
trazado, sorprendiendo así a todo el episcopado mundial». Detrás de los
nuevos enfoques había meramente «ideas elementales», se defendió en
1976 el teólogo bávaro, «sin ningún contenido revolucionario» [25].
Para Joseph, todo es nuevo. Escolares que no llevan los libros en una
cartera colgada a la espalda, sino que los balacean en la mano cual fardo
atado con una cuerda. Barberos que ponen la navaja en el cuello a sus
clientes con la cara enjabonada. Y sobre todo «esta alegría y el hecho de
que una buena parte de la vida transcurra en la calle y todo sea un tanto
ruidoso». En la misa matutina en el Anima hace de acólito, junto con Luthe.
Antes de cada eucaristía puede admirar en la sacristía, colgados en la pared,
retratos de los siete sumos pontífices de la Iglesia que la historiografía
oficial considera papas alemanes –«alemanes» en el sentido de haber nacido
dentro de las fronteras de lo que entonces era el Sacro Imperio Romano de
la Nación Alemana, cuyos territorios se extendían desde Sicilia hasta el
Polo Norte–, Y casi todos ellos se salieron un poco de lo esperado.
La nómina la inaugura Gregorio V, quien hacia finales del primer milenio
fue designado papa en Rávena por Otón III, apenas cumplidos los 24 años.
Luego vino Clemente II, que no fue elegido papa por un colegio, sino por el
emperador Enrique III. Al parecer, los electores se habían negado a votar
por él. Supuestamente, Clemente terminó envenenado por sus adversarios,
que no querían tolerar a un papa venido del septentrión. El pontificado de
Dámaso II fue uno de los más breves de la historia. Veintitrés días después
de subir al trono papal murió de malaria... o quizá igualmente envenenado.
San León IX luchó contra la simonía (la compraventa de ministerios
eclesiales) y la investidura de laicos (para esos mismos oficios). Durante su
pontificado tuvo lugar la separación definitiva entre Roma y Constantinopla
en el año 1054, el primer gran cisma de la historia.
Por su parte, Adriano VI, catedrático de la Universidad de Lovaina,
obispo de Tortosa y más tarde gran inquisidor, era hijo de un carpintero de
barcos de Utrecht. No solo fue el último alemán que ocupó la sede de
Pedro, sino también el último papa no italiano hasta la elección del polaco
Karol Wojtyla en 1978. «¡Sois todos unos bribones!», gritó, tras llegar a
Roma, al Colegio Cardenalicio, que lo había elegido estando él ausente. La
inauguración de su ministerio tampoco sentó bien a los romanos que
colgaron carteles con estas palabras: «Oh tú, traidor a la sangre de Cristo,
colegio ladrón, que has entregado el bello Vaticano a la ira alemana».
El precio que se pagó por ello fue, sin embargo, elevado. A posterior
cobró Ratzinger clara conciencia de los daños colaterales causados por la
rebelión de los cardenales, a saber, «una decisiva ambigüedad del Concilio
a ojos de la opinión pública mundial, de efectos imprevisibles». A su juicio,
tal ambigüedad proporcionó impulso a aquellas fuerzas que consideraban a
la Iglesia una realidad política y sabían bien cómo instrumentalizar los
medios de comunicación social. «Lo que Frings y Liénart veían tan solo
como consecuencia intrínseca de la convocatoria del Concilio y expresión
concreta de la catolicidad», resumió poco tiempo después en su informe
sobre el primer periodo de sesiones del Concilio, «interesó a la opinión
pública bajo un aspecto muy diferente, a saber, la impresión de rebeldía
frente a la “curia”, de oposición a ella; y aquí podían enganchar tanto el
sentimiento antirromano como el deseo archihumano de dar coces contra el
aguijón de la “autoridad”» [11].
Ratzinger vio aún otro aspecto: «Esta apertura a los países vecinos
muestra que aquí en modo alguno hubo una conjura. Frings quería que
precisamente la Conferencia Episcopal Italiana también supiese lo que
hacía la alemana; y a la inversa, tenía interés en que los obispos alemanes
forjaran vínculos con otros ámbitos lingüísticos» [12]. Hubert Jedin
confirma en sus memorias: «Para no alimentar sospechas de conspiración,
Frings ofreció al cardenal Ottaviani incorporar [en la lista] a sus candidatos,
algo que fue rechazado por los cardenales italianos, incluidos Montini y
Siri». Así pues, según Ratzinger, no se trató «precisamente de un bloque, de
una “Alianza Renana”, sino de una amplia representación de todas las
partes de la Iglesia en los órganos conciliares».
Fue una sensación. Según el reglamento, tras la votación del día anterior,
el esquema debía considerarse aprobado. Pero cuando el arzobispo Felici
empezó a hablar a través del micrófono, en el aula conciliar se hizo el
silencio. El papa tenía la impresión, leyó Felici un comunicado del
secretario de Estado, de que el debate sobre el esquema amenazaba con
tornarse largo y laborioso, por lo que consideraba más sensato retirar De
fontibus revelationis para que fuera revisado por una comisión ad hoc. La
nueva comisión tendría dos presidentes: Ottaviani y Bea, y se completaría
con seis cardenales más, entre ellos Frings y Liénart. Al principio, nadie
daba crédito. «El papa hizo valer su autoridad en beneficio del Concilio»,
observó Ratzinger [25]. Con ello no solo se arrumbaba un borrador que
Ratzinger había criticado por estar «determinado por la mentalidad
antimodernista» y tener un tono «gélido, es más, realmente
escandalizador», sino que se abría por principio la posibilidad de rechazar
cualquier esquema presentado por las comisiones romanas. «Ahora me
sorprendo del tono tan descarado en el que hablaba en aquellos días», me
confesó Ratzinger en una de nuestras entrevistas, «pero lo cierto es que,
gracias a que uno de los textos presentados fue descartado, aconteció un
giro de verdad y fue posible comenzar el debate desde cero».
Y “ecuménico” no tiene por qué ser sinónimo de callar sobre las verdades para no
disgustar a los otros. Lo que es verdadero debe decirse abiertamente, sin ocultar
nada; la verdad plena es parte del amor pleno. “Ecuménico” debería significar más
bien que uno deja de ver a los otros como adversarios frente a los que es preciso
defenderse, [...] que intenta reconocerlos como hermanos con los que hablar y de los
que puede también aprender» [32].
Podían verse las cosas así. Otros las veían de forma distinta. «El Concilio
ha desvelado que se perfila una forma difusa de gobernar la Iglesia,
representada por el grupo de lengua alemana y sus parientes o vecinos»,
afirmó el cardenal Siri, de Génova, el 1 de enero de 1963 en una carta a
monseñor Alberto Castelli, el secretario de la Conferencia Episcopal
Italiana. Siri estaba furioso por algunas tendencias que, en su opinión, se
estaban avivando: «1) Antipatía, cuando no auténtico odio contra la
teología. 2) Propuesta de una nueva teología. 3) Propuesta de un nuevo
método para la teología. 4) Predominio de la ejecución retórica y literaria.
5) Predilección extática por nuevas palabras y nuevos paradigmas». De
súbito todo debe subordinarse a la «pastoral», a la «finalidad ecuménica» y
a las «expectativas del mundo», sintetiza sarcásticamente. Es su intento de
«eliminar la tradición, la Ecclesia, etc.», apoyado por quienes quieren
adaptarlo todo a los protestantes, los ortodoxos, etc.». Ergo: «La tradición
divina es destruida» [2].
El joven Küng era tenido en la casa por colegial modélico, pero también
por sociable compañero. En el teatro estudiantil hizo de Robespierre, el
controvertido héroe de la Revolución francesa. «Había una escena en
prisión», rememora su condiscípulo Gerhard Gruber, más tarde vicario
general en Múnich. «Küng estaba detrás de una reja a la luz de la luna y
entonces recuerda a todos cuantos ha matado. Al terminar, me dijo: “Señor
Gruber, ahora lo sé. Hacer teatro se me da bien”. Quien quiera entender a
Küng», asegura Gruber, «debe ser consciente de que él representa su papel»
[11].
A quienes dudaban de las instituciones eclesiales Küng, siendo
seminarista, les reprochaba «temeridad racionalista». Pío XII era para él
faro y modelo ideal de papa. En su diario espiritual escribió: «Señor, haz
que sea siempre fiel al papa, en todo». Con motivo de la proclamación del
dogma de la asunción corporal de María al cielo realizó en 1950 voto de
entrega sin reservas «a María y, a través de María, a Jesús». El 10 de
octubre de 1954 recibió la ordenación sacerdotal en la iglesia del
Germanicum. Su primera misa la celebró un día más tarde en la cripta de
San Pedro ante la tumba del príncipe de los apóstoles, totalmente «en
lealtad al ministerio petrino» [12].
Al igual que Joseph Ratzinger, un año mayor que él, también Hans Küng
quiso ser sacerdote desde pequeño. Las afinidades resultan asombrosas.
Ambos practicaban una piedad más bien discreta. Ambos eran originarios
de comarcas alpinas y amaban sus lagos y montañas. Ambos crecieron en
familias convencidamente cristianas y tuvieron una estrecha relación con
sus hermanos. Ambos recibieron una formación humanística y sentían amor
por Mozart y debilidad por Francia. Ambos poseían una inteligencia ágil y
talento para la comunicación. Su común admiración por estudiosos como
De Lubac, Congar, Hans Urs von Balthasar y el teólogo evangélico-
reformado [es decir, calvinista] suizo Karl Barth era algo natural tratándose
de gente joven y despierta como ellos. Y los dos se veían a sí mismos como
suficientemente progresistas para imprimir con chispa un tono nuevo a su
misión, superar lo recibido y revelar a una época nueva lo «liberadoramente
jesuánico» (Küng) o «toda la profundidad de la figura de Cristo»
(Ratzinger).
Küng tiene olfato certero para los desarrollos que están en el ambiente y
que pueden electrizar a las personas. Según Freddy Derwahl, biógrafo de
Küng, en su libro sobre el Concilio el teólogo suizo escribió frases «que nos
tocaban la fibra sensible a los jóvenes. No solo porque sonaban sinceras,
sino porque acababan resueltamente con el pretencioso baño de azúcar de la
autopresentación eclesial que aún era habitual en los ambientes católicos a
principios de la década de 1960» [15]. La Iglesia católica necesitaba, según
el suizo, un clima de libertad», sobre todo para sus teólogos. La gente
sencilla, por el contrario, no desempeñaba papel alguno en la teología de
este hijo de familia burguesa. En el futuro, «las élites católicas decisivas
serán más importantes», profetizó Küng, «que las masas católicas, a
menudo apáticas» [16]. Muy distinta era la actitud de su compañero
Ratzinger, quien quería decididamente defender la fe del hombre sencillo
frente a «la fría religión de los catedráticos».
En Roma, el cardenal Ottaviani le pidió a Küng que «no diera una rueda
de prensa en directo en la plaza de San Pedro justo después de cada
debate». Pero de la estrategia del teólogo suizo formaba parte, afirma su
biógrafo Freddy Derwahl, «la instrumentalización de los medios, que aún
domina a la perfección». Ironía del destino: Ratzinger contribuyó de manera
determinante a formular los enunciados conciliares y, por consiguiente, a
moldear el rostro moderno de la Iglesia. Durante cincuenta años tuvo que
luchar luego por defender y llevar a la práctica el «verdadero Concilio» y se
vio condenado a escuchar durante décadas el reproche de que había
traicionado al Concilio. Küng no participó en la redacción de los textos
aprobados ni tenía intención alguna de reconocer los documentos
conciliares, por ejemplo, en lo relativo al celibato o al papado. En vez de
ello operó con un indeterminado «espíritu del Concilio»... y fue tenido en
adelante por el custodio del sello del progreso.
Tuvo que ver una vez más con la tesis doctoral de Dörmann, el discípulo
de Ratzinger, que había sido rechazada por razones formales. «Quieren
hacerle a Ud. la vida imposible para que se vaya», le cuchicheó Jedin, su
compañero de Concilio. Ratzinger se hartó. El 17 de diciembre notificó por
carta al decano Keßler de la Facultad de Münster que no rechazaría una
nueva propuesta de Münster, siempre que se cumplieran ciertas
condiciones.
Todos están entusiasmados con él, en especial sor Mechtild, del convento
de las hermanas de la Santa Cruz de Aquisgrán, que no se pierde curso
alguno de Ratzinger. Ningún otro profesor tiene tantos oyentes como él.
Unos 350 alumnos se matriculan en los curaos de Ratzinger, pero a las
clases acuden de hecho 600 personas como mínimo, pese a la inconveniente
hora de comienzo: las ocho de la mañana. «Entraba en el aula como un
modesto coadjutor, se dirigía hacia la parte delantera y, sin más preámbulos,
empezaba la clase», relata Franz-Josef Dömer, a la sazón estudiante de
Teología. De golpe se hacía un silencio sepulcral, y todo el mundo se
quedaba absorto, pendiente de sus labios. Y cuando uno creía que ya lo
había dicho todo, entonces él empezaba a exponer su propia teología y nos
decía cosas que nunca habíamos oído ni leído» [1]. «Teníamos claro que no
nos hablaba solo un sabio y erudito catedrático», corrobora sor Emanuela,
«sino un hombre de gran profundidad espiritual».
Los textos taquigrafiados en el aula eran tan codiciados que Vinzenz
Pfnür y Román Angulanza, ayudantes de Ratzinger, montaron una pequeña
imprenta en el sótano de la facultad, para tirar unas 800 copias de los
apuntes de cada uno de los cursos, que luego enviaban a lugares de toda
Alemania. Los ingresos obtenidos con ello se le entregaban a algún
estudiante necesitado. El organizador Vinzenz Pfnür llevaba además
regularmente a casa personas sin hogar. «Su cuenta estaba siempre a cero,
porque lo repartía todo», cuenta su compañero Angulanza; «eso
impresionaba mucho a Ratzinger» [2].
Una relación especial une a Ratzinger en Münster con Josef Pieper, uno
de los grandes filósofos alemanes del siglo XX, cuya obra El amor –en
especial el capítulo: «Lo común de la caritas y el amor erótico»– influye en
él perdurablemente. Los libros de Pieper sobre las virtudes cardinales,
confiesa Ratzinger, «fueron una de mis primeras lecturas filosóficas cuando
en 1946 comencé la carrera. Suscitaron en mí el deseo del pensamiento
filosófico y el gozo en la búsqueda racional de respuestas a las grandes
preguntas de nuestra vida» [16].
En la distancia que el pensamiento moderno adoptó frente el realismo de
las posibilidades espirituales de conocimiento veía Pieper la causa del
surgimiento de las ideologías y la obstaculización de una vida más humana,
puesto que solo quien conoce correctamente puede actuar correctamente. A
sus conferencias sobre la imagen cristiana del hombre, sobre la muerte y la
inmortalidad, sobre la fe, esperanza y caridad, acudían en masa jóvenes y
mayores, estudiantes y ciudadanos de a pie, creyentes y dubitativos. Tanto
Pieper como Ratzinger pertenecían al «Círculo de Trabajo Ecuménico» y a
la «Comunidad de Investigación de Renania del Norte-Westfalia». Sobre
todo, Ratzinger se incorporó a un círculo interdisciplinario que Pieper
llamaba su «club». Se reunían todos los sábados por la tarde, a las tres, en la
casa del filósofo en Malmedyweg, 10, para, después del obligatorio paseo,
discutir en torno a la chimenea sobre lo humano y lo divino.
Una sola vez intervino Juan XXIII en el Concilio. Pero con esa
intervención, al decidir que se reelaborara el esquema sobre la revelación
que Ratzinger había criticado tan vehementemente, posibilitó el cambio.
«Estaba convencido de que su pontificado duraría solo unos cuantos años»,
escribe el vaticanista Reinhard Raffalt; de ahí que tuviera tanto mayor deseo
de «poner a la Iglesia en un movimiento tan vertiginoso que resultara
imposible retornar a la impronta casi bizantina de la época de Pío XII» [2].
El carácter rústico de Roncalli confirió rasgos humanos a la imagen hasta
entonces casi supraterrenal del summus pontifex. A juicio de muchos, il
papa buono era un pastor bondadoso, pero también algo ingenuo,
inconsciente de la trascendencia de sus decisiones. El sacerdote y escritor
austríaco Franz Michel Willam demuestra, por el contrario, que el camino
de Juan XXIII hacia el Concilio comenzó ya en septiembre de 1954 cuando,
como patriarca de Venecia, inauguró el primer Corso di aggiornamento, un
concilio provincial para la renovación intelectual de su diócesis. Roncalli
empezó también pronto a hablar de «unificación de las Iglesias separadas»,
así como de una modernización de la «causa católica», conforme a su lema:
«Antiquísima en la doctrina, absolutamente moderna en la formulación
lingüística». El término aggiornamento no fue el único tópos que surgió
para referirse a la renovación eclesial; circuló asimismo la expresión
«nuevo Pentecostés». «Él sabe perfectamente lo que quiere», confirmó Don
Giuseppe de Luca, interlocutor durante muchos años de Roncalli; «no lo
dice ni encarga a nadie que lo diga. Sonríe, bromea, pero lleva su secreto
dentro» [3]. También en esto se sentía Ratzinger semejante a su papa.
Un árbol debe ser juzgado por sus frutos, dijo luego, por ejemplo,
Ignacio Pedro XVI Batanian, el patriarca armenio de Cilicia, con sede en
Beirut, rompiendo una lanza a favor de la con frecuencia denostada curia,
«y debemos reconocer que la Iglesia, no obstante las catástrofes que asolan
el mundo, vive una era gloriosa, si consideran Uds. la vida cristiana del
clero y de los fieles, la propagación de la fe y la saludable influencia
universal que hoy ejerce la Iglesia en el mundo» [3].
El nuevo hogar, una austera casa adosada que hace esquina, se encuentra
en la Friedrich Dannemann Straße, 22, ubicada en una zona tranquila de las
afueras con vistas a la Capilla de Wurmlingen. El catedrático disfruta de la
«magia de la pequeña ciudad suaba», con sus alemánicas casas de paredes
entramadas, las soñolientas plazas del casco histórico y las silenciosas
vegas a orillas del río Neckar. La hermana Maria se encarga de llevar la
casa. Y también hay un gato negro en el vecindario, llamado Panther, que
quiere acompañar cada mañana al sacerdote en su celebración de la misa
allí cerca. Peter Kuhn, su ayudante, lo lleva por la ciudad con un oxidado
Citroën 2CV. Esther Betz viene de vez en cuando de visita, y el «tío
Ratzinger», como lo llaman los sobrinos de Betz, se apresura para recoger a
su amiga en la estación, llevarle la bolsa de viaje y deambular juntos por la
ciudad.
Al principio, Ratzinger recurre al tren para combinar la asignatura
troncal de Teología Dogmática en su nuevo destino con clases y exámenes
pendientes en Münster. En Tubinga visita, acompañado de un estudiante
libanés, a Ernst Bloch y se divierte al ver al celebrado filósofo de izquierdas
manejar con poca destreza una pipa de agua, a pesar de que este había
afirmado que usaba su shisha con regularidad. La devolución de la visita
nunca llega a concretarse. Que cenara todos los jueves con Küng es pura
fantasía. Lo que sí es cierto es que los dos se entendían bien.
«En principio, coincido con el compañero Ratzinger», es lo que escuchan
los estudiantes en el aula de Küng. El compañero se expresa en términos
similares: «En eso estoy de acuerdo con Küng». Sin embargo, cuando los
dos teólogos dogmáticos aparcan delante de la universidad se observa una
marcada diferencia: el extrovertido suizo conduce un rápido Alfa Romeo
blanco, se viste de forma elegante y con mucho gusto; en cambio, el bávaro,
de apariencia discreta, dobla por la esquina montado en su vieja bicicleta y
con su chapela vasca en la cabeza. Esa entrada parecía «simbolizar dos
mundos teológicos», refiere Freddy Derwahl, biógrafo de Küng, quien
describe la escena como imagen del contraste entre dos teologías, «una que
avanza a toda velocidad y otra perseverante, una sofisticada y otra
humilde»: «Pero aunque Küng pasara junto a uno volando, Ratzinger iba
sentado a más altura. Uno era rapidísimo, el otro tenía una visión más
completa».
Con 400 oyentes, ambos profesores tenían el mismo número de público.
Ambos editaban la colección Ökumenische Forschungen [Investigaciones
Ecuménicas], en la que apareció La Iglesia de Küng, texto que iniciaría su
posterior conflicto con Roma. La colaboración entre ambos no podía ser
mejor. Quizá también porque ninguno de los dos explicitaba al principio las
«importantes diferencias teológicas existentes entre ellos», observa
Wiedenhofer, ayudante de Ratzinger [7]. Y esto, a pesar de que Ratzinger se
negó en una ocasión a evaluar el trabajo de un doctorando de Küng, Josef
Nolte. Y es que no quería impedir, explica, la tesis doctoral de este, un
trabajo en la línea de la más pura teología de Küng. Posteriormente, Nolte
se distanciaría de Küng. ¿Quién sino su antiguo maestro «puede envolver
sus dogmas de tal manera que la mente apenas lo note»? Así polemizaba en
un artículo en Der Spiegel: «Solo Küng es capaz de hacerlo. Con el truco
del coche deportivo y aires de James Bond nos enseña que los católicos
también pueden prescindir de todos los envoltorios y, aprovechando el
viento general del mundo, ascender al cielo» [8].
Lo que sobre todo pasó –o quizá quiso pasar– por alto el suizo fue que su
colega Ratzinger, un año mayor que él, venía alertando desde tiempo atrás
precisamente de esos desarrollos que Küng tenía en mente como
continuación del Concilio con otros medios. «Les deseo el don del
discernimiento de espíritus» fueron las palabras con las que Ratzinger se
había despedido tras su última clase en Münster, el 25 de mayo de 1966:
«¡Será importante para el futuro de la Iglesia!». No se trataba de una frase
pronunciada inocentemente. A sus compañeros catedráticos de Münster, a
los que volvió a sacar a cenar, les confesó que durante los debates del
Concilio se «había dado cuenta de que la tradición, es decir, el perseverar, el
permanecer, son palabras clave y coordenadas esenciales también en el
Nuevo Testamento» [13].
Una frase, sobre todo, pronunciada por su profesor en junio de 1965 hizo
que los asistentes aguzaran el oído: muchos de los que en las primeras tres
sesiones del Concilio habían «luchado y sufrido codo a codo para lograr la
renovación» ahora se sentían, según Ratzinger, como triturados por muelas
de molino.
Ida Friederike Görres, que percibía los resultados reales del Concilio
como «grandiosos y, en cualquier caso, muy superiores a mis expectativas»,
se mostraba verdaderamente escandalizada con la interpretación y
aplicación que de él se hacía. En febrero de 1965 le escribió a un amigo:
«Ahora a menudo me parece que son justo los elementos específicamente
católicos» –el sacerdocio, la jerarquía, la eucaristía, los sacramentos– los
que muchos «perciben, ya de por sí y desde los principios, como
“excrecencias”». La gran dama del catolicismo alemán no pudo resistir las
ganas de asestar un golpe verbal: «Mucha culpa la tiene Küng, con su
continua perorata acerca de la reforma que finalmente se ha materializado y
que llega con 400 años de retraso». Muchos de los reformistas esperaban
«ser parte del poder en el mundo mediante la adaptación incondicional y la
adoración del Zeitgeist [es decir, de las tendencias intelectuales y culturales
de la época]». «La relativización que la Iglesia hace de casi todo lo que
enseña, representa y encarna» era para Görres «tan total, tan despiadada que
la tierra en la que hundo mis raíces parece resquebrajarse» [18].
Todo se cuestiona: qué conciencia se tiene, en qué lado se sitúa uno, qué
coche se conduce, qué ropa se lleva, los motivos por los que uno todavía se
quiere casar y tener hijos... Publicaciones feministas dan instrucciones a las
mujeres jóvenes para que se masturben delante del espejo con las piernas
separadas. «Quien dos veces se acueste con la misma, ya es parte del
establishment», reza uno de los lemas. El objetivo es, relata el historiador
muniqués Benedikt Sepp, «el cambio radical en todos los ámbitos de la
vida, la rebelión contra las normas, los llamados valores culturales y los
tabúes sexuales» [10]. Los jóvenes agitan entusiasmados la «biblia de Mao»
en el aire y estudian el semanario Peking Rundschau, «motivados por la
seguridad de una teoría de éxito mundial y temida por el establishment»,
que además tenía carácter de «saber secreto legitimador y rector de la
acción». En algunos institutos de secundaria berlineses se impone por las
mañanas el recitado de una sentencia de la «biblia de Mao». Incluso los
árboles de Navidad se adornan con el manual rojo procedente del Imperio
del Centro. En retrospectiva, señala Sepp, parece como si los estudiantes
tanto de secundaria como universitarios hubieron leído la «biblia de Mao»
«con la misma seriedad con la que, en su día, sus padres habían
profundizado en las Sagradas Escrituras» [11].
Que sus ideas de futuro no tenían mucho que ver con el paraíso
anticipado del socialismo real del Lejano Oriente lo sospechaban pocos de
los jóvenes idealistas. Y los que lo sospechaban no querían saberlo con
tanta exactitud. El «Gran Salto Adelante» de Mao, un gigantesco proyecto
de modernización con el que en 1957 China había anunciado que pronto
adelantaría a Occidente, resultó ser un desastre. Se desplomó el número de
cabezas de ganado, gigantescas obras de construcción se convirtieron en
verdaderas bombas de relojería. Así, por ejemplo, en 1975 reventaron dos
grandes presas en Henan y 230.000 personas se ahogaron. De acuerdo con
nuevas estimaciones, unos dos millones y medio de personas, informa el
semanario Die Zeit, fueron víctimas de las purgas y, al menos, 45 millones
murieron durante el «Gran Salto Adelante» a causa del hambre, la pobreza
y la miseria [12].
La leyenda la puso en circulación Hans Küng. «Fuimos los dos que más
problemas tuvieron», cuenta este. «Me defendí con vehemencia y me
guardé mucho de tolerar ciertas cosas. Él estaba verdaderamente
conmocionado. Y creo que ese es un factor esencial rara comprenderlo».
«No hay que olvidar que, en aquel entonces, era necesario defender a brazo
partido el micrófono en el aula. Y eso, claro está, no va con él [...]. A mí no
me cabía la menor duda de que había que aguantar el chaparrón. Y él se
retiró a Ratisbona, porque creía que ahí iba a estar tranquilo». Y si alguien
quiere analizar «cómo se produjo su cambio, su giro, ese fue, por tanto, el
momento» [19].
Entonces, ¿qué hay del supuesto «trauma»? Ya solo por su forma de ser,
Ratzinger no es alguien a quien se le pueda achacar «el rancio olor
milenario bajo las sotanas» [este era uno de los eslóganes sesentayochistas
en Tubinga]. Los bravucones gestos de fuerza de los revolucionarios
difícilmente podían causar un efecto traumático a alguien que había vivido
el terror de la guerra, ya con 25 años se había situado por primera vez frente
a un auditorio, irradiaba autoridad natural y en la pugna por la orientación
del Concilio había demostrado ser un intrépido luchador. Es un hecho que,
al contrario de lo que dice la leyenda, Ratzinger en absoluto se vio afectado
por ataques personales de los estudiantes. Ni fue acallado en Tubinga a base
de abucheos, ni se marchó asustado. ¡Que hable Ratzinger! ¡Que hable
Ratzinger!», fue el cántico en el que estallaron los coros de voces durante
una mesa redonda en la que participaba junto con Küng y el teólogo belga
Edward Schillebeeckx y aún no había tomado la palabra. «Nunca he oído ni
experimentado que a Ratzinger se le haya echado de la cátedra», señala el
entonces estudiante Helmut Moll. Y Schmidt-Sommer, condiscípula de
este, confirma que «Ratzinger siempre tuvo buena relación con los
estudiantes».
En el coloquio para doctorandos de Ratzinger participaba Ben van Onna,
amigo de Dutschke, y nunca hubo problemas entre el estudiante y su
profesor. En 1969, Van Onna publicó el libro Catolicismo crítico; además,
junto con un antiguo ayudante de Ratzinger, Böckenförde, editaba una
revista homónima. También el entonces ayudante de Küng, Gotthold
Hasenhüttl, ratificó que no cabe hablar de un «trauma» de Ratzinger:
«Durante las revueltas estudiantiles, Ratzinger no estaba en la línea de
combate, eso hay que subrayarlo». La relación entre Küng y el bávaro se
habría enfriado por razones teológicas: «Küng se estaba haciendo cada vez
más progresista, Ratzinger más cauteloso y crítico» [26]. Hasenhüttl,
posteriormente suspendido del sacerdocio por el obispo Reinhard Marx,
quedó agradecido a Ratzinger, porque el catedrático, «siendo decano, se
encargó de que consiguiera inmediatamente una plaza de docente, a pesar
de mis comentarios críticos respecto de la Iglesia» [27].
