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Karl May

EL TESORO DE LOS MIZTECAS


Old Surehand 2
PRIMERA PARTE
EN CASA DE LA SEÑORA THICK

Jefferson City, capital del Estado de Missouri y del condado de Colé, está
situada a la derecha del Missouri en una elevación, que ofrece una interesante vista
sobre el río, y sobre el animado movimiento que en él reina. La ciudad tenía en la
época a que se refiere esta narración muchos menos habitantes que ahora; pero era,
sin embargo, de importancia por su situación y por el hecho de que en ella se
reunía regularmente el Tribunal del distrito. Había allí varios grandes hoteles en
los que se podía obtener (pagándolo bien, eso sí) alojamiento aceptable y comida
regular. No quise ir a uno de ellos, primeramente porque no me agrada la vida de
hotel, y prefiero dirigirme a los sitios donde puedo conocer a la gente tal como es,
y en segundo lugar porque en la ciudad había una casa en la que por bastante
menos dinero se estaba bien alojado y se comía admirablemente. Era ésta la casa de
la señora Thick en Firestreet n.° 15, boarding house conocida desde el Pacífico al
Golfo de Méjico y desde Boston a San Francisco. Ningún hombre del Oeste, digno
del nombre de tal, pasaba por Jefferson City sin ir a echar un trago más o menos
largo y a oír las narraciones de los cazadores, tramperos y colonos. La casa de la
señora Thick era un sitio donde se podía aprender lo que era el Oeste salvaje, sin
necesidad de visitar los dark and bloody grounds.

Cuando entré en la sala, donde nunca había estado antes, era ya de noche.
Había dejado caballo y armas en una granja, río arriba, donde quería esperar mi
regreso Winnetou, a quien no agradaba habitar en la ciudad y vagar por las calles y
que, por ello, prefería pasar aquellos días en el campo. Yo tenía que hacer varias
compras en la ciudad y además mi traje, que estaba ya muy gastado, necesitaba un
arreglo urgente. Sobre todo las botas altas, se reían ya por varios sitios y habían
perdido su primitiva docilidad hasta tal punto que, por más que tiraba de ellas
hacia arriba, en seguida me volvían a caer sobre los pies.

Al mismo tiempo quería aprovechar mi corta estancia en la ciudad para


adquirir noticias de Mano Segura. Guando al separarnos le había preguntado yo
dónde y en qué época volveríamos a encontrarnos, me dijo que no podía darme
una respuesta fija; pero añadió:

—«Si alguna vez vas por casualidad a Jefferson City, pásate por la casa de
banca de Wallace y Cía., y allí te dirán dónde estoy en aquel momento.»

Como me encontraba en la ciudad, no quería, naturalmente, dejar de ir a la


casa Walla ce y Cía.

Era de noche, como he dicho, cuando entré en casa de la señora Thick. Lo


primero que vi fue una sala larga y bastante ancha, bien alumbrada por varias
lámparas. En ella había unas veinte mesas, la mitad de ellas ocupadas por gentes
de muy diversa clase, como pude ver a través del espeso humo de tabaco que lo
envolvía todo. Había algunos caballeros con puños de papel que les sobresalían
con exceso de las mangas y chisteras hundidas hasta la nuca y que tenían sobre la
mesa los pies calzados con relucientes botas; tramperos y colonos de todas clases
envueltos en capas imposibles de describir; gente de color, desde el negro más
acentuado hasta el moreno pálido, con cabello lanudo, crespo o liso, labios
abultados o finos y nariz chata o de tipo más o menos caucásico; almadieros y
marineros con botas altas bien estiradas y machetes relucientes al cinto junto al
indispensable revólver; indios mestizos y gentes de raza mezclada de toda especie
y variedad.

Por entre ellos iba de un lado para otro la corpulenta y respetable señora
Thick, cuidando con solícita habilidad de servir a cada uno de sus huéspedes a la
medida de su deseo. Conocía a todos, llamaba a cada cual por su nombre, dirigía a
unos una mirada afectuosa y amenazaba con encubierto movimiento del dedo a los
que parecían inclinados a armar pendencia. También se me acercó cuando me
senté y me preguntó qué deseaba.

