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Jefferson City, capital del Estado de Missouri y del condado de Colé, está
situada a la derecha del Missouri en una elevación, que ofrece una interesante vista
sobre el río, y sobre el animado movimiento que en él reina. La ciudad tenía en la
época a que se refiere esta narración muchos menos habitantes que ahora; pero era,
sin embargo, de importancia por su situación y por el hecho de que en ella se
reunía regularmente el Tribunal del distrito. Había allí varios grandes hoteles en
los que se podía obtener (pagándolo bien, eso sí) alojamiento aceptable y comida
regular. No quise ir a uno de ellos, primeramente porque no me agrada la vida de
hotel, y prefiero dirigirme a los sitios donde puedo conocer a la gente tal como es,
y en segundo lugar porque en la ciudad había una casa en la que por bastante
menos dinero se estaba bien alojado y se comía admirablemente. Era ésta la casa de
la señora Thick en Firestreet n.° 15, boarding house conocida desde el Pacífico al
Golfo de Méjico y desde Boston a San Francisco. Ningún hombre del Oeste, digno
del nombre de tal, pasaba por Jefferson City sin ir a echar un trago más o menos
largo y a oír las narraciones de los cazadores, tramperos y colonos. La casa de la
señora Thick era un sitio donde se podía aprender lo que era el Oeste salvaje, sin
necesidad de visitar los dark and bloody grounds.
Cuando entré en la sala, donde nunca había estado antes, era ya de noche.
Había dejado caballo y armas en una granja, río arriba, donde quería esperar mi
regreso Winnetou, a quien no agradaba habitar en la ciudad y vagar por las calles y
que, por ello, prefería pasar aquellos días en el campo. Yo tenía que hacer varias
compras en la ciudad y además mi traje, que estaba ya muy gastado, necesitaba un
arreglo urgente. Sobre todo las botas altas, se reían ya por varios sitios y habían
perdido su primitiva docilidad hasta tal punto que, por más que tiraba de ellas
hacia arriba, en seguida me volvían a caer sobre los pies.
—«Si alguna vez vas por casualidad a Jefferson City, pásate por la casa de
banca de Wallace y Cía., y allí te dirán dónde estoy en aquel momento.»
Por entre ellos iba de un lado para otro la corpulenta y respetable señora
Thick, cuidando con solícita habilidad de servir a cada uno de sus huéspedes a la
medida de su deseo. Conocía a todos, llamaba a cada cual por su nombre, dirigía a
unos una mirada afectuosa y amenazaba con encubierto movimiento del dedo a los
que parecían inclinados a armar pendencia. También se me acercó cuando me
senté y me preguntó qué deseaba.
—Yes.
—Se me ha ocurrido, al ver que pedía cerveza. Los alemanes beben siempre
cerveza y hacen bien. ¿Usted no había estado nunca en mi casa?
—No; pero hoy quiero acogerme a su hospitalidad. ¿Puede usted darme una
buena cama?
Me dirigió una mirada escrutadora y mi cara le gustó sin duda más que mi
atavío, pues añadió:
—Al parecer hace mucho tiempo que no se ha mudado usted; pero sus ojos
denotan bondad. ¿Quiere usted alojamiento barato?
—Lo creo. Tendrá usted su habitación separada y, para cuando sienta usted
gana de comer, aquí tiene la carta.
—No; pensamos lo mismo que usted y nos consta que es cierto lo que dice
— respondió uno de los caballeros antes citados.
—¿Cuenta dice usted? ¡Pché! Más bien podría decir todo un libro de
contabilidad. Era un hombre de mala fama tan extendida que hasta en los
periódicos de la vieja Europa se habló de él, según he sabido; pero a ninguno hizo
la jugada que a mí.
Parecía que, como yo, era la primera vez que visitaba la casa, pues al decir
estas palabras todos los presentes le miraron con curiosidad. Era un hombre alto y
muy delgado, vestido con una chaqueta de cuero de búfalo, tan usada, que no
tenía más que manchas y piezas. Llevaba unas polainas tan cortas que tío llegaban
con mucho a los mocasines y éstos aparecían cosidos y recosidos con tendones de
ciervo. Cubría su cabeza una gorra que parecía haber sido de piel; pero que había
perdido todo el pelo y hacía el efecto de un estómago de oso vuelto del revés. En
su cinturón, provisto de todos los requisitos imaginables, llevaba el bowieknife, el
revólver y el tomahawk; el lazo colgaba en bandolera de su hombro derecho y tenía
junto a sí un viejo fusil, cubierto, en la culata y en el cañón, de múltiples cortes,
entalladuras y otros caracteres indescifrables para un extraño.
—¿Quién?
—¿Lincoln y Bill el Canadiense? Cuente, cuente, master, que eso tendrá que
oírse.
—Mi nombre es breve y fácil de recordar, señores; tal vez lo hayan oído en
alguna ocasión antes de ahora. Me llamo Tim Kroner.
—En realidad, soy originario de Kentucky; pero era aún un chiquillo que
apenas podía tener el fusil cuando nos trasladamos a Arkansas para ver si aquella
tierra era en realidad tan buena como la pintaban. Digo nos trasladamos porque yo
iba con mis padres y con nosotros venían nuestro vecino Fred Hammer y sus dos
hijas, Mary y Betty. Este vecino era un alemán, que hacía años había venido de su
país y, que me emplumen en este momento si en todos los Estados hay ahora una
muchacha más bonita y mejor que aquellas señoritas alemanas. Ellas y yo nos
criamos juntos, haciendo todo lo posible por contentarnos mutuamente y cuando
quise darme cuenta me encontré con que, a mi parecer, Mary no estaba en el
mundo para otra cosa que para ser mi mujer.
»Pueden ustedes creerme que no me quedé con esta idea dentro del cuerpo,
sino que la eché fuera en seguida y tuve la suerte de que Mary, por su parte, no
pensaba que yo pudiera ser otra cosa que su marido. Los padres se mostraron
conformes, naturalmente, y sólo se trató de la manera de arreglar la boda.
»La vida mía entonces era como estar en el cielo y a todos ustedes se la
deseo cordialmente; pero para gozarla más tiempo del que la gocé yo.
»Un día que había ido al bosque a cortar estacas para una empalizada, vi
venir por entre los abetos un hombre a caballo, que se detuvo junto a mí.
—Good day, muchacho —me dijo—. ¿Hay por aquí alguna granja?
»Era un hombre joven, tal vez dos o tres años mayor que yo, y llevaba un
traje de caza de cuero de ciervo casi nuevo, magníficas armas y un caballo tan
retozón como si lo hubieran sacado del corral en aquel momento. No podía haber
hecho jornada muy larga cuando tanto él como su caballo estaban tan frescos.
Hubiera sido una cosa contraria a la acostumbrada hospitalidad preguntarle su
nombre y demás circunstancias; así es que eché a andar sin decir palabra al lado de
su caballo, hasta que él mismo empezó la conversación diciendo:
»Ya me molestaba tanto llamarme muchacho. ¿Es que era yo aún un chico de
pantalón corto? Respondí secamente:
—Kroner.
—¿Kroner? Muy bien. Yo me llamo William Jones y soy del Canadá. ¿Quién
es el dueño de la otra granja?
—Dos hijas.
—¿Bonitas?
—¿A quién me traes, Tim? —me preguntó mi padre, que estaba en el corral
dando de comer a los pavos.
—No sé quién es; creo que un master William Jones, del Canadá.
»Esto no pareció importarle gran cosa; tomó el aspecto de una persona que
no tiene nada que echarse en cara y cuando por la noche vinieron a casa Fred
Hammer y Betty a pasar un rato, llevó él la conversación y contó las aventuras que
le habían ocurrido en la pampa.
»Apuesto diez paquetes de pieles de castor contra una de conejo a que aquel
hombre no había pisado siquiera la pampa, porque de haberlo hecho no vendría
tan limpio. Así se lo hicimos notar y él para salir del paso, sacó del bolsillo una
baraja y preguntó:
—No.
—En este país lo llaman el monte de tres cartas y es el juego más bonito que
hay. Sólo lo he visto jugar una vez y soy por lo tanto un principiante; pero se lo
enseñaré a ustedes.
»La verdad es que el tal monte de tres cartas nos gustó a todos y al poco
tiempo lo estábamos jugando con ardor; hasta las mujeres se atrevieron a poner
algunos centavos. Parecía efectivamente que Jones no sabía jugar; nosotros
empezamos a ganarle y al poco rato tuvo que echar mano de las monedas de oro,
que tenía en gran cantidad. Nos fuimos animando y arriesgando más dinero; pero
la suerte cambió y perdimos lo ganado y encima dinero. Algunas nuevas ganancias
nos hicieron seguir el juego. Las mujeres habían dejado de jugar hacía tiempo; yo
también acabé por retirarme; pero mi padre y Fred Hammer querían recuperar el
dinero perdido y cada vez hacían posturas mayores; a pesar de mis advertencias y
de los ruegos de las mujeres, el juego iba teniendo un aspecto más y más peligroso
para ellos.
—¡Damn! ¿Lo queréis así? Pues entonces vais a ver quién es Bill el
Canadiense.
—Está bien. Dadme lo mío; pero ¡acordaos de este monte! Algún día me
pagaréis mis ganancias.
—Tanto caso hacemos de tus amenazas como de los hilos de araña que
cruzan el aire. Dele lo suyo, vecino, y que se marche inmediatamente.
»Algún tiempo después tuve que ir a Little Rock para comprar diversas
cosas necesarias para la boda. Para volver más pronto caminé toda la noche y
llegué a la granja por la mañana. La casa estaba cerrada y no se veían por allí los
caballos ni los bueYes. Lleno de inquietud, corrí a casa de Fred Hammer, donde me
encontré con el mismo cuadro. Una angustia indecible se apoderó de mí; espoleé a
mi caballo y volé a casa de nuestro vecino Holborn, que vivía, como yo había dicho
a Bill el Canadiense, a cinco millas de nosotros. En menos de una hora hice el
camino. Cuando me apeé al lado de la cerca, Betty y mi madre salieron
apresuradamente de la casa.
»Betty había ido con su padre a coger maíz y Mary se había quedado sola en
la casa. A pesar de que el maizal estaba lejos, les pareció oír gritos ahogados de
mujer. Volvieron corriendo y llegaron a tiempo para ver un grupo de hombres a
caballo que se alejaba, uno de los cuales llevaba atravesada en la silla a la
muchacha atada. Habían penetrado en la granja en pleno día y se habían
apoderado de mi novia. En la casa todo estaba en desorden: el dinero, la ropa, las
armas y las municiones habían desaparecido. Además, los ladrones habían sacado
los caballos del corral y los habían ahuyentado para evitar la persecución
inmediata.
—Han ido río arriba. Han dicho que te dejarían señales para que puedas
seguirlos sin extraviarte.
»Fui encontrando las señales prometidas: de trecho en trecho una rama rota,
una entalladura en la corteza de un árbol; de manera que, sin parar casi fui
adelantando camino rápidamente hasta que llegó la noche y la oscuridad me
obligó a detenerme. Trabé a mi caballo y me envolví en la manta. Oía el rumor que
hacía el viento en las copas de los árboles y dentro de mí rugía la tempestad. No
pude dormir, ni siquiera descansar. En cuanto empezó a clarear, monté otra vez a
caballo y antes del mediodía llegué al sitio donde habían acampado mi padre y sus
compañeros. La ceniza del fuego estaba humedecida por el rocío, señal segura de
que también ellos habían emprendido la jornada temprano.
»Así seguí hasta la confluencia con el río Canadiense. Allí el bosque era más
espeso y las señales que yo encontraba más claras y más recientes. Apreté el paso
aún más. Mi buen caballo, a pesar del esfuerzo realizado, no mostraba todavía
indicios de fatiga.
»De pronto oí una voz de hombre cuyo fuerte acento resonaba en medio del
bosque Las palabras que pronunciaba eran inglesas; debía, pues, de ser un blanco
el que tan descuidadamente daba a conocer así su presencia. Dirigí mi caballo al
sitio de donde venía la voz y ¿qué creerán ustedes que me encontré?
»Delante del tronco en que estaba subido había en el suelo un hacha grande,
un buen fusil y algunas otras cosas de las que son necesarias en aquella comarca.
Era evidente que aquel hombre se estaba ejercitando en la oratoria y me hizo la
impresión de ser capaz de saber elevarse, a fuerza de lucha y de trabajo, a una
posición mejor de la que puede ofrecer el Oeste.
—¡Psché! Deje quieto el fusil, pues no tengo gana de comerlo a usted ni que
me meta un pedazo de plomo en el cuerpo — le respondí.
—Me llamo Tim Kroner y desde ayer vengo río arriba, persiguiendo a una
cuadrilla de bandidos que me ha robado la novia.
—Diez o doce.
—¿A caballo?
—Sí.
—¡Bounce! Hace muy poco me he cruzado con una pista de ese número de
caballos y he vuelto a encontrar otra parecida cerca de aquí; pero en esta última he
creído observar una docena más de cascos que en aquélla.
—Es que mi padre y dos vecinos han salido antes que yo en su persecución.
—Perfectamente. ¿De modo que son ustedes cuatro contra doce? ¿Quieren
mi ayuda?
—Aquí está de nuevo la pista. Dos, seis, nueve, once, quince caballos.
Cuando la encontré por primera vez, eran sólo doce. La gente de usted ha pasado,
pues, por aquí y apenas hace un cuarto de hora, porque las hierbas que han
aplastado al pisar no se han vuelto a enderezar aún. Arree usted a su caballo para
que los alcancemos pronto.
»Echó otra vez a andar rápidamente dando grandes zancadas y yo tuve que
poner mi caballo al trote corto para poder ir a su paso.
»Hacía un rato que habíamos salido de la parte más espesa del bosque y
caminábamos a la sazón por entre monte bajo. Llegamos a una gran entrada que
hacía la pampa penetrando bastante en el bosque. A lo lejos se veía una masa
espesa de árboles y entre ella y nosotros observamos tres jinetes que marchaban
uno detrás de otro a la manera india. Aunque el sol se había puesto, a la luz del
crepúsculo pudimos verlos claramente. Lincoln levantó un brazo.
»Echó a correr, dando grandes saltos y apoyándose sobre una pierna para
saltar, hasta que aquélla se fatigaba y entonces se apoyaba en la otra. Esta es la
manera única de poder conservar durante bastante tiempo paso tan forzado. Así
fuimos disminuyendo rápidamente la distancia que nos separaba de ellos y como
se pararon en cuanto nos vieron, pronto nos reunimos con ellos.
—¡Por fin has llegado, Tim! —exclamó mi padre—. ¿Quién es este hombre?
—Un tal mister Abraham Lincoln, a quien he encontrado a la orilla del río y
que quiere ayudarnos. No, no me digáis nada; ya sé todo lo que ha pasado. Ahora
¡adelante hasta dar con los ladrones!
»Seguimos nuestro camino sin decir palabra; pero con el machete suelto en
la vaina y el fusil dispuesto en la mano. Guando llegamos a los primeros árboles,
Lincoln se inclinó hacia el suelo para observar detenidamente las huellas y dijo;
—Vamos a ver lo que hay aquí, señores, pues en la oscuridad del bosque no
podremos hacerlo. Vean ustedes las huellas de estas herraduras, son las más
profundas. Este caballo va más cargado que los demás; debe de ser el que lleva a
su jinete y a la muchacha. Fíjense ustedes también en que cojea: sólo apoya la pata
izquierda por la parte de delante. Tendrán que dejarlo descansar y pronto
desmontarán.
—Well, sir, tiene usted razón —dijo mi padre—. ¡Vamos pronto adelante!
—¡Alto! Eso sería una tremenda torpeza. Yo calculo que nos llevan todo lo
más un cuarto de hora de delantera y tal vez hayan acampado ya. ¿Quiere usted
que nuestros caballos les avisen de que nos acercamos y echarlo todo a perder?
«Así se hizo y luego seguimos avanzando a pie. Lincoln iba delante; todos le
habíamos reconocido tácitamente como nuestro guía. Sus predicciones se
confirmaron pronto, pues al poco rato percibimos olor a quemado y poco después
vimos un humo claro, que salía por entre las copas de los árboles.
Lo que teníamos que hacer era evitar el más pequeño ruido. Ocultándonos
detrás de cada árbol y atravesando rápidamente los espacios intermedios, nos
fuimos acercando hasta que llegamos a ver una hoguera y once hombres que se
habían acomodado alrededor de ella. Entre ellos estaba sentada Mary, pálida como
una muerta, con las manos atadas y la cabeza caída hacia delante.
»No pude sufrir la vista de aquel espectáculo. Sin consultar con los otros,
apunté con mi fusil.
—¡No tire! —me advirtió Lincoln en voz baja—. Falta uno de ellos y...
—¡Tim! ¿es posible que seas tú? —exclamé loca de alegría y se abrazó a mí
tan estrechamente que apenas me dejaba moverme.
—¡Suéltame, Mary, que ahora tengo que ocuparme de otra cosa! — le dije.
»Era mi padre, que levantando el fusil cogido por el cañón se precipitó hacia
el árbol. Yo corrí detrás de él. Entonces se oyó el segundo tiro; un hombre a quien
no pude reconocer con claridad, salió corriendo y mi padre cayó a mis pies, con el
pecho pasado de parte a parte. Ciego de ira, corrí en persecución del fugitivo. No
podía verlo, pero sí apreciar la dirección qué seguía. En unos cuantos saltos llegué
al sitio donde los ladrones habían trabado a sus caballos. Estos ya no estaban allí y
sólo quedaban los extremos de los lazos, cortados a toda prisa, atados a unos
piquetes. Me convencí de que ya no podría alcanzar a aquel hombre, ya que él iba
a caballo y yo no.
»Guando volví al lugar de la lucha, habían colocado los dos cadáveres el uno
junto al otro y Lincoln estaba reconociéndolos.
»Tenía razón por todos lados. Jamás he olvidado lo que dijo ni el momento
aquél, pueden ustedes creerlo.
»Yo quería haber sido labrador y nada más que labrador; pero mi destino lo
había dispuesto de otro modo. Mary y mi padre habían muerto. A mi madre le
hizo tanta impresión la doble desgracia que empezó a decaer y no tardó mucho en
morir. Yo no pude resistir la estancia en un lugar donde tan feliz había sido; así es
que vendí a Fred Hammer la granja por lo que quiso darme, me eché el fusil al
hombro y me marché al Oeste pocas semanas antes de que Betty Hammer se casara
con un mulato, guapo chico y más valiente de lo que suelen ser las gentes de color.
»Había entonces en los dark and bloody grounds mucha más animación y
mayor movimiento que hoy; pueden creerlo cuando yo lo digo. Los pieles rojas
hacían incursiones más atrevidas en nuestro país que ahora y había que tener los
ojos bien abiertos para no acostarse una noche y despertar a la mañana siguiente
sin cuero cabelludo en los campos de caza eternos. Sin embargo, no era esto lo
peor, pues a tres, cuatro y aun más indios se les puede tener a raya; pero es que
había con ellos una multitud de blancos de la peor especie, de los que llaman en el
Oeste runners y loafers, parecidos a los tramps que tanto dan que hacer en estos
tiempos a las personas decentes, y aquella canalla era más astuta y más temible
que todos los indios juntos que había entre el Mississippi y el Gran Océano.
»Uno de ellos sobre todo daba que hablar a las gentes; un hombre
endiablado, cuya audacia era tan grande que su fama había llegado hasta el
continente europeo. Ya habrán ustedes comprendido que me refiero a Bill el
Canadiense. ¿Saben ustedes que no es ni más m menos que un gitano inglés?
Primeramente llegó al Canadá y allí tuvo un mísero negocio de comercio en
caballos hasta que se dio cuenta de que con la baraja se podía ganar mucho más
dinero. Se dedicó al monte de tres cartas eligiendo por campo de operaciones las
colonias británicas y adquirió tal maestría que atravesó la frontera y se dedicó a
explotar a los incautos yankis. Al principio ejerció su industria en el Norte y en el
Este; allí desplumó hasta a los más tunos y luego se trasladó al Oeste, donde hizo,
además, fechorías que le hubiesen llevado diez veces a la horca si no hubiera sido
lo bastante listo para evitar que se le pudieran probar. ¿No le había ocurrido así
conmigo? Yo sabía quién era el asesino de mi padre y de Mary; podría jurarlo mil
veces; pero ¿le había visto yo tirar? No, y por eso era imposible que un jurado lo
condenase. Ahora que yo no le había perdonado; bien pueden ustedes creerme. Un
buen fusil es el mejor jurado y yo me limité a esperar a que nuestros caminos se
cruzasen.
»Ya hacía tiempo que yo no era un novato: tenía buenos puños, excelente
vista, cuerpo sano y algunos años de fatigas y experiencia. Últimamente me
encontraba en el curso superior del viejo Kansas, cazando castores. Había hecho
una buena caza y después de vender las pieles a unos agentes de la Compañía, me
dirigí hacia el Mississippi, pues quería pasar a Tejas, comarca de la que se hablaba
tanto por entonces, que ya le zumbaban a uno los oídos de oírlo.
»Para ello se ofrecían no pocas dificultades, pues el país que tenía que
atravesar era endiabladamente peligroso. Los creeks, los seminolas, los chocktaws
y los comanches andaban a la greña unos con otros y se peleaban a muerte, sin
dejar por eso de tratar a todos los blancos como enemigos comunes. Había, pues,
que tener ojos y oídos listos. Mi camino pasaba justamente por en medio del teatro
de la lucha y yo iba enteramente solo, es decir, que no podía contar más que con mi
cautela y mi resistencia. Ni siquiera tenía caballo; agentes de la Compañía me lo
habían comprado casi de balde y así es que me veía obligado a cabalgar sobre mis
mocasines. Me mantuve siempre en la dirección de Smoky-Hill y por mi cuenta no
podía estar ya muy lejos del Arkansas. Cada vez me encontraba más riachuelos de
los que van a desaguar en él y tropezaba con animales de los que sólo se ven junto
a los grandes ríos.
»Eché a andar rápidamente y vi, por entre los árboles, la brillante superficie
del río y en el agua la primera hilada de troncos de una almadía. De pie sobre ella
estaba Lincoln, no con señoras y caballeros, sino solo, completamente solo, con un
libro abierto en la mano izquierda y acompañando lo que leía con movimientos de
la mano derecha, como si quisiera cazar los mosquitos y las libélulas que volaban
sobre el río.
—¿Quién es usted? ¡By good! ¡Si es master Kroner, el que anduvo a tiros por
su novia! Espere usted aun dos minutos en tierra, hasta que acabe mi discurso. Es
de mucha importancia que lo acabe, pues tengo que salvar a un inocente acusado
de asesinato.
—Tiene usted razón. El dolor es mal compañero y no se debe uno atar con él
a un sitio, sino al contrario, llevarlo lejos, sacudírselo y volver luego libre de él. Yo
sigo haciendo lo que hacía: cortar madera donde no me cuesta nada y llevarla
donde me vale buenos dólares. Pero ésta va a ser la última almadía que hago,
porque quiero ir al Este para ver si allí puedo hacer alguna cosa mejor. Si hubiera
terminado mi tarea aquí, podía venir conmigo; pero aun tengo que quedarme aquí
unos quince días.
—Me parece perfectamente que se quede usted aquí y me eche una mano.
Además, su compañía me vendrá muy bien por otra razón. Los indios andan
rondando estos alrededores como mosquitos, desde hace poco, y para hacerles
frente, dos hombres valen más que uno, a no ser que continúe usted con su
costumbre de disparar cinco minutos antes de lo debido.
—Sus buenas dos jornadas. Pero se puede hacer el viaje mejor y más
rápidamente. Añadiendo otra hilada a la almadía, para que ofrezca mayor
resistencia y se gobierne mejor, se baja por el río. De este modo no se tarda un día
completo. Deja usted allí la almadia y después la recogeremos.
—Pero la vuelta será peligrosa, si los indios no se van por otro lado. Me
choca que aun no me hayan hecho una visita aquí.
—¡Bounce! Veo que se ha hecho usted un hombre de provecho. Come on, pues
y manos a la obra.
»A la mañana siguiente iba yo por el río en la almadía. El río estaba libre y
había bastante corriente, así es que al anochecer me encontré delante del fuerte.
Atraqué; dejé bien segura la almadía y me dirigí a la empalizada que rodea las
casas fortificadas que constituyen el fuerte.
—Tiene usted que hablar con el coronel Butler, que manda el fuerte— me
dijeron—. Está arriba, en el pabellón de oficiales.
—¿Quién me anunciará?
»La puerta estaba sólo entornada. Antes de entrar, quise ver con qué clase de
gente tenía que habérmelas y miré por la rendija. En medio de la habitación había
una mesa de madera sin labrar, alrededor de la cual estaban sentados unos diez
oficiales de diferentes grados, que jugaban a las cartas, a la luz de unas velas de
sebo de ciervo Estaban jugando al monte de tres cartas. Precisamente en frente del
coronel estaba nada menos que Bill el Canadiense, que tenía ante sí un gran
montón de dinero, y oro en polvo y en pepitas y que estaba tirando las tres cartas
como él sabía hacerlo.
—¡Bill el Canadiense! ¿Es posible? Aquí ha dicho que se llama Fred Fletcher.
Suéltelo usted.
—Sí; pero antes quiero que se convenzan ustedes de que digo la verdad. No
juega con tres cartas, sino con cuatro.
—¡Zounds! Tiene usted razón y le debemos gratitud, porque este sujeto nos
había casi desplumado. Suéltelo, que ahora tiene que vérselas con nosotros .
—¿Es cierto eso? Si puede usted probarlo, ya se ha acabado todo para él.
—¿Qué quiere?...
—Ya se enterará usted de lo que quiere este hombre —dijo el coronel—. ¿Es
usted William Jones, o Bill el Canadiense por otro nombre?
—O me la habrán puesto en ese sitio. Tal vez sepa algo de esto el que me ha
cogido del brazo.
—Tiene usted buenos puños, master —dijo el coronel riendo—. Pero déjelo
usted, pues no vale la pena. Pronto nos encargaremos de él y llevará su merecido.
—Sí, justamente la carta que usted nos había enseñado unos segundos antes.
No nos haga reír. ¿Qué piensan ustedes, compañeros: están ustedes convencidos
de la culpabilidad de este master Jones o Fletcher?
—¡Alto, master Jones! ¡Si da usted un paso más, lo dejo seco! — le grité.
»El me miró, vio que yo estaba resuelto a hacer lo que decía y se quedó
parado.
—¡Dos!...
—Es usted hombre que vale cualquier cosa, master... ¿cómo se llama usted?
—Well, milord; pues recíbalos usted con toda su inocencia y cuando los
tenga encima no le quedará otro remedio que aceptarlos. Si quiere usted luego
apelar de ellos al Presidente de los Estados Unidos, le daré con este objeto una
carta de crédito de otros cincuenta o ciento. Teniente Welhurst, llévese a ese
hombre a la explanada y cuide de que reciba lo que le corresponde, sin faltarle
nada.
—Puede usted confiar en mí, mi coronel — dijo el joven oficial, acercándose
a Jones—. Vamos, hombre; los cincuenta le esperan fuera.
—No está aún contento con su ración, teniente —dijo el coronel—. Dele
usted otros diez, o sea, sesenta. Asumo toda la responsabilidad en este asunto y
por eso puedo disponerlo así. Y si tampoco quiere ir ahora, por cada minuto que
tarde en salir recibirá otros diez.
—No tengo más remedio que ir; es posible que se acuerden ustedes de este
monte de tres cartas, porque voy a apelar a un juez en que no piensa ninguno de
ustedes.
—No está usted en terreno muy firme —me dijo—. Necesitamos que
confiese, o por lo menos, que haya un testigo en cuya declaración se pueda confiar.
Mi opinión es ésta: si hago caso de su declaración, se llama Fred Fletcher y no le
conoce a usted. Además, usted no ha visto si el que tiraba era Bill el Canadiense. Ni
siquiera puede usted probar que estuviera con los bandidos. Haré por mi parte
todo lo posible; se lo prometo a usted; pero sé muy bien que tendremos que dejarlo
en libertad. Después, podrá hacer lo que le parezca. En cuanto hayan salido
ustedes del fuerte, estará usted en libertad de hablar con él en la forma que quiera,
sin que nadie lo moleste.
—Devuelvan ustedes a este hombre todo lo que traía consigo y llévenlo con
buena escolta a cinco millas río abajo del fuerte. Llámase Fred Fletcher o William
Jones, no debe permanecer en nuestro territorio un momento más.
—Usted, master Kroner, será nuestro huésped todo el tiempo que quiera, y al
irse puede tomar de nuestro almacén, gratuitamente, todo lo que necesite. ¿O tal
vez prefiere usted ir detrás de ese hombre?
—Well, sir, déjelo usted que corra. A un bicho como ese lo volverá usted a
encontrar seguramente a tiro. Tendrá usted el hacha y las municiones y en
compensación a haber salvado nuestro dinero, voy a poner a su disposición una
canoa con seis remeros que, mañana por la mañana temprano le pondrá a mitad
del camino. Para usted esto es una ventaja y a ellos les servirá de ejercicio y no les
vendrá mal, dada la vida holgazana que aquí se hace. Pero tenga usted cuidado
con los indios. Mis avanzadas me han comunicado que nuestros buenos hermanos
rojos han desenterrado el hacha de guerra.
—Hizo usted bien, Tim Kroner, en deja; marchar a ese Jones —me dijo—. Ya
lo encontrará en mejor ocasión. Mucho me sorprendería que se quedase con los
palos sin intentar, a lo menos, vengarse. Aquí hace un calor asfixiante, así es que
vamos a trabajar de firme para poder irnos pronto.
»Nos pusimos a trabajar como leones; fueron cayendo troncos y más troncos
y al cumplirse la semana ya habíamos puesto la hilada final a la almadía.
»Me interné entonces bastante tierra adentro para cortar mimbres fuertes
con que atar los troncos. Después de coger un gran haz me eché a tierra para
descansar un rato. Había un silencio tan grande que se oía el ruido de las hojas al
caer en el suelo.
»El pobre muchacho era, en verdad, digno de mi compasión; había caído sin
lucha en su primer sendero de guerra. Pero la pampa es una tirana cruel e
inexorable, que no perdona a nadie más que a sí misma. El golpe había sido tan
certero, que el indio no pudo exhalar siquiera un grito. Allí lo dejé, cargué con mi
haz y me apresuré a reunirme con Lincoln.
»Sin decir una palabra, cogió su fusil y me siguió. Cuando llegamos donde
estaba el cadáver, se inclinó sobre él.
—¡Chóquela! Por este honor soy capaz de dejar escapar a Bill el Canadiense.
Pero, ¿qué haremos ahora?
»Allí estaban los que nosotros buscábamos; unos tendidos en la hierba, otros
ocupados con sus ágiles mustangs. Contamos más de trescientos guerreros y como
no había más que choctaws, nos figuramos que sus aliados, los comanches, no
andarían lejos. Estábamos ocultos entre grandes matas de helechos y podíamos ver
todo el campamento, donde se habían encendido las hogueras de la noche. Los
indios no alimentan sus hogueras de la manera descuidada de los blancos, que
amontonan troncos con lo cual, es verdad, que obtienen un gran calor, pero, en
cambio producen altas llamas y humo espeso, que denuncian el lugar del fuego,
sino a la manera cautelosa de los indios, poniendo en la llama sólo el extremo de
los troncos y empujándolos conforme se consumen, con lo cual regulan a su
voluntad la llama y el humo.
»En esto, un buitre que volaba sobre el bosque, comprendiendo que allí iba a
encontrar botín, comendó a describir círculos sobre el claro. Uno de los indios se
levantó, le apuntó con su fusil y disparó con tanto tino que el ave, describiendo un
tirabuzón cada vez más cercano, cayó a tierra. Pronto supimos quien era el tirador,
pues, cerca donde estábamos nosotros oímos decir:
—Pero antes, cada oficial tiene que recibir cien palos; mi hermano rojo me lo
ha prometido así.
—Vámonos de aquí. Podríamos matar a los dos, pero nada ganaríamos con
ello, sino lo contrario. Tenemos que ir a avisar inmediatamente al coronel. Sabemos
ya cuándo van a dar el ataque y esto es lo esencial. La muerte de estos dos
bandidos podría alterar el momento de atacar y esto no nos convendría.
»Un pelotón de infantería hacía el ejercicio cerca del río, bajo la inspección
del coronel. Este me reconoció en seguida, antes de que desembarcara.
—Ahora no, señor. Al contrario; venimos porque creo que usted necesitará
de nosotros.
—¡Mil diablos! ¿Es verdad? Sabía que estaban por estos alrededores; pero
creí que tenían bastante entretenimiento con los creeks y los seminólas, con los que
han tenido un gran combate hace tres días, según me ha informado mi gente.
—¿Lo sabe usted de cierto? Entonces es que ha ido río arriba cuando se ha
separado de él su escolta. ¡Si yo lo hubiera mandado fusilar! Cuente usted lo que
sepa.
—Well, master Lincoln, así se lo deseo. Pero ahora cuénteme lo que ocurre.
—Nos quedamos, si usted nos lo permite, señor. Una ocasión como esta no
es para desperdiciarla.
—Más tarde —dijo Lincoln—. Ahora vamos a llevar nuestra almadía media
milla más allá, para que no la vean los pieles rojas, que registrarán en todo caso los
alrededores del fuerte, y es necesario que no sepan que hay quien ha venido río
abajo, pues como falta su explorador, podrían entrar en sospechas.
»No querían dejarnos ejecutar nuestro proyecte, por temor al peligro que
íbamos a correr; pero Lincoln deshizo todas las objeciones y pronto nos
deslizábamos al bosque, provistos cada uno de una mecha y de varios petardos y
buscapiés.
»La misión que nos habíamos impuesto era difícil y peligrosa; pero con
algún cuidado, podía tener éxito. Era de presumir que no habrían maneado sus
caballos en el bosque, sino que los habrían dejado en la pradera bajo la vigilancia
de alguna gente de los suyos. Por esto, nos echamos en cuanto pudimos a la
derecha, donde había una serie de claros en el bosque, como pequeños lagos.
»Cuando llegamos a la orilla del primero, Lincoln, que iba delante me cogió
de pronto por el brazo y me hizo internarme entre las matas. Había podido ver lo
que su cuerpo me impedía ver a mí: un indio que avanzaba con precaución, a la
sombra de los árboles, acompañado de un blanco.
—¡Bonito cortejo, Tim! Primero los choctaws y luego los comanches; en total
unos seiscientos pieles rojas. El coronel se va a encontrar en una situación apurada
y nosotros lo mismo. Confío en que nuestros petardos bastarán para lo que
queremos.
—No hay más que los de una tribu. La otra habrá dejado los suyos más
atrás. ¡Ven! — me dijo Lincoln.
—Well, allí están los otros, con sus guardianes: aquí hay tres hombres y allí
cuatro. ¿Crees que podremos llegar hasta ellos?
—¿Por qué no? La hierba es alta y si nos ponemos de modo que el viento
venga hacia nosotros, para que los animales no nos descubran, conseguiremos
nuestro propósito.
»Se echó a tierra y se arrastró por entre la hierba, invisible y sin hacer ruido,
como una culebra. Yo lo seguí de cerca. Nos aproximamos tanto a los tres indios,
que estaban sentados en el suelo, que casi podíamos oírlos respirar. Una ligera
pelea a coces entre dos caballos produjo entonces cierto ruido que nos permitió
acercarnos a distancia de poder herir por la espalda a los descuidados indios. Vi
relucir el cuchillo de Lincoln, cogí el mío de entre los dientes, donde lo llevaba, y
los dos descargamos el golpe. Cayeron dos indios.
—¡Muertos los tres! Tim, la cosa no empieza mal. ¡Ahora, a los otros cuatro!
¿O serán, tal vez, demasiados para nosotros?
»Esta vez no era tan fácil nuestra tarea. Teníamos que dar un rodeo, para
llevar el viento de cara y, además, uno de los cuatro hombres estaba en pie, de
manera que era fácil que nos viese. Sin embargo, seguimos adelante aprovechando
todas las ventajas, cuando, de repente, estalló a lo lejos un tumulto diabólico y
después se oyó el tronar de una descarga. Los indios habían comenzado el ataque
del fuerte.
»Al instante se lanzó sobre ellos y yo con él. Cuatro ligeras detonaciones,
algunos tajos y estocadas para completar la obra y también allí nos vimos dueños
del campo.
»Era esta una idea que sólo a un Lincoln podía ocurrírsele; pero no llegó a
realizarse porque en aquel momento oímos la voz grave de los cañones e
inmediatamente un clamor de centenares de voces, que nos descubrieron cuál era
la situación.
—No tenemos tiempo para esto; van huyendo y pronto estarán aquí. Saca
los buscapiés y vete corriendo al otro grupo de caballos. No hace falta que los
sueltes; ellos arrancarán sus ataduras. En aquellos nogales nos encontraremos.
»Fui a todo escape adonde estaba el primer grupo de caballos, saqué eslabón
y mecha, prendí ésta y eché los petardos en medio de los caballos. Cuando llegué
al bosquecillo de nogales, ya me esperaba allí Lincoln.
—Aquí tienen ustedes, señores, estos caballos que les pertenecen y que les
compro si es que no quieren llevárselos en la almadía. No creo que los pieles rojas
se decidan otra vez en mucho tiempo a atacar a Smoky-Hill, gracias a ustedes dos.
Vengan para que vean qué ganancia tan grande es la nuestra en este monte de tres
cartas...
***
Al llegar a este punto, el orador hizo una pausa efectista, vació su vaso, que
le habían vuelto a llenar entre tanto, miró sucesivamente a todos sus oyentes para
ver qué impresión había producido en ellos la narración, hizo con la cabeza un
movimiento de satisfacción y prosiguió:
»Me dirigí a Texas, después estuve algunos años en Nueva Méjico, Colorado
y Nebraska y llegué hasta Dakota para andar un poco con los sioux, de quienes el
trampero más listo tiene siempre algo que aprender.
»Llegué por entonces a las Black-Hills con algunos cazadores, que me dieron
una noticia sorprendente. En aquella época, la fiebre del petróleo había llegado al
período más agudo; se abrían pozos por todas partes y donde no había petróleo,
por lo menos se hablaba de él. Había comarcas enteras empapadas en petróleo y el
que tenía la suerte de conseguir el derecho de compra, podía llegar a reunir
millones en algunos años.
—¿Guy Willmers?... ¿Un mulato?... Fred Hammer, ¿ha dicho usted que se
llama Fred aquei hombre?
—¿Que si los conozco? Mejor que todos ustedes. Fred Hammer vivía junto a
nosotros y Mary, su hija mayor era mi prometida. Los bush-headers me la robaron y,
al salir nosotros en persecución de la banda, Bill el Canadiense la mató y mató
también a mi padre.
—Yo soy. Me fui después a la pampa y cuando volví, algunos años después,
encontré la granja ocupada por gentes extrañas.
—Es que Fred Hammer la vendió bien y después tuvo un negocio en San
Luis. Guy Willmers viajaba por cuenta de ese negocio y una vez que llegó al
Coteau, descubrió el petróleo. Naturalmente, todos se trasladaron allí. Tiene usted
que ir a verlos, master Kroner y les dará una alegría inmensa, se lo aseguro.
—¡Zounds! ¡Que me atraviesen y me asen como a ese pedazo de búfalo, si
mañana mismo no me pongo en camino! Estoy ya harto de las Black Hiils y quiero
ahora vérmelas con los pieles rojas, los linces y los osos. Quizás tenga yo también
la suerte de encontrar un agujero de donde salga todo un lago Michigan de
petróleo.
—Pero antes tiene usted que contarnos la historia de los bush-headers. Bill el
Canadiense ha estado hace poco en Des Moines, donde ha ganado doce mil dólares
al monte de tres cartas, juego endemoniado, que me parece mucho peor aun que el
monte que se juega en Méjico y por allí.
»Era el viejo trampero el que me había cogido por el brazo; pero les digo a
ustedes que hubiera dado cualquier cosa por tener en realidad delante de mí a
William Jones.
—Bien. Salude usted de mi parte a aquella gente y dígales que les deseo de
todo corazón suerte y petróleo.
«Allí me encontré en medio de una hermosa selva virgen, sin nada de monte
abajo, así es que pude avanzar rápidamente. Con mi valiente Arrow, apenas
necesité dos días para proveerme de carne, pues no sabía si en la sabana
encontraría caza.
«¿Quién podría ser aquel hombre y qué vendría a hacer por aquella
apartada sabana? Más por costumbre que por precaución, me cercioré de que el
machete y el revólver estaban en disposición de usarse y esperé al desconocido a
caballo, preparado para lo que viniera.
»'Conforme se iba acercando descubría yo cada vez con más claridad los
detalles de su figura alta y robusta. Montaba un rocín de patas muy altas, cabeza
extraordinariamente grande, y cola pequeña y de escasa crin, que aun parecía más
diminuta por el contraste; pero de un paso muy respetable. Traía en la cabeza un
sombrero de fieltro de enormes alas; cubría su cuerpo una chaqueta de cuero, cuyo
sencillo corte no le estorbaba los movimientos y protegía sus piernas con unas
botas altas que le llegaban hasta el tronco. Llevaba en bandolera un rifle de dos
cañones y al cinto las bolsas de pólvora y municiones. Junto al machete tenía un
revólver y dos objetos extraños, que luego resultaron ser un par de esposas.
«No me era posible verle la cara, por las ancháis alas del sombrero. Lo dejé
avanzar hasta que llegó a tiro y entonces levanté mi rifle.
—¡Heigh-day, esta sí que es buena! Tim Kroner, viejo coatí ¿es que quieres
pegarme un tiro?
—¡Por el diablo, que yo conozco esa voz! —repliqué, bajando el rifle—, pero
ese maldito ¡sombrero no me deja... ¿Eres tú, realmente, Abraham Lincoln, el que
se pasea tan temprano en esa cabra?
—Primero tienes que decirme que es lo que vienes a hacer a esta hermosa
comarca en tu Arrow.
—Adivínalo.
—No. Sé que Fred Hammer vive aquí, pero que se trata del que los dos
conocemos no lo he adivinado hasta que tú me has hablado de un conocido, y
entonces también he recordado el nombre de Guy Willmers.
—Mira, que adivine quien quiera, pero yo no. Menos trabajo me cuesta
derribar un búfalo que adivinar un acertijo.
—¡Ah! sí, las dos ratoneras. Pero ¿es que te has vuelto policía?
—¿Conque abogado? Ya sabía yo que tú ibas por buen camino y creo que no
has de pararte mucho en el punto en que estás. Pero, ¿qué tiene que ver el ser
abogado con tu viaje a caballo?
—Mucho. Dentro del abogado llevo el hombre del Oeste con toda su
habilidad para rastrear, y algunas veces he conseguido echar el guante a criminales
sumamente astutos, que habían escapado a los policías más finos. Ahora un loafer
de lo más redomado se ha entretenido en estafar bonitamente a algunos peces
gordos de Illinois y de Iowa y como ningún detective hasta ahora ha podido
cogerlo, me han dado el bonito encargo de buscarlo y entregarlo a la justicia, vivo
si es posible. Esto «si es posible», me autoriza, naturalmente, a usar las armas
cuando me parezca.
»A distancia, claro está, era imposible verlo. Nos pusimos a buscar señales
de su proximidad; pero no observamos nada importante, hasta que por fin,
sentimos un olor especial, que se iba intensificando cada vez más.
—¡Lack-a-day! ¿Qué perfume es éste que ataca a mi nariz, como si me hubiera
rociado una mofeta de dos varas? — pregunté—. ¿Sabes lo que es, Abraham? No
es el olor del buharro. No sé verdaderamente de dónde vendrá este aroma de
violetas.
—Puedo decírtelo ahora mismo; pero a un hombre del bosque que tiene la
experiencia que tú ¿hace falta que se lo diga? Huele más y acertarás lo que es.
—No doy con ello, Abraham. Huele a muerto, a resina y me parece que
también a barniz o a laca.
»Por el momento no veíamos nada más que la inmensa pampa; pero, algo
después observamos una faja de vapor que se extendía sobre ella de Este a Oeste.
Nos acercamos rápidamente y cuando llegamos a alcanzarla nos encontramos a la
orilla del río, en la que se veía la instalación propia de las explotaciones de
petróleo. En la parte alta, a un centenar de cuerpos de caballo del rio, había una
vivienda de hermosas proporciones, al lado de amplios edificios de carácter
industrial; abajo, junto al río, había una perforadora en plena actividad y a un lado
de ella se extendía una serie de casitas de obreros. Dondequiera que se dirigiera la
vista, se veían fondos, duelas, cercos de barril, barriles ya terminados; unos vacíos,
la mayor parte Henos del precioso combustible.
—¡Good lack! aquí es —dije yo—. Pero me gustaría saber cómo se las arregla
este Guy Willmers para transportar el petróleo desde aquí, pues en el Coteau no
hay camino alguno por donde puedan ir los pesados vehículos que se necesitan
para ello.
—¿No ves aquellas barcazas en el río? En ellas llevan los barriles al Missouri
y allí tienen ya el camino abierto.
—Good day, amigo. ¿Es aquí donde vive un master Willmers? — preguntó
Lincoln.
—¿De nuestro Tim? Eso es... ¡Heigh-ho! ¡Si eres tú mismo, viejo oso! Casi no
te hubiera reconocido. En la pampa te ha crecido la barba de tal modo que no se te
ve más que la punta de la nariz. ¡Bien venido mil veces! Anda, estrecha también la
mano a éstos.
—¿Abraham Lincoln? ¡Es verdad! Bien venido sea usted y no nos tome a mal
que no nos hayamos ocupado antes de usted. Ha cambiado usted un poco en el
tiempo que hace que no nos vemos.
»Se entabló una conversación muy animada y me chocó que Lincoln apenas
tomase parte en ella, no diciendo casi más que monosílabos. ¿Por qué lanzaba
aquellas miradas penetrantes y escrutadoras al señor Holmann, cuando éste no lo
notaba? ¿Sería aquél el hombre a quien buscaba?
—¡Cuidado con lo que se dice, señor! — exclamó Jones, pues no era otro, y
en cuanto habló lo reconocí también por la voz—. la un caballero no se le ofende
impunemente!
—Nosotros, master Lincoln y yo, estábamos muy cerca de usted cuando con
Pantera Negra presenciaban el tiro del hijo de éste y hablaban de su plan. También
estábamos en un claro del bosque cuando usted guió a los indios, usted y el jefe
delante de todos. Dimos cuenta al coronel, naturalmente, de la conducta de usted y
después espantamos los caballos de los indios con petardos. Aquello fue un golpe
maestro. ¿No es verdad, master Jones?