Más aún, «que Ratzinger abandonara Tubinga precipitadamente es pura
invención, la típica trola de Küng», declara igualmente Michael Johannes
Marmann, estudiante de doctorado en 1967 [28]. Josef Wohlmuth, de esa
misma generación y hasta 2003 catedrático de Teología Dogmática en
Bonn, añade: «Ratzinger en modo alguno rehuía el debate con los
estudiantes. Küng, en cambio, se retiró y escribió su libro ¿Infalible?» [29].
El entonces estudiante Martin Trimpe relata: «Otros docentes intentaron
congraciarse con los que estaban protestando, Ratzinger, por el contrario,
siempre respondía con los argumentos lógicos y objetivos tan típicos de él»
[30]. Más que por sí mismo, Ratzinger se preocupaba por sus estudiantes.
«Lo que me inquieta», escribió al filósofo Josef Pieper en vista del
empeoramiento de la situación, «es el hecho de que, dado el ambiente que
aquí reina, no pocos de los novatos de buena voluntad pierden la fe. Como
mi presencia en Tubinga es uno de los motivos por el que muchos vienen
aquí, no puedo por menos de sentirme corresponsable de tales
acontecimientos».
Ratzinger mismo asegura que él personalmente no tuvo «nunca
problemas» con sus estudiantes. «En sí, fue algo muy bueno», afirmó en
una entrevista a la Bayerischer Rundfunk, que viviera los cambios sociales
de 1968 «en un lugar de tanta agitación intelectual como Tubinga». Con un
estudiantado muy heterogéneo, «lo que hacía que, en cierto modo, te
encontraras realmente en el frente de la historia contemporánea y tuvieras
que librar este combate» [31]. «¿Supuso la rebelión de los estudiantes un
trauma para Ud.?», le volví a preguntar al papa emérito en nuestras últimas
conversaciones. La respuesta: «En absoluto».
Dice Ratzinger que, al ser el decano, tuvo que emplearse a fondo y
realmente «vivió en primera persona» la revuelta. En sus memorias señala
al respecto que pudo ver «la destrucción de la teología, que se estaba
produciendo a causa de su politización en el sentido del mesianismo
marxista». A Ratzinger le indignaba, sobre todo, «la hipocresía con la que
algunos –si les resultaba útil– seguían haciéndose pasar por creyentes, a fin
de no poner en peligro los instrumentos para la consecución de sus propios
fines» [32]. Ahora, a los 41 años, había comprendido «que todo esto no se
podía minimizar ni considerar como una disputa académica cualquiera».
Küng, por el contrario, tuvo que reconocer que había sido objetivo de
estudiantes de izquierdas que tomaban por asalto sus seminarios y ocupaban
la cátedra. Las acciones le habrían hecho «enfadar solo temporalmente». Lo
cierto, dice su biógrafo Freddy Derwahl, es «que Küng estaba tan cansado
de los “asaltos” que a finales del semestre de verano de 1968 simplemente
cancelaba las clases o mandaba a sus ayudantes al frente» [33]. El
catedrático de Estudios Judaicos, Peter Kuhn, un testigo de la época en
Tubinga, confirma: «Küng se mantenía distinguidamente en un segundo
plano y esperaba a que amainara la tormenta. Los estudiantes querían
examinarse con él, pero Küng no estaba en Tubinga, sino tomando el sol en
las playas de Florida junto con no se sabe bien qué profesoras» [34].
Al contrario de lo que dice Küng sobre Ratzinger –«estaba
verdaderamente conmocionado y se retiró»– este organizó, en colaboración
con teólogos protestantes, una alianza de acción. El grupo, del que
formaban parte, en calidad de miembros fijos, el profesor de Misionología y
Teología Ecuménica, Peter Beyerhaus, el teólogo protestante Ulrich
Wickert y el padre benedictino Beda Müller, de Neresheim, adoptó el
nombre de «Recogimiento Ecuménico». Se reunían en la sede de una
Iglesia libre estadounidense, los Discípulos de Cristo, sita en la
Wilhelmstraße, 100. Ratzinger se inscribió además en la Asociación por la
Libertad de la Ciencia y en una reunión plenaria exhortó a los estudiantes a
distanciarse de las octavillas blasfemas.
Aunque ello significaba posicionarse en contra de la opinión mayoritaria,
fue el único profesor que se negó a firmar una declaración de solidaridad
con el pedagogo de la religión y sacerdote Hubertus Halbfas. Este había
sostenido que la Iglesia no debía misionar para Cristo, sino actuar tan solo
para conseguir que los hindúes fuesen mejores hindúes y los musulmanes
mejores musulmanes. En libros posteriores afirmó que Jesús «no se
consideraba a sí mismo “Mesías” ni “Hijo de Dios”» [35]. Halbfas dudaba
además de la doctrina de la resurrección y, como miembro fundador de la
Asociación por la Reforma de la Fe abogaba por transformar el cristianismo
propiciando una mezcla con religiones no cristianas. Poco después, el «caso
Halbfas», tan publicitado en los medios de comunicación, se solucionó por
sí mismo. El teólogo contrajo matrimonio y renunció al sacerdocio.
40
La crisis católica
Humanae vitae cayó como una bomba. Especialmente porque los medios
de comunicación se centraron en la prohibición de la anticoncepción
artificial, algo que resultaba difícil de transmitir. Hudson Hoagland, uno de
los inventores de la píldora anticonceptiva, hablaba de una «visión teológica
medieval cuyo mantenimiento constituye un crimen moral contra la
humanidad». La Iglesia luterana sueca manifestó su «tristeza y desilusión».
Un mundo «en el que se viviera y amara de acuerdo con los deseos del
papa», sentenciaba el semanario Der Spiegel acerca «del que hasta ahora es
el error de juicio católico más funesto de este siglo», se convertiría «pronto
en un mundo de terror y muerte». Estaría «tan superpoblado que cada año
moriría más gente de hambre que la que ha perecido en todas las guerras de
la humanidad juntas» [1]. Para calmar los ánimos, la Conferencia Episcopal
Alemana publicó un documento que proponía una solución intermedia: la
llamada Declaración de Königstein. Aun aceptando, en principio, Humanae
vitae, en ella se señalaba que, en relación con la anticoncepción, habría que
respetar «la decisión en conciencia de los fieles». Pues esta era, en
definitiva, una cuestión reservada al individuo. Aunque no dudaba del
contenido central de la encíclica, Ratzinger criticó su fundamentación. La
doctrina formulada en Humanae vitae «no es sencilla», afirmó con ocasión
del cuadragésimo aniversario de la encíclica. Pero debe considerarse desde
la esencia del amor matrimonial para entenderla y, de este modo, reconocer
también su relevancia profética [2]. El escrito «debería haberse matizado
más», y la fundamentación en el derecho natural no debería haber sido tan
estática, estrecha y ahistórica.
Cada vez se oían más voces que advertían de una evolución errónea tras
el Concilio. Sobre todo, Hubert Jedin, el reconocido experto en historia de
la Iglesia y amigo de Ratzinger, estaba en alerta. «Al principio creí que
debía enfrentarme al discurso que hablaba de una “crisis de la Iglesia”»,
apunta Jedin en sus memorias; «dos años después no cabía duda de que esa
crisis había llegado». Habría surgido «al no querer contentarse ya con llevar
a cabo el Concilio y considerarlo el desencadenante de novedades radicales
que, en realidad, iban mucho más allá de los decretos conciliares» [3].
Ratzinger negó haberse referido con ese «Juan con suerte» a su colega
suizo. No obstante, Hans Küng podría haberse reconocido en aquella figura.
Al fin y al cabo, el autor de la Introducción al cristianismo habla de una
«teología moderna» que indudablemente «respalda en parte una tendencia
que en efecto lleva del oro a la piedra de afilar». Según Ratzinger, esta
tendencia, «naturalmente, no puede ser contrarrestada con la mera
insistencia en el metal precioso de las fórmulas fijas del pasado». Por eso, él
mismo estaría dispuesto a «ayudar a llegar a una nueva comprensión de la
fe como facilitadora de la auténtica condición humana en el mundo actual,
de interpretarla sin reacuñarla, pues, de lo contrario, se convertiría en
charlatanería que solo con dificultad disimula un completo vacío espiritual»
[7].
Con su enseñanza cristiana del año de la revolución de 1968, el posterior
papa había presentado, en opinión del crítico cultural Alexander Kissler,
una preocupación no menos combativa que Johann Baptist Metz con su
Teología del mundo, que también vio la luz en 1968. Ratzinger enfatizaba
igualmente que los cristianos no se podían quedar al margen cuando se trata
de pobreza y justicia, pero que la instrumentalización de la Iglesia y de la fe
con fines políticos no se corresponde con el espíritu del Evangelio. Y
mientras que la teología de Metz busca el consenso con el mundo,
Ratzinger quiere, según Kissler, «volver a introducir a los cristianos en el
mundo del cristianismo con más precisión y pasión. Su objetivo no es la
compatibilidad, sino la revitalización interior de la fe» [8].
Que el primer superventas salido de la pluma de Ratzinger alcanzara tras
pocos meses su décima edición es algo que le costaba creer incluso al
propio autor. Sin embargo, el libro no surgió a partir de apuntes de clase de
sus estudiantes, como a menudo se ha dicho. La iniciativa fue del editor de
la editorial Kösel, el Dr. Heinrich Wild, que ya en Bonn había sugerido la
redacción de una «Esencia del cristianismo». En Tubinga, Ratzinger vio que
dicha tarea se había convertido en necesidad. Y fue precisamente Hans
Küng quien se la facilitó: durante el semestre de invierno de 1967, su
colega suizo se había hecho cargo del curso principal de teología
dogmática. Ratzinger aprovechó el tiempo para manuscribir la obra,
dictársela después a una secretaria y corregir posteriormente la versión
escrita a máquina. Y listo estaba un clásico que, a través de una sucesión
interminable de ediciones, ha cautivado a millones de lectores de todas las
confesiones en el mundo entero, influido en generaciones de teólogos y
suscitado innumerables vocaciones sacerdotales y religiosas.
No era un mirar atrás con ira cuando, tras el semestre de verano de 1969,
hizo, junto con su hermana Maria, las maletas. Tampoco hacia el colega
suizo. «Mantuve con Küng una relación muy positiva, y me separé de él en
buena paz», subraya Ratzinger [18]. También lo admitió Küng: «Los tres
años en Tubinga se han desarrollado sin sombras para nuestra colaboración.
Realmente, me he llevado muy bien con él» [19]. En ese momento, nada se
dice aún de un «trauma» o de un «giro». Resulta significativo que esa
leyenda se desarrollara solo en el transcurso de los años siguientes, cuando
resultó necesario tildar a Ratzinger de renegado para así poner fuera de
combate a uno de los adversarios principales de las deformaciones
posconciliares. Tristemente, esta historia nos recuerda la Rebelión en la
granja, el clásico de George Orwell. En la novela se dice que, tras la muerte
de Viejo Mayor, el antiguo líder de los animales que había tratado de llevar
a cabo una nueva apertura y crear nuevas condiciones de vida, entran en
juego dos protagonistas más jóvenes: Napoleón y Bola de Nieve. El
instrumentario que emplea Napoleón incluye eslóganes, una interpretación
diferente del programa, así como la creación de imágenes de enemigos,
sobre todo, de un enemigo principal al que se culpa de todos los males,
incluido del hecho de que no terminan de arrancar las mejoras necesarias.
Poco a poco se falsea la verdad histórica. Al adversario, Bola de Nieve, más
tarde incluso se le atribuye el haber sido realmente un reaccionario desde el
principio, y que solo había ungido durante todo el tiempo. Napoleón
construye un mundo de la desinformación y gobierna con el apoyo de los
perros criados por él. A la menor protesta se ponen a ladrar con fuerza. Y
luego está el rebaño de ovejas que, con sus balidos, ahoga el más mínimo
debate. En el caso de Orwell, las ovejas gritan: «Cuatro patas sí, dos patas
no»; traduciéndolo a nuestro caso, el lema sería: «Küng sí, Ratzinger no».
En el epílogo a su fábula, Orwell escribe, bajo el título «Libertad de
prensa», que existen temas que «ni siquiera aparecen en la prensa, y no
porque haya intervenido el gobierno, sino por un acuerdo general y tácito,
según el cual “no es de recibo” que se mencione ese hecho particular». Se
trataría de un «sistema de opinión del que se presume que todas las
personas que piensen de forma adecuada lo van a aceptar sin más». Quien
entonces «cuestione la ortodoxia prevaleciente se verá silenciado con
sorprendente efectividad» [20].
¿Qué le había tentado tanto de Tubinga?, le pregunté a Benedicto XVI en
una de nuestras conversaciones. Una ciudad de tradición protestante, unos
compañeros de trabajo que no le iban a poner las cosas fáciles, un Hans
Küng, del que a esas alturas ya debía tener claro que no estaba en su misma
onda. Por tanto, no eran necesariamente las condiciones ideales para
realizar un trabajo productivo. «Yo mismo me sorprendo ante mi
ingenuidad», señala el papa emérito, «y eso que mantenía muy buenas
relaciones con muchos catedráticos de la Facultad de Teología Protestante.
Bueno, según mi ingenua forma de valorar la situación, Küng, aunque
tuviera mucha labia y dijera cosas insolentes, en el fondo quería ser un
teólogo católico. Había indicios que lo corroboraban. Que luego, sin
embargo, sus salidas de tono fuesen cada vez a más, no es algo que yo
hubiera podido prever» [21].
41
Un nuevo comienzo
La que se alzaba era una voz tenue y, sin embargo, era una voz que se
creía capaz de evocar un escenario inmenso. Ratzinger comenzó con una
descripción de la situación en el año 375. Le gustaba recurrir a citas
históricas para ilustrar sobre ese trasfondo una circunstancia actual. «¿Con
qué debemos comparar el estado actual de la Iglesia?»: con este
interrogante comenzó su discurso. La pregunta procedía en realidad de
Basilio Magno, una de las figuras más importantes de la Iglesia antigua. El
obispo de Cesárea de Capadocia narra una encarnizada batalla naval. Bajo
un «ruido confuso e indistinguible», que «se adueña del mar por completos
un barco corre peligro de hundirse. A pesar de ello, la tripulación, dominada
por la «invencible enfermedad de ambicionar honores», no cesa en su
«lucha por prevalecer». Pues bien, dice Basilio, la inquietud que agita la
Iglesia es bastante «más violenta que el oleaje de aquel mar». En verdad,
«con ella, todo límite trazado por los padres está en movimiento, toda
piedra de los cimientos, toda seguridad de las enseñanzas se quebranta.
Todo se disuelve; lo que se eleva sobre cimientos podridos se tambalea.
Agolpándonos unos encima de otros, nos derribamos entre nosotros». Y por
si la matanza no fuese ya suficientemente grande, «los adictos a las
novedades» presentían en esta situación «que había llegado el mejor
momento para la rebelión» [3].
«Este texto del siglo IV», prosiguió el antiguo perito conciliar, suena
«sorprendentemente moderno» y, de hecho, parece «verdaderamente una
descripción de la situación en la que, sin saber cómo, ha acabado la Iglesia
tras el Concilio Vaticano II». Es cierto que antes la Iglesia católica a
menudo daba «sensación de rigidez y uniformidad». Pero hoy en día se
están asustando incluso aquellos que «desean más diversidad y
movimiento», por la forma «en la que se han cumplido sus deseos».
Hasta entonces, ningún alto representante de la Iglesia se había atrevido a
pronunciarse con tal dureza. «En primer lugar, no se podrá negar», en
palabras del orador, «que la crisis se relaciona, en cierta medida, con la
experiencia del Concilio, aunque este [...] hoy a menudo apenas se
considere ya seriamente». Ratzinger habla de «conmoción espiritual» y de
una «huida hacia la acción». Menciona la «disputa de los obispos en torno a
dogmas de fe centrales», que habría despertado «una sensación de
inseguridad, previamente desconocida», llegando a la idea «de que, en
realidad, no pueden existir estándares concebibles de forma nítida».
Por muy influyente que Communio llegara a ser –en los años ochenta y
noventa casi todos los obispos y cardenales nombrados por el papa Wojtyla
procedían del entorno de la revista–, su fundación marcaría de forma
evidente el punto de inflexión en el posterior distanciamiento entre los dos
campos teológicos y eclesiales: ambos se etiquetaban «católicos», pero se
resultaban tan extraños el uno al otro como un esquimal y un habitante de
Tierra del Fuego. Mientras que Concilium de Küng se ocupaba de temas
como «Comunicación en la Iglesia» y «Mujeres en una Iglesia de
hombres», Ratzinger hablaba de «Unidad de la Iglesia, unidad de la
humanidad» (1972) o sobre «Lo variable y lo invariable en la Iglesia»
(1978), por mencionar dos de las contribuciones del editor. A la estrategia
del «contra» de Küng –contra el papa, contra la tradición, contra los
dogmas–, Von Balthasar contestaba en Communio con el planteamiento:
«Quien quiera más acción necesita mejorar la contemplación, quien quiera
formar más debe escuchar y rezar con mayor profundidad»: «Solo
reflexionando sobre lo cristiano mismo –purificando, profundizando y
centrando sus ideas– podremos defenderlo de forma creíble» [16].
Mientras que Concilium se arrogaba la representación del bando del
progreso, que terminaría imponiéndose, Communio quedaba caracterizada
por el êthos del sentire cum Ecclesia, del «sentir con la Iglesia», y por una
línea que, por una parte, se mantenía fiel tanto a la tradición como al
ministerio y, por otra, entraba en un diálogo abierto con el mundo. Un
balance autocrítico, con ocasión del vigésimo aniversario de la revista,
demuestra en qué medida Ratzinger trataba de conseguir una amplia
repercusión del nuevo órgano publicitario. «¿Realmente hemos llevado la
palabra de la fe a un mundo hambriento, de tal forma que resulte
comprensible y toque los corazones?», era la pregunta que formuló en una
reunión del consejo de redacción. «¿Hemos mostrado suficiente valor o nos
hemos, quizá, escondido detrás de eruditos discursos teológicos para probar
con demasiado celo que nosotros también vamos con los nuevos tiempos?»
[17].
Otra prueba que demuestra que los caminos emprendidos por los
distintos conceptos de reforma no paraban de separarse la proporcionó el
sínodo de Wurzburgo. El evento multitudinario, en el que participaban 300
delegados, se inició el 3 de enero de 1971 y, con sus 8 sesiones, duró hasta
el 23 de noviembre de 1975. En calidad de «sínodo común de las diócesis
de la República Federal Alemana», la reunión eclesial debía insuflarle vida
práctica al Concilio Vaticano II y abogar por una nueva convivencia entre el
clero y los laicos. La idea para este «concilio nacional» surgió en el
Katholikentag de 1968, celebrado en Essen. Respondía a una reivindicación
de la Juventud Obrera Cristiana (CAJ, por su sigla en alemán), el grupo de
acción Catolicismo Crítico y la Federación de la Juventud Católica
Alemana. Fue asumida por el cardenal Julius Döpfner en calidad de
presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Sin embargo, no quedó
claro cuál era exactamente el objetivo del evento que iba a celebrarse en la
catedral de San Kilian de Wurzburgo, ni qué competencias tenían en
realidad los participantes de acuerdo con el Derecho Canónico.
En cierto modo, Joseph Ratzinger tenía que reinventarse. Una cosa era la
teoría, pero lo de aquí era la práctica. «¿Cuántas veces se rebeló contra
todas esas minucias», rememora Ratzinger a su alter ego, san Agustín, «que
le habían sido impuestas de esta manera y le impedían desarrollar la gran
labor espiritual que reconocía como su vocación más profunda?» [14]. Cuán
grande había sido el salto dado por él se visibilizó especialmente con el
traslado a su nueva vivienda en el Palacio Holstein, sito en la Kardinal
Faulhaber Straße, 7, de Múnich. En su día, había sido la residencia urbana
del príncipe elector Karl Albrecht, pero en 1821 se convirtió en residencia
oficial del titular de la diócesis de Múnich y Frisinga. De acuerdo con su
función representativa, estaba decorada con estatuas del Barroco, con
muebles rococó y estufas históricas. Por suerte, la vivienda del obispo,
situada en la segunda planta del palacio, resultaba ser más bien sencilla: un
salón, un dormitorio, un vestidor, un baño, un despacho y una biblioteca
con un impresionante fresco en el techo. En una estancia esquinera se
encontraba el comedor, suficientemente grande para agasajar a un grupo de
entre 6 y 8 invitados. La azotea ofrecía unas magníficas vistas a la catedral,
y les servía a los obispos para dar unos paseos al aire libre sin ser
molestados por peticionarios o admiradores. Ratzinger dejó la vivienda tal
cual estaba. Lo único nuevo era el oso de peluche de su niñez, que ocupaba
una silla en el dormitorio.
«Bueno, solo puedo decir que König habló fuera del cónclave con varios
cardenales. Lo que ocurrió dentro sigue siendo secreto. No, en aquel momento yo
me mantuve completamente al margen de las actividades públicas. Nosotros, los
cardenales germanohablantes, nos reunimos y comentamos los asuntos. Pero yo no
participé en ningún tipo de política».
«No, en absoluto. Yo, al fin y al cabo, apostaba por él. El cardenal König habló
conmigo al respecto. Y mi trato personal con Wojtyla, aunque breve, me había
convencido de que realmente era el hombre adecuado».
Se trata de una elección histórica, pues ese «Carolus», que ahora aparece
en el balcón, no es otro que Karol Józef Wojtyla, el primer papa polaco de
la historia, el primer papa no italiano en 500 años. Tiene 58 años, es joven,
deportivo, fuerte, carismático: un tipo ganador que da la impresión de ser
capaz de transformar el mundo. Como Wojtyla no se atiene al ceremonial, y
se extiende en exceso en su alocución a los fieles, se escucha un rotundo
«Basta!» del maestro de ceremonias papal, Virgilio Noè (perfectamente
audible para los que prestan atención). Pero el polaco no se deja
interrumpir. Io vengo da un paese lontano, «Vengo de un país lejano», en
un italiano aún ramplón. Y pide que se le corrija si pronuncia alguna que
otra palabra de forma incorrecta. Abajo, en la plaza, se encuentran Bruno
Fink y el secretario de muchos años de Wojtyla, Stanislaw Dziwisz. Están
uno al lado del otro, y todavía están congelados del susto.
P oco a poco, el obispo se fue haciendo con las funciones del cargo. Su
vida cotidiana comenzaba con la santa misa a las 7:30. Por la mañana,
a Ratzinger solo le gustaban las celebraciones muy breves y sencillas, sin
preces. A mediodía, tras la comida, pasaba un breve rato con su hermana. Y
hacia las diez de la noche se apagaba la luz en su vivienda. «Como jefe era
ideal», según el secretario Bruno Fink, «tomaba apuntes de todo, tenía
humor e indicaba cómo había que proceder» [1]. Todo se desarrollaba con
mucha paciencia. Como mucho, cuando se le oía inspirar profundamente se
sabía que el jefe no estaba contento con la situación.
Los ejercicios espirituales en la abadía de Scheyern constituían una parte
fija del programa anual. Allí quería estar a solas. «Allí se disfrutaba de la
amplitud del campo, de los grandes bosques, del silencio y del espíritu
abierto», decía entusiasmado; a ello se sumaba «la sencillez de la abadía y
la constancia del ritmo» [2]. Cuando el obispo visitaba las zonas rurales, la
gente sentía como si su «corazón bávaro» floreciera. Una parte del territorio
central de la diócesis se denomina terra benedictina: tierra cultivada por los
monjes benedictinos y, a la vez, bendita. Ratzinger amaba la profundidad de
las almas y la amplitud de los corazones de sus coterráneos, sus elevados
sentimientos, su arte de vivir, caracterizado por lo que los une, por lo
inclusivo en lugar de la aspereza de lo exclusivo. «Que Dios te acompañe,
tierra de los bávaros» es, hasta el día de hoy, el himno oficial del Estado
federado. Aquí no gusta el exceso de arrojo y afectación. Lo que sí se
aprecia es el inconformismo. «Esta tierra siempre ha estado, pues, volcada
en realidad hacia su interior y ha sido obstinada, pero justo eso la ha hecho
también resistente», declaró Ratzinger en una ocasión; «porque ha estado
abierta, porque ha sabido participar en el gran intercambio de las culturas; y
quizá el imperfecto encaje de Baviera en la historia alemana se deba a que
esta tierra no se ha dejado encorsetar en una cultura meramente nacional,
sino que ha seguido siendo siempre un espacio abierto a un amplio e intenso
intercambio intelectual» [3].
Pero la decisión estaba tomada. «Ahora se tiene que alzar Ud.», exigió
Maier al obispo. Y este lo hizo. «Lo que luego me decepcionó era», me
explicó Ratzinger en una de nuestras entrevistas, «que Maier de repente se
desentendiera del asunto». En efecto, el consejero le explicó a Metz que
Ratzinger prácticamente le había obligado a tomar esa decisión. «Señor
Metz, créame, yo lo habría nombrado a Ud. en cualquier caso»: según
Metz, esas fueron las explicaciones de Maier [14]. En sus detalladas
memorias tituladas Años malos, años buenos, el político, que fue presidente
el Comité Central de los Católicos Alemanes, no menciona ni una sola vez
el asunto [15]. Más tarde, Ratzinger y Metz se reconciliaron. También con
Rahner se arreglaron las cosas. Que Rahner, «hasta su muerte en 1984,
evitara a Ratzinger, su antiguo compañero del Concilio», como se señalaba
en una «biografía crítica» del posterior papa, es, en cualquier caso, una
invención. El secretario Fink relata un encuentro en el palacio arzobispal,
del que sacó «la firme impresión» de que, durante la conversación y la
posterior cena, los dos teólogos «se entendieron en lo más profundo» [16].
El propio Ratzinger confirma: «Seguimos en contacto. Él simplemente dijo:
hay que acabar con la disputa» [17].
Dos meses más tarde, Del Mestri volvió a citar a Ratzinger a una reunión
con el papa. Como siempre, era urgente. En esos momentos, Ratzinger se
encontraba en un encuentro en Friburgo y tomó desde Basilea el siguiente
avión a Roma. «¿No es una afrenta para el papa ponerle condiciones?», le
pregunté en nuestra entrevista. El papa emérito se rio. «Quizá sí; en
cualquier caso, consideré que era mi obligación plantearlo. Porque sentía
una responsabilidad interior de decir algo a la humanidad». Entretanto,
colaboradores de Wojtyla habían descubierto que el cardenal Gabriel-Marie
Garrone, cuando era prefecto de la Congregación para la Educación
Católica, también se había dedicado a ser autor. «Podrá publicar», fueron
las palabras con las que Wojtyla recibió a su invitado con una sonrisa
radiante. Simplemente tenía que abandonar funciones como la de director
de la revista Communio. Jaque mate. «Pues ahora realmente ya no podía
decir que no».
Por el momento, el nombramiento debía permanecer como secreto
absoluto. De hecho, una serie de turbulencias obstaculizaron su puesta en
práctica. En la Polonia de Wojtyla se había agudizado en la primavera de
1981 aún más el conflicto entre el gobierno y el sindicato Solidarnosc,
apoyado por gran parte de la población. Al mismo tiempo, aterrizaron
unidades militares de los Estados del Pacto de Varsovia en la costa del mar
Báltico para llevar a cabo «maniobras militares» a gran escala. A lo largo de
la frontera de Polonia se concentraron 150.000 soldados procedentes de
varios países del Bloque del Este. El secretario de Defensa de Estados
Unidos, Caspar Weinberger, declaró que, en caso de que se produjera una
invasión de tropas soviéticas, no descartaba el empleo de fuerzas militares
por parte estadounidense.
Siempre había sido el más joven: como docente con 25 años, como
profesor con 31, como obispo y cardenal con 50. En la primavera de 1982, a
sus 54 años, era el prefecto más joven que la Congregación más relevante
de la curia romana jamás había tenido. Y, después del papa, era el más
destacado guardián del dogma de la mayor Iglesia del mundo. Juan Pablo II
era consciente de que el nombramiento del agudo obispo de Múnich
representaría la decisión más importante en temas de personal de su papado.
Esta no solo implicaba una decisión en cuanto al rumbo de la Iglesia, sino
que también decidiría el éxito o el fracaso de toda su misión. La hora de la
Iglesia había cambiado. Se trataba de enfrentarse a los retos de la época con
argumentos, con inteligencia, con voluntad de diálogo y a través de un
estilo solidario, pero siempre mostrando también inquebrantable firmeza.
Solo con uno de los mejores teólogos a su lado podía ganar la batalla por
los logros del Concilio y plantar cara a los ataques a la tradición. Había que
levantar una defensa capaz de resistir mediante el poder de los argumentos.