—¿Puede usted darme un vaso de cerveza, señora Thick? — pregunté.

—Yes —me respondió, con un movimiento afirmativo de cabeza—, y muy


buena. Me gusta mucho que mis huéspedes beban cerveza; es mejor, más sana y
más decente que el aguardiente, que tanto se sube a la cabeza algunas veces. Usted
debe ser alemán ¿no?

—Yes.

—Se me ha ocurrido, al ver que pedía cerveza. Los alemanes beben siempre
cerveza y hacen bien. ¿Usted no había estado nunca en mi casa?

—No; pero hoy quiero acogerme a su hospitalidad. ¿Puede usted darme una
buena cama?

—Todas las mías lo son.

Me dirigió una mirada escrutadora y mi cara le gustó sin duda más que mi
atavío, pues añadió:

—Al parecer hace mucho tiempo que no se ha mudado usted; pero sus ojos
denotan bondad. ¿Quiere usted alojamiento barato?

Alojamiento barato quiere decir compartir la cama con otro.

—No —respondí—. Es más; preferiría no dormir en el cuarto común, y tener


una habitación para mí solo. Puedo pagarlo, a pesar del traje con que usted me ve.

—Lo creo. Tendrá usted su habitación separada y, para cuando sienta usted
gana de comer, aquí tiene la carta.

Me dio el papel y salió para traerme la cerveza. La buena señora daba en


todo la impresión de una madre inteligente, amable y cuidadosa, que se siente feliz
en ver contentos a todos los que la rodean. También la disposición del local me
gustó, más del tipo alemán que americano.

Me había sentado a una mesa vacía, próxima a otra grande completamente


ocupada por huéspedes. Había entre ellos algunos que a primera vista se
reconocían como verdaderos caballeros, probablemente habitantes de la ciudad y
concurrentes habituales de la casa; pero también había tipos como los que he
descrito antes. Cuando entré y me senté no lejos de ellos, interrumpieron una
conversación muy animada para dirigir su atención hacia mí; pero esto duró
solamente el tiempo que la señora Thick estuvo hablando conmigo. Después
debieron de pensar que yo no era objeto digno de su interés y el que había hablado
en último lugar reanudó así su interrumpido discurso.

—Sí, es lo que digo a ustedes; en los Estados Unidos no ha habido jamás un


pillo mayor que Bill el Canadiense. Al que no lo crea así estoy dispuesto a
probárselo metiéndole unas pulgadas de hierro en el cuerpo. ¿Hay alguno de
ustedes que desee esta prueba, señores?

—No; pensamos lo mismo que usted y nos consta que es cierto lo que dice
— respondió uno de los caballeros antes citados.

—Mejor que yo no puede usted saberlo.

—¿Es que ha tenido usted alguna cuenta con él?

—¿Cuenta dice usted? ¡Pché! Más bien podría decir todo un libro de
contabilidad. Era un hombre de mala fama tan extendida que hasta en los
periódicos de la vieja Europa se habló de él, según he sabido; pero a ninguno hizo
la jugada que a mí.

Parecía que, como yo, era la primera vez que visitaba la casa, pues al decir
estas palabras todos los presentes le miraron con curiosidad. Era un hombre alto y
muy delgado, vestido con una chaqueta de cuero de búfalo, tan usada, que no
tenía más que manchas y piezas. Llevaba unas polainas tan cortas que tío llegaban
con mucho a los mocasines y éstos aparecían cosidos y recosidos con tendones de
ciervo. Cubría su cabeza una gorra que parecía haber sido de piel; pero que había
perdido todo el pelo y hacía el efecto de un estómago de oso vuelto del revés. En
su cinturón, provisto de todos los requisitos imaginables, llevaba el bowieknife, el
revólver y el tomahawk; el lazo colgaba en bandolera de su hombro derecho y tenía
junto a sí un viejo fusil, cubierto, en la culata y en el cañón, de múltiples cortes,
entalladuras y otros caracteres indescifrables para un extraño.

—Ha despertado usted nuestra curiosidad — dijo el caballero—. ¿Podríamos


saber cuál fue la mala pasada que le jugó?