»Al oír esto, que hasta entonces no había sabido, sus ojos relampaguearon y
cerró los puños; pero comprendió que tenía que contenerse.
—¿Me reconocieron ustedes con tanta seguridad que puedan decir lo que
dicen, señores? — dijo con los dientes apretados.
—¿Es usted por ventura dueño y señor de! Oilwork? —preguntó entonces
David Hollmann—. A master Jones no puede usted probarle nada y nosotros
hemos jugado honradamente.
—Es verdad que no soy un príncipe del petróleo; pero si alguien a quien Se
acostumbra a respetar. Y cuando digo a este hombre cuál es mi decisión, sé muy
bien lo que hago.
—Aquí lo dice.
—Pues yo pienso que no. Y si no quiere usted creerlo todavía, mire estas
joyas con que le voy a adornar.
—¿Ve usted como no faltaba tanto? —dijo riendo Lincoln—. Alargue usted
tranquila mente las manos, y oiga lo que le digo: ya ha leído usted la orden de
prisión que le entrega a usted por completo en mi poder. Voy a contar hasta tres. Si
para entonces no tiene usted las esposas puestas, va usted a ver cómo sabe una
bala. Tim, dispara cuando yo diga tres.
—Uno... dos...
Hollmann vio que la cosa iba de veras; presentó las manos y se dejó esposar.
Después se volvió Lincoln a William Jones.
—Han pasado cinco minutos, todavía tiene usted otros cinco. Yo no hablo en
broma. ¡Largo de aquí!
—¡Ah! Por fin. Bien; que pare la máquina, porque tengo que avisar para que
no haya luces ni fuegos encendidos, no sea que tengamos una catástrofe. Ya es casi
de noche; mañana temprano daremos salida al petróleo.
—Va usted a tener que hacer con su prisionero un largo, molesto y peligroso
viaje por el Goteau hasta Iowa —le dijo Willmers—. Espere unos días y podrá con
toda comodidad ir en una de las tres barcazas nuestras que saldrán río abajo hasta
el Missouri. Pronto llegará a Yakton y a Dakota y luego le queda ya poco hasta Des
Moines. ¡Quédese usted! Su prisionero está bien seguro aquí.
—¡Todo el valle arde! — gritó Willmers, y así era. Del pozo donde estaba la
perforadora brotaba un mar de fuego que iba a parar al rio. Jones había libertado a
Hollmann y los dos, para vengarse, habían puesto en marcha la perforadora,
encendiendo en ella una luz. Desgraciadamente, esto había ocurrido pocos
momentos antes de que la perforadora llegase al petróleo. Cuando llegó, los gases
que salían por la abertura, se incendiaron en la luz. Desde donde estábamos
nosotros hacia abajo toda la atmósfera parecía arder. Por fortuna, el fuego no podía
alcanzarnos, como tampoco a los obreros, cuyas casas estaban algo apartadas del
río. Sin embargo, fui hacia allí por si necesitaban auxilio. De pronto me fijé en un
hombre que contemplaba el incendio y que echó a correr en cuanto me vio. Esta
huida me pareció sospechosa y corrí en persecución suya. Cuanto más me acercaba
a él más claramente me daba cuenta de que había algo que le impedía correr con
libertad y de que sus brazos no se movían. Redoblé mis esfuerzos y cuando lo hube
alcanzado reconocí a Holmann, que tenía las manos esposadas aún. Me lancé sobre
él y lo arrojé al suelo y le puse una rodilla en el pecho. Trató de defenderse; pero
con las esposas, su resistencia fue insignificante. Le quité el pañuelo que llevaba al
cuello y con él le até los pies. Rechinaba los dientes de ira y me miraba con ojos
furiosos; pero no pronunció una sola palabra.
—¡Buenas noches, master! —le dije—. El paseo que se ha dado usted no ha
sido muy largo. ¿Quiere decirme dónde está William Jones?
«No contestó.
»El fuego duró algunos días, pasados los cuales logró el ingeniero localizarlo
primero y luego extinguirlo. No hizo mucho daño; por lo menos no hizo el que
pensaban Jones y Hollmann, que seguramente se habían propuesto nuestra muerte
al provocarlo. Más tarde supe que Bill el Canadiense andaba por el bajo Mississippi
y que ganaba bastante dinero con el juego. Desde entonces han pasado vario años;
pero tengo la esperanza de que aun viva y de que caiga alguna vez en mis manos.
»¿Y yo? No me dejaron en paz hasta que planté mi tienda junto a Willmers.
Arrow no quedó muy satisfecho con esta solución y yo también sentía tal
hormiguillo en todo mi cuerpo que al cabo de uno o dos meses acabé por coger
otra vez el rifle y el tomahawk y volví a la sabana y a los bosques, donde pude
olvidar el olor a petróleo y demostrar a los búfalos y a los indios que Tim Kroner
no tiene ganas todavía de cambiar la hermosa pampa por los eternos campos de
caza. Entre Longs Peak y los Epanish Peaks tengo mi cazadero y allí he tomado el
nombre con que me han designado ustedes antes de «el hom bre del Colorado». Y
también es verdad lo que han dicho ustedes de que yo soy el mejor cazador que
existe. ¡Quisiera ver quién es el que puede compararse conmigo en cualquier cosa
que fuere! ¡Lo dicho! Ya he satisfecho el deseo de ustedes y mi narración ha
terminado.
III
—¡Bah! Un indio.
—Tampoco me da cuidado.
—¡Vaya una pregunta estúpida! Su cara rae chocó y quiero saber, a toda
costa qué significa. ¿O es que tiene usted miedo de decírmelo?
Todos los parroquianos estaban en silencio, hasta los de las mesas más
alejadas. Esperaban una escena violenta y nos escuchaban con atención. Yo le
respondí con cachaza y riendo:
—¡Cualquiera lo sabe!
—No son tan necias como usted cree y son necesarias para lo que voy a
decir. Lincoln se estableció como abogado en Springfield el año 1836, más de veinte
años antes del descubrimiento del primer pozo petrolífero. ¿Cómo se compagina
esto con lo que usted nos ha contado?
—¿Quiere usted decir que lo del incendio del petróleo no es cierto? — dijo
con voz amenazadora.
—De que sea cierto no tengo la menor duda; ahora que el lugar y las
personas son distintas.
—¿Cómo es eso?
—¡Thunder-Storm! ¿Es que quiere usted decir que yo no soy Tim Kroner?
—Puede muy bien ocurrir que dos personas lleven el mismo nombre; pero el
auténtico, el verdadero hombre del Colorado es el que yo conozco.
—¡Pues buena pieza conoce usted! Quienquiera que le haya dicho que es
Tim Kroner, el hombre del Colorado, ha mentido y es un canalla. Téngalo usted
entendido y si dice usted lo contrario le tapo la boca con este hierro.
—¡Tápemela usted si le da tiempo para ello! Las balas van más aprisa que
los machetes.
—¡Bah! Tim Kroner no necesita preocuparse por la cara que ponga un sujeto
como usted. Puede usted hacer todos los gestos que quiera; me importa un bledo,
porque yo seguiré siendo el que soy.
Volvió el machete al cinto y se sentó otra vez donde estaba. Los presentes,
no esperaban esta solución pacífica de la disputa; pero se guardaron de traducir en
palabras su decepción. Yo habría podido proceder de muy otro modo; pero no me
pareció bien ofrecer a los parroquianos de una casa de huéspedes un espectáculo
por el estilo de los que dan los runners y los loafers. Nada me importaba que allí
pensasen que yo temía al supuesto hombre del Colorado.
—No tenemos motivo alguno para dejar de creer a usted; pero por mi parte
tengo que hacer una observación a la última parte de su narración, que tal vez le
guste y tal vez no le guste.
—¿Cuál es?
—¿Por qué?
—Porque ya ha muerto.
—Yes.
—De cierto.
—¿Y cómo murió? Espero que no habrá sido de enfermedad, pues tan gran
bribón no merecía esta clase de muerte.
—No crea usted que ha escapado bien. Tiene que agradecer su fin a un
hombre cuyo nombre ya se ha pronunciado aquí.
—Old Shatterhand.
—Sí.
Debo confesar que tenía curiosidad por ver qué historia habría podido
componer aquel hombre con un hecho tan sencillo.
»Se veía allí un grupo de enjutos yanquis, vestidos con el inevitable frac
negro, el sombrero de copa echado hacia la nuca y las manos en los bolsillos, llenos
de cadenas, alfileres, gemelos y dijes de oro; por entre ellos circulaba un pequeño y
apretado tropel de chinos, con sus chaquetas de algodón azules, sus amplios
pantalones blancos y sus largas coletas cuidadosamente trenzadas. Había también
isleños del Sur que andaban lentamente, tímidos y asombrados de verse en tierra
extranjera y, cuando había algo que les sorprendía, aproximaban sus cabezas unos
a otros y cuchicheaban; mejicanos que se paseaban orgullosos, vestidos con
pantalones de terciopelo abiertos por el costado hasta la cintura y guarnecidos de
botones de plata, chaquetas cortas con el mismo adorno y sombreros de hule de
anchas alas; californianos con largos ponchos, tejidos de los colores más brillantes;
señoras y caballeros negros, que olían a mil perfumes y vestidos con los más
recargados ti ajes; indios solemnes, mezclándose con paso grave entre la
muchedumbre; alemanes de aspecto simpático; ingleses con patillas y lentes
enormes; franceses menudos, vivos, que disputaban, charlaban, gritaban y
gesticulaban animadamente; irlandeses de cabellos rojos apestando a aguardiente;
chilenos con sus ponchos cortos; trappers, squatters y backwoodsmen con sus
chaquetas de cuero y sus largos rifles al hombro, tal como acababan de llegar de las
montañas rocosas; mestizos y mulatos de todos los grados y matices de color y
entre ellos lavadores de oro de los que volvían mu chas veces de las minas con
pesadas bolsas del preciado metal, vestidos del modo más fantástico que puede
imaginarse, llenos de jirones, con mil piezas en pantalones, chaquetas, chalecos y
pellizas, con las botas destrozadas, dejando ver los dedos de los pies sin medias y
con sombreros que por espacio de muchos meses habían servido por el día para
proteger del sol y de la lluvia y por la noche de almohada. Y entre todos estos
pequeños grupos se veía a los naturales del país, a los verdaderos y legítimos
dueños del suelo, que quizá eran los únicos de toda aquella masa que no tenían
propiedad alguna y se encontraban en la tris te necesidad de ganarse la vida
trabajando como jornaleros.
»A esta abigarrada mezcla de gentes se agregaban diversos individuos de
robusta complexión y aspecto que inspiraba respeto; marinos ingleses y
americanos de anchos hombros, gigantescos puños y mirada provocativa, y una
multitud de oficiales de marina españoles, con uniformes resplandecientes,
bordados de oro, que habían ido de San Francisco para ver el aspecto animado de
las proximidades de los campos auríferos.
»Casi se habría podido decir que había tantas razas como personas.
»¿Y qué es lo que reunía allí a todos los componentes de aquella mezcla
antropológica tan variada? Sólo un móvil: el oro.
»También la antigua misión «Santa Lucía» sufrió esta suerte, tan poco en
consonancia con su destino primitivo.
»Un francés de Alsacia estableció en el piso bajo de una de las alas del
edificio una fábrica de cerveza, es decir, instaló una caldera enorme y empezó a
fabricar una bebida a la que tuvo la osadía de llamar cerveza. En la parte de
delante de la casa, precisamente junto a la iglesia, un americano puso un
restaurante y no se le ocurrió nada mejor que convertir una parte de la iglesia en
salón de baile, en el que se bailaban todas las semanas reels, hornpipes y fandangos.
Esto indujo a un irlandés emprendedor a abrir una taberna en el Otro extremo de
la iglesia.
»De la parte baja de la otra ala del edificio, se posesionó un inglés que, en
unión de un individuo muy listo de New-Hawshire, se dedicó al negocio de llevar
chinos contratados, en el que ambos caballeros lograron buenas ganancias en poco
tiempo.
»Esto acabó por hacerle odiosa la vida en «Santa Lucía» y un día desapareció
con su ama de llaves, sin dejar huella. Nadie se preocupó de averiguar qué había
sido de él y de los primitivos habitantes de la misión sólo quedó el señor Carlos,
que con su esposa y su hija Anita ocupaba una pequeña vivienda junto a la fábrica
de cerveza.
»Al día siguiente, llegó una recua de mulos cargados con mantas y
colchones y seguidos de una porción de mejicanos que traían camas de hierro.
Antes de que llegara la noche había veinte camas instaladas bajo el viejo y ruinoso
tejado, en el desván, donde entraba por todas partes el viento, que con frecuencia
era huracanado y donde se formaba una inundación constante e inevitable en
tiempo de lluvia. Aquel era el hospital, que esperaba a sus desdichados enfermos.
»Una cosa había que todo enfermo perdía seguramente: el oro que llevaba
consigo.
«El caminante se dejó caer sobre la blanda hierba y cayó en meditación tan
profunda que no se dio cuenta del suave rumor de unos pasos que se le acercaban
por un lado.
—¡Sea usted bien venido a la misión, señor! ¿Por qué ha estado usted tanto
tiempo ausente?
—¿Olvidar? ¡Por Dios, señorita, no y mil veces no! Anita, ¿cómo es posible
que yo pueda olvidar a usted?
—Anita, le ruego que me llame por mi nombre en alemán: ¡me gusta tanto
oírlo de su boca! Y no me pregunte si pienso en usted. ¿Quién fue el que me
admitió a su lado, cuando llegué aquí, despojado de todo cuanto tenía por gente
malvada, sino su padre? ¿Quién me cuidó como hijo y como hermano, cuando las
privaciones y la fatiga me hicieron caer enfermo? Usted y su madre. ¿Y a quién
tengo aquí, en tierra extranjera, que pueda darme su consejo sino es usted? Anita,
¡jamás podré olvidar a usted!
—¿Para otro hombre? ¿Y para quién? ¿O es que no puedo saberlo? ¿Por qué
no lo dice?
—¿Para ese? —preguntó ella con voz acariciadora—. ¿Quién querría ser el
sol de ese seco master Chinarindo? A lo menos por mi parte ya puede estar en la
oscuridad mientras le parezca.
—¿Y qué?
—Sí.
—También.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
—Damn it, master Carlos, ¿es que cree usted que yo no sé tener la bolsa
abierta? —decía el primero—. La medicina produce más que el mejor placement de
los mineros y, en cuanto haya reunido lo suficiente, nos vamos de aquí a Nueva
York o Filadelfia y de allí a donde ustedes quieran. ¿Le parece a usted bien?
—Pues bien; yo le daré las garantías de mi promesa. Sin una mujer no puedo
proseguir mi negocio y su hija tiene una cara endiabladamente seductora, tanto
que yo me he enamorado de ella de un modo indecible. Dénmela ustedes por
esposa y les aseguro que la haré mi tenedora de libros y hasta le entregaré la caja.
¿No les basta con esto?
—Es cierto; pero yo creo que en asunto tan importante ella puede tener su
opinión como yo la mía, y aunque yo accedo de buena gana a lo que usted me
propone, si ella no está conforme no hay nada de lo dicho. Así, pues, hable usted
con ella, doctor y venga luego aquí.
—Ahora mismo voy a hacerlo. No tengo mucho tiempo que dedicar a estas
cosas, pues arriba hay veintiún enfermos que me dan mucho que hacer. ¿Dónde
está ella?
—No lo sé. Tal vez esté fuera, en la puerta.
»Se dirigió hacia la puerta; pero se detuvo, sorprendido al ver que estaban
delante de él Anita y Eduardo, que en aquel momento salían de la cocina tras
haber madurado su proyecto.
—Aquí está la que usted busca, señor doctor —dijo el joven—, y el asunto
que tiene usted que tratar con ella no le llevará mucho tiempo.
—¿Qué es eso? ¿Qué quiere usted decir, señor Eduardo? —preguntó White,
que conocía perfectamente a su rival por haberlo visto casi diariamente con los
padres de Anita.
—Quiero decir que llega usted demasiado tarde y que Anita y yo somos
prometidos desde hace un momento. No tiene ningún deseo de ser doctora y
prefiere ver qué tal le va conmigo.
—Sí.
—¿Y cuánto tengo que poseer para ello?
—¡Hum! Eso es difícil de decir. Cuánto más, mejor; pero por lo menos debe
usted tener lo preciso para que volvamos a Alemania y poder comprar allí una
pequeña finca.
—Seis meses.
—¿Cuál?
—Así es.
—Lo es. Así, pues, estamos de acuerdo. Good, bye. Tengo que ir a ver a mis
enfermos de fiebre...
—Sí, aquí vive. Suba usted al desván, donde tiene su hospital y allí lo
encontrará.
»El joven siguió esta indicación y penetró en el desván, dónde vio al. doctor
que se paseaba entre dos filas de camas. El cuarto era de por sí no muy claro y
como empezaba ya a oscurecer, no se veía bien allí.
»El interpelado, que había escuchado con vivo interés el timbre de su voz,
preguntó:
—Sí.
»Se acercó vivamente para ver de cerca la cara del aspirante y retrocedió
asustado, ex clamando:
»No pudo ver la sonrisa ambigua del otro y bajó por una escalera interior
hasta llegar a un pequeño cuarto, en el que entró y encendió luz. Aquella
habitación era a la vez sala y dormitorio, como podía verse.
—Sí; pero antes, dime, Walter, cómo has encontrado el dinero suficiente
para montar este establecimiento y por qué no conservas tu nombre verdadero.
»White gozó entonces de más ratos de ocio y los dedicó a visitar con
frecuencia al señor Carlos, cuya confianza supo captarse con astuto cálculo. El
padre, por su parte, tampoco tenía en cuenta que el médico era de mucha más
edad que su hija y que su manera de ser y su presencia le hacían antipático a todo
el mundo.
»Finalmente pasaron seis meses sin que Eduardo volviera. Anita no se había
preocupado gran cosa de no recibir carta ni noticias de él en todo aquel tiempo,
pues sabía que el correo era en las minas de una gran irregularidad y estaba casi
por completo en manos de particulares, así es que no se podía contar con que las
cartas llegaran a su destino. Hasta ocurría, a veces, que las personas que se
encargaban de entregar cartas y envíos con el dinero eran atacadas, robadas y
muertas en el camino, o bien, se embarcaban con el di ñero que se les había
confiado.
»Llegó la última noche del plazo y Eduardo seguía sin volver. A la joven le
entró un desasosiego que no la dejaba estar quieta. Lo mismo le ocurrió al doctor.
Hasta entonces, tenía a su favor todas las probabilidades; pero su rival podía llegar
de un momento a otro y había que evitarlo a toda costa. Dejó sus parientes al
cuidado del ayudante y salió de la misión.
»Este no tardó mucho en llegar y, ¿quién creerán ustedes que bajó de él?
Pues mister Eduardo, que aun llegaba a tiempo. Después de bajar, se volvió hacia
el vagón y saludó despidiéndose de alguien que quedaba dentro. Luego echó a
andar. White se dirigió, entonces, resueltamente a él y le dijo:
—Es increíble. Otros trabajan años y años en los diggins y dejan allí la salud
y hasta la vida, sin encontrar nada, y usted va y al cabo de unos meses vuelve sano
y rico. ¿Va usted desde aquí a la misión?
—Sí.
»Se alejaron, sin que White se fijara en el hombre con el cual había hablado
Eduardo y que había bajado entre tanto del vagón. Eduardo estaba impaciente por
ver a Anita y librarla de la inquietud que seguramente tendría por él, así es que
andaba con paso rápido. Pronto atravesaron la ciudad y cuando salieron de ella ya
era noche cerrada, así es que White pudo sacar del bolsillo un revólver y quitarle el
seguro, sin que su compañero se diera cuenta de ello.
—¿Cómo puede ser eso si usted no sabía nada de esa clase de trabajo? Es,
evidentemente una suerte grande, una extraordinaria casualidad que haya dado en
seguida con un paraje que le ofreciera semejante hallazgo.
—¿Sí? Pues, es extraño; porque hay, efectivamente, indios que saben dónde
hay oro; pero no se les ocurre enseñar el sitio a un blanco.
—El indio que yo digo no necesitaba oro; era un jefe principal, y muy
famoso, de los apaches.
—Winnetou.
—Old Shatterhand.
—¡Ah...!
—Me encontré por casualidad con este Old Shatterhand, que me preguntó
cuál era mi situación, pues debió de ver que yo no era un digger y que mi aspecto
no era el de los que se ven en las minas. Yo le conté toda mi historia sinceramente y
le dije que había ido a las minas para reunir tres mil dólares en seis meses. Primero
se echó a reír; pero después, ya en serio, me dijo que me presentaría a un hombre
de quien, seguramente, recibiría un buen consejo. Al día siguiente vino con
Winnetou, que se me quedó mirando fijamente, como si quisiera atravesarme con
su mirada. Después, hizo una seña a Old Shatterhand, echaron a andar y yo detrás
de ellos. Estuvimos andando de un lado para otro, subiendo y bajando todo el día
y Winnetou mirando sin cesar la constitución del suelo. Finalmente, cuando ya casi
era de noche, se paró en un sitio y dijo:
—Aquí debe cavar mi joven hermano; pero solo, sin ningún otro. Encontrará
pepitas y polvo de oro. Compré el claim a que pertenecía aquel sitio y empecé a
cavar. Winnetou había acertado: encontré pepitas. Tuve que recatarme mucho de
los otros drigger y ocultar mi hallazgo, pues entre aquella gente abundan los
ladrones, y tal vez lo habría pasado mal si Old Shatterhand no hubiera vuelto en
los últimos días a ver si había yo tenido suerte.
—No; se había separado del indio para venir primero a Sacramento. y luego
ir a San Francisco. Se quedó conmigo hasta que yo me marché de las minas y cuidó
de que no se me acercase ningún digger. Después vino hasta aquí conmigo.
—¿Hoy?
—Sí.
—¿Era con él con quien habló usted cuando estaba todavía en el vagón?
—Sí. No bajó conmigo, porque tenía aún que hablar con otro viajero. Yo me
limité a darle las buenas noches y a pedirle que cumpliera su palabra.
—¿Qué palabra?
—¿Puede usted probar que posee los tres mil dólares? Ya sabe que tiene que
hacerlo esta misma noche.
Al oír esto, White se detuvo, levantó sin hacer ruido el gatillo del revólver y
dijo:
—Sí, en la estación.
—¿Dónde?
—En el camino de la misión. Sus pasos son que oyó acercarse White.
—¡Ah! ¿Sí?
—Sí. Cuando Old Shatterhand bajó del vagón buscó con la vista a su joven
compañero de viaje. Lo vio con White y se quedó asombrado. ¿Quién era aquel
hombre? La cara le era conocida. Por fin, a fuerza de pensar, cayó en la cuenta de
que el hombre que hablaba con Eduardo no era otro que Bill el Canadiense. Entre
tanto, los dos se habían alejado de allí. Old Shatterhand se apresuró a seguirlos;
pero no pudo dar con ellos en las calles próximas a la estación. Ya sabía que donde
quiera que se presentara Bill el Canadiense era para hacer alguna pillería.
¿Proyectaría alguna maldad contra Eduardo?, se preguntaba Old Shatterhand.
Habría que poner en guardia a éste, y se puso en marcha hacia allá.
—Si.
—¿Dónde?
—¡Gracias sean dadas a Dios! En este bolsillo tiene usted el gran bolso de
pepitas, que ha parado la bala. Ahora toco el agujero que hay en la tela. El tiro ha
hecho caer a usted y le ha quitado la respiración; pero la bala ha quedado entre las
pepitas. ¿No vive en la misión su rival, el médico?
—Sí.
—¿Por qué?
—Sí.
—¿El que ha venido con usted? ¿Cómo se llama, o, mejor dicho, cómo se
llama aquí?
—No mucho.
—¿Dónde está?
—Pues bien; venga usted acá mister Gromman, que quiero verle la cara.
»Lo llevó a la luz, lo miró fijamente y dijo dando una expresión más suave a
sus facciones serias y hasta severas:
—Siempre he sido un hombre honrado. Pero ¿qué quiere decir todo esto?
—Sí.
—También lo conozco.
—¿Policía secreto? ¿Y para desempeñar sus funciones como tal detective está
usted de ayudante del doctor White?
—Precisamente.
—¡Ahí Ahora comienzo a comprender. Entonces le voy a decir una cosa que
le interesará extraordinariamente. Su pretendido doctor White es el propio Bill el
Canadiense.
—Voy a contar a usted todo lo que sé. Yo era antes farmacéutico y como tal
entré al servicio de mister Cleveland en Norfolk, Carolina del Norte. Un, día se
presentó un tal Walter, que fue admitido porque traía buenos certificados, que
luego resultaron ser falsos. Pronto se vio que sabía de Farmacia menos que un
principiante; hubo escenas muy violentas entre él y el jefe y después desapareció
de pronto y con él el contenido de la caja que constituía toda la fortuna de
Cleveland. Yo había tomado cariño a mi jefe, que había sido mi bienhechor.
Aquella pérdida lo arruinó por completo. La policía no pudo encontrar la menor
huella del ladrón y en vista de ello me decidí a buscarlo particularmente. Al hacer
mis pesquisas di con otros individuos a quienes también se perseguía por sus
delitos y tuve la suerte de entregarlos a la justicia. Esto me procuró una buena
reputación entre la policía y fui nombrado detective. Con esto tuve a mi
disposición muchos más medios materiales y espirituales y logré hacerme una
posición. Continué mis pesquisas, hasta que di con, una huella, que es la que me ha
traído aquí.
—Sí.
—Sí.
—Deteniéndolo.
—¿Por qué?
—Sí.
—¿Dónde?
—No lo hará.
—¡Bah! ¿Qué me importan esas leYes con las cuales no ha podido usted
cogerlo y hacerle confesar su delito? Se trata de Bill el Canadiense, que nunca se ha
preocupado de la ley; por eso yo tampoco voy a pedir a la ley que me dé su amable
permiso para acabar con él. ¿Puede usted venir ahora conmigo?
—Ahora, señor Carlos, son, justamente las doce: han pasado los seis meses y
Eduardo no ha vuelto. Recuerdo a usted la palabra que me dio y que espero
mantendrá.
—¡Oh! Podría probarle que tengo más todavía; pero con esto basta. Y para
que vea usted qué marido tan complaciente va a tener su Anita, les enseñaré un
aderezo que voy a regalarle al hacerse los esponsales. Son piedras legítimas.
«Se oyó el abrir de estuches y luego las exclamaciones de asombro y
admiración de Werner. Entonces Grommam se acercó a la puerta que daba a la sala
y que estaba entreabierta y miró. Apenas lo hubo hecho, retrocedió y murmuró al
oído de Old Shatterhand:
—Ya tengo lo que necesitaba. Este aderezo fue robado a mister Cleveland.
Pertenecía a su difunta esposa y se conservaba en la caja de valores desde que
murió. Luego desapareció al mismo tiempo que White y que el dinero.
«Los que escuchaban desde la cocina esperaban con ansiedad lo que diría
Anita.
—He venido, como usted ve; pero si aun vivo, no es, ciertamente, por culpa
de usted, señor White.
«Al oír esto, el terror del pretendido doctor llegó al colmo; se puso blanco
como un papel y si no se hubiera apoyado en la mesa, habría caído al suelo.
—Sí, Old Shatterhand. Ahora ya sabes que no hay escape para ti. Tus
crímenes claman a cielo y mejor sería que te hubieras metido en el corazón la bala
que destinabas a matar a este joven. Con ello te habrías evitado la horca, a la que te
voy a entregar. La carrera de tu vida ha terminado.
»Al oír estas palabras, Bill el Canadiense irguió su antes desmayado cuerpo;
sus mejillas se colorearon de nuevo; sus ojos centellearon y echando mano al
bolsillo gritó dirigiéndose a Old Shatterhand:
»Recogió el revólver, que había dejado caer Bill el Canadiense y luego ataron
a éste, que seguía desvanecido. Menudearon entonces las preguntas, las respuestas
y las declaraciones y, cuando llegó la policía, se registró la vivienda del criminal.
Con las llaves que tenía éste en los bolsillos, se abrió todo y se encontraron tantas
pruebas de sus delitos que se vio claramente que no podría escapar a la pena de
muerte. Lo primero que se encontró fue abundante polvo de oro y pepitas en
abundancia que había robado a los diggers enfermos en su hospital, antes de
enviarlos al otro mundo con su medicina. También estaban allí todos los valores
robados a mister Cleveland, que se pudieron identificar por las notas del mismo
ladrón. Gromman se alegró extraordinariamente de poder devolver la fortuna a su
antiguo jefe, a la sazón tan pobre.
***
Durante la última mitad del relato todas las miradas estuvieron pendientes
de los labios del narrador y yo mismo había seguido la historia con curiosidad. El
la adornó a su manera; pero todo lo que dijo era verdad.
Hubo un largo silencio, debido a la impresión causada por la narración,
hasta que uno de los presentes dijo:
—Es casi increíble que un hombre pueda derribar de esta manera a otro
hombre de un puñetazo.
—He oído decir que hay un modo especial de dar los puñetazos, que Old
Shatterhand conoce y no revela a nadie. Depende de la forma en que se colocan los
dedos al cerrar la mano y también del punto de la cabeza en que se descarga el
golpe.
—Eso no lo sé.
—Lo he visto.
—¿Dónde?
—Allá en el Arkansas, en las cercanías del fuerte de Fort Gibson, donde tuve
ocasión de admirar su habilidad y fuerza física, aunque no le vi derribar a nadie de
un puñetazo.
—Mucho.
—Han de saber ustedes, señores — dijo— que yo tengo mis ideas propias
acerca del Oeste salvaje y de los indios, que difieren de las corrientes de aquí.
Cuando tuve que luchar por la existencia, estuve mucho entre los pieles rojas,
como buhonero, y siempre me encontré bien a su lado. Después fui unas cosas y
otras; mejoré de posición de año en año y ahora que soy un hombre acomodado, ha
variado mi situación; pero no mi concepto de los indios, que son muchísimo
mejores de lo que se les cree. Winnetou es el mejor y el más noble de todos.
Quisiera que muchos blancos fueran como él.
»La mayoría de ustedes sabe que durante muchos años fui agente de indios;
pero no de los que explotan a los pieles rojas y les despojan de sus bienes y
derechos para enriquecerse. Esta clase de agentes es la más culpable de que no se
extinga el odio de los indios hacia los blancos, porque se enriquecen sin conciencia
a costa de la pobreza y la miseria de los desgraciados rojos y luego se escandalizan
cuando éstos pierden la paciencia v exigen con las armas en la mano que se les
haga justicia.
—Nos está dedicando usted un verdadero sermón —dijo riendo uno que
estaba al lado del relator.
—¡Ojalá lo fuera y estuvieran aquí todos los blancos de los Estados Unidos,
para ver si les llegaba al corazón! Lo que voy a contar casi puedo decir que me ha
ocurrido a mí, pues lo he presenciado. Verán ustedes qué clase de hombre es
Winnetou y además que hay bribones blancos que llegan a un grado de maldad no
alcanzada por ningún piel roja. La hostilidad de los indios hacia nosotros está muy
justificada; pero cuando hay blancos que atacan a otros blancos para buscar su
ruina, esto constituye una canallada que no tiene nombre y que da a los indios una
lamentable idea de nosotros. No hay que asombrarse de que nos desprecien y se
consideren mejores que los rostros pálidos. Mi historia va a tratar de esta clase de
blancos y si después de oírla siguen estando orgullosos de ser blancos y estiman a
los pieles rojas peores que los rostros pálidos, ya no tengo nada que ver con eso.
Voy, pues a comenzar.
—Las enormes pampas de América del Norte, que se extienden al Oeste del
padre de los ríos, el Mississippi, hasta el pie de las Montañas Rocosas y desde la
vertiente occidental de éstas hasta las costas del Pacífico, tienen mucha analogía
con la llanura infinita que llenan las olas del Océano, y no sólo en su aspecto físico.
Hay puntos de comparación entre la ingente sabana y la inmensa superficie del
mar que no están en el aspecto exterior, de los cuales uno de los más esenciales está
en la impresión que una y otra producen en aquel que abandona su hogar para
surcar por largo tiempo las ondas del piélago o para recorrer montado en un buen
caballo, el interior, plegado de aventuras, de los Estados Unidos.
»Un viejo lobo de mar, a quien, durante toda la vida ha azotado el suroeste
las velas de una hermosa goleta, no quiere ni siquiera oír hablar de la tierra y,
cuando ya no está útil para navegar, se construye un pequeño camarote, lo más
cerca posible del mar y mira con ojos amorosos y nostálgicos a las olas eternamente
varias y nunca tranquilas, hasta que la mano de la muerte viene a bajar sus
cansados párpados.
»Lo mismo ocurre con el que ha osado mirar frente a frente los peligros del
«Oeste salvaje». Cuando vuelve a las comarcas sobre las que ha extendido la
civilización sus beneficios... y su maldición, siente siempre el atractivo de los
peligrosos postcak-flats y de las ilimitadas tierras vírgenes, donde es preciso tener
siempre en tensión todas las fuerzas físicas y espirituales, para no sucumbir ante
las innumerables acechanzas de la pampa, renovadas constantemente. Para él rara
vez hay sitio de descanso en la vejez análogo al que encuentra en la segura costa el
marino retirado; no goza de paz ni de reposo; tiene que estar siempre montado en
su caballo, en demanda eterna de la lejana meta, en que acabará por desaparecer
sin dejar huellas. Tal vez, pasados los años, un cazador encuentra sus blanqueados
huesos en la llanura calcinada o entre las altas rocas de la montaña y pasa
indiferente sin hacer el signo de la cruz ni rezar un Avemaría, importándole poco
el nombre de aquél que acaso tuvo un terrible fin. El Oeste tiene el corazón duro y
no tolera ternura ni compasión; está entregado sin defensa a las tormentas del
cielo, y de la tierra, no conoce otro dominio que el de las inflexibles leYes de la
naturaleza y por eso sólo ofrece asilo a los hombres cuyo único sostén radica en la
propia ruda constitución.
»Cuando se reúnen varios hombres del Oes te, hay seguramente un buen
trago que beber y una buena narración que oír. El hecho de que los hombres de
que hablamos estuvieran callados y mirando pensativos al suelo obedecía a que
acababa de terminar una de las «historias sombrías y sangrientas» de las que se
suelen oír en las comarcas fronterizas y cada uno buscaba entre sus recuerdos otra
para referirla a continuación. De pronto uno de ellos, que estaba junto a la pequeña
ventana de la habitación, exclamó:
—Venid y mirad hacia el río. Si no me engaña mi vieja vista, allí vienen dos
chorlitos, iguales que los que pintan en los libros. Miradlos a caballo, tan bonitos y
elegantes como un regalo de ReYes. ¿Qué quiere esa gente en nuestros buenos
bosques?
»Todos se levantaron para mirar a los que llegaban, excepto uno, y el que
había hablado volvió a sentarse, apoyado por detrás de la mesa, con los codos
extendidos. Había cumplido con su deber y ya no tenía que preocuparse de más.
Su figura era sumamente rara. La naturaleza parecía haberse propuesto hacer con
él una obra de cordelero, a juzgar por lo que le había estirado; todo en él, la cara, el
cuello, el pecho, el vientre y las extremidades eran exageradamente largas y al
parecer tan débil y mezquino, que podía tenerse el temor de verlo deshecho por el
primer golpe de viento, volar en forma de cabos de cuerda. Tenía la frente
descubierta; pero en la parte de atrás de su cabeza, se balanceaba un objeto informe
que quizás había sido hacía muchos, muchos años un sombrero de copa y que
ahora desafiaba toda descripción. En su descarnada cara crecía una barba, que
consistía en un centenar escaso de cabellos esparcidos entre las mejillas, la barbilla
y el labio superior y que le bajaban casi hasta la cintura. La chaqueta de caza que
llevaba parecía proceder de la época de su primera juventud, pues apenas le cubría
la mitad superior del cuerpo por encima del codo. Las dos envolturas que cubrían
sus piernas podrían haber sido en otro tiempo las cañas de dos gigantescas botas
de marino; pero tenían a la sazón la apariencia de dos tubos de estufa viejos y
pasados y se apoyaban en la región de los tobillos en un par de los llamados horse-
feet, de los que se hacen, especialmente en América del Sur, de la piel, aun caliente
de los moluscos llamados patas de caballos.
—Tienes razón, Pitt Holbers —declaró uno de los que miraban por la
ventana—, son chorlitos, de los que no debemos preocuparnos. Que hagan lo que
quieran.
»Así como el aspecto del que entró en segundo lugar no tenía nada de
notable, la personalidad del que le precedía, no hubiera dejado de causar
impresión en otro ambiente que aquel.
»Sin tener una complexión que a primera vista pareciera robusta, su actitud
y sus movimientos, de un carácter especial, le daban una apariencia de fuerza e
imperio poco común. Su rostro, de facciones regulares y hasta hermosas, estaba
curtido por el sol y adornado con una espesa y oscura barba, que le llegaba al
pecho. El traje que llevaba era enteramente nuevo y sus armas, a juzgar por el
brillo y la limpieza que ostentaban, hacía poco que habían salido de casa del
armero.
El trapper o squatter legítimo siente una invencible antipatía hacia todo lo que
significa cuidado de la persona y especialmente le desagrada la limpieza de las
armas, cuya herrumbre es para él la mejor señal de que no se llevan por adorno,
sino que han prestado buenos servicios en la lucha para defender la vida. En
aquellos parajes, en que se mide lo que valen los hombres por otras normas muy
distintas que la del traje que llevan, un exterior elegante constituye una especie de
provocación y con el menor pretexto da lugar a palabras burlonas.
—Eso quiere decir que soy, efectivamente master Winklay; pero que a veces
no lo soy, según me parece.
—El trago aquí lo tiene usted. En cuanto a los informes se los daré lo mejor
que me sea posible. Sé muy bien lo que debo a un caballero.
—Déjese usted de caballeros, Winklay; ese título aquí vale poco —dijo el
forastero, apartando de la boca el vaso con gesto descontento—. Los informes que
pido se refieren a Sam Fire-gun.
—Eso es cuestión mía, si no lo lleva usted a mal. Me han dicho que viene con
frecuencia a esta casa..
—Oiga, señor, mi nombre es Holbers, Pitt Holbers, para que usted lo sepa.
Cuando usted hace una pregunta a trescientos hombres a la vez, ninguno de ellos
sabe si es él el que ha de responder. ¿Qué es lo que quiere usted de Sam Fire-gun?
—Nada que pueda serle desagradable. He venido del Este para andar un
poco por los bosques y necesito un hombre junto al cual se pueda hacer algo. Para
esto nadie mejor que Sam Fire-gun y por eso le pregunto adónde debo dirigirme
para encontrarlo.
—Es posible que sirva para el caso; pero que quiera, ya es otra cosa. No tiene
usted el aspecto de ser de los que a él le gustan.
—¿Lo cree usted así? Puede que sí y puede que no. Pero dígame usted de
una vez si quiere darme las noticias que le pido.
»Aquel hombre había tenido hasta entonces la cabeza baja y estaba tan
absorto en la contemplación del contenido de su vaso, que su mirada no se había
dirigido todavía a los recién llegados. Al oír la pregunta, se volvió y Se echó hacia
atrás la gorra como si quisiera dejar a su entendimiento la libertad necesaria para
dar una respuesta razonable.
—¿Que quién es el coronel? ¿Qué más da? Coronel es el que manda; Sam
Fire-gun nos manda y por eso se le llama coronel.
»El que había hecho la pregunta no pudo contener una sonrisa al oír la
lógica del trapper y le puso la mano en el hombro con gesto condescendiente
diciéndole:
—No me basta con esa respuesta. Tengo que saber dónde y cómo puedo dar
con él.
»Dick Hammerdull puso una cara todavía más asombrada que antes. Era el
hombre más taciturno que podía encontrarse entre los lagos y el Golfo de Méjico y
querían ahora obligarle a dar una larga explicación. Aquello no podía consentirlo.
Levantó el vaso, bebió de él con la mayor lentitud y se puso en pie. Entonces se
pudo contemplar bien su figura de pies a cabeza.
Parece que el modelador de la creación había querido hacer con él la figura
opuesta a Pitt Holbers. Era un individuo bajo y extraordinariamente grueso, cosa
no muy frecuente en América, y que no se sabía si inspiraba temor o risa. Su
cuerpo corto y redondo estaba encerrado en una especie de zamarra de cuero de
búfalo, que no conservaba ya nada del primitivo material que había servido de
confección, pues cada herida que había sufrido la prenda había sido curada
mediante la aplicación del primer trozo de piel sin curtir, o de cualquiera otra
materia, que le había caído en la mano a su dueño, de tal suerte que con el tiempo
se habían ido superponiendo los remiendos y las piezas como las tejas en un
tejado. Además, la zamarra se había hecho evidentemente para otra persona
mucho más alta y así le bajaba casi hasta los tobillos. Llevaba las piernas envueltas
en dos fundas que no Se podían llamar botas, ni medias ni polainas y cubría su
cabeza un objeto informe que debía de haber sido hacía mucho tiempo una gorra
de piel, pero que había perdido todo el pelo. Su cara, curtida por la intemperie, y
en la que brillaban dos ojillos, estaba limpia de pelos y cruzada por múltiples
costurones y cicatrices, que le prestaban un aspecto sumamente guerrero.
Fijándose en él, se podía ver que le faltaban varios dedos. Su armamento era el
acostumbrado y no ofrecía nada de extraordinario. Únicamente el fusil, que había
dejado sobre la mesa, delante de él, merecía ser observado atentamente: tenía el
aspecto de un viejo garrote cortado de un monte, para hacerle representar un papel
en la primera riña buena que se presentara. La culata había perdido su primitiva
forma y estaba llena de rajas, entalladuras y muescas, como si la hubieran mordido
las ratas. Entre la culata y el enmohecido cañón había incrustado tal cúmulo de
porquería y materias extrañas, que madera, basura y hierro habían llegado a
formar un todo indistinto. El mejor tirador europeo no se hubiera atrevido a
disparar con aquella estaca por miedo a verla estallar y sin embargo, hay todavía
en la pampa rifles de esa apariencia con los que nadie podría tirar un tiro y cuyo
dueño no deja de dar en el blanco una vez.
—Se plantó delante del forastero, lo miró con una serie de guiños
indescriptibles y dijo:
—¿Que dónde y cómo puede usted dar con él? ¿Qué más da? ¿Cree usted
que Dick Hammerdull ha estado diez años en el colegio de tal o cual sitio para
aprender a echar discursos? Lo que digo es lo que digo y nada más y si es poco,
que otro le eche a usted un sermón, Estamos en la pampa, donde necesitamos el
resuello para cosas de más importancia que para charlar. Téngalo usted entendido.
—¡Por vida del diablo que ya me está usted cargando! Ya le he dicho que lo
encontrará y es bastante. Ocúpese usted de su vaso y espere. A mí no me examina
del catecismo ningún greenhorn.
»Se dirigió al rincón donde había dejado el rifle, cogió éste, levantó el gatillo
y dijo:
»El interpelado miró a su vaso con el aspecto más indiferente del mundo;
nadie diría que se había enterado de la amenaza. Los circunstantes, muy contentos
de la diversión que suponía para ellos aquella pendencia, miraban con curiosidad a
uno y a otro. Sólo Pitt Holbers que parecía estar de antemano seguro del resultado
de la cuestión se metió los descarnados dedos por dentro del cinturón y extendió
sus interminables piernas todo lo posible, como si le estorbaran para ver lo que
haría su silencioso amigo. El forastero prosiguió:
—¡Ya ha pasado el minuto, master! ¿Me contesta usted o no? Voy a contar:
uno... dos... tr...
»No pudo llegar a terminar el «tres» fatal. Hasta el «dos» Hammerdull había
permanecido sentado, inmóvil e indiferente; pero luego, con una rapidez que no le
hubiera creído capaz quien no le conociera, cogió el viejo rifle, apuntó el tiro
produciendo una tremenda resonancia en la pequeña habitación y el fusil del
forastero, hecho pedazos, cayó al suelo. Casi en el mismo instante, el propio
forastero estaba de espaldas en tierra y tenía a Dick de rodillas sobre su pecho con
el machete levantado.
—Eso se dice muy bien ahora. ¿Con que no ibas a tirar? ¿Entonces ibas a
representar una comedia al viejo trapper a quien llaman Dick Hammerdull?
Ridículo, sencillamente ridículo. Que fueras o no a tirar ¿qué más da? Has
apuntado con tu rifle a un hombre del Oeste y con arreglo al derecho de la pampa,
mereces el cuchillo. Ahora cuento yo: Uno... dos...
El caído hizo un enérgico, pero inútil esfuerzo por soltarse. Después dijo en
tono de súplica:
—¿El coronel... su...? Cuéntaselo a quien quiera, que yo tengo que pensarlo
antes de creerlo.
—Que sea usted o no sobrino del coronel ¿qué más me da? Yo me habría
limitado a hacerle algunas cosquillas para darle una lección. Un greenhorn no
merece morir por mi cuchillo, que es demasiado bueno para esa tarea. Levántese
usted.
—No hay otro rifle como éste —dijo al posadero que había presenciado todo
lo ocurrido con la mayor tranquilidad, indiferente al humo que llenaba la
habitación.
Ea aquel momento se abrió la puerta sin ruido y, sin que los que estaban a la
ventana se hubieran enterado de que llegaba una persona, entró en la sala con paso
silencioso un hombre a quien se reconocía inmediata mente como un indio, a pesar
del traje de trapper que traía.
»Su vestido estaba limpio y bien conservado, cosa sumamente rara entre los
de su raza. Tanto la chaqueta como los polainas era de piel de búfalo engamuzada
(arte éste en el que son maestras las mujeres indias), primorosamente trabajada y
con adornados ribetes en las costuras; los mocasines eran de piel de ciervo; pero no
de una sola pieza, sino de varias unidas, con lo cual se obtiene mayor resistencia y
más comodidad para el pie. No llevaba otro tocado que el abundante y oscuro
cabello atado a un lado que le hacía una especie de turbante en la cabeza,
orgullosamente erguida. El hijo de las tierras vírgenes desdeñaba cubrir su frente
osada.
—¿A qué te acercas a mí, piel roja? Este sitio es mío. Anda a buscar otro.
—Que estés cansado o no ¿qué más da? No puedo aguantar tu piel roja.
—Quienquiera que sea el que tiene la culpa ¿qué me importa a mí? Vete de
aquí, que no te puedo ver.
»El indio apoyó en el suelo la culata del rifle que llevaba al hombro, puso
sobre la boca del cañón el brazo doblado y preguntó, po niéndose serio:
»Diciendo esto se sentó. Había algo tan expresivo en el tono que empleó, que
llegó a imponer al malhumorado trapper, quien le dejó hacer sin oponerse a Su
decidida actitud.