Por otra parte, ¿no había sido precisamente él quien había lanzado los
ataques más duros contra el Santo Oficio a través de los discursos
preparados para el cardenal Frings? Ya el 7 de diciembre de 1965, el último
día del último periodo de sesiones, Pablo VI proclamó la reforma del
Sant’Uffizio, cuyo nombre pasaría a ser «Congregación para la Doctrina de
la Fe». Él había metido entonces al Vaticano en este lío, ahora le tocaría a él
arreglar el desaguisado. El problema era que, al parecer, pocas personas
respondían mejor al cliché de inquisidor que el antiguo catedrático bávaro.
El carácter distanciado que podía interpretarse como frialdad, toda esa
naturaleza intelectualizada resultaba sospechosa. En él se percibía cierta
fragilidad, pero a la vez traslucía un carácter decidido que para algunos no
era sino implacabilidad. Poniéndolo en relación con su nuevo cargo, el lema
que había elegido como obispo también podía interpretarse de forma muy
distinta. ¿Podía actuar precisamente un «guardián de la fe» como
«colaborador de la verdad»? Y encima, el nuevo «policía del papa» era
realmente hijo de un gendarme. Hans Küng estaba convencido de que su
adversario pronto estaría acabado como teólogo al que se toma en serio.
Pocos sabían que Ratzinger, durante años, se había resistido con todas sus
fuerzas a la llamada de Roma. Su negativa difícilmente podía comunicarse
sin que también dañara la autoridad del papa, al igual que el propio cargo.
«¿Nadie le advirtió del peligro de asumir esta tarea tan impopular?», le
pregunté al cardenal durante nuestro primer encuentro en noviembre de
1992. «No necesitaba advertencias. Tenía claro que me estaba metiendo en
un berenjenal», fue su respuesta. Señaló que se «vio en un gran dilema»,
pero, a la postre, no había salida: «Tenía que cargar con la responsabilidad».
Por recomendación del secretario de la Congregación para la Doctrina de
la Fe, Ratzinger había aterrizado en Roma ya el 18 de enero para pasar una
semana allí e inspeccionar de antemano su nueva residencia oficial, situada
en la Piazza Sant’Uffizio. El palacio, ubicado al sur de la basílica de San
Pedro y fuera de la Ciudad del Vaticano, tenía el aspecto de una
fortificación, con ese enorme portal y las contraventanas cerradas, oscuro y
misterioso, un «lugar nada acogedor», en opinión del prefecto. El ambiente
estaba tenso cuando, seguido por las miradas expectantes de sus futuros
colaboradores, fue conducido a su despacho. Era amplio y contaba con un
escritorio noble que ya habían utilizado sus antecesores. De las paredes
colgaban varios cuadros barrocos, los techos eran de estilo renacentista. Las
vistas no eran precisamente grandiosas, pero tampoco carecían de cierto
encanto. Muy cerca se sitúa la grandiosa cúpula de Miguel Ángel de la
basílica de San Pedro, y a lo lejos se divisan las logias de tres plantas del
Palacio Apostólico, en cuya esquina superior derecha vivía el papa con las
religiosas polacas que llevaban la casa. El cuarto de su fiel secretario,
Stanislaw Dziwisz, se encontraba justo encima, en la buhardilla.
abía habido alguna vez un papa más viajero? ¿O que congregara tales
¿H
multitudes? ¿O que anunciara con tanta frescura y poca convencionalidad el
kerigma, el mensaje en el que se basa la fe cristiana: «¡Tú eres el Mesías, el
Hijo del Dios vivo!»?
Juan Pablo II dirigía a su personal de 140 colaboradores como si
marchara continuamente a paso ligero. Y cuando a mediodía comía
polpettone, asado de carne picada, lo hacía a menudo para no tener que
masticar tanto y evitar así un obstáculo a la hora de hablar sobre los puntos
en el orden del día. A muchos les impresionaba su humor, su poesía, su
devoción masculina. Para él, ser cristiano significaba llevar la fe de nuevo
al mundo. Mientras que Pablo VI decía a los obispos: «Ayudadme a ejercer
mi labor», su sucesor les indicaba: «Vengo para ayudaros con vuestra labor
pastoral».
Y, sin embargo, con cada mes que pasaba quedaba más patente que las
personas al mando de la Iglesia católica formaban un equipo compenetrado,
capaz de mantener a flote un barco incluso en medio de una tormenta. Pues,
por más que las diferencias fueran grandes, también lo eran las similitudes.
Ya por la experiencia personal que ambos habían tenido del racismo, del
terror y de los millones de víctimas que habían provocado los experimentos
ateos del siglo XX, ya por la capacidad de reconocer qué corrientes de la
época moderna conllevaban oportunidades y cuáles más bien peligros.
Wojtyla sentía «gratitud hacia el Espíritu Santo por el gran regalo del
Concilio Vaticano II», según afirmó en su testamento, Y al igual que los dos
líderes eclesiales defendían el Concilio, también convenían en su rechazo a
todo lo que, a su modo de ver, suponía dilución y desviación.
El bávaro formula así su lealtad a Wojtyla: «Llegué como cardenal, por
lo que no necesito participar en los juegos por el poder ni reivindicar mi
carrera profesional». Él se veía a sí mismo como moderador de una gran
comunidad de trabajo. Además, «nunca me atrevería a imponerle a la
cristiandad mis propias ideas teológicas a través de las decisiones de la
Congregación» [1]. El filósofo Robert Spaemann afirmó que, en el fondo, el
nombramiento de Ratzinger había sido necesario porque, en vista de la
complejidad de la teología moderna, «una inteligencia media ya no sabe
calibrar el alcance de las posibles conclusiones».
Ratzinger señaló con firmeza que «no puede negarse que los últimos diez
años se han desarrollado de forma muy negativa para la Iglesia católica».
Esta «crisis auténtica, que ha de ser tratada y curada», debía aprovecharse
para «volver a los documentos» del Concilio: estos «nos ofrecen las
herramientas adecuadas para afrontar los problemas de hoy. Estamos
llamados a reconstruir la Iglesia no a pesar de, sino gracias al verdadero
Concilio». Apuntó que no existe una «Iglesia preconciliar o posconciliar,
solo una única Iglesia que se halla en camino hacia Dios». Los cristianos
debían volver a la convicción «de pertenecer a una minoría» que a menudo
contrasta con aquellas formas de pensamiento y comportamiento que el
Nuevo Testamento llama «espíritu del mundo» («y seguramente no en un
sentido positivo»). Hacía falta «redescubrir el coraje de ser inconformista,
la capacidad de oponerse».
En cuanto al Concilio, Ratzinger rechazó cualquier intento de querer
negar el Vaticano II a través de una «restauración». Los ultras en torno al
disidente arzobispo Lefebvre no estarían vivificando la fe, sino
congelándola. «Cuando “restauración” significa una vuelta atrás, entonces
ningún tipo de restauración es posible. La Iglesia avanza hacia la
culminación de la historia». Sin embargo, también existiría un concepto de
«restauración» que podía identificarse con «la búsqueda de un nuevo
equilibrio», «tras todas las exageraciones de una apertura al mundo sin
orden ni concierto». En este sentido, una «restauración», entendida como
«un nuevo equilibrio de las orientaciones y valores dentro del conjunto
católico», sí sería algo «absolutamente deseable».
Con cada mes que pasaba quedaba mayor constancia de la tormenta que
se estaba fraguando en Sudamérica y amenazaba con convertirse en una
disputa por la orientación de la Iglesia capaz de transformarla en todo el
mundo. El subcontinente había caído en manos de déspotas y explotadores.
Las ciudades se estaban deteriorando y la población campesina se hundía en
la miseria. Gobiernos militares imponían su ley mediante la persecución y
el terror. Solo entre 1968 y 1979, al menos 1500 sacerdotes, monjas,
profesores de religión y sindicalistas cristianos habían sido encarcelados,
torturados y asesinados. «¡Haz algo por tu patria, asesina a un sacerdote!»,
decían los carteles de los escuadrones de la muerte de los terratenientes.
Mientras oficiaba una misa el 24 de marzo de 1980, el arzobispo de San
Salvador, Óscar Arnulfo Romero, fue asesinado a tiros junto al altar, porque
en sus misas había osado denunciar violaciones de los derechos humanos y
se había atrevido a leer los nombres de personas asesinadas y
desaparecidas. Roma se enfrentaba a un problema complicado. En Europa
del Este, la Iglesia se situaba al lado de un movimiento de resistencia que
buscaba la liberación del dominio comunista. Pero mientras que la
población en Polonia y otros países quería quitarse de encima el yugo del
marxismo, entre los sacerdotes y obispos sudamericanos empezaban a
proliferar lemas comunistas.
El conflicto contaba con una larga historia previa dentro de la propia
Iglesia. En la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano,
celebrada en Medellín en 1968, los obispos decidieron que había llegado la
«hora de actuar» ante el dramático deteriore de las condiciones de vida de la
población. Tres años más tarde, el dominico peruano Gustavo Gutiérrez
publicó su libro Teología de la liberación, proporcionándole un nombre al
movimiento. Se entendía como «voz de los pobres» para liberarlos de la
explotación y opresión a partir de los impulsos del Evangelio. Muchos
jóvenes teólogos latinoamericanos habían estudiado en Europa. Inspirados
por la rebelión estudiantil y las enseñanzas de profesores como Johann
Baptist Metz, llevaron las ideas de la teología política a sus respectivos
países. A la inversa, algunos teóricos occidentales del marxismo se
entusiasmaron ahora con la idea de materializar en Sudamérica los sueños
sociales revolucionarios que no había logrado realizar la rebelión del 68 en
Europa.
El mismo año de la publicación de la Teología de la liberación de
Gutiérrez, 80 sacerdotes chilenos fundaron la agrupación «Cristianos por el
Socialismo». Exigían «una alianza estratégica de cristianos revolucionarios
y de marxistas hasta lograr conjuntamente el proyecto histórico de la
liberación». Cuando el movimiento socialista Unidad Popular, encabezado
por Salvador Allende, se hizo con el gobierno en Chile, el líder de la
revolución cubana, Fidel Castro, exalumno jesuita, viajó al país y, en un
encuentro, aseguró su solidaridad a los 140 sacerdotes reunidos. Algunas de
personas que habían participado en el encuentro declararon en un
llamamiento posterior que los cristianos en su conjunto estaban obligados a
construir, en unión con los marxistas, el socialismo en Latinoamérica. El
sacerdote Camilo Torres, amigo de Gustavo Gutiérrez, se unió al comunista
Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia y, con un arma en la
mano, anunció que la sublevación revolucionaria no era solo una lucha
cristiana, sino sacerdotal.
En Argentina, Brasil, Chile o Nicaragua surgieron como setas grupos de
base que soñaban con un modelo socialista cristiano y que, en su lucha por
las personas pobres y privadas de derechos, contemplaban el uso de la
violencia. Entre los sacerdotes que se sumaron al nuevo movimiento
también se encontraban los hermanos Clodovis y Leonardo Boff, ambos
miembros de la orden franciscana. Leonardo había estudiado con Karl
Rahner y escrito la tesis en Múnich con el teólogo dogmático, Leo
Scheffczyk, amigo de Ratzinger. «En aquella época, Boff era aún
completamente católico», apuntó Ratzinger en una de nuestras
conversaciones. Y, al parecer, también suficientemente simpático para que
el catedrático se declarara dispuesto a sufragar de su propio bolsillo los
gastos de impresión de la tesis de Leonardo. Boff se convirtió, por primera
vez, en asunto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1975. El
problema radicaba en la retórica cada vez más agresiva de algunos líderes
de la teología de la liberación, así como en la cooperación con grupos
comunistas. Ratzinger, en aquel entonces miembro de la Pontificia
Comisión Teológica Internacional, mostró, sin embargo, comprensión. Los
movimientos de base solo estarían reaccionando frente a las injusticias en
los distintos países. Al mismo tiempo, una declaración de la Comisión
Teológica Internacional advertía de que la religión no podía ni «bautizar el
marxismo» ni aprobar la lucha de clases. En caso contrario, existiría el
peligro de verse involucrada en enfrentamientos violentos [6].
Los teólogos en Roma no fueron los únicos que llegaron a tal conclusión.
El muniqués Eugen Biser, experto en teología fundamental y filósofo de la
religión, así como sucesor de Karl Rahner en la cátedra Romano Guardini,
resaltó que Ratzinger había conseguido «lo que nadie había creído posible,
a saber, el redescubrimiento de la Iglesia». Y lo había logrado
«retrotrayendo de forma consecuente el fenómeno de la Iglesia y del
cristianismo a la figura de Jesús». A diferencia de otros teólogos, «que han
rechazado piedra por piedra el material procedente de la antigua
construcción, porque no encajaba en su nuevo edificio», Ratzinger se había
mantenido «fiel al origen». Sobre todo «mediante la vivificación de las
estructuras de acuerdo con el principio de diálogo reclamado por el
Concilio Vaticano II, que llevó a la práctica», Ratzinger había puesto una
pica en Flandes. Sin duda, el prefecto «en ocasiones ha tenido que hacer
valer su autoridad. Pero en mi opinión se trata más bien de una
característica que responde al perfil del cargo asumido» [31].
En los años del cambio histórico de 1989-1990, los Estados del bloque
del Este comunista cayeron como fichas de dominó. El Telón de Acero
había caído, la Guerra Fría que había dividido al continente pertenecía al
pasado. El comunismo había resultado ser una utopía que, en lugar de una
sociedad de personas libres e iguales, había producido un mortal sistema de
miedo, terror, mentira y arbitrariedad que se llevó por delante a millones de
víctimas. Sin las personas atrevidas que lucharon por la libertad y la
democracia, 1989 no se hubiera convertido en un emblema histórico.
Tampoco sin los políticos en ejercicio que habían reconocido los signos de
los tiempos. Y no sin aquel Juan Pablo II, quien, como Gorbachov,
representaba el cambio histórico también como persona.
Durante el mandato de Pablo VI todavía se practicaba la doctrina de
enfurecer lo menos posible a los dirigentes comunistas para evitar que la
situación de los creyentes empeorara aún más. Wojtyla cambiaría
radicalmente la política exterior de la Santa Sede. Ya sus primeras palabras
como pontífice habían llamado la atención de las personas en el Este de
Europa: «¡No tengáis miedo!», había exclamado. «¡Abrid, más todavía,
abrid de par en par las puertas a Cristo!». Y prosiguió: «Abrid a su potestad
salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los
políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del
desarrollo». En ese momento, los miembros de los politburós todavía
reaccionaron con tranquilidad. Consideraban que las costumbres del cargo
moderarían al sacerdote de Wadowice. Pero la Iglesia de Wojtyla «no sería
una Iglesia del silencio», en opinión del historiador italiano Andrea
Riccardi, «sino una Iglesia de la resistencia religiosa persistente»: «Wojtyla
creía en la fuerza de los pueblos, aunque fuesen humillados y reprimidos. Y
estaba seguro de que el sistema tras el Telón de Acero no duraría para
siempre» [6].
Gerd Stricker, experto en la historia del Este de Europa y de la Iglesia
oriental, opinaba de forma similar: la visita de Wojtyla a su país de origen
«fue la chispa inicial para el surgimiento del sindicato Solidarnosc, que
desestabilizó al régimen comunista en Polonia y a largo plazo provocó su
colapso. Esto, a su vez, desató una reacción en cadena que finalmente
ocasionó el derrumbe del imperio soviético» [7].
Mijaíl Gorbachov también estaba convencido de que «todo aquello que
ha ocurrido en Europa del Este en estos últimos años no hubiera sido
posible sin la presencia de este papa, sin el gran papel que supo desempeñar
también en lo político en el escenario mundial» [8]. Hans-Dietrich
Genscher señaló que Karol Wojtyla había «reconocido la dimensión
espiritual de esta revolución con mucha más claridad que la mayoría de los
que habían participado en el debate sobre la globalización». «El ejercicio de
su ministerio causó efectos que trascendieron ampliamente la Iglesia
católica», escribió el antiguo ministro de Asuntos Exteriores de la REA. En
retrospectiva, cabría afirmar «que el movimiento del sindicato Solidarnosc,
fortalecido y protegido por el papa gracias a su postura responsable y clara,
surtió un gran efecto en el conjunto del ámbito de poder soviético» [9].
Lech Walesa lo confirmó: «Sin el apoyo del santo padre, habrían
desarticulado Solidarnosc. Sin él no se habría producido el fin del
comunismo o, como mínimo, se habría retrasado mucho y habría sido
cruento» [10].
El lazo entre Juan Pablo II y su guardián de la fe se había estrechado aún
más por su consenso en cuanto a la política frente a los Estados de Europa
del Este. El derrumbe del comunismo en el Bloque del Este también reforzó
la actitud de los dos líderes de la Iglesia frente a la teología de la liberación,
de orientación marxista, que había perdido su apoyo financiero desde que
Gorbachov recortó las subvenciones a Cuba. En una entrevista en mayo de
1988, Ratzinger había declarado que con los cambios en la Unión Soviética
«quizá se desencadenaba, sin querer, una dinámica de largo alcance».
Existía «una fuerte expectativa interior para una amplia reorientación». Se
podía expresar de la siguiente forma: «Así como aquí en Occidente la gente
se ha cansado de la religión, de la fe, allí se han cansado, en la tercera
generación, del ateísmo» [11].
Por muy grande que fuera la participación de Wojtyla en la liberación de
Europa del Este del yugo del comunismo, para los principales medios de
comunicación el papa polaco encarnaba la recaída en un pasado
preconciliar y reaccionario del catolicismo. Esta opinión estaba arraigada
incluso en los estratos católicos centrales. «En el fondo, los reformistas
católicos quieren una Iglesia que, en general, sea más secular», opinaba el
historiador Franz Walter, «una Iglesia, por decirlo un tanto maliciosamente,
que se adapte a las necesidades cambiantes de la burguesía media en Europa
Central, una Iglesia fácil de mantener, que no resulte agotadora y pueda
vivirse con comodidad». Lo que debía resultar bastante sorprendente, pues
«la fortaleza del catolicismo en la sociedad moderna siempre ha sido su
capacidad de contraponer algo propio y persistente a las tendencias,
vicisitudes y extravíos seculares» [12].
Durante estos años, el cardenal a menudo se queda solo, pasa los fines de
semana consigo mismo. Los domingos por la tarde atraviesa a pie la puerta
de Santa Ana en dirección a los Jardines Vaticanos, para dar en ellos unas
cuantas vueltas. Con regularidad viaja a su casa de Pentling: después de
Pentecostés pasa dos semanas allí, en verano suelen ser cinco. Los días
entre Nochebuena y Año Nuevo los pasa con su hermano en el edificio del
seminario en Traunstein, «de acuerdo con la tradición», según anota en una
tarjeta navideña destinada a Esther Betz. En otra ocasión, informa a la
amiga de que, «como viene siendo habitual, antes de Pentecostés me he
retirado durante una semana a la abadía de Scheyern y luego a la “casita” de
Pentling para pasar unos días de sosiego» [20]. Suele celebrar la misa diaria
en Pentling con el padre Martin Bialas, uno de sus antiguos estudiantes. En
el posterior desayuno conjunto no permite que se hable de cuestiones
espirituales o eclesiales. Prefiere que se hable de cosas que ocurren en la
vida cotidiana de la gente.
Su planificación de las vacaciones obedece a un plan rotativo de tres
años. Junto con su hermano, se aloja casi exclusivamente en seminarios,
monasterios y casas parroquiales. Un año el destino es Bresanona (Brixen)
en Tirol del Sur; al año siguiente, Bad Hofgastein, en Austria; y el tercer
año, lugares cambiantes: por ejemplo, el Längsee en Carintia o Linz –donde
se alojan con los hermanos músicos Josef y Hermann Kronsteiner– o el
convento de las pobres hermanas franciscanas de la Sagrada Familia en
Mallersdorf (Baja Baviera). Incluso en las vacaciones, las mañanas las
dedica al trabajo intenso. Por las tardes sale a dar una caminata. Cuando se
encuentran de visita en Adelholzen, localidad de la Alta Baviera, como
invitados de las hermanas de la Caridad, Joseph y Georg a veces dan un
concierto de piano en la Villa Auli, habitualmente con piezas de Mozart o
Palestrina.
La vida práctica, sin embargo, suponía «un enorme reto» para el erudito:
«Todo tenía que estar muy organizado, pues en caso contrario sentía
inseguridad y su mente no estaba despejada». La regularidad lo protegía de
las sorpresas. «Conoce miedos existenciales, pero estos consisten, por
ejemplo, en el temor de que se pierda su maleta». Por eso, el cardenal
siempre llevaba una pequeña «maleta de emergencia», que no soltaba de las
manos. En el escritorio, en el vestíbulo o en el cuarto de baño, en todas
partes debía reinar un orden estricto y todos los objetos tenían que
permanecer en su lugar establecido. «En una ocasión me dijo, todo agitado:
“Hermana Christine, ¿le ha quitado usted el polvo a estos libros? Kafka está
bocabajo”». Pero «nunca lo he visto furioso o disgustado», si bien podía
«ser estricto y rotundo», como sabe la religiosa por experiencia propia:
«Una se daba cuenta de que había llegado el momento de no decir nada
más. Se percibía una autoridad interior. No necesitaba verbalizarlo. Era su
forma de hablar, su tono decidido lo que resultaba determinante». Con su
jefe, decía Josef Clemens, el secretario particular de Ratzinger durante
muchos años en la Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre era
fundamental «cómo se le decían las cosas. Requería una cierta técnica. Yo,
al respecto, había desarrollado una expresión: “Hoy va a escuchar algo que
no le va a gustar”. Él respondía: “¿Y ahora qué pasa?”. “Eminencia, ¿cómo
se encuentra hoy, fuerte o débil?”. “Así, así”. “Lo siento, pero tengo que
decirle de todas formas que...”».
Sus fuerzas se ven mermadas no solo por los ataques a la Iglesia, sino
también, y sobre todo, por el mal en la Iglesia. Aún no se conocía el alcance
de los casos de abusos contra menores, pero ya la inmundicia –también en
forma de abusos litúrgicos– a la que se tiene que enfrentar como
responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe supone una carga
considerable. «Me duele en mi interior cuando pienso cómo se está tratando
a nuestro Señor» [31]. También conoce el peligro que conlleva su cargo:
«Cuando se piensa que la vida en su conjunto es hostil, y uno se obsesiona
esencialmente con el papel de acusador, entonces se identifica cada vez más
con el objeto de sus acusaciones. La vida solo puede funcionar si se lleva
dentro la voluntad de aspirar a lo positivo» [32].
El cardenal suizo Kurt Koch está convencido de que, como prefecto, a
Ratzinger «condenar le resultaba difícil, pues iba en contra de su forma de
ser» [33]. Como si compartiera destino con él, en una ocasión Ratzinger
hizo referencia en un sermón al profeta Jeremías que se había rebelado
apasionadamente para quitarse de encima su ministerio de una vez por
todas. «Le gustaría deshacerse de la palabra», comentaba Ratzinger, «que lo
ha convertido en un ser solitario, en un necio, en alguien señalado con quien
nadie quiere relacionarse. Pero debe soportar el peso de la palabra» [34].
«El precio que tuve que pagar fue el de no poder hacer lo que me había
imaginado», dice en otro lugar; «tuve que descender a lo pequeño y
múltiple de los conflictos y sucesos tácticos» [35].
No son solo los preparativos para el milenio los que dificultan el trabajo
del prefecto. Ratzinger sigue sintiéndose cansado y viejo. «Con el paso de
los años, uno siente cada vez más el peso de días como este», le confiesa a
Esther en febrero de 1998; «En el futuro tendré que dosificarme con tales
aventuras aún más de lo que, de todos modos, ya hago» [1]. A principios de
agosto de 1999 disfruta, junto con su hermano Georg, de unas vacaciones
en el convento de las franciscanas de Mallersdorf. «¡Qué deliciosa la
atmósfera de silencio después del ruido y la avalancha de reuniones en
Roma!», le dice a Betz. Elogia con entusiasmo la «fabulosa comida» y, en
general, «el amplio y fértil paisaje que, con sus suaves colinas y valles,
transmite paz y relajación por contraste con el recio mundo montañoso de
los Alpes».
La firma de la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación,
en la que iban a participar la Federación Luterana Mundial, el Consejo
Metodista Mundial y la Iglesia católica, estaba prevista para el 31 de
octubre de 1999. Se consideraba un hito en el diálogo ecuménico, ya que la
Iglesia católica, a pesar de todas las «diferencias restantes», expresaba su
comprensión por la doctrina protestante de la justificación del hombre «solo
por la fe». Realmente, sin la intervención del prefecto «esta declaración no
se habría producido», señala el teólogo Theodor Dieter, director del
Instituto de Investigación Ecuménica en Estrasburgo, un centro de la
Federación Luterana Mundial [2]. Cuando las conversaciones sobre la
Declaración llegaron a un punto muerto, Ratzinger se recluyó en Ratisbona
con el obispo regional evangélico Johannes Hanselmann, primero en el
Hotel Münchner Hof y, al día siguiente, en la vivienda particular de su
hermano, con el propósito de apartar del camino los últimos escollos
teológicos, en apariencia insuperables. Al final se logró acordar una adenda,
que rápidamente fue remitida a la sede de la Federación Luterana Mundial
en Ginebra. El acuerdo histórico pudo ser salvado.
El milenio aún no había concluido. Por parte católica, faltaba todavía una
especie de acorde final, como el petardazo conclusivo de unos fuegos
artificiales. Nadie en el Vaticano llegó a sospechar que el estallido iba a
provocar tales efectos, quizá también por cierta ingenuidad sobre los
mecanismos del mundo de los medios de comunicación modernos. Se
trataba de un documento de 32 páginas procedente del dicasterio de
Ratzinger. Se titulaba Dominus Iesus, y era un escrito «sobre la unicidad y
la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia». Ya en 1998, el
nuevo texto de la «Profesión de fe» y del «Juramento de fidelidad al asumir
un oficio que se ha de ejercer en nombre de la Iglesia», que también debían
prestar los profesores católicos, había causado gran revuelo. Hans Küng
comparó esta promesa solemne con las declaraciones de sumisión a Hitler.
En referencia al papa, que padecía párkinson, Küng habló de «personajes
fosilizados» incapaces de renunciar al poder. La congregación de Ratzinger
también se llevó lo suyo: era la «jefatura policial de la fe» [12].
Dominus Iesus encajaba a la perfección con el milenio, pero el
documento no era producto de la precipitación. Antes de poder ser
ratificado por unanimidad, recorrió toda la maquinaria de los meticulosos
talleres católico-romanos. Tuvieron lugar prolongadas consultas internas e
innumerables reuniones de trabajo de la Congregación para la Doctrina de
la Fe con el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y el Pontificio
Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, por ejemplo. Por
lo que atañe al contenido, se trataba de la amenaza que las teorías del
relativismo representaban para la Iglesia. En los debates teológicos, las
verdades de la fe se abordaban como algo ya superado o que había que
relativizar; entre ellas, el fenómeno Cristo, a quien se veía cada vez más
como una figura histórica, especial pero limitada. Frente a esto, Dominus
Iesus resaltaba que los católicos debían «creer firmemente» que en
Jesucristo reside toda la plenitud de Dios. A la hora de definir la «Iglesia»,
el documento se inspiraba en la constitución dogmática Lumen gentium del
Vaticano II, que deja claro que la Iglesia de Cristo, pese a las numerosas
escisiones que ha sufrido el cristianismo, «sigue existiendo plenamente solo
en la Iglesia católica». Sin embargo, también podían encontrarse «muchos
elementos de santificación y de verdad, tanto en las Iglesias como en las
comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica». Estas
comunidades eclesiales, que no han conservado el legítimo episcopado ni la
eucaristía, «no son Iglesias en sentido propio», pero «los bautizados en
estas comunidades han sido incorporados a Cristo por el bautismo y, por lo
tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia». En
cuanto a las grandes religiones, el documento repetía la enseñanza del
Vaticano II, según la cual también a ellas les concede Dios su gracia «por
caminos que él sabe» [13].
La declaración fue ratificada por el santo padre «con ciencia cierta y con
su autoridad apostólica», de acuerdo con el lenguaje protocolario del
Vaticano. El cometido central de la declaración, la clarificación de la figura
de Cristo para la Iglesia, no se abrió paso. Bastaron unos cuantos
comunicados de prensa, según los cuales la Santa Sede se había
autoproclamado el único representante legítimo de Cristo en la tierra, para
desatar una auténtica tormenta de indignación. En Alemania, el presidente
del Consejo de la Iglesia evangélica, Manfred Kock, protestó contra el
intento del Vaticano de «retroceder evidentemente en el tiempo». «No
permitiremos que la Iglesia católica de Roma nos niegue nuestra existencia
como Iglesia», se indignó la obispo Margot Käßmann. Hans Küng percibía
en el documento una «combinación de mentalidad medieval atrasada y
megalomanía vaticana» [14]. Algunos periodistas hablaban de que se había
vuelto a tocar fondo en la era Ratzinger. Que aun obispos y cardenales
católicos se sumaran a las críticas al prefecto no debió de sorprender a
nadie, a la vista de los ataques de los medios de comunicación. Walter
Kasper criticó que a la hora de redactar el texto había «faltado la
sensibilidad necesaria». El obispo Lehmann habló de un «accidente». El
obispo regional de la Iglesia evangélica de Baviera, Johannes Friedrich,
mostró contención al señalar que Dominus Iesus era una declaración de la
Congregación para la Doctrina de la Fe que no aportaba nada nuevo [15].
