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Jesús nos enseña la alteridad como don del Padre.

(Jn 18,9)

Fray Andrés Julian Herrera Porras,O.P.

Justo en medio de la noche, en el momento en que es apresado Jesús, a pesar de la traición y


de todo el conflicto que pudo suscitar la serie de eventos que ya todos conocemos, tuvo la
valentía de cumplir no solo la voluntad del padre, con aquella disposición que Él mismo
había interpretado como voluntad de divina. Se trata del cumplimiento del texto que el mismo
evangelista menciona, casi haciendo un paréntesis, con la siguiente frase: “Así se cumpliría lo
que había dicho: “No he perdido ninguno de los que me has dado” (Jn,18,9)

El ejercicio del cumplimiento no es otra cosa que la culminación de lo manifestado


por el mismo Jesús en algunos pasajes anteriores, concretamente en la sinagoga de
Cafarnaún, donde se pone en la boca del maestro la siguiente afirmación: “Y está es la
voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me ha dado, sino que lo
resucite el último día.” (Jn. 6,39.) Jesús interpreta la voluntad del padre, la vive, la da a
conocer y se asegura de su cumplimiento; es un acto completo de obediencia ante la voluntad
divina, incluso en los momentos adversos.

Ahora bien, es pertinente preguntarnos quienes son esos que ha recibido Jesús, porque
los ha obtenido, que es eso de perderlos, como se podría perder uno de ellos y como evita
realmente Jesús que se pierdan. Quizá eso nos de luces hoy de lo que es realmente la
salvación y de cómo se desarrolla aún en nuestros días el denominado plan salvífico de Dios,
la construcción de ese Reino de Dios que según Jesús ya está entre nosotros.

La literalidad del pasaje nos podría llevar a pensar que se trata de una salvación
momentánea de los discípulos que son salvos de la mano de los que apresan a Jesús,
efectivamente esa es una interpretación válida y obvia. Sin embargo, hay dos elementos que
se pueden ver cuando se ve a mayor profundidad el texto: En primer lugar, Jesús nos salva en
la historia, en la historia de los discípulos y en la de cada uno; y, en segundo lugar, la
salvación es para todos los que seguían al Maestro y los que lo seguimos aún hoy.

Con todo esto surge de nuevo el interrogante, ¿de qué nos salva? La posición más
ortodoxa, no por ello la más precisa, Jesús nos salva de la condenación eterna. Está postura es
correcta pero da lugar al desarrollo de radicalismos, cuando nos creemos salvos de la
condenación sin más detalles tendemos a señalar a aquellos que consideramos no salvos. El
hijo de María y José nos salva de la condena si, pero no es un tema de puritanismos sino de
conversión, nos permite gracias al misterio de la encarnación acercarnos al Padre y
parecernos más a Él, nos salva de la obsesión del yo para abrirnos a la libertad de reconocer a
los demás.

Jesucristo nos salva mostrándonos que incluso en esos momentos complejos, donde
hay traición y desasosiego, se puede y se opta por los otros, por salvar a los otros, por cumplir
la voluntad del Padre que lleva al Señor a evitar que se pierda cualquiera de los que le han
sido dados. Hemos sido dados, somos un don del Padre para el Hijo y este, el Hijo, Jesús, nos
invita a seguir su ejemplo y ver a los otros como don, como un regalo que nos es dado y que
no podemos dejar que se pierdan.

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