—¿Tienes dinero?
»Los ojos del posadero brillaron de codicia. Un indio que tiene oro y plata es
una agradable aparición en cualquier lugar donde se vende el funesto aguardiente.
Salió y volvió al poco rato con un gran jarro de aguardiente que puso delante del
indio, junto al pan.
»El posadero le miró asombrado. Nunca había visto un indio que resistiera
al olor del aguardiente.
—Sí.
—¡Ya lo creo!
—No te lo doy.
—Esa es.
»Apenas había acabado de decirlo cuando el indio le sujetó por el cuello con
la mano izquierda y sacó con la derecha el reluciente machete.
»Aquel indio era el más famoso jefe de los apaches, tribu cuya cobardía y
perfidia habían sido causa de que la designasen sus enemigos con el nombre
despectivo de «Pimo», hasta que él fue elegido jefe. Desde entonces fueron poco a
poco transformándose los cobardes en hábiles cazadores y osados guerreros; su
nombre llegó a ser temido hasta el otro lado de las montañas; sus empresas
audaces fueron siempre coronadas por el éxito, a pesar de ser pocos en número y
extendían sus correrías a través de la tierra enemiga hasta muy al Este. Hubo un
tiempo en que todos los campamentos y en las posadas más humildes, lo mismo
que en los salones de los más elegantes hoteles, Winnetou con sus apaches eran el
constante tema de conversación. Todo el mundo sabía que él solo, sin más
acompañamiento que el de sus armas, había atravesado el Mississippi para ver los
pueblos y las cabañas de los rostros pálidos y para hablar con el Gran Padre de los
blancos, el Presidente Washington. Era el único jefe de las tribus no sometidas aun,
que no tenía odio a los blancos y hasta se decía que le unía una amistad muy
íntima con Fire-gun, el trapper y explorador.
»Pero esto no era tan fácil. Nadie sabía el sitio que servía a él y a los suyos de
punto de reunión y de partida para sus correrías, así como tampoco se conocía el
objeto que le retenía en el salvaje Oeste. Cuando alguna vez se presentaba en una
factoría, sólo llevaba las pieles indispensables para cambiarlas por provisiones de
boca y guerra y desaparecía inmediatamente sin dejar huella. No era, pues, un
hombre que buscaba en la caza el medio de procurarse una vida cómoda para el
tiempo venidero, sino que le guiaban otros propósitos, de los cuales nada se
traslucía, porque no le gustaba tener relaciones con nadie y evitaba
cuidadosamente toda tentativa de aproximación a él.
—¿Por qué el hombre blanco está aquí sentado y divirtiéndose mientras los
hombres rojos atacaron su wigwam?
—Que yo esté aquí sentado o en otra parte ¿qué más da? ¿Me conoce el gran
jefe de los apaches?
»Se volvió al posadero, que acababa de entrar de nuevo, desató del cinturón
la bolsa de pólvora, balas y provisiones, la llenó y luego se metió la mano por
debajo de la camisa.
—Winnetou pagará al hombre del pelo rojo con metal también rojo.
—¡Bah!
—Oigan, señores —dijo—, el tunante rojo debe de tener más oro que todos
nosotros juntos. Nunca me habían pagado la pólvora tan bien. Valdría la pena de ir
detrás de él, porque tiene más piedras como ésta y ha escondido el caballo por
estas cercanías, tan seguro como el cuchillo en el puño.
—Vamos, Dick, todo lo de prisa que podamos. El indio lo sabe todo y eso
que dice de los Ogellallahs (¡el diablo los lleve!), tiene que ser cierto. Pero, ¿qué
haremos con estos hombres?
—He dicho que vendrían con nosotros y así será — respondió Dick, y se
dirigió al de la barba negra.
—Si quieren ustedes ver a Sam Fire-gun es hora de marchar; pero antes
digan ustedes cómo se llaman. Que tengan nombre o no, ¿qué más da? Pero hay
que saber cómo se les ha de llamar.
»El interpelado se levantó, para unirse con su compañero a los dos trappers.
—¿Alemán? ¡Ejem! Que sea usted chino o gran turco, ¿qué más da? Pero ya
que es usted alemán, de Alemania la del otro lado del mar, me alegro y también es
mejor para usted, porque los alemanes son excelentes personas. Los conozco; me
he encontrado con muchos que manejaban el rifle tan bien que acertaban al búfalo
en el ojo. Así, pues, adelante, que tenemos que andar largo.
—Vaya, ya están aquí los animales. Ahora, arriba y a correr, master Sander
y... ¿cómo le llamaremos a usted? — preguntó al otro.
—¿El apache? Que esté donde quiera ¿qué más da? El sabe mejor que nadie
adónde tiene que ir y apuesto mi yegua contra un macho cabrío a que lo
encontraremos donde él tenga por conveniente y donde nos sea más necesario.
»Y sin embargo, sólo el que no conociera el Oeste habría podido reírse del
viejo Rocinante. Animales como aquél sirven por lo general al jinete mitad de la
vida de éste, a través de peligros y privaciones, con viento y con tempestad, con
nieve, con calor y con lluvia, fieles y animosos, y por eso él les toma cariño y
aprecia, aun cuando llegan a la vejez, sus cualidades estimables y no los cambiaría
por ningún otro. Bien sabía Dick Hammerdull por qué conservaba su vieja yegua y
no la sustituía por un joven y vigoroso caballo.
«Por lo que respecta a las monturas de los otros dos, procedían visiblemente
de alguna tranquila granja del Este y todavía tenían que probar su utilidad en el
porvenir.
»Los cazadores usan mucho la frase «viejo mapache» para llamarse unos a
otros, dándole toda clase de significado.
—De todo eso que has dicho de los abejorros y los pieles rojas, ¿qué más da?
Tenemos aquí dos hombres que no han probado aún la pampa y debemos
concederles descanso. Mira el caballo de Pedro Wolf (¡maldito nombre difícil!),
cómo resopla, lo mismo que si tuviese las cataratas del Niágara en la garganta.
Pues el alazán en que está colgado Sander le gotea el sudor del morro. Vamos,
pues, a descansar y cuando despunte el día seguiremos.
—¡Have care, Pitt Holbers! Si no ha pasado por aquí uno a caballo muy poco
antes que nosotros, comido me vea por ti. Desmonta y ven.
—Que sea o no un piel roja, ¿qué más da? Pero lo cierto es que el caballo de
un blanco no deja una huella como ésta. Monta otra vez y déjame hacer.
—Si piensas que es el apache, Dick, creo que tienes razón. La cinta con picos
que ves enganchada en ese cacto, es de las que llevaba en los mocasines. Nunca
había visto que los pieles rojas las usasen así, pues generalmente las llevan
cortadas sencillamente. Ha desmontado aquí para examinar alguna cosa y al
hacerlo, las púas del cacto le han desgarrado la cintas. Creo que... ¡behold, Dick,
mira aquí a la derecha! ¿Qué pies son los que han pisado aquí?
—Por tu barba, Pitt, que éste ha sido un scoundrel, un tunante de indio que
ha venido por un lado y ha estado agachado aquí, ¿no te parece?
—Que la hayamos visto o no, ¿qué más da? La hemos encontrado y eso
basta. Pero un piel roja no corre sólo a pie por en medio de la pampa. Su caballo
debe de estar cerca y no andará lejos de aquí, seguramente, un grupo de salvajes
armados de arco que mediten alguna diablura. Observemos bien, para ver si
obtenemos algún otro indicio.
—Oiga, Sander, lleva usted colgando al costado una funda. ¿Por qué no la
abre usted? ¿Es que lleva usted en ella algún pájaro y no quiere dejarle escapar?
»Al poco rato frunció el entrecejo y dijo guiñando el ojo con expresión
maliciosa:
—Toma el anteojo, Pitt Holbers, mira hacia allá arriba y dime qué es aquella
línea recta que va por el lado Norte del horizonte, de Este a Oeste.
»Holbers obedeció y apartando luego él anteojo de la vista se frotó pensativo
su larga delgada y puntiaguda nariz.
—Si lo que quieres decir, Dick, es que aquello es el ferrocarril que han
tendido hasta California, no eres tan estúpido como se podía creer.
—No lo sé; pero creo que aun tiene que pasar uno hoy.
—Entonces es seguro que los pieles rojas proyectan algo contra él.
—Puede que tengas razón, viejo mapache. Pero ¿de qué lado ha de venir, de
allá o de acá?
—Yo no pretendo tal cosa de ese viejo guiñapo. Pero que venga del Este o
del Oeste, ¿qué más da? Cuando venga ya lo veremos. Ahora, otra cuestión-:
¿consentiremos tranquilamente que detengan el tren y quiten a los pasajeros
dinero y vida? ¿Qué dices a esto?
—Que se escondan esos pillos donde quieran, ¿qué más da? Pero quiero que
me asen hasta que me ponga tan duro y seco como master Holbers si no están
escondidos detrás de aquellas colinas. No podemos seguir, pues...
—Winnetou ha visto venir a los buenos caras pálidas — dijo—, que han
descubierto las huellas de los ogellallahs y quieren salvar de la destrucción al
caballo de fuego.
—El caballo del apache es como el perro, que se echa obediente y espera a
que vuelva su amo. Este ha visto a los ogellallahs hace varios soles y ha ido al río
que sus hermanos blancos llaman Arkansas, porque creía encontrar allí a su amigo
Sam Fire-gun, el gran cazador, que no estaba en su wigwam. Después ha vuelto a
seguir a los hombres rojos malos y ahora quiere avisar al caballo de fuego, para
que no tropiece en el obstáculo que le van a poner.
—El caballo de fuego vendrá del Este, porque el caballo del Oeste pasó
cuando el sol estaba encima de la cabeza del jefe de los apaches.
—Entonces, ya sabemos en qué dirección tenemos que ir. Pero ¿a qué hora
pasará el tren por aquí? ¿Lo sabes tú, Pitt Holbers?
—Si sigues pensando, a pesar de todo, que yo tengo un horario, quiero que
me digas dónde está escondido.
—Seguramente no será en tu cabeza, viejo mapache, pues en ella pasa como
en la comarca que allá abajo llaman el llano estacado, donde no hay más que polvo
y piedras. Pero mirad, el sol está poniéndose; dentro de un cuarto de hora será de
noche y podremos observar a esos tunantes de indios, que...
—¿Son muchos?
—Cuenta diez veces diez y no llegarás a la mitad de los guerreros que están
echados en tierra esperando la llegada de los caras pálidas. Y caballos tienen
muchos más, porque todo lo bueno que encuentren en el carro de fuego van a
cargarlo sobre los animales para llevárselo.
—Pues han echado mal las cuentas. ¿Qué piensa hacer el jefe de los apaches?
—Permanecerá en este sitio para vigilar a los hombres rojos. Mis hermanos
blancos irán a caballo al encuentro del caballo de fuego para detenerlo lejos de
aquí, para que esos sapos de ogellallahs no le vean cerrar su ojo de fuego y pararse.
—¡Good lack! —dijo—. ¿Qué hay allí echado en la hierba, que parece un
ciervo o...? Eh, Pitt Holbers, dime qué animal es este.
—¡Ejem! Si crees que es el caballo del apache que está ahí como clavado
hasta que su amo venga a buscarlo, pienso como tú.
»Su orden fue obedecida y pronto estuvo hecho un montón, que rociado con
un poco de pólvora, podía prenderse en un momento.
»Por fin, después de un rato, que pareció una eternidad, brilló a lo lejos una
luz apenas perceptible, que poco a poco fue aumentando en tamaño e intensidad.
—Pitt Holbers, ¿qué opinas de aquel gusano de luz que se acerca? — dijo
Dick Hammerdull.
—¡Ejem! Lo mismo que acabas de decir. Dick Hammerdull.
—Pues es la mejor idea que has tenido en toda tu vida, viejo mapache. Que
sea la locomotora o no, ¿qué más da? Pero lo cierto es que el momento de poner
manos a la obra ha llegado. Enrique Sander, cuando el tren se acerque grite usted
con toda la fuerza de sus pulmones, y también usted, Pedro Wolf (¡maldito
nombre, que raja la boca al pronunciarlo!). Hagan ustedes todo el ruido que
puedan. De lo demás nos encargamos nosotros.
»Cogió una larga y gruesa antorcha de hierba seca que había hecho con la
del montón y la roció con pólvora. Después sacó su revólver del cinto.
»La aproximación del tren se iba haciendo perceptible por un ruido cada vez
mayor y que se fue convirtiendo en lo que parecía fragor de lejano trueno.
—Pedro Wolf (¡el diablo lleve este accidentado nombre!), cuide de que los
animales no se nos escapen. Al mismo tiempo puede usted también gritar.
»Cuando por fin se detuvo, Hammerdull sin hacer caso de los empleados
del tren que se asomaban desde sus elevados puestos para ver qué ocurría, pasó a
todo correr, a pesar de su gordura, hasta la locomotora; echó su manta, que había
recogido del suelo, sobre los faroles y reflectores de la máquina y gritó con toda la
fuerza de sus pulmones mientras lo hacía:
—¡Sdeath! —exclamó una voz desde la máquina— ¿por qué tapa usted
nuestras luces, hombre? ¿Es que ocurre algo por ahí delante? ¿Quién es usted y
qué significan sus señales?
Y diciendo esto, saltó al suelo, le estrechó la mano y dio la orden de abrir los
vagones.
—¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué nos paramos? — se oyó exclamar por
todas partes.
»Dicho esto, subió a la máquina para dar salida al vapor sobrante, que con
ruido estridente se escapaba por las válvulas, envolviendo a los vagones en una
nube blanca; bajó otra vez para pasar revista a las fuerzas que tenía a su
disposición y preguntó;
—Ante todo, dígame usted cómo se llama, pues quiero saber a quién tengo
que agradecer este feliz aviso.
—Que se llame como quiera, ¿qué más da? Pero como da la casualidad de
que también tiene su nombre, a nadie perjudica que usted lo sepa. Se llama Pitt
Holbers y es un hombre en quien se puede confiar.
—¿Y los otros dos, ese de ahí y el otro que sujeta a los caballos?
—Son dos hombres de Alemania, del otro lado del mar y se llaman el uno
Enrique Sander (Harry sonaría mucho mejor) y el otro (¡maldito nombre!), Pedro
Wolf. No pronuncie usted estas dos palabras, porque se romperá el cuello si lo
hace.
—¡Well! —dijo riendo el empleado—. No todas las lenguas son tan delicadas
como la suya, master Hammerdull.
—Sea lo que quiera lo que me trae aquí, ¿qué más da, coronel? Pero el hecho
es que he ido a comprar un poco de pólvora, plomo y tabaco con Pitt, el Largo, a
casa de master Winklay el irlandés y de allí traemos a dos de Alemania que quieren
ver a Sam Fire-gun, es decir, a usted.
—¡Good lack, sir! ¡Ya tenemos el hombre que puede tomar el mando de todos
nosotros! ¿Quiere usted aceptarlo?
—Well, sir, permítame que diga dos palabras a este hombre. Dick
Hammerdull, ¿qué otro del Hidepost está con vosotros?
—Pues tiene que haber otro con vosotros, Dick, pues te conozco bien para
pensar que has podido separarte de los pieles rojas sin haberles puesto un
centinela.
—¿Quién es?
—Ya le he dicho que uno como no hay otro y con esto basta, pues sólo hay
uno de quien se pueda decir esto. Su caballo le espera echado a cierta distancia,
hasta que el hombre vaya a buscarlo.
—Que esté o que no esté, ¿qué más da? Pero lo cierto es que espera muy
cerca de los indios, a la izquierda de la vía. No debe ocurrir novedad por allí, pues
de lo contra rio ya estaría aquí para avisarnos.
—Bien —dijo Sam Fire-gun—, voy a decir a ustedes mi plan: nos dividiremos
en dos grupos, que irán, cada uno, por un lado de la vía, a acercarse sigilosamente
a los indios. Yo mandaré uno de ellos. ¿Quiere usted mandar el otro?
—Que piense lo que quiera, ¿qué más da? Pero creo que no hará usted
ningún disparate.
—Así lo creo yo también. ¿Quieres tú mandar la otra mitad?
—¡Ejem! Si los hombres quieren seguirme, iré a gatas de buena gana delante
de ellos. Mi arma tiene pólvora y plomo nuevos y hablará algunas palabras
razonables con los indios. Pero los caballos tienen que quedarse aquí, coronel.
Sander, es de Alemania, puede cuidar de ellos.
—Que le agrade o no, ¿qué más da? Pero ya que usted no quiere, lo puede
hacer el otro, Pedro Wolf, (¡que el diablo se lleve este endemoniado ¡nombre!)
»Los expedicionarios hicieron primero una gran parte del camino andando
en pie; pero después, cuando estuvieron cerca del probable campo de batalla,
fueron arrastrándose, de uno en uno, por ambos lados del terraplén.
—¡Uf! —oyó de pronto Sam Fire-gun decir en voz baja a su oído— Los jinetes
del caballo de fuego pueden esperar aquí echados hasta que Winnetou, el jefe de
los apaches, vaya delante y vuelva aquí otra vez.
»Winnetou tardó mucho tiempo en volver, porque dio un rodeo con objeto
de observar la posición de los indios. A su vuelta, expuso a Sam Fire-gun el
resultado de su expedición.
—A unas trescientas yardas de aquí están los indios. Voy a enviar la mitad
de mi gente con Winnetou para que dé un rodeo por la pampa, con objeto de...
—Envíe la gente o no, ¿qué más da? —le interrumpió Dick en voz baja—.
Pero ¿qué van a hacer por allí?
—¿Por «Pata de Oso? ¡Zoundsl Entonces tenemos frente a nosotros a los más
bravos de la tribu y conozco lo suficiente a ese hombre para pensar que debe de
tener una reserva en medio de da vieja pampa.
—Descuide, coronel. Dick Hammerdull sabe bien lo que tiene que hacer.
Tenga usted cuidado de que los caballos no denuncien su aproximación, pues un
caballo indio huele a un blanco a diez millas.
—¡Ejem! Cuando tú lo crees, así será. Qué, ¿tienes ganas de que empiece?
»A todo correr, llegó con los suyos antes que los indios al lugar donde
estaban los animales y en un abrir y cerrar de ojos los soltaron y los dispersaron
por la extensa y oscura pampa.
»Cuando llegaron los indios, los tiros con que fueron recibidos los
desconcertaron. Se veían sin caballos y en aquella oscuridad no podían enterarse
del corto número de sus enemigos; así, permanecieron algunos momentos sin
saber qué hacer y sirviendo de blanco a las armas de éstos. Pero al fin, sonó la
aguda voz de mando de su jefe; se volvieron y echaron a correr para ganar el otro
lado del terraplén y allí, protegidos por éste, ver qué decisión tomaban.
»Apenas habían llegado al talud para subir por él, surgió a pocos pasos
delante de ellos una línea oscura, como si hubiera brotado de la tierra, la descarga
de cincuenta rifles iluminó por un momento la noche y los gritos de los heridos
mostraron que la división de Dick Hammerdull había apuntado bien.
—¡Ahora todas las balas fuera y a ellos! —gritó el valiente Dick; disparó el
segundo tiro de su rifle, lo arrojó, pues ya no le servía de nada, sacó el tomahewk, la
terrible arma del Oeste, y se lanzó, seguido de Pitt Holbers y de los más valientes
de los obreros, sobre los salvajes que estaban paralizados por el terror.
—la tierra los míos y machete en mano! — gritó Fire-gun con voz tonante, y
se dirigió hacia el campamento abandonado por los indios.
»Tenía la idea de que éstos habrían reunido toda clase de combustible para
alumbrar se, en caso de haber logrado su intentona. No se había equivocado: allí se
encontraban varios montones de lanzas y mantas, que se le ofrecieron como
excelente alimento para las hogueras. Dejando el cuidado de éstas en comendado a
los obreros, volvió al lugar del ataque, que se había convertido en una serie de
terribles luchas individuales.
»Un espectador neutral habría podido observar allí hechos de los que no se
conciben en tierra civilizada.
»Los obreros eran, en su mayor parte, gente que había ejercitado sus fuerzas
en las vicisitudes de la vida; ninguno de ellos podía hacer frente a la manera
peculiar de lucha de los indios que, a la luz de las hogueras, se dieron cuenta clara
de la situación y del número de sus enemigos. Así, excepto en los casos en que
varios obreros atacaban a un solo indio, era éste el vencedor en el combate singular
y el suelo se iba cubriendo de los que caían bajo el poderoso golpe del tomahawk.
»Sólo tres de los blancos estaban provistos de esta arma: Sam Fire-gun, Dick
Hammerdull y Pitt Holbers, y demostraron que, con armas iguales, la inteligencia
y la tenacidad del blanco acaba casi siempre por vencer.
»Otros dos había también entre los blancos que se distinguían: los dos
alemanes. Se habían apoderado de los tomahawks de dos indios caídos y los
manejaban con una seguridad y una ligereza que parecían no haber hecho otra
cosa en su vida. Sin embargo, nadie se percataba de que sólo luchaban, en
apariencia. No herían a ningún indio, ni éstos tampoco a ellos. No hacían más que
chocar las armas con los salvajes y éstos se apartaban inmediatamente para buscar
otro adversario.
»También entre los obreros los había valientes, que daban que hacer a los
indios, no acostumbrados a las peleas individuales, y la victoria parecía inclinarse
decididamente del lado de los blancos, que acorralaban cada vez más a los pieles
rojas, cuando se oyó un griterío infernal en medio de la oscuridad de la pampa.
Sam Fire-gun tenía razón: Matto-Sih, el astuto jefe de los salvajes, había dejado a
cierta distancia una reserva considerable de los suyos, que ahora llegaba con
fuerzas nuevas y que dio en un momento otro aspecto a la lucha. Por otra parte, los
indios que habían huido del campo de batalla, volvieron al ver el nuevo curso de
los acontecimientos y así, el ataque de los cazadores y los obreros se convirtió en
una defensiva que de minuto en minuto perdía probabilidades de éxito.
»Pitt Holbers no necesitó más que unos cuantos pasos para encontrarse a su
lado. Dick Hammerdull, para hacerse camino, sacó el revólver, que aun no había
usado, descargó las balas y corrió hacia el terraplén de la vía. Casi lo había salvado
cuando tropezó, cayó de cabeza al suelo y rodó al otro lado, yendo a los mismos
pies de Sam Fire-gun. Allí se puso en pie de un salto y miró un objeto que tenía en
la mano. Era una especie de garrote viejo en el que había tropezado y que había
cogido inconscientemente al caer.
—¡Mi rifle, es mi rifle, que había tirado aquí antes! ¿Qué dices a esto, Pitt
Holbers, viejo zorro? — exclamó con alegría.
»No pudo continuar, porque los ogellallahs los habían seguido y la lucha
comenzó de nuevo. El resplandor de las hogueras pasaba por encima del terraplén
y alumbraba una escena que, al parecer, había de terminar con la derrota de los
blancos. Ya iba el jefe de éstos a ordenar la retirada, favorecidos por la oscuridad,
cuando sonaron tiros a la espalda de los salvajes y un grupo de hombres se lanzó
sobre ellos con las armas en alto.
»La oscuridad les había impedido dar con el cuerpo de la reserva de los
pieles rojas y cuando vio las llamas y creyó que su presencia en el campo de la
lucha sería necesaria, corrió hacia allá, llevando el auxilio decisivo en el último
momento.
—¡Matto-Sih! —gritó Winnetou, sin moverse del sitio—. ¿Es que el perro
ogellallah se ha convertido en una perra que huye de Winnetou, el jefe de los
apaches? La boca de la tierra beberá su sangre y las garras del buitre destrozarán
su cuerpo; pero su cuero cabelludo adornará el cinturón del apache.
—¡Winnetou, esclavo de los caras pálidas! Aquí está Matto-Sih, el jefe de los
ogellallah, que mata al oso y derriba al búfalo; que persigue al ciervo y aplasta la
cabeza a la serpiente. Nadie, hasta ahora, le ha resistido y ahora va a arrancar la
vida a Winnetou, el cobarde pimo.
»Dick Hammerdull, que estaba junto a su inseparable Pitt Holbers trató con
éste de detener a los fugitivos.
—Que me parezca o no, ¿qué más da? Pero querría... ¡Zounds! Pitt, mira a
aquel individuo que quiere atravesar entre los dos hombres de Alemania. ¡Hola!
¡Se ha evaporado!
»Volando más que corriendo se dirigió al lugar donde varios indios trataban
de forzar el paso defendido por los dos alemanes. Holbers le siguió arrojándose
sobre los pieles rojas, y pronto dieron cuenta de ellos.
»Entonces comenzó a hacerse visible por el lado del Este del horizonte, la
poderosa luz de la máquina que se acercaba: el fogonero había visto las hogueras y
creyendo que era la señal convenida, había puesto el tren en marcha lentamente.
»El tren se detuvo cerca del lugar donde estaba levantada la vía.
»El obrero que tenía a su cuidado los caballos había seguido, naturalmente,
al tren y estaba a pocos pasos de allí. El indio, a quien la vista de los caballos había
dado esperanza de poder escapar, se dirigió corriendo hacia él, le arrebató las
riendas de la mano y, montando de un salto sobre uno de los animales se dispuso a
huir.
—Pitt Holbers, viejo zorro, ¿has visto levantarse al salvaje? ¡Mil diablos! ¡Va
hacia donde están los caballos!
—Si tú piensas que va a coger uno de ellos, no tengo que decir nada en
contra, pues el hombre que los tiene me parece lo bastante tonto para dejárselo
quitar.
—Sea tonto o no, ¿qué más da...? Mira, mira; le arranca las riendas de la
mano y monta sobre... ¡Good lack!, si quiere irse en m; yegua. Amiguito, esta es la
mejor ocurrencia que has tenido en tu vida, porque ahora vas a tener la suerte de
poder hablar con mi rifle.
—¿Has visto, Pitt Holbers, qué animal más valiente? Sin él, el salvaje no
estaría ahora en sus eternos campos de caza. ¿No te parece?
—Que le quite o no la cabellera, ¿qué más da? Pero lo cierto es que lo voy a
hacer.
»Para llegar al sitio donde estaba el cadáver del piel roja tuvo que pasar
cerca de los dos alemanes, que descansaban de los esfuerzos de la lucha.
—Tan cierto como me llamo Juan Letrier, capitán, este ha sido un encuentro
como sólo puede verse en el Oeste Salvaje —oyó decir en francés. Pero estaba
demasiado preocupado con su idea, para dar importancia a este hecho.
—Dick Hammerdull —dijo Sam—, ¿dices que has encontrado a estos dos
alemanes en casa de master Winklay?
—Se toan portado bien y te honran, Pero, ¿por qué los has traído aquí? Ya
sabes cuál es mi voluntad en punto a nuevos conocimientos. No quiero ver entre
nosotros caras nuevas.
—All right, sir; pero el que se llama Enrique Sander, dice que es usted su tío.
—Si estoy loco o no lo estoy, ¿qué más da? Pero tuvimos un pequeño
altercado y ya le había puesto la punta de mi cuchillo en la garganta cuando me
dijo que si le metía la herramienta algo más de lo debido, usted no me lo
agradecería. Aclárelo usted mismo, coronel.
—Sí.
—Buscamos a usted.
—¡Tío! ¿Y me lo preguntas?
—No sólo es posible, sino que es verdad, tío. Aquí está la carta que me
escribiste diciéndome que viniese. Mañana podrás ver los otros papeles.
—Otro alemán. Se llama Pedro Wolf y como quería conocer el Oeste hemos
hecho el viaje juntos.
»Efectivamente, se oía la voz del conductor del tren, que daba prisa para que
los pasajeros ocupasen de nuevo sus puestos, pues por aquella detención
inesperada se había perdido tiempo que había que recuperar.
—Es sigo que tal vez le parezca, precisamente, una tontería. Se refiere a estos
dos hombres que pretenden ser de la vieja Alemania.
—Que lo sean o no, ¿qué más da? Pero pienso que no lo son.
—No podía reconocerlo porque era aún un muchacho la última vez que lo
vi.
—Yo lo que creo es que no lo ha visto usted nunca hasta ahora. El nombre
alemán de usted es Wallerstein. ¿Por qué ese hombre no lo ha conservado y ha
tomado otro?
—No.
—Pues el otro así lo ha llamado.
—¿De veras?
—Tiene acento extranjero; pero es posible que esto sea sólo apreciación mía.
Por otra parte, no soy buen juez en este asunto, dado el tiempo que hace que falto
de Alemania.
—Que haga mucho tiempo o poco que ha salido usted de Alemania, ¿qué
más da? Pero lo cierto es que no me gusta nada este asunto. Nosotros le llamamos
a usted coronel, porque es nuestro jefe, aunque no tiene ese grado militar; pero,
¿por qué llaman capitán a ese Sander? ¿A quién manda? En todo caso, difícilmente
a personas honradas. Tenga usted cuidado, coronel, y no lleve a mal mi bien
intencionada advertencia.
—De ningún modo te lo llevo mal, aunque sé que estás equivocado. Sin
embargo, tendré ojos y oídos avizores; te lo prometo.
—No, porque puede haberse apoderado por medios ilícitos de esas cartas.
—Que lo pensemos o no, ¿qué más da? Ahora, que yo no me fío de estos dos
hombres y si usted les presta crédito, tanto más los vigilaré.
»Sander no había podido hablar a solas con Wolf desde la tarde anterior.
Llegada la hora de acostarse, se echaron algo alejados de los demás, cosa que a
nadie sorprendió, al parecer. Guando creyeron que sus compañeros estaban
dormidos, Sander dijo a su compañero en voz baja:
—Esa lucha con nuestros amigos los pieles rojas ha sido lo más inoportuna
del mundo para nosotros. Menos mal que estos blancos son tan ciegos que no han
visto que muestra lucha era simulada, pues, afortunadamente, los indios nos
pudieron reconocer a la luz de las hogueras. ¡Cuánto mejor habría sido que
hubiesen suspendido el asalto del tren y nos hubieran esperado junto a nuestra
gente! Ya podían suponer que no íbamos a tardar mucho.
—Sí. Tú, su querido sobrino, has sabido por él mismo la cantidad de oro que
han reunido en las montañas de Big-Horn. Si a esto añadimos las grandes
provisiones de pieles que han amontonado allí, resultará un botín tan rico como no
había hecho nunca nuestra banda. Y luego, la suerte que has tenido de encontrar al
verdadero sobrino del coronel. Sin embargo, has cometido un gran error.
—¿Cuál?
—Sí que fue una debilidad por mi parte; pero era tan franco y tan confiado;
me dio con tanta facilidad los informes que le pedí sobre las circunstancias más
íntimas de su familia y que tan necesarias me eran si yo quería hacer las veces de
él, que me sentí compasivo y me contenté con quitarle el dinero y los papeles y no
la vida.
—Ya lo es.
—¿Por qué?
—¡Y a nosotros que nos parta un rayo! No, no me convences. Desde hace
muchos meses venimos trabajando por descubrir ese campa mentó y ahora que lo
hemos conseguido, ¿vamos a renunciar a nuestros propósitos? No y no.
—Así parece —replicó éste en el mismo tono—. ¿Pero quién habrá sido?
—El mismo Fire-gun o algún otro de los suyos. Ahora mismo voy a
enterarme de quién ha sido.
—Entonces, el que haya sido, irá a contar a Fire-gun lo que ha oído. En los
dos casos me enteraré de lo que nos conviene saber. ¡Buena la hemos hecho si estos
individuos des confían de nosotros! Estate quieto aquí y espera hasta que yo
vuelva.
»Se echó a rastras en el suelo y de esta manera se dirigió, sin hacer ruido
alguno, hasta el sitio donde se había acostado el coronel. Allí estaba; pero en el
mismo momento se le acercaba silenciosamente por el otro lado Dick Hammerdull,
que lo despertó, diciéndole:
»Aunque hablaba muy bajo, Sander estaba tan cerca y tenía un oído tan
agudo que no perdió palabra de la conversación que siguió.
—¡Más bajo, que no nos oigan! Ya le dije que iba a estar vigilando. Me chocó
que Enrique Sander y Pedro Wolf (¡maldito nombre enrevesado para la lengua de
uno que no sea alemán!), se alejasen tanto de nosotros para acostarse. Como esto
me pareció sospechoso, me escurrí hasta aquel sitio, logré acercarme tanto que mi
cabeza casi estaba entre las suyas y oí todo lo que decían.
—¿Es posible?
»Sander no quiso, oír más, ni lo necesitaba, pues ya sabía bastante; así es que
volvió lo más de prisa que pudo a reunirse con su compañero.
—Pero dime qué es lo que has descubierto —dijo entonces Wolf a Sander.
—Más tarde, más tarde. Ahora tenemos que volar, materialmente volar, para
llegar donde está nuestra gente. En dos horas estaremos allí y los reuniremos para
atacar a estos individuos esta misma noche. Ese maldito Hammerdull es el que nos
ha espiado. Hasta sabe que te llamas Juan Letrier.
—Ahora, no. Los tenemos seguros. Además es posible que tú hayas oído
mal.
—No.
»Se puso a escuchar con toda atención y súbitamente oyó muchos gritos que
no eran el alarido de los pieles rojas, sino exclamaciones en inglés. Corrió hacia
allá; pero sin llegar al campamento. Cuando se aproximó al bosquecillo continuó
acercándose a rastras, hasta que pudo ver a los durmientes en poder de una
veintena de blancos, que se disponían a atarlos.
—¡Uf! —dijo entre sí—. Si voy en su auxilio estoy perdido como ellos. Tengo
que conservar la vida para poder seguir a estos rostros pálidos. ¡Uf!
***
El ex-agente de los indios interrumpió al llegar aquí su narración, que todos
escuchaban con el mayor interés. Yo mismo había sido testigo de algunos asaltos
de trenes por los indios y aunque todos habían sido más o menos iguales, no por
eso escuché el relato con menor atención que los demás huéspedes de la señora
Thick. Sam Fire-gun, Dick Hammerdull y Pitt Holbers eran personajes que yo
conocía perfectamente y sabía que su intervención en el hecho referido había sido
tal y como la relataba el narrador.
—¿Verdad que se oyen con, gusto estas cosas? —preguntó este último—,
Pero para el que pasa por ellas no son de tanto gusto.
—¿Presenció usted estos hechos? —le dijo uno de los que estaban sentados a
su mesa.
»Uno de ellos era de tipo delgado y estaba bien vestido. Su rifle, su revólver
y su bowieknife estaban más en consonancia con el ambiente del Oeste que él
mismo, que tenía toda la apariencia de un caballero. El segundo era un joven
guapo, fuerte y rubio, a quien reconocí en seguida por un alemán. El tercero era el
que gritaba: iba montado en un feo caballo de Dakota, que le daba mucho
quehacer.
»Quería bajar del caballo; pero éste no parecía ser de la misma opinión, pues
no hacía más que dar saltos de carnero.
—Have care, cuidado, attention! ¡Hop, falso perro! —gritó colérico dando un
fuerte golpe con su enorme puño al animal entre las orejas—. Toma, para que veas
que Pedro Polter no es un bailarín en la cuerda floja ni un acróbata parecido. ¡Pues
no echa la cola por alto, como si fuera el pabellón de una goleta y sacude las orejas,
como si quisiera pescar cangrejos! Si te tuviera entre el palo mayor y el de mesana
de un buen buque, ya te enseñaría lo que es un timonel. Grace a Dieu. Heigh-day, ya
estamos delante del camarote de master Winklay. ¡Abajo de la verga, Pedro Polter!
Y tú, maldito caballo, te voy a amarrar a la empalizada para que la corriente no te
lleve al mar. Desmonte master Tresliow y usted señor Wallerstein, que estamos
llegando a puerto seguro.
»Los tres echaron pie a tierra y ataron sus caballos. El que había hablado,
con las piernas separadas y vacilando como si el montar a caballo le hubiese
mareado, entró el primero en la sala de la posada.
—Good day, viejo Swalker —dijo saludando al irlandés—. Danos algo líquido
al momento o te mato, pues tengo seca la garganta.
—Ya lo creo que te conozco. No se olvida tan fácilmente a uno que bebe
como tú.
—Well done, bon! ¿Te acuerdas cuando eché el trago de despedida con Dick
Hammerdull, Pitt Holbers y algunos otros y tuve que esperar dos días porque no
había quien los despertara?
—Yes, Yes, aquello sí que fue drink como no he visto otro, ni creo que lo veré.
¿Dónde has estado metido tanto tiempo?
—He andado por el Este y embarcado, de un lado para otro, y ahora quiero
pasar un par de semanas con el viejo Fire-gun. ¿Vive todavía el viejo trapper?
—Ya lo creo. No hay indio que pueda con él y los que están a su lado saben
guardarse y guardarlo a él. Hammerdull ha estado aquí hace poco con Pitt el largo.
Después creo que han andado a golpes con los indios. Se dice que los ogellallahs
querían, asaltar un tren han recibido de Sam Fire-gun y de Winnetou una buena
ración de hierro y plomo.
—También estuvo por entonces aquí. Por cierto que me agarró por el cuello
con tan fuerza que creí que me estrangulaba.
—Lack-a-day, qué suerte! ¿Qué rumbo lleva? ¿Viene de donde está el coronel
o va hacia allá?
—¿Cuándo zarpará?
—¿Qué? ¡Habla como un cristiano, que para eso tienes el pico! ¿Quién
entiende lo quieres decir?
—Eres un tonto como los que describen los libros de cuentos y siempre lo
serás. Quiero decir que cuándo se marchará de aquí.
—No.
—Entonces tal vez siga fondeado aquí hoy y entonces nos iremos con él.
—¿Quiere usted decirme master Winklay si han pasado por aquí hace poco
dos alemanes que se llaman Enrique Sander y Pedro Wolf?
—Parecían dos chorlitos y con eso he dicho bastante. Uno de ellos, creo que
fue Enrique Sander, nos hizo reír, porque amenazó con su fusil de juguete a
Hammerdull, que le metió en seguida el resuello en el cuerpo, y me parece que le
hubiera hecho probar algunas pulgadas de hierro si el otro no hubiese dicho que el
coronel era su tío.
»Dicho esto, como herido por una súbita sospecha, retrocedió un paso y
preguntó con aspecto reservado:
—¡Ejem! Un hombre del Oeste no lleva nunca una estampita como esa y
usted tiene una apariencia tan... tan pulcra y tan limpia, que... que...
—¿Qué?
—¿Cuál?
»El otro iba a replicarle cuando se abrió la puerta y entró un hombre a cuya
vista se levantó Pedro Polter gritando:
—Bill Potter, viejo zorro ¿eres tú en realidad? Ven aquí y bebe, que ya sé que
tu pequeña garganta es un agujero endiabladamente grande.
—¿Bill Potter? ¿Viejo zorro? ¿Beber?... ¿Agujero grande?... ¡Je, je! ¿Dónde he
visto a este individuo cuya cara me es tan conocida?
—¿Que dónde me has visto? Aquí mismo. Esfuerza un poco tu mollera a ver
si recuerdas.
—¡Por vida del diablo! Un jovencito que estuvo sentado a mi lado aquí en
casa de master Winlkay bebiendo tanto que luego estuvo dos días sin mover pie ni
mano y ahora me pregunta que cómo suena mi nombre. Y luego estuve con él en
las montañas, donde Sam Fire...
—Sí, sí, ya lo sé. Estuviste con nosotros y finalmente me hiciste beber casi
hasta reventar. ¡Je, je! Tienes un tragadero como no he visto otro y eres capaz de
beber tanto... tanto... como el viejo padre Mississippi. ¿Dónde estuviste luego y
adonde te propones ir?
—Estos caballeros tienen que hablar con vuestro capitán o coronel. ¿Se le
encontrará ahora en su residencia?
—Cuanto más pronto, mejor para nosotros. Come y bebe, viejo escopetón y
luego nos pondremos en camino.
—Me dicen que es usted agente de indios. ¿Viene usted de verlos o va para
allá?
—¿Sólo?
—¿Arkansas arriba?
»Pedro Polter, el piloto, también había ido por el mismo camino; pero no lo
recordaba bien. Bill Potter fue el que nos guió, de modo insuperable. Aquel
hombrecillo de apariencia tan delicada desarrolló una perspicacia, una resistencia
y una movilidad tales, que le hicieron ganarse toda nuestra confianza.
—Los blancos han tomado la dirección de Hidespot; pero juraría que los
indios se han vuelto a reunir para perseguirlos. Lo mejor será, señores, que
sigamos las huellas.
»Durante varios días seguimos las huellas, que unas veces Se reconocían
fácilmente y otras se perdían en la piedra o en la hierba; pero que siempre volvía a
encontrar Bill Potter.
»La pampa abierta se cambia allí en espeso bosque. Nuestro guía iba cada
vez con mayor cuidado, pues las huellas que seguíamos parecían más y más
recientes y podíamos tropezar detrás de cualquier árbol con un piel roja.
»De pronto se detuvo Bill Potter y estuvo largo rato examinando el suelo,
cubierto de musgo.
—Aquí se ven huellas de blancos que han salido del bosque. Se han
encontrado con los salvajes sin luchar. En medio de este círculo; se han reunido los
dos jefes y han conferenciado; luego ha circulado el calumet de paz; miren este
resto de teas medio carbonizadas. Indudablemente, se trata de una cuadrilla de
bandidos de la pampa que se han unido con los pieles rojas para asaltar nuestro
campamento y repartirse el botín,
—Mille tonnere! ¡Cien mil pares de diablos! —exclamó Pedro Potter— voy a
dar en ellos con mis buenos puños hasta que los rojos se pongan blancos y los
blancos rojos de miedo. Si el viento no me engaña poco más tenemos que navegar
para echar el ancla en el campamento. Pero ¿qué hacemos con nuestros vehículos
de cuatro patas? Estoy del mío hasta la coronilla; me ha dado tantas sacudidas, que
me duele la mollera y mis doscientos treinta huesos los llevo en las botas.
—O bien han acampado o bien han dejado atrás los caballos para avanzar
con más rapidez. Ese maldito caballo nos va a ventear y va a descubrir nuestra
aproximación. Tenemos que ponernos contra el viento.
»Se echó a tierra y describió a rastras un gran arco. Los demás seguimos su
ejemplo. Al cabo de un rato nos hizo ademán de que evitásemos todo ruido y nos
señaló por entre las matas un claro del bosque que teníamos delante. Allí pacían
unos treinta caballos, custodiados por dos indios.
—¿Ven ustedes a los tunantes rojos? ¡Con qué gusto les haría probar mi
machete y dispersaría los caballos a los cuatro vientos, ¡je, je! Pero no se puede
hacer esto; no debemos dar señales de nuestra presencia. ¡Adelante! Tenemos que
llegar al sitio donde están acampados lo más pronto posible; pero no siguiendo sus
huellas, sino dando un rodeo.
»El hombrecillo se metió por entre la espesura tan ágil y silencioso como una
serpiente. El camino era tremendamente trabajoso. Pasaron varias horas y como en
el bosque oscurece antes que en la pampa, era cada vez más difícil conservar la
dirección que seguíamos. Al llegar a cierto punto, levantó Potter la cabeza y aspiró
el aire abriendo las ventanas de la nariz cuanto podía.
»Así llegamos al borde de un gutter, como llaman las gentes del bosque a las
depresiones estrechas, largas y profundas que se encuentran a menudo en los
bosques más espesos. Potter avanzó cautelosamente la cabeza y miró hacia abajo.
Justamente debajo de nosotros, a una profundidad de unos cuarenta pies había
una hoguera alrededor de la cual estaban sentados aproximadamente unos
cincuenta hombres entre pieles rojas y blancos. No lejos de éstos y vigilados por
ellos, había tres hombres atados de pies y manos. Resultaba, pues, que no todos los
ogellallahs que habían huido del campo de batalla estaban con la banda blanca del
«capitán».
»Una serie de espesas helechos había crecido al borde del gutter que nos
ocultaba por completo a las miradas de los de abajo.
—Espera un poco, amigo. Vamos a ver primero cómo lo hacemos. ¿No ves
que esos canallas se han reunido para decidir sobre la suerte de los prisioneros?
Aquel cazador de la barba negra es el que preside. Cuando los ogellallahs lo
consienten es que su jefe ha caído al lado de la vía. Mirad, ya han terminado la
deliberación y el jefe se levanta.
»Así era. Uno de los blancos que, al parecer era el que hacía de jefe allí, se
levantó y dirigiéndose hacia donde estaban los prisionero«, les soltó las ligaduras
de los pies y les hizo señal de que se levantasen. En seguida reconocí en él al
original del retrato que tenía Treskow.
—¿Es usted Sam Fire-gun, el jefe de los cazadores que tienen su campamento
oculto en este bosque?
—Pues bien: oiga usted lo que tengo que decirle. Estos pieles rojas piden su
muerte. Yo se la he concedido; pero como no entienden la lengua en que hablamos,
voy a hacerle una proposición.
—Hable usted.
—Si nos indica usted su escondite y nos da el oro, usted y los suyos quedan
libres.
—¿Y eso es todo lo que exige usted de nosotros?
—Poco conoce usted a Sam Fire-gun, master, cuando le hace una proposición
tan necia. Se ha aliado usted, para apoderarse de mi oro con los tunantes rojos, que
le ganan en pillería. ¡Aliarse un blanco con los pieles rojas contra otro blanco...!
¡Que su alma sea maldita en toda la eternidad! ¿Me tiene usted por tan tonto que
crea que nos va a dejar libres tan pronto como se haya apoderado de lo que desea?
»Quizá Fire-gun sabía por qué hablaba con tanta osadía. Mientras lo hacía su
mirada se había elevado al borde de la garganta, recorriéndola rápidamente y con
mirada penetrante y la había vuelto a bajar en seguida, con una sonrisa de contento
apenas perceptible.
—Mire usted hacia allá! —murmuró al oído de Bill Potter, que estaba a su
lado—. Veo la cabeza de un piel roja.
—Good lack! Por Dios que es Winnetou el apache. Ya decía yo que había
estado con el coronel. Se ve que no lo hicieron prisionero y los ha seguido para
libertarlos. Voy a hacerle nuestra señal.
»Se puso una hoja entre los labios e imitó el canto del grillo americano.
Aquello no podía sorprender a los enemigos, pues este animalito es muy frecuente
por aquellos parajes. Winnetou, en cambio, miró hacia abajo con sorpresa y
después desapareció. También los tres cazadores oyeron la señal; pero no lo dieron
a conocer por el menor movimiento de sus rostros.
—¿Matar a ustedes? —dijo el capitán, encogiéndose de hombros—. Eso
quisieran. Los entregaré a los indios, que les atarán al poste del martirio. Quiera
usted o no, el oro y las pieles serán para nosotros; difícil será que no encontremos
alguna huella de su gente. Así pues, sea usted razonable y acceda a lo que le
propongo.