En favor de Ratzinger hay que señalar que no se escondió detrás del papa
ni de ninguno de sus colaboradores, sino que asumió toda la
responsabilidad. Por otra parte, el desarrollo de una buena estrategia de
comunicación en medio de un conflicto al rojo vivo no era precisamente su
fuerte. En una conferencia de prensa en la Sala Stampa de la Santa Sede, el
prefecto declaró que Dominus Iesus en modo alguno constituía una «nueva
doctrina». Se trataba simplemente de recordar los dogmas de la Iglesia
católica, que también habían sido puestos de relieve por el Concilio, a la
vista de ciertos «errores y malentendidos». Con Dominus Iesus se habría
pretendido salir de la indiferencia que considera iguales a todas las Iglesias.
La declaración sería un documento interno de la Iglesia católica romana. En
cuanto a «nuestros amigos luteranos», añadió el prefecto en el típico tono
ratzingeriano, no terminaba de entender el porqué de tanta exaltación. Le
parecía «por completo absurdo» que «formaciones históricas casuales»
pretendieran ser reconocidas como Iglesias en la misma medida «en que
nosotros creemos que lo es la Iglesia católica, en virtud de la sucesión
apostólica del episcopado». Al fin y al cabo, ninguna de estas comunidades
quería ser como Roma. En ese sentido, tampoco se estaría ofendiendo a
nadie [16].
Una vez más apeló a la conciencia de los fieles: «Al caer, quedamos en
tierra y Satanás se alegra, porque espera que ya nunca podremos
levantarnos; espera que tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia,
quedes abatido para siempre. Pero tú te levantarás. Tú te has reincorporado,
has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos
y santifícanos a todos» [8].
El Domingo de Pascua, el 27 de marzo de 2005, Juan Pablo II vuelve a
asomarse a la ventana. Aguanta trece minutos, sosteniendo en su mano la
nota con el texto que ha de leer. 150.000 fieles se han congregado en la
plaza de San Pedro, cientos de millones de personas siguen el evento a
través de la televisión para recibir la bendición urbi et orbi. Juan Pablo II
quiere hablar; hace un esfuerzo sobrehumano para poder pronunciar las
palabras. Es una escena conmovedora. Desesperado alza los brazos y se
convierte en un testimonio mudo. Al vicario de Cristo en la tierra le falla la
voz. En silencio, dibuja con la mano derecha una gran cruz sobre la ciudad
y el mundo entero. «Quizá convenga que muera», le susurra a continuación
a su secretario, «que muera, si no soy capaz de desempeñar el mandato que
me ha sido encomendado». Y añade: «Hágase tu voluntad... Totus tuus» [9].
El sol brilla en medio de un cielo azul pálido, casi sin nubes, pero el
viento sopla donde quiere. «¡Sígueme!», predica Ratzinger, como si leyera
su texto en consonancia exacta con aquella escena, en la que la brisa de
primavera alcanza el evangeliario rojo, colocado encima del sencillo ataúd
de madera, y va pasando página por página. «¡Sígueme! Esta palabra
lapidaria de Cristo puede considerarse la llave para comprender el mensaje
que viene de la vida de nuestro llorado y amado papa Juan Pablo II, cuyos
restos mortales depositamos hoy en la tierra como semilla de inmortalidad,
con el corazón lleno de tristeza, pero también de gozosa esperanza y de
profunda gratitud».
Y, sin embargo, los papas no caen del cielo. ¿Quién resulta adecuado y
digno a la vez? ¿Con quién puede la Iglesia preservar fielmente el
Evangelio y predicarlo de forma auténtica en un mundo cambiante? ¿Quién
es capaz de proteger y continuar el rico legado del gran predecesor? El
nuevo papa debía poseer cultura, conocer bien el mundo moderno y tener
movilidad, sin dejar por ello de reposar sosegadamente en el pecho de
Cristo. Debían importarle los pobres y debía estar en condiciones de
entender las implicaciones económicas. Debía disponer de inagotable
energía para ser capaz de afrontar miles de encuentros y mostrar, a la vez,
un fino olfato para detectar los anhelos de las masas. No se toleran la
mentira ni el engaño, como tampoco una vida de excesos ni el impartir
conferencias con retribuciones millonarias. Debía mostrar el pragmatismo
de la razón y caracterizarse por esa radicalidad en el seguimiento de Cristo
que no es sobrepujable en cuanto a religiosidad de fe profunda. Debía ser
bondadoso y cariñoso y, al mismo tiempo, en su condición de monarca
absoluto, estricto e incorruptible. Sus declaraciones han de ser claras, no
confusas, a la vez que conciliadoras, para no dividir el rebaño. Ah, y otra
cosa más: se espera que hable latín y sepa italiano. Y que tenga un aspecto
agradable. O que, al menos, no sea feo. Infalible, sin embargo, no tiene que
ser. Dogmas son solo las proposiciones consideradas definitivamente
verdaderas por la Iglesia católica y que el papa proclama como tales.
Con los papas de los últimos tres o cuatro siglos, la Iglesia había tenido
suerte, algo que en absoluto se podía decir de todos en la larga historia del
papado. A Alejandro VI –el famoso papa Borgia–, por ejemplo, acabó
brotándole espuma de la boca tras una vida desmedida llena de lujos. Se le
deformó la lengua, gases sibilantes escapaban por todas sus aberturas
corporales. Y el cuerpo estaba tan hinchado que los enterradores,
supuestamente, tuvieron que saltar encima de su tripa para poder cerrar la
tapa del ataúd. Sin embargo, lo que resulta llamativo es que, incluso en el
caso de los papas que resultaron ser cualquier cosa menos santos, ninguno
de sus documentos haya tenido que ser reescrito o desechado a posteriori.
El propio Ratzinger estaba preparado, por cuanto durante el verano
anterior le había leído a su hermano –ya ciego– una obra de referencia sobre
la historia de los papas, escrita por el muniqués Georg Schwaiger, un
historiador de la Iglesia. En carta de 15 de febrero de 2005 dirigida a sus
antiguos condiscípulos, alabó a Schwaiger por la «estricta objetividad y
exactitud de sus informaciones». «La verdad histórica aparece en todas sus
facetas, y no se oculta lo negativo». Pues «precisamente así es como
también se percibe de qué forma el papado cumple una misión procedente
del Señor, en la que, más allá de la debilidad humana, se hace notar otra
fuerza» [5].
Como decano del Colegio Cardenalicio, Ratzinger no solo debía presidir
las exequias de Juan Pablo II, sino también determinar las modalidades para
la elección de su sucesor. En las congregaciones generales se trataba de
agrupar las distintas posturas de los cardenales, para que de estas surgiera
una síntesis que visibilizara los puntos centrales de la agenda futura. Al
antiguo catedrático universitario no parecía disgustarle la nueva función.
Parecía que sus pasos ahora «mostraban algo más de ímpetu que de
costumbre, como el de un auténtico anfitrión», apuntaba un periodista: «Se
mostraba desenvuelto, acercándose a unos y a otros, saludando por aquí y
charlando por allá, mientras brillaba su anillo cardenalicio de oro» [6].
«Joseph, solo te pido que no eches a correr si la cosa apunta hacia ti».
«No tengo buena salud. Más bien rezad para que se aparte de mí este cáliz...».
Ratzinger parece agotado. Los rasgos faciales se ven tensos, casi como
los de una máscara. Al igual que en la misa de réquiem de Juan Pablo II, al
ser el celebrante principal, lleva el incensario. En esta ocasión no alrededor
de un sencillo ataúd, sino del altar bajo el hermoso baldaquino de Bernini.
Entre los asistentes se despertaban recuerdos del adiós a Juan Pablo II: de
las finas voces de los chavales del coro de la Capilla Sixtina, del
sorprendente gesto de Ratzinger dando la santa comunión al protestante
frère Roger de Taizé (sentado en su silla de ruedas) y del evangeliario
encuadernado en cuero rojo y colocado sobre el sencillo ataúd de madera de
ciprés (cuyas hojas iba pasando el viento, hasta que una ráfaga
especialmente fuerte hizo que la tapa del libro se cerrara de golpe). «Parecía
como si el papa quisiera despedirse de los fieles en medio de la tormenta
que él mismo, en vida, había desatado una y otra vez en todo el mundo»,
escribió en aquella ocasión Christiane Kohl, del Süddeutsche Zeitung [25].
Durante la era Wojtyla, la influencia de la Iglesia se había reducido. El
apego de muchos fieles se fue deshilachando como una cuerda gastada por
el roce que amenaza con romperse en cualquier momento. La expresión
«fidelidad al papa» había devenido sinónimo de grupúsculos conservadores.
Por otra parte, también se habían producido las reuniones multitudinarias de
jóvenes. ¡Qué grandes manifestaciones a favor de la línea de Wojtyla!
«Santo subito!» era la frase que resonaba de miles de gargantas jóvenes en
las calles de Roma. ¿Y acaso no se registraba en otras regiones un
florecimiento de la Iglesia en contraste con su declive en las regiones
espiritualmente desangradas del antiguo Occidente cristiano? La Iglesia
católica crecía. Sumaba a diario más de 30.000 bautizados, atendidos por
más de cuatro millones de agentes de pastoral. De estos, más de 400.000
eran sacerdotes diocesanos y sacerdotes regulares, unos 30.000 diáconos
permanentes, más de 780.000 religiosas, así como 2,8 millones de
catequistas [26].
La pregunta que se planteaba era: ¿qué papa hace falta en estos tiempos?
Para la homilía, Ratzinger reunió las fuerzas que le quedaban. Debía ser
un último servicio, el acto final de una biografía agotadora. Entre las
sencillas mitras blancas de los obispos destacaba la suya, ornamentada con
una gran cruz dorada. Más tarde se diría que su homilía había sido un
discurso de presentación de candidatura. Otros apuntarían a un sorprendente
paralelismo con el anterior cónclave. Entonces, un cardenal de Polonia
había convencido a todos con un profundo análisis de los retos que suponía
el marxismo para la Iglesia. Pero el sermón de Ratzinger no fue nada de
eso. «Quiero decir, como cardenal decano simplemente me tocó pronunciar
la homilía», señalaba en retrospectiva; «me limité a interpretar la Carta a los
Efesios, así es como ocurrió» [27]. «Cari fratelli e sorelle»: esas son sus
primeras palabras. Su voz suena débil, pero es el «día de Ratzinger», según
titula con grandes letras en primera página Il Tempo en su edición del día
siguiente. Quien menos se percató de la fuerza colosal que contenía su
homilía fue el propio orador.
Poco antes, el cardenal Meisner había adquirido una pequeña Virgen –la
de las Tres Manos– en una tienda de recuerdos en el Borgo Pio y se la había
llevado a Ratzinger al cónclave. «Le dije: “Métetela en el bolsillo izquierdo
y toma ejemplo de tu Madre; ella también era una todoterreno”. ¡No huyas
de nosotros, pase lo que pase en los próximos días!» [3]. Pero Ratzinger
seguía convencido de que ese cáliz se apartaría de él. «Fueron muchos, por
supuesto, los que me decían que apostarían por mí. Pero yo no podía
tomármelo en serio», me comentó durante una de nuestras conversaciones.
«Yo pensé: si por regla general un obispo deja de ejercer a los 75 años,
entonces no se puede pretender que el obispo de Roma comience a los 78».
Al menos había conseguido frenar la campaña en su favor por parte de un
grupo de presión aglutinado en torno a Medina Estévez, de Chile, y el
cardenal colombiano López Trujillo. Sin embargo, Ratzinger niega haberles
dicho que estaba dispuesto a presentar su candidatura si se producía un
consenso rápido, como se rumoreó luego: «No; lo cierto es que sabía que el
cardenal López quería interceder a mi favor, y le pedí que no lo hiciera. Me
temo que, a pesar de ello, siguió adelante. Pero, por lo demás, no hubo
ningún tipo de conversaciones al respecto».
Al regresar los cardenales a sus sitios tras cada votación, que duraba una
media hora, se mezclaban, contaban y controlaban las papeletas y se
apuntaba el resultado en una hoja aparte. Después se perforaban las
papeletas con una aguja y se insertaban en un hilo de color rojo escarlata
para ser quemadas junto con los demás apuntes. Un ayudante abría la puerta
de la estufa, introducía el hilo con las papeletas, añadía una pastilla de
encendido y prendía fuego a todo. Antes se usaba paja seca o mojada para
que el humo saliera blanco o negro. Hoy, sin embargo, se introduce un
cartucho con productos químicos (una mezcla de perclorato de potasio,
antraceno y azufre) en una segunda estufa para producir la señal
correspondiente.
Sea como fuere, en este momento los cardenales, uno tras otro, se
pusieron en pie y todo el auditorio comenzó a aplaudir. Primero
suavemente, luego cada vez con mayor fuerza. «Me cubrí el rostro», señala
Meisner, «y comencé a llorar de emoción. Y no fui el único». Cuán grande
era el nerviosismo del propio elector quedó patente al día siguiente con
ocasión de su homilía en la Capilla Sixtina, ya como Benedicto XVI:
«Tengo la sensación de que su fuerte mano [la de Juan Pablo II] sostiene la
mía. Siento que puedo ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras, que
se dirigen muy especialmente a mí: “¡No tengas miedo!”».
«En sí, no. A decir verdad, volví a hablar con Martini para decirle: “No lo quiero;
y si Ud. les dice a sus amigos que no lo quiero, le estaré agradecido”. De todas
formas, él no me apoyaba a mí, por lo que no resultó ser tan importante».
«Me habría resultado inadecuado, porque ahí se había establecido un patrón que
yo no podía reproducir. Yo no podía ser un Juan Pablo III. Yo era un personaje
distinto, de otro corte, con otro tipo de carisma».
Las ojeras que ensombrecían su rostro eran testimonio del gran esfuerzo
que le estaba costando adaptarse a su nuevo ministerio. Estaba el estudio de
expedientes, que requería horas y horas. Luego, los dosieres que le
preparaba su gabinete sobre los presidentes que iba a recibir en audiencia
veinte o treinta minutos más tarde. A diario debía posicionarse sobre algún
nuevo caso de terrorismo, una nueva catástrofe natural o las hostilidades en
Oriente Próximo. Posaba con primeras damas, recibía a musulmanes
estadounidenses, rabinos ucranianos o representantes de la Conferencia
Episcopal de Senegal, Mauritania, Cabo Verde y Guinea-Bissau. Y a última
hora de la tarde, con el último correo del día –que se le entregaba en una
gran carpeta procedente de su Secretaría de Estado, en la que trabajaban
unas doscientas personas– le llegaba una selección de propuestas,
peticiones y solicitudes, para que, por favor, las revisara todas.
Cada día era distinto. Un día daba una catequesis de comunión a niños
italianos, otro visitaba enfermos en un hospital o bautizaba, como obispo de
Roma, a recién nacidos en la Capilla Sixtina. Los miércoles había audiencia
general; los domingos, durante la bendición del ángelus, informaba de en
qué parte de la Tierra se necesitaba ayuda humanitaria a consecuencia de
una guerra, una epidemia o una catástrofe natural. Con ocasión de la
Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado exhortaba a mostrar mayor
comprensión por las necesidades de las personas que se habían quedado sin
hogar y de los solicitantes de asilo. Pedía que se les tratara con respeto y se
defendieran sus derechos y animaba a interrogarse por las razones que les
habían impulsado a huir de sus países [4]. En la audiencia al gran rabino de
Roma condenó el resurgimiento del antisemitismo: «Nosotros os amamos y
no podemos dejar de amaros, a causa de los padres: para ellos sois
hermanos nuestros amadísimos y predilectos». Simultáneamente ordenó
que se examinara el procedimiento contra el sacerdote francés Léon Dehon
(1843-1925), fundador de la congregación de los sacerdotes del Corazón de
Jesús, cuya beatificación estaba prevista inicialmente, por voluntad de Juan
Pablo II, para el 24 de abril de 2005. El fallecimiento del papa polaco
obligó a posponerla. Tras iniciarse el nuevo pontificado, el proceso se
detuvo a instancias de Benedicto, puesto que a Dehon se le reprochaban
manifestaciones antisemitas.
«Aquí está ocurriendo algo nuevo», decía Antonio Tedesco, director del
Centro de Peregrinos Germanohablantes en Roma; «nunca había visto tanta
gente: en plena canícula veraniega, en medio del frío invernal. Y hay
muchos que no vienen porque esté de moda, sino que quieren mostrar que
son parte de esto» [4]. Wojtyla era un hombre de imágenes, prosigue
Tedesco; su sucesor, en cambio, es un hombre de la palabra. A uno la gente
venía a verlo; al otro vienen a escucharlo. «Si en los casi veintisiete años de
su pontificado aprendimos a ver al papa Wojtyla como el celoso e
incansable “párroco del mundo”», se afirmaba en un primer balance de
L’Osservatore Romano, «en los dos primeros meses de su ministerio petrino
hemos comenzado a ver en el papa Ratzinger al sensible y atento “director
espiritual” de un pueblo de Dios sediento de verdad y esperanza».
En Italia fue donde primero cambió la dirección del viento. El antiguo
«cardenal No», el severo guardián de la fe, se había convertido de la noche
a la mañana en los medios de comunicación en un anciano sensible, un
hombre de actitud aristocrática, retórica brillante y humildad modélica, al
que la revista Panorama reconoció un «poder bendito». Los periodistas
estuvieron días informando sobre Ratzinger como un cordial prefecto de la
Congregación de la Doctrina de la Fe que salía a pasear por las callejuelas
alrededor la plaza de San Pedro, hablaba con gatos, preguntaba al frutero
qué tipo de manzanas eran las mejores para hacer hojaldre relleno de
manzana y era amigo íntimo del entrenador de fútbol Giovanni Trapattoni
(quien a su vez reveló que el nuevo papa era un hombre «que sabe marcar
goles»). Algunos filósofos se pavoneaban de tener buena relación con el
exprefecto. «Los comecuras de antaño», escribió el analista Pietrangelo
Buttafuoco, «han desaparecido, ya que esta vez el cura es de una
extraordinaria calidad humana y profundidad espiritual».
Se había predicho que no sería capaz de tratar con personas, menos aún
con multitudes. Pues supuestamente le repugnaba el contacto corporal y era
incapaz de tocar a nadie. El exsacerdote franciscano Leonardo Boff
vaticinó: «Será difícil amar a este papa». Pero de golpe una gran multitud
vio cómo aquel a quien muchos tenían por tímido, reservado y duro de
corazón abrazaba niños y estrechaba manos. «Mira a todo aquel con quien
se relaciona, a veces indagadora, a veces tiernamente; toma con gusto
ambas manos de sus interlocutores», observó el escritor Christian
Feldmann; «va de una persona a otra con acentuada lentitud, se toma
tiempo para el par de frases que dice a cada cual, se detiene un rato con una
anciana o con un niño y hace esperar a los obispos, que también quieren
hablar con él» [9].
En cuanto se encontraba con jóvenes, se transformaba. «Si no sabéis
cómo orar, pedidle a él [Cristo] que os enseñe», recomendó a adolescentes
holandeses. Por otra parte, en lo relativo al futuro de la fe se mostraba
acentuadamente sobrio: «Yo creo que no hay un sistema para hacer un
cambio rápido», respondió a los sacerdotes en el valle italiano de Aosta;
«debemos seguir avanzando para salir de este túnel, con paciencia, con la
certeza de que Cristo es la respuesta y que al final resplandecerá de nuevo
su luz». Cuando impartió en Navidad la bendición urbi et orbi, hizo un
llamamiento: «Hombre moderno, adulto y, sin embargo, a veces débil en el
pensamiento y en la voluntad, ¡déjate llevar de la mano por el Niño de
Belén!».
Al principio se quedaba un poco desconcertado cuando alguien se dirigía
a él como «Santo Padre» o «Santidad». O se estremecía en cuanto alguien
intentaba besarle la mano, costumbre cortesana que él, en realidad, había
eliminado. A veces, rompiendo el protocolo, saltaba de su asiento como si
no fuera digno de permanecer sentado. La emocionalidad estaba todavía
contenida; los gestos eran ocasionalmente inseguros; y la mirada, interesada
a la par que tímida. Con todo, Benedicto quiso prescindir de recursos
efectistas ante el público o en los medios de comunicación. «Ese era su
estilo», explica Gänswein. «Ninguno de nosotros intentó nunca “venderle”
esto o aquello. Por supuesto, le hicimos determinadas propuestas, que él no
aceptó» [10].
Ni siquiera cuando se trataba de su retórica, aún perfeccionable, de su
tendencia a mirar al vacío en medio de un discurso, para poder visualizar en
su interior textos como si estuvieran escritos en un folio imaginario. «Debo
reconocer también que a menudo mi voz sencillamente no tenía suficiente
potencia y aún no había hecho el texto interiormente mío hasta el punto de
poder exponerlo de forma más espontánea», admitió Ratzinger en el curso
de una de nuestras conversaciones. «Era un punto débil, sin duda. Y mi voz
es ya de por sí débil. Pero cuando uno tiene que hablar tanto y con tanta
frecuencia como un papa, la exigencia es también algo excesiva, creo yo»
[11].
Otra controvertida decisión relativa a cargos tuvo que ver con el cese de
Joaquín Navarro-Valls, veterano portavoz del Vaticano. El español,
miembro del Opus Dei, era muy querido y reconocido por la prensa
internacional a causa de su profesionalidad y su solicitud con los
compañeros periodistas. Su relación directa con Juan Pablo II lo ayudaba a
transmitir el mensaje del papa sin artificialidad ni lenguaje burocrático, así
como a reaccionar con presteza en situaciones delicadas. Benedicto XVI
había dejado a Navarro-Valls inicialmente en el cargo; pero cuando llegó a
la edad de jubilación, lo sustituyó por el jesuita italiano Federico Lombardi,
que había sido recomendado por Sodano. Lombardi era estimado por los
periodistas por su nobleza; pero, como jefe de la televisión vaticana CTV,
responsable de Radio Vaticano, director de la Oficina de Prensa y uno de los
delegados del superior general de los jesuitas, había acumulado tantísimos
cargos que la nueva tarea no podía sino desbordarle. Le fue posible ignorar
las voces que le reclamaban que abandonara parte de sus funciones porque
su jefe último se lo permitió.
Con mayor claridad que cualquier otro papa antes de él, Benedicto,
asevera el periodista cultural Alexander Kissler, «hizo profesión de fe en
una alianza que vinculará hasta el final de los días al Dios uno con sus
elegidos judíos y cristianos». De ello formaría parte asimismo su dogma de
la unidad del Antiguo y el Nuevo Testamento: ambos se unen para
componer «la única historia de Dios con los seres humanos». Los medios
alemanes apenas habían dedicado atención hasta entonces a la histórica
visita a Polonia. Ninguna televisión alemana retransmitió la gran misa final
en Varsovia, en la que participaron al menos 1,1 millones de fieles. Muy
distinta fue, sin embargo, la reacción cuando se oyeron las primeras voces
críticas con el discurso de Auschwitz. Una vez más había perdido Ratzinger
la oportunidad, le reprocharon airados algunos periodistas, de realizar una
inequívoca confesión de culpa. Sobre todo, decían, había presentado a los
alemanes, el pueblo de los victimarios, como víctimas de una pequeña
pandilla. De forma distinta lo vio el presidente de la asociación de rabinos
italianos, Giuseppe Laras, quien alabó a Benedicto por sus «palabras de
esperanza y por el consuelo para todos cuantos habían sufrido». El
londinense The Daily Telegraph se sumó a esta valoración. La visita de
Benedicto a Auschwitz había sido, a juicio de este rotativo, «la coronación
de un largo proceso de reconciliación entre su patria alemana y los vecinos
orientales de esta. Fue un momento de profunda relevancia histórica» [15].
Cada paso del papa parecía cargado de simbolismo. Por ejemplo, cuando
en el santuario mariano de Altötting se demoró más tiempo que en
cualquier otro sitio en la capilla de la Adoración Eucarística. O cuando en
Ratisbona, nada más terminar la lección magistral en la universidad, se
dirigió a la catedral, como para mostrar que el camino entre la ciencia y la
fe es corto y transcurre en ambas direcciones. Una vez en la catedral gótica
de la antigua ciudad imperial, reunió al final ya del día al Antiguo y el
Nuevo Testamento, a Occidente y Oriente en unas vísperas ecuménicas:
católicos y judíos, ortodoxos y protestantes. «En ninguna otra ocasión de
este viaje vi al papa en tan gran armonía emocional e intelectual consigo
mismo como en estos momentos de ecumenismo convencidamente vivido»,
escribe Kruger [18].
La última parada del viaje fue Frisinga, escenario de los comienzos de
Ratzinger como teólogo, sacerdote y obispo. «En la biografía de mi
corazón», dirá más tarde, esta ciudad «desempeña un papel muy especial.
En ella fui moldeado de una forma que desde entonces determina mi vida».
Sobre todo el ingreso en el seminario poco después del final de la guerra
habría tenido una importancia capital. «Sabíamos que Cristo era más fuerte
que la tiranía, que el poder de la ideología nazi y sus mecanismos de
opresión» [19]. Como papa aludió ahora, ante unos mil sacerdotes y
religiosos y religiosas congregados en la catedral, a un «gran discurso» que
había traído consigo. Se trataba, naturalmente, de una de las ironías típicas
de Ratzinger. Pues él, desde luego, nunca caracterizaría un texto propio
como «gran discurso». La conferencia prevista para Frisinga era la única
del viaje a Baviera que no había elaborado él mismo. La noche anterior
había vuelto a estudiar el texto. Al final, estaba tan lleno de anotaciones a
lápiz que apenas resultaba descifrable. En la catedral, el papa dejó las hojas
a un lado. Quien quisiera conocer el contenido de ese discurso podría leerlo
luego, dijo brevemente. Y entonces improvisó una reflexión cautivadora,
lista para la imprenta, sobre las tareas del pastor de almas. Reconoció que
no disponía, por supuesto, de ninguna receta ideal para impedir, dadas las
cargas cada vez mayores que deben asumir los sacerdotes, el burnout, el
agotamiento. Lo importante es, por una parte, conservar «la mentalidad de
Jesucristo» y, por otra, admitir los propios límites. «Habría que hacer tantas
cosas, veo que no llego [...]. Esto le pasa también al papa; ¡debería hacer
tantas cosas! Y mis fuerzas sencillamente no dan para tanto. Así que debo
aprender a hacer lo que puedo y dejar el resto a Dios y a mis colaboradores,
diciendo: “Al final debes hacerlo tú, pues para algo es tu Iglesia. Y tú me
das las fuerzas que tengo, no más”».
Como catedrático, la especialidad de Ratzinger era insertar en sus textos
citas o miniaturas históricas inspiradoras, para hacer el tema más manejable
y poder derivar de ahí tesis, antítesis y síntesis. Cabalmente esta costumbre
estuvo a punto de convertirse en su perdición durante el viaje a Baviera. En
el conjunto de alocuciones y encuentros minuciosamente ajustados entre sí
desde el punto de vista de la dramaturgia, la lección que iba a dictar en el
aula magna de la Universidad de Ratisbona, escenario durante largos años
de su actividad docente, constituía un punto central. Al principio, Benedicto
quería limitarse en ella a compartir recuerdos personales. No obstante, los
responsables de la universidad insistieron en que pronunciara una «lección
magistral». Y la tuvieron.
«Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la
universidad y poder impartir una vez más una lección magistral», confesó el
antiguo catedrático. La universidad, dijo, es un lugar donde se comunican
diferentes experiencias, un lugar donde, gracias al uso de la razón,
diferentes disciplinas interactúan. La conferencia –una lección clásica
titulada: «Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones»– criticó las
tendencias a considerar la fe y la razón dos mundos incompatibles. Pero, sin
la razón, la fe corre el riesgo de tornarse fanática; y sin la fe, la razón se
pone a sí misma grilletes y se priva de su dignidad. Una sociedad que es
sorda a lo divino y arrincona a la religión en el ámbito de las subculturas
deviene también por ello, según el papa, «incapaz para el diálogo de
culturas».