—Preferible sería no hablar de cosas tan sangrientas; pero ya que de contar


se trata, entre los que aquí estamos sentados, accederé a sus deseos. Ya saben
ustedes que los Estados Unidos son una nación especial donde lo más grande se
encuentra junto a lo más pequeño y lo bueno es vecino de lo malo. Pues bien; las
tres veces que he tropezado con el hombre más malvado de este país, también me
encontré al mismo tiempo con el hombre más grande de que podemos
enorgullecemos.

—¿Quién?

—Lincoln, Abraham Lincoln.

—¿Lincoln y Bill el Canadiense? Cuente, cuente, master, que eso tendrá que
oírse.

—Sí, que lo cuente —dijeron todos—. Y sepamos también cuál es el nombre


de usted.

—Mi nombre es breve y fácil de recordar, señores; tal vez lo hayan oído en
alguna ocasión antes de ahora. Me llamo Tim Kroner.

—Tim Kroner? ¡Demonio! ¿Tim Kroner el del Colorado? Welcome, sir! Es


usted el mejor cazador conocido. ¡Beba, beba usted!

Lodos le ofrecieron su vaso; pero él después de hacer señas de que tuvieran


calma, les dijo:

—¿De modo que me conocen ustedes? —y fue bebiendo de todos los


vasos—. Sí, yo soy el del Colorado y ahora van ustedes a oír mi relato.

Se arrellanó en la silla y comenzó de esta manera:


II

—En realidad, soy originario de Kentucky; pero era aún un chiquillo que
apenas podía tener el fusil cuando nos trasladamos a Arkansas para ver si aquella
tierra era en realidad tan buena como la pintaban. Digo nos trasladamos porque yo
iba con mis padres y con nosotros venían nuestro vecino Fred Hammer y sus dos
hijas, Mary y Betty. Este vecino era un alemán, que hacía años había venido de su
país y, que me emplumen en este momento si en todos los Estados hay ahora una
muchacha más bonita y mejor que aquellas señoritas alemanas. Ellas y yo nos
criamos juntos, haciendo todo lo posible por contentarnos mutuamente y cuando
quise darme cuenta me encontré con que, a mi parecer, Mary no estaba en el
mundo para otra cosa que para ser mi mujer.

»Pueden ustedes creerme que no me quedé con esta idea dentro del cuerpo,
sino que la eché fuera en seguida y tuve la suerte de que Mary, por su parte, no
pensaba que yo pudiera ser otra cosa que su marido. Los padres se mostraron
conformes, naturalmente, y sólo se trató de la manera de arreglar la boda.

»La vida mía entonces era como estar en el cielo y a todos ustedes se la
deseo cordialmente; pero para gozarla más tiempo del que la gocé yo.

»Un día que había ido al bosque a cortar estacas para una empalizada, vi
venir por entre los abetos un hombre a caballo, que se detuvo junto a mí.

—Good day, muchacho —me dijo—. ¿Hay por aquí alguna granja?

—Dos hay, en cualquiera de las cuales se te dará alojamiento de buena gana


—respondí.

—¿Dónde está la más próxima?

—Vente conmigo y te guiaré.

»Era un hombre joven, tal vez dos o tres años mayor que yo, y llevaba un
traje de caza de cuero de ciervo casi nuevo, magníficas armas y un caballo tan
retozón como si lo hubieran sacado del corral en aquel momento. No podía haber
hecho jornada muy larga cuando tanto él como su caballo estaban tan frescos.
Hubiera sido una cosa contraria a la acostumbrada hospitalidad preguntarle su
nombre y demás circunstancias; así es que eché a andar sin decir palabra al lado de
su caballo, hasta que él mismo empezó la conversación diciendo:

—¿A qué distancia está vuestro vecino más próximo, muchacho?

—A cinco millas, por la montaña y ocho por el río.

—¿Hace mucho que estáis en esta tierra?

—No mucho. Estamos todavía trabajando el primer lote.

—¿Y cómo te llamas, muchacho?