—No es necesario hacer eso, master. Sin luchar le vamos a quitar el alma del
cuerpo. Y en cuanto a lo de canalla puede usted repetirlo cuanto quiera, pues por
eso no vamos a pelearnos. De modo que, en dos palabras: ¿acepta usted o no mi
proposición?
—No.
»Dicho esto volvió a sentarse entre los indios para comunicarles el resultado
de su negociación.
—¿De modo que ese que habla es su coronel? — preguntó Wallerstein a Bill
Potter.
—Lo es, puede usted creerme. Es tan parecido a mi padre, que no cabe duda
alguna de quién es. Y ahora que por fin lo encuentro voy a perderlo. ¿No hay
medio de auxiliarlo, Bill?
»Se fue con la misma prontitud y el mismo sigilo con que había venido y
nosotros nos pusimos a observar el campamento enemigo, dispuestos a entrar en
acción.
»El jefe se levantó de nuevo y con él todos los que le rodeaban, blancos y
salvajes. Pero antes de que hubiese podido pronunciar una palabra se deslizó una
forma oscura por entre las matas que rodeaban el campamento y llegó a los
prisioneros. Era Winnetou.
—Come on! A ellos, a ellos —gritaba con su potente voz, mientras Winnetou
a su lado echaba ogellallahs al suelo.
—¡Pitt Holbers, viejo zorro, mira a aquel sujeto que tiene mi fusil! —exclamó
Dick Hammerdull triunfante—. Vas a ver como lo recupero.
»Los enemigos eran casi cinco veces más que nosotros; pero la sorpresa los
había paralizado de tal modo que antes de que pudieran ofrecer resistencia la
mitad de ellos estaban en el suelo. Como en la noche del asalto al tren, el tomahawk
de Sam Fire-gun hacía estragas en el enemigo; Winnetou no le iba en zaga y
Hammerdull y Pitt Holbers, espalda con espalda, se encontraban en lo más in
trincado de la lucha. El piloto iba de un lado para otro de la garganta como una
furia desalada; el pequeño Bill Poner se había colocado a la salida del desfiladero,
escondido entre las matas, y desde su escondite disparaba sobre los fugitivos.
Treskow y Wallerstein se mostraban igualmente valientes.
»Al cabo de pocos minutos de lucha, los atacantes éramos dueños del
campo; todos los enemigos blancos yacían muertos y sólo algunos indios animosos
habían logrado escapar.
»Salió corriendo con algunos que le siguieron y los demás nos sentamos.
Nuestra situación no era segura en modo alguno pues los indios fugitivos pedían
volver y tirar sobre nosotros desde sitio cubierto; pero no ocurrió así; escuchamos
con ansiedad en el silencio de la noche y no oímos el menor ruido hasta que el
crujir de las ramas secas del suele y el roce con las matas nos advirtió la llegada de
nuestros amigos, que traían los caballos, después de haber dado cuenta de sus
guardianes. Bill Potter por su parte había ido también a buscar su caballo y los
nuestros.
—¡Ejem! Si te parece que lo veo, no tengo nada que decir en contra, pero by
God poco ha faltado para que acabasen contigo y con ella.
—Que acabasen o no con nosotros, ¿qué más da? Pero me gustaría saber
quiénes son los que han venido con el pequeño Potter en nuestro auxilio... ’sdeath!
¿no es ése el endiablado piloto de Alemania que tiene tan enormes puños y bebe de
modo tan tremendo?
—Wallerstein es este señor que ha venido con el señor Treskow para buscar
a su tío.
—¿Este señor?...
—¡Esto no es fingido, no; conozco estos rasgos! Enrique, sobrino mío, ¡bien
venido, mil veces bien venido!
»Cogimos los caballos del diestro y nos llevamos todos los que había allí. No
podíamos montar por la oscuridad que reinaba ya en el bosque. Los que conocían
el terreno iban delante y los demás seguíamos, siempre entre los gigantescos
árboles y bajo la espesa cúpula de sus ramas. Luego pasamos por un paraje rocoso,
en el que las peñas constituían un verdadero laberinto y por el cual sólo podría
encontrar su camino, aun con luz, el que lo conociera bien y finalmente llegamos a
una depresión circular en medio de la roca viva, que era el campamento secreto de
la sociedad de trappers y buscadores de oro formada por el coronel.
»El sitio no podía ser mejor para su objeto, pues era dificilísimo de encontrar
y en cambio fácil de defender contra un ataque. Allí ardían varias hogueras
alrededor de las cuales se encontraba un numeroso grupo de hombres del Oeste,
que formaba parte de la sociedad y que nos recibió con gran alegría. Poco
sospechaban los sucesos de que habían sido protagonistas en los últimos días el
coronel y los que con él venían.
»Fuimos agasajados, hasta donde era posible en aquel lugar, del modo más
espléndido y les referimos lo que había ocurrido y el peligro en que había estado el
campamento. Después de oír nuestro relato, hicieron el propósito de volver al
rayar el día al gutter, para reconocer detenidamente a los muertos y librar después
a toda aquella comarca de la presencia de los pieles rojas que hubieran quedado
vivos. Toda la banda del «capitán» había encontrado un terrible fin y con ella su
jefe, muerto por el cuchillo del piloto. A Treskow no le quedó otra cosa que hacer
sino volver a Van Buren con la noticia de que había encontrado al individuo a
quien no lo había encontrado al individuo a quien se buscaba hacía tanto tiempo,
pero que no lo había podido llevar consigo porque ya lo habían quitado de en
medio.
—Well, tiene usted razón —dijo un señor anciano que estaba sentado a una
mesa próxima y que había escuchado con gran atención el relato—. Sin embargo, si
usted no lo temase a mal, me permitiría una observación.
—A juzgar por el modo cortés con que usted expresa su deseo, estoy seguro
de que no tiene usted el propósito de molestarme. ¿Qué es lo que tiene que decir?
—Sencillamente esto: usted nos ha dicho que los apaches, por su cobardía y
su perfidia, habían recibido el insultante mote de «pimo», y que desde que
Winnetou era su jefe se habían convertido en hábiles cazadores y valientes
guerreros.
—No.
—¿Por qué?
—Sí. También aquel valiente indio fue asesinado por los blancos, lo mismo
que su hija Nche-Chi, la hermana de Winnetou, la más hermosa y pura virgen de
los apaches.
El ama de la casa, que acababa de entrar con algunos vasos llenos, contestó:
—Ya lo creo. Mire usted cómo todos los ojos se dirigen hacia su mesa.
Nunca ha habido en mi casa tanto silencio y tanta tranquilidad. ¡Cuánto mejor es
oír estas historias que ver como se pelean los caballeros unos con otros, derribando
sillas y mesas y rompiéndome las botellas y los vasos! Así, pues, comience usted:
oigamos su relato.
***
»Era una hermosa mañana de junio, una de esas raras mañanas que se
observan rara vez en aquel lejano rincón que forma el ángulo noroeste del
territorio de Indiana con los límites de Kansas, Colorado y Nuevo Méjico. Durante
la noche había habido un fuerte rocío y en los tallos y ramas centelleaban in
numerables gotitas. El aroma peculiar de la hierba de búfalo y de la menuda grama
era tan fresco y tan vivificante, que los pulmones aspiraban con placer el aire
embalsamado.
»Una mañana así suele ejercer influjo saludable en el ánimo del hombre y,
sin embargo, yo cabalgaba bastante disgustado en aquella ocasión. El motivo era
muy sencillo: mi caballo estaba cojo. Dos días antes, galopando, se había
enganchado la pata en una raíz. En la pampa ir montado en un caballo cojo no sólo
es molesto, sino que puede a veces acarrear las más funestas consecuencias. En los
peligros que diariamente acechan al cazador muchas veces dependen su vida y su
seguridad del buen estado de su caballo.»Había estado cazando con algunos
hombres del Colorado en las cercanías de Spanish Peaks, y después, por Willow
Springs, me había dirigido a Nescutunga-Creek, para reunir me en la orilla derecha
de éste con Will Sanders, mi. compañero de unos meses antes en la caza del castor
en Nebraska, y nos habíamos citado en aquel sitio al separarnos, para recorrer
juntos el territorio hasta la frontera sudoeste y después encaminarnos al Llano
estacado, pues teníamos ganas de conocer aquel famoso desierto.
»Recorrí lentamente la orilla buscando con toda atención alguna señal que
me indicase la presencia de Will Sanders, que seguramente habría llegado antes
que yo.
»Hubiera debido seguir estas huellas; pero iban hacia el Norte, en dirección
al río, mientras que mi camino era hacia el Este. Quería encontrarme lo antes
posible con Sanders y así monté de nuevo a caballo y continué adelante.
»Al cabo de algún tiempo, ciertos indicios me dieron a conocer que aquellos
lugares no eran tan solitarios como yo había creído. Algunos tallos tronchados,
algunas ramas cortadas, aquí y allá una piedra deshecha por pisadas humanas, me
demostraron que por allí debía encontrarse algún descendiente de la primera
pareja de seres humanos. Por eso, quedé sorprendido, mas no asustado, al ver,
cuando llegué otra vez a la orilla del río un campo de tabaco y maíz. Al lado de allá
del campo había una casa de tronco de árbol con una explanada bastante grande y
de poca altura rodeada de una empalizada alta, pero muy ruinosa.
—Good morning —le dije—. ¿Puedo saber cómo se llama el dueño de esta
casa?
»Se pasó la mano por el cabello, espeso y rubio, me miró con ojos
interrogadores, de un hermoso azul germánico, y respondió:
—¿Eres tú su hijo?
»Le tuteé, porque no podía contar más de dieciséis años, aunque aparentaba
más por su cuerpo vigorosamente desarrollado. Él me contestó:
—Soy su hijastro.
»Me señaló hacia la estrecha y baja puerta, por la cual salía en aquel
momento un hombre, que tuvo que encorvarse para no dar con la cabeza en el
dintel. Era sumamente alto, delgado y de pecho hundido; bajo su barba rala se veía
su piel, de color de cuero. Cuando me vio, se oscureció su cara, netamente yanqui.
Tenía en la mano un rifle y un pico, que no soltó al acercarse a mí. Dirigiéndome
una mirada hostil y penetrante, me preguntó con voz ronca:
—¿Quieres callar, sapo? ¡No estamos aquí para servir a todos los
vagabundos que vengan! —y volviéndose hada mí prosiguió—: Y usted, ¡largo de
aquí! ni para usted ni para ese Sanders vivo en esta casa.
—Por esta vez hará usted una excepción, master Rollins. Mi caballo está cojo
y pienso quedarme en casa de usted hasta que esté curado.
»Al oír esto, retrocedió un paso, me midió de pies a cabeza con ojos
centelleantes de cólera, y gritó:
—Querrá usted decir la sangre y la vida de usted. ¡Baje usted este machete
inmediatamente! Mi bala es más rápida que su acero
»Dejó caer el brazo que tenía ya levantado y al hacerlo dirigió la vista no
hacia mí, sino hacia el otro lado de la casa. Allí había un jinete que se había
acercado sin que lo notásemos y que me dijo riendo:
»Diciendo esto desmontó; pero Rollins recogió el pico del suelo y se alejó a
todo correr. Nos quedamos mirándole sorprendidos por conducta tan extraña.
¡Antes tanta grosería y ahora tanta cobardía! Antes de que pudiéramos comentarla
se abrió la puerta y por ella salió una mujer, que había estado escondida detrás de
ella. Cuando vio a Rollins desaparecer detrás de los matorrales, dijo con
satisfacción:
—¡Gracias a Dios! Creí que iba a haber sangre aquí. Está borracho: toda la
noche ha estado delirando mientras bebía el último frasco de aguardiente.
»Al decir esto señalaba al indio, que se había acercado entretanto. Todo
aquello había sucedido con tanta rapidez que no me había vuelto a fijar en él.
»Tendría unos dieciocho años. Su traje era de piel de ciervo curtida con
franjas en las costuras. Aquellas franjas no estaban adornadas con cabellos
humanos, lo cual quería decir que aun no había matado a ningún enemigo.
Llevaba la cabeza descubierta y sus armas consistían en un machete y un arco con
su carcaj. Evidentemente no le estaba permitido todavía llevar armas de fuego. De
su cuello pendía una cadena de latón, con un tubo de pipa de paz, sin recipiente:
aquél era el signo de que iba en peregrinación a la cantera sagrada de la cual sacan
los indios la arcilla para sus pipas. Los indios, mientras hacen este viaje son
invulnerables y aun el enemigo más sanguinario tiene que dejarle el paso libre y
hasta prestarle ayuda en caso necesario.
»Esta última frase la dijo con orgullo, me gustó tanto como el que la decía.
Pero su nombre me sorprendió. Icharslutuha quiere decir en apache cervatillo. Por
eso le pregunté:
—¿Eres apache?
—Esos son amigos míos y el más importante de sus jefes, Inchu Chuna, es
mi hermano.
—Yato-inta.
»Al oír esto se separó varios pasos, bajó la mirada y dijo:
»Su actitud era la del indio que reconoce abiertamente el rango de otro, pero
que no dobla la cabeza ni una décima de pulgada.
—Sí.
»Los dos muchachos se quedaron, pues, fuera y yo, con Will Sanders seguí a
la mujer al interior de la casa o más bien de la choza, que no tenía más que una
habitación.
»El aspecto de ésta era sumamente pobre. Yo había visitado muchas chozas
de troncos de árbol cuyos habitantes estaban reducidos a lo más imprescindible;
pero aquí la situación era aún peor. El tejado estaba medio deshecho y entre los
troncos que formaban las paredes había agujeros y hendiduras por donde entraba
y salía el viento. Sobre el hogar no se veía el acostumbrado caldero. Las
provisiones de boca parecían consistir únicamente en una pequeña cantidad de
panochas de maíz depositada en un rincón. La mujer no llevaba encima más que
un miserable vestido de percal y andaba descalza. Su único adorno era la limpieza
que se observaba en ella, a pesar de tanta pobreza y que producía una impresión
favorable. También su hijo estaba pobremente vestido; pero no tenía un roto sin
remendar.
—¡Oh, señores, qué buenos son ustedes! — nos dijo—. No parecen ustedes
yanquis.
—Es usted injusta con los yanquis —respondí—, pues aunque yo soy
alemán, aquí está master Sanders que sólo tiene sangre alemana por parte de su
madre, y es mucho mejor que yo.
—Sí, sí. Con mi hijo sólo puedo hablar alemán ocultamente, porque Rollins
no me lo consiente.
—¿Ojo malo? —dijo la mujer—. Esas palabras las repite mucho mi marido
cuando sueña en alta voz o cuando está borracho y sentado en aquel rincón se
pelea con personas imaginarias. A veces está más de una semana fuera de aquí y
vuelve con aguardiente que trae de Fort Dodge, en el Arkansas. Luego bebe y bebe
hasta que no sabe lo que se hace y habla de sangre, de un asesinato, de pepitas de
oro y de un tesoro que está enterrado aquí. Cuando se pone así, mi hijo y yo
estamos días enteros sin atrevernos a entrar en la casa, por miedo a que nos mate.
—No.
—Pues entonces el matador fue un blanco. Pero ¿cómo pudo usted vivir
desde entonces?
—De un poco de maíz que cultivábamos aquí. Entonces vino a esta comarca
mi actual marido, que al principio pensaba cazar aquí una temporada y luego
seguir adelante; pero que fue aplazando su marcha y concluyó por quedarse
definitivamente. Yo me alegré de tenerlo, pues sin él mi hijo y yo hubiéramos
muerto de hambre. Fue a Dodge City y obtuvo la certificación de defunción de mi
marido. Yo necesitaba un protector y mi hijo un padre; Rollins fue las dos cosas
para nosotros. Pero una vez tuvo un sueño de un tesoro que está enterrado aquí y
este sueño se repitió tan a menudo que ahora Rollins no sólo cree en la existencia
del tesoro, sino que ha caído en una verdadera manía. Por las noches delira sobre
el oro y por el día cava para encontrarlo.
»Me interrumpió la entrada de José, que vino a decirnos que saliéramos para
mirar al cielo. Salimos detrás de él, sorprendidos por aquella petición, y vimos
fuera al «Cervatillo» contemplando fijamente una nubecilla que estaba casi sobre
nuestras cabezas. Todo el resto del cielo estaba absolutamente limpio. José nos dijo
que según afirmaba el indio, aquella nube era muy peligrosa para nosotros. El
«Cervatillo» hablaba un poco inglés y así se entendía con el muchacho blanco. Will
Sanders se encogió de hombros al oír aquello y dijo:
—Viento, tormenta.
—Ke-eikena ak ilchi.
»Estas palabras «el viento muy hambriento» sirven entre los apaches para
denominar a las trombas. ¿Cómo habría llegado el indio a aquella conclusión? Yo
no veía nada sospechoso en aquella nube; pero sabía muy bien que los hijos de la
pampa tienen un insinto maavilloso para conocer ciertos fenómenos de la
Naturaleza.
—Ka-fi chapeno.
»Se había dado cuenta de que Will no en tendía el apache y se había servido
del dialecto tonkawa para decirle: —No estoy enfermo de la cabeza. Sanders le
comprendió y molesto por la frase entró de nuevo en la casa. Aproveché la ocasión
para demostrar al «Cervatillo» que no daba crédito a sus anteriores respuestas.
Comencé por decir:
—¿Cuál pie tiene malo mi joven amigo? —Sinch-kah (el pie izquierdo) —
respondió. —¿Pues por qué cojeaba del derecho cuando venía hacia acá?
»En su rostro se dibujó una sonrisa de confusión, pero respondió al
momento.
—Mi joven hermano ha oído hablar de mí. Sabe que yo leo en las huellas y
que no hay hierba ni grano de arena que me engañe. El «Cervatillo» ha bajado esta
mañana temprano de la montaña y ha ido hacia el río sin cojear. Yo he visto sus
pisadas. ¿Tiene ahora valor para decir que estoy equivocado?
—¡Uf! ¡Uf! — exclamó por dos veces el indio, como expresión del más alto
asombro.
—Así me gusta. Pues ahora te digo que esta mañana te has entretenido en
hacer todos los ejercicios ecuestres de la escuela india,
»Se echó las manos al cinto, comprobó que había algunas crines donde yo
había dicho y pude ver a través de su color cobrizo, que se ruborizaba.
»Se abrió la blusa de caza y sacó un cuero doblado en cuatro ángulos como
un sobre. Me lo dio y se alejó con dirección al campo de maíz, donde estaba a la
sazón el rubio José, a quien cogió del brazo, y se lo llevó consigo.
—Naturalmente.
—Pues entonces léelo tú. Aun cuando estuviese escrito en nuestra escritura
ordinaria, preferiría vérmelas con veinte indios que con tres letras. Nunca he sido
una maravilla para la lectura. Las cartas que escribo yo son con el rifle y en el
cuerpo del destinatario: eso es lo más breve. Las plumas se me rompen entre los
dedos y la tinta sabe muy mal. Sólo pensar en descifrar figuras es cosa terrible.
Además, aquí en esta choza donde sólo hay dos agujeros en lugar de ventanas, ni
siquiera se las ve.
»Yo me puse a mirar inmediatamente a las figuras; pero Will Sanders dirigió
la mirada al cielo y murmuró preocupado:
—¡Qué nubes más raras! Nunca las había visto así. ¿Qué dices a esto?
—A ver si va a tener razón este joven indio con su ciclón, frente a dos
hombres con la experiencia de la pampa que tenemos nosotros.
—Pues parece que así va a ser. Pero él no habló de un ciclón, sino de una
tromba, que es peor.
—Sea lo que fuere, no tenemos más remedio que esperar aquí. Supongo que
comprenderás mejor esa escritura india que aquella indescifrable maraña de hilos.
¿No es así?
—¡Ejem! Vamos a ver. Aquí veo un sol solo con rayos que se dirigen hacia
arriba, que indudablemente representa el sol naciente. Después hay cuatro jinetes
con sombrero, es decir, que se trata de blancos. El de delante lleva algo colgado en
la silla; parecen unos saquitos. Detrás de ellos vienen otros dos, con plumas en la
cabeza y que deben representar jefes indios.
—¡Bah! Todo eso es muy sencillo. ¿Y a eso llamas tú leer?
—Esto no es más que el comienzo. Primero hay que conocer las letras para
luego reunirías en palabras. Aquí veo otras figuras más pequeñas puestas encima
de las grandes. Encima de uno de los indios veo un búfalo que abre la boca, de la
cual salen algunas rayitas. De la boca sólo puede salir la voz; de modo que se trata
de un búfalo que muge. Sobre la cabeza de otro indio hay una pipa, de la cual salen
otras rayitas iguales que, evidentemente, representan el humo; de manera que la
pipa está encendida.
—Oye, ya empiezo a saber leer —dijo Will. —Recuerdo que había dos jefes
apaches, dos hermanos, el uno era «Búfalo mugiente» y ha muerto hace tiempo. El
otro se llamaba «Pipa humeante» porque era de ánimo pacífico y tenía gusto en
fumar con todos la pipa de paz. Aun debe de vivir.
—No, no. «Mano ladrona» y «Mal ojo» eran primos o hermanos y siempre
andaban juntos. A ellos es a quienes se quiere representar en el pergamino. Sigue,
sigue.
—Como el sol naciente está delante, los caballeros jinetes van hacia el Este.
Debajo se repiten las mismas figuras en diferentes grupos. Primer grupo: los tres
blancos de detrás matan al que va delante. Segundo grupo: el muerto yace en tierra
y los otros tienen sus sacos o bolsos. Tercer grupo: los indios disparan sobre los
tres blancos. Cuarto grupo: dos blancos y un indio, que es «Búfalo mugiente» han
muerto; «Mano ladrona» huye. Quinto grupo; «Pipa humeante» entierra los sacos.
Sexto grupo: «Pipa humeante» lleva atravesado sobre el caballo a «Búfalo
mugiente» y persigue a «Mano ladrona». Séptimo grupo: «Pipa humeante» entierra
a «Búfalo mugiente»; «Mano ladrona» ha desaparecido. Ahora vienen otros dos
dibujos pequeños: en el uno hay tres árboles; debajo del que ocupa el centro están
enterrados los sacos. En el otro hay un solo árbol, bajo el cual está enterrado
«Búfalo mugiente». Ahora se ve claramente todo el drama que...
—Déjate de eso ahora —me interrumpió Sanders— y mira al cielo. ¿No has
notado lo oscuro que se ha puesto de pronto? Mira al cielo, mira al cielo, por Dios.
—No se puede calcular el movimiento de una tromba como ésta; pero lo que
podemos hacer es cambiar de dirección tan pronto como cambie la suya. Tal vez la
detenga el río y no pase a esta orilla. Trae el caballo de Rollins que está detrás de la
empalizada. Yo voy en busca de la mujer.
»La encontré junto al hogar y estaba bien ajena al peligro que le amenazaba.
Cuando le dije lo que pasaba fuera, estuvo a punto de caer desmayada. La cogí en
mis brazos y la saqué rápidamente de la casa en el momento en que Will venía con
el caballo.
»Salté sobre el caballo de Rollins, que podía llevar mejor dos personas que
mi pobre cabalgadura coja, levanté a la pobre mujer, que tiritaba de terror y la puse
atravesada sobre mis rodillas; cogí a mi caballo por la rienda y seguí a Sanders.
»Todo ello había transcurrido con tanta rapidez, que desde el primer
momento que vimos la tromba hasta nuestra partida, escasamente habían pasado
unos minutos. No era fácil la tarea que me había impuesto: con mi mano derecha
sostenía a la mujer y con la izquierda guiaba el caballo en que íbamos montados y
llevaba de la rienda el mío. Después de haber recorrido bastante distancia, grité a
Sanders que nos esperase. Así lo hizo y cuando estuvimos reunidos, nos volvimos
para mirar los progresos de la tromba.
»¡Ya llegó al río! ¿Se detendrá? ¿Pasará a esta orilla? ¿Seguirá río arriba o río
abajo? ¿Se deshará?» Todas estas preguntas nos hacíamos con la más terrible
ansiedad, pues sabíamos qué la persona que cae dentro del radio de acción de la
tromba, está perdida: lanzada por el aire y sometida a un vivísimo movimiento de
rotación, muere asfixiada, destrozada contra el suelo, o hecha pedazos por las
masas que giran con ella.
»Se detuvo como si quisiera pensar el camino que iba a seguir. El embudo
superior Se inclinó para seguir en la dirección que traía y dio un tirón violento del
embudo inferior como si quisiera desgarrarse de él. De pronto se oyó un crujido
espantoso: las masas oscuras y compactas, tierra, piedras, ramas y hierbas,
desaparecieron y en su lugar se elevó una larga columna de agua, al principio
cilíndrica y de diámetro uniforme que fue después estrechándose por el centro
hasta tomar la primitiva figura de un doble cono. La tromba de viento se había
convertido en una tromba de agua que, como enfurecida por la detención sufrida
en el río, continuó su marcha hacia nosotros con redoblada velocidad, cogiendo en
su centro a la casa de troncos.
»Pero casi en el mismo momento y sin que nos diéramos cuenta de ello todo
el cielo se entoldó de negro y comenzó a caer una fortísima lluvia de gotas mayores
que guisantes.
»Cesó la lluvia tan bruscamente como había empezado y aclaró el cielo. Las
nubes desaparecieron como por encanto y volvió a lucir el sol como si no hubiera
pasado nada.
»Pero ¡qué aspecto el del camino que seguíamos! La tromba había dejado
detrás de sí una huella de más de sesenta metros de ancho en la cual no quedaba
rastro de vegetación; había abierto hoyos, que había llenado luego de escombros, y
a derecha e izquierda de la huella, cubriendo grandes extensiones, se veían
troncos, piedras y arbustos que había arrojado de sí.
—¿Creen ahora mis hermanos blancos que conozco las señales del «viento
muy hambriento»?
—El «Cervatillo» tenía su caballo bien escondido entre los matorrales. Fue
en su busca y montó en él con el rostro pálido de ojos azules para huir del viento.
Cuando éste se apaciguó, Icharsintuha vino aquí y encontró lo que buscaba desde
hace tres días con él joven rostro pálido.
—Sí. José es el hijo del hombre de los sacos que fue asesinado aquí. Ven y
verás dónde enterró las pepitas «Pipa humeante».
»Nos llevó al otro lado del montón de raíces. Allí estaba toda la tierra
removida y en medio de ella pudimos ver dos saquitos de cuero, enmohecidos por
el tiempo, llenos de pepitas y polvo de oro. José estaba ya enterado de toda la
historia. Cuando su madre supo lo que yo había adivinado antes, es decir, el
asesinato de su primer marido, le faltaron las fuerzas y estuvo a punto de caer al
suelo. En medio de su dolor le ofreció algún consuelo la posesión inesperada del
preciado metal, que se resistía a creer.
»Cuando la mujer oyó esto, lanzó un grita de horror y cayó sin sentido. ¡Su
segundo marido era el asesino del primero!
—Completamente — respondí
—Ya habrán visto ustedes que, además de Winnetou, hay gente inteligente y
digna de consideración entre los apaches, como lo demuestra la conducta de este
indio y también que hay blancos mucho peores que los peores indios. Hay a veces
entre estos blancos personas que, por su posición y su educación debían servir de
ejemplo a los demás y que por el contrario, son verdaderos modelos de
perversidad y bajeza. Recuerdo ahora que hace poco me hablaron de un conde
mejicano que se alió con los comanches indios para asaltar su propia hacienda y
asesinar a sus habitantes. Si no hubieran estado allí el jefe apache «Corazón de
Oso» y el de los miztecas, «Frente de Búfalo», todos los blancos habrían muerto.
—Un conde legítimo, hijo de uno de los hombreó más ricos y más
distinguidos del país.
—Muy bien.
—Algo más que eso: conozco al conde y a todas las personas que
intervinieron en él; conozco la hacienda donde se desarrolló la acción y toda
aquella comarca, pues han de saber ustedes que habito allí y que soy el abogado
del señor Arbellez contra quien iba dirigido el golpe.
—¿Cómo? ¿Abogado? ¿Y por qué abandonó usted aquel país y cruzó el Río
Grande?
—Si los abogados no tuvieran la mala costumbre de hacerse pagar cara cada
palabra que pronuncian, me atrevería a hacerle un ruego.
—Parece que no tiene usted buena opinión de nosotros.
—No quiero decir precisamente eso. Lo único que pienso es que ustedes
saben bien lo que vale un dólar.
—Sí que es verdad; pero yo tengo ratos en que estoy de buen humor y no
consiento que me paguen.
—¿De veras?
—Sí.
—¡Well! Pues querría que todos los que estamos aquí sentados oyéramos la
historia del conde de Rodriganda. ¿Quiere usted contárnosla?
—Estoy dispuesto a ello; pero no se trata de una narración tan corta como la
de usted. ¿Tienen ustedes tiempo de oírla?
—¿Por qué no? En casa de la señora Thick todo el mundo tiene tiempo para
beber y escuchar las cosas interesantes que se cuenten. Le ruego que venga a
nuestra mesa, para que no tenga que esforzar la voz.
—Sobre las ondas del Río Grande se deslizaba siguiendo, la corriente una
ligera canoa, construida de largas tiras de corteza de árbol, unidas entre sí con pez
y musgo, y en ella iban dos hombres de distinta raza. Uno de ellos llevaba el timón
y el otro iba sentado a proa, entretenido en hacer cartuchos para su pesado rifle de
dos cañones, con papel, pólvora y balas.
»El primero tenía los rasgos finos y audaces y los ojos penetrantes de un
indio; y por otra parte su vestido indicaba que pertenecía a esta raza. Llevaba una
blusa de caza de cuero cuyas costuras tenían una serie de franjas fantásticas; un par
de polainas, adornadas en las costuras laterales con cabellos de los enemigos
muertos por él y mocasines de doble suela. De su cuello pendía un collar de
dientes de oso gris y tenía recogido el cabello en un alto moño, del que salían tres
plumas de águila, indicio seguro de que se trataba de un jefe. Junto a él se veía una
piel de búfalo curtida que le servía de capa y en su cinturón brillaba un tomahawk
junto a un cuchillo de cortar cabelleras de doble filo y a la bolsa de la pólvora y las
balas. Sobre la manta había un largo rifle de dos cañones, con incrustaciones de
plata en la culata y en cuyo mástil se observaban muchas entalladuras, que
indicaban el número de los enemigos muertos por él. Colgado de una correa de
piel de oso llevaba el calumet y por la abertura de un bolsillo de su blusa de caza
asomaban las culatas de dos revólveres. Estas armas, tan raras entr e los indios,
mostraban a las claras que el que las llevaba estaba en contacto frecuente con
gentes civilizadas.
»El que iba sentado en la proa era un blanco. Delgado y alto, pero de fuerte
con textura, tenía una barba rubia, que le sentaba muy bien. Llevaba como el otro,
pantalones de cuero, cuya parte inferior estaba metida en las altas botas de montar,
chaleco azul y blusa de caza de igual color. Su cuello iba desnudo y cubría su
cabeza uno de esos sombreros de anchas alas que tanto se ven en el Oeste, y que
con el uso han perdido color y forma.
—¿Por qué?
—¿Qué haremos?
—¿Y dejar sola la canoa? —dijo el indio, —¿Y si se trata de enemigos que nos
quieren atraer a la orilla para matarnos?
—De acuerdo.
»El hombre llevaba unos pantalones de los que usan los mejicanos, es decir,
más anchos por la parte de abajo que por arriba, una camisa blanca y una chaqueta
azul echada sobre el hombro a la manera de los húsares. Una faja amarilla sujetaba
la camisa y pantalón y le servía de cinto. En éste, aparte del machete no se veía
arma alguna. Tenía el sombrero amarillo echado sobre la cara, para protegerla
contra el sol. Su sueño era tan profundo que no se dio cuenta de la aproximación
de los dos hombres.
—Me parece que tienes miedo del piel roja. No tengas cuidado, amigo. Yo
soy un trapper alemán, me llamo Helmers y procedo de la región de Maguncia. Este
se llama Shosh-in-liett, y es el jefe de los apaches Carillas.
—¿Dónde?
—¿Quién?
—Los comanches.
—No parece eso muy verosímil. ¿Te persiguen los comanches y te echas a
dormir tranquilamente?
—Al norte de aquí, hacía el río Pecos. Nosotros éramos quince hombres y
dos mujeres y ellos más de sesenta.
—¡Demonio! ¿Y luchasteis?
—Sí.
—¡Cuenta, cuenta!
—¿Qué he de contar? Que cayeron sobre nosotros sin que nos percatáramos
de ello: que mataron a la mayor parte de los nuestros y que se llevaron a las dos
mujeres. No se si habrá escapado con vida algún otro que yo.
El vaquero era poco comunicativo y había que sacarle las palabras del
cuerpo.
—¿Y Karja?
—Sí.
—¿Cómo?
—Por la tarde.
—¿Es posible?
—Seguro.
—¿Por qué?
—¿Eres vaquero y no sabes las costumbres de los salvajes? ¿Qué idea crees
que llevaban al apoderarse de las dos mujeres? Querrán pedir dinero por su
rescate.
—No. Se han apoderado de ellas para hacerlas sus mujeres, pues las dos son
jóvenes y hermosas.
—Sí, he oído que las muchachas miztecas son famosas por su hermosura. Si
los comanches no quieren desprenderse de las dos mujeres, cuidarán de que no se
descubra su paradero y ocultarán sus huellas. Por eso no querrán dejar con vida a
ninguno de vosotros y seguramente te han seguido para evitar que lleves la noticia
de lo ocurrido.
—Sí.
—¡Maldición! ¡Tan fácil que era de ver esto y que no se me haya ocurrido!...
—Sí.
—Sí.
»Los jinetes, que Helmers había visto al principio como seis puntos negros a
lo lejos, se iban acercando rápidamente. Ya se podía distinguir su vestido y sus
armas.
—Se han pintado con los colores de guerra, de modo que no darán cuartel —
dijo Helmers.
—Tampoco se lo daremos nosotros.
—Tiraremos primero sobre los dos de detrás, pues los de delante los
tenemos más seguros.
—Bien.
—¡Bah! —dijo riendo el alemán—. Seis comanches no son nada. Claro es que
se debería ahorrar la sangre humana, que es el líquido más precioso que existe;
pero estos comanches no merecen otra cosa.
»Quitaron a los muertos sus armas y «Corazón de oso» la cabellera a los dos
que había matado él, colgándose del cinturón los sangrientos despojos. El blanco
no imitó su ejemplo.
—¿Llevamos al vaquero?
—¿Por qué?
—Sí.
—Sí y también un caballo. El tuyo vamos a dejarlo suelto, pues está muy
cansado y sólo nos serviría de estorbo.
»Eligieron los tres mejores caballos de los comanches y dejaron libres a los
otros, después de lo cual la pequeña caravana Se puso en marcha, con dirección al
Norte, hacia el río Pecos. El camino iba al principio a través de una pampa abierta;
pero al cabo de un rato se elevó ante ellos una sierra, cubierta de bosques.
Recorrieron valles y desfiladeros y llegaron al atardecer a una altura desde donde
se podía ver una pampa poco extensa.
—Mira.
—Y seis prisioneros.
—Vamos a liberarlas.
»El jefe indio pronunció aquellas palabras con tanta tranquilidad, que podría
creerse que se sentía capaz de acabar él solo con los comanches de un golpe.
—Pero ¿cómo?
—Vamos a ocultarnos.
—Es que quizá otros habrán podido escapar de la pelea; los salvajes
seguramente los habrán perseguido y cuando vuelvan pueden encontramos aquí.
Sujeta los caballos mientras nosotros vamos a borrar nuestras huellas
—Sí.
—Sí.
—Pues adelante.
»Los dos hombres cogieron sus rifles y se separaron del vaquero, después de
comunicarle sus instrucciones.
—Bien. Las primeras a quien hay que soltar son las mujeres.
»Las dos mujeres estaban atadas de pies y manos. El alemán cortó las
correas que las sujetaban y que se habían hundido en la carne de las infelices
prisioneras.
»Tan pronto como el apache vio que el alemán había libertado a las dos
mujeres, se puso a buscar a los hombres prisioneros. Eran cuatro, como se ha dicho
y estaban cerca de allí. Tampoco ellos dormían y por eso fue más fácil su tarea. Ya
había cortado con su machete las correas que sujetaban a dos de ellos cuando de
pronto se levantó uno de los indios que estaban próximos, y que, medio dormido,
había oído el ruido producido por el apache. Rápido como el rayo «Corazón de
oso» se irguió y le hundió el machete en el pecho; pero el comanche, antes de caer
muerto, pudo lanzar un grito de alarma.
»Diciendo esto cogió de la mano a una de las mujeres y tiró de ella; pero las
fuertes ligaduras le habían entorpecido brazos y piernas de tal modo que apenas
podía andar.
—¡Ven, en seguida!
»En un instante se puso el indio junto a su amigo. Cada uno de ellos cogió
en brazos a una mujer; corrieron a donde estaban los caballos, montaron, se
pusieron a las mujeres delante, cortaron las cuerdas que sujetaban a aquéllos y
salieron al galope.
»Todo esto se hizo con la más terrible in quietud; pero también con la
rapidez más extremada. No les sobró sin embargo ni un segundo, pues en el
mismo momento en que se ponían en marcha sonaron detrás de ellos los tiros de
los comanches.
»Helmers y el apache iban delante, por ser los que conocían el camino. En lo
alto del monte encontraron al vaquero que los esperaba, y que, en cuanto los oyó,
montó en un caballo y cogió de la rienda a los otros dos.
—Sí.
»A la luz del nuevo día pudo contemplar detenidamente a las dos mujeres.
Una de ellas era mejicana y la otra india; las dos hermosas, cada una dentro del
tipo de su raza.
—Helmers.
—¿Podremos hacerlo?
—Así lo espero. Por desgracia sólo tres de nosotros tenemos armas; pero a la
orilla del Rio Grande están las armas que ayer quitamos a los comanches.
—Sí. Nos encontramos al vaquero que nos contó todo. Después dimos
cuenta de sus perseguidores y decidimos libertar a ustedes.
»Así se hizo. El mayordomo las pasó a remo a la otra orilla, mientras los
demás cruzaban el río a caballo. La travesía se hizo con toda felicidad y al llegar a
la otra orilla, hundieron la canoa e hicieron preparativos para la defensa. Emma
Arbellez se mantenía siempre junto al alemán.
—Contra cincuenta del enemigo. Píense usted que tenemos mujeres que
proteger.
—¿Cómo?
»La prudente joven había acertado: los comanches, después de examinar las
huellas al otro lado del río, enviaron delante a dos de los suyos que lo cruzaron con
toda clase de precauciones. Al llegar a la otra orilla vieron otra vez las huellas que
se alejaban del río.
»Todos los indios, al oír esto, se metieron en el agua, uno detrás de otro. El
río era tan ancho, que aun no había llegado a la otra orilla el primero, cuando el
último empezaba la travesía. Los perseguidos se mantenían ocultos detrás de unas
altas matas. Aquel era el momento de entrar en acción.
—A los que van delante por el agua. Los dos que han atravesado. Los
tenemos seguros.
»Era sorprendente, casi cómico, ver el efecto que la descarga causó en los
indios supervivientes. Al momento volvieron sus caballos y se dirigieron a toda
prisa hacia la orilla de donde habían salido. Muchos de ellos por precaución se
echaron abajo de los animales y nadaron a su lado, buscando abrigo contra los
tiros. Los dos que ya habían atravesado el río fueron los que parecían más
asustados y los que se condujeron con menos cautela. Con sus rifles preparados se
dirigieron a todo galope hacia el lugar de donde habían salido los tiros.
Inmediatamente sacó el alemán su revólver y fue a su encuentro, ocultándose
detrás de los arbustos. Ellos no lo vieron y pasaron por delante del sitio en que
estaba escondido, Helmers apretó dos veces gatillo y los indios cayeron muertos.
»Recogió su rifle de donde lo había dejado y cada una de las mujeres cogió
uno de los que habían pertenecido a los comanches. Toda la acción se había
desarrollado con tal rapidez, que escasamente habían transcurrido unos minutos
desde la primera descarga. Ya estaban los rifles cargados de nuevo.
»Su orden fue obedecida y pronto tuvieron los comanches más de veinte
muertos. Los indios supervivientes se ocultaron en el bosquecillo y no se
atrevieron a mostrarse más.
—Señoritas, les agradezco la ayuda que nos han prestado —dijo Helmers—.
No tenía la menor idea de que tiraban ustedes como un hombre del Oeste.
—Así lo espero.
—Allí están los dos caballos de los indios. ¿Los tomamos? — preguntó
Helmers.
—Pues yo creo que cada uno de nosotros sabe muy bien quién es el otro —
replicó ella sonriendo.
—¿Cómo?
—Sí que eso es algo, pero no mucho. Por lo menos permítame usted decirle
quién soy yo.
—¡Ejem! En realidad, no debo hablar del motivo que me trae por aquí.
—¿Es un secreto?
—Bien, pues no voy a atormentarla más— dijo él, riendo—. Se trata nada
menos que de buscar un riquísimo tesoro.
—No.
—Y, sin embargo, me confía usted el secreto a mí, a quien no había visto
hasta hoy.
—Hay personas a quienes sólo con verlas se está seguro de que se les puede
confiar un secreto.
—Sí.
—¡Oh! Todos sabemos que los primitivos habitantes del país ocultaron sus
tesoros cuando los españoles conquistaron Méjico. Además, hay aquí lugares en
que se encuentra oro y plata en grandes cantidades. A esos lugares se les llama
bonanzas. Los indios los conocen; pero prefieren morir a confiar a un blanco su
secreto.
—Entonces no le dejaremos que nos abandone, sino que será usted nuestro
huésped.
—¿Cómo es eso?
—Sí, hay un indio, tal vez dos, que conocen, seguramente, el tesoro del rey.
Tecalto es el único descendiente del primitivo jefe de los miztecas y ha heredado
sus secretos Karja, la muchacha que va ahora con el jefe de los apaches, es su
hermana y no sería difícil que él le hubiera comunicado el secreto.
»Helmers miró a la hermosa india con más interés que hasta entonces.
—Ella le ama.
»Los ojos de ella brillaron con una mirada de buen agüero para él, mientras
respondía:
—Pero yo no puedo decirle a usted nada del tesoro del rey.
—Oh, señorita, hay tesoros que valen más que todas las cuevas llenas de oro
y plata, este sentido, quisiera ser un buscador de oro.
»Ella le alargó la mano y cuando él la cogió, les pareció a ambos que una
corriente eléctrica pasaba de uno a otro. Se habían comprendido.
—Los miztecas eran en otro tiempo una gran nación y todavía son famosos
por la belleza de sus mujeres. ¿Es mi joven hermana squaw o soltera?
»Al oír esta pregunta directa, que un blanco, seguramente, no habría hecho,
enrojeció su oscuro semblante; pero respondió con voz firme:
—No.
»Sabía que era mejor decir la verdad, pues conocía a los apaches. No se
movió un solo músculo en el rudo rostro del indio, quien siguió preguntando:
—¿Es un blanco?
—Sí.
»Una sonrisa silenciosa se dibujó en .os labios del apache, que movió la
cabeza y repuso:
»Esta fue toda la conversación que hubo entre los dos; pero fue por lo menos
tan rica en consecuencias como la que había mediado entre el alemán y la mejicana.
»En el curso del viaje supo Helmers que las dos mujeres habían ido al río
Pecos para visitar a una tía de la mejicana que estaba gravemente enferma. Se
trataba de una hermana de la madre de Emma, cuñada del viejo Pedro Arbellez,
que había sido administrador del conde Fernando de Rodriganda y, a la sazón, era
su arrendatario y habitaba en la hacienda del Erina. Los cuidados de las dos
mujeres no habían podido impedir, sino únicamente retrasar, la muerte de la tía.
Cuando ésta ocurrió, Arbellez envió a su mayordomo con los vaqueros para
recogerlas. Al regreso fueron atacados por los comanches, como se ha dicho, y sin
el auxilio del alemán y del apache, estaban perdidos.
—¡Uf!
»Los otros se volvieron para recorrer con la mirada la vasta llanura que
habían dejado atrás.
—¡Uf! — exclamó el apache por segunda vez; pero ésta con mayor
desprecio.
—Se ha incomodado.
—¿Por qué?
—Por la estupidez del mayordomo.
—No, no. Es un buen jinete y tirador hábil; un rastreador que no tiene igual.
Se puede fiar en él por todos conceptos.
—¿Por qué?
—Pues, sin embargo, los indios van montados en ellos. Han atado una
correa al cuello y otra al cuerpo del caballo y a esa correa van agarrados con el
brazo izquierdo y la pierna derecha. ¿No ve usted que los caballos nos presentan
siempre el costado derecho, a pesar de venir en la misma dirección que nosotros?
Es porque hacen galopar de costado a sus caballos. Cuando los caballos galopan
así es la señal más segura de que van montados por indios.
—Un sitio escondido desde donde podamos caer sobre los comanches.
Dejémoslo hacer, porque es el piel roja más valiente y más listo que conozco y en él
fío yo mejor que en mil mayordomos como el de usted, por experimentados que
sean.
—¿En quién?
—En usted.
—Con toda mi alma —respondió ella—. Usted elogia al apache; pero olvida
decir que, por lo menos, se puede tener tanta confianza en usted como en él.
—Ahora no. Cuando, por casualidad, me llamen con él, me daré a conocer.
—Verdad es.
»Aquel sitio había sido elegido cuidadosamente por el apache. Los viajeros
hicieron alto en una pequeña elevación del terreno, resguardada por tres lados y
que dominaba un desfiladero por donde teman que pasar los comanches si
continuaban la persecución.
»Todos le obedecieron y también las dos mujeres cogieron los rifles ganados
a los indios. Se acercaron al borde de la altura y se pusieron al acecho.
—¡Nlate tki! (aquí están) — gritó uno, señalando con la mano a la altura.
»Aunque muy breve, aquel momento de vacilación había dado tiempo a los
flancos para cargar otra vez sus rifles. Estos sonaron de nuevo y el número de los
indios puesto fuera de combate se duplicó. Los pocos que quedaron ilesos no
tuvieron ya duda en su actitud: volvieron sus caballos y huyeron en desordenado
galope.
»Dicho esto, bajó lentamente de la altura para arrancar las cabelleras a los
cuatro comanches muertos por él. Los otros lo siguieron, con objeto de recoger las
armas y los caballos de los vencidos. Al cabo de un cuarto de hora, se reanudó la
marcha.
—¿Qué no? Yo pienso que la lección que les hemos dado ha sido bastante
dura.
—Aquellas son las huellas de los indios que venían en, descubierta y que
han huido como los demás. Se habrán reunido con ellos y nos seguirán hasta que
sepan dónde nos detenemos. Entonces darán la vuelta y vendrán con guerreros
suficientes para asaltar la hacienda.