¿Qué había ocurrido? ¿Había jugado el pontífice con fuego sin percatarse
de ello? ¿O quizá incluso con toda intención? A las protestas les subyacía la
convicción de que en Ratisbona el papa había ofendido de la forma más
infame al islam y, por ende, a todos los musulmanes. Pero ¿qué es
exactamente lo que figura en la lección magistral? En el párrafo sobre el
diálogo entre el emperador bizantino y el persa culto que desató la polémica
se dice literalmente:
«Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: “Ninguna
constricción en las cosas de fe”. Según dice una parte de los expertos, es
probablemente una de las suras del periodo inicial, en el que Mahoma mismo aún
no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía
también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca
de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los
que poseen el “Libro” y los “incrédulos”, con una brusquedad que nos sorprende,
brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor
llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en
general, diciendo: “Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y
encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir
por medio de la espada la fe que predicaba”. El emperador, después de pronunciarse
de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la
difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en
contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. “Dios no se complace
con la sangre”, dice; “no actuar según la razón (sýn lógo) es contrario a la
naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere
llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar
correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas. [...] Para convencer a
un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes
ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona”»
[20].
La antigua ama de llaves sabía evidentemente muy bien cuál era el talón
de Aquiles del excardenal. Ratzinger no tenía miedo algún a las disputas
que se dirimían en público; pero en cuanto alguien en lo suficientemente
impertinente para atosigarlo en persona, se quedaba como paralizado. Las
escenas que Stampa era capaz de montar incluían ataques de histeria, duras
recriminaciones y llantos convulsivos. Los cardenales maldecían de «estas
efusiones eternas de lágrimas con las que manipula al santo padre», tal
como afirma el corresponsal en Roma de Der Spiegel, Alexander
Smoltczyk, porque el papa era demasiado blando con ella [10]. De este
modo consiguió Stampa asegurarse la traducción de los textos del papa del
alemán al italiano, aun cuando este último no era su idioma materno.
Cuando la dirección de la sección alemana de la Secretaría de Estado iba a
ser confiada a un sacerdote de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
Stampa y Sardi intervinieron... y el miembro del antiguo dicasterio de
Ratzinger fue bloqueado. El papa se justificó diciendo que, dadas las
circunstancias, no podía poner a su antiguo colaborador en manos de Sardi.
Stampa tuvo que devolver la llave del appartamento papal en la estela del
Vatileaks. Con todo, logró imponer que su estrecho aliado Sardi fuera
elevado a cardenal.
Las encíclicas (del griego kýklos, círculo) son documentos en los que el
papa se pronuncia sobre alguna materia de fe y costumbres, de filosofía, de
doctrina social y económica o respecto al Estado, pero también de
disciplina y política eclesial. Se tiene constancia de su existencia desde el
siglo IV, a la sazón como sencillas circulares eclesiales, antes de que
Benedicto XIV las convirtiera en el siglo XVIII en instrumento para el
gobierno de la Iglesia. Ya en su entronización el nuevo papa había
anticipado en el fondo cuál sería una de sus prioridades. «Existe el desierto
de la pobreza, el desierto del hambre y la sed», predicó en esa misa de
inicio de su pontificado; y también «existe el desierto del abandono, de la
soledad, del amor destruido». «Amor» era el vocablo central de su maestro
teológico, san Agustín. Del amor se había ocupado el teólogo y pensador
antifascista August Adam, cuya obra Ratzinger cuenta entre las «lecturas
clave de mi juventud». En Adam había leído que el impulso sexual no debe
considerarse «impuro», sino un «regalo» que a través de la caritas, esto es,
el amor al prójimo, alcanza su santificación. El amor se titula un libro de su
amigo filósofo Josef Pieper que, con capítulos como: «Lo común a la
caritas y al amor erótico», por poner un ejemplo, contiene formulaciones
que anticipan posiciones ratzingerianas. Y sobre el amor giró también el
primer escrito de Ratzinger, que realizó siendo aún estudiante. Fue,
recordemos, la traducción de una obra de Tomás de Aquino, la Cuestión
disputada sobre el amor. Así pues, obedecía en cierto modo a una lógica
interna que el primer escrito de Ratzinger como papa, sesenta años después,
no pudiera sino ser una encíclica sobre el amor.
«Sin duda; para mí fue, como si dijéramos, un continuo sacar agua del fondo del
pozo».
Para concluir el viaje, un día más tarde el papa estaba, a los pies de los
Pirineos, ante una multitud de enfermos y peregrinos, cuya procesión de
velas recordaba un mar de luz. En la gruta de Massabielle, cerca de
Lourdes, la Madre de Dios se había aparecido hacía 150 años, según la fe
de la Iglesia católica, a Bernadette Soubirous, hija de un molinero.
Ratzinger se vinculó ya de niño con este lugar a raíz de la lectura de Franz
Werfel, quien, tras ser salvado de los nazis, cumplió el voto que había hecho
y plasmó la conmovedora historia de las apariciones marianas en su novela
La canción de Bernadette. Además, el cumpleaños de Ratzinger coincidía
con la festividad de la santa. Desde 1858, millones de personas habían
peregrinado al santuario, miles habían sido curadas de graves enfermedades
y un número sin cuento habían reencontrado aquí la fe. «Lourdes es uno de
los lugares que Dios ha elegido», predicó el papa con voz ronca, «para
reflejar un destello especial de su belleza. [...] Lourdes es un lugar de luz,
porque es un lugar de comunión, esperanza y conversión». El ser humano
necesita, según él, luz y está llamado al mismo tiempo a convertirse en luz.
En este lugar de peregrinación, todos están llamados a descubrir la sencillez
de su vocación: «Basta con amar. Il suffit d’aimer».
El año 2008 terminó bien. Y eso que había comenzado con un escándalo
que, visto retrospectivamente, puede interpretarse como anticipación de los
acontecimientos que un año más tarde perturbarían el pontificado. A él se
debió que uno de los grandes discursos de Benedicto no se pronunciara
jamás. ¿Qué ocurrió? El rector de la Universidad de Roma La Sapienza –
con 170.000 estudiantes uno de los mayores centros de estudios superiores
de Europa, fundado en el siglo XIV por Bonifacio VIII como universidad
pontificia– había invitado al antiguo catedrático a impartir el 17 de enero
una lectio magistralis como inauguración del año académico. La
conferencia debía versar sobre los conceptos de verdad y razón y defender a
la universidad como «voz de la razón moral de la humanidad» [10]. Sin
embargo, una gran parte de los profesores y estudiantes no querían ser voz
de la moral ni paladines de la razón. En una octavilla tacharon a Benedicto
XVI de reaccionario que, en su época de cardenal, no se había distanciado
suficientemente del proceso inquisitorial contra Galileo Galilei. Además,
según ellos, era enemigo de los homosexuales. Estudiantes de izquierda
ocuparon el rectorado. La tormenta de protestas fue lo suficientemente
intensa como para que Ratzinger cancelara el acto. Se le impidió incluso
pronunciar un breve saludo. El teólogo Armin Schwibach, que enseña en
Roma, sacude la cabeza: «Si estos sucesos querían ser expresión de una
cultura laica “emancipada” e ilustrada, no se puede sino lamentarlos.
¡Buenas noches, Ilustración! Tus poco razonables bisnietos te llevan a la
tumba» [11].
En el discurso que no le permitieron pronunciar, posteriormente
publicado por L’Osservatore Romano, el papa advierte del peligro de que en
la universidad moderna el pensamiento coste-beneficio margine a las
humanidades. Con la vista puesta en cuestionables desarrollos de la
Modernidad, exige una renovación del pensamiento y una civilización del
amor. Por sí solo, el saber entristece. De ello se percató ya san Agustín.
Pues la verdad es más que mero saber. El conocimiento de la verdad tiene
como meta el conocimiento del bien. Tal es asimismo el sentido de la
interrogación socrática: ¿cuál es el bien que nos hace verdaderos? Una
universidad que no se plantea ya la pregunta de si su saber contribuye al
bien en el mundo no merece ese nombre.
Los acontecimientos en La Sapienza no quedaron sin respuesta. En
protesta contra una élite académica así de obnubilada se congregaron en la
plaza de San Pedro el 20 de enero 200.000 personas para mostrar al papa su
solidaridad: «Benedicto, no estás solo», se leía en algunas pancartas. Era
como si los manifestantes quisieran llevar a la práctica una de las frases del
discurso prohibido. ¿Cómo era eso a lo que había alentado Benedicto en la
conferencia? Precisamente en nuestra época tiene capital importancia que
«los guardianes de la sensibilidad para la verdad» no se cansen. Una
sociedad que no soporta mirar más allá de su respectivo presente
preguntando por lo que es verdadero y bueno, asevera el papa, deviene
estéril y se marchita. Dado el «peligro de precipitarse en la inhumanidad»,
insta a oponerse a la que quizá sea la tendencia más amenazadora del
presente: la «presión del poder y los intereses», creciente día a día.
Durante cuatro años, Ratzinger había estado sostenido por una ola de
simpatía. Había dialogado con el judaísmo y el islam; y con sus catequesis
y su libro sobre Jesús, había logrado hacer de nuevo interesante la doctrina
eclesial. Ni siquiera el escándalo del discurso de Ratisbona lo había
perjudicado. Sin embargo, en enero de 2009 apareció un punto de rotura
potencial a causa del cual terminaría frustrándose el pontificado del papa
alemán –con síntomas de fatiga que, en último término, llevarían a la
histórica decisión de la renuncia–.
El desencadenante fue una medida del papa que parecía indicada tanto
por razones canónicas como por consideraciones cristianas: el
levantamiento de la excomunión decretada en 1988, por desobediencia a la
autoridad papal, contra los obispos de la cismática Fraternidad Sacerdotal
San Pío X, fundada por el arzobispo Marcel Lefebvre. Este caso sigue
coleando en la actualidad. Junto con el Vatileaks, se tiene por el
«escándalo» por excelencia del pontificado de Benedicto. La reconstrucción
exacta de los acontecimientos revela, sin embargo, una campaña de
desinformación que recuerda a algunos rasgos del caso Dreyfus en la
Francia decimonónica. Pero también arroja luz sobre la nefasta gestión de la
crisis por parte del Vaticano y sobre la falta de apoyo de obispos y
cardenales, que dejaron que el chaparrón cayera entero sobre el sucesor de
Pedro.
Agosto de 2005: llega a Castel Gandolfo Bernard Fellay, el superior
general de la Fraternidad Sacerdotal, para pedirle al papa el levantamiento
de la excomunión de los cuatro obispos ordenados ilícitamente por el
arzobispo Marcel Lefebvre. Como prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, Ratzinger había conseguido convencer en 1988 a
Lefebvre para que aceptara un acuerdo que comportaba el pleno
reconocimiento del Concilio Vaticano II. Sin embargo, el prelado francés
retiró luego su firma de ese documento. También en esta ocasión se
interrumpieron las conversaciones. El motivo: uno de los obispos de la
Fraternidad, el británico Richard Williamson, hizo público el confidencial
encuentro. Para el anglicano converso, Benedicto XVI es un hereje, peor
incluso que Lutero. La Fraternidad, afirma, puede «estar agradecida por la
involuntaria protección» que le proporciona la excomunión. Esta la protege
del contagio.
«En cualquier caso, cuando ya había pasado. No entiendo que, si eso era tan
conocido, ninguno de nosotros se diera cuenta de ello. Me resulta incomprensible,
inconcebible».
En abril de 2009 llegó al despacho del papa una carta personal del
arzobispo curial Paolo Sardi, de la Secretaría de Estado. En ella, Sardi
informaba al responsable máximo de la Iglesia católica de las anomalías
surgidas, a su juicio, en diferentes departamentos de la curia. También se
mencionaban los viajes del secretario de Estado. Sus frecuentes ausencias,
que hacían que le faltara tiempo para la coordinación del trabajo, suscitaban
confusión y pérdida de confianza entre sus colaboradores. Pero Sardi no fue
el único que se quejó. También cardenales cercanos a Benedicto –como el
patriarca de Venecia, Angelo Scola, o el arzobispo de Colonia, Joachim
Meisner– intervinieron y pidieron al papa que cesara a su secretario de
Estado. En nuestras entrevistas, el papa emeritus negó que también el
cardenal Schönborn le reclamara la sustitución de Bertone. «No, eso no
ocurrió». Meisner, sin embargo, sugirió el cambio al frente de la Secretaría
de Estado no solo verbalmente, sino también por escrito. Pero el papa no se
dejó persuadir. Se cuenta que dijo: «Bertone sigue; y de esto no se habla
más».
La visita a Israel fue celebrada por todas las partes como un éxito. «En
general, la hospitalidad fue grande», resume el papa. Especialmente le
conmovió «la cordialidad con la que me recibió el presidente del Estado de
Israel, Shimon Peres. Se me acercó con una gran apertura, sabedor de que
luchamos por valores comunes y por la paz, por la configuración del futuro,
y de que la cuestión de la existencia de Israel desempeña un papel
importante en ello». Las tensiones con los representantes del judaísmo en
Israel no fueron, de todos modos, «como las que existen en Alemania».
Siempre prevaleció «una confianza mutua [...], la certeza de que el Vaticano
da la cara por Israel, por el judaísmo de este mundo, de que reconocemos a
los judíos como padres y hermanos nuestros» [19]. Las relaciones habían
mejorado considerablemente bajo el papa alemán, exclamó elogioso tras la
visita de Benedicto a Tierra Santa el embajador israelí ante la Santa Sede,
Mordechay Lewy. En alusión al alboroto causado por el caso Williamson, el
diplomático citó unas palabras del libro bíblico de los Jueces: «Después de
lo amargo vino lo dulce».
Cuán intenso fue para Benedicto el año 2009 se echa de ver en que,
después de superar el caso Williamson, la crisis del condón y el viaje a
Tierra Santa, aún se publicó una nueva encíclica y se desarrolló el Año
Paulino. Parecía como si el papa quisiera dejar alimento espiritual suficiente
para una época de tribulación en la que los creyentes necesiten recurrir a él.
Simultáneamente continuó trabajando en el segundo volumen de su trilogía
sobre Jesús. Las tareas de gobierno de un papa podían ser importantes,
pensaba Benedicto en su hondón, pero más importante todavía era para un
sucesor de los apóstoles salvar, mediante el mantenimiento de los
fundamentos de la fe, lo que corría peligro de perderse.
Cuando el 29 de junio de 2009, solemnidad de los santos apóstoles Pedro
y Pablo, se presentó la tercera encíclica de Benedicto, el resultado fue
verdaderamente revolucionario y de una impresionante fuerza visionaria.
Después de Deus caritas est y Spe salvi, Caritas in veritate [La caridad en
la verdad] formula, como encíclica social, justo aquellas ofertas de ayuda
que podían contribuir a afrontar mejor los acechantes problemas sociales y
económicos de las naciones, como, por ejemplo, el creciente abismo entre
ricos y pobres, la dependencia respecto de los nuevos gigantes económicos
globales como Google, Amazon y Facebook, o los peligros asociados a los
mercados financieros, aún apenas domeñables. Precisamente un año antes,
el colapso del neoyorquino banco Lehman, con daños por un valor total de
613.000 millones de dólares, había desencadenado la mayor quiebra en la
historia de Wall Street y, a consecuencia de ella, una crisis financiera
mundial.
El escrito magisterial de Benedicto «sobre el desarrollo humano integral
en la caridad y en la verdad», como reza el subtítulo de la encíclica, quería
«recordar los grandes principios que se perfilar, como indispensables para la
construcción del desarrollo humano en los próximos años». El mensaje
central de la encíclica se resume en la idea: un «futuro mejor para todos» es
posible si se basa «en el redescubrimiento de valores de fondo». En el vuelo
hacia Praga el 26 de septiembre de 2009, Benedicto, explicando su texto,
afirma que es hora de «encontrar nuevos modelos para una economía
responsable, tanto en los diferentes países, como para toda la humanidad
unificada. Me parece que hoy se puede constatar que la ética no es algo
exterior a la economía [...], sino que es un principio interior de la economía,
que no funciona si no tiene en cuenta los valores humanos de la solidaridad,
las responsabilidades recíprocas» [20].
Enlazando con la encíclica social de Pablo VI, Populorum progressio
(1967), la afirmación fundamental de Caritas in veritate es que una
sociedad tan solo puede desarrollarse humanamente si coloca en el centro
«al hombre todo y a todos los hombres». Para Pablo VI, el objetivo era
sobre todo «la superación del hambre, la miseria, las enfermedades
endémicas y el analfabetismo». En el siglo XXI, el hambre representa
todavía un gran mal, recuerda Benedicto. Hay que combatirla, sugiere,
eliminando las barreras aduaneras y facilitando el acceso al agua y los
alimentos. Lo que a su juicio se ha intensificado es, sin embargo, la
dependencia respecto del sistema financiero internacional, que ejerce una
influencia incomparablemente mayor en la distribución de los bienes: «El
objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien
común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza».
Las empresas no pueden tener en cuenta únicamente «el interés de sus
propietarios», subraya el papa; antes bien, deben servir a todas las personas
«que contribuyen a la vida de la empresa». Pues «solidaridad» significa que
«todos se sienten responsables de todos».
La encíclica de Benedicto azota la «irresponsabilidad» de quienes
detentan el poder político, causante de las crisis, así como a una «clase
cosmopolita de ejecutivos» y agentes financieros que «engañan a los
ahorradores». Con frecuencia se han establecido sistemas sociales, denuncia
el papa, que convierten a los necesitados en dependientes. Un antídoto
práctico contra este riesgo puede encontrarse, sugiere, en la acreditada
doble estrategia de solidaridad y subsidiariedad, tal como se recomienda en
la doctrina social de la Iglesia. Caritas in veritate reclama una reforma tanto
de Naciones Unidas como de la «arquitectura económica y financiera
internacional», que debería tener mucho más en cuenta a las naciones más
pobres. Para no permitir que crezcan aún más los mercados financieros,
apenas ya controlables, aboga por «mecanismos de redistribución». Las
organizaciones no centradas en la obtención de beneficios –como
cooperativas, fundaciones e institutos de microfinanzas– tienen que actuar
como un fermento en la vida económica y mantener despierta en ella la
conciencia de justicia.
Cuando poco más de dos años después Maciel murió en Estados Unidos
a los 87 años, salieron a la luz detalles adicionales sobre sus actividades. Se
supo así que Maciel no solo había abusado de seminaristas, sino que había
fundado dos familias, hijos incluidos, en España y México. Muchos fines de
semana, el sacerdote cambiaba las vestiduras clericales por ropa de calle, le
pedía un montón de dinero al administrador de la congregación y
desaparecía durante dos o tres días, sin informar a nadie de su paradero.
Diversas mujeres contaron luego que el mexicano se había presentado como
trabajador de una empresa petrolífera o como agente de la CIA. Un
periodista español informó de que en el lecho de muerte el padre había
renegado de la fe y rechazado los últimos sacramentos [5].
Ratzinger inició las investigaciones sobre el fundador de los Legionarios
de Cristo como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y las
concluyó como papa. Disculpa el que tales investigaciones comenzaran
muy tarde, demasiado tarde, con el argumento de que «estas cosas las
fuimos abordando muy poco a poco y con demora. De algún modo, estaban
muy bien ocultas». Al fin y al cabo, era necesario encontrar «testimonios
inequívocos para tener verdaderamente certeza de que las acusaciones se
correspondían con la realidad» [6]. Después de una visita apostólica que,
ordenada por él, tuvo lugar en marzo de 2009, el papa nombró como
superior de los Legionarios a un delegado suyo, quien, junto con un grupo
de colaboradores, debía llevar a cabo las reformas necesarias en la
congregación.
Las revelaciones sobre Maciel influyeron también en el proceso de
beatificación de Juan Pablo II. En sus andanzas, Maciel se sirvió de la
inmunidad que le confería su condición de fundador de los Legionarios de
Cristo. Su influencia era suficientemente grande –y los daños que habría
causado el desvelamiento de sus tejemanejes demasiado graves– como para
que debiera temer un ataque. Además, parecía inconcebible que un hombre
ya casi venerado como santo pudiera cometer los delitos de los que se le
acusaba. La pregunta era si había habido una implicación personal de
Wojtyla en la red secreta del P. Maciel. ¿Había influido el papa
personalmente para que las acusaciones se mantuvieran ocultas? «Esas
preguntas nos las hemos hecho todos», admite Georg Gänswein. «Nunca he
entendido cómo fue posible que nadie se diera cuenta de nada». Por otra
parte, Wojtyla pasó esta espinosa cuestión al prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe precisamente porque, para esclarecer los delitos,
no confiaba más que en él [7]. En el proceso de beatificación de Juan Pablo
II, el cardenal William Levada, en nombre de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, explicó: «Los demandantes enviaron algunas cartas y
peticiones a Juan Pablo II. Sin embargo, no se conoce ningún tipo de
involucración personal del Siervo de Dios en el proceso contra el P. Marcial
Maciel» [8]. El exportavoz del Vaticano, Joaquín Navarro-Valls, aseguró
que Wojtyla «nunca había retenido ni encubierto nada». Simultáneamente
admitió que Benedicto XVI «carga con la responsabilidad de errores que,
como todos sabemos, no son suyos».
A lo largo de 2009 se originó, sin embargo, un tsunami que iba a
conmover los cimientos de la Iglesia católica, incluso durante el pontificado
del papa Francisco. Algunos han llegado a hablar de la mayor crisis en la
historia de la Iglesia. El arzobispo Gänswein acuñó, en referencia a estos
hechos, la expresión «el 11-S de nuestra fe», una sacudida que traumatizó a
la Iglesia católica de modo semejante a como los atentados terroristas del 11
de septiembre de 2001 conmocionaron a Estados Unidos. Pero, en el fondo,
ningún término bastaba para expresar la magnitud de los abusos ni la
enorme pérdida de confianza que le iban a ocasionar a la Iglesia.
El escándalo estalló primero en Irlanda, un país tradicionalmente católico
que había permanecido fiel a la fe a despecho de numerosos hostigamientos
a lo largo de los siglos y que en su día fue punto de partida para la misión
de amplias regiones del continente europeo. Es el 20 de mayo de 2009. El
Vaticano no acaba sino de superar las turbulencias del caso Williamson y de
la «crisis del condón» cuando se publica el «Informe Ryan», llamado así
por el juez Sean Ryan, coordinador de una comisión gubernativa que –a raíz
de un reportaje cinematográfico sobre abusos en escuelas católicas– tenía el
encargo de elaborar una visión de conjunto.
Una nueva ola llegó del otro lado del océano. No cabía duda alguna de
que innumerables ministros de la Iglesia eran culpables de conductas
inapropiadas ni de que los obispos habían hecho la vista gorda o incluso
habían cometido abusos ellos mismos. Sobre diócesis enteras se cernía la
amenaza de la quiebra económica a causa de las demandas de
indemnización por daños y perjuicios. En su edición del 25 de marzo de
2010, The New York Times publicó un detallado reportaje sobre el caso
especialmente infame del sacerdote Lawrence C. Murphy, de la diócesis de
Milwaukee, que explotó como una bomba. Murphy fue acusado de haber
abusado entre 1950 y 1974 en una escuela para niños sordomudos de 200
menores a su cargo. Los responsables de la diócesis habían decidido, de
hecho, reducir al sacerdote al estado laical. Pero Murphy recurrió a Roma.
El primer secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Tarcisio
Bertone, en nombre de esta, escribió en 1998 a los obispos estadounidenses
competentes notificándoles que la secularización del sacerdote solamente
podía llevarse a cabo si no era posible conseguir la reparación del
escándalo, el restablecimiento de la justicia y la corrección del culpable.
Toda vez que en los últimos veinte años no se habían presentado nuevas
acusaciones de abusos contra Murphy y que el sacerdote padecía una
enfermedad terminal, la Congregación recomendaba limitar los efectos
públicos de la secularización. Murphy falleció cuatro meses más tarde.
Para The New York Times, el asunto estaba claro: la Congregación para la
Doctrina de la Fe, dirigida por Ratzinger, había encubierto el caso. Críticos
del reportaje de investigación enseguida llamaron, sin embargo, la atención
sobre el hecho de que el proceder de Bertone se había ajustado, en último
término, a las disposiciones jurídicas a la sazón vigentes. En verdad, no
solamente las autoridades eclesiásticas, sino también las civiles habían
«sobreseído el caso». En un comentario, L’Osservatore Romano afirmó que,
también en su época de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, Ratzinger había tratado siempre los casos de abusos «de forma
transparente, decidida y rigurosa». El semanario hamburgués Die Zeit
coincidía en que las acusaciones contra Ratzinger se habían revelado
insostenibles. Por último, trascendió que The New York Times, en su
argumentación, que se apoyaba en un documento del Vaticano escrito en
italiano, se había servido de la traducción facilitada por un programa
informático de Yahoo. Ningún miembro de la redacción se había percatado
de que el tosco texto decía en algunos pasajes decisivos justo lo contrario
que el documento original.
Los católicos callaban. Por vergüenza ante los miles de víctimas. Pero
también por la rabia que sentían por el encubrimiento de los hechos.
Cualquiera que considerara que la Iglesia es el cuerpo de Cristo no podía
sino sentirse apesadumbrado de ver cómo era vejado este cuerpo. Pero a
mediados de mayo de 2010 muchos estaban ya hartos de que la Iglesia fuera
presentada en general como una «cámara oscura», los monasterios
caracterizados como campo de acción de sádicos y todo sacerdote
considerado como un potencial pederasta. Bajo el eslogan: «Roma por el
papa», se reunieron en la plaza de San Pedro más de 200.000 personas de
unas 70 organizaciones distintas, para sentar también ellas un precedente.
Entre la multitud se encontraba el alcalde de Roma, Gianni Alemanno. «Os
doy las gracias por esta hermosa y espontánea demostración de fe y
solidaridad», gritó el papa desde la ventana de su despacho a los allí
congregados. Luego aclaró: «El verdadero enemigo, al que hay que temer y
combatir, es el pecado y el mal, que a veces, por desgracia, también
contagia a miembros de la Iglesia» [18].
El mediático fuego nutrido se prolongó muchas semanas. Desde el
principio mismo del drama existían ya estudios científicos que demostraban
que los casos en el ambiente eclesial representaban solo la punta del iceberg
de los muy extendidos delitos de abusos. Philip Jenkins llamó la atención
sobre el hecho de que en Estados Unidos el porcentaje de los sacerdotes
católicos condenados por abusos contra menores oscilaba, según distritos
geográficos, entre el 0,2 y el 1,7 %, mientras que el de pastores protestantes
condenados por idénticos delitos se hallaba entre el 2 y el 3 %. Las
consideraciones de Jenkins se apoyaban en un informe publicado en 2002
por la agencia de noticias evangélica Christian Ministry Resources. Su
conclusión: «Los católicos acaparan la atención de los medios de
comunicación, pero las Iglesias protestantes representan un problema
todavía mayor» [19].
En Alemania, el Prof. Christian Pfeiffer, del Instituto de Criminología de
la Baja Sajonia, explicó que, de los 29.058 varones condenados por abusos
sexuales en el país en los quince años anteriores, 30 de ellos –o sea, el 0,1
%– formaban parte del personal de la Iglesia católica. Dicho de otra forma,
el 99,9 % de los abusadores sexuales procedían del ámbito secular. Y de los
62000 abusadores implicados en el año 2008 en casos de pederastia que se
consideraban en un informe del gobierno estadounidense, 18 eran
sacerdotes, es decir, el 0,03%.
Estas cifras no pretenden relativizar la culpa de los ministros católicos
que han cometido estos depravados actos, pero apuntan al inmenso
problema de los abusos silenciados en otros sectores de la sociedad. Según
datos de UNICEF, a principios del siglo XXI más de 220 millones de niños
al año fueron forzados en el mundo entero a mantener relaciones sexuales.
Cientos de miles de varones no célibes descargan pornografía infantil en sus
ordenadores. Tampoco la red de pederastas surgida en Bélgica alrededor del
delincuente sexual y asesino Marc Dutroux estaba compuesta por
sacerdotes y religiosos, sino por políticos, ejecutivos e incluso jueces.
Por mencionar tan solo unos cuantos ejemplos más: en Estados Unidos
salió a la luz que durante décadas aproximadamente 12.250 niños fueron
víctimas de abusos sexuales en los Boy Scouts of America. Los superiores
de los abusadores no informaron a la policía ni tampoco a los padres de los
niños [20]. Según un informe del Pentágono, en las fuerzas armadas
estadounidenses padecieron violencia sexual durante la década de 2010 en
torno a 100000 varones y 13000 mujeres. En mayo de 2015, un escándalo
de pederastia en el que estaban implicados soldados franceses sacudió la
ONU: en un campo de refugiados africano, los militares habían exigido a
niños hambrientos sexo a cambio de comida y agua potable. Aunque
estaban informados de la situación, los responsables de Naciones Unidas
toleraron durante un año esta conducta.