»Ya me molestaba tanto llamarme muchacho. ¿Es que era yo aún un chico de
pantalón corto? Respondí secamente:

—Kroner.

—¿Kroner? Muy bien. Yo me llamo William Jones y soy del Canadá. ¿Quién
es el dueño de la otra granja?

—Un alemán, que se llama Fred Hammer.

—¿Tiene hijos, muchacho?

—Dos hijas.

—¿Bonitas?

—No lo sé, muchacho. Ve a verlas si quieres.

»Pude ver claramente que le molestaba que yo le llamara muchacho y ya no


volvió a hablar hasta que estuvimos a la puerta de la granja.

—¿A quién me traes, Tim? —me preguntó mi padre, que estaba en el corral
dando de comer a los pavos.
—No sé quién es; creo que un master William Jones, del Canadá.

—¡Welcome, sir! Desmonte y pase adentro.

»Le dio la mano, lo llevó a la sala y dejó el caballo a mi cargo. Cuando me


reuní con ellos, estaba el forastero delante de Mary, que mientras estaba yo fuera,
había ido a casa y le decía al, mismo tiempo que le pellizcaba la mejilla:

—¡Damn! Es usted una Miss encantadora.

»Ella enrojeció ante esta ofensa; pero supo responder inmediatamente,


diciendo:

—¿Ha bebido usted un trago de más de whisky?

»Esto no pareció importarle gran cosa; tomó el aspecto de una persona que
no tiene nada que echarse en cara y cuando por la noche vinieron a casa Fred
Hammer y Betty a pasar un rato, llevó él la conversación y contó las aventuras que
le habían ocurrido en la pampa.

»Apuesto diez paquetes de pieles de castor contra una de conejo a que aquel
hombre no había pisado siquiera la pampa, porque de haberlo hecho no vendría
tan limpio. Así se lo hicimos notar y él para salir del paso, sacó del bolsillo una
baraja y preguntó:

—¿Les gusta a ustedes jugar, señores?

—A veces jugamos —contestó mi padre—. El vecino Fred es de Alemania,


donde se juega un bonito juego que se llama skat. Nos lo ha enseñado y algunas
noches pasamos con él un rato cuando no tenemos otra cosa que hacer.

—¿Conoce usted el juego que en su país se llama Kümmelblattchen, master


Hammer?

—No.

—En este país lo llaman el monte de tres cartas y es el juego más bonito que
hay. Sólo lo he visto jugar una vez y soy por lo tanto un principiante; pero se lo
enseñaré a ustedes.

»La verdad es que el tal monte de tres cartas nos gustó a todos y al poco
tiempo lo estábamos jugando con ardor; hasta las mujeres se atrevieron a poner
algunos centavos. Parecía efectivamente que Jones no sabía jugar; nosotros
empezamos a ganarle y al poco rato tuvo que echar mano de las monedas de oro,
que tenía en gran cantidad. Nos fuimos animando y arriesgando más dinero; pero
la suerte cambió y perdimos lo ganado y encima dinero. Algunas nuevas ganancias
nos hicieron seguir el juego. Las mujeres habían dejado de jugar hacía tiempo; yo
también acabé por retirarme; pero mi padre y Fred Hammer querían recuperar el
dinero perdido y cada vez hacían posturas mayores; a pesar de mis advertencias y
de los ruegos de las mujeres, el juego iba teniendo un aspecto más y más peligroso
para ellos.

»De pronto observé un movimiento raro de Jones y al instante le eché mano


al brazo izquierdo y le saqué de la manga una carta. Era un tramposo y había
jugado con cuatro cartas. Se puso en pie de un salto.

—¿Qué te importan a ti mis cartas? — exclamó furioso.

—¡Lo mismo que a ti nuestro dinero! — respondió mi padre y recogió de la


mesa todas las ganancias que Jones tenía delante.

—¡Venga ese dinero! Es mío y el que lo toque es un ladrón.

—¡Poco a poco! El que hace trampas es un estafador y tiene que devolver lo


que ha cogido. ¡Vete a la cama y mañana por la mañana largo de aquí! Si no fuera
por el derecho de hospitalidad ya te enseñaría a jugar honradamente al monte de
tres cartas.