—Ya vigilaremos.
—Tengo que ver lo que dice «Corazón de oso», pues no puedo separarme de
él.
—Sí, este es buen sitio. Por tres lados nos defiende el río y el cuarto lo
vigilaremos bien. Desmontemos, pues.
»La hacienda del Erina era una posesión magnífica. La sólida casa era de
granito y estaba rodeada de empalizadas que constituían una eficaz defensa contra
los ataques. Su interior, que parecía el de un palacio, estaba elegantemente
amueblado y era de tal capacidad que podía alojar a centenares de invitados.
—¡Bien venida seas, hija mía! —dijo—. Muchos peligros has de haber
pasado en este viaje, pues vienes en otro caballo y tienes el aspecto muy decaído.
»Emma besó y abrazó amorosamente a su padre y le contestó:
—¡Dios mío! ¡Qué desgracia, y por otra parte, qué suerte! Sean bien venidos,
señores, de todo corazón. Ya me contarán ustedes todo y tendrán pruebas de mi
gratitud. Pasen a tomar posesión de esta casa.
»En aquel momento se abría la puerta del comedor, que estaba junto a la
sala, y el conde Alfonso se presentó. Llevaba una bata persa de seda roja bordada
de oro, un pantalón blanco de hilo finísimo, zapatillas de terciopelo azul y un fez
turco en la cabeza. Al entrar difundió tal aroma a su alrededor que se habría creído
estar en una perfumería. Por la abierta puerta se podía ver el comedor, ricamente
amueblado y, a juzgar por la servilleta que el conde traía en la mano, éste debía de
estar ocupado en saborear los ricos manjares que ofrece Méjico.
—He oído pronunciar mi nombre —dijo—. ¡Ah, están aquí estas bellas
señoritas! Celebro su feliz regreso.
—Ya lo ve usted, señor conde; pero poco ha faltado para que no hubiéramos
podido volver.
—Si; hemos tenido un pequeño accidente. Los comanches nos habían cogido
prisioneras.
—No será fácil —dijo ella irónicamente—. Por lo demás, hemos salido con
bien del apuro. Aquí están nuestros salvadores.
—Pero, Arbellez, ¿en qué está usted pensando? —exclamó el conde—. Fíjese
usted en estos hombres. ¿Vamos a estar con ellos, y yo, bajo el mismo techo? Vea
cómo huelen a bosque y a pantano. Tendría que marcharme inmediatamente.
—No lo es usted.
—¿No? —dijo el conde Alfonso, con expresión de odio—. ¿Pues, quién es,
entonces?
—Su padre, el conde Fernando. Usted aquí no es más que un invitado. Por
otra parte, ni el mismo conde Fernando podría tener voz en esta cuestión. Yo soy el
arrendatario vitalicio y nadie puede prohibirme recibir a quien y vi quiera.
»Diciendo esto, abrió la puerta de la sala de par en par y con una cortés
inclinación rogó a los dos que entrasen. El indio permaneció durante el incidente
en la mayor indiferencia; ni siquiera dirigió la mirada al conde, ni pareció haber
comprendido lo que éste decía. Mudo y altivo, entró en el comedor. Helmers, por
el contrario, se volvió hacia el conde y le dijo:
—¿Es que quiere usted batirse conmigo? — preguntó el conde, aun más
extrañado
—Vamos, Emma, Karja. Nuestro sitio está junto a las personas decentes.
—¡Ah! ¡Qué villanía! Ya me lo pagará usted, Arbellez.
»El animoso anciano entró en el comedor con las mujeres. Cuando Emma
pasó cerca del conde, le dijo con los labios fruncidos por el desprecio y los ojos
relampagueantes:
»La india la siguió, con los ojos bajos; le costaba trabajo despreciar al conde,
y, sin embargo, no pudo mirarlo a la cara. Alfonso no volvió al comedor. Arrojó la
servilleta al suelo, la pisoteó y rugió:
—¿Eres Tecalto?
—No te había visto hasta ahora; pero he oído hablar mucho de ti.
»El serio rostro del indio se iluminó. Tendría unos veinticinco años y era un
modelo de belleza india.
—Que mi mano sea tu mano y mi pie tu pie. Perezca tu enemigo, que será,
también, el mío, y perezca mi enemigo que será, también, el tuyo. Yo soy tú y tú
eres yo: los dos somos uno.
—¿Está aquí?
—¿Dónde está?
—Sentado allá, con los vaqueros, que están contando el ataque de los
comanches.
—Vamos allá.
—¿Qué le pasa?
—¡Bah!
—Sí, no lo dude usted. Hemos hecho con él todo lo posible: lo hemos tenido
tres veces en el corral para domarlo y las tres veces hemos tenido que soltarlo de
nuevo. Es un demonio. Aquí todos somos buenos jinetes, pero a todos nos ha
tirado al suelo, menos a uno.
—¿Quién es ese?
—Un cazador extranjero que anda por Red River y que dicen que es capaz
de montar al mismo diablo en los infiernos. Ese hombre ha llegado a meterse en un
rebaño de caballos salvajes, saltando de uno a otro para elegir e; mejor de ellos.
—Naturalmente.
—¿Cuál es?
—Su nombre verdadero no lo sé; pero los pieles rojas lo llaman Itinlika,
«Flecha de trueno». Muchos cazadores que vienen del Norte nos han contado cosas
de él.
—¿Está atado?
—Naturalmente.
—Es que el señor Arbellez, a pesar de lo mucho que estima a sus caballos, ha
jurado que el negro ha de obedecer o morirá de hambre.
—Claro.
—Enseñadme el caballo.
»Este se hallaba tendido en tierra, con las patas atadas y un cestillo a modo
de bozal. De la furia y los esfuerzos que había hecho tenía los ojos inyectados en
sangre y las venas parecía que le iban a estallar. A través del bozal le salían
espumarajos en gran cantidad.
—¿Qué ocurre, señor Helmers, que está usted tan enfadado? — preguntó.
—Es que de otro modo podría aprender a obedecer; pero de este no.
—No.
—Mucho menos.
—No sabe usted lo que es este animal —le advirtió Arbellez—. Ha habido
muchos que han dicho que sólo Itinki-ka «Flecha de trueno», es capaz de
dominarlo.
—No, pero es el mejor rastreador y jinete que se puede encontrar entre los
dos mares.
—Pues a pesar de lo que usted dice le pido que me deje montar el caballo.
—Insisto en mi petición.
»Al decir esto la miró con una expresión de tal confianza en sí mismo, que
ella se retiró llevando en el, ánimo la creencia de la posibilidad del éxito.
—Sí, es él
—Naturalmente.
»Recorrieron juntos las grandes praderas, en las que pacían caballos, bueYes,
mulos, cabras y ovejas y luego el alemán ató al caballo como lo estaban los demás.
—¿Dónde?
—Iré.
—Sí que lo hay y aun lo hace mucho mejor que yo: es Old Shatterhand, el
amigo de Winnetou. A mí me falta mucho para llegar a él.
—¡Ah! Old Shatterhand. Sí, sí. Tantas cosas se han contado de él, que
efectivamente creo que para él la doma de un caballo salvaje sería cosa fácil. ¿Lo
conoce usted?
—Sí y por eso tengo que reconocer que está muy por encima de mí.
»La conversación versó entonces sobre aquel famoso hombre del Oeste y se
refirieron algunas de sus proezas más salientes.
»El conde estaba a la sazón tan apremiado por sus acreedores que había ido
de la capital de Méjico a la hacienda con el firme propósito de obtener de Karja el
secreto del tesoro. Aquella noche, a la hora convenida, se dirigió al olivo del
arroyo, donde ya le esperaba Karja. Esta se mostró irritada con él, por la actitud
ofensiva que había tenido con su salvador; pero la habilidad de él logró calmarla
pronto. En seguida fue el conde derecho a su objeto. Prometió a la india hacerla
noble y casarse luego con ella, diciendo que era necesario aquel paso preliminar,
aunque ella se considerase de tan alto nacimiento como él, por ser descendiente de
reYes. Para obtener la nobleza era preciso mucho dinero, que él no podía pedir a su
padre con aquel fin y así era necesario apoderarse del tesoro del rey, pues, por otra
parte, su padre lo desheredaría por casarse con una india y se vena sumido en la
pobreza. También le dijo que él se mostraba dispuesto a hacer aquel sacrificio,
demostrando con ello sus intenciones honradas, y ella no debía vacilar por más
tiempo en confiarle el secreto. Con estos argumentos logró convencerla y ella
prometió decirle dónde se encontraba el secreto; pero puso como condición que
jamás revelaría el conde al hermano de Karja que ésta le había comunicado el
secreto y además que Alfonso declararía por escrito, con su firma y sello, que haría
a la india condesa de Rodriganda en cuanto ésta le entregase el tesoro. El aceptó
estas condiciones y aseguró que al día siguiente por la mañana entregaría en
persona el documento a Karja.
»¡Qué alegre estaba el conde por haber con seguido al fin lo que se proponía!
En la confianza del éxito había traído gente para transportar el tesoro a la capital.
El documento prometido no le preocupaba lo más mínimo. La india, en la
situación inferior en que se encontraba, sería tan impotente con el documento
como sin él contra el encumbrado conde. Pero lo primero era tener el tesoro.
»No llevaba mucho tiempo en aquel lugar cuando oyó el ruido de unas
pisadas ligeras y poco después vio acercarse en dirección al estanque una figura de
mujer en la que reconoció inmediatamente a Emma. Al momento se levantó para
que no se creyera que estaba espiando en aquel sitio. Ella lo vio y vaciló en seguir
adelante.
—Acérquese sin temor, señorita Emma — dijo él—. Me iré de aquí para no
molestar a usted con mi presencia.
—¡Ah! ¿Es usted, señor Helmers? —respondió Emma—. Creía que era otro y
que usted estaba descansando ya.
—Todavía me encuentro ahogado dentro de mi habitación; tengo que irme
acostumbrando a dormir entre cuatro paredes.
—Quédese usted, ya que tanto necesita del aire libre —le dijo—. Nuestro
Dios tiene bastante aire, aroma y estrellas para los dos. No me molesta lo más
mínimo.
»De pronto le pareció oír en el interior del jardín pasos cautelosos y voces
contenidas. Sabía que el conde buscaba todas las ocasiones posibles para
encontrarse con su hermana y que ésta no oponía resistencia a los avances del
conde. Sus sospechas se despertaron. No se había visto en la casa al conde ni a
Karja hacía una hora: ¿se habrían dado cita en el jardín? El indio quería
averiguarlo; era conveniente para él y para ella.
—¿Por qué?
—Porque hoy me ha hecho usted pasar mucha angustia.
—Sí.
—¿Cuál?
—Es que ese secreto nunca tendrá valor para mí. No llegaré a visitar la
cueva del tesoro del rey, aunque me encuentro seguramente cerca de ella.
—No sé si lo haré.
—¿Por qué?
—De un indio viejo y enfermo a quien presté algunos servicios, como ya dije
a usted. Estaba herido y murió antes de poderme dar las explicaciones de palabra
que eran necesarias.
—¿Es posible que todo un «Flecha de trueno» sea tan pobre? ¿No hay
riquezas que nada tienen de común con la posesión de oro? No es el oro y la plata
lo que da valor al hombre. La verdadera riqueza está en el corazón: es el de la
creencia en Dios, el amor al prójimo y la conciencia del deber cumplido... Pero
vamos a casa, porque quiero dar las buenas noches a mi padre.
»Se alejaron de aquel lugar y Tecalto volvió por el mismo camino que había
venido. Cuando se encontró fuera del jardín dijo entre sí:
—¡Uf, uf! ¿Qué es lo que he oído? ¿«Flecha de trueno» tiene un mapa donde
figura nuestra cueva sagrada y seguramente descubrirá el tesoro ayudado por su
sagacidad. Yo debería matarlo; pero se ha hecho amigo y hermano mío. Además ha
salvado a mi hermana Karja. ¿He de matar a quien estoy agradecido? No, no.
Reflexionaré sobre ello y el Grande y Buen Espíritu me dictará lo que debo hacer.
—¡Silencio!
—Siquiera permíteme que hable. Hace cuatro días que estamos aquí y
parece que se están burlando de nosotros y nos toman por tontos.
—Si tú te tienes por tonto, nada tengo que decir. Yo sé lo que tengo que
hacer y es bastante.
—¿Y sabes también lo que hemos de hacer con ese supuesto conde?
—También lo sé.
—Como nos paga bien, esperar a que nos diga lo que tenemos que hacer.
—¡Silencio!
—Es verdad y como lo soy, sé cumplir con mi deber. Come tu carne y cierra
la boca. Si no obedeces, ya sabes cuál es la ley.
»El capitán pronunció estas palabras en tono frío e indiferente; pero rápido
como un rayo sacó una pistola del cinturón y la disparo sobre el rebelde, que cayó
al suelo con la cabeza destrozada.
—Adelante.
—Sí.
—¿Qué clase de trabajo? Ya sabe usted que nosotros hacemos todo, siempre
que se nos pague bien.
»Al decir esto señaló con gesto expresivo a su puñal. El conde movió la
cabeza negativamente y respondió:
—Tengo que llevar a Méjico una mercancía de cuya naturaleza nadie tiene
que enterarse. ¿Puedo contar con vosotros?
—Si lo paga usted si.
—Os pagaré lo que pidáis. ¿Habéis traído los serones como os encargué?
—Sí.
—También.
—Bueno. En la estancia del Erina cogeremos todos los caballos que nos
hagan falta. Mañana a estas horas estaré aquí para que salgamos al nacer el día.
—No os importa. Vendrán conmigo mis dos criados que os llenarán las cajas
y los sacos. Luego iremos a Méjico y vosotros estaréis en cargados de defender la
carga, si alguien nos molesta.
—¡Qué cosa tan misteriosa, don Alfonso! Tenemos que concertar un precio
correspondiente a asunto de tanto secreto.
—¿Cuánto queréis?
—Concedido.
—Conforme también.
—De acuerdo.
—¡Bravo! ¡Eso se llama hablar! Confíe usted en nosotros, señor. Por usted
somos capaces de meternos en el fuego.
—Así lo espero. Aquí tenéis una pequeña prueba de que podéis fiaros de mí.
Repartidla entre todos.
—¿Ni nosotros?
»Uno dijo:
«Alrededor del fuego se hizo el silencio aunque hubo alguno de los hombres
que no durmió pensando y tratando de adivinar la naturaleza de la carga que se les
iba a confiar
»Aquélla era la gente que el conde había contratado para llevar a la capital el
tesoro: bandidos de la peor especie, que vivían de lo que le producían sus armas. Si
llegaban a enterarse del contenido de las cajas y los sacos, podía darse por muerto.
En esto no había pensado el aturdido conde.
—Sí que lo está. Usted se encuentra aquí sin equipaje y en un lugar tan
solitario que no puede comprar lo que le haga falta. Yo, por el contrario tengo gran
provisión de todo, porque he de suministrar a mi gente lo que necesite. Si quiere
usted que le proporcione ropa blanca y otro traje, espero que quedará contento de
mis precios.
»Helmers sabía muy bien lo que Arbellez quería decir; pero por una parte no
podía disgustar al buen hacendado y por otro lado, su viejo traje de caza se
encontraba en un estado lamentable, Reflexionó un instante y dijo después:
—Mi hermano «Flecha de Trueno» puede llevar un traje tan elegante porque
es un hombre rico.
—¡Oh! ¡Es un regalo del señor Arbellez; yo soy tan pobre como antes.
—No —dijo el indio seriamente— tú eres rico porque tienes el mapa para
buscar la cueva del tesoro del rey.
—Sí.
—¿Ahora mismo?
—Ven.
—Sí, ésta es la firma de Toxertes, el padre de mi padre. Tuvo que salir del
país y no volvió más. Tú le hiciste un beneficio y no eres pobre. ¿Quieres ver la
cueva del tesoro del rey?
—¿Puedes enseñármela?
—Sí.
»Declaro que tan pronto como tenga en mi poder el tesoro del rey de los miztecas, me
consideraré prometido a Karja, la descendiente de aquel rey y me casaré con ella.
—No es necesario.
—Tú me lo prometiste.
—La cumpliré.
—Así es.
—De ella salen tres arroyos hacia el valle. El del centro brota de la misma
tierra. Si sigues el curso del arroyo, al llegar al sitio donde mana el agua verás la
entrada de la cueva.
—Muy sencilla.
—Todo.
»Entre tanto «Corazón de oso», había cogido uno de los caballos medio
salvajes y había ido a dar un paseo. A su vuelta, en lugar de regresar por el camino
directo dio un gran rodeo siguiendo los valles, desfiladeros y barrancos que se le
presentaban. De pronto, cuando caminaba por una depresión del terreno, oyó un
tiro y un grito.
»No se vio al conde en todo el día. Ya sabía lo que tenía que saber y se hizo
preparar el equipaje por sus criados. Después de la cena fue a hablar con Arbellez
y le dijo que se marchaba. Aunque sorprendido por aquel viaje repentino, el
hacendado no le preguntó sus motivos ni hizo la menor cosa por detenerlo.
Cuando Rodriganda volvía a su cuarto, se encontró con Karja. Convencido de que
ya había llegado a la meta de sus deseos y con la insolencia que le daba este estado
de ánimo, cometió la indiscreción de decir a la india;
—A Méjico.
—¿Y el tesoro?
—¿Cuándo volverás?
—Nunca.
—¿Nunca? —preguntó ella asombrada—. ¿Entonces es que vas a enviar a
buscarme?
—Tampoco.
—Nada me desagradaría más. Pero ¿tú has creído de veras que podías llegar
a ser condesa de Rodriganda? ¿Me tienes por tan tonto, por tan imbécil que piense
hacer mi mujer a una india, a una piel roja?
—Al Reparo.
—¿Por qué?
—Sí —respondió Karja, sin pensar que descubría con ello su secreto.
—¡Dios mío, qué fatalidad! Tu hermano está allí con el señor Helmers, para
enseñarle el tesoro y le ha autorizado para que me lo diga.
—He visto esta mañana hombres con sacos y cajas. ¿Tendrá eso relación con
el tesoro? Es posible que aquellos hombres sean los encargados de transportar el
tesoro. Pero ¿quién ha revelado al conde el secreto?
—Yo misma —confesó Karja—. ¿Eran muchos los hombres que viste?
—Sí.
—¿Cuántos?
—¿Armados?
—Bien armados. Habían hecho uso de las armas, porque había entre ellos
dos muertos a tiros.
—Sí.
—Entonces deme usted diez vaqueros y cazadores de búfalos y que nos guíe
esta muchacha.
***
—¿Vienes conmigo?
—Sí.
—Vamos.
»Helmers cogió sus armas y siguió al indio. Abajo les esperaban tres
caballos, dos ensilla dos y el tercero con serones.
—Ya te he dicho que tú no eres pobre No has querido robar el tesoro del rey
y como recompensa podrás tomar de él todo lo que pueda cargar un caballo.
—Calla y vamos.
—Sabe guardarlo.
—Pero hay una persona que obtendrá de Karja la revelación del secreto.
—¿Quién es?
—¡Uf!
—Tú eres mi amigo y por eso tengo que decirte que ella ama al conde.
—Lo sé.
—Para eso está aquí «Frente de búfalo». El conde no tendrá la más mínima
parte del tesoro.
—Ya lo verás por ti mismo. Si se reuniera todo el oro que hay hoy en Méjico,
no se llegaría a la décima parte de lo que representa este tesoro. Un solo blanco ha
llegado a verlo y...
—¿Y lo mataste?
—No; sólo una parte. Te tengo afecto y no quiero que te vuelvas también
loco. Dame el pulso.
—Sí, eres fuerte —dijo—. ¡El espíritu del oro no se ha apoderado aún de ti;
pero si entras en la cueva tu sangre circulará como el torrente que cae de las rocas!
»Helmers vio ante sí la montaña del Reparo, cuya abrupta falda estaba en su
mayor parte cubierta de arganes. Al pie mismo de la montaña brotaba el arroyo de
la roca, que tendría allí una anchura de tres pies y una profundidad de cuatro, por
lo menos.
—¡Esta es la cueva del tesoro del rey! ¡Sé fuerte y domina tu espíritu. No sea
que vayas a enloquecer!
»Pasó bastante rato antes de que los ojos del alemán se acostumbrasen a
aquella extraordinaria claridad. La cueva era un espacio, de unos sesenta pies en
cuadro y de gran altura; la atravesaba el arroyo, que, dentro de ella, corría cubierto
por losas de piedra. Desde el suelo hasta el abovedado techo estaba llena de oro y
objetos preciosos cuyo aspecto era para trastornar la cabeza más firme.
»Había allí imágenes de dioses adornados con la más rica pedrería: la del
dios del aire Quetsalcoatl; la del creador Tetskatlipoka; la del dios de la guerra
Huitsilopoctli, su esposa Teoyaniqui y su hermano Tlakahuep kuexkotsin; la de la
diosa del agua Chalchiukue ja; la del dios del fuego Ixcozauqui y la del dios del
vino Cenzontotochtin. En varios estantes se veían estatuitas de dioses domésticos,
hechas de metales preciosos o de cristal de roca. Había también corazas de oro de
enorme valor; vasos de oro y plata, joyas de diamantes, esmeraldas, rubíes y otras
piedras preciosas; cuchillos para los sacrificios con puños de pedrería que, aparte
de su valor intrínseco eran de inapreciable valor por su antigüedad, escudos de
fuertes pieles de animales revestidos de planchas de oro macizo.
»Del centro del techo, como si fuera una araña colgaba una corona real; tenía
la forma de un gorro y estaba hecha de hilo de oro y adornada solamente de
diamantes. En otra parte de la cueva se amontonaban sacos de polvo de oro y cajas
llenas de pepitas del mismo metal, de tamaño que variaba entre el de un guisante y
el de un huevo de gallina. Había además enormes montones de plata nativa, tal
como se había extraído de la tierra. Sobre valiosas mesas se admiraban
esplendentes modelos de los templos de Méjico, Cholula y Teotihuakan y en el
suelo los más ricos mosaicos de nácar, oro, plata, pedrería y perlas.
—Sí, ésta es la cueva del tesoro del rey —repitió el indio—. Y este tesoro nos
pertenece exclusivamente a mí y a mi hermana Karja.
—Entonces eres más rico que todos los reYes de la tierra — respondió
Helmers.
—No lo creas. Soy más pobre que tú. ¿Envidias por ventura al sucesor de un
rey, cuyo poder ha desaparecido y cuyo reino está deshecho? Los guerreros que
llevaban estas armaduras, estos escudos y estas armas eran queridos y respetados
por su pueblo; una palabra de ellos decidía entre la vida y la muerte Sus tesoros
existen aún; pero los lugares en que yacían sus huesos han sido profanados y
destruidos por los blancos y sus cenizas lanzadas a todos los vientos. Sus
descendientes vagan por bosques y praderas matando búfalos. Vino el blanco;
engañó y mintió, asesinó y destrozó a mi pueblo para apoderarse de este tesoro.
Este país es suyo; pero está desierto y el indio ha confiado su tesoro a la oscuridad
de la tierra, para que no caiga en manos de los ladrones. Tú no eres como los
demás: tu corazón está limpio de crimen. Has salvado a mi hermana de las garras
de los comanches; eres mi hermano y por eso te llevarás de esta riqueza todo lo
que pueda cargar un caballo. Aquí tienes pepitas de oro, cadenas, sortijas y otras
alhajas. Elige de aquí lo que quieras. Los demás objetos son sagrados y no deben
volver a ver el sol que presenció la caída de los miztecas.
»Helmers contempló las pepitas y las alhajas y sintió que casi se le iba la
cabeza.
—No bromeo.
—No hay tal despojo, ni hago sacrificio alguno. Lo que aquí ves es sólo una
parte de lo que esconde la montaña del Reparo. Hay otras varias cuevas de cuya
existencia ni siquiera mi hermana Karja sabe. Sólo yo las conozco y cuando yo
muera, nadie en el mundo sabrá lo que encierra estas profundidades. Voy ahora a
visitar las otras cuevas. Tú escoge y aparta lo que quieras y cuando vuelva
cargaremos el caballo y volveremos a la estancia.
»El alemán quedó solo en medio de aquella inmensa riqueza. ¡Cuán grande
tenía que ser la confianza del indio en él! En efecto; ¿no podría Helmers volver en
otra ocasión a la cueva para coger más oro? ¿No podía matar allí mismo al indio
para hacerse dueño de todo aquello, de que le daban una pequeña parte? Pero ni
uno sólo de aquellos pensamientos atravesó la mente de aquel hombre honrado,
que únicamente experimentaba una febril alegría ante la idea de poder llevarse una
carga de alhajas y pepitas de oro.
«Mientras tanto, el conde Alfonso, había salido con sus dos criados de la
hacienda; pero no se encaminó directamente a la montaña del Reparo, sino que fue
en busca de los bandidos, cabalgando tan rápidamente como permitía la oscuridad
y no disminuyendo su velocidad hasta que llegó al valle donde acampaban sus
auxiliares.
«Fue detenido por el centinela en la misma forma que el día anterior y dio la
misma respuesta. Se acercó al fuego, que atizaron, para ver mejor y preguntó:
—¿Estáis dispuestos?
—¿Cuántos tenéis?
—Dieciocho para nosotros y treinta para usted.
—¿Están ya ensillados?
—Sí.
—Pues vamos.
«En aquel momento se le ocurrió por primera vez que no podía introducir
consigo en la cueva a aquellos hombres que la hubieran desvalijado, no para él,
sino en beneficio propio; pero confió en que hallaría en el momento oportuno la
solución para aquel problema. Los hombres reunieron caballos y mulos, montaron
y todos emprendieron la marcha, llevando a la cabeza al conde y al jefe de los
bandidos.
«Alfonso conocía la montaña que Karja le había indicado; pero por aquélla
parte nunca se había acercado a ella. Así, pues, no conocía bien el camino, lo cual
hizo que sólo pudieran avanzar lentamente.
—Esperar aquí.
«Don Alfonso, entre tanto, había examinado el sitio por donde salía el agua
y había visto que era posible entrar por allí Se metió en el arroyo, se inclinó un
poco y penetró en el agujero. Pero aun no había llegado al lugar en que la abertura
se ensanchaba para formar la cueva cuando observó un vivo resplandor.
¿Qué sería aquello? ¿La luz de una antorcha o la claridad del día que
penetraba por otra abertura de la cueva? Más bien parecía lo primero. El conde no
pensó en retroceder ni por un momento; siguió avanzando lenta mente y con
precaución para evitar todo ruido que pudiera delatarlo a los oídos de quienes le
esperaban.
»Su mirada recorrió toda la cueva y vio que Helmers estaba solo. No podía
sospechar que «Frente de búfalo» se encontraba en otra cueva inmediata.
—¡Ah! Está solo —pensó con infernal alegría—. ¡Ni una pepita del tamaño
de un guisante se llevará de aquí! Voy a vengarme de él. ¡Morirá!
»Salió del agua sin hacer ruido. A su alcance había una pesada maza de
hierro que estaba guarnecida de puntas de cristal de roca, para hacer más eficaz el
golpe. La cogió por el mango, que estaba adornado con piedras preciosas, y se
acercó sigilosamente al alemán.
»De pronto quedó como petrificado; se puso lívido y sus ojos se abrieron
desmesuradamente como si viera un espectro. En el rincón más apartado de la
cueva había aparecido un hombre que lo miraba, primero con asombro, y después
con siniestra fiereza. Era «Frente de búfalo» que volvía de su inspección y que, en
lugar de encontrar a su amigo, veía a otro que tenía a sus pies al alemán
inanimado.
»De dos saltos de tigre se puso al lado del conde y lo cogió de un brazo.
»El terror no dejaba al conde articular palabra. Sabía muy bien que no podía
luchar con el terrible indio. Estaba perdido. ¡Qué transición tan espantosa, de la
alegría más exaltada a la fría muerte! Un escalofrío re corrió su cuerpo y comenzó a
temblar.
—¿Por qué?
—Por el tesoro.
»Se colocó ante el delincuente con los brazos cruzados ante el pecho. Todos
los músculos de su gigantesco cuerpo se distendieron y sus ojos se clavaron con
fuerza fascinadora en los del conde.
»El interpelado calló. Le pareció que para él había llegado el día del juicio
final y que estaba en presencia del Juez eterno.
—Sí.
—Será que has usado tus endemoniadas dotes de seducción, para obtener de
ella el secreto del Reparo. Has fingido que la amabas, ¿verdad?
»Don Alfonso oía estas palabras con indecible terror; su lengua había
quedado paralizada de espanto y ni siquiera pudo solicitar gracia de su juez.
—¡Ah! ¿Los has traído para que te ayuden a llevar el tesoro y les has
descubierto el secreto?
—¿Dónde están?
—Ya lo verás.
—¿Cómo?
—¡Ah! —dijo el indio con risa siniestra—. ¿Te crees ya salvado? Te casarás
con Karja y la harás condesa de Rodriganda; pero no la tocarás. Sígueme, te digo.
»Parecía que el baño en el agua fría y la impresión de la luz del día habían
libertado a don Alfonso de la paralización que sufría su ánimo. Respiró más
tranquilamente y se preguntó si no habría medio de escapar a su castigo.
»Los dos se dirigieron al sitio donde decía el conde que había dejado el
caballo; pero apenas habían atravesado los matorrales que había a la orilla del
arroyo, cuando vieron a los mejicanos a caballo a unos treinta pasos de ellos.
—No; vámonos —replicó un tercero—. Este desfiladero sólo tiene salida por
aquí. Esperémosle fuera.
—No son dos, sino muchos, los que han pasado por aquí — dijo.
—¿Muerto?
—Eso parece.
»Diciendo esto, bajó del caballo como todos, y cogió su infalible fusil—.
¡Tirar a todos! —ordenó.
—¿Dónde?
—¿Dónde está?
—¿Está atado?
—Si mi hermano blanco muere, ¡ay de su asesino! Las aves del bosque
destrozarán su cadáver. Shosh-in-lietf, el jefe de los apaches, lo ha dicho.
—Mi hermano será uno de los que le juzguen —le dijo «Frente de Búfalo».
—Es un golpe de maza —dijo—. Los huesos del cráneo deben de estar
lesionados. Que hagan unas parihuelas con dos caballos, para llevarlo a la
hacienda. Yo voy a buscar orégano, que cura todas las heridas y que evita que se
produzca la fiebre.
—Pero ese poco tiempo ha bastado para que ocurran muchas desgracias. ¿Te
prometió el conde casarte contigo?
—Sí.
—¿Y tú lo creíste?
—Está en mi cuarto.
—Voy allá.
»El jefe de los miztecas vio que el conde había vuelto en sí. Lo miró con
desprecio y le dijo:
—Pero les pediste socorro. Antes, quizá te hubiera perdonado; pero ahora
no te perdono.
»Los vaqueros se alejaron llevando al alemán consigo. Los dos jefes indios
permanecieron un rato silenciosos y luego «Frente de Búfalo» desató las ligaduras
que sujetaban las piernas del conde, de modo que éste pudiera andar y luego lo ató
con una fuerte correa a la cola de su caballo. Entonces dijo al apache:
»El jefe de los miztecas era el que guiaba. Rodeó la abrupta pendiente de la
montaña y cuando llegó a un sitio más accesible emprendió la ascensión. Al cabo
de una hora llegaron a la meseta que la coronaba y que estaba poblada de espeso
bosque. En medio de éste y circundado por todas partes de una maraña de
arbustos y matorrales casi impenetrable, estaban las ruinas de un antiguo templo
azteca, de forma de tronco de pirámide, con una serie de grandes patios alrededor
y cercado por alta tapia. A la sazón, todo estaba reducido a restos y escombros.
—¡La muerte!
—La tendrá.
—No lo sabe.
—Mi hermano tiene la sabiduría de los viejos jefes; pero hay otros que
adoran el oro. Este conde quería poseer el tesoro de los miztecas.
—¡Uf!
—Es un traidor.
—¡La muerte!
—¿Y qué merece un traidor que, al mismo tiempo, es un asesino?
—¡Allí!
»Dijo esto, señalando al agua. El apache ni siquiera miró hacia aquel sitio y
dijo, como si se tratase de una cosa-sabida:
—¡Yim-eta! (¡Venid!)
»Los dos indios lo miraron con desprecio. El indio sufre los más terribles
tormentos sin pestañear, porque tiene la idea de que el que exhala un solo quejido
en el poste del tormento no puede ir a los eternos campos de caza, que constituyen
el cielo de los pieles rojas. Por esto, se acostumbra a los niños indios a sufrir el
dolor, y de aquí nace su desprecio a los blancos que son más débiles y más
sensibles a cualquier género de dolor que los indios.
—Son animales que tienen por lo menos diez veces diez veranos. Mira
también los lazos que he traído y que quité a los mejicanos que matamos.
—¿Cuánto crees que puede sacar la cabeza fuera del agua un cocodrilo?
—¡No me matéis, no me matéis! los daré todo lo que tengo, mi título, mis
posesiones, toda Rodriganda! ¡Renuncio a todo lo que tengo si me concedéis la
vida!
»De nada le sirvió. El gigantesco indio lo llevó al pie del árbol, por cuyo
tronco trepó el apache, llevando entre los dientes las puntas de los dos lazos.
Cuando llegó a una rama fuerte, pasó las correas alrededor de ella y comenzó a
tirar, mientras «Frente de Búfalo» empujaba al conde. Este iba subiendo
lentamente a lo largo del tronco.
—Los condes tienen criados; pero los indios libres no — fue la respuesta.
»El aspecto que ofrecían a la sazón los cocodrilos era terrible. Como el
estanque no podía suministrar el alimento suficiente para todos, estaban
hambrientos desde hacía muchos años. Habían llegado a comerse unos a otros y en
ellos era bien visible los efectos de esta lucha por la existencia, pues a algunos de
ellos les faltaban una pata o algún trozo del cuerpo. Se comprenderá fácilmente la
excitación que se apoderó de ellos al ver una presa probable: se arremolinaron bajo
la rama del cedro, formando un horrible montón y agitaron el agua con las colas,
levantando espuma, mientras sus pequeños ojos ladinos lanzaban destellos
venenosos de codicia y sus bocas se abrían y cerraban con un ruido semejante al
golpe de dos tablas gruesas. Los diez saurios, apretados unos contra otros parecían
un solo animal que se habría tomado por un ingente dragón de diez cabezas y diez
colas.
—¡Malditos seáis por toda la eternidad! — aulló el conde, mientras sus ojos
inyectados en sangre buscaban en vano por todas partes la salvación.
—Ya es bastante —dijo el mizteca, comparando con su experimentada vista
la distancia de la rama al agua y la longitud del lazo de donde pendía el conde—.
Ahora, que mi hermano arrolle el lazo en la rama y lo ate fuertemente.
»El apache y «Frente de búfalo» bajaron del árbol y se situaron a la orilla del
estanque, contemplando cómo las oscilaciones iban disminuyendo de amplitud
hasta que el condenado quedó colgado verticalmente de la rama.
—Somos los hijos de un pueblo que va a morir. Los rostros pálidos nos
persiguen a muerte. Tratan, también, de apoderarse de nuestros tesoros; pero no lo
han conseguido. Vuestros padres ayudaron al mío a ocultar estos tesoros y
ninguno de ellos reveló el lugar donde se encuentran. ¿Sabréis vosotros guardar
también el secreto?
—Sí, queremos.
»El trabajo duró todo el día y la noche siguiente y al despuntar el muevo día,
salieron los miztecas de la cueva, uno detrás de otro, llevando cada uno una carga
que todos colocaron en un montón y que consistía en las pepitas y minerales de
oro más grandes y en las alhajas, que Helmers había elegido.
—No me lo ha dicho.
—No se lo he preguntado.
—Ven.
—El orégano sabe más que el médico. ¿Tiene mi hermano algún vaquero
que sea buen jinete y buen cazador?
—¿Para qué?
—¿Adonde?
—¿A la hacienda?
—Sí.
—¿Tan lejos?
»El otro aprobó con un movimiento de cabeza y señaló a una huella que
estaba perfectamente marcada.
—Sí —dijo el vaquero con aspecto preocupado—. Hemos tenido suerte, pues
no hace un cuarto de hora que han pasado por aquí.
»El apache, con repentina resolución, se irguió.
—¿Qué hacemos?
—¿Y tú?
—«Corazón de Oso» seguirá las huellas de! enemigo, para ver lo que hace.
»Dirigió otra vez su caballo hacia el Sur y recorrió a la inversa el camino que
había hecho.
»Había que comunicar la mala noticia lo antes posible y así forzó la marcha
de su caballo de tal modo que apenas era media noche cuando llegó a la hacienda.
»Todo estaba allí en profundo sueño y sólo Emma velaba a la cabecera del
enfermo. A ella se dirigió el vaquero en cuanto llegó. Emma despertó
inmediatamente a su padre, que llamó al punto al viejo Francisco.
—¿Es cierto lo que me dice Emma? —preguntó Arbellez.
—¿Qué dice?
—Seguramente no.
—¿Son muchos?
—No tenga usted cuidado — respondió el valiente viejo—. Aquí hay brazos
y armas bastantes.
—¡Ya lo creo!
—Es que me parece impasible que en tan poco tiempo los exploradores de
los comanches hayan podido reunir aquí un grupo tan numeroso.
—¿Inmediatamente?
—Sí.
—No.
—¿Dónde?
—Sí.
—Naturalmente.
—Pienso lo mismo.
—De cuarenta.
—Sí, cuatro.
—¿Para qué?
—En cuanto sea de noche, haremos un parapeto en cada uno de los cuatro
ángulos de la casa y colocaremos detrás los cañones, de modo que cubran dos
lados cada uno. Pero mientras sea de día, haremos como si no supiéramos nada y
cada uno se dedicará tranquilamente a sus ocupaciones acostumbradas. ¡Ah!
—En el Reparo.
»Sin sospechar que el famoso jefe apache los iba siguiendo, caminaban de
uno en uno, a la manera india, por la cresta de la montaña, hasta que llegaron a la
vertiente Norte del Reparo, cuya ascensión emprendieron hasta internarse en lo
más espeso del bosque que la cubría. En aquel sitio hicieron alto.
—¿Sabe mi hijo si hay por aquí algún lugar donde podamos ocultarnos de
día? —preguntó «Ciervo Negro» al guía que conocía aquellos parajes.
—Sé uno.
—¿Dónde está?
—Las ruinas de un antiguo templo en cuyos patios hay sitio para mil
guerreros.
»El indio posee un instinto topográfico y una sagacidad innata tan grandes
que casi nunca se extravía. El guía se encaminó con sorprendente seguridad a las
ruinas, a través del espeso bosque en que reinaba la más absoluta oscuridad. El jefe
iba tras él. A pesar de la dificultad que ofrecía la orientación en aquellas
circunstancias, llegaron a las arruinadas tapias del templo y penetrando en el
recinto comenzaron a registrarlo todo.
»En esto sonó por tercera vez el aterrador lamento y pudieron apreciar de
qué dirección venía.
»Un resplandor fosforescente salía del agua, agitada por los animales.
—Sí.
—Son cocodrilos.
—Seguramente.
—¿Quién?
—¡Socorro!
—¿Dónde estás?
—¿Quién eres?
—Un mejicano.
—¿Quién te ha colgado?
—Mis enemigos.
—Un mizteca y un, apache. ¡Venid a socoreerme! ¡Ya no puedo más! ¡Los
cocodrilos van a destrozarme!
—Un apache y un mizteca —dijo el jefe en voz baja—. Esos son enemigos
nuestros. Tal vez deberíamos salvarlo; pero primero que le ilumine el fuego para
saber quién es.
»Se dirigió a un matorral que estaba seco, según había podido reconocer al
tacto cuando pasaba junto a él, hizo un montón de ramas y matas y lo llevó junto al
estanque. Sacó después su eslabón y le prendió fuego. Pronto se elevó una alta
llama a cuya luz se descubrió toda la escena: del árbol pendía un rostro pálido
sobre el agua y encogía las piernas cada vez que un cocodrilo intentaba cogérselas.
»Trepó por el árbol, tirando del lazo que colgaba al condenado y lo puso
fuera del alcance de las fieras. La llama iluminaba el rostro de los pieles rojas y don
Alfonso conoció por la pintura que llevaban que se trataba de romanches. En
seguida adivinó todo y se consideró casi salvado.
—¿Por qué te han colgado así los hombres rojos? — siguió preguntando el
jefe.
—¿Y cómo no mataste a esos perros? Los apaches y los miztecas son unos
cobardes.
—¡Júralol
—¡Lo juro!
»Tiró con toda su fuerza del lazo y logró elevar al conde hasta que éste logró
apoyarse con el cuerpo en la rama de donde estaba colgado. Con las manos ya
libres, el comanche sacó su cuchillo y cortó el lazo y las ligaduras del mejicano, que
pudo ya sentarse por sí solo en aquélla.
»Hasta que don Alfonso sintió bajo sus pies la tierra firme no se convenció
de que estaba a salvo.
»Se sentaron en la hierba y el conde estiró sus doloridos miembros con una
sensación de delicia que nunca había experimentado.
—Sí.
—La conozco.
—Pedro Arbellez.
—¿Tiene una hija?
—Sí.
—Sí.
—Lo sé.
—¿Por qué?
—Shosh-in-liett.
—Sí.
—Sí.
—Pero ¿dónde?
—¿Qué quieres?
—El jefe de los comanches jamás faltó a su palabra. La casa es tuya; pero los
tres enemigos, las cabelleras y todo lo que contiene la casa pertenecen a los hijos de
los comanches. ¿La hacienda está construida de piedra?
—¿Cuatro veces diez? Eso supone en total siete veces diez, porque cada uno
de los tres jefes vale por diez.
—¿Por qué?
—El que lucha con «Flecha de Trueno» tiene que ser un gran guerrero.
—Ya lo veré cuando nos lleves a la hacienda. ¿Sospecharán que van a ser
atacados por los guerreros comanches deseosos de venganza?
—Enviaré un explorador.
»El guía se alejó y el jefe penetró con don Alfonso en las ruinas del templo.
El conde echó antes de entrar una última mirada al estanque, sobre cuyas aguas
había pasado las más terribles horas de su vida. Los cocodrilos estaban junto a la
misma orilla y sacando la cabeza del agua todo lo que podían miraban con
ansiedad a la presa que se les escapaba.
»A la mañana siguiente, el jefe con el conde y el guía atravesaban el bosque
para ir a reconocer los alrededores. Al llegar al borde de la meseta desde la cual se
veía toda la llanura oyeron una sorda detonación.
—No ha sido un tiro, sino una explosión —explicó don Alfonso, que en
seguida adivinó lo ocurrido.
»Se acercaron todo lo posible al borde de la mesta que daba sobre el arroyo y
vieron a «Frente de Búfalo» que se alejaba con sus indios. Don Alfonso se fijó en el
caballo cargado, vio las mantas que llevaban y compren dio que allí iba una parte
del tesoro.
—Dilo.
—Nuestro amigo quiere decir que ése es el espía que esperamos — dijo
«Frente de Búfalo» explicando la exclamación del apache.
—¿Cómo lo recibiré?
—Sí.
—Sí.
—Soy yo.
—Entre usted en nombre de Dios. Aquí es recibido bien todo el mundo. ¿De
dónde viene usted?
—Vengo de Durango a través de las montañas.
—Sí. He estado allí algunos años; pero las gentes me han obligado a salir de
aquel sitio.
—No.
—Tampoco.
—No, tengo gente bastante; pero a pesar de eso puede usted quedarse y
descansar todo el tiempo que quiera.
—Gracias. Como esta hacienda es la última del lado de la frontera, veré qué
tal me va de cazador de búfalos. ¡Si no fuera por los salvajes!...
—Uno solo no; pero sí cinco o diez. He oído decir que los comanches
piensan atravesar la frontera.
—Le han informado a usted mal. Se librarán de venir por aquí, porque saben
que llevarían su merecido. Quédese, pues, descanse y coma y beba en la cocina lo
que quiera.
»Claro es que no se dirigió hacia la frontera sino que, dando una vuelta fue a
reunirse con los comanches, que esperaban con impaciencia su regreso. Cuando
contó al jefe lo que había visto, «Ciervo Negro» sonrió con expresión feroz y dijo:
—La hacienda tendrá un terrible despertar y los hijos de los comanches
volverán a sus wigwams cargados de botín y de cabelleras.
—Ya lo creo. Los vaqueros no pueden imaginar fiesta sin fuegos artificiales
—contestó el hacendado—. Pero ¿por qué lo preguntas?
—Es que tiene que ser gente a la vez valiente y cautelosa la encargada de
hacerlo.
—La tengo. Pero ¿cuándo construimos los parapetos para los cañones?
—Sí.
—¿Dónde están?
—Sólo tres.
—El hacendado entró en el cuarto del herido donde estaban las dos
muchachas pálidas, pero tranquilas.
—Profundamente.
»El viejo vaquero Francisco había pedido que se le encargase del cañón que
defendía la fachada de la casa. El cañón estaba cargado con cristales y clavos y bajo
la manta que lo cubría se veía la mecha dispuesta a hacer fuego. Francisco,
acurrucado detrás del pequeño parapeto que protegía el cañón, escuchaba
atentamente para percibir el menor ruido.
»En la ventana del piso bajo, que había a la derecha del zaguán estaba el
apache y en la de la izquierda el jefe de los miztecas. Ambos tenían el rifle en la
mano y su mirada penetrante acostumbrada a ver en la oscuridad lo vigilaba todo.
Como ya se ha dicho, sonó el croar de una rana y en el mismo instante se vieron
aparecer doscientas cabezas por encima de la empalizada y doscientos hombres
saltaron dentro del recinto. Cuando los cincuenta que habían de trepar por la
ventana se acercaban a la casa formando un grupo compacto, el apache apuntó con
su rifle de dos tiros.
»Sólo uno permaneció firme, «Ciervo negro», que en vano animaba a los
suyos a resistir. Se había situado al principio a uno de los lados de la casa pero al
ver el giro que tomaban las cosas se dirigió a toda prisa hacia la fachada para ver
cómo iba la lucha por allí. Cuando vio los estragos que había hecho el cañón de
Francisco y el montón de cadáveres que cubrían el suelo reconoció que todo estaba
perdido y saltó la empalizada para escapar.
—¿Eres tú «Corazón de oso»? ¡Pues ver acá! —gritó—. Daré a comer tus
entrañas a los buitres.
»Los dos jefes se lanzaron el uno contra el otro; armados únicamente de sus
tomahawks el arma más terrible que existe. «Corazón de oso» llevaba la mejor parte
en, el combate cuando surgió un hombre, rifle en mano; en don Alfonso.