Según un estudio de la bruselense Foundation for European Progressive
Studies (FEPS), en Europa seis de cada diez mujeres son víctimas de
sexismo en su lugar de trabajo; en Alemania lo son hasta el 68 % de las
encuestadas. La tenebrosa cifra de los niños sistemáticamente maltratados y
víctimas de abusos sexuales en los clubs deportivos y en las instituciones
estatales de la RDA, sobre todo en residencias, es legión. En la primavera
de 2018 salieron a la luz abusos contra mujeres incluso en las
organizaciones benéficas Médicos sin Fronteras, Oxfam y la alemana
Weißer Ring. Los pederastas utilizan en especial a organizaciones de ayuda
a la infancia para tener acceso a menores [21]. En Londres, la primera
ministra Theresa May convocó en noviembre de 2017 una sesión de crisis
de la Cámara Baja británica tras hacerse pública la «Sex Pest Liste», que
contenía los nombres de unos cuarenta parlamentarios conservadores
(tories), entre ellos secretarios de Estado y ministros, a quienes se acusaba
de haber perpetrado abusos sexuales e incluso violaciones. En Suecia, en
noviembre de 2017 mil cien personas respondieron en un solo día a un
llamamiento a notificar abusos sexuales padecidos en la industria del
entretenimiento del país.
Hubo de transcurrir más de una década para que la mirada dejara de
fijarse en la charca y se dirigiera al océano de los escándalos. El psiquiatra y
perito judicial Reinhard Haller señala que, por ejemplo, en Austria el 99,7
% de los abusadores no actúan en el ámbito eclesial. La sociedad
hipersexualizada proyecta los abusos que se dan en su seno sobre la Iglesia,
que, por su parte, ha hecho mucho «para atraer hacia sí la flecha» [22]. Los
casos del productor cinematográfico Harvey Weinstein y el inversor
financiero Jeffrey Epsteinz entre otros, evidenciaron el encubrimiento
sistemático de los abusos en los ámbitos del poder y los medios de
comunicación. Weinstein fue acusado de abusos sexuales por unas ochenta
mujeres. El productor tenía influencia suficiente para impulsar carreras
artísticas con un pestañeo, o para acabar con ellas haciendo una seña.
Inmejorablemente relacionado con los medios de comunicación y con el
mundillo político, muchos sabían de sus ultrajes, pero todos callaban.
Conductas, por lo demás, que también caracterizaban los entornos de otros
famosos, como Kevin Spacey o Michael Jackson, cuyos abusos sexuales
fueron tabú durante décadas. Por su parte, a Jeffrey Epstein se le acusaba de
haber abusado de docenas de muchachas menores de edad y de haber
creado una red de comercio sexual en Nueva York y Florida. Tras ser
detenido y encarcelado, se libró del juicio al suicidarse en su celda el 10 de
agosto de 2019.
No obstante el ánimo más bien pesimista del papa, algo había cambiado.
Estaban los numerosos jóvenes que en Jornadas Mundiales de la Juventud,
peregrinaciones y grupos de oración encontraban nuevas vías de acceso a la
fe católica. Como fuego por la paja se extendió después de la Jornada
Mundial de la Juventud de Ratzinger en Colonia la iniciativa night fever,
que reunía en muchas ciudades a jóvenes para celebrar recogida y
emocionalmente la eucaristía. Estaban asimismo los sacerdotes jóvenes, que
volvían a reflexionar sobre los clásicos católicos. Por doquier surgían
iniciativas nuevas. Se montaban redes sociales y se creaban ciberportales
específicos que, como kath.net, difundían noticias y opiniones ignoradas en
la prensa burguesa o volvían a hacer, con un gran proyecto como «YouCat»,
de la catequesis un auténtico acontecimiento. La «generación Benedicto» y
los incipientes movimientos espirituales estaban aprendiendo a conjugar
tradición y Modernidad. Hacía tiempo que organizaban reuniones –en
Alemania, por ejemplo, el «Treffpunkt Weltkirche» [Punto de encuentro de
la Iglesia universal], el congreso «Freude am Glauben» [La alegría de creer]
o la «MEHR-Konferenz» [Conferencia MÁS] de la Casa de Oración de
Augsburgo– no solo más vivas, sino más multitudinarias que las de las
organizaciones católicas establecidas. Existían las habituales disputas con
los progresistas, pero todo el mundo sabía que había que ser católicos allí
donde figuraba el nombre «católico» y que este papa era el garante de que
no se perdía la orientación.
La gira por Europa comenzó en abril por Malta. El motivo fue el 1950
aniversario de la llegada del apóstol Pablo a la costa de la isla en su travesía
hacia Roma [...] a consecuencia de un naufragio sufrido junto con otros
prisioneros. «Cuando fuimos salvados», se dice en los Hechos de los
Apóstoles, «nos enteramos de que la isla se llama Malta». El medio millón
de malteses se refieren a su patrón como «padre», orgullosos de haber sido
evangelizados en persona por el «apóstol de las naciones». Todavía hoy, el
97 % de los habitantes de la isla son católicos bautizados. La isla –que tiene
una superficie de 316 km²– es, por tanto, el país más católico del mundo. En
los actos con el papa, que se reunió también con víctimas de abusos,
participó el 50 % de la población.
Nada más aterrizar, Benedicto afirmó que llegaba como peregrino y que,
como tal, «deseo unirme así a esa larga hilera de hombres y mujeres que, a
lo largo de los siglos, han llegado a Compostela desde todos los rincones de
la Península y de Europa, e incluso del mundo entero, para ponerse a los
pies de Santiago y dejarse transformar por el testimonio de su fe». Llenos
de esperanza, estos hombres y mujeres fueron creando una vía de cultura,
oración, misericordia y conversión que ha cobrado forma en iglesias y
hospitales, en albergues, puentes y monasterios. De este modo, España y
Europa desarrollaron poco a poco, prosiguió, «una fisonomía espiritual
marcada de modo indeleble por el Evangelio». Aseguró sentir «una
profunda alegría al estar de nuevo en España, que ha dado al mundo una
pléyade de grandes santos, fundadores y poetas, como Ignacio de Loyola,
Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Francisco Javier, entre otros muchos».
En cualquier caso, rara vez antes ha estado una sociedad tan tutelada, tan
determinada por fuerzas ajenas, tan sometida al dictado de modas y
opiniones. Antaño, los científicos y artistas miraban con optimismo al
futuro, recuerdan los suplementos culturales; lo que hoy predomina es la
distopía, un esbozo negativo del futuro, marcado por miedos. Naciones
Unidas, por ejemplo, advirtió en uno de sus informes anuales sobre ecología
de los riesgos tanto del deshielo del permafrost como de los seres vivos
genéticamente manipulados (por ejemplo, un mosquito genéticamente
modificado en laboratorio que podría causar la extinción de las poblaciones
de mosquitos existentes hasta ahora). En «tan solo un par de décadas», se
afirma en el resumen ejecutivo de ese informe, la humanidad ha hecho que
las temperaturas globales suban 170 veces más rápido de lo normal, ha
modificado el 75 % de la superficie del planeta y ha reconducido el 93 %
del curso de todos los ríos, lo que está ocasionando drásticas
transformaciones en la biosfera [9]. Pero en los distintos escenarios del fin
de los tiempos se trata asimismo de un acto definitivo de destrucción. Este
puede ser a la vez violencia extrema y liberación extrema. No pocos de los
escenarios apocalípticos que se debaten en foros literarios, pero también
científicos, parten de que al final no quedará nada, ni el hombre ni el mundo
mismo, y de que ya nunca más habrá nadie para percatarse de que falta la
Tierra junto con sus habitantes humanos.
Ratzinger veía que un mundo sin Dios topaba con sus límites. ¿Acaso no
se quejaba la sociedad secularizada con creciente fuerza de una falta de
ética, moral y orientación? ¿Acaso no se sentía cada vez más enferma, cada
vez más lastrada con sobreexigencia, discordia, insatisfacción? ¿No se
había perdido con la descristianización de la sociedad también un elixir de
vida en el fondo indispensable, comparable con las informaciones genéticas
que desde hace milenios resuenan en todas y cada una de las células del
cuerpo humano, unas tradiciones fundamentales para el conocimiento de la
vida y la supervivencia, porque concentran la ley moral del mundo que, de
este modo, ha podido ser transmitida de generación en generación?
Vista a la luz de la fe, esta ignorancia del orden de la creación era la
catástrofe fundamental de la humanidad por antonomasia. La gran
preocupación del papa era que si Dios desaparece –un Dios que conoce al
ser humano y le habla, un Dios que lo ama y que, en ese su amor, lo exhorta
también a la reflexión y la conversión–, la humanidad pierda las bases de
una existencia civilizada.
En el punto de mira de Benedicto está, por eso, un modo de pensamiento
y de vida que no se halla en consonancia con cómo ha sido pensado el ser
humano desde su origen. De ahí que la Iglesia, según él, no pueda hacer al
mundo mayor regalo que recordar con intrepidez la prioridad de Dios. El
cristianismo, reconoce, se ha desviado con frecuencia del camino recto.
Pero, por su carácter, tiene que ver con la cultura, con el derecho, con la
estructura social, con la adecuada relación entre el ser humano y la
naturaleza. «El concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de
todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la
dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad
de los hombres por su conducta» se ha desarrollado, subraya, a partir de
precisamente «la convicción de la existencia de un Dios creador». Estas
tradiciones constituyen la memoria cultural de la humanidad. «Ignorarla o
considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en
su conjunto y la privaría de su integridad» [12].
Incluso el científico británico Richard Dawkins, un activista del «nuevo
ateísmo» que en su día había reclamado que detuvieran a Benedicto XVI
durante su visita a Inglaterra, se había decidido a cambiar de opinión y en
un artículo publicado en octubre de 2019 en The Times previno sobre los
riesgos de erradicar el cristianismo. Los seres humanos, se afirma en ese
texto, necesitamos a Dios para actuar moralmente y comprender que no
todo está permitido. Como autor del libro El espejismo de Dios, todavía en
2015 había exigido Dawkins que se «protegiera» a los niños de la
transmisión de la fe por sus padres.
71
Desmundanización
N o podía pasarse ya por alto que la imagen del papa que transmitían los
medios de comunicación se había convertido en el problema decisivo
del pontificado. Benedicto XVI no se dejaba condicionar ni manipular, tal y
como ha demostrado en un estudio la experta en comunicación Friederike
Glavanovics: pero los periodistas se habían hecho con la soberanía
interpretativa en lo relativo a su figura, y eso resultó decisivo.
A ello se sumó que en el Vaticano no había una política activa de medios
de comunicación ni tampoco asesores profesionales capaces de reconocer
de antemano las trampas y meteduras de pata. «La política de comunicación
del Vaticano», asevera Marcello Loa, profesor de Periodismo en la
Universidad de Lugano y especialista en desinformación mediática, «no ha
entendido aún que las guerras modernas se libran con armas no
convencionales, en algunos casos con ayuda del “truco” –esto es, la técnica
de manipulación mediante los medios de comunicación– adecuado. No se
adoptaron las contramedidas pertinentes». Y así la Iglesia, prosigue Loa, era
un blanco fácil: «Es como una ciudad que sufre con frecuencia bombardeos
aéreos, pero se niega a equiparse con una defensa antiaérea, una fuerza
aérea y aparatos de rádar altamente sensibles». El más sencillo error la
convertía en una diana perfecta [1].
Politi se puso ante el ordenador para sacar al mercado ese mismo año el
libro Joseph Ratzinger: Crisi di un papato [2]. «Desde que Joseph
Ratzinger fue elegido papa», se dice en la cubierta, «ha habido tantas crisis
como rara vez antes en la historia de la Iglesia católica». Los historiadores
sacudirían la cabeza asombrados al leer estas líneas. Politi añadió aún algo
más: en su opinión, Benedicto XVI es «un gran intelectual, pero una
persona no idónea para desempeñar el ministerio papal». El pontífice
alemán no era un gigante, pero seguía pesando lo suficiente para dar algún
que otro pisotón fuerte a ciertas personas. Seguía un rumbo claro, y eso
molestaba. El propio Benedicto dijo a los suyos: «Somos un pequeño
equipo. Si desconfiamos unos de otros, no podremos vivir juntos». Incluso
entre los compañeros del Señor hubo un traidor; en ese sentido, los
acontecimientos «no son nuevos. Pero, por supuesto, resultan muy, muy
dolorosos» [3].
En comparación con las noticias que semana tras semana pueden leerse
en la sección de información económica de cualquier diario, las pruebas
aducidas en el libro de investigación de Nuzzi sobre mala gestión y
artimañas con transferencias bancarias tienen un alcance más bien modesto.
Lo que conmocionó del Vatileaks fue más bien la magnitud de las peleas de
gallos, así como los mecanismos de un sistema en el que las relaciones
personales pesan con frecuencia más que la competencia técnica. Ya solo el
lenguaje hacía que al lector moderno aquello le sonara a escenas de un
drama histórico. Por ejemplo, cuando en las cartas se hablaba
reiteradamente de «sinceros sentimientos de la más profunda veneración» y
se firmaba como «el más sumiso hijo de Su Santidad». O cuando alguien,
en una carta a un cardenal, le decía estar «afligido sobre todo por el hecho
de tener que molestarle, cuando bien sé cuán grandes preocupaciones le
atormentan a diario. Dios sabe cuánto desearía ser capaz de solucionar yo
mismo la desagradable situación en que me encuentro».
Este padre de familia con tres hijos había comenzado su carrera en una
de las cuadrillas que pulimentaban el suelo de mármol de la basílica de San
Pedro para que estuviera siempre resplandeciente. Desde 2006 trabajaba
como mayordomo o ayuda de cámara de Su Santidad en el apartamento
papal, aunque su predecesor, Angelo Gugel, tenía al entonces recién
cuadragenario por demasiado ingenuo y no quiso avalarlo. Un puesto así –
de absoluta confianza, en la inmediata proximidad de Su Santidad– exigía,
según Gugel, un carácter maduro. El arzobispo Paolo Sardi, de la Secretaría
de Estado, había recomendado en su día a Gabriele al arzobispo james
Harvey, prefecto de la Casa Pontificia, quien a su vez se lo recomendó a
Gänswein cuando se jubiló Gugel. «Pensé que se trataba de una persona
noble, leal, no ambiciosa. Así me lo presentó también Harvey». A Paolo se
le asignó para él y su familia una bonita vivienda en un edificio situado
detrás de la iglesia de Santa Ana. Ingrid Stampa vivía dos pisos más abajo y
visitaba a menudo a la familia. El mayordomo ayudaba al papa a levantarse,
le servía la comida, recibía en las audiencias los regalos que se le hacían al
pontífice y preparaba a última hora de la tarde el dormitorio de Benedicto
de forma que estuviera listo para el descanso nocturno. Le hacía la maleta
para los viajes y acompañaba a su jefe a los países más lejanos. Todo el
mundo consideraba al reservado mayordomo, al que muchos llamaban
Paolino, un poco cándido, pero también absolutamente leal. El propio papa
«quería» a Paolino «como un hijo», informó Bertone.
Con todo, aún no se cerró el lazo alrededor del ladrón del Palazzo
Apostólico. En la audiencia general del miércoles, Benedicto prosiguió sus
meditaciones sobre la oración de san Pablo. Recordó que el apóstol había
sufrido con frecuencia terriblemente, pero nunca se había desalentado.
Luego, aludió por primera vez al caso Vatileaks: «Los sucesos de estos días
que afectan a la curia y a mis colaboradores han colmado de tristeza mi
corazón», admitió. Sin embargo, las informaciones publicadas en algunos
medios están, dijo, con frecuencia infladas. Van «bastante más allá de los
hechos» y «no» se corresponden «con la realidad». Luego, el papa
proclamó: «Por eso me gustaría manifestar de nuevo mi confianza y mi
aliento a mis colaboradores más estrechos, así como a todos los que a diario
me ayudan con fidelidad, espíritu de sacrificio y sosiego a desempeñar mi
ministerio» [10].
Desde 1730, ningún otro papa había sido elegido con mayor edad que él.
Entretanto se ha convertido en el papa más longevo de todos. Juan Pablo II
murió seis semanas antes de cumplir los 85. A él le han implantado hace
algo más de dos meses, a los 86, un nuevo marcapasos. Sin embargo, no ha
dejado de ejercer el ministerio ni uno solo de los casi 3.000 días que hasta
ahora lleva de pontífice. «Joseph, escucha», le había rogado su amigo de
Colonia; «vas a pensar que estoy loco, pero me da igual». Su escéptica
mirada no había desalentado al cardenal Meisner: «¡Tienes que ser papa! En
la actual situación no encontramos a nadie más adecuado».
¿No debería haber rechazado la sede de Pedro cuando se la ofrecieron?
¿No era ya entonces, en el fondo, un hombre enfermo, exhausto, anciano
que anhelaba paz, que anhelaba una vida de espiritual retiro? Una vez
jubilado, habría asumido con gusto la dirección de la Biblioteca Vaticana. Y
habría escrito aún, a ratos sueltos, algún que otro libro. Nunca había querido
ser un personaje público, estar de continuo bajo los focos. Multitud de
personas, incesantes reuniones, mil obligaciones.
La verdad era que a esas alturas luchaba ya desde hacía tiempo con la
pregunta de cuándo exactamente debía renunciar a su ministerio. La
decisión estaba poco menos que tomada, pero la lucha interior aún no había
concluido. Quienes formaban su entorno más próximo nunca lo habían visto
tan exhausto, desganado y desmotivado, casi depresivo. Su rostro parecía
chupado; y su aspecto general, débil y apagado. Se quejaba de fatiga
continua. Todo nuevo expediente que llegaba a su mesa desde la Secretaría
de Estado se le antojaba un atentado contra su vida. Aún le atormentaba la
sensación de haber dado demasiado poco; al mismo tiempo escribía a sus
discípulos que la próxima reunión de antiguos doctorandos sería
probablemente la última.
En primavera, su médico de cabecera le había dicho que su salud estaba
mejor que dos años antes, salvo por la mencionada fatiga crónica. Había
pedido un bastón, si bien todavía podía pasarse sin él; y sus colaboradores
habían reducido el número de audiencias, casi a la mitad. En cuestiones
teológicas o cuando se trataba de su libro seguía «plenamente en forma», le
parecía a la sazón al secretario Gänswein. Así, había escrito un prólogo
muy bueno al volumen de escritos sobre el Concilio que iba a publicarse en
el marco de sus Obras Completas. Pero después del ángelus y de la
audiencia general, el papa daba la impresión de estar del todo extenuado,
como refería con preocupación el secretario en el verano de 2012: «No hay
dinamismo, ya no desea seguir. Ha dado carpetazo. Tiene la sensación de
que se encuentra ahora en la recta final, de que ha hecho todo lo que le
tocaba. En realidad, ya solo quiere estar en casa, aquí en el Palacio
Apostólico y en los jardines» [4].
¿Le había afectado el Vatileaks más de lo que admitía? «El papa decía
que no», según Gänswein; «fue, por supuesto, una gran decepción. Pero,
siendo cardenal, vivió situaciones peores». Con el indulte a Paolo Gabriele,
«aquello quedó cerrado para él».
La obra sobre Jesús era una de las cosas que el papa quería sacar aún
adelante a toda costa; la otra, dotar a la nueva evangelización de la base
organizativa necesaria. Benedicto estaba convencido de que la nueva
evangelización se contaba entre los proyectos más importantes y con
proyección de futuro de la Modernidad. Si le va mal a la fe, no puede irle
bien a la sociedad. Y ello es así, aunque en el debate público siga
ignorándose que la pérdida de los recursos espirituales tendría
repercusiones tan catastróficas como la extinción de especies o el cambio
climático. Para él se trataba de reforzar no las fuerzas centrífugas, sino el
corazón de la fe cristiana. La tarea consistía en dar al mundo anclaje, un
punto de referencia, y mostrarle un fu ture que trascienda los límites
terrenales, en dirección hacia el auténtico destino del ser humano. Los
logros técnicos pueden empujar a la humanidad hacia delante y resultar
fascinantes; sin embargo, sin la realizadora fe en la grandeza y misericordia
de Dios, todo eso no es más que páramo y soledad espectral. El 29 de junio
de 2010 pude por fin anunciar el Vaticano la creación de un Pontificio
Consejo par: la Promoción de la Nueva Evangelización. «El papa no solo
creó el Consejo», explica el presidente de este, el arzobispo Rino Fisichella
«sino que también puso poco a poco de relieve cuáles eran las preguntas y
dijo que el Consejo debía responder a esas preguntas... sin imponer unas
directrices imperativas ni limitar la libertad de nuestro trabajo» [6].
Otra iniciativa de Benedicto fue el establecimiento de un «Atrio de los
Gentiles» como círculo de diálogo con ateos y agnósticos. La idea enlazaba
con la tradición del antiguo templo de Jerusalén. También allí existía un
lugar de encuentro entre judíos creyentes, seguidores de otros credos y no
creyentes. El «ministro de cultura» de Benedicto, el cardenal Gianfranco
Ravasi, buscó aliados de primer orden para llevar a cabo el programa piloto
del proyecto: la parisina Universidad de la Sorbona, la Académie Française
y la UNESCO. Los debates del «Atrio de los Gentiles» tuvieron lugar en
París, Bucarest, Estocolmo, Lisboa y Asís. No obstante, el proyecto no
logró un éxito abrumador.
Conscientia mea iterum atque iterum coram Deo... ¿Cómo? ¿Qué está
diciendo el papa? ... explorata ad cognitionem certam perveni vires meas
ingravescente aetate... Las palabras de Benedicto XVI cayeron en la Sala
del Consistorio como migas de pan en el mar; y los cardenales, cual peces
con la boca abierta, las pillaron al vuelo... Iterum atque iterum..., se le oyó
decir. Pero ¿qué significa aquello en realidad, ese «después de haber
examinado reiteradamente»?
Giovanna rebusca en su memoria las palabras latinas que en su día llegó
a dominar. Non iam aptas esse ad munus Petrinum aeque administrandum.
Los compañeros de Giovanna en la sala de prensa, indiferentes, miran de
hito a la pantalla. No saben latín, pero ¿qué más da? En diez minutos les
pondrá Lombardi en las manos el texto traducido y fotocopiado. Para
Giovanna Chirri, en cambio, este es el momento en el que empieza a
entender. «Comprendí instintivamente», dirá más tarde, «que había ocurrido
algo grande. Cuando tecleé la noticia, me temblaban las rodillas». Todavía
no podía creer lo que había oído. «Sencillamente no daba crédito».
74
El inicio de una nueva era
Los minutos quizá más difíciles para el papa en la cuenta atrás hacia su
renuncia ocurrieron el 9 de febrero. En la familia papal, cuyos miembros
veneraban al pontífice como a un santo, nadie a excepción del secretario
particular sabía todavía que los días de convivencia entre ellos estaban
contados. «Fue una catástrofe», rememora Gänswein. La noticia dejó a las
cuatro Memores y al segundo secretario del papa, Don Alfredo, totalmente
hundidos. Estaba además la cuestión de cuáles de las cuatro mujeres
permanecerían al lado del pontífice emérito. Dos de ellas serían suficientes,
opinaba Benedicto. «Santo Padre, todos nos estamos haciendo mayores», le
contradijo su secretario; «unas veces se pondrá enferma una, otras veces
otra. Y, sobre todo, tiene que haber también una vida interior. De golpe
desaparecerá la presión, y es posible que todo resulte muy aburrido y
monótono». Por eso sería mejor, en su opinión, «que el equipo siguiera al
completo». Pero la cuestión fue resuelta enseguida por las propias mujeres:
«Santo Padre, no vamos a abandonarlo; nos quedamos con Ud.».
***
El pontificado de Benedicto XVI había durado apenas ocho años, justo lo
mismo que el tiempo de sufrimiento de Juan Pablo II. El papa alemán
estaba convencido de que no debía menoscabar la pasión de su predecesor
mediante su propio sufrimiento público. Y de que no podía dejar que su
fragilidad ocasionara un vacío de poder que, dados los retos a los que a la
sazón se enfrentaba la Iglesia, resultaría funesto para esta. «Mi predecesor
tenía su propia misión», explica Benedicto. Está persuadido de que «una
fase de sufrimiento formaba parte de este pontificado [el de Wojtyla], y de
que era un mensaje específico». Sin embargo, también está seguro «de que
no debía repetirse arbitrariamente. Y de que a un pontificado de ocho años
no podían añadírsele otros ocho años en los que uno apareciera así [como
Juan Pablo II]».
En sus reflexiones, el papa contaba, según dice él mismo, con que su
renuncia suscitaría perplejidad. Sin embargo, reconoce a posteriori, la ola
de decepción fue mayor «de lo que pensaba. El hecho de que precisamente
amigos y personas para las que mi mensaje era importante y orientador se
quedaran aturdidos unos instantes y se sintieran abandonados me afectó
mucho. Pero tenía claro que debía hacerlo y que aquel era el momento
adecuado. De todas maneras, antes o después moriría y mi pontificado
terminaría. La gente al final aceptó también esto. Muchos agradecen que
ahora el papa salga a su encuentro con un estilo nuevo». Cuando tomó la
decisión, estaba convencido, insiste, de que «mi hora había pasado y de que
ya había dado lo que podía dar» [16].
No fue casualidad que el papa renunciante fijara su última gran liturgia
para el Miércoles de Ceniza. En la misa de primera hora de la tarde en la
basílica de San Pedro, al comienzo del tiempo de Cuaresma, hizo la señal
de la cruz con ceniza en la frente de los fieles: «Recuerda que polvo eres y
en polvo te convertirás». La ceremonia dio la impresión de ser un
testamento: ¿Veis? Aquí quería yo conduciros. Este camino óptimo es el que
deseaba mostraros: purificación, ayuno, penitencia. Purificaos. Soltad
lastre No os dejéis devorar por los espíritus de época ni por los ladrones de
tiempo. ¡Menos es más! Disminuir para crecer, ese es también el programa
de la Iglesia. Adelgazar para ganar vitalidad, frescura espiritual,
inspiración y carisma. Y belleza y atractivo. En último término, también
fuerza, para poder acometer el programa, que con frecuencia se torna tan
difícil. Y cuando esté superado el tiempo de ayuno y penitencia, nos
aguarda una nueva resurrección: la Pascua, el tiempo de la luz. La Iglesia
pervivirá, pues es indestructible; y en la magia que acompaña el comienzo
de cada pontífice, recibirá nuevo impulso.
«No pensé en el Lunes de Carnaval», explicó Benedicto XVI en una de
nuestras conversaciones, «sino en el Miércoles de Ceniza y en que así
celebraría aún una gran liturgia. Y me pareció una disposición de la
providencia que mi última liturgia fuera la apertura del tiempo de Cuaresma
y del memento mori [cobrad conciencia de vuestra caducidad]. El Miércoles
de Ceniza encierra la seriedad de entrar en la pasión de Cristo, pero también
en el misterio de la resurrección. Si, por una parte, el Sábado de Gloria
preside el comienzo de mi vida, el solo hecho de que el final de mi servicio
concreto acaeciera bajo el signo del Miércoles de Ceniza, en su polisemia,
era para mí, en cierto modo, algo providencial, por un lado, y algo pensado,
ideado, por otro».
«¡No, en absoluto!».
¿Ninguna premonición, ninguna idea?
«No, no».
¿Cómo pudo entonces prometer en el acto obediencia absoluta a su sucesor?
«El papa es el papa, con independencia de quién sea».
Apenas quedan doce días para el inicio del cónclave. Al igual que ocho
años antes, peregrinos, delegados, funcionarios, religiosos y religiosas y
políticos se apresuran hacia Roma, con cardenales de 50 países a la cabeza.
Se han acreditado 6.000 periodistas, más que nunca antes. En Castel
Gandolfo no se recibe a nadie. No hay contacto alguno con el mundo
exterior, para no dar pie a la sospecha de que se intenta influir en la elección
papal. Cuando el 13 de marzo de 2013, después de cinco votaciones, se ve
ascender hacia el cielo desde la chimenea de la Capilla Sixtina la fumata
blanca, el papa emérito, su segundo secretario (Alfred Xuereb) y las cuatro
laicas de la asociación Memores Domini que lo asisten permanecen
hechizados delante del televisor. Benedicto no imagina que en estos
momentos su sucesor intenta desesperado ponerse en contacto con él. «Me
gustaría hablar por teléfono con el papa Benedicto. ¿Cómo puedo
hacerlo?», le ha preguntado un momento antes a Georg Gänswein, quien,
como prefecto de la Casa Pontificia, se ha quedado en el Vaticano. «Muy
fácil. Yo tengo el número. ¿Cuándo quiere llamarlo?». «Ahora mismo». De
Castel Gandolfo, sin embargo, no llega, casi simbólicamente, más que la
señal de que la línea está libre. Gänswein llama a uno de los gendarmes de
guardia en Castel Gandolfo y le pide que se acerque a ver qué ocurre. Pero
tampoco reacciona nadie al timbre de la puerta. Al parecer, el volumen de la
televisión está un poco más alto de lo normal.