—¿Yo huésped de usted? No quiero serlo un instante más. Saldré de esta


casa en cuanto me devuelvan mi dinero.

—Well. No tengo el menor inconveniente en que te vayas al sitio de dónde


has venido y que no es seguramente la pampa. Te devolveremos tu dinero; pero
del nuestro ni un penique. Tim, lleva su caballo a la puerta.

—¡Damn! ¿Lo queréis así? Pues entonces vais a ver quién es Bill el
Canadiense.

»Diciendo esto echó mano al machete; pero Fred Hammer se levantó y le


dejó caer pesadamente una mano en el hombro. Era un hombretón que hablaba
poco; eso sí, cuando decía algo, no quedaba duda alguna de lo que quería decir.
—Deja en paz el machete, si no quieres que te deshaga entre mis manos
como una torta —le dijo—. Toma tu dinero, lárgate de aquí y no te presentes más
delante de nosotros. Aquí somos gente honrada y sabemos muy bien enseñar el
camino del otro mundo a un hombre de tu calaña.

»Jones vio perdida la partida y no tuvo otro remedio que ceder.

—Está bien. Dadme lo mío; pero ¡acordaos de este monte! Algún día me
pagaréis mis ganancias.

—Tanto caso hacemos de tus amenazas como de los hilos de araña que
cruzan el aire. Dele lo suyo, vecino, y que se marche inmediatamente.

»Le dimos su dinero y se fue, Al llegar a la puerta, se volvió hacia nosotros y


dijo con voz amenazadora;

—¡No lo olvidéis! Volveré a recoger mi dinero... y a charlar un poco con esta


bella Miss.

»Si le hubiéramos metido entonces una bala en la cabeza, ¡cuánto mejor


habría sido!

»Algún tiempo después tuve que ir a Little Rock para comprar diversas
cosas necesarias para la boda. Para volver más pronto caminé toda la noche y
llegué a la granja por la mañana. La casa estaba cerrada y no se veían por allí los
caballos ni los bueYes. Lleno de inquietud, corrí a casa de Fred Hammer, donde me
encontré con el mismo cuadro. Una angustia indecible se apoderó de mí; espoleé a
mi caballo y volé a casa de nuestro vecino Holborn, que vivía, como yo había dicho
a Bill el Canadiense, a cinco millas de nosotros. En menos de una hora hice el
camino. Cuando me apeé al lado de la cerca, Betty y mi madre salieron
apresuradamente de la casa.

—¿Estáis llorando? ¡Por Dios! ¿Qué pasa?

»Entre llantos y sollozos, me contaron lo que había ocurrido.

»Betty había ido con su padre a coger maíz y Mary se había quedado sola en
la casa. A pesar de que el maizal estaba lejos, les pareció oír gritos ahogados de
mujer. Volvieron corriendo y llegaron a tiempo para ver un grupo de hombres a
caballo que se alejaba, uno de los cuales llevaba atravesada en la silla a la
muchacha atada. Habían penetrado en la granja en pleno día y se habían
apoderado de mi novia. En la casa todo estaba en desorden: el dinero, la ropa, las
armas y las municiones habían desaparecido. Además, los ladrones habían sacado
los caballos del corral y los habían ahuyentado para evitar la persecución
inmediata.

»Fred Hammer corrió en busca de mi padre. También allí faltaban los


caballos. Lograron coger dos con gran trabajo; los dos hombres se armaron; mi
madre y Betty montaron a caballo; se cerraron las dos granjas y se llevaron los
bueYes y demás animales a la granja de Holborn. También el vecino cogió su fusil
de Kentucky, montó a caballo y los tres hombres salieron sin pérdida de tiempo en
busca de los ladrones, dejando el encargo de que yo los siguiera en cuanto llegase.

—¿Qué dirección han tomado? — pregunté.

—Han ido río arriba. Han dicho que te dejarían señales para que puedas
seguirlos sin extraviarte.