»Vio que «Corazón de oso» perseguía al comanche y cuando estaban los dos
luchando, se acercó por detrás del apache y de un culatazo de su rifle lo tendió en
el suelo. El comanche sacó inmediatamente su cuchillo para rematarlo y cortarle la
cabellera, pero don Alfonso lo contuvo.
»Ya era tiempo. Cuando «Frente de búfalo» desde su ventana observó que el
apache corría tras su enemigo, comprendió que la situación de «Corazón de oso»
era peligrosa y reunió todo lo rápidamente que pudo la guarnición de la casa para
hacer una salida. Encontraron la explanada desierta; sólo se veían allí cadáveres de
comanches por todas partes.
»Al oírlo, todos los comanches fijaron sus ojos en él. Todos habían oído
hablar del célebre apache; pero muy pocos lo habían visto «Corazón de oso»
aceptó su cautiverio con la indiferencia externa que caracteriza a los indios. Tenía
fuertes dolores en la cabeza, a consecuencia del golpe; pero recordaba
perfectamente todo lo ocurrido.
—¡La medrosa rana de los apaches está prisionera! — dijo «Cuervo negro».
—¡Perro!
—¡Chacal!
—¡Mentira!
—¡Silencio!
»El apache no respondió. Había dicho lo que tenía que decir y era ya el
hombre de hierro que no se conmueve por nada. Así lo comprendieron los otros y
por eso dijo el jefe de los comanches;
—El día comienza y no nos conviene quedarnos en este sitio. Vamos a juzgar
a este hombre que se dice jefe.
»Se deliberó sobre este punto y el acuerdo fue matarlo en aquel mismo sitio»
por las eventualidades que pudieran surgir en el viaje de regreso.
»En cuanto a este extremo ya fue más difícil el acuerdo, pues a un prisionero
de aquella importancia correspondía un tormento también extraordinario.
Entonces se levantó el conde que hasta entonces no había dicho nada.
—No.
—¿Quién lo ha vencido?
—Tú.
—Sí.
—Sí.
»Al oír esto se levantó una exclamación general de júbilo y todos los ojos se
dirigieron al apache para leer en su rostro la impresión que le había causado
aquella decisión; pero la cara del apache parecía fundida en metal: ni siquiera
pestañeó y de sus labios no salió una palabra de súplica.
—Sí. Aquí están todavía los mismos de que fuiste colgado tú y uno de los
comanches que ha cogido un caballo también dispone de un lazo que había en la
silla.
»Hay que decir que algunos de los indios habían logrado apoderarse de
nuevo de sus caballos, que andaban errantes por el campo.
«Corazón de oso» miró sucesivamente a todos los hombres que había allí:
eran únicamente dieciséis. En el momento en que volvió en sí y vio que estaba a la
orilla del estanque, en lo alto de la montaña del Reparo, comprendió cuál iba a ser
su suerte. Por eso no se impresionó cuando oyó su sentencia. Cuando hubo mirado
fijamente a todos los presentes, como si quisiera grabar en su mente los rasgos de
cada uno de ellos, dijo:
—El jefe de los apaches no pide nada. El cuchillo devorará a todos los que se
han reunido aquí. «Corazón de oso» ha hablado; no gritará ahora ni aullará como
ha hecho el conde de los rostros pálidos. ¡Howgh!
»Esta última palabra es empleada por los indios como confirmación de sus
palabras, lo mismo que nosotros decimos amén o he dicho.
—¿Adónde?
—Ya lo veremos más tarde cuando averigüemos si somos los únicos que han
logrado escapar.
—Ni yo tampoco con mis hermanos rojos. Ahora podéis dividiros y salir en
busca de los vuestros que aún habrá por ahí diseminados. Después, cuando todos
estéis reunidos, os diré el modo de tomar venganza.
»En cuanto se perdió el rumor de sus pasos, el rostro del apache se iluminó y
se escapó de sus labios un ¡uf! contenido. El lazo de que estaba colgado le pasaba
por debajo de los brazos; dio un impulso, como hacen los gimnastas en la barra o
en el trapecio y logró ponerse cabeza abajo, con las piernas dirigidas hacia arriba;
así los cocodrilos no podían ya llegar hasta él.
Tenía los brazos sujetos el uno al otro por detrás; pero felizmente sus manos
no estaban atadas. Una correa que le pasaba por los tobillos mantenía sus pies
unidos; pero le dejaba libre el movimiento de las piernas. En estas circunstancias
fundaba su esperanza de salvación. Se trataba de un hombre mucho más fuerte y
ágil que el conde, quien ni un momento pensó en que podría salvarse, una vez
colgado del árbol.
«Corazón de oso» consiguió coger el lazo con las manos y al. mismo tiempo
afianzarse a él con las rodillas. Doblando el cuerpo y haciendo flexión
sucesivamente con aquéllas y con éstas, esfuerzo para el cual hacía falta un vigor
excepcional, logró al fin, rendido de fatiga y empapado en sudor, colocarse
atravesado en la rama que lo sostenía. Allí descansó unos minutos. Como todos los
movimientos los había hecho con la cabeza abajo, sentía un fuerte mareo.
—¡Uf!
»Esta silaba fue el único grito de alegría que se le escapó. Echó una mirada a
los cocodrilos que estaban cerca de la orilla mirándolo con codicia y dando
coletazos y luego se internó en el bosque.
»Se trataba ahora de desatarse las manos. Mirando a un lado y otro, acabó
por descubrir lo que buscaba: una roca que ofreciese un borde lo suficientemente
afilado para cortar las correas. Se volvió de espalda a la roca y aplicando allí las
ligaduras y restregándolas arriba y abajo cayeron las correas al cabo de un rato. ¡Ya
podía decir que estaba por completo salvado!
—Han recibido una terrible lección y no volverán por aquí tan fácilmente —
dijo Arbellez, altamente satisfecho de su victoria.
—Mire usted este montón, señor —le dijo el viejo Francisco señalando a los
cadáveres de los indios que había delante de la entrada de la casa—. Esto es obra
de mi cañón. Las postas, y los cristales han hecho un efecto espantoso. Los cuerpos
están materialmente destrozados.
—Aún no hemos terminado nuestra tarea dijo entonces «Frente de búfalo».
—Tenemos que exterminar a los comanches que hayan quedado con vida.
—¿No ha notado usted que en el lado de allá del arroyo no hay ningún
cadáver?
—Sí, es cierto que todos están de este lado. —Eso quiere decir que todos han
tomado la misma dirección al huir. Sabemos ya dónde acamparon antes de
atacarnos.
—Sí, en el Reparo.
—No. Sabe muy bien que de día podrá hacerlo mejor que ahora.
»Los veinte hombres salieron al galope. Para no ser descubiertos por los
comanches que aun anduvieran errantes por el campo dieron un gran rodeo y al
despuntar el día se encontraban en la falda Sur de la montaña.
»El vaquero así llamado quedó guardando a los animales y los demás
emprendieron la ascensión protegidos por los árboles. Cuando llegaron a la meseta
que coronaba la montaña era de día completamente. Acababan de atravesar un
pequeño claro del bosque cuando cerca de ellos se oyó un grito:
—¡Uf!
—Lo han hecho prisionero. ¿No veis que no trae armas? —dijo «Frente de
búfalo»—. Habrá estado prisionero y ha conseguido escaparse.
»El apache atravesó como una flecha el claro del bosque y se detuvo delante
de ellos.
—¡Uf! —lo saludó el mizteca—. ¿Mi hermano «Corazón de oso» estaba
prisionero?
—No. Yo estaba luchando con «Ciervo negro» cuando vino el traidor rostro
pálido por detrás y me hizo caer al suelo de un culatazo en la cabeza.
—El conde.
—¡Ah! ¿Es que vive? ¿No lo han comido los cocodrilos? — preguntó
sorprendido el mizteca.
—Se ha ido por la montaña; pero volverá para reunirse con los romanches
junto al estanque de los cocodrilos.
—¡Ah! Es como yo había pensado. ¿De modo que van a reunirse junto al
estanque?
—Ya han estado allí antes. Ahora han ido a la llanura para recoger a los
suyos dispersos y volverán allá.
—Sí.
—¿Cómo el conde?
—Entonces no debemos dejar huellas que nos descubran. Aquí está el rifle
de mi hermano; se lo he traído.
»Después de haber dado sus instrucciones a cada uno de los hombres para
que todos tirasen de modo que ningún enemigo recibiese dos balas a la vez, los dos
jefes volvieron a reunirse.
—Y ahora —dijo «Frente de búfalo»— los comanches verán que el jefe de los
apaches se ha escapado. ¿Cómo haremos para que no se enteren de que ha recibido
auxilio?
—Mi hermano ha hecho muy bien. Ahora no pensarán los apaches que ha
escapado a los cocodrilos.
»Pasado un gran rato, oyeron las pisadas de dos caballos y aparecieron dos
comanches.
—No irá a los eternos campos de caza, porque ha ido comido por animales
—dijo el otro—. Su alma vagará entre las sombras que se consumen de dolor y
tristeza. El apache ha sido maldito en esta y en la otra vida.
»Los dos jefes, después de hacer desaparecer sus huellas y toda señal de
sangre en las hierba, volvieron a su escondite.
»Se acercó a la orilla del estanque y vio la media mano que había allí. Bajó al
momento del caballo, la cogió y después de examinarla dijo:
»Su orden fue obedecida y todos convinieron en que las cocodrilos: habían
arrancado al apache de sus ligaduras.
—Sí.
—Hemos borrado nuestras huellas por aquí cerca; pero en cuanto se alejen
un poco, las encontrarán. Empecemos, pues.
»A esta voz de mando del mizteca se oyeron primero veintidós tiros y luego
otros dos de los rifles de los dos jefes. Otros tantos comanches cayeron y los
restantes se lanzaron a sus caballos. Hubo un momento de confusión que
aprovecharon los vaqueros para volver a cargar sus armas. Los comanches al ver
caer a tantos de los suyos creyeron que había oculto un número de enemigos
mayor y así no pensaron en luchar sino que a toda prisa corrieron a sus caballos
para huir. Muchos de ellos, en su apresuramiento, no se detenían a buscar su
propio caballo y cogían el primero que tenían a mano, y que les disputaba el
legítimo dueño, con lo cual se originó una dilación que les fue fatal. Sonó una
segunda descarga y sus efectos fueron casi iguales a los de la primera.
—Los comanches cantan como las cornejas y las ranas; por eso no quieren
que se les oiga —dijo «Frente de búfalo» en tono burlón.
»Al decir esto, tomó ambas armas del cinto del prisionero.
—Me pertenece.
—¿Pero en vida?
—¡Ah! ¿El comanche tiene miedo? Pues por eso mismo no se le concederá
gracia.
»Cogió su cuchillo, levantó con la mano izquierda el cabello del prisionero,
hizo con la derecha tres hábiles cortes y de un tirón le arrancó del cráneo el cuero
cabelludo.
—Mi hermano tiene razón. Lo voy a empujar con el pie hasta arrojarlo al
agua, como se hace con un cadáver corrompido que no se toca con la mano. El
valiente jefe de los comanches ha gritado como una vieja. No tendrá su tumba en lo
alto de una montaña ni el fondo de un valle. Los suyos no podrán ir en
peregrinación al sitio donde se conserven sus restos para encomiar sus hazañas,
sino que será enterrado en el vientre de los cocodrilos y yo pondré luna lápida que
diga: Aquí fue devorado por los cocodrilos Tokvi tey, el cobarde comanche, hecho
prisionero por la mano de «Corazón de oso», el jefe de los apaches.
»Los indios y sobre todo los jefes, cifran su más alto honor en no mostrar
nunca miedo, ni exhalar el menor quejido, aun cuando sufran los más atroces
tormentos. Pero el comanche se había conducido del modo más vergonzoso y así,
«Corazón de oso» lo llevó a puntapiés hasta echarlo al estanque, donde los
cocodrilos pronto dieron cuenta de él.
»Con una salvaje maldición en los labios abandonó aquel lugar para no
hacer esperar mucho a los comanches. Subía por la vertiente Norte de la montaña
cuando oyó ruido de caballos y se escondió inmediatamente. Al ver que se trataba
de ocho comanches, les salió al paso.
—¡Ah!
—¡Mil diablos!
—«Corazón de oso».
—Sí. Tuvimos que huir; pero como no nos perseguían, dos de nosotros
volvimos sin ser vistos para observar lo que hacían.
—Sí.
—¿Qué regalos?
—Yo soy conde, un gran jefe, y mi padre tiene todo lo que os gusta poseer a
vosotros.
—También.
—Sí.
—¿Y dos tomahawks y dos machetes y toda la pólvora que pueda caber en
nuestros bolsillos?
—Os daré cadenas, sortijas, alfileres y per las que serán de vuestro gusto.
—¡Howgh! Vamos contigo. Pero dos de nosotros tienen que ir a otra parte.
—¿Adónde?
—Lo juro.
»Se eligieron los dos mensajeros por sorteo, pues ninguno quiso serlo
voluntariamente, ya que era mucho más agradable ir a Méjico para recibir ricos
regalos que volver cargado de vergüenza al poblado de los comanches. Los seis
restantes eligieron de entre ellos un jefe y luego se separaron de los dos emisarios
para coger un caballo destinado al conde.
»En el momento en que iban a salir del bosque para entrar en la llanura, el
apache detuvo su caballo.
»Cuando los comanches estaban cerca del bosque, salieron aquéllos a todo
galope a su encuentro. Los salvajes se quedaron un instante sorprendidos; pero al
punto volvieron grupas para huir. De nada les sirvió. Los per seguidores formaron
alrededor de ellos un semicírculo que poco a poco fue convirtiéndose en un
círculo, hasta dejarlos envueltos por completo.
»Cuando se vieron perdidos, echaron mano a sus armas, para vender cara su
vida e hirieron a uno de los vaqueros; pero pronto fueron derribados por los lazos
que les echaron.
»El apache se les acercó y les dijo:
»La idea de sufrir la misma muerte que su jefe les hizo estremecerse y uno
de ellos dijo:
—Ocho.
—Con el conde.
—No lo sabemos.
—¿Y si la decimos?
—Pues pregunta.
»Los salvajes tienen la creencia de que el que muere sin armas, sin cabellera
y sin ser enterrado, no puede llegar a los eternos campos de caza.
—No necesita tal protección —dijo—. Podía muy bien encontrar blancos que
le acompañasen. O bien es más cobarde de lo que yo creía, o se propone alguna
cosa que no alcanzamos a ver. ¿Me decís la verdad?
—No mentimos.
—Dirección Este.
—Sí.
»El cazador de búfalos levantó su rifle de dos tiros y atravesó la cabeza a los
dos indios. Ninguno de ellos hizo el menor movimiento al ver la boca del rifle
delante de su rostro.
—También han muerto. De todos los comanches sólo han escapado seis.
—Hacia Méjico.
—A acompañar al conde.
—¡Bah! Los blancos no tienen sangre en las venas. Bueno, perdone usted si
quiere al conde; pero yo tengo una cuenta pendiente con él.
—Sí.
—¿Para qué?
—¿Habéis vencido?
—Sí.
—¿No? —Su rostro se puso sombrío y añadió: —¿De modo que habéis
dejado escapar al hombre de quien, tengo que vengarme?
»En confirmación de sus palabras alargó una mano a cada uno de ellos, que
las estrecharon entre las suyas.
»Los tres cogieron las mantas en que venía el tesoro y las llevaron al cuarto
del enfermo. Este yacía con la cabeza vendada; pero con los ojos abiertos y
animados y al verlos entrar les alargó las manos. El hacendado y su hija estaban
con él.
—¿Cuál?
—Sí.
—Eso no lo hará mi hermano.
—En este caso deben importarte mucho que quiera celebrar este
matrimonio.
—Sí.
—¡Uf, uf! Entonces tendré que renunciar a esto; pero él morirá con más
motivo todavía. ¿Quieres que te enseñe lo que he traído?
»Helmers asintió con la cabeza y entonces desataron las mantas, dejando ver
el oro y las alhajas.
—Esta es la parte del tesoro del rey que te había prometido —dijo «Frente de
búfalo». —Como tú no podías traerla, te la he traído yo...
»La mirada que dirigió al tesoro mientras decía esto no demostraba gran
satisfacción.
—Son tuyas —respondió el mizteca—. Ahora eres uno de los rostros pálidos
más ricos que hay. Pero observo que tu mirada es tranquila y que tu rostro no
expresa contento. ¿Es que no te alegra poseer estas riquezas?
—¡Oh, sí! Me alegra mucho; pero no por mí, que seguiré siendo cazador y no
necesitaré de ellas, sino por mi hermano. Con este regalo te conviertes en
bienhechor de muchas personas, pues no se trata sólo de mi hermano, sino que
también beneficiarán a las viudas y los huérfanos, a los pobres y a los enfermos
que hay en mi patria. Casi me ha costado la vida su posesión; el oro es un metal
caro y peligroso y comprendo muy bien por qué los indios no lo aprecian. Pero aun
no puedo decir si aceptaré o no tu regalo.
»El alemán se pasó la mano por la frente en actitud pensativa y al ver que los
dos pie les rojas le miraban esperando una respuesta, dijo:
»Helmers lo interrumpió:
—¡Qué actitud más noble la suya! Lo que hace usted me llega al corazón.
Voy ahora mismo a unir mis súplicas a las suyas y nuestros deseos unidos lograrán
más que los de uno solo.
—Sí. Este tesoro ha costado la vida a muchos hombres. ¡Quiera Dios que
lleve la felicidad y la bendición a muchos otros! ¡Gracias! ¡Gracias!
TERCERA PARTE
EL BUQUE PIRATA
—¿Cómo? ¿Ahorcado?
—Sí.
El mejicano dirigió esta pregunta al antiguo agente de indios, que al oír todo
aquello, demostraba en su rostro cierta confusión y que respondió:
—Sí; pero el caballero que me lo ha contado, tuvo mucho que ver después
con Sander.
—¿Dónde?
—¡Mr. Treskow! ¡Es Mr. Treskow! A pesar del montón de años transcurridos
le he reconocido al momento. ¡Qué alegría! ¿Qué hace usted en Jefferson City?
—Sí.
—Sí.
—No, porque estoy convencido de que aquí sólo hay caballeros que nada
tienen que temer a la policía. Estoy pasando unos días en esta casa; me encontraba
sentado en el cuarto de al lado, cuya puerta estaba entreabierta, y desde allí he
oído las historias que aquí se han contado. Cuando usted comenzó a hablar de Sam
Fire-gun, de Pitt Holbers y de Dick Hammerdull no pude resistir a mi curiosidad y
entré en esta sala para oír mejor.
—En seguida.
—¿Por qué?
—Sí, es verdad que se ha tomado usted una licencia que no concuerda con la
verdad.
—Todo el mundo lo sabe. Era hija de un viejo y original marino, que tenía la
manía de no separarse nunca de ella. La vistió de hombre y la llevó a todos los
viajes. Así aprendió ella todo lo relativo a la navegación; hizo sus prácticas y fue
ganando sus grados desde grumete hasta oficial. No sólo tenía dotes naturales sino
talento para aquella profesión y, con su gran práctica y con la enseñanza que le dio
su padre, llegó a saber gobernar un buque con toda clase de tiempo. Pero los
tripulantes que llevaba su padre no la podían ver. Ya de pequeña era una fierecilla
y cuando fue creciendo se fue también desarrollando el demonio que llevaba
dentro y que no la abandonó hasta el patíbulo. ¿Es cierto esto o no, mister
Treskow?
—Es exacto. Pero ya que sabe usted que fue ahorcada, sabrá también que fue
al patíbulo en compañía.
—Sí. Fue ahorcado con ella el «Capitán Negro», un sujeto que era tan malo
como ella o peor.
—¿Se refiere usted al «Horrible»? Efectivamente, era una goleta de tres palos
que no tenía igual. El «Capitán Negro» no temía ni siquiera a los vapores, siempre
que hubiera viento para sus velas. Miss Admiral era su segundo o como se llame, y
con dos personas de esa talla reunidas ya pueden ustedes figurarse lo que
resultaría. No sólo hada la trata de negros, sino que consideraban buena presa a
todo buque que encontraban y vencían. Nunca se llegará a saber los barcos que
saquearon y hundieron luego con toda su tripulación. Sería interesante averiguar
cómo se encontraron el «Capitán Negro» y Miss Admiral.
—¡Ahí ¿sí?
—Lo he visto en los documentos judiciales que han pasado por mis manos.
El era marino de nacimiento y de haber seguido por el buen camino hubiera
llegado muy lejos; pero así como Miss Admiral era una fiera, él era un hombre
astuto y ladino que no aprovechaba para el bien ninguna enseñanza, a pesar de
que sus progresos en todas ellas causaban asombro. La navegación era su elemento
y en él se movía a los quince años mejor que muchos oficiales de la marina de
guerra llenos de experiencia; pero llevaba dentro un demonio que lo apartaba de la
buena senda. Hizo trastadas y jugarretas, que le fueron perdonadas, hasta que las
menudeó en tal forma que ya no se las consintieron y así fue despedido
vergonzosamente del barco en que servía, a pesar de sus extraordinarias
facultades. Desde entonces cambió constantemente de buque; pero siempre
navegaba en los de dudosa reputación. Su conducta era tanto más imperdonable
cuanto que le hubiera sido muy fácil seguir el buen camino, ya que gozaba de una
considerable fortuna, heredada de sus padres. Por entonces se encontró con Miss
Admiral a quien se le había muerto el padre poco antes y que también había
heredado bastante de éste. Los dos comprendieron al momento que habían nacido
el uno para el otro; pero no para casarse, no, pues en este respecto Miss Admiral no
fue nunca una mujer, sino para una relación que pudiéramos llamar de negocios.
Decidieron reunir su dinero y comprar un buque para comerciar en madera de
ébano (negros) y además aprovecharse de lo que se presentase. Satanás les puso a
su alcance el «Horrible» un velero de primera fuerza, que después adquirió tanta
celebridad. Pronto encontraron tripulantes que no tenían nada que perder y por
último se acogieron a la bandera de piratas... El negocio llegó a alcanzar las
proporciones de una gran empresa grandemente productiva. En los primeros
tiempos el «Horrible» tenía dos capitanes, pues Miss Admiral se consideraba igual
a su digno compañero; pero ella fue sometiéndose a este último poco a poco,
reconociendo su superioridad como marino de estudio y tuvo que contentarse con
el puesto de segundo. Esta postergación, como ella la llamaba, la pagaron sus
subordinados. Para ellos era un demonio: el gato de las nueve colas reinó en
absoluto a bordo y el que se atrevía a desobedecer una orden suya era muerto
inmediatamente y arrojado al mar. Aquellos hombres no tenían más remedio que
someterse a esta tiranía, pues estaban fuera de la ley y no podían acudir a nadie en
busca de protección.
»Ya pueden ustedes imaginar la cólera que se apoderó del «Capitán Negro»
al enterarse de que el «Horrible» había sido apresado y llevado a puerto casi sin
averías. Creía que su buque estaba aun fondeado en Nueva York y entonces se
encontró solo y sin el menor recurso. Desempeñó los más variados oficios para no
morir de hambre; pero ni por un momento pensó en hacerse hombre honrado; por
el contrario, se convirtió en tan redomado estafador como cruel pirata había sido
antes. Cuando se dio cuenta de que la policía de Nueva York se había fijado en él,
huyó y buscó su seguridad en el Oeste; pero antes se enteró de que el «Horrible»,
después de algunas modificaciones había entrado a formar parte de la marina de
guerra.
Se preguntarán ustedes por qué hablo tanto del «Capitán Negro»: ahora
mismo lo van a saber. Al coger prisionero a Sander, registramos sus bolsillos y
encontramos allí papeles de todas clases, cuya importancia no podían apreciar los
demás; pero cuando me los entregaron, pude descubrir sin el menor asomo de
duda, que Sander no era otro que el «Capitán Negro» y Juan Letrier uno de sus
piratas... Qué captura ¿verdad? No puedo describir a ustedes la alegría que
experimenté y ya veía en mis manos la recompensa que me esperaba. Sin embargo,
a nadie revelé mi descubrimiento y el mismo Sander no se dio cuenta de que lo
había identificado.
—No.
—¿Por qué?
—Así fue; pero antes de contarles cómo ocurrió esto, voy a llevar a ustedes
más al Oeste, por encima de las Montañas Rocosas, a través de Arizona y Nevada,
hasta San Francisco, donde pronto encontraremos a un conocido nuestro, a pesar
de sus esfuerzos para que no se le reconociese.
—El que vaya hoy a San Francisco, la reina de los campos de oro y del
Océano Pacífico y contemple la muchedumbre que, en confundidos movimientos
discurre por sus muelles; el que observe las amplias, rectas y largas calles, las
espaciosas plazas; el que admire los magníficos palacios y edificios, en que tras las
espléndidas vidrieras se acumula todo lo que el oro puede procurar y todo lo que
se relaciona con el oro, difícilmente puede comprender el, mezquino y hasta
miserable comienzo que tuvo la metrópoli del brillante metal.
—Viene hacia nosotros por popa. Creo que debe proceder de Lima o de
Guayaquil, o quizá de Valparaíso, porque gobierna hacia el Oeste algo más que
nosotros.
—Seguramente, capitán.
—¡Ah! ese sí; pero ningún otro. Por otra parte, ¿cómo es posible que el
«Swallow» esté en estas aguas?
—No lo sé, señor; pero el buque que viene detrás de nosotros no es ningún
barril de arenques de Boston, sino un clíper pequeño y rápido. Y el «Swallow» es
también un clíper.
—¿Dónde, señor?
—Detrás de nosotros.
—¿Arriamos velas?
—No; voy a ver cuánto tiempo necesita para llegar a navegar a nuestra
altura. Si se trata de un buque americano, me alegraré; pero si no, mejor querría
que se fuera al diablo que verme humillado por él.
—Yes. Un precioso buque ¡mil diablos! Mire usted cómo corre delante del
viento con todas las velas. El que lo manda no parece preocuparse porque salte
más viento del ordinario. Hasta ha rizado la loneta y así el buque se levanta de
popa y casi salta sobre la proa.
—Es un hombre atrevido. Pero si viene una ráfaga contraria, veo al buque
acostado en el mar, tan cierto como soy piloto y me llamo Perkins. Esa manera de
navegar es temeraria.
—No tanto. Fíjese usted en que no lleva las escotas amarradas, sino
simplemente sujetas. Si viene un huracán, se las deja ir y asunto concluido.
—Ya iza el pabellón. Es un americano. ¿Ve usted las estrellas y las bandas?
Se traga el agua verdaderamente y dentro de cinco minutos lo tendremos a nuestro
costado.
—He olvidado su nombre. Era un viejo lobo de mar, medio deshecho, con
una nariz rojiza, que delataba la ginebra y el aguardiente Pero al piloto lo conocía
mucho; se llamaba Pedro Polter, procedía de Alemania y era un muchacho experto
en quien se podía confiar. ¿Puede usted ver ya su nombre con el anteojo?
—¡Izad la bandera!
—¡Cabo de cañón!
—¡Larga escota!
»Al instante cayeron las velas; el buque se levantó de proa, alzó después
ligeramente la popa, volviendo a erguirse orgullosamente sobre las olas
dominadas.
»En cuanto se emparejaron así los dos buques, Max Parker, de un fácil salto,
se encontró en la cubierta del «Horrible» junto al teniente Jenner.
—He oído algo de eso, aunque hace poco que cruzo estas latitudes. Les va a
salir mal la cuenta a los rebeldes, ¿no lo cree usted?
—¡Farewell, «Swallow»!
»Los dos hombres vaciaron sus vasos y luego volvió Parker a saltar a bordo
de su buque. El «Swallow» se apartó del «Horrible», izó de nuevo sus velas, que
pronto se hincharon y en medio de las aclamaciones de despedida de las dos
tripulaciones se alejó perdiéndose por el Oeste en el horizonte inflamado por los
rayos del sol poniente, con la misma rapidez con que había aparecido por e.
Sudoeste.
»Parecía que fuese una graciosa hada surgida de las olas con el fin de
saludar al solitario buque, para volver después, sin que nadie pudiera detenerla, a
su reino de las misteriosas aguas.
—Tendrá usted que permanecer aquí algún tiempo —dijo al final de ella el
capitán—. ¿Tiene algún amigo en la ciudad?
—Por desgracia, no. Tendré que limitarme en mis relaciones sociales a los
conocimientos que haga en los hoteles y restaurantes.
—Pues hoy mismo tendrá usted ocasión de hacerlo, porque estoy invitado a
su casa. ¿Quiere venir conmigo?
—Sí; pero antes fue el barco más temido entre la Groenlandia y los dos cabos
meridionales. ¿No ha oído usted hablar del «Capitán Negro»?
—No lo sé. Desde entonces no se ha vuelto a oír hablar del pirata. O bien le
ha aprovechado la lección, o se encontraba a bordo y fue muerto en la lucha o se le
ahorcó confundiéndole con un marinero ordinario.
—Tanto honor...
»Un sombrero de anchas alas, le caía sobre la cara, pero no bastaba para
ocultar una fea mancha roja que le cogía toda una mejilla desde una oreja hasta la
nariz.
»El que lo miraba una vez, volvía la vista con repugnancia al momento. Él lo
notaba muy bien; pero no parecía ofenderse por ello, y ni aun las observaciones
que algunos hacían
—¡Sacre nom de Dieu! Es él; es el «Horrible», por causa del cual estoy
fondeado aquí hace unos meses. Por fin lo veo y... Sin embargo, está muy lejos de
tierra y podría engañarme. Voy a convencerme de que estoy en lo cierto.
»Bajó las escaleras del muelle y saltó a uno de los muchos botes que había
amarrados allí.
—¿Adónde? — preguntó el botero, que estaba adormilado en uno de los
bancos.
—A dar un paseo.
—¿Muy largo?
—Después del paseo, con buen dinero, y antes con buenos puños. ¡Elije!
»El forastero, que sabía manejar el timón tan bien como cualquiera, según
pudo observar el botero desde el primer momento, no llevaba rumbo fijo y
después de rodear a distancia a la fragata y al «Horrible» dirigió el bote otra vez al
muelle y pagó su viaje de modo espléndido que no se habría podido adivinar por
su aspecto.
—Es él —dijo entre sí con evidente satisfacción mientras subía las escaleras
del muelle—. Ahora tiene que desaparecer la señora De Boulettre sin dejar huellas,
lo mismo que Miss Admiral desapareció hace tiempo. Vamos a la taberna.
»El largo local estaba lleno de parroquia nos que a juzgar por su apariencia,
no pertenecían a la clase social que ostenta la distinción de gentlemanlike. Un
indescriptible vaho de alcohol y humo de tabaco echaba para atrás materialmente
al que entraba y el ruido confuso que reinaba allí más parecía producido por fieras
que por personas.
—¿Para qué?
—¡Bah! No se haga usted de nuevas. Lo conoce tan bien como yo, que estoy
citado con él.
—¿Quién es usted?
—Eso ya lo veríamos; pero sí quiero decirle a usted una cosa y es que Tom el
Largo se pondrá terriblemente furioso si no me permite hablar con él.
»Se inclinó sobre el mostrador y dijo en voz baja unas cuantas sílabas al oído
del tabernero. Este hizo un movimiento de aprobación con la cabeza.
—Está bien. Ahora puedo confiar en usted, Tom no está aquí aun, porque
esta es la hora en que suele venir la policía para pasar revista a mis parroquianos.
En cuanto se va, yo hago una señal y a los cinco minutos está aquí. Siéntese usted
entre tanto.
—Aquí no, master. Tom me ha dicho que tiene usted un cuartito donde no le
molestarán a uno las miradas importunas.
—Ya que me obliga usted a ello, le diré que no lo está para gente de su traza.
—¿Vino? ¿Está usted loco? ¿Cómo quiere que tenga aquí una bebida tan
inocente? Le daré un frasco de aguardiente, que es lo acostumbrado en esta casa.
Aquí lo tiene usted, junto con un vaso. Ahora siéntese en la mesa que está detrás
de aquella ancha estufa. Al lado de ella hay una puerta que nadie puede ver. La
dejaré entreabierta, estará usted con cuidado y en el momento en que nadie le
observa, se desliza por ella.
—Así lo haré.
»El único saludo que hicieron al que ya estaba allí fue una breve y curiosa
mirada y después no le hicieron el menor caso y entablaron conversación a media
voz con tanta libertad como si no hubiera allí ningún extraño. Todos ellos parecían
ser marineros; por lo menos daban muestras de estar muy enterados de todo lo
relativo a la navegación y de conocer perfectamente todos los sucesos ocurridos en
aquel ramo durante los últimos tiempos. Se habló también de los buques
fondeados en la rada.
—Sí. Ahora lo manda el teniente Jenner. Magnífico buque que no tiene igual
en construcción y aparejo: bien lo demostró el «Capitán Negro».
—Sí que lo es porque sabía trabajar muy bien y hacer trabajar a los suyos.
—He oído hablar de él y se decía que aquel sujeto no era un hombre sino
una mujer; un verdadero diablo. Lo creo firmemente porque cuando el diablo
quiere divertirse de veras se mete en el cuerpo de una mujer.
—Es posible. Capaz de ello le creo. Pero aun cuando así fuese en realidad,
no me parece nada mal, porque la vida de perro que se lleva en los buques
mercantes no es, naturalmente, la que se tiene en un valiente pirata. No quiero
decir más; pero bien comprenderéis lo que pienso.
—¡Con mil diablos, dilo claramente! O si tienes miedo de decirlo, lo diré yo:
si viviera el «Capitán Negro» y mandase el «Horrible», iría en este mismo instante
a unirme con él. Ya lo sabéis y quiero que me digáis si no tengo razón.
—¡Tom el Largo! ¡Ven acá, viejo zorro y acomódate en esta silla! ¿Sabes que
precisamente estábamos hablando de ti?
—A nosotros nada; pero a ti tal vez sí. Nos figuramos que lo conoces mejor
que nosotros; ¿o es que no te has paseado nunca por su cubierta?
—No digo que sí ni que no, sino que es posible. Son algunas docenas los
buques que han tenido a bordo a Tom y ¿quién se opone a que uso do ellos haya
sido el «Horrible»?
—Nadie. Pero dinos si es cierto que el contramaestre del pirata era una
mujer.
—¿Por qué?
—¿Del «Horrible»?
»En esta exclamación que lanzaron todos también tomaron parte los dos
vencidos, que se habían levantado y daban muestras de querer reanudar la lucha.
—Del antiguo, claro está, ¿o es que creéis que uno de esos majaderos
oficiales de marina de los Estados Unidos se atrevería a venir aquí?
—Tal vez no estén del todo equivocados; pero es que yo tengo la costumbre
de poner a prueba a mi gente antes de darles la mano.
—Sí. ¿No han dicho ustedes antes que les gustaría servir a bordo del
«Horrible»?
—Era por ganas de hablar. Ya habrá usted oído que era con la condición de
que el «Capitán Negro» viviese y mandase el buque.
—Vive.
—Y de vosotros también.
—¿Cuál?
—¿Por qué?
—¡Mil rayos, eso sería dar un golpe como nunca ha habido otro! Se hablaría
de él mucho tiempo en todos los Estados y hasta en otros tierras.
—Bien dicho. Además, podréis llevar una vida como la del Gran Mogol, ese
individuo que tiene tantos dólares que si hiciese la tontería de echarlos al mar, lo
secaría. De vosotros depende ahora vuestra suerte.
El hombre de la mancha roja en la cara del bolsillo una abultada cartera, sacó
de ella algunos billetes de banco y puso uno de esos delante de cada uno de ellos.
—¿Queréis este papelucho? — preguntó.
—No somos tan tontos que vayamos a rechazarlo. Pero ¿qué hemos de hacer
para ganarlo?
—¡No importa!
—Tanto mejor.
—¿El «Negro»?
—El «Negro».
—Lo primero, tenéis que comprar un traje mejor, pues así no os podéis
presentar en ninguna parte.
—Se hará.
—Mejor. Los de la policía nos dan bastante que hacer por ahí fuera.
—En cuanto os envíe recado, iréis con Tom a... a casa de la señora De
Boulettre.
—¡Ah!
—Así lo creo.
»Los hombres asintieron satisfechos. El plan del pretendido agente les había
llenado la cabeza de tal modo que no se entretuvieron en hacer preguntas. El
hombre de la mancha roja prosiguió:
—Yes, sir.
—Si sois leales y reservados, podéis contar con el capitán; pero a la menor
señal de traición estáis perdidos, tenedlo por seguro. De manera que ya podéis ver
lo que hacéis.
—Bien. Aquí tenéis otro poco para que bebáis. Yo tengo que marcharme.
Adiós.
—Adiós, señor.
»Mientras los otros se levantaban con respeto, él dio la mano a Tom con
ademán de superioridad y desapareció por la puerta.
—¡Con cien mil diablos, qué fuerza tiene el amigo! — dijo uno de los
hombres.
—¡Y con unas manos tan pequeñas! —repuso otro—. Ese hombre tiene el
demonio en et cuerpo aunque no lo parece.
»La noche en que esto ocurría, estaban los salones de la señora De Boulettre
espléndidamente iluminados. Se celebraba en aquella casa una gran fiesta: en el
salón se bailaba al son de un piano; el buffet ofrecía toda clase de dulces y refrescos
a los invitados; los señores de edad se habían reunido en un gabinete para discutir
de lo divino y lo humano o, para jugarse los dólares a centenares.
»Aun las más envidiosas tenían que confesar que la señora de la casa llevaba
la palma de la distinción entre todas. Sabía en cada momento emplear la frase
oportuna y acentuarla con el ademán de modo tan atractivo que todos se sentían
como fascinados por ella.
—Qué cosa tan aburrida ¿verdad? ¿No ha podido usted venir por aquí ni
siquiera una vez?
—Sí, el mar tiene un no sé qué de atractivo para las señoras; pero la vida que
se lleva ordinariamente en los buques es tan árida y tan peligrosa, que nunca me
atrevería a aconsejar a una señora que...
—¡Bah! —le interrumpió ella—. No todas las mujeres temen al peligro, del
mismo modo que no todos los hombres son Hércules. Yo soy de una isla; pero
tengo muchos parientes en el continente y me he embarcado con frecuencia. He
estado varias veces en Boston y en Nueva York; hasta llegué en una ocasión al
Cabo de Buena Esperanza. Así he adquirido tan gran afición al mar que se extiende
a todo lo que con él tiene relación. A la ciencia náutica, que tan difícil y pesada,
parece a los profanos, he dedicado también algún tiempo y si quiere usted venir
conmigo a mi gabinete de trabajo, le daré pruebas de lo que digo.
—¿De veras? Mire usted; aquí vivimos tan llanamente y tan alejados de todo
lo que significa etiqueta y convencionalismo, que seguramente no me criticarán
mis invitados por el hecho de pedir a usted que me dé su brazo.
—Es posible. A mí no me gusta tener nada que no sea útil para una cosa u
otra.
—Pero para manejar estos aparatos hacen falta largos estudios y además
sólo tienen empleo en la práctica.
—¿Y cree usted que una mujer no puede hacer esos estudios?
»Y mientras esto decía sus ojos se posaban en el rostro franco y abierto del
oficial, con expresión juguetona, en la cual un observador atento hubiera podido
sorprender algo así como burla o desprecio.
—Sí. ¿Conoce usted la historia de ese buque tan famoso o por mejor decir de
tan mala fama?
—Bastante bien.
—Ciertamente.
—Lo sé.
—Hable usted.
—¿Podría visitar el. «Horrible» para volver a ver el sitio en que tantas cosas
perdí y para... para purificarlo con mi presencia?
—¿Y cuándo?
—Dígala usted.
—¿Dicho?
—Dicho.
»Los dos oficiales montaron en el bote que les esperaba y que dejó a cada
una de ellos en su buque.
»No había hecho más que terminar esta inspección cuando se le presentaron
a bordo los marineros nuevos. Los recibió, hizo que les enseñasen la cámara que
habían de ocupar y no se ocupó más de ellos, toda vez que la inspección especial
de los marineros no era tarea suya sino del contramaestre.
—¡Qué hermoso buque! —dijo ella cuando terminada la visita del barco se
sentó con Jenner bajo un toldo dispuesto en la cubierta, a una mesa en la que había
las más delicadas viandas—. Tengo que decirle que ha mejorado
extraordinariamente desde que yo estuve a bordo de él. El aparejo que tiene ahora
es admirable y me figuro que, desde que pertenece a la flota de los Estados Unidos
su velocidad debe de ser mucho mayor que antes.
—No sé cuantos nudos hacía antes; pero estoy por completo de acuerdo con
usted, aunque no digo esto para vanagloriarme, ya que la admiración de la marina
de guerra tiene muchos más medios intelectuales y materiales que un particular
para equipar bien un buque.
—¿El «Swallow? Me parece que he oído hablar de él. ¿Qué clase de buque
es?
—Clíper con aparejo de goleta.
—¡Ah! ¿Y de dónde?
—No lo sé. Pero tome usted algo de esta ligera colación, que temo no sea
muy de su gusto. El cocinero de un buque de guerra rara vez está en disposición
de preparar un menú para señoras.
—Pero una señora sí lo está para apreciar el menú de tan valientes marinos.
Y ahora ¿me permite que le haga una invitación?
—Entonces espero a usted esta noche en casa y le ruego que lleve consigo a
los demás oficiales.
—Mil gracias. Será un souper entre nous, en el que procuraré devolverle las
atenciones de su amable recibimiento de ahora.
—¿Qué condición?
—La de que usted me acompañe.
***
»Los agitados vientos que recorren silbando la llanura, trepan por la pared
de rocas de la montaña y descansan luego. Las nubes que se elevan majestuosas al
cielo o sacudidas por la tormenta giran como locos tropeles de fantasmas,
derraman su fría sangre sobre el suelo y después descansan. El que primero es
arroyo, luego riachuelo y por último caudaloso río, corre sin un momento de
reposo por su cauce, obedeciendo a la inflexible ley de la gravedad, para
precipitarse en el mar, donde por fin descansa. Movimiento y reposo es el
contenido de toda vida, de la vida humana inclusive.
»En la pampa salvaje no hay casas, no hay hogares en que la familia pueda
gozar su felicidad y solemnizar sus fiestas. Como los animales salvajes, el cazador,
cauteloso, desconfiado y en perpetua vigilancia, se desliza por las ingentes
praderas, llevando de eterno compañero al peligro que le acecha por todas partes y
perseguido constantemente por la amenaza de la muerte. Pero tal tensión de ánimo
no puede ser continuada, porque ni su vigor corporal, ni su férrea resistencia, ni su
indomable energía podrían resistirla. También él necesita descanso y tranquilidad
para restaurar sus tuerzas, y así tiene siempre escondites cuidadosamente elegidos
que le sirven para este objeto y para almacenar las pieles y la caza. Estos escondites
reciben el nombre de hide-hole o hide-spot.
»Unos días después de que Sam Fire-gun llevara a sus trappers y a sus
huéspedes desde el campamento al Hide-post propiamente dicho, tres hombres
cabalgaban por la pampa, llevando del ramal a varios mulos, circunstancia ésta por
la que se comprendía que iban según la expresión de los cazadores, a «hacer
carne», es decir a cazar para procurar el necesario alimento a su gente.
—Que necesites carne o no, Pedro, ¿qué más da? —respondió el gordo—.
Pero dime ¿qué vas a comer si no encontramos nada?
—Te comeré a ti, grueso Hammerdull. ¿O es que crees que voy a preferir a
Pitt Holbers que no tiene más que huesos y cuero sin curtir?
—¿Qué dices a eso, Pitt Holbers, viejo zorro? — dijo riendo Dick
Hammerdull.
—Si lo que quieres decir es que el viejo pez marino tiene que arreglárselas
por sí sólo si quiere comer, pienso que tienes razón completa. Por mi parte no
tengo la menor gana de darle un mordisco.
—Eso ya lo hubiera impedido yo. El que quiera morder a Pedro Polter de
Langendorf tiene que ser otro que valga más que... ¡Rayos y truenos! Mirad al
suelo. Por aquí ha corrido alguien, no sé si animales o personas; pero si queréis
examinar la hierba, descubriréis qué criatura ha sido.
—¡Egad, Pitt Holbers! —dijo Dick Hammerdull—. ¡Es verdad! La hierba está
pisoteada. Vamos a desmontar.
»Los cazadores echaron pie a tierra y examinaron el suelo con tan gran
detenimiento como si su vida dependiera de ello.
—¿Qué opino? Si lo que quieres decir es que se trata de pieles rojas, pienso
que tienes razón completa.
—Que haya habido aquí o no pieles rojas, ¿qué más da? Pero que los ha
habido es cosa segura. Pedro Polter, baja del caballo para que no se te pueda
descubrir de lejos.
—¡Gracias a Dios que nos hemos tropezado con los bribones rojos, pues así
puedo bajar de esta maldita bestia! —replicó el interpelado con una cara como si
hubiera escapado a un terrible peligro, echándose a tierra—. ¿Cuántos ha habido
aquí?
—En que cuatro de ellos tienen caballos recién calzados. El otro caballo se
nos escapó cuando los sorprendimos y ha servido para coger a los otros. Preparaos
para la lucha, porque tenemos que seguirlos para ver qué es lo que intentan.
»Los tres hombres se aseguraron de que sus rifles y de sus armas estaban en
buen estado, y siguieren las huellas por cuya dirección no se podía adivinar
adónde iban a parar. Por fin llegaron a un riachuelo estrecho, pero profundo cuya
cauce debían haber seguido los indios porque en la orilla opuesta no se descubrían
sus huellas.
»No pudo seguir: un lazo silbó por el aire, se enrolló a su cuello y lo derribó
a tierra, al mismo que a sus dos compañeros y antes de que pudieran pensar en
defenderse los tres estaban atados en el suelo, privados de sus armas, en medio de
los enemigos, que los habían atacado inopinadamente, y que eran, en efecto, cinco
indios.
»El más joven de los salvajes se acercó a ellos. Tres plumas de águila
adornaban su cabello, recogido en alto moño, y la piel de un jaguar pendía de sus
hombros. Con mirada amenazadora contempló un rato a los cautivos y luego dijo
con ademán despreciativo:
»Estos no le respondieron.
—Mille tonnerre! ¿queréis decirme qué es lo que nos habla este sujeto? —
gritó el piloto, revolviéndose en vano contra sus ligaduras.
—Que diga o que no diga ¿qué más da? —dijo Hammerdull—. Pero lo cierto
es que te está insultando llamándote sapo, tonto y cobarde por haber sido tan
incauto que te has dejado coger.
—¿A mí?... ¿Sapo tonto y cobarde? ¿A mí nada más? Pero ¿es que vosotros
no os habéis dejado coger también? ¡Esperad, tunantes, vais a ver quién es Pedro
Polter de Langendorf y quiénes son estos! ¿Conque a mí sólo me ha insultado? ¿A
mí solo? ¡Ja, ja, ja! Ahora va a ver que sólo yo soy el que no se asusta de él.