Buona notte!, «¡Buenas noches!»: esas habían sido las últimas palabras
del pontificado de Benedicto XVI. Buona sera!, «¡Buenas tardes!»: fueron
las primeras palabras del nuevo pontífice, trece días más tarde. Casi como si
el mundo se hubiese echado un breve sueño o hubiese hecho guardia
nocturna, a semejanza de los soldados que custodiaban el sepulcro de Jesús.
Poco antes de las ocho de la tarde se movieron las cortinas de terciopelo
rojo que hay detrás de los ventanales que dan acceso al balcón de la basílica
de San Pedro. Viva il papa!, resonaban los gritos de cientos de miles de
gargantas. Pero de golpe la muchedumbre enmudeció. Pues con Jorge
Mario Bergoglio, hasta entonces arzobispo de Buenos Aires, había salido a
aquel balcón un hombre que no solo aparecía sin la habitual muceta o
esclavina roja de los papas, sino que, como él mismo dijo, venía del «fin del
mundo».
Para Benedicto, con esta elección quedó claro «que la Iglesia permanece
siempre viva y dinámica, que está abierta y que en ella acontecen
desarrollos nuevos». Que «no está congelada en esquemas de uno u otro
tipo», sino que es portadora de un dinamismo «capaz de renovarla sin
cesar». De algún modo, dice, era de esperar «que a Sudamérica le
correspondiera antes o después un papel importante», aunque su sucesor es
italiano y sudamericano a la vez, lo que remite al «entrelazamiento del
Viejo y el Nuevo Mundo, en el que de repente se manifiesta la unidad
intrínseca de la historia» [3].
Cuando el 23 de marzo, el antiguo y el nuevo pontífice se reunieron por
primera vez en Castel Gandolfo, el cambio de época resultó también
visualmente evidente. Benedicto recibió a Francisco en el helipuerto del
jardín de la Villa Pontificia. La primera transmisión fraternal de poderes en
la historia de la Iglesia católica duró dos horas y media. Algunos se
frotarían los ojos: dos hombres de blanco, los dos vivos y los dos
auténticos. No son rivales, sino que se complementan. «Ahora tenemos
incluso dos papas», exclamó entusiasmada una fiel; «y un solo Dios a quien
orar».
Con la entrega del testigo a orillas del lago Albano se subrayó una vez
más la relevancia histórica de la renuncia. Benedicto XVI no solo había
reformado el papado, sino que a la par había allanado el camino para que
hubiera un pontífice del continente en el que viven más de la mitad de todos
los católicos. El hecho de que un imaginero, un tallista cediera paso a un
leñador hizo el cambio aún más palmario. Uno es poeta; el otro, una suerte
de rebelde que recorre las calles con su bandera. Reclamando, urgiendo. Un
hombre que se arremanga y dice sin rodeos a la gente qué hay que hacer. A
veces predica como un párroco de pueblo, desahogándose con
espontaneidad. Ni necesita «chuleta» ni tiene pelos en la lengua. Y mientras
que su predecesor dejaba a la discreción del oyente o lector seguir o no sus
argumentos, Francisco grita a la multitud en Domingo de Ramos: «Y en ese
momento viene el enemigo, viene el diablo –tantas veces disfrazado de
ángel–, e insidiosamente nos dice su palabra».
Era un cambio de director, pero la obra a representar seguía siendo la
misma. Pues por muy diferentes que resultaran ambos en estilo,
temperamento y carisma, ya en el precónclave se evidenció que el nuevo
quería continuar la obra de su predecesor. Si antes del cónclave de 2005
Ratzinger criticó la «dictadura del relativismo», en 2013 Bergoglio exhortó
a la Iglesia a salir de sus espacios protegidos e ir «a las periferias». No
puede seguir siendo «una Iglesia mundanizada que vive en sí, de sí y para
sí». «Una Iglesia que gira alrededor de sí misma», presa del «espíritu del
narcisismo teológico», deja de ser el «misterio de la luz».
Sí.
Ud. no quería escribir un testamento intelectual. ¿Lo ha hecho
entretanto?
Sí.
La visita a la tumba del papa Celestino V fue más bien casualidad, pero
era plenamente consciente, claro, de la singularidad de su situación y en
modo alguno podía servirme de modelo.
El periodista estadounidense Rod Dreher afirmó: «Un amigo próximo a
Benedicto me ha contado que el papa renunció al ministerio petrino cuando
se percató de que la corrupción en la curia desbordaba con mucho lo que él
podía combatir». ¿Es esto una invención?
Sí.
También aquí debo decir que el radio de aquello que un papa puede
temer se concibe de forma demasiado limitada. Por supuesto, asuntos como
el Vatileaks son desagradables y, sobre todo, resultan incomprensibles y
perturbadores en sumo grado para las personas en el mundo en sentido
amplio. Pero la verdadera amenaza para la Iglesia y, por tanto, para el
ministerio petrino no radica en tales incidentes, sino en la dictadura
universal de ideologías en apariencia humanistas a las que solo cabe
contradecir al precio de quedar uno excluido del consenso social básico.
Hace un siglo, todo el mundo habría considerado absurdo hablar de
matrimonio homosexual. Hoy, quien se opone a él es socialmente
excomulgado. Otro tanto ocurre con el aborto y la producción de seres
humanos en laboratorios. La sociedad moderna está formulando un credo
anticristiano, y la resistencia a ese credo se castiga con la excomunión
social. Es normal, muy normal, tenerle miedo a este poder intelectual del
Anticristo, y realmente hace falta el apoyo oracional de una diócesis entera,
de la Iglesia entera para oponerse a él.
Es cierto que tanto Pablo VI como Juan Pablo II firmaron muy pronto
una declaración en la que disponían su renuncia en caso de que una
enfermedad les imposibilitara el ejercicio adecuado del ministerio. Lo
hicieron pensando sobre todo en las diferentes formas de demencia.
Siguiendo su ejemplo, también yo firmé relativamente pronto una
declaración idéntica. Que son posibles asimismo otros modos de
incapacidad para un ejercicio adecuado del ministerio se me evidenció al
final de mi pontificado.
San Agustín dijo, comentando las parábolas de Jesús sobre la Iglesia, que
dentro de esta hay muchas personas que en realidad viven en contra de ella;
y a la inversa, fuera de la Iglesia hay muchos que, sin saberlo, pertenecen en
lo más profundo de su ser al Señor y, por ende, también a su cuerpo, la
Iglesia. Debemos elevar sin cesar de nuevo a conciencia esta misteriosa
superposición de «dentro» y «fuera» que el Señor presentó en diversas
parábolas. Entonces sabremos que en la historia hay épocas en las que el
poder del mal lo oscurece todo. Para concluir, me gustaría citar al Vaticano
II, que en la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia
describe sintéticamente esta visión siguiendo a san Agustín: «La Iglesia
“peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (san
Agustín, Civ. Dei, XVIII, 51, 2: PL 41, 614) anunciando la cruz del Señor
hasta que venga (cf. 1 Cor 11, 26)» (LG 8).
El 23 de marzo de 2013 tuvo lugar en Castel Gandolfo el primer
encuentro entre el papa recién elegido y el papa que había renunciado, una
novedad absoluta en la historia. ¿Qué ideas le vinieron a la cabeza en
aquel momento?
PRIMERA PARTE
EL NIÑO Y ADOLESCENTE
1. Sábado de Gloria
[1] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996 [trad. esp.: La sal
de la tierra, Palabra, Madrid 20054].
[2] Cf. «Personalakt Ratzinger I im Hauptstaatsarchiv in München», en J.
NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» Wurzeln, Kindheit und Jugend von
Papst Benedikt XVI., Rimsting 2010.
[3] Ibid.
[4] Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.
2. El impedimento
[1] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» Wurzeln, Kindheit und Jugend von
Papst Benedikt XVI., Rimsting 2010.
[5] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» (cf. supra, nota 1).
[6] Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.
[7] Ibid.
[8] Cf. J. NUSSBAUM, «Ich werde mal Kardinal!» (cf. supra, nota 1).
[2] ÍD., Meditationen zur Karwoche, Freising 1969 [trad. esp.: La muerte de Cristo:
Meditaciones sobre la Semana Santa, Encuentro, Madrid 2013].
[3] Cf. L. FEUCHTWANGER, Erfolg. Drei Jahre Geschichte einer Provinz, Berlin
1930.
[4] Cf. B. HOLZHAUSER, Lebensgeschichte und Gesichte, nebst dessen Erklärung
der Offenbarung des heiligen Johannes, Berlín 2011.
[5] J. RATZINGER, entrevista con M. Lohmann en Bayerisches Fernsehen, 18 de
diciembre de 1998.
[6] Cit. en Die Weimarer Republik. Deutschlands erste Demokratie (Der Spiegel
Geschichte), Hamburg 2014.
[7] A. HITLER, Mein Kampf, München 1938 [trad. esp.: Mi lucha, Verbum, Arganda
del Rey (Madrid) 2018].
[3] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998 [trad. esp.: Mi vida:
Autobiografía, Encuentro, Madrid 2013].
[4] E. HEINRICH, Auf Dein Wort hin. Erstkommunion in Aschau am Inn, Aschau
2007.
[7] J. GOEBBELS, Tagebücher 1924-1945, München 1992 [trad. esp.: Diario, Plaza &
Janés, Barcelona 1979].
[8] Cf. E. VON ARENTIN, Fritz Michael Gerlich. Lebensbild des Publizisten und
christlichen Widerstandskampfers, München 1983.
[2] Cf. Joseph Ratzinger - Die Jugend des Papstes, documental de la cadena de
televisión ZDF, emitido en agosto de 2005.
[3] Entrevista con el autor.
[5] Cit. en K. WAGNER y H. RUT (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von
München und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[6] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[7] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich, München 2011.
[10] Cf. https://bit.ly/2KYYEUJ.
[11] M. LUTERO, Von den Juden und ihren Lügen, München 1936 [trad. esp.: Sobre
los judíos y sus mentiras, El Cid Editor, Buenos Aires 2004].
[20] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich (cf. supra, nota 7).
[9] Cf. K.-J. HUMMEL y C. KÖSTERS (eds.), Kirche, Krieg und Katholiken.
Geschichte und Gedachtnis im 20. Jahrhundert, Freiburg i. Br. 2014.
[10] Cit. en C. STROHM, Die Kirchen im Dritten Reich, München 2011.
[7] Ibid.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln-Mühlheim 2010.
[11] BENEDICTO XVI, Die Ökologie des Menschen. Die großen Reden des Papstes.
München 2012 [el discurso citado puede encontrarse en www.vatican.va].
[12] B. HUBENSTEINER, Bayerische Geschichte, München 1992.
[17] Ibid.
[18] P. FREIWANG, entrevista para el documental del canal de televisión ZDF Joseph
Ratzinger - Die Jugend des Papstes, agosto de 2005.
[19] Entrevista con el autor.
[20] Consultada en el archivo del condiscípulo Franz Weiß.
[21] V. LAUBE, Das Erzbischöfliche Studienseminar St. Michael in Traunstein (cf.
supra, nota 6).
[22] P. FREIWANG, entrevista para la ZDF.
[23] H. ALTINGER, entrevista para la ZDF.
[24] Entrevista con el autor.
9. La guerra
[1] A. BEEVOR, Der Zweite Weltkrieg. München 2014 [trad. esp. del orig. inglés: La
segunda Guerra Mundial, Pasado & Presente, Barcelona 2014].
[2] Cit. en S. HAFFNER, Anmerkungen zu Hitler, München 1978 [trad. esp.:
Anotaciones sobre Hitler, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002].
[3] Cit. en F. ESCHER y J. VIETIG, Deutsche und Polen. Eine Chronik, Berlín 2002.
10. Resistencia
[1] H. UHL, entrevista para el documental de la ZDF Joseph Ratzinger - Die Jugend
des Papstes, agosto de 2005.
[2] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[3] W. GEISELBRECHT, entrevista para la ZDF.
[7] Cit. en L. MÖLLER, Widerstand gegen den Nationalsozialismus, von 1923 bis
1945, Wiesbaden 2017.
[8] R. GUARDINI, Freiheit und Verantwortung. Die Weiße Rose - Zum Widerstand im
«Dritten Reich», Kevelaer 2010.
[9] Cit. en Die Tagespost, 18 de febrero de 2015.
[13] Cf. J. KNAB, Ich schweige nicht. Hans Scholl und die Weiße Rose, Darmstadt
2018.
11. El final
[1] W. VOLKERT, entrevista para el documental de la cadena de televisión ZDF
Joseph Ratzinger - Die Jugend des Papstes, agosto de 2005.
[2] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[12] Cf. A. KISSEER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige
Heimat, Freiburg i. Br. 2005.
[17] Ibid.
[18] Ibid.
SEGUNDA PARTE
EL ALUMNO MODÉLICO
[12] Cit. en ibid.
[15] Cf. Th. GROSSBÖLTING, Der verlorene Himmel (cf. supra, nota 10)
[17] Ibid.
[18] Ibid.
[19] Entrevista con el autor.
[20] Sursum corda, «¡Arriba los corazones!»: así rezan las palabras con que se iniciaba
el prefacio litúrgico en la misa en latín habitual antes del Concilio Vaticano II.
[2] R. GOERGE, «Der “Vater des Dombergs” und energische Gegner des
Nationalsozialismus: Das Wirken von Dr. Michael Höck»: fink- das Magazin aus
Freising, marzo de 2011.
[3] Cf. A. LÄPPLE, Benedikt XVI. und seine Wurzeln: Was sein Leben und seinen
Glauben prägte, Augsburg 2006.
[4] Cf. Die Tagespost, 23 de abril de 2015.
[5] M. VON FAULHABER, en J. Neuhäusler, Kreuz und Hakenkreuz. Der Kampf des
Nationalsozialismus gegen die katholische Kirche und der kirchliche Widerstand,
München 1946.
[10] Ibid.
[11] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[12] Ibid.
[13] Cf. https://bit.ly/2Ntg7pi (orig. inglés).
[14] Cit. en A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige
Heimat, Freiburg i. Br. 2005.
[24] Cit. en ibid.
[2] Ibid.
[3] J. HAMBERGER, Joseph Ratzinger und Freising (Predigt am 14.09.2006),
Freising 2007.
[4] Esta cita y las siguientes están tomadas de H. HESSE, Das Glasperlenspiel,
Frankfurt a. M. 1977 [trad. esp.: El juego de los abalorios, Alianza, Madrid 2012].
[10] J. RATZINGER, Der Geist der Liturgie, Freiburg i. Br. 2000 [trad. esp.: El
espíritu de la liturgia, Cristiandad, Madrid 20074].
[11] ÍD., «Mein Bruder, der Domkapellmeister», en P. Winterer (ed.), Der
Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein Leben für die Regensburger Domspatzen,
Regensburg 1994.
[8] H. LANG, Augustinus, das Genie des Herzens, München 1930 (las expresiones
citadas se toman de Soliloquios I 2).
[25] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 22).
[26] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[27] U. RANKE-HEINEMANN, «Mein Leben mit Benedikt»: Zeit-online, 13 de
febrero de 2013.
[28] E. BETZ, entrevista con mi colaborador Manuel Schlögl.
[29] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt, München 2000 [trad. esp.:
Dios y el mundo: Creer y vivir en nuestra época, Debolsillo, Barcelona 2005].
[30] BENEDICTO XVI, en un encuentro con seminaristas en la Jornada Mundial de la
Juventud de 2005, celebrada en Colonia.
19. Una lectura clave
[1] G. RATZINGER, Mein Bruder, der Papst. Aufgezeichnet von Michael Hesemann,
Stuttgart 2011.
[2] Cf. K.-E. LÖNNE, Politischer Katholizismus im 19. und 20. Jahrhundert,
Frankfurt a. M. 1986.
[3] Cf. G. SCHMIDTCHEN, Protestanten und Katholiken. Soziologische Analyse
konfessioneller Kultur, Bern 1973.
[4] Cf. Th. GROSSBÖLTING, Der verlorene Himmel, Glaube in Deutschland seit
1945, Göttingen 2013.
[13] ÍD., Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000.
[14] ÍD., «Erinnerungen», en K. Wagner y H. Rui (eds.), Kardinal Ratzinger. Der
Erzbischof von München und Freising in Wort und Bild. Mit dem Beitrag Aus
meinem Leben, München 1977.
[23] A. LÄPPLE, entrevista con G. Valente y P. Azzaro: 30Tage, 1/2006 [trad. esp. del
orig. italiano en: https://bit.ly/2Th2z3v].
[24] Cit. según R. VODERHOLZER, Henri de Lubac begegnen (cf. supra, nota 16).
[25] H. DE LUBAC, Die Kirche: Eine Betrachtung, Einsiedeln 2011 [trad. esp. del
orig. francés: Meditación sobre la Iglesia, nueva ed. revisada, Encuentro, Madrid
2008].
[26] Cf. 30Tage, 10/2005 [trad. esp. del orig. Italiano: https://bit.ly/3cljmp7].
21. El coadjutor
[1] Cf. F. FISCHER, Papst Benedikt XVI. Eine Reise zu den Orten seines Lebens.
München 2006.
[2] H. VERWEYEN, Joseph Ratzinger - Benedikt XVI.: Die Entwicklung seines
Denkens, Darmstadt 2007.
[17] Cit. en ibid.
[18] E. GROSS, cit. en R. Hartung y G. Saltin (eds.), Alfred-Delp-Jahrbuch, vol. 7.
Berlin 2013.
[19] Ibid.
[20] Entrevista con el autor.
[21] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 6).
22. El examen
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] J. RATZINGER, Das Fest des Glaubens. Versuche zur Theologie des
Gottesdienstes, Einsiedeln 1981 [trad. esp.: La fiesta de la fe: Ensayo de teología
litúrgica, Desclée De Brouwer, Bilbao 20052].
[6] ÍD., discurso como arzobispo de Múnich en el Antiquarium del Palacio Real
[Residenz] el 12 de febrero de 1982, con ocasión de su despedida de la diócesis.
[7] Cit. en P. PFISTER (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.
[8] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[9] BENEDICTO XVI, «Audiencia general, 16 de enero de 2008 (3.ª catequesis sobre
san Agustín)».
[14] E. GRUBER, en P. Pfister (ed.), Geliebte Heimat. Papst Benedikt XVI. und das
Erzbistum München und Freising, München 2011.
[18] Cf. U. GÖTZ (ed.), 39. Sammelblatt des historischen Vereins Freising. Papst
Benedikt und Freising, Freising 2006.
[19] Cf. P. PFISTER (ed.), Geliebte Heimat (cf. supra, nota 13).
[20] Cf. ibid.
[21] E. GRUBER, en P. Seewald (ed.), Der deutsche Papst, Augsburg-Hamburg 2005.
[22] ÍD., en P. Pfister (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising (cf. supra, nota 7).
[23] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Cf. Münchner Abendzeitung, 2 de junio de 1949.
[9] J. RATZINGER, «Mein Bruder, der Domkapellmeister», en P. Winterer (ed.), Der
Domkapellmeister Georg Ratzinger - ein Leben für die Regensburger Domspatzen,
Regensburg 1994.
[20] A. LÄPPLE, en P. Pfister (ed.) Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und
Freising. Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und
Erinnerungen, Regensburg 2006.
[4] J. RATZINGER, «Der Priester - ein segnender Mensch. Primizpredigt für Franz
Niedermayer in Kirchanschoring», en Mitteilungen des Instituts Papsi Benedikf
XVI. (MIPB) 2, Regensburg 2009.
[5] M. P. LEHNERT, Ich durfte ihm dienen. Erinnerungen an Papsi Pius XII,
Würzburg 1982 [trad. esp.: Al servicio de Pío XII: Cuarenta años de recuerdos,
BAC, Madrid 1984].
[14] Ibid.
[15] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[16] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
TERCERA PARTE
EL CONCILIO
[2] Cf. C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II. - Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[19] Ibid.
[20] H.-J. FABRY, «Es war für mich sozusagen das Traumziel...» Prof. Dr. Joseph
Ratzinger in Bonn (1959-1963), manuscrito inédito.
[21] Entrevista con el autor.
26. La red
[1] N. BLÜM, cit. en M. SCHLÖGL, Am Anfang eines großen Weges. Joseph
Ratzinger in Bonn und Köln, Regensburg 2014.
[2] H.-J. FABRY, «Es war für mich sozusagen das Traumziel...» Prof. Dr. Joseph
Ratzinger in Bonn (1959-1963), manuscrito inédito.
[3] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[4] H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.
[5] Ibid.
[6] Cf. K. HARDT (ed.), Bekenntnis zur katholischen Kirche, Würzburg 1955.
[7] H. SCHLIER, Exegetische Aufsätze und Vorträge II. Besinnung auf das Neue
Testament, Freiburg i. Br. 1964 [trad. esp.: Problemas exegéticos fundamentales en
el Nuevo Testamento, Fax, Madrid 1970].
[8] ÍD, Exegetische Aufsätze und Vorträge III. Das Ende der Zeit, Freiburg i. Br. 1971.
[9] Ibid.
[10] Entrevista con el autor.
[11] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).
[12] ÍD., prólogo a H. Schlier, Sulla risurrezione di Gesù Cristo, 30Giorni, Roma 2004
[el libro y el prólogo aparecieron en español como suplemento de la revista
30Días; el prólogo de Ratzinger puede consultarse en https://bit. ly/33ARzSg].
[13] J. RATZINGER, cit. según M. Schlögl, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra,
nota 1).
[14] Entrevista con el autor.
[15] P. HACKER, en carta escrita a Hans Urs von Balthasar el 16 de febrero de 1966,
cit. en U. Hacker-Klom, Hackers Werk wird eines Tages wieder entdeckt werden!,
Universitäts - und Landesbibliothek Münster 2013.
[16] ÍD., cit. en M. Schlögl, Am Anfang eines großen Weges (cf. supra, nota 1).
[17] Entrevista con el autor.
[18] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 3).
[19] Ibid.
27. El Concilio
[1] Cf. https://bit.ly/33N7vB2.
[2] JUAN XXIII, cit. en X. Rynne, Die zweite Reformation. Die erste Sitzungsperiode
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964.
[3] K. WOJTYLA, cit. en C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes
Paul II. - Macht und Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[4] Der Spiegel, 1 de octubre de 1962.
[5] Inédito del santo padre Benedicto XVI, publicado con ocasión del quincuagésimo
aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II (véase https://bit. ly/33I6HNG).
[6] Ibid.
[7] J. RATZINGER, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein
Rückblick, Köln 1963, ahora también en ÍD., Gesammelte Schriften, vol. 7/1,
Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «El primer periodo de sesiones del Concilio
Vaticano II: Una mirada retrospectiva», en Obras completas de Joseph Ratzinger,
vol. 7/1: Sobre la enseñanza del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 2019].
[8] Ibid.
[9] D. TARDINI, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[10] JUAN XXIII, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine
Geschichte des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988 [trad. esp. del
original inglés: El Rin desemboca en el Tíber: Una historia del Concilio Vaticano
II, Criterio, Madrid 1999].
[11] El discurso de Juan XXIII puede consultarse en la ciberpágina del Vaticano:
https://bit.ly/2xolmR3.
28. La lucha comienza
[1] Cit. en https://bit.ly/2VmrdRe.
[12] Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[13] Cf. ibid.
[14] Cf. L. J. SUENENS, «Aux Origines du Concile Vatican II»: Nouvelle Revue
Théologique 107 (1985), 3-21, aquí 4; ÍD., «Souvenirs et espérances», 65-80, cit.
según R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil (cf. supra, nota 3).
[15] Y. CONGAR, Mon journal du concile, vol. 1, París 2002, 4 [la primera parte de
este volumen, correspondiente al primer periodo de sesiones, no está traducida al
español].
[16] H. KÜNG, Erkämpfte Freiheit, München 2002 [trad. esp.: Libertad conquistada,
Trotta, Madrid 2003].
[19] Ibid.
[21] Ibid.
[22] A. OTTAVIANI, cit. en F. Derwahl, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra,
nota 8).
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] J. FRINGS, Für die Menschen bestellt. Erinnerungen des Alt-Erzbischofs von Köln
Josef Kardinal Frings, Köln 1973.
[8] Entrevista con el autor.
[9] J. FRINGS, Für die Menschen bestellt (cf. supra, nota 7).
[10] ÍD., cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[13] Ibid.
[14] Cf. H. JEDIN, Lebensbericht, Mainz 1984.
[15] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 10).
[16] ÍD., cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte
des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[17] J. RATZINGER, «Stellungnahmen in Latein zu den von Kardinal Cicognani
übersandten Konzils-Schemata», en Íd., Gesammelte Schriften, vol. 7/1 (cf. supra,
nota 1) [trad. esp.: «Tomas de posición, en latín, sobre los esquemas conciliares
enviados por el cardenal Cicognani», en Obras Completas, vol. 7/1].
[3] ÍD., «Der Eucharistische Weltkongress im Spiegel der Kritik» (1961), en JRGS,
vol. 7/1 (cf. supra, nota 2) [trad. esp.: «El Congreso Eucarístico Internacional en el
espejo de la crítica», en Obras Completas de Joseph Ratzinger, vol. 7/1].
[4] Cf. R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[5] E. BETZ, cit. en M. Kopp (ed.), Und plötzlich Papst. Benedikt XVI. im Spiegel
personlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[6] A. R. BATLOGG, «Karl Rahner auf dem Zweiten Vatikanischen Konzil», en P.
Pfister (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite Vatikanische Konzil im Spiegel
Münchener Kirchenarchive, Regensburg 2012.
[10] ÍD., cit. en A. R. Batlogg, SJ, «Karl Rahner SJ auf dem Zweiten Vatikanischen
Konzil», en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus (cf. supra, nota 6).
[11] Ibid.
[12] Entrevista con el autor.
[13] Cf. J. KIRCHINGER y E. SCHÜTZ (eds.), Georg Ratzinger (1844-1899). Ein
Leben zwischen Politik, Geschichte und Seelsorge, Regensburg 2008.
[14] J. RATZINGER, «Kardinal Frings - Zu seinem 80. Geburtstag»: CiG 19 (1967G
ahora también en JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Para el cardenal Frings. En ocasión
de su octogésimo cumpleaños», en OCJR, vol. 7/1].
[15] Entrevista con el autor.
[16] J. RATZINGER, «Stimme des Vertrauens», en N. Trippen (ed.), Kardinal Josef
Frings auf dem Zweiten Vaticanum. Festschrift, Köln 1976, ahora también en
JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «Una voz de confianza. El cardenal J. Frings en el
Vaticano II», en OCJR, vol. 7/1].
[26] Ibid.
[27] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 7).
[28] Entrevista con el autor.
31. El mundo, en situación crítica
[1] J. RATZINGER, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein
Rückblick, Köln 1963, ahora también en ÍD., «Die erste Sitzungsperiode des
Zweiten Vatikanischen Konzils», en Íd., Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 7/1,
Freiburg i. Br. 2012.
[2] BENEDICTO XVI, «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II (14 de
febrero de 2013)».
[3] Entrevista con el autor.
[13] Ibid.
[14] Cf. N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[15] Entrevista con el autor.
[16] G. SIRI, Diario, 356, cit. según R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil (cf.
supra, nota 4).
[7] BENEDICTO XVI, «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II» (cf.
supra, nota 1).
[8] Entrevista con el autor.
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[14] J. RATZINGER, «Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils.
Ein Rückblick», en JRGS 7/1, Freiburg i. Br. 2012.
[15] ÍD., «Stimme des Vertrauens» (cf. supra, nota 6).
[16] Y. CONGAR, Mon Journal du concile, vol. 1, Paris 2002, 4.
[25] Ibid.
[31] Ibid.
[32] BENEDICTO XVI, en La Repubblica, 13 de mayo de 2005.
[33] Ibid.
[34] K. RAHNER, cit. en P. Pfister (ed.), Erneuerung in Christus. Das Zweite
Vatikanische Konzil im Spiegel Münchener Kirchenarchive, Regensburg, 2012.
[2] G. SIRI, cit. en R. de Mattei, Das Zweite Vatikanische Konzil. Eine bislang
ungeschriebene Geschichte, Ruppichteroth 2011.
[5] Cit. en ibid.
[6] Cf. ibid.
[7] K. RAHNER, «“Erneuerung in Christus”, Brief von Karl Rahner an Hugo Rahner
vom 2.11.1963»: Stimmen der Zeit, septiembre de 2012.
[8] Ibid.
[9] Todas las citas en F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer
Freundschaft, München 2008.
[10] H. DE LUBAC, cit. en Mitteilungen des Instituts Benedikt XVI. (MIPB) 1,
Regensburg 2008.
[11] Entrevista con el autor.
[12] Cf. F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 9).
[15] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 9).
[16] H. KÜNG, cit. en Der Spiegel, 20 de diciembre de 1961.
[7] Ibid.
[8] Der Spiegel, 11 de diciembre de 1963.