»Tomé otro caballo y me lancé al galope. Habíamos oído hablar muchas


veces de una cuadrilla de bandidos que tenían por campo de sus fechorías el
terreno comprendido entre el curso medio del Arkansas y la cuenca del Missouri;
pero no nos habíamos preocupado por ello, pues nunca se les había visto por los
alrededores. ¿Se habría valido de ellos Bill el Canadiense para satisfacer su deseo
de venganza? Yo llevaba una rabia tan grande que iba dispuesto a lanzarme sobre
ellos sin pensar en nada más, aunque fueran ciento.

»Fui encontrando las señales prometidas: de trecho en trecho una rama rota,
una entalladura en la corteza de un árbol; de manera que, sin parar casi fui
adelantando camino rápidamente hasta que llegó la noche y la oscuridad me
obligó a detenerme. Trabé a mi caballo y me envolví en la manta. Oía el rumor que
hacía el viento en las copas de los árboles y dentro de mí rugía la tempestad. No
pude dormir, ni siquiera descansar. En cuanto empezó a clarear, monté otra vez a
caballo y antes del mediodía llegué al sitio donde habían acampado mi padre y sus
compañeros. La ceniza del fuego estaba humedecida por el rocío, señal segura de
que también ellos habían emprendido la jornada temprano.

»Así seguí hasta la confluencia con el río Canadiense. Allí el bosque era más
espeso y las señales que yo encontraba más claras y más recientes. Apreté el paso
aún más. Mi buen caballo, a pesar del esfuerzo realizado, no mostraba todavía
indicios de fatiga.
»De pronto oí una voz de hombre cuyo fuerte acento resonaba en medio del
bosque Las palabras que pronunciaba eran inglesas; debía, pues, de ser un blanco
el que tan descuidadamente daba a conocer así su presencia. Dirigí mi caballo al
sitio de donde venía la voz y ¿qué creerán ustedes que me encontré?

»De pie en un trozo de tronco, en medio de un claro del bosque, un hombre,


accionan do enérgicamente dirigía un discurso a los sicómoros y a los nogales, con
tanto entusiasmo que mejor no hubiese podido hacerlo en una reunión de
campamento. Yo soy un hombre muy aferrado a mis ideas y no hago mucho caso
de discursos; pero aquel hombre tenía una voz y una manera de expresarse tales,
que se me quitaron las ganas de reír que me habían entrado al ver que había una
persona capaz de predicar en medio del bosque a los abejorros y a los mosquitos.

«A pesar de estar aún a bastante distancia de él pude observar claramente su


cara. Era un hombre alto y fuerte, de color sano y aspecto rudo; como todo yanqui
legítimo, tenía una nariz afilada y saliente, ojos brillantes como espejos donde se
podía leer la lealtad, boca grande y acentuada y barbilla angulosa y fuerte. A pesar
del aspecto bondadoso que respiraba su cara, había en ella un cierto toque de
malicia y de astucia.

»Delante del tronco en que estaba subido había en el suelo un hacha grande,
un buen fusil y algunas otras cosas de las que son necesarias en aquella comarca.
Era evidente que aquel hombre se estaba ejercitando en la oratoria y me hizo la
impresión de ser capaz de saber elevarse, a fuerza de lucha y de trabajo, a una
posición mejor de la que puede ofrecer el Oeste.

»No perdí una sola de sus palabras;

—¿Cómo podéis pensar que la esclavitud es cosa sagrada y necesaria, que


no puede suprimirse por la fuerza ni por la persuasión? ¿Es cosa sagrada la
opresión de un hombre, el desprecio y el tormento de toda una raza humana? ¿Es
cosa necesaria ejercitar un repugnante derecho de propiedad sobre seres humanos
que trabajarían mejor y con más lealtad si recibieran mejor pago? ¿No queréis oír
razones ni obedecer a la fuerza? Pues bien; os expondré primeramente mis razones
y si no atendéis a ellas, se levantará contra vosotros una fuerza irresistible, que
romperá los látigos con que castigáis a los negros, os arrancará el egoísmo del
corazón y destrozará v aniquilará todo lo que se le ponga por delante. Yo os digo
que llegará un tiempo...