»Dicho esto se separó de ellos y los dos cazadores fueron atados a sus
caballos sin que hicieran la menor resistencia. Vencedores y vencidos atravesaron
el, riachuelo y se internaron en el bosque que se extendía hasta el horizonte. Los
tres salvajes sabían que no tenían que inquietarse por sus dos compañeros que iban
en persecución del piloto.
—Que el Gran Espíritu abra los oídos de mis Hermanos rojos para que
comprendan bien lo que voy a decirles.
—El agua que penetra en la cueva no se queda allí, sino que sale por otro
lado. Yo he descubierto esta salida y voy ahora a guiar al joven jefe, para ver si es
posible la entrada por ahí. Vamos a preguntar a los dos prisioneros si lo saben.
»Los dos cazadores habían oído todo. El plan del trapper enemigo tenía su
fundamento, aunque ellos no sabían que existiese una segunda entrada al hide-post.
—Pitt Holbers, viejo zorro, ¿crees que debemos contestar a este canalla
traidor?
—Que le meta o no palabras en la boca, ¿qué más da? Pero podría pensar
que por miedo a él y a los indios habíamos perdido el habla, así es que le vamos a
hacer oír alguna cosa buena.
—Sí, cosa a que usted no puede aspirar, porque el coronel sólo admite a su
lado gente honrada.
—Insulten todo lo que quieran, si creen que eso les va a servir de algo; por el
momento no me opongo a ello. ¿Cómo se llama usted?
—Si hubiera usted pasado el Mississippi hace veinte años y hubiera estado
otros veinte preguntando, tal vez habría encontrado a alguien que pudiera decirle
mi nombre. Ahora ya es demasiado tarde.
—Muchísimo, y en todo caso mucho más del que encontrará usted allí.
—¿El apache?
—Que sea apache o no ¿qué más da? Pero lo cierto es que pertenece a esa
tribu.
—¿De veras?
—Sí; para cada uno una y la misma, ¿no es verdad, Pitt Holbers, viejo zorro?
—¡Bah! Que seamos empalados o quemados ¿qué más da? Pero aun estamos
aquí y puede usted estar seguro de que si usted ocupara nuestro lugar, yo le
machacaría un poco para que se asase mejor.
—Que mis hermanos rojos refuercen las ligaduras a estos blancos, pues
merecen la muerte en el poste del martirio.
»El trapper, acompañado del joven jefe de los indios, se separó de los demás
para buscar la cueva de Sam Fire-gun. Los restantes pieles rojas permanecieron
acampados en el mismo sitio. El joven indio realizaba entonces su primer hecho de
armas y, aunque, siguiendo el ejemplo de su estoica raza no dejaba traslucir
emoción alguna, ardía en deseos de probar que era digno de ser admitido a la par
con los guerreros veteranos.
»Se encontraban ante una cascada, que formaba el arroyo. A gran altura
sobre ellos estaba el hide-spot de Sam Fire-gun y a sus pies había un pozo profundo,
cavado por la caída del agua en la roca. Si aquella cascada se utilizaba en realidad
como salida secreta de la cueva, debería existir algún dispositivo para trepar hasta
la altura aquella.
—No te quejes, que con eso no adelantas nada. Nosotros somos los
causantes de nuestra desgracia. Si hubiéramos tenido más vigilancia, no
hubiésemos sido tan vergonzosamente sorprendidos. Ese Winnetou es un
verdadero diablo, el coronel, un gigante y los demás son todos hombres que han
sentido en sus carnes más de una cuchillada. Pero tenemos en medio de todo un
consuelo: el de que no nos matarán y eso ya da alguna esperanza. Pronto tendré las
manos libres y entonces ¡sacrebleu!, ajustaré mi cuenta con ellos, y haremos...
—Sander, master Sander, ¿es usted? —se oyó decir en voz baja hacia el
fondo de la habitación en que estaban atados Sander y Letrier.
—¿Quién está ahí? — respondió el preguntado, con el mayor asombro.
—Pronto lo verán. Ahora vamos a cortar las correas que les sujetan y
libertaremos a ustedes.
»De unos cuantos cortes quitaron a los prisioneros sus ligaduras. Los cuatro
hombres se reconocieron y se pusieron de acuerdo en pocas palabras.
—¡Ah!
—Por el lado de la salida del agua, hay una cuerda colgada. Por ella
podemos descolgarnos hasta la parte llana del arroyo y desde allí salir al aire libre.
Naturalmente, querrán ustedes venir con nosotros.
—Va puede usted figurarse con qué gana lo haríamos; pero no nos conviene.
—¿Por qué no? ¿Se asusta usted de descolgarse por una cuerda?
—¡Bah! Tal vez hemos andado con cuerdas y cables más que ustedes. Pero si
nos vamos echaremos a perder todo nuestro plan.
—¿Por qué?
—Es mucho mejor que nos aten ustedes otra vez y nos dejen aquí hasta que
vuelvan con todos los indios.
—No comprendo por qué les gusta a ustedes quedarse en este sitio.
—No tenemos ese propósito. Los pieles rojas tienen que hablar unas
palabras con esta compañía y yo no soy tan tonto que deje aquí el rico metal.
—Les dejaré las ligaduras flojas y, además, aquí tiene un cuchillo por si
acaso les hace falta. Ahora, vámonos.
»De repente oyó el rumor de unos pasos apresurados que avanzaban por el
arroyo. Se echó al suelo para observar mejor sin ser visto a quien así se acercaba.
Cuando el recién llegado se encontró cerca del centinela, se quedó parado y trató
de ver a través de la oscuridad reinante.
—¡Have care, attention! ¿Es que no hay nadie de guardia a bordo? ¿Están
solos?—dijo.
—¿Que quién soy? ¡Je, je! Pedro Polter no conoce a Bill Potter y está a dos
troncos de distancia de él. ¿Dónde están los otros?
—Si queréis carne, tendréis que traerla vosotros mismos y con ella al gordo y
al flaco. Todo esto lo encontraréis entre los indios, a la orilla del río de allá abajo, si
es que no se han movido del sitio desde que yo me he separado de ellos.
»Diciendo esto entró en la cueva. Allí estaban los cazadores alrededor del
fuego. Sam Fire-gun reconoció en seguida al que entraba
—¿Ya de vuelta, piloto? —le preguntó—. ¿Vienen detrás los otros con la
carne?
—¡Sí! ¡Con la carne roja! Han sido hechos prisioneros y los van a ahorcar o
fusilar o devorar: me es igual.
—¡Vamos allá al momento! —dije yo, que había cogido cariño a los dos
trappers y estaba impaciente por socorrerlos.
—¡Je, je! —dijo riendo a su manera acostumbrado el pequeño Bill Potter que
acababa de entrar en la cueva—. El hombre grande anda a caballo por la pampa y
no sabe dónde ha estado. Lo primero que tendremos que hacer es seguir sus
huellas antes de encontrar las de los hombres rojos. ¿No tiene gracia esto?
—¿Quieres cerrar el pico, criatura microscópica? —bramó el piloto furioso
por aquella observación—. Cuando estoy a bordo de un buque, sé la línea en que
me encuentro; pero en la pampa y montado en un bicho como el mío, me pongo de
tan mal humor que hasta pierdo la inteligencia. Si quieres encontrar a los pieles
rojas búscalos tú mismo, que no me opongo a ello.
—Creo que no necesitaremos seguir las huellas del piloto ni las de los indios
—dijo Fire-gun interrumpiendo la cómica disputa—. Los jóvenes ogellallahs, en su
ardor guerrero, han salido a buscar a los veteranos de la tribu, han encontrado sus
cadáveres y están sedientos de venganza. Seguramente habrán buscado un
escondite para acampar, donde estarán los dos prisioneros. Habrán querido hacer
declarar a éstos donde está nuestro hide-spot, pero. Hammerdull y Holbers se dejan
matar antes que hacernos traición. Por esto, les será difícil a los indios descubrir
nuestra cueva; pero temo que los que se nos escaparon se hayan encontrado con
ellos y como conocen los alrededores de nuestro escondite, decidirán atacarnos
pronto, para no dar lugar a que llegue hasta nosotros el piloto que se les ha ido de
entre las manos. Por este motivo pienso que ya estarán en camino hacia aquí y lo
que tenemos que hacer es esperarlos y no ir en su busca. Doblaremos los centinelas
y apagaremos la hoguera, dejando sólo las antorchas dentro de la cueva. Voy a ver
qué hacen nuestros prisioneros.
—Voy con usted tío — dijo Wallerstein—. Soy quien tiene más motivos para
convencerme de que están seguros.
»Llegados al sitio donde estaban los prisioneros, éste paseó por todas partes
su mirada penetrante. Al mirar al suelo húmedo y algo blando de la cueva, se
pintó en su rostro una momentánea expresión de sorpresa, que, sin embargo, nadie
supo observar porque la luz de la antorcha sólo le iluminaba por un lado.
—Oíd, muchachos, si tenía yo razón. Los indios no sólo vienen hacia acá,
sino que ya han estado en la cueva. Acabo de descubrirlo.
—La encontré el mismo día que descubrí la cueva. El agua del arroyo sale de
ésta en una cascada por el lado opuesto y ha cavado allí un pozo, buscando
después su salida a través de la montaña. En seguida até una doble cuerda a la
pared de roca, me descolgué por ella y vi que podía salir muy bien al exterior
siguiendo el paso del agua. La cuerda está aún en su sitio y en buen estado.
Cuando he ido ahora a ver a nuestros prisioneros he observado huellas de pies,
pisadas extrañas en el suelo de la cueva y una rápida mirada a los dos hombres me
ha convencido de que alguien había aflojado su ligaduras.
—¿Cómo puede ser eso? —dije yo—. Yo mismo los he atado y de tal modo
que sólo pueden haberse soltado con ayuda de otra persona.
—Los indios han debido enviar algunos exploradores, que han descubierto
la salida secreta; han entrado por ella, han trepado por la cuerda, han llegado
adonde están los prisioneros, han aflojado las correas que los sujetaban y
seguramente les habrán dado algún arma. Después se han vuelto para ir en busca
de los suyos.
—Juan ¿has visto qué mirada? — susurró Sander en cuanto Sam Fire-gun y
Wallerstein se alejaron.
—¿Cuál mirada?
—Pues esa tranquilidad eral fingida. Vio las huellas del cazador y del indio;
a pesar de la poca luz que había lo he podido observar; en su rostro se pintó una
expresión de sospecha, que duró sólo un instante. Después echó otra mirada breve
pero aguda como la punta de un puñal, a nuestras ataduras y el tono en que dijo:
«Todo está seguro» me confirmó en mi idea de que lo había descubierto todo.
—¿Por qué?
—Es igual. De todos modos vendrían por aquí antes de la llegada de los
indios y descubrirían nuestra huida, con lo cual quedará deshecho el plan del
ataque. Yo me largo; ya hemos, oído cuál es el camino. Pronto, Juan, antes de que
sea demasiado tarde.
—¡Je, je! —dijo riendo este último—. Estos jóvenes han echado a volar
demasiado pronto. No habían aprendido aún a abrir los ojos y oídos. ¿Ve usted,
coronel, como tenía yo razón? Han olvidado borrar sus huellas y ahora podemos
buscar el campamento donde están amarrados el gordo y el flaco.
—¿Por qué no? ¿Cree usted que Bill Potter se asusta porque tenga que tragar
dos gotas de agua?
—Entonces vuelve y mientras tanto yo seguiré las huellas y traeré aquí a los
demás rodeando la montaña. Que se quede únicamente un centinela como
siempre, pues el sitio ha quedado completamente limpio. Yo iré por delante y
vosotros me seguiréis; pero daos prisa para reuniros pronto conmigo.
—¡Qué mala suerte! Estos jóvenes y valientes indios han llegado a la cueva
trepando por la peligrosa cuerda; pero los han matado allí a todos. ¡Qué lástima!
Ahora estamos solos contra Fire-gun y su gente.
—¿Y qué nos impide hacer inofensivo para siempre al viejo? Tenemos un
cuchillo.
—Juan; nosotros hemos hecho muchas cosas muy difíciles; pero no somos
hombres del Oeste. El coronel tiene un oído muy fino y nos dominaría con sus
armas. Aun cuando lográsemos deshacernos de él y llegar adonde están los
caballos, algunos minutos más tarde tendríamos detrás de nosotros a toda la horda
furiosa.
—¡Diablo! Tiene usted razón. No había pensado en él. El sólo sería capaz de
encontrarnos y hacernos pedazos con su maldito tomahawk. Pero ¿qué hacer? No
vamos a estar escondidos aquí toda la eternidad.
—¿Y qué?
—Que nosotros necesitamos oro.
—¿Desde cuándo?
—¿Y luego?
—¡Diablo! ¿A la cueva?
—Naturalmente.
—Oh, no. Ya has oído que quedará de centinela un solo cazador, que estará
junto al arroyo a alguna distancia de la entrada y no se enterará de nuestra llegada.
—Buscamos el oro...
—El oro...
—¿Y qué?
—Eso es indispensable.
—Grace a Dieu! —dijo Letrier cuando dejó de oírse el rumor de los que se
alejaban—. Ahora sí que está hecho todo el juego. Aunque estoy calado hasta los
huesos, he sudado como si estuviera metido en un baño calientete.
»Esta operación costó tanto trabajo a sus manos inexpertas que pasó un
largo rato antes de que pudiesen internarse por la mina. Conocían ya el camino por
haberlo hecho una vez y así a pesar de las dificultades que ofrecía, llegaron sin
novedad a lo alto. Letrier, que iba detrás, apenas acababa de soltar la cuerda para
poner el pie en tierra firme, cuando se sintió detenido por el capitán; estaban
rodeados de cuerpos humanos tirados por tierra. Por el tacto comprobaron que se
trataba de los cadáveres de los jóvenes indios. Pasando por encima de ellos,
llegaron a la parte de la gruta donde habían estado atados horas antes y allí
pudieron entablar diálogo.
—No tenemos tiempo ahora para estas reflexiones. Adelante y antes de todo
a coger armas.
—Tiene que estar muy escondido, Juan — dijo finalmente Sander, al llegar a
la única habitación que les quedaba por registrar—. Y aun cuando lo
descubriésemos ¿cómo nos lo llevaríamos? El oro es muy pesado y no se me ocurre
el procedimiento para llevarlo.
—Esa sería la única forma; pero nos harán caminar más despacio y
entorpecería nuestra huida. Pero mira. Esta debe ser la habitación del coronel.
»Las paredes del cuarto en que entraban estaban tapizadas de pieles sin
curtir, para contener, la humedad y en él había algunas sillas toscamente hechas,
junto a las cuales se veían varios cajones, a los que se dirigieron inmediatamente
los dos hombres, llenos de codicia. Pero tampoco en ellos encontraron el oro que
esperaban, sino diversas prendas de vestir y objetos de todas clases.
Apresuradamente fueron sacándolo todo y tirándolo al suelo. De pronto Sander
dio un grito de alegría: había encontrado una vieja y destrozada cartera que estaba
debajo de todo, en uno de los cajones.
—No hemos encontrado oro; pero tal vez haya aquí algo que lo valga.
»Sin perder un minuto ensillaron dos caballos con arreos de los que estaban
colgados en los árboles y salieron al galope.
»Entre tanto, todos los cazadores seguían las huellas de los jóvenes indios,
para libertar a Dick Hammerdull y Pitt Holbers. Sam Fire-gun, que había salido
antes, fue alcanzado pronto, pues, no sabiendo con cuántos indios tendría que
luchar, había preferido ir despacio para que se reunieran con él los suyos.
Prosiguieron todos la marcha, con el coronel y Winnetou a la cabeza, que iba
examinando las huellas. Estas estaban muy señaladas porque se habían señalado
por la noche, así es que no les costó trabajo alguno seguirlas. Al cabo de unas horas
de camino, llegaron a la vista del bosque donde habían acampado los pieles rojas y
adonde habían sido conducidos los dos trappers. No siguieron las huellas
directamente, por temor a ser vistos y así dieron un rodeo para entrar en el bosque
por otro lado, próximamente a una milla del punto en que aquéllas penetraban en
él.
—Lo primero que hemos de hacer es tomar otra vez aspecto, humano.
»Y diciendo esto señaló a una barraca en cuyo bajo tejado había una tabla con
esta inscripción: «Jonathan Livingstone, tratante en caballos».
—Ahora lo veremos.
—Soy yo mismo.
—¡Poco a poco, master! Siquiera déjeme usted que vea a los animales.
—Si usted no compra caballos como éstos ¿para qué? No está hablando con
ningún greenhorn.
—Bien, bien. Desmonte usted otra vez. ¿A ver? ¡Malo, malo; muy malo!
¿Vienen ustedes de la pampa, naturalmente?
—Yes.
—Apenas se puede ofrecer nada por esto. Tengo que andarme con cuidado
para no perder — dijo, examinando cuidadosamente las cabalgaduras—. ¿Cuánto
quieren por ellos?
»Al oír esto, Sander montó otra vez a caballo y echó a andar.
—¡Sesenta!
—¡Cuarenta y cinco!
—¡Sesenta!
—¡Cincuenta!.
—¡Sesenta!
—¿Sesenta? No, de ningún modo... O si no, espere usted. Tendrá los sesenta
aunque semejante ganado no lo vale.
»Sanders dio la vuelta riendo y bajó de nuevo del caballo.
»El tratante le condujo a una pequeña habitación, dividida en dos por una
cortina de percal, detrás de la cual desapareció, volviendo a poco con el dinero.
—Aquí están los sesenta dólares. De mala manera los ha adquirido usted, se
lo aseguro.
—¿De qué?
—Tengo varios.
—Aquí lo tiene.
—¿Cuánto me da?
—La mitad.
»El tratante le detuvo por el brazo y fue subiendo en sus ofertas más y más,
hasta que por fin trajo la cantidad pedida de detrás de la cortina. Era uno de esos
traficantes que comercian con todo y que a pesar de su aspecto miserable y de la
pobreza de su casa, nunca carecen del dinero que necesitan.
—No. Adiós.
—Exactamente.
—No.
—¿Dónde están?
—No lo sé ni me importa.
—Si no es ahora mismo, sí. Acabo de dar todo el dinero que tenía por una
compra hecha ahora.
—A uno de ellos.
—Sí.
—¿De cuánto?
—¿Para qué?
—Nada más.
—Muchas gracias. Esos hombres no volverán por aquí; pero si vuelven no
les compre nada más y hágalos detener. Los resguardos que llevan son míos y me
los han robado. Tal vez vuelva a hacerle una visita.
»Ninguno de los dos pronunció palabra hasta que llegaron al muelle. Allí, el
coronel, que éste y no otro era el blanco, dijo al indio:
—Mi hermano rojo ha seguido conmigo las huellas de los ladrones a través
de la dilatada pampa. ¿Me acompañará también si me veo en la necesidad de
embarcarme en un buque?
—Winnetou, el jefe de los apaches, va con Sam Fire-gun por la tierra y por el
agua. ¡Howgh!
—Que mi hermano haga esto y me espere siempre a la orilla del agua, para
que yo lo encuentre a mi vuelta. Winnetou entre tanto va a situarse delante de las
casas de la gran ciudad para esperar y guiar a los cazadores que han quedado atrás
por el cansancio de sus caballos.
—¿De veras?
—De veras.
—¿A ésa? ¡Mil diablos! ¡La figura, el modo de andar, los ademanes, todo...!
Pero no es posible.
—Te digo que es ella y no otra. Con el aspecto que tenemos ahora y a la
distancia que está de nosotros no puede reconocernos. Una feliz casualidad la pone
en nuestro camino. Vamos a seguirla.
»El hombre de la mancha roja se había sentado cerca de una ancha estufa,
pero de pronto había desaparecido. Sander pensó que debía de haber alguna
habitación secreta por aquel lado, que servía para reuniones privadas. Se deslizó
hacia aquella parte de la barraca hasta llegar a un punto en que oyó varias voces
detrás de la delgada tabla. Aplicó el oído y escuchó.
—¿Y cuándo?
—No sé aún cuantío podré ir allá. A las once debéis estar reunidos todos;
pero no hagáis nada antes de que yo llegue.
—Bien. Habrá una terrible lucha antes de que podamos apoderarnos del
buque.
—No tanto como pensáis. Los oficiales y subalternos están en tierra esta
noche y además tendremos a bordo alguien que nos ayudará resueltamente en
nuestro trabajo.
—Así lo creo yo. Aquí tenéis vuestro anticipo y además alguna cosa para
que bebáis. Pero no os emborrachéis para que no nos falle el golpe de mano.
»Se oyó el ruido de una silla y el que había hablado en último lugar se
levantó. Sander lo habla reconocido en la voz, aunque hablaba con otra fingida,
más ronca que la suya habitual. Lo que acababa de oír era de naturaleza tan
extraordinaria que permaneció un rato inmóvil y hubiera estado más tiempo en
aquella actitud, si un ligero «Pst» no le hubiese sacado de su ensimismamiento.
Juan Letrier estaba a la entrada del estrecho callejón y le hacía señas.
»El capitán así lo hizo y llegó a tiempo para ver cómo desaparecía tras una
esquina la persona objeto de su vigilancia. Los dos hombres la siguieron de lejos
por una serie de sucias callejuelas del arrabal hasta llegar a un barrio más
distinguido, en una de cuyas calles se detuvo ante la verja de un solitario jardín.
Allí, después de mirar a un lado y a otro y no ver nada sospechoso, traspuso la
verja de un salto felino. Los dos hombres permanecieron de centinela una hora en
aquel sitio; pero en vano, pues no volvieron a ver a la persona espiada.
—Debe de vivir aquí, Juan. Vamos a ver la casa a que corresponde este
jardín.
»Con este objeto se dirigieron a una travesía próxima y al salir de ella vieron
un magnífico carruaje parado a la puerta de una casa que no podía ser otra que la
buscada por ellos. Una señora acababa de subir al coche y hacía señal al cochero de
echar a andar. Sander volvió a la travesía: el elegante carruaje pasó por delante de
él y pudo reconocer sin que le quedase duda, el rostro de la que lo ocupaba.
—Sí, ella es. No hay confusión posible. Voy a quedarme aquí y tú entra en la
casa y entérate del nombre que usa ahora.
—Mire usted hacia allá y diga si conoce a aquel hombre que está debajo de
la grúa grande.
—Creo que no. Miraba hacia otra parte y además con el traje que llevamos
ahora no es fácil que nos reconozca, de no estar muy cerca.
—Tienes razón. Mira ahora a la rada. ¿Conoces ese barco fondeado junto a la
fragata?
—No.
—¡Ya lo creo! El que lo manda hoy irá a beber en la gran taza y en su lugar
se pondrá un tal Sander, o si te gusta más el «Capitán negro».
—Ciertamente.
»Letrier impresionado por el tono serio y confiado del capitán, miró a éste
con expresión interrogadora y murmuró:
»Entre ellos había dos hombres vestidos de marineros, que miraban a uno y
otro lado con la mayor indiferencia, sin decir palabra. Sus miradas parecían, sin
embargo, dirigirse con preferencia a una de las iluminadas ventanas. Mucho
tiempo estuvieron así hasta que por fin, cayó una cortina detrás de la ventana y se
vio la sombra de una mano que subía y bajaba, después de lo cual se apagó la luz.
»Aun no habían llegado a ella cuando se oyó una voz detrás de un matorral.
—¡Bienvenido!
—Sí.
—¿Y las armas?
—También.
—¿Falta alguien?
—Nadie.
»La gente de los botes respiró: aquella era la señal convenida con Tom de
que todo iba bien a bordo. A popa colgaban algunas cuerdas.
»Los hombres se separaron. El capitán iba de uno a otro para dar las órdenes
en voz baja. Levaron ancla, izaron velas y el viento favorable comenzó a
hincharlas. El magnífico buque obedeció al timón: viró lentamente y atravesando
las olas que se estrellaban en su casco, hizo rumbo a alta mar.
»El preguntado levantó la vista a las velas, que resaltaban sobre el cielo.
—De nada les servirá. Han abierto los ojos demasiado tarde. Pero, ¿cómo es
que sabe usted mi nombre?
—¡Mil veces, Tom! Te digo que lo has visto mil veces o más. Recuerda bien.
—De ningún modo. Ahora, oye: tú eres el único a bordo que conoce al
capitán. Pues bien, no digas a nadie que yo soy el que hizo de agente y hazles creer
que soy el «Negro». ¿Estás conforme?
—Por completo.
—¡Vaya! —dijo para sí, mirando con visible contento a un lado y otro—. No
estaba Jenner tan mal instalado como yo pensaba: se ha arreglado esto
admirablemente. Pero ante todo, quiero ver si existe aún mi departamento secreto,
que ni el mismo Sander conocía.
»Apartó un espejo y oprimió un botón que había detrás de él y que era casi
invisible. Se abrió una doble puertecita y dejó al descubierto un espacio en que
había amontonados muchos papeles. Inmediatamente los examinó y dijo:
»Sacó una llave y abrió el cofre, un departamento del cual sólo contenía
rollos de dinero y paquetes de billetes de banco.
—Diría: ¡Bravo! — dijo una voz detrás de ella mientras se posaba una mano
en su hombro.
—Nada.
—Bueno. Por desgracia para ti, puedo presentarme ante tu vista con pruebas
completas. Tú te has apoderado del «Horrible».
»Dijo todo esto con un tono de calma y de superioridad que la hizo enrojecer
de cólera. Con los ojos relampagueantes rugió:
—¡De nada os servirá lo que habéis hecho! —exclamó ella con furia—. El
«Horrible» es un buque pirata y yo soy su capitán. ¡El que pone los pies en él sin
mi permiso, lo paga con la vida!
—Oye, Miss Admiral, lo que voy a decirte de una vez para siempre. Yo
quería echar cuentas contigo y estaba dispuesto, a pesar de todo lo ocurrido, a
dejarte por ahora en tu antiguo puesto de segundo; pero acabas de intentar
matarme y mi vida está en peligro mientras me fie de ti. Yo soy el capitán de mi
buque y en este mismo momento te voy hacer inofensiva.
»Era ya de día enteramente y así pudo ver la situación de una ojeada. Los
marineros estaban todos en cubierta formando círculo alrededor de Tom y de
Letrier, que parecían referirles algo. Tan pronto como este último reparó en
Sander, Se adelantó, agitó el sombrero en el aire y gritó:
»Todos los sombreros volaron por el aire y no hubo voz que no se sumase a
la aclamación.
—Como gustes —replicó Sander sonriendo. —Ya supongo que una gran
parte habrá desaparecido, pues la señora De Boulettre tenía necesidades muy
costosas; pero el resto me consta que está a bordo.
—Pues búscalo.
—Capitán.
—Esta mujer seguirá aquí atada como está, ahora. Sólo yo estaré encargado
de su vigilancia; nadie podrá acercarse a ella, ni tú mismo, y al que haga la menor
tentativa para hablarle le pego un tiro. Por otra parte, nadie más que tú sabe dónde
está. Ahora vete trayendo a los antiguos tripulantes del «Horrible» a cubierta, uno
a uno. Quiero ver qué se puede hacer con esa gente.
***
»Volvamos ahora a Sam Fire-gun, que se estaba informando de los buques de
pasaje que estaban listos para zarpar. Se enteró de que ni en el día ni al siguiente,
salía ninguno y en el curso de sus preguntas oyó el nombre del «Horrible». Sabía
que aquel era el buque que había mandado el «Capitán negro» y supuso que éste, o
sea Sander, también se habría enterado de que el «Horrible» estaba fondeado allí.
Esta idea ejerció sobre él tal sugestión que se puso a vigilar de modo que no saliera
nadie del buque ni entrara en él sin que lo viese.
»Eran las diez de la noche y aun estaba Sam Fire-gun paseándose arriba y
abajo por el muelle, para no perder de vista ningún bote que desatracase. Aquella
tarea era difícil, por no decir imposible, para un hombre solo y así hubo muchas
embarcaciones que salieron del muelle sin que el vigilante trapper pudiera llegar a
tiempo para ver quién las tripulaba. Reinaba por allí una profunda oscuridad que
sólo lograban disipar muy escasa mente los faroles del alumbrado público y las
luces de los buques. Fire-gun estaba parado al borde del muelle para descansar de
sus paseos cuando, justamente a sus pies atracó un bote sin pasajeros y el botero
subió por las escalerillas.
—De afuera.
—De ninguno.
—Algo parecido a eso. Pero si espera usted unas horas a hacerme sus
preguntas contestaré a ellas.
—Porque lo he prometido.
»El hombre parecía tener gusto en que le hicieran preguntas, a las que no
estaba dispuesto a contestar. El cazador, impulsado por un sentimiento que no
podría definir, siguió preguntando:
—¡Ah! ¿De modo que por una propina que le han dado no puede usted decir
a quién ha llevado?
—Así es.
—¿Cómo nada más? ¿Es que a usted le caen los dólares en el bolsillo a través
de esa remendada chaqueta?
—Dólares no; pero si no tengo dinero, en cambio tengo oro.
—Verdad. Pues para usted será si me dice lo que tenía que callar.
—¿De veras?
—A dos hombres.
»El botero hizo una descripción de los dos pasajeros, que correspondía
exactamente a Sander y a Letrier, con mejor traje del que llevaban cuando el trapper
los vio por última vez.
—No es posible.
—Pues así es la verdad. Dijeron que eran tripulantes del buque; que se
habían ido a divertir a tierra sin permiso y por eso querían volver a bordo sin que
se enterase nadie. Así es que se echaron al agua y nadaron hasta llegar al buque.
»Iba Sam Fire-gun a hacer otra pregunta cuando sintió que le ponían una
mano en el hombro.
—¿Cómo se llama la canoa grande que está allí en medio del agua?
—El «Horrible».
—¿Y cómo se llama la canoa de que fue jefe el blanco que se llama Sander?
—Decían que iban a ir a la canoa grande y a matar los hombres que había
allí, porque el «Jefe negro» iba a venir.
—Mi hermano ha dicho la palabra, que es muy difícil para la lengua apache.
—Que mi hermano vuelva a su puesto. Los cazadores tienen que llegar antes
de que sea de día.
»El apache obedeció. También el botero se había alejado con su pepita, así es
que Sam Fire-gun se quedó solo.
—¿Qué más? Que todos sus oficiales están en tierra y tengo orden de ir a
buscarlos inmediatamente, pues parece que se trata de una cosa muy seria.
»¿Daría parte a la policía de lo que había visto y oído el apache? No, porque
aquello daría lugar a dilaciones que no liarían más que perjudicar el objeto que se
había propuesto. Únicamente había un medio rápido y seguro de proceder, que era
perseguir al «Horrible». La policía ya lo había decidido así; pero Sam quiso hacerlo
por su propia cuenta. Para ello, lo primero que necesitaba era procurarse dinero
con que fletar un vapor rápido y esto no podía hacerlo hasta que llegase su gente,
que traía todo el oro oculto en el hide-spot. Su misión en el muelle había terminado;
ya podía ir a reunirse con Winnetou.
»La impedimenta que traían éstos los había hecho caminar más despacio, y
por eso se habían adelantado Sam y el apache, con objeto de no perder de vista a
los perseguidos. Según sus cuentas, los cazadores llegarían hacia el amanecer y así
esperaba con febril impaciencia el momento del alba.
»El trapper lo hizo así y oyó un rumor casi imperceptible, que se aproximaba
a la ciudad y que el hijo de la pampa había notado en medio de su sueño.
Winnetou continuaba escuchando.
»Al cabo de un rato, se presentaron éstos. Eran el sobrino del coronel y yo.
Detrás de nosotros venía el piloto, a quien, como siempre, traía a maltraer su
caballo, y a continuación los cazadores: Dick Hammerdull, Pitt Holbers, Bill Potter
y algunos otros. Cada uno de ellos traía de la rienda uno o más caballos y mulos,
que parecían muy cargados.
—¿Ves aquel nido? —exclamó Pedro Polter—. Creo que es por fin San
Francisco. No lo reconozco desde aquí, porque sólo lo he visto por el lado del mar.
—Que lo veamos o no, ¿qué más da? —dijo Hammerdull—, pero di, Pitt
Holbers, viejo zorro, ¿qué opinas de esto?
—Si tú crees que es San Francisco, Dick, no tengo nada que decir en contra
—respondió el preguntado, en el estilo que acostumbraba—. Cuando asaltamos el
campamento de los indios a las orillas de aquel río, poco pensaba que tendría que
venir por estas tierras.
—¿Por qué?
—No puedo con los vapores; me parecen las peores embarcaciones que hay.
Un buen velero encuentra siempre viento; pero una de esas chalupas humeantes
necesita carbón y éste no lo hay en todas partes. Un vapor sin carbón tiene que
estar anclado o zarandearse en el mar de un lado para otro sin poder avanzar ni
retroceder.
—No tengo nada que decir en contra —dije yo entonces—, pero el estar aquí
mirando al mar no nos hará adelantar un paso. Lo único que puede consolarnos es
que seguramente tiene detrás bastantes perseguidores. Y nosotros también
debemos salir en su persecución.
—Pero, ¿hacia dónde?
»Este respondió:
—Ya está hecho —dijo el coronel—. Ahora cada uno recibirá su parte.
—Que la recibamos o no, ¿qué más da? Pero ¿para qué quiero yo esos viejos
papeles? Yo no los necesito y a usted en cambio le hacen falta. Pitt Holbers viejo
zorro, ¿qué opinas de esto?
—Si lo que piensas, Dick, es que debemos dejar al coronel esos papeluchos,
no tengo que decir nada en contrario. Por mi parte, no los puedo ver. Prefiero una
tierna pata de oso o un trozo de jugoso lomo de búfalo. ¿No te ocurre lo mismo,
Bill Potter?
—Ya veremos lo que se hace —repuso Sam Fire-gun, conteniendo a sus fieles
compañeros. —Ahora vamos a repartir el dinero antes de nada.
»En el mismo mostrador, recibió cada uno su parte y después salieron todos
de la casa, montaron a caballo y se dirigieron a toda prisa al puerto.
»Fuera de los veleros fondeados, en éste no se veía más que algunos pesados
remolcadores o vapores de carga. Todos los vapores ligeros habían salido para
asistir por algún tiempo a la persecución del «Horrible» por los buques de guerra
que habían quedado anclados en la rada. De éstos sólo había quedado allí la
fragata, cuyo comandante seguía en tierra sin conocimiento.
»El piloto recorrió con la vista todos los buques que había en el puerto.
—No hay ninguno que nos sirva. No hay más que barricas de sal y toneles
de arenques, que apenas harían diez nudos en diez meses. Y allá afuera...
»Se interrumpió en medio de la frase. Seguramente iba a decir que fuera del
puerto tampoco se veía ningún buque que nos conviniese; pero la penetrante
mirada que echó hacia alta mar, debió de tropezar con algo que cortó lo que
pensaba decir.
—O no soy Pedro Polter o que allí donde se ve aquel punto blanco no es otra
cosa que una vela.
—¿De modo que en el puerto no hay real mente ningún buque que nos
sirva?
—Tenemos que esperar tranquilamente. Tal vez entre en el puerto y tal vez
pase de largo. No se hagan ustedes ilusiones. Por cada buque de guerra llegan
treinta mercantes y éstos no valen para perseguir a un pirata, aun cuando el
naviero estuviese dispuesto a fletarnos el buque, cosa no muy fácil, pues la
probabilidad de que resulte averiado o destruido hará que lo piense mucho antes
de decidirse y que, una vez que haya decidido, pida una enormidad por el flete.
—Pues, a pesar de todo, hay que intentarlo, porque es el único recurso que
nos queda. ¿Cuánto podrá tardar el buque en llegar al puerto?
—Una hora y aun dos o tres, según sea el buque y el que lo manda.
»En todo esto emplearon algún tiempo, pasado el cual volvieron al puerto
para ver si llegaba el velero que antes divisaron de lejos.
»El piloto iba delante. Cuando llegó a un punto desde donde se dominaba el
puerto y toda la rada, se detuvo lanzando una exclamación de sorpresa:
—¡Behold, qué velero! En este mismo momento entra en el puerto como un...
Mil tonnerre!... sacrebleu! ¡Casco sagrado! ¡Un clíper con aparejo de goleta! ¡Si es el
«Swallow»! ¡Hurra! ¡Hurrrrra!
»La alegría del piloto se comunicó al momento a los demás. No había error
posible; se veía bajo el bauprés del esbelto buque que se acercaba una golondrina
tallada en madera, de cuerpo azul y alas doradas. El teniente Parker debía de ser
un marino osado y extraordinariamente experto, y absoluta su confianza en la
maestría de la tripulación que tenía a sus órdenes, pues no había arriado aun una
sola vela, aunque ya estaba el buque entrando en el puerto. El gallardo velero, muy
inclinado sobre una banda bajo el peso de su arboladura, volaba como impulsado
por el vapor. De pronto se vio una ligera humareda en su castillo y luego se oyeron
los cañonazos acostumbrados de saludo a la plaza, que contestó en la misma
forma. A poco se oyó la sonora voz del comandante;
»La lona quedó suelta al viento y cayó flameando contra los mástiles. El
buque se levantó de proa; luego de popa y después de algún balanceo quedó
parado en medio del amplio anillo que formaban las ondas producidas por él
contra los poderosos pilotes del puerto.
—Ahora le contaré.
—Eso no es posible.
—¡Señor teniente!
—¿Que si quiero? Iré con usted, aunque fuese para atravesar mil infiernos.
—Well, sir.
»Yo, en nombre de todos, le pedí permiso para subir a bordo, que nos fue
concedido en el acto. Una vez todos sobre cubierta, le expliqué nuestra pretensión.
Aunque apenas tenía tiempo que perder, me escuchó tranquilamente y accedió a
nuestros deseos de tomar parte en la persecución. Tramos ocho: el coronel, su
sobrino, el piloto, Holbers, Hammerdull, Potter, Winnetou y yo.
—El piloto les señalará su alojamiento. — dijo Parker—Yo voy ahora a tierra;
pero dentro de una hora levaremos anclas.
—¡Forster: Juan Forster, viejo swalker! ¿Es posible que seas va piloto?
»El interpelado miró con asombro a aquel hombre tostado y a la sazón con
barba corrida
—Este es Plowis, éste Miller, éste Oldstone, éste Baldings el Torcido, éste...
—¡Es Polter el piloto! —gritó uno, que por fin logró reconocer al, gigantesco
forastero.
—¡Polter! ¡Polter! ¡Hurra por Pedro Polter! ¡Arriba con el hombre!, ¡Hurra!
—Baja del trono, Pedro Polter y ven conmigo al alcázar. Tienes que
contarme por dónde has navegado, viejo tiburón.
»No había aún transcurrido la mitad de la hora del plazo anunciado por el
teniente cuando ya estaban amontonadas en el muelle las provisiones y las
municiones encargadas por él, que fueron trasladadas a bordo en botes. Cuando
Parker volvió al buque, estaba terminado este trabajo y el remolcador se hallaba
preparado para sacar del puerto al «Swallow».
»Lo que los dos tenientes tenían que hablar, lo habían tratado ya durante su
ausencia del buque. Parker se acercó al timón, junto al cual estaba Pedro Polter
acompañando a Forster.
—Sí, porque el viento es favorable y nosotros hacemos más nudos que él.
—Por eso debemos cruzar entre los rumbos Sur y Oeste, hasta que los
encontremos.
—Muy bien. ¡Dos puntos al Oeste, Forster! Voy a hacer izar todas las velas.
Mis instrucciones son volver sin pérdida de tiempo Nueva York y el asunto con el
«Horrible» sólo puede considerarse como un pequeño intermedio.
«Dijo esto con tanta tranquilidad como si el viaje a Nueva York por el Cabo
de Hornos y la captura de un buque pirata fuera una pequeñez de la vida
corriente. Después se acercó al grupo de los cazadores, a quienes dio la bienvenida
y dispuso que se les enseñase el alojamiento que les destinaban. El indio pareció
interesarle mucho.
»La agitación que había traído el día consigo fue cediendo poco a poco y la
vida de a bordo volvió a sus habituales y tranquilos cauces. Fueron pasando
algunos días, tan iguales unos a otros que los cazadores, acostumbrados a la
ilimitada libertad de la pampa, comenzaron a aburrirse.
»Se había levantado una fuerte brisa y el sol se hundía en el horizonte entre
pequeñas y oscuras nubecillas.
—¿Por dónde?
—Por el Nornoroeste.
—¿Qué?
—Es una pequeña estratagema para hacerse invisible a gran distancia. ¡A las
vergas!
»En pocos minutos se sustituyeron las velas blancas con las oscuras. El
«Swallow» era ya invisible para el buque que se aproximaba a él.
»El «Swallow» comenzó a navegar lentamente delante del otro buque. Toda
la tripulación se había reunido sobre cubierta, excepto Parker, que subió de nuevo
a la cofa para observar. Al cabo de media hora, próximamente, ya de noche
cerrada, bajó con expresión de gran contento en el rostro.
—Petición de socorro, capitán — dijo Tom el largo, que estaba cerca de él.
»Subió el cohete por el aire y retumbaron los tres cañonazos. Las señales de
petición de socorro del otro buque se repitieron.
—Vamos a acercarnos, Tom; es una presa y nada más. —Miró con el anteojo
de noche y prosiguió—: Ya lo veo. No lleva más que una vieja vela mayor. La brisa
es bastante dura; pero voy a ponerme a la capa, para hablar con él.
—Clíper de los Estados Unidos, «Swallow», teniente Parker — dijo una voz
sonora, no en el otro buque, sino en la misma banda de estribor del «Horrible».
»Al mismo tiempo, una descarga bien dirigida hizo blanco en los bandidos
que se vieron atacados por un numeroso grupo de hombres. Los tripulantes del
«Horrible» no pensaban siquiera en la posibilidad de un asalto a su buque y así el
ataque les cogió absolutamente desarmados. Parker había llevado a cabo su plan,
arrimándose con sus botes al costado del «Horrible» que no estaba vigilado y
trepando con su gente por allí hasta llegar a la cubierta.
»¿Qué sería aquello? ¿Un ataque? ¿Una lucha? ¿El salvamento de los que
pedían auxilio? En todo caso, aquello podía venir en ayuda de su liberación. Cinco
minutos de esfuerzos sobrehumanos dejaron sus manos libres y con la ayuda de
éstas acababa de desatar las cuerdas que sujetaban sus pies, cuando sobre cubierta
sonaron tiros de revólver, seguidos de un espantoso ruido de lucha cuerpo a
cuerpo. No se preguntó por la causa de aquella lucha: sólo sabía que Sander estaba
a bordo. De un fuerte puntapié echó abajo la puerta del camarote de Sander y
cogió apresuradamente de las armas que había colgadas en la pared todas las que
creyó necesarias para su seguridad. Después echó una mirada escrutadora al mar
por la escotilla de estribor. Había tres botes amarrados a un cable que, por
descuido no se habían izado a bordo al hacerse la noche.
»En un rincón del camarote había un saquito de viaje. De una mesa cogió un
puñado de bizcochos y dos botellas de gaseosa: después abrió el escondite y sacó
de él su tesoro que también metió en el saquito. Se acercó a la escotilla y desde allí
vio la situación: Los piratas habían sido acorralados hacia la popa y no tenían otro
recurso que rendirse.
—No.
—¡Alto, muchacho! —exclamó—. ¿Adónde vas con ese saco? Quédate ahí un
momento.
»El ataque había producido a Sander una sorpresa sin límites; pero pronto se
rehízo.
—¡A mí! — gritó corriendo al palo mayor para buscar para él y los suyos
una posición fuerte.
—¡El que tenga armas, que se resista; los demás, a buscar hachas de abordaje
por la escotilla de popa.
»El asalto había producido en los piratas el efecto de una terrible pesadilla;
la sorpresa había paralizado sus fuerzas y la caída de su jefe les quitó a la vez el
influjo de la disciplina y el último restó de valor.
»En aquel momento se abrió la escotilla de popa y por ella salieron los
tripulantes del «Horrible» que estaban prisioneros. El que iba delante vio al
teniente Jenner.
»Todos ellos cogieron de las armas que había por el suelo la primera que les
vino a la mano y así los piratas se vieron entre dos fuegos. Estaban perdidos.
»Luchando contra ello había dos hombres, espalda con espalda; el que se les
acercaba, pagaba su osadía con la muerte. Eran Hammerdull y Holbers. Este
último volvió la cabeza hacia el amigo para hacerse oír de él.
—Dick, si piensas que aquél que está allí es el bribón que se llama Pedro
Wolf, nada tengo que decir en contrario.
—Allí, junto al tronco de nogal que esta gente tan extraña llama mástil.
—Que se llame mástil o no ¿qué más da? Ven, viejo zorro, vamos a cogerlo
vivo.
—Mil tonnerre! ¡Si está aquí Juan! ¿Me conoces, tunante? — gritó.
»El otro dejó caer el brazo que tenía levantado y se quedó lívido, porque se
encontraba frente a un enemigo contra el cual no podía emprender una lucha que
tuviera la menor probabilidad de victoria.
»Lo cogió por los cabellos y por las corvas, lo levantó en alto y lo lanzó con
tal fuerza contra el palo de mesana, alrededor del cual aun se luchaba, que se oyó
un crujido y el bandido cayó destrozado al suelo: los dos cazadores llegaron ya
tarde.
***
»Y ahora, señores, vamos a dar un tercer salto, el último; pero el más largo,
porque nos va a llevar desde el Océano Pacífico al Atlántico, hasta dejarnos en la
ciudad de Hoboken, la hermana de Nueva York. En ella hay, como aquí, una
buena y amable señora Thick, a quien respeta en alto grado toda la gente de mar
que frecuenta su casa, y que jamás olvida la fisonomía del que haya estado alguna
vez en ella. La coincidencia no es de extrañar, pues el marino americano tiene la
costumbre de llamar con el sobrenombre de «Señora Thick» a toda posadera a
quien aprecia. El piloto Pedro Polter había sido siempre uno de los huéspedes
favoritos de esta posadera de Hoboken.
—¡Eh, amigos! ¿queréis saber la novedad que hay? — preguntó uno de ellos,
que, para atraer la atención de los presentes, dio tan fuerte puñetazo en la mesa
más próxima que la hizo crujir.
—¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¡Cuenta! — se oyó decir por todos lados.
—¿Que qué hay, o mejor dicho, que qué ha habido? Pues nada más que un
combate naval como no ha habido otro.
—Estaba; pero recibió orden de volver a Nueva York por el Cabo de Hornos.