[12] V. PFNÜR, cit. en M. Schlögl, Joseph Ratzinger in Münster 1963-1966 (cf. supra,
nota 3).
[15] Cit. en V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[16] BENEDICTO XVI, carta de 4 de julio de 2009 al arzobispo de Paderborn Hans-
Josef Becker, cit. según M. Schlögl, Ratzinger in Münster (cf. supra, nota 3).
[2] R. RAFFALT, Wohin steuert der Vatikan?, München 1973 [trad. esp.: ¿A dónde va
el Vaticano? El papa, entre la religión y la política, Unión Editorial, Madrid 1974].
[3] Cf. F. M. WILLAM, en Geist und Leben 2/1979.
[5] PABLO VI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine
Geschichte des Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[6] PABLO VI, cit. en A. von Teuffenbach, «Weg vom Schauspiel, hin zur
Diskussion»: Vatican-Magazin 6/2013.
[7] BENEDICTO XVI, en La Repubblica, 13 de mayo de 2005.
[8] ÍD., «Discurso al clero romano sobre el Concilio Vaticano II (14 de febrero de
2013)».
[11] PABLO VI, «Discurso de apertura del segundo periodo de sesiones del Concilio
Vaticano II (29 de septiembre de 1963)».
[12] J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg - Rückblick auf die zweite
Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964, ahora también en
JRGS, vol. 7/1 [trad. esp.: «El Concilio en camino. Mirada retrospectiva al
segundo periodo de sesiones del Concilio Vaticano II», en OCJR, vol. 7/1].
[14] J. RATZINGER, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[15] ÍD, Die erste Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils. Ein Rückblick,
Köln 1963, ahora también en ÍD., «Die erste Sitzungsperiode des zweiten
Vatikanischen Konzils», en Íd., Gesammelte Schriften (JRGS), vol. 7/1, Freiburg i.
Br. 2012.
[16] ÍD., en A. R. Batlogg, SJ, «Karl Rahner SJ auf dem Zweiten Vatikanischen
Konzil», en A. R. Batlogg, SJ, C. Brodkorb y P. Pfister (eds.), Erneuerung in
Christus. Das Zweite Vatikanische Konzil (1962-1965) im Spiegel Münchener
Kirchenarchive, Regensburg 2012.
[17] J. FRINGS, cit. en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra, nota 4).
[18] ÍD., cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra, nota 5).
[19] J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg (cf. supra, nota 12).
[20] ÍD., «Kardinal Frings - Zu seinem 80. Geburtstag»: CiG 19 (1967), ahora también
en JRGS, vol. 7/1.
[24] G. GROTTI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 5).
[25] J. FRINGS, cit. en F. Derwahl, Benedikt XVI. und Hans Küng: Die Geschichte
einer Freundschaft, München 2008.
[26] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 25).
[27] J. FRINGS, «Erinnerungen», en N. Trippen, Josef Kardinal Frings (cf. supra,
nota 4).
[28] J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg (cf. supra, nota 12).
36. El legado
[1] Cit. en R. M. WILTGEN, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber. Eine Geschichte des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Feldkirch 1988.
[5] ÍD., «Zum 100. Geburtstag von Kardinal Frings»: Communio 3/16 (1987).
[6] ÍD., Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[7] J. HEENAN, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 1).
[11] ÍD., «Ergebnisse und Probleme der dritten Sitzungsperiode», en JRGS, vol. 7/1
[trad. esp.: «Resultados y problemas del tercer periodo del Concilio», en
OCJR7/1].
[12] Ibid.
[15] PABLO VI, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf. supra,
nota 1) [el breve puede consultarse en la ciberpágina del Vaticano:
https://bit.ly/3cMQeeu].
[16] J. RATZINGER, «Die letzte Sitzungsperiode des Konzils», en JRGS, vol. 7/1
[trad. esp.: «El último periodo de sesiones del Concilio», en OCJR, vol. 7/1].
[17] Ibid.
[19] C.-P. MÄRZ, «50 Jahre Konzil - Die Dogmatische Konstitution über die gotthche
Offenbarung “Dei Verbum”»: Theologie der Gegenwart 1/2015.
[20] J. RATZINGER, «Kommentar zu “Dei Verbum”», en Lexikon für Theologie und
Kirche2, ahora también en ÍD., Gesammelte Schriften, vol. 7/2: Zur Lehre des
Zweiten Vatikanischen Konzils, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «Comentario a la
Dei verbum», en Obras Completas de Joseph Ratzinger, vol. 7/2: Sobre la
enseñanza del Concilio Vaticano II, BAC. Madrid 2019].
[21] JUAN XXIII, cit. en R. M. Wiltgen, SVD, Der Rhein fließt in den Tiber (cf.
supra, nota 1).
CUARTA PARTE
EL MAESTRO
37. Tubinga
[1] Entrevista con el autor.
[2] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[3] Ibid.
[4] H. KÜNG, Erkämpfte Freiheit, München 2002.
[5] D. DECKERS, Der Kardinal. Karl Lehmann - Eine Biographie, München 2002.
[6] M. KARGER, « Walter Jens - Hans Küng und Joseph Ratzinger», en Mitteilungen
des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB 2), 2, Regensburg 2009.
[7] Entrevista con el autor.
[8] Der Spiegel, 14 de enero de 1980.
[13] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 2).
[14] M. SCHLÖGL, «Joseph Ratzinger und die Nouvelle Théologie»: Klerusblatt
2017.
[15] N. TRIPPEN, Josef Kardinal Frings, Paderborn 2005.
[16] Entrevista con el autor.
[23] Ch. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
[28] Ibid.
[29] Ibid.
[30] G. VALENTE, «1966-1969. Die schwierigen Jahre»: 30Tage 5/2006.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] J. RATZINGER, Einführung in das Christentum, München 1968.
[7] Ibid.
[11] Ibid.
[12] Die Tagespost, 8 de abril de 2016.
[13] M.-G. LEMAIRE, «Joseph Ratzinger und Henri de Lubac», en Mitteilungen des
Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 8, Regensburg 2015.
[14] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Preundschaft,
München 2008.
[15] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[16] Entrevista con el autor.
[9] Ch. FELDMANN, Papst Benedikt XVI.: Eine kritische Biografie, Hamburg 2006.
[10] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[11] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[12] V. TWOMEY, «Sermón en la misa mayor con motivo del sexagésimo aniversario
de la ordenación sacerdotal de Joseph Ratzinger», impartido en la iglesia de los
Santos Pedro y Pablo, Cork (Irlanda).
[13] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[14] Ibid.
42. Tensiones
[1] F. WALTER, «Katholizismus in der Bundesrepublik - Von der Staatskirche zur
Sakularisierung»: Blätter für deutsche und internationale Politik, vol. 41, 1996.
[2] R. VODERHOLZER, «Der Geist des Konzils. Ein Blick auf seine Deutungsge-
schichte»: Die Tagespost, 8 de marzo de 2014.
[3] J. RATZINGER y H. MAIER, Demokratie in der Kirche. Möglichkeiten, Grenzen,
Gefahren, Limburg 1970 [trad. esp.: ¿Democracia en la Iglesia?, San Pablo,
Madrid 2005].
[4] G. VALENTE, «Ratzinger in Regensburg»: 30Tage 8/2006).
[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[6] K. RAHNER, Erinnerungen, Innsbruck 2001.
[7] M.-G. LEMAIRE, «Joseph Ratzinger und Henri de Lubac», en Mitteilungen des
Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 8, Regensburg 2015.
[17] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[18] Entrevista con el autor.
[31] Ibid.
[32] Ibid.
[33] Ibid.
[34] Ibid.
[12] Hochland, Zeitschrift für alle Gebiete des Wissens und der Schönen Künste, vol.
60, München/Kempten, agosto/septiembre de 1968.
[13] K. R. MAI, Benedikt XVI.: Joseph Ratzinger: sein Leben - sein Glaube - seine
Ziele, Köln/Mühlheim 2010.
[14] H. U. von BALTHASAR y J. RATZINGER, 2 Plädoyers. Warum ich noch ein
Christ bin. Warum ich noch in der Kirche bin, München 1971.
[15] Ibid.
44. Reconquista
[*] En lengua española en la edición original alemana [N. del T.].
[1] BENEDICTO XVI, «Discurso del papa al Colegio Cardenalicio y a los miembros
de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22 de diciembre de
2005)»: https://bit.ly/2ORVuUe.
[4] Ibid.
[5] Entrevista con el autor.
[6] BENEDICTO XVI, «Discurso del papa al Colegio Cardenalicio y a los miembros
de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas» (cf. supra, nota 1).
[7] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[8] M. SCHMAUS, «Internationale Katholische Zeitschrift “Communio”»: Wissen und
Leben (www.2198-Artikeltext-3336-1-10-20150722-2.pdf).
[9] Entrevista con el autor.
[10] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[14] C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II. Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[15] Ibid.
[16] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
[21] M. LUTERO, «Von den Juden und ihren Lügen, Schrift aus dem Jahr 1543»,
citado según el pastor Dirk von Jutrczenka, de la iglesia de San Remberto en
Bremen.
[22] J. RATZINGER y H. MAIER, Demokratie in der Kirche. Möglichkeiten, Grenzen,
Gefahren, Limburg 1970.
[23] Joseph Ratzinger, en un programa de Bayerischer Rundfunk, 8 de octubre de
1972.
[24] Entrevista con el autor.
[2] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben, Regensburg 1977 [trad.
esp.: Escatología: La muerte y la vida eterna, Herder, Barcelona 2007].
[3] Ibid.
[4] H. HOPING, «Die Auferstehung der Toten bei Joseph Ratzinger», en Mitteilungen
des Instituts Papst Benedikt XVI. (MIPB) 10, Regensburg 2017.
[5] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nähe zu sein», publicado bajo el título
de «Dass Gott alies in allem sei»; Klerusblatt 72 (1992), luego recogido en ÍD.,
Auferstehung und Ewiges Leben, Beiträge zur Eschatologie und zur Theologie der
Hoffnung (JRGS vol. 10), ed. G. L. MÜLLER, Freiburg i. Br. 2012 [trad. esp.: «Mi
felicidad es estar cerca de ti: Sobre la fe cristiana en la vida eterna», en OCJR 10,
430-436].
[6] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben (cf. supra, nota 2).
[7] Ibid.
[8] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nahe zu sein» (cf. supra, nota 5).
[9] J. RATZINGER, Eschatologie - Tod und ewiges Leben (cf. supra, nota 2).
[10] J. RATZINGER, «Mein Glück ist, in deiner Nahe zu sein» (cf. supra, nota 5).
[11] Ibid.
[12] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[13] Entrevista con el autor.
[14] Ibid.
[15] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 1).
[16] Ibid.
[17] Entrevista con P. Gereon Michael Strauch, antiguo estudiante en Ratisbona.
[18] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[20] Ibid.
[21] K. BIRKENSEER, Hier bin ich wirklich daheim. Papst Benedikt XVI. und das
Bistum Regensburg, Regensburg 2005.
[25] Ibid.
[26] Entrevista con el autor.
[27] P. PFISTER (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und Freising.
Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und Erinnerungen,
Regensburg 2006.
[28] Der Spiegel, 4 de abril de 1977.
[29] F. DERWAHL, Benedikt XVI. und Hans Küng: Geschichte einer Freundschaft,
München 2008.
[2] P. PFISTER (ed.), Joseph Ratzinger und das Erzbistum München und Freising.
Dokumente und Bilder aus kirchlichen Archiven, Beiträge und Erinnerungen,
Regensburg 2006.
[3] Deutsche Zeitung/Christ und Welt, 1 de abril de 1977.
[4] Süddeutsche Zeitung, 25 de marzo de 1977.
[10] K. WAGNER y H. RUF (eds.), Kardinal Ratzinger. Der Erzbischof von München
und Freising in Wort und Bild, München 1977.
[11] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[12] Ibid.
[13] P. PFISTER (ed.), Joseph Raztinger und das Bistum München und Freising (cf.
supra, nota 2).
[14] J. RATZINGER, Aus meinem Leben (cf. supra, nota 11).
[15] G. CARDINALE, «Der Herr wählt unsere Wenigkeit. Fünfundzwanzig Jahre nach
dem Konklave, bei dem Papst Luciani gewahlt wurde», en 30Tage 9 (2003) [trad.
esp. del orig. italiano: «El Señor elige nuestra pobreza», accesible en
https://bit.ly/3g26JVU).
[16] Ibid.
[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[18] Entrevista con el autor.
[19] J. RATZINGER, «Erster Hirtenbrief vom Juni 1977», en K. WAGNER y H. RUF,
Kardinal Ratzinger (cf. supra, nota 10).
[20] K. GABRIEL, Die Kirchen in Westdeutschland: https://bit.ly/3f4Bubn.
[21] Carta del arzobispo de Múnich de 24 de agosto de 1977 sobre la decisión de
Roma referente al orden de la primera confesión y la primera comunión.
[27] Ibid.
[28] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[29] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit
ais Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger
(Monographische Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[30] Entrevista con el autor.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit johannes Paul II. Macht und
Menschlichkeit des Papstes, München 1996.
[9] J. CORNWELL, Wie ein Dieb in der Nacht, München 1991.
[10] Die Tagespost, 6 de noviembre de 2017. Stefania Falasca, con motivo de la
presentación de su libro Papa Luciani. Cronaca di una morte, prólogo del cardenal
Parolin, Milano 2017.
[11] Kathpress, Viena, 24 de agosto de 2018.
[12] G. CARDINALE, «Der Herr wählt unsere Wenigkeit» (cf. supra, nota 3).
[13] Ibid.
[14] C. WIDMANN, en Süddeutsche Zeitung, 10 de octubre de 1978.
[15] Entrevista con el autor.
[16] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[20] C. BERNSTEIN y M. POLITI, Seine Heiligkeit Johannes Paul II (cf. supra, nota
8).
[8] Cit. según A. ŠTRUKELJ, Vertrauen. Mut zum Christsein, St. Ottilien 2012.
[9] Todas las citas se toman de los sermones en A. ŠTRUKELJ, Vertrauen (cf. supra,
nota 8).
[10] Entrevista con el autor.
[11] Ibid.
[12] Süddeutsche Zeitung, 14 de noviembre de 1979.
[13] Ibid.
50. El prefecto
[1] M. LÜTZ, Der Skandal der Skandale. Die geheime Geschichte des Christentums,
Freiburg i. Br. 2018.
[5] B. FINK, Zwischen Schreibmaschine und Pileolus: Erinnerungen an meine Zeit ais
Sekretär des Hochwürdigsten Herrn Joseph Kardinal Ratzinger (Monographische
Mitteilungen. Institut Papst Benedikt XVI.), Regensburg 2016.
[7] J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985.
[9] Ibid.
[10] Ibid.
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Cit. según A. ŠTRUEELJ, Vertrauen. Mut zum Christsein, St. Ottilien 2012.
[3] G. WEIGEL, Zeuge der Hoffnung. Johannes Paul II. Eine Biographie, Paderborn
2002 [trad. esp. del orig. inglés: Biografía de Juan Pablo II: Testigo de esperanza,
Plaza & Janés, Barcelona 1999].
[7] Ibid.
[8] Ibid.
[10] J. RATZINGER, Zur Lage des Glaubens. Ein Gespräch mit Vittorio Messori,
München 1985.
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Die Zeit 41/1985, 4 de octubre.
[11] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
[12] Entrevista con el autor.
[15] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde (cf. supra, nota 8).
[16] Entrevista con el autor.
[17] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[18] Entrevista con el autor.
[19] Ibid.
[20] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[21] Die Tagespost, 22 de noviembre de 2017.
[22] Ibid.
[23] Ibid.
[24] Deutsche Tagespost, 25 de noviembre de 1986.
[25] A. ENGLISCH, Benedikt XVI. Der deutsche Papst, München 2011.
[26] Süddeutsche Zeitung, 17 de enero de 1990.
[27] Entrevista con el autor para la Magazin der Süddeutschen Zeitung (cf. supra, nota
9).
[28] Ibid.
[29] Ch. FELDMAN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
[30] H.-J. FISCHER, Benedikt XVI.: Ein Porträt, Freiburg i. Br. 2005.
[31] Ibid.
[32] Entrevista con el autor.
54. El derrumbe
[1] G. WEIGEL, Zeuge der Hoffnung, Johannes Paul II. Eine Biografie, Paderborn
2002.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] S. BAIER, en Tagespost, 23 de agosto de 2018.
[5] https://www.zeit.de/wissen/geschichte/2010-03/gorbatschow-sowjetunion.
[6] A. RICCARDI, Johannes Paul II. Die Biografie, Würzburg 2012 [trad. esp. del
orig. italiano: Juan Pablo II: La biografía, San Pablo, Madrid 2011].
[24] Carta al autor.
[25] Die Tagespost, 6 de diciembre de 2018.
[26] Entrevista con el autor.
[27] Entrevista con el colaborador Manuel Schlögl.
[37] Ibid.
[38] Ibid.
[39] Ibid.
[40] E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.
[41] Entrevista con el autor.
[42] Ibid.
[4] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst (cf. supra, nota 2).
[5] Ibid.
[14] Ibid.
[15] V. TWOMEY, Benedikt XVI. - Das Gewissen unserer Zeit, Augsburg 2006.
[16] J. RATZINGER, Kirche, Ökumene und Politik (cf. supra, nota 12).
[17] Ibid.
[19] P. COELHO, Der Weg des Bogens, Zürich 2017 [trad. esp. del orig. portugués: El
camino del arquero, Planeta, Barcelona 2020].
[20] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Salz der Erde, Stuttgart 1996.
[21] M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[22] Carta a Esther Betz de 9 de agosto de 1997, transcripción del archivo del autor.
56. El milenio
[1] Carta a Esther Betz de 16 de febrero de 1998, transcripción del archivo del autor.
[9] J. RATZINGER, Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg i. Br. 2000.
[15] F. DERWAHL, Benedickt XVI. und Hans Küng (cf. supra, nota 12).
[16] Frankfurter Allgemeine Zeitung, 22 de septiembre de 2000.
[25] E.-W. BÖCKENFÖRDE, «Die Entstehung des Staats ais Vorgang der
Säkularisierung», en Íd., Kirche und christlicher Glaube in den Herausforderungen
der Zeit, Münster 2004.
[26] J. HABERMAS y J. RATZINGER, Dialektik der Säkularisierung. Über Vernunft
und Religión, Freiburg i. Br. 2005 [trad. esp.: Dialéctica de la secularización:
Sobre la razón y la religión, Encuentro, Madrid 2006].
57. La agonía
[1] Al respecto, véase también: S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst, Leipzig
2007.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] S. DZIWISZ, Mein Leben mit dem Papst (cf. supra, nota 1).
[10] Ibid.
[15] Según www.vaticannews.va.
[16] Citado según Christ in der Gegenwart, ed. especial con motivo de la muerte del
papa, abril de 2005.
58. El cónclave
[1] Copia del archivo del autor.
[20] Ibid.
[21] Die Zeit, 14 de abril de 2005.
[22] Ibid.
[26] H. S. RUPPERT, Benedikt XVI. Der Papst aus Deutschland, Würzburg 2005.
[27] Entrevista con el autor.
[28] https://bit.ly/3jEG6bL.
[29] Ibid.
[7] BENEDICTO XVI, «Discurso a los peregrinos alemanes (25 de abril de 2005)»:
https://bit.ly/3chQmmm.
[10] A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige Heimat,
Freiburg i. Br. 2005.
SEXTA PARTE
EL SUMO PONTÍFICE
[7] Cit. en M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel persönlicher
Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[8] Die Zeit, 28 de abril de 2005.
[11] Cit. en H. S. RUPPERT, Benedikt XVI. Der Papst aus Deutschland, Würzburg
2005 [este primer mensaje de su santidad Benedicto XVI, pronunciado en la missa
pro Ecclesia del 20 de abril de 2005, puede consultarse en español en el ciberportal
del Vaticano: https://bit.ly/2YK4v7Q].
[12] Ibid.
[13] Cit. en Die Welt, 21 de abril de 2005.
[14] Entrevista con el autor.
[16] Ibid.
[17] J. RATZINGER y P. SEEWALD, Gott und die Welt (cf. supra, nota 5).
[18] Entrevista con el autor.
62. La «Benedictomanía»
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] kath.net, 20 de mayo de 2005.
[6] Neue Zürcher Zeitung, 21 de noviembre de 2005.
[14] Cit. en M. KOPP (ed.), Und plötzlich Papst: Benedikt XVI. im Spiegel
persönlicher Begegnungen, Freiburg i. Br. 2007.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10] Cf. Ch. HURNAUS, 33 Reisen mit dem Papst. Unterwegs mit Johannes Paul II.
und Benedikt XVI., Linz 2009
[11] Cf. L’Osservatore Romano, edición semanal en alemán, 2 de junio de 2006.
[12] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013.
[13] BENEDICTO XVI, «Discurso durante la visita al campo de concentración de
Auschwitz (28 de mayo de 2006)»: https://bit.ly/2y2edHT.
[14] Ibid.
[18] Ibid.
[19] A. KISSEER, Papst im Widerspruch (cf. supra, nota 12).
[20] BENEDICTO XVI, «Discurso en la Universidad de Ratisbona: Fe, razón y
universidad. Recuerdos y reflexiones (12 de septiembre de 2006)»:
https://bit.ly/2WAKkYt.
[21] Cf. E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.
[22] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den
dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011
[trad. esp. del orig. italiano: En defensa del papa, Martínez Roca, Madrid 2011].
[11] BENEDICTO XVI, cit. en Die Welt, 22 de febrero de 2013 [el texto en español
puede consultarse en https://bit.ly/2Z87TK5].
[12] Spiegel online, 25 de enero de 2006.
[4] Cit. en A. KISSLER, Der deutsche Papst - Benedikt XVI. und seine schwierige
Heimat, Freiburg i. Br. 2005 [el texto español puede consultarse en:
https://bit.ly/2WJ3Thg].
[5] J. RATZINGER, Aus meinem Leben, Stuttgart 1998.
[15] Ibid.
[16] Entrevista con el autor.
66. La fractura
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Un informante del autor.
[4] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[14] Ibid.
[15] Ibid.
[16] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[17] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota
2).
[18] Cit. en A. KISSLER, Papst im Widerspruch. Benedikt XVI. und seine Kirche
2005-2013, München 2013 [la trad. esp. del discurso de despedida del papa está
disponible en la ciberpágina del Vaticano: https://bit.ly/3ct9X2i].
[22] Cf. R. FOURREY, Der Pfarrer von Ars: Das Leben des Heiligen auf Grund
authentischer Zeugnisse, Heidelberg 1959 [trad. esp. del orig. francés: El cura de
Ars, Herder, Barcelona 1959].
[23] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt (cf. supra, nota 16).
68. El escándalo de los abusos contra menores
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Katholische Presseagentur Kathpress, 30 de octubre de 2019.
[4] Cf. P. RODARI, y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den
dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.
[5] Cf. kath.net, 11 de marzo de 2010.
[6] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[7] Entrevista con el autor.
[8] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 4).
[9] Cf. E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018.
[10] Cf. Süddeutsche Zeitung, 20 de enero de 2014.
[11] Ibid.
[12] Cf. Radio Vaticano, 16 de febrero de 2010.
[13] BENEDICTO XVI, «Carta pastoral a los católicos de Irlanda (19 de marzo de
2010)»: https://bit.ly/2MvndZw.
[14] Der Tagesspiegel, 7 de febrero de 2010.
[15] BR24, 18 de julio de 2017.
[28] BENEDICTO XVI. em., Ja, es gibt Sünde in der Kirche. Zum
Missbrauchsskandal in der katholischen Kirche, Kisslegg 2018 [una trad. esp.
puede consultarse en el ciberportal Paraula, de la archidiócesis de Valencia:
https://bit.ly/3eXdUhf].
[29] katholisch.de, 29 de agosto de 2019.
[30] Klerusblatt, Múnich, abril de 2019.
[31] kath.net, 21 de febrero de 2019 [la trad. esp. de la conversación del papa con los
periodistas puede consultarse en: https://bit.ly/2MCuiaK].
[32] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt (cf. supra, nota 6).
[33] C. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
69. El pastor
[1] Entrevista con el autor.
[2] Cf. S. GRABNER, Im Auge des Sturms: Gregor der Große. Eine Biografie,
Augsburg 2009.
[3] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und die
Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[4] Ibid.
[5] Cf. https://bit.ly/3eVtzxF.
[6] Cit. en kath.net, 24 de abril de 2010.
[7] Entrevista con el autor.
[9] Ibid.
[10] «Palabras del santo padre Benedicto XVI a los periodistas durante el vuelo hacia
Portugal»: https://bit.ly/379CbxO.
[13] Cit. en E. GUERRIERO, Benedikt XVI. Die Biografie, Freiburg i. Br. 2018 [el
texto de la homilía del papa en Birmingham, que incluye la frase de Newman,
puede consultarse en: https://bit.ly/2AQX7gW].
[3] Cf. BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Licht der Welt. Der Papst, die Kirche und
die Zeichen der Zeit, Freiburg i. Br. 2010.
[4] Cf. H. HÄRING, Im Namen des Herrn. Wohin der Papst die Kirche führt,
Gütersloh 2009.
[5] Cf. H. OSCHWALD, Im Namen des Heiligen Vaters. Wie fundamentalistische
Machte den Vatikan steuern, München 2010.
[6] A. POSENER, Benedikts Kreuzzug. Der Angriff des Vatikans auf die moderne
Gesellschaft, Berlín 2009
[12] Ibid. [la cita corresponde al discurso pronunciado por el papa en el Bundestag
alemán el 22 de septiembre de 2011; la trad. esp. oficial puede consultarse en:
https://bit.ly/37qYlM4].
71. Desmundanización
[1] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind. Was in den
dramatischen Monaten des deutschen Pontifikats wirklich geschah, Kißlegg 2011.
[2] F. GLAVANOVICS, Papst Benedikt XVI. und die Macht der Medien. Wie Papstund
Kommunikationsexperten das Medienimage von Papst Benedikt XVI. erklären,
tesis doctoral defendida en la Universidad de Viena, Wien 2012.
[3] Cit. en P. RODARI y A. TORNIELLI, Der Papst im Gegenwind (cf. supra, nota 1).
[4] Spiegel online, 2 de marzo de 2011.
[5] Die Welt, 15 de junio de 2011.
[6] F. GLAVANOVICS, Papst Benedikt XVI. und die Macht der Medien (cf. supra,
nota 2).
[19] Ibid.
[20] Badische Zeitung, 25 de septiembre de 2011 [la trad. esp. de la homilía del papa
puede consultarse en el ciberportal del Vaticano: https://bit.ly/2C5ma0r].
72. La traición
[1] GREGORIO MAGNO, Der heilige Benedikt: Buch II der Dialoge, ed. bilingüe
latín/alemán al cuidado de B. M. Lambert, St. Ottilien 1995 [trad. esp. del orig.
latino: Vida de san Benito y otras historias de santos y demonios: Diálogos, Trotta,
Madrid 2010].
[2] M. POLITI, Joseph Ratzinger. Crisi di un papato, Roma 2011.
[3] Entrevista con el autor.
[4] Extracto de la carta fechada el 15 de diciembre de 2011 (archivo del autor).
[5] W. D’ORMESSON, Der Stellvertreter Christi. Papst und Papsttum, Würzburg
1962.
[6] G. NUZZI, Sua Santità - Le carte segrete di Benedetto XVI, Milano 2012 [trad.
esp.: Las cartas secretas de Benedicto XVI: El libro que ha destapado el escándalo
vaticano, Martínez Roca, Madrid 2012].
[7] Cf. Spiegel online, 28 de septiembre de 2012.
[8] C. FELDMANN, Benedikt XVI. - Bilanz des deutschen Papstes, Freiburg i. Br.
2013.
73. La renuncia
[1] Entrevista con el autor.
[2] Ibid.
[3] Cf. Spiegel online, 11 de febrero de 2013.
[14] Entrevista con J. Schidelko para la alemana agencia católica de noticias KNA,
febrero de 2013.
[15] kath.net, 18 de febrero de 2013.
[16] Entrevista con el autor.
[17] Cit. en kath.net, 18 de febrero de 2013.
[18] Ibid.
[19] Entrevista con el autor.
[20] kath.net, 23 de febrero de 2013 [la trad. esp. de las palabras del papa puede
consultarse en: https://bit.ly/38ctWS9]
[21] Entrevista con el autor.
[22] kath.net, 24 de febrero de 2013 [la trad. esp. de las palabras del papa puede
encontrarse en: https://bit.ly/2NF047x].
[23] Entrevista con el autor.
[24] Ibid.
[25] BENEDICTO XVI y P. SEEWALD, Letzte Gespräche, München 2016.
[26] kath.net, 27 de febrero de 2013 [la trad. esp. puede consultarse en:
https://bit.ly/3ik5oeW].