Debe de ser un buque formidable. Todos vosotros habéis oído la historia del
«Horrible», que el «Capitán negro» se llevó de la bahía de San Francisco y que
Parker recuperó tan preciosamente. Los dos buques, el «Swallow» y el «Horrible»
han venido viajando juntos, y al llegar a la altura de Charlestown tropezaron con él
«Florida», que en seguida comenzó a darles caza. Parker tomó el mando de los dos
veleros; ordenó al «Horrible» que se dirigiese a alta mar como si huyera y quitó al
«Swallow» algunos masteleros, vergas y botavaras como para darle el aspecto de
haber quedado tan averiado por los temporales que apenas podía navegar y para
que el «Florida» creyese su captura empresa fácil.
—¡Hurra por la señora Thick! ¡Viva la vieja chalupa!— gritó una tonante voz
debajo de la puerta.
»Todos se volvieron hacia el hombre que estaba dotado de una garganta tan
extraordinariamente vigorosa. Pero apenas lo vio la posadera cuando se lanzó a su
encuentro con una exclamación estruendosa de alegre sorpresa.
—¡Pedro, Pedro Polter! ¡Mil veces bien venido a Hoboken! ¿De dónde
vienes, chico? ¿Del Oeste?
—¡Sí, mil veces bien venido a Hoboken! — respondió él—. Ven, que te voy a
estrujar una vez más entre mis brazos. Dame un beso. ¡Eh, buena gente, dejadme
pasar! Ven, que te apriete contra mi chaleco, mon bijou.
»Apartó a los que estaban delante de él, como si hubieran sido de paja, cogió
a la posadera por el amplio talle, la levantó en el aire, a pesar de su volumen e
imprimió un sonoro beso en sus labios.
»Ella se dejó saludar de este modo, a pesar de la mucha gente que habla
presente, con tanta tranquilidad como si se tratase de un saludo corriente y natural
y luego repitió la pregunta.
—¿Que de dónde? Nada menos que del Cabo de Hornos, a bordo del
«Swallow».
—¡Cuente, cuente usted, master! ¿Qué hacía usted a bordo del buque? ¿Está
ya aquí o...?
—¡Alto! A ustedes les brotan las preguntas de la boca como los gorgoritos al
grumete cuando le aporrean. Voy a ir largando a ustedes cable en buen orden. Yo
soy Pedro Polter de Langendorf, primer contramaestre en el buque de guerra de S.
M. Británica «Nelson»; después piloto en el clíper de los Estados Unidos
«Swallow»; luego teniente de policía alemán en la pampa; más tarde piloto otra
vez (y ésta, honorario) en el «Swallow» y ahora...
—No probarás una gota si antes no me dices algo de lo que deseo saber.
—En el «Swallow».
—¿Y el policía?
—En el «Swallow».
—Prisionero en el «Swallow».
—También.
—Está cruzando con poco viento ahí fuera con Forster al timón. Para ganar
tiempo, el capitán y yo hemos embarcado en una lancha de vapor. El va a
presentarse y hemos quedado en que yo le esperaría aquí.
—¡Pitt Holb...!
—Dick Hammerdull...
—¡Dick Hammer...!
—¡Coronel Fire-gun...!
—Sí; voy a hacerlo; pero cuida de que tenga siempre algo en mi vaso, pues
como se trata de un combate en el mar, hay que remojar constantemente la
narración.
—Está bien. Pues oigan ustedes lo que pasó con el «Florida»; Habíamos
atravesado el Ecuador y teníamos ya las Antillas muy detrás de nosotros, cuando
doblamos la punta de la Florida y nos acercamos a Charlestown. Naturalmente,
nos mantuvimos mar afuera todo lo posible, pues Charlestown pertenece a los
Estados del Sur, que envían a sus corsarios y cruceros muy lejos para apresar a
todos los buques honrados del Norte que se ponen a su alcance.
—Claro que sí. Desde el primer momento fue detrás de nosotros, que íbamos
sólo con la mitad del velamen, por ser más andador nuestro buque que él. Así
fuimos avanzando con toda felicidad sin ser vistos y como ya habíamos pasado la
altura de Charlestown, nos acercamos más a tierra.
—Debe de ser uno de los buques de espolón de los Estados del Sur. ¿Piensa
usted evitar su encuentro?
—Well, sir, pero tenga usted en cuenta que somos diez veces más débiles.
—Más débiles, sí; pero también más rápidos. ¿Quién va a llevar el mando?
—Usted.
—Nada más.
»Después de que él también hubo echado un trago sin igual, que hizo ver el
fondo del vaso, prosiguió;
»Al mismo tiempo que los vasos se juntaban, se oyeron algunos cañonazos
de saludo, indicio de que algún buque entraba en el puerto, y poco después un
confuso vocerío y el ruido de gente que corría por la calle anunció algún suceso
extraordinario. Pedro Polter se acercó a una ventana y la abrió.
—¡Eh, amigo! ¿Por qué corre la gente? — preguntó a uno que pasaba,
deteniéndole por el brazo.
—Gracias, master.
»Cerró la ventana y vio que todos los parroquianos habían abandonado sus
sitios al oír la noticia, dejando sus vasos a medio vaciar, para asistir al desembarco
de la tripulación de la valiente goleta.
»Transcurrió un rato bastante largo antes de que éste llegase y aun no había
cerrado la puerta de entrada cuando se oyó un estrépito de aclamaciones y gritos
que se acercaban. Era una multitud que venía del puerto, detrás de los hombres
que habían desembarcado del «Swallow». Estos entraron en la sala detrás de
Parker y la gente se metió también empujando a los héroes del audaz combate
naval, hasta el punto de que el local no podía contener a tantas personas. La
resuelta posadera, que ya había terminado sus preparativos, puso inmediato
remedio a la situación; abrió la puerta de la habitación reservada, a la cual pasó
con los huéspedes que esperaba y encerrándose con ellos allí, dejó a su personal el
cuidado de servir a los demás.
»También los otros fueron saludados con fuertes apretones de manos. Todos
se sentaron y no tuvieron que hacer más que empezar a comer y beber: la amable
previsión de la señora Thick había preparado todo lo que se pudiera desear.
—Si lo que quieres decir, Dick, es que echas de menos a la yegua, nada tengo
que decir en contrario. Con mi caballo me pasa a mí lo mismo. ¿Y tú, Bill Potter?
—¿Yo? No me importa nada dónde esté ahora mi caballo. ¡Je, je! Lo esencial
es que me encuentro muy a gusto en casa de la señora Thick.
—¿Cuál?
—¿Piratas? Pues, Sander afirma que se apoderó del «Horrible» nada más
que para hacer guerra de corso contra los Estados del Sur. ¿No escapará a la
muerte con eso?
—No, porque no tiene patente de corso. Pero aun cuando la tuviese, no por
eso dejaría de ser el «Capitán negro», y sería ahorcado por su anterior trata de
negros y por los actos de piratería realizados al mismo tiempo.
—¿Entonces, es buena?
—Que lo admita o no, ¿qué más da? Pero lo cierto es que no lo admitiré —
respondió Dick el gordo—. ¿Qué dices a esto, Pitt Holbers, viejo zorro?
—Si lo que piensas es que no lo voy a tomar no tengo nada que decir en
contrario. Ninguno de nosotros lo aceptará. Y si se nos obliga a tomarlo a la fuerza,
cederé mi parte a Pedro Polter, para que le entren ganas de volver con nosotros al
Oeste. Me gustaría verle montar otra vez a caballo.
—No es necesario que haga usted otra vez el hombre del Oeste —dijo
Parker—. Ya he informado en el Almirantazgo de lo que tenemos que agradecer a
usted y de su valiente comportamiento. Cuando ocurra la primera vacante se
pensará en usted y se le confiará un puesto del que estará orgulloso.
—Sí.
—¡Gracias, gracias, señor! ¿De modo que haré carrera? ¡Hurra! ¡Hurra!
Pedro Polter...
—¿Por qué gritas tanto, vieja foca? —le interrumpió la posadera, que entraba
en aquel momento.
—¿Y me lo preguntas? —respondió él—. Ya que soy una foca, tengo que
bramar como ellas. Y no me faltan motivos para hacerlo. ¿Sabes, vieja señora Thick,
que por mis grandes méritos me van a hacer almirante?
—Sí, de mí.
—Lo que yo crea o deje de creer debe tenerles a ustedes sin cuidado. En todo
caso, no soy yo la que tiene miedo y si tuviese necesidad de auxilio, aquí hay
bastantes caballeros que defenderían a una mujer desamparada.
—Ya veis, muchachos, cómo se les baja el corazón a las botas cuando Toby
Spencer dice una sola palabra. Pero ¿es que realmente no hay uno, uno sólo de
ustedes que se atreva a resollar? ¡Y dicen que todos esos son caballeros!
—Se equivoca usted de medio a medio, Toby Spencer, si cree que aquí no
hay nadie que se atreva a medirse con usted. Eso puede rezar con todos los
presentes, pero no conmigo.
—¡Allá voy! —respondió el otro, dando algunos pasos más, con lentitud y
vacilación. Su voz, sin embargo, no tenía el mismo tono de seguridad que cuando
se había acercado a mi mesa para armar camorra conmigo. Como Toby Spencer
también se había adelantado algo, estaban a muy corta distancia uno de otro
—Well. ¿De modo que es usted el hombre que no tiene miedo? —preguntó
este último. — ¡Un hombrecillo a quien puedo hacer perder el equilibrio con un
dedo! Pero antes de merendármelo, quisiera en verdad saber cómo se llama usted.
—¡Ejem! Es posible que se llame usted así; pero no pretenderá ser el hombre
del Colorado.
—¡Oh! ¿Un impostor? Cuidado con su lengua, pues es sabido que el hombre
del Colorado no permite que se le hable así. ¿Hace falta que lo pruebe?
—¡Pruébalo, pigmeo!
—¡Sí, come on! —exclamó el otro, si bien retrocediendo otros dos pasos.
—¡Pero estate firme, héroe de boquilla! ¿Por qué te retiras? ¡Hacerse pasar
por el hombre del Colorado, a quien conozco tan bien como a mí mismo! Hay que
castigar esta insolencia; espérame a pie firme y defiéndete, o si no te dejo pegado a
la pared.
—Soy el verdadero hombre del Colorado y si hay otro que se hace pasar por
mí es un embustero.
Se hizo el silencio en todas las mesas, para poder oír bien lo que se iba a
hablar: tal vez habría algún nuevo motivo para reír.
—¿Dice usted que no? —continuó él—. Pues tampoco me parece usted
ningún héroe.
—¿Es que me hago pasar por tal? No me gusta adornarme con plumas
ajenas.
—Estoy convencido de ello, señor. El que tiene la fuerza de clavar tan alto a
un hombre tan largo como ése, no debe permitir que se rían de él otras personas.
—¿Cómo es eso?
—Yes.
—Mucho.
—Desgraciadamente, no.
—Un poco.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Adónde?
—Al Oeste.
—Eso es muy vago. Me gustaría que señalase usted una región determinada.
—Ya se la diré. ¿De manera que dispone de su tiempo y que no hay nada
que lo retenga aquí?
—Absolutamente nada.
—Sí.
—No.
—¿Algún geólogo?
—¿Por qué?
—Porque no es de mi gusto.
—Sí.
—Es usted lo que soy yo, un parroquiano de la señora Thick, que, como tal,
debe conducirse decentemente, si quiere que se le trate con decencia.
—¿No? ¡Vaya! Pues yo creo que un hombre honrado puede oír hablar de
honradez con entera tranquilidad, sin caer en semejante furia.
—¡Cuidado con lo que se dice! ¡Esta es una nueva ofensa que yo...!
—No se ponga usted en peligro por mí, señora Thick —dije yo—. Estoy
acostumbrado a cuidar de mí mismo y a defenderme sin necesidad de nadie.
Aquél ya tenía bastante, así es que no tuve que preocuparme más de él. Me
volví entonces hacia sus compañeros, que, seguramente querrían vengar su
derrota. Efectivamente, se lanzaron sobre mí, dando gritos salvajes. De dos
puñetazos salieron despedidos dos de ellos, una hacia la derecha y el otro hacia la
izquierda; al tercero le di tan fuerte golpe con los puños en el estómago, que cayó
al suelo, exhalando un quejido ahogado; los otros dos retrocedieron
desconcertados.
—¡Perro, has firmado tu sentencia de muerte! ¡Un sujeto que ni siquiera sabe
qué»lirio tiene atreverse a pegar a Toby Spencer! ¡Te voy a ...
—¡Alto! ¡Fuera esa mano del cinturón! —le interrumpí, pues él iba a sacar el
revólver. Tiré del mío y lo apunté.
—¡Arriba las manos! ¡Instantáneamente, arriba las manos todos! ¡Al que no
obedezca le pego un tiro! — ordené.
«Arriba las manos» es una frase peligrosa en el Oeste. El que primero tiene
el arma en la mano, se encuentra en situación de ventaja y para salvar la vida no ha
de dar cuartel al enemigo. Si dice «Arriba las manos» y no es obedecido
inmediatamente, tira sin reparo; eso lo sabe todo el mundo. También lo sabían
aquellos seis individuos. Yo había armado rápidamente un segundo revólver y
ellos debían estar convencidos de que cumpliría mi amenaza. Como obraba en
legítima defensa, podía matarlos con todo derecho; ellos lo comprendieron así y al
momento se levantaron doce brazos en alto, incluso el de Toby Spencer. Sin dejar
de apuntarlos con los revólveres, les dije lo siguiente:
—Conservad las manos en alto hasta que hayamos liquidado; todavía tengo
once balas. ¿Qué dice ahora Toby Spencer, el héroe famoso? Ahora no tiene que
vérselas con ningún falso hombre del Colorado y comprenderá que conozco bien
mi oficio. Señora Thick, quite a estos individuos rifles, revólveres y cuchillos y
guárdelos. Que envíen mañana por la mañana a buscarlos, o vengan ellos mismos.
Regístrelos usted, a ver el dinero que tienen; quédese con el gasto que han hecho
más el precio del vaso que ha roto Spencer y luego que salgan trotando.
—Ahora, señora Thick, abra usted la puerta; pueden marcharse. Una vez
fuera, pueden bajar los brazos; pero no antes, pues, de lo contrario, les pego un
tiro.
Se abrió la puerta.
Salieron, uno tras de otro, con las manos levantadas. El último fue Spencer,
que en el momento de franquear la puerta, se volvió y me dijo en voz
amenazadora, que tenía a la vez algo de rugido y de silbido:
—¡Hasta la vista! ¡La primera vez que nos veamos serás tú el que levante las
manos, perro!
—De nuevo tengo que dar a usted las gracias: me ha librado de estos
hombres que Dios sabe lo que habrían podido hacer. ¡Y cómo lo ha hecho! He
tenido realmente miedo por usted cuando empezó la cosa; pero ahora estoy
convencida de que no necesita que le proteja ninguna mujer. Voy a darle la mejor
habitación que tengo. Pero guárdese de esos hombres, porque en la primera
ocasión que tengan caerán sobre usted.
—No lo tome a broma, pues esa gente no ataca de frente, sino por la espalda.
—Porque está usted acostumbrado a acampar al aire libre con toda clase de
tiempos y por eso sus aspiraciones son tan modestas; pero ya que se encuentra en
un lugar civilizado, debe usted aprovechar la ocasión y gozar de todas las
comodidades que están a su disposición. Es una obligación que tiene usted para
con su salud corporal y mental.
—Es posible que tenga usted razón. Pero supongo que aceptará mi
invitación de vivir conmigo el tiempo que esté usted en esta ciudad.
—¿Cómo es eso?
—Mejor que nadie. Le diré con toda sinceridad que somos parientes.
—¿En cuál?
—Sí.
—Un cheque de cinco mil dólares de Grey y Word, de Little Rock —leyó
Wallace—. Está en debida forma y puede pagarlo.
—Sí.
La posadera estaba incomodada conmigo por haber pasado todo el día fuera
de su casa. Me dijo que había hecho para mí un asado especial, que había sido para
mister Treskow en vista de que yo no iba. Estaban allí los parroquianos del día
anterior y había entablada una conversación análoga a la que yo había
presenciado.
Uno de ellos era bajo y grueso; el otro, alto y delgado. El primero tenía una
cara barbilampiña, curtida por el sol; la de su compañero estaba igualmente
tostada y adornada con una barba que consistía en unos cuantos cabellos que le
salían del labio superior, de las mejillas y de la barbilla y le caían casi hasta el
pecho, dándole la apariencia de un hombre comido por la polilla. Si por su aspecto
físico los dos hombres se separaban de los corrientes, el modo como iban vestidos
los hacía doblemente chocantes, pues llevaban traje y tocado de un mismo color
verde chillón: chaqueta corta y ancha; pantalones cortos y anchos, polainas,
corbata, guantes y gorra de dos viseras, una por delante y otra por detrás, a la
manera de los cascos orientales; todo del mismo tono que las plumas del verderón.
Sólo les faltaba el monóculo para haber pasado por los inventores o los primeros
representantes del tipo del gomoso moderno, sobre todo teniendo en cuenta que
también llevaban enormes paraguas verdes.
—Pitt, viejo zorro, ¿te parece que acampemos junto a esta cosa de cuatro
patas?
—Si crees que así nos conviene, nada tengo que decir en contrario, viejo Dick
—respondió el flaco.
—Que queramos o no, ¿qué más da? Ya tenemos una cabaña en la cual
habitamos. ¿Qué tiene usted de beber?
—¡Mil truenos! — exclamó—. Pitt, viejo zorro, mira quién está detrás de
aquella mesa larga. ¿No conoces a aquel caballero que está sentado en la esquina
de la derecha y nos sonríe como si fuéramos sus suegros u otros parientes por el
estilo?
—Si tú crees que lo conozco, querido Dick, nada tengo que decir en
contrario.
—Que me parezca o no, es lo mismo; pero vamos a hacerlo. Ven, viejo zorro.
—¿Que cómo nos fue? Pues muy bien — respondió Hammerdull—. Nos
fuimos directamente al Oeste, como es natural, a nuestro hide-spot.
—¿Existía todavía?
—No, porque matamos a todos y los compañeros nuestros que quedaron allí
cuando emprendimos el viaje a San Francisco borraron cuidadosamente todas las
huellas. ¿No se fijó usted que cuando nos embarcamos en San Francisco algunos de
los nuestros quedaron en tierra?
—Sí, ya lo recuerdo.
—Así es, efectivamente. Siempre nos habíamos figurado que éramos dos
hombres extraordinarios; pero ese Old Shatterhand nos sacó de nuestro error: todo
lo que nosotros hacíamos era equivocado y torpe; él tenía una manera tan especial
de hacer las cosas que cuanto emprendía lo llevaba a cabo con éxito. El y Winnetou
estuvieron casi tres meses con nosotros y les aseguro que en aquel tiempo cogimos
diez veces más pieles que nosotros solos en medio año. Así ganamos un montón de
dinero. Poco tiempo después de marcharse todos conocimos a otro cazador que
casi es tan célebre como él, ¿verdad Pitt Holbers, viejo zorro?
—Sí, a Old Surehand me refiero. ¿Han oído ustedes hablar de él, señores?
—Ese es también un hombre digno de respeto. Desgraciadamente, tiene la
particularidad de que no se detiene mucho en ningún punto. Mata sólo lo
necesario para su subsistencia, así es que no se le puede decir que es un cazador
propiamente dicho, aunque su rifle jamás erró un tiro. No pone trampas; no busca
oro; no se sabe por qué ni para qué vive en el Oeste. Apenas se le ha visto, ya ha
desaparecido. Parece como si buscase algo que no puede encontrar. Pues sí, mister
Treskow, nos ha ido muy bien; hemos hecho cazas magníficas y nuestra bolsa se ha
llenado de tal modo que no sabemos qué hacer con el dinero.
—¿Digno de envidia? No diga usted bobadas. ¿De qué sirve tener mucho
dinero si no se sabe qué hacer con él? ¿Qué puedo hacer con mis pepitas, con mis
cheques y con mis resguardos en el Oeste Salvaje?
—¡Gracias! ¿Qué goces hay allí? ¿Voy a ir a vivir a un hotel para comer los
platos de una lista, ninguno de los cuales se ha asado en una hoguera de
campamento, sino en una cocina de carbón? ¿Voy a meterme entre el apretado
auditorio de una sala de conciertos, a tragar el peor aire del mundo y poner a mis
oídos en peligro de que me los destrocen los timbales y trompetas, cuando al
mismo tiempo Dios me ofrece en los rumores del bosque y en las misteriosas voces
de la llanura un concierto que, para el que tiene un poco de sentimiento, no admite
comparación con vuestros violines y vuestro tambores? ¿Voy a ir al teatro a meter
mis narices en la peste de almizcle y pachulí que allí se nota, a ver representar una
función que perjudique a mi salud porque o me pone malo de risa o me hace
estremecer de indignación? ¿Voy a vivir en una habitación en la que no se mueva
el viento ni caiga lluvia? ¿Voy a dormir en una cama sobre la cual no esté el cielo
con sus estrellas y sus nubes y donde me estoy dando vueltas sobre las plumas
hasta que llego a figurarme que soy un ave medio desplumada? No: quedaos con
vuestro Este y sus placeres. Los únicos, los verdaderos placeres están para mí en el
Oeste Salvaje y los tengo de balde. Por eso no necesito allí ni oro ni dinero y ya
pueden ustedes figurarse qué cosa tan irritante es ser un hombre rico y no poder
sacar de la riqueza placer ni utilidad. En vista de esto, hemos estado pensando qué
podríamos hacer con ese dinero, que no nos sirve para nada. Meses enteros hemos
estado reflexionando sobre ello y por fin a Pitt Holbers se le ocurrió una idea
verdaderamente genial. ¿No es verdad, Pitt, viejo zorro?
—Si tú crees que es una idea genial, tendré que estar conforme contigo. ¿Te
refieres a mi anciana tía? Supongo que es de ella de quien se trata.
—Si es tu tía o no ¿qué más da? Pero lo cierto es que vamos a realizar tu
idea. Han de saber ustedes que Pitt Holbers se quedó huérfano de padre y madre
cuando era niño y fue criado por una anciana tía, de cuya casa se escapó porque el
método de educación que tenía la buena señora era muy doloroso para él. Como
ustedes comprenderán, señores, hay sentimientos de los que no puede uno librarse
sobre todo si Se los mantiene vivos a fuerza de palos y bofetadas, día tras día. A es
tos penosos sentimientos se sustrajo Pitt Holbers escapándose de casa de su tía. En
un discernimiento juvenil, los procedimientos de educación de su tía le parecían
más rigurosos de lo que conviene a ciertas partes del cuerpo muy sensibles. Pero
ahora ha entrado en razón y ha visto que en realidad merecía muchos más golpes
de los que le dieron. La buena tía ya no se le aparece como un dragón, sino como
un hada benéfica, que le sacudía la envoltura humana para hacerle más feliz por
dentro. Este convencimiento ha despertado en él el sentimiento de la gratitud y la
idea de averiguar si vive su tía. Si ha muerto, seguramente habrá descendientes de
ella, pues además de este sobrino tenía hijos, a quienes educó con arreglo a los
mismos principios y por eso merecen ciertamente que se les haga felices ahora,
como es nuestro propósito. Si encontramos a la tía, le daremos todo nuestro dinero,
también el mío, porque yo no lo necesito y para mí es igual que sea tu tía o que sea
la mía. Ya saben ustedes, pues, a qué hemos venido aquí a los confines del Este.
Vamos a buscar a la buena hada de Pitt Holbers y como delante de un ser así no
puede tino presentarse con la vestimenta que llevamos en el Oeste, hemos tirado
nuestras polainas y nuestras chaquetas de caza y nos hemos hecho estos preciosos
trajes verdes, que nos recuerdan el color de las praderas y de los bosques.
—¿Muerto? ¡Qué tontería! Tienen que vivir. Niños educados por ese
procedimiento tienen la vida dura y no mueren tan fácilmente.
—Yes.
—Lo tendrán ustedes bien guardado ¿eh mister Hammerdull? Les digo esto
porque sé que hay hombres del Oeste que demuestran con respecto al dinero una
cándida despreocupación.
—Yo tampoco y sin embargo ahora veo que están envueltos en un papel de
periódico. Esto es extraño, muy extraño.
—¡Mil diablos! ¡No están aquí los cheques! ¡Dentro del periódico no hay
nada! —Registró apresuradamente los otros departamentos de la cartera, que
estaban también vacíos—. ¡Los cheques han desaparecido! No están aquí, ni aquí
ni aquí. ¡Mira a ver los tuyos Pitt Holbers! Supongo que estarán en su sitio.
Holbers abrió su bolsillo y respondió:
—Si lo que piensas es que han desaparecido también, querido Dick, lo único
que puedo decirte es que no sé cómo puede haber ocurrido.
Pronto se vio que también faltaban los cheques de Pitt Holbers. Los dos
hombres se pusieron en pie y. se quedaron mirando el uno al otro, sin saber qué
hacer. La cara de Pitt Holbers, tan estrecha y larga de suyo, se había alargado aun
más y Dick Hammerdull, que se había olvidado de cerrar la boca después de sus
últimas palabras aun la tenía abierta desmesuradamente.
No sólo los que estaban sentados a la mesa, sino también todos los demás
parroquianos tomaron parte en el sentimiento de los robados, pues a nadie cabía
duda, ni a mí tampoco, de que se trataba de un robo. Yo llegaba hasta a presumir
cuál era el ladrón. Todos dirigían a la vez preguntas a Hammerdull y Holbers, que
ni responder podían, hasta que Treskow puso fin a la confusión, diciendo con
fuerte voz:
—No.
—Desde, anteayer.
—Ayer, al ir a acostarnos.
—Sí.
—No. En el comedor.
—Eso no nos da luz alguna. Vamos a ir en seguida a casa de Hilley, para que
yo examine el lugar del suceso y busque algún indicio. Pronto, señores
Hammerdull y Holbers; marchemos.
Entonces, yo sin levantarme de mi sitio y mientras todos los parroquianos se
arremolinaban alrededor de la mesa hice con la mano un gesto autoritario y dije:
—No.
—¿Policía?
—Tampoco; pero creo que no hace falta ser lo uno ni lo otro para poder
darse bien cuenta de un asunto. Permítame que haga algunas preguntas a mister
Hammerdull y mister Holbers.
—¡Heavens! ¿Qué es lo que veo? ¿Es realidad o me engañan mis ojos? Pitt
Holbers, viejo zorro ¿no ves a este caballero?
—¿Entonces ha oído usted todo lo que he hablado y sabe quiénes nos han
robado?
—Sí.
—Es posible; pero estamos acostumbrados a ver que no hay situación para la
cual Old Shatterhand no encuentre salida.
—¿Con que es usted Old Shatterhand? ¡Bien venido, señor, mil veces bien
venido! Hoy es un día de honor para mi casa, que no olvidaré jamás. ¡Old
Shatterhand se aloja en mi casa! ¿Lo oyen ustedes, señores? Old Shatterhand está
en esta casa desde ayer y yo no me había enterado... Claro es que cuando ayer echó
de aquí a los seis rufianes, debíamos haber pensado en que podría ser él. Pero
ahora...
—No. Había un hombre que iba a comprar no sé qué. Le agradaron tanto los
bolsillos que se compró otros dos iguales que los nuestros.
—Sí.
—¿Yo?
—Sí.
—Con él no; pero sí con el que nos despachó, a quien dijiste que esta clase de
bolsillos es muy a propósito para guardar cheques de tanto valor como los que
poseíamos.
—Nosotros.
—No.
—Sin embargo, yo estoy en que los siguió, ocultándose, claro está para
enterarse de donde vivían.
—Que nos siguiera o no, es igual; pero lo cierto es que estaba también donde
nosotros.
—Sí.
—Sí.
—Sí.
—Entonces él es el ladrón.
—¡Mil diablos! ¡Con qué seguridad lo dice usted! Claro es que cuando Old
Shatterhand lo dice, tiene que ser verdad. Pero ¿cómo ha podido registrar nuestra
cartera?
—No.
—Pero ¿cómo es usted tan corto de vista, mister Hammerdull? Las carteras
que tienen ustedes no son las suyas.
—No.
—¿Es que cree usted, mister Treskow, que está todavía en Jefferson City?
—No lo piensen ustedes. Ha sido una pura casualidad que lo haya visto.
—¡Ejem! Si piensas que no hemos tenido nada que ver con ningún Douglas
estás en lo cierto, querido Dick.
—Pues yo sí he tenido que ver con un Douglas —dijo Treskow—. ¡Si éste
fuese el Douglas a quien busco...!
—¿Es que buscaba usted a una persona de ese nombre? — pregunté yo.
—Sí, es decir, ese nombre es uno de los muchos que ha tomado. Como usted
lo ha visto puede darnos sus señas.
—Y con todo detalle, porque he estado dos días enteros con él.
Les hice una descripción del «general» y cuando la hube terminado, dijo el
policía:
—Concuerda exactamente con la persona a quien busco; pero para estar más
seguro, necesito que me conteste usted a algunas preguntas. ¿Cuándo estuvo usted
dos días en su compañía le llamó la atención alguna circunstancia especial de él?
—¿Algo de su persona?
—No, de su posición.
—¡Ah, sil ¿Se refiere usted al hecho de que se hace pasar por general?
—Sí.
—¿De modo que sólo cincuenta palos? — dijo con expresión de sentimiento
Treskow—. ¡Qué poco castigo! Ese tiene más cosas sobre su conciencia de las que
usted se figura. Si lo hubiesen matado a golpes, no se habría perdido nada. Tengo
que echarle mano; no quiero que se me escape. Voy a procurar por todos los
medios descubrir sus huellas y no las abandonaré hasta dar con él.
—No hace falta que se moleste usted en ello; las huellas ya están
descubiertas.
—Yo.
—Lejos, muy lejos de aquí. Tan lejos que tal vez desista usted de perseguir a
ese hombre.
—Pero las Montañas Rocosas atraviesan todos los Estados Unidos. ¿Sabe
usted con exactitud el sitio adonde se dirige?
—Sí.
—¿Cuál es?
—Sí.
—Spencer... Spencer... ¿quién será? ¡Ah! ¿Se refiere usted al bribón que eché
ayer de aquí tan bonitamente?
—Sí.
—Lo es, sin duda. Podría contarle mil cosas de él; pero no es éste lugar, pues
no tenemos tiempo que perder.
—¿Lo cree usted así? Se han sublevado recientemente. Son una rama de los
sioux y ya sabe usted lo que esto significa: los ogellallahs se lo han enseñado a usted
en aquella ocasión. Otra pregunta: ¿Tiene usted quien le acompañe?
—Estoy solo; pero creo que puedo contar con mister Hammerdull y mister
Holbers.
—Porque ese sujeto les ha robado a ustedes. ¿O es que quiere dejarlo escapar
con su dinero?
—Claro está.
—Que sea triple o no, me es igual; pero como caiga en nuestras manos, no
saldrá de ellas. ¿No es verdad, Pitt Holbers, viejo zorro?
—Si así lo quieres, querido Dick, iremos con este señor, quitaremos el dinero
a ese tunante y le daremos una buena paliza. Después se lo entregaremos a mister
Treskow que ya buscará una buena horca para él. Pero ¿cuándo nos vamos?
—Eso hay que pensarlo un poco. Tal vez mister Shatterhand pueda darnos
un buen consejo — dijo Treskow.
—Yo.
—Sí.
—Positivamente.
—¡Magnífico! Eso es todo lo que se podía desear. Si viene usted con nosotros
ya podemos decir que el «general» es nuestro.
—No hay que ser tan optimista. Usted me tiene por un hombre de más valía
de lo que soy en realidad. Si usted supiera cuántas cosas me han salido mal, sus
esperanzas disminuirían bastante. De todos modos, puede usted contar conmigo y
estar convencido de que haré cuanto pueda; pero además vendrá con nosotros uno
que vale mucho más que yo.
—No.
—Winnetou.
—Lo que hace usted es prestarnos un servicio tan grande, que nunca se lo
podremos agradecer bastante. ¿De modo que somos cinco personas?
—Old Surehand.
—Así lo espero.
—Sí.
—Pues ahora sí que puede irse ese «general» adonde quiera, que ya lo
encontraremos. ¿No se alegra usted Dick Hammerdull, de tener a estos tres
hombres con nosotros?
—Que me alegre o no ¿qué más da? Pero lo cierto es que estoy encantado de
poderme encontrar en tal compañía. Es un honor que nunca se estimará bastante.
¿Qué dices a esto. Pitt Holbers, viejo zorro?
—No estaremos aquí más tiempo que el necesario; pero tampoco dejaremos
de hacer lo que nos convenga. Ante todo, hay que adquirir caballos. Supongo que
al venir hacia el Este, no habrán traído ustedes los suyos.
—Bien. ¿De modo que ustedes tienen sus caballos? ¿Y sus trajes de
cazadores?
—Sólo un revólver; compraré todas las demás que necesite. ¿Quiere usted
ayudarme en esto?
—De muy buena gana. Puede usted comprar aquí rifle y municiones; pero el
caballo cómprelo en Kansas City o en Topeka.
—¿Vamos a ir por allí?
—Sí. No iremos a caballo desde aquí, sino que tomaremos el vapor, primero
penque así se gana tiempo y después porque no cansaremos a nuestros caballos. Si
Old Surehand lo ha hecho bien, habrá remontado el río Republicano como
haremos nosotros. Para ello se necesitan buenos caballos.
—¿Cuáles?
—Es inútil.
—¿Por qué?
—¿Cree usted?
—Sí.
—Naturalmente.
—Muy sencillo. ¿Sabe la policía que está usted alojado en casa de la señora
Thick?
—Sí.
—Esto último se lo puedo decir yo; se han marchado ya. Una vez que
sabemos esto no; es indiferente el sitio en que se hayan alojado ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuándo?
—¡Ah! ¿En el tren? Entonces es seguro que han ido a San Luis.
—No.
—Por supuesto, que lo mismo nos da. Han salido por la línea del Missouri
hacia San Luis, es decir en la dirección opuesta a lo que decían. ¿Ha pensado usted
en que el «general» puede ir con ellos?
—Sí, y usted también lo ha pensado.
—¿Por qué?
—Pues hubo uno que no sonrió, sino que se guardó muy bien de asomarse á
la ventanilla.
—Precisamente.
—No lo haga usted, porque no tiene objeto. Además de que las bofetadas
que se da uno mismo no son tan fuertes como las que se reciben de mano ajena.
—¿Todavía tiene usted ganas de broma? Pero aun se puede reparar el error
si variamos nuestro plan.
—¿Cómo?
—En lugar de salir en el vapor nos vamos a San Luis esta misma noche en el
primer tren.
—¿Por qué?
—De modo que está usted conforme conmigo, ¿verdad? Cuando queramos
echar mano a alguno debemos procurar que vayan siempre delante de nosotros y
no detrás; así podemos seguir sus huellas sin equivocarnos. ¿Están todos ustedes
de acuerdo conmigo, señores?
—Sí — respondió Treskow.
—Si lo que opinas es que tú eres un estúpido, nada tengo que decir en
contrario, querido Dick.
—Pues has hecho muy mal. ¿Cómo puedes hablar de una cabeza que no te
pertenece a ti sino a mí? Nunca me permitiré decir de tu cabeza que es estúpida,
pues tú mismo lo dices y tienes más motivos que yo para saberlo, querido Dick.
—Que yo sea tu querido Dick o no ¿qué más da? Pero ya que me ofendes, no
quiero serlo más. Diga usted, mister Shatterhand, si podemos hacer nosotros dos
alguna otra cosa ahora.
—Nada, que yo sepa. Estén mañana con sus caballos en el embarcadero; esto
es todo lo que tengo que encargarles. Pero se me olvidaba una cosa importante.
Como les han robado, me figuro que no tendrán dinero.
Diciendo esto sacó de su bolsillo una bolsa grande de cuero y la echó encima
de la mesa sobre la cual cayó produciendo legítimo ruido de oro.
—No importa nada, porque Pitt Holbers tiene otra del mismo tamaño y tan
repleta como ésta. Tuvimos la suerte de no poner en la cortera, más que los
papeles. Habíamos convertido en monedas de oro algunos miles de dólares y aquí
están, de modo que podemos pagar todo lo que necesitemos. Ahora haríamos bien
en dormir, pues desde aquí a Kansas City poco podremos hacerlo porque en el
vapor apenas hay manera de cerrar los ojos.
Le conté lo que había ocurrido y por qué lo había mandado llamar y, como
siempre, se manifestó conforme con lo que yo había hecho. Inmediatamente
reconoció a Treskow e hizo alusión al error que se había cometido en la aventura
en que participaron los dos, diciendo:
—Sam Fire-gun era el jefe de sus rostros pálidos y por eso Winnetou, desde
el momento en que pisó el hide-spot dejó de mandar y se limitó a obedecerlo.
Tampoco estaba allí mi hermano Shatterhand. Ahora, cuando vayamos en busca de
Old Surehand será otra cosa; derramaremos menos sangre y evitaremos todo paso
en falso. ¿Qué camino ha seguido Old Surehand?
—No lo sé; pero voy a saberlo, porque volveré a ver a mister Wallace, para
despedirme de él.
»Antes de hacerlo, salí con Treskow para ayudarlo en sus compras. De rifles
no entendía nada y seguramente le hubieran encajado un arma muy brillante, pero
inútil o poco menos. En cuanto a la pólvora, a mí mismo me costó trabajo encontrar
una que no tuviese por lo menos un veinte por ciento de ceniza de madera.
Una vez que terminamos nuestras compras fui a casa del banquero, para
decirle que me marchaba. Del «general» y de los sucesos de la noche pasada no le
dije nada; no tenía ningún motivo para ello y siempre es mejor callar que hablar sin
necesidad. Pero sí le hice una pregunta de interés para mí:
—Desde el Fuerte Terrel fueron juntos a caballo hacia el río Pecos, donde
Apanatschka se despidió de él para volver a su tribu.
—Ha ido embarcado hasta Topeka y desde allí quiere remontar a caballo el
río Republicano.
—Me lo figuraba. ¿Qué caballo tiene?
—En cuanto a esto, puedo darle una indicación. Cuando llegue usted a
Topeka vaya a la taberna de Pedro Lebrun. Allí habrá estado seguramente, porque
conoce al dueño. Otra cosa: a dos jornadas a caballo de Topeka hay una casa de
labor con muchas tierras. El dueño tiene grandes rebaños de caballos y de bueyes;
se llama Fenner y siempre que Old Surehand pasa por allí va a visitarlo.
Desgraciadamente no puedo suministrar a usted otros datos, mister Shatterhand.
—Tampoco los necesito. Con lo que usted me ha dicho, tengo más que
suficiente para seguir practicando averiguaciones. Ya verá usted como encuentro a
nuestro amigo Surehand con tanta seguridad como si me hubera usted descrito
paso a paso el camino que ha seguido.
—Algo que para mí vale más que todo el dinero y que conservaré
religiosamente mientras viva, como recuerdo de Old Shatterhand: un mechón de
su cabello.
—¡Un me... un mechón de... de mi cabello! ¿He oído bien? ¿Es eso lo que
usted pide, señora Thick?
—Sí, sí. Le pido un mechón de su cabello.
—Si verdaderamente lo desea usted, señora Thick, coja usted lo que quiera.
—Le doy las gracias de todo corazón, mister Shatterhand. Voy a ponerlo en
un medallón y lo enseñaré a todos mis parroquianos que quieran verlo.
Su rostro estaba radiante de alegría; el mío no tanto, pues lo que ella tenía en
la mano, más que un mechón era un puñado de pelo tan abundante que de él se
habrían podido sacar dos brochas grandes. ¡Un medallón! ¡Qué modestia de
expresión! Si aquel cabello se hubiera puesto en un pote de conserva, lo habría
llenado sin dejar espacio para más. Asustado, me llevé la mano al sitio donde
habían segado las tijeras y encontré una calva tan grande como una moneda de
plata de cinco marcos. ¡Qué tremenda señora Thick! Me encasqueté
apresuradamente el sombrero y desde entonces no me he dejado cortar un mechón
por ninguna señora, ni señorita.
—No les choque, señores —nos dijo—, que no les haya invitado desde el
primer momento, pero es que por aquí pasa toda clase de gente. Anteayer mismo
acamparon aquí siete individuos a quienes acogí hospitalariamente. A la mañana
siguiente habían desaparecido con siete de mis mejores caballos. Hice que los
persiguieran; pero no se consiguió alcanzarlos por la delantera que llevaban y por
lo bien montados que iban.
Sí, era él. Sin fijarse en nosotros llegó casi hasta donde estábamos, paró su
caballo y se preparaba a desmontar cuando su vista se detuvo en nosotros. Al
instante volvió a poner en el estribo el pie derecho que ya había levantado y
exclamó:
—¡A thousand devils! ¡Old Shatterhand y Winnetou! Mister Fenner ¿se van a
quedar aquí hoy estos individuos?
—Entonces nos vamos nosotros. Donde están pillos como estos, no hay sitio
para los hombres honrados. Quede usted con Dios.
—¿Es usted Old Shatterhand? ¿Y este señor indio es Winnetou, el jefe de los
apaches?
—Tal vez tenga usted razón; pero la hospitalidad que reciban en mi casa es
cuestión mía y no de ustedes. Voy a decir a mi mujer a qué huéspedes tiene que
atender.
—Su mirada era odio y venganza —dijo—. Old Wabble ha dicho que se
marchaba; pero esta misma noche ha de volver. Winnetou y sus hermanos blancos
tienen que estar muy prevenidos.
—Les ruego que suspendan la comida. Mi mujer prepara dentro otra mesa.
No protesten y denme la alegría de poderles demostrar cuánto aprecio su visita a
mi casa.
No había nada que decir a esto y así nos dispusimos a obedecerlo. Cuando
su mujer nos condujo a la nueva mesa, vimos allí que nos habían preparado todas
las viandas más delicadas que pueden procurarse en una casa de labor que está a
dos jornadas de la ciudad y la comida comenzó de nuevo, en una segunda edición
corregida y aumentada. Mientras comíamos, explicamos a nuestro anfitrión los
motivos a que obedecía la conducta, para él tan singular de Old Wabble,
contándole el robo de los rifles y el castigo que había sufrido el culpable. A pesar
de ello, no acababa de comprender el odio que nos tenía el viejo «rey de los cow-
boys», pues, a su modo de ver, Old Wabble tenía que estarnos agradecido por
haberlo tratado tan misericordiosamente, ya que no había sido castigado, a pesar
de haber tomado parte en el robo y de haber llevado al «general» a casa de Bloody-
Fox.
—Si ustedes no quieren dejarlos al aire libre por miedo a Old Wabble y sus
compañeros, pueden atarlos en un cobertizo que hay detrás de la casa donde se les
dará agua y buen pienso. Como el cobertizo está abierto por un lado, pondré de
centinela un hombre de mi confianza.
Al cabo de dos horas salió éste para relevar a Pitt Holbers, quien nos dijo
que todo estaba tranquilo y que nada sospechoso había visto ni oído. Pasó otra
hora. Estaba yo contando un episodio cómico que se había desarrollado en la
tienda de un lapón y no prestaba atención más que a la cara de risa que ponían mis
oyentes, cuando de pronto Winnetou me cogió por el cuello de la chaqueta y tiró
de mí con tal fuerza que casi me hizo caer de la silla al suelo.
Por precaución no abrí la puerta del todo, para evitar que una segunda bala
hiciese blanco en mí y únicamente la entreabrí lo suficiente para mirar hacia fuera.
No se veía nada. Entonces la abrí rápidamente y salí de la casa, seguido de Fenner
y de mis compañeros.
Nos pusimos a escuchar y oímos detrás de la casa piafar y relinchar los
caballos. Al mismo tiempo sonó la voz de Dick Hammerdull:
Los apuntó con un rifle de dos cañones, que había descolgado de la pared
cuando me hicieron el disparo y de dos tiros echó a tierra a los dos hombres. Los
otros, que pugnaban en vano por llevarse nuestros caballos abandonaron la
empresa y huyeron de allí. Disparamos sobre ellos, pero sin hacer blanco.
—¿Cómo ha sido esto? — dije a Dick, que estaba ya en pie, jadeante por la
reciente lucha y que me respondió así:
—Que haya ocurrido de un modo u otro, ¿qué más da? Pero lo cierto es que
yo estaba echado en el cobertizo junto a los caballos cuando me pareció oír hablar
en voz baja. Salí fuera y me puse a escuchar. Entonces oí un tiro delante de la casa
y al instante vi venir hacia mí un hombre que llevaba un rifle en la mano. A pesar
de la oscuridad pude ver el pelo blanco del individuo y reconocí a Old Wabble.
Salté sobre él, lo derribé y pedí auxilio. Mientras tanto sus compañeros, que
estaban escondidos detrás del cobertizo, entraron en él para llevarse nuestros
caballos. El de usted, el de Winnetou y mi vieja y astuta yegua se resistieron; pero
el de Pitt Holbers y el de mister Treskow no fueron tan inteligentes. Dos de los
bribones montaron en ellos y ya iban a escapar cuando ustedes llegaron y con sus
balas los echaron abajo. Esto es todo. ¿Qué haremos ahora con el «rey de los cow-
boys», que mejor deberíamos llamar «rey de los pillos»?
—¡Hazlo ahora mismo! —me dijo el asesino con voz estridente—. Méteme
una bala en la cabeza para que luego, como piadoso pastor que eres, puedas gemir
y rezar un poco por mi pobre alma perdida.
Le volví la espalda sin contestar. Fenner salió para ordenar a sus cow-boys la
persecución de los ladrones. Toda la noche la pasaron en esta tarea; pero no
pudieron dar con ninguno de ellos. Como se comprenderá todos dormimos muy
poco y apenas era de día cuando estábamos ya en pie. Encontramos a Old Wabble
muy risueño; la noche pasada junto al poste pareció haberle sentado
admirablemente. Mientras nos desayunábamos, estaba tan tranquilo como si no
corriese peligro alguno y fuese el mejor de nuestros amigos. Aquello indignó a
Fenner en tales términos, que exclamó furioso:
—Sí, la voy a dictar; pero no hace falta que ustedes la ejecuten —respondí—.
A él le es indiferente vivir o morir: yo, sin embargo, le voy a ofrecer la oportunidad
de que aprenda que cada segundo de vida tiene un valor superior al de todas las
riquezas del mundo. Pedirá a Dios con lamentos que le prolongue la vida algunos
minutos y si no se convierte, su alma gemirá de angustia ante la divina justicia de
que ahora se burla y cuando la mano de la muerte retuerza su cuerpo, sus alaridos
implorarán el perdón de los pecados que le abruman.
Dicho esto lo desaté. El, sin moverse de allí, estiró sus entumecidos brazos y
me interrogó con le mirada.
—Sí.
Salió de la casa con la cabeza alta. ¡Cuán pronto habían de cumplirse sus
últimas palabras! Volvimos a encontrarnos, en efecto, ¡y en qué distintas
circunstancias para él...!
FIN