»Se detuvo súbitamente en medio de su discurso; era que me había visto. En


un instante bajó del tronco, se echó el fusil a la cara y gritó:

—¡Alto! ¡Ni un paso más! ¿Quién es usted?

—¡Psché! Deje quieto el fusil, pues no tengo gana de comerlo a usted ni que
me meta un pedazo de plomo en el cuerpo — le respondí.

»Una segunda y más atenta mirada debió de convencerlo de mis intenciones


pacíficas. Bajó el arma, hizo una señal de asentimiento con la cabeza y me dijo:

—¡Well! Acérquese y diga quién es.

—Me llamo Tim Kroner y desde ayer vengo río arriba, persiguiendo a una
cuadrilla de bandidos que me ha robado la novia.

—Pues mi nombre es Lincoln. Abraham Lincoln. Vengo de las montañas y


voy a hacer una almadía para vender la madera en el Sur. Estoy aquí desde hace
una hora. ¿Dice usted que una cuadrilla de bandidos le ha robado la novia?
¿Cuántos son?

—Diez o doce.

—¿A caballo?

—Sí.

—¡Bounce! Hace muy poco me he cruzado con una pista de ese número de
caballos y he vuelto a encontrar otra parecida cerca de aquí; pero en esta última he
creído observar una docena más de cascos que en aquélla.

—Es que mi padre y dos vecinos han salido antes que yo en su persecución.

—Perfectamente. ¿De modo que son ustedes cuatro contra doce? ¿Quieren
mi ayuda?

—Ya lo creo, si está usted dispuesto a prestárnosla.

—Bien. ¡Come on!

»Cogió sus cosas, se colgó el fusil de un hombro y se echó al otro el hacha.


Después echó a andar, como si fuese cosa resuelta que yo le había de seguir.
—¿Adónde vamos? — le pregunté, al ver que comenzaba a andar en una
dirección que formaba ángulo con la que yo traía.

—¿Adónde hemos de ir? Detrás de esos hombres. Un poco más arriba de


este sitio, los bandidos se han apartado del río para ir en dirección Norte y
podemos acortar camino haciendo lo mismo desde aquí.

»Tenía un modo de hablar tan seguro de sí mismo, que ni siquiera se me


ocurrió contradecirle. Lo dejé ir delante y seguí cerca de él a caballo. Tenía un paso
largo y rápido, como pocas veces se ve, y si no fuera porque yo iba a caballo,
seguramente me hubiera costado gran trabajo seguirlo. Al cabo de un tato de
andar, se paró y me señaló el suelo.

—Aquí está de nuevo la pista. Dos, seis, nueve, once, quince caballos.
Cuando la encontré por primera vez, eran sólo doce. La gente de usted ha pasado,
pues, por aquí y apenas hace un cuarto de hora, porque las hierbas que han
aplastado al pisar no se han vuelto a enderezar aún. Arree usted a su caballo para
que los alcancemos pronto.

»Echó otra vez a andar rápidamente dando grandes zancadas y yo tuve que
poner mi caballo al trote corto para poder ir a su paso.

»Hacía un rato que habíamos salido de la parte más espesa del bosque y
caminábamos a la sazón por entre monte bajo. Llegamos a una gran entrada que
hacía la pampa penetrando bastante en el bosque. A lo lejos se veía una masa
espesa de árboles y entre ella y nosotros observamos tres jinetes que marchaban
uno detrás de otro a la manera india. Aunque el sol se había puesto, a la luz del
crepúsculo pudimos verlos claramente. Lincoln levantó un brazo.

—¡Ahí están! ¡Go on!

»Echó a correr, dando grandes saltos y apoyándose sobre una pierna para
saltar, hasta que aquélla se fatigaba y entonces se apoyaba en la otra. Esta es la
manera única de poder conservar durante bastante tiempo paso tan forzado. Así
fuimos disminuyendo rápidamente la distancia que nos separaba de ellos y como
se pararon en cuanto nos vieron, pronto nos reunimos con ellos.

—¡Por fin has llegado, Tim! —exclamó mi padre—. ¿Quién es este hombre?

—Un tal mister Abraham Lincoln, a quien he encontrado a la orilla del río y
que quiere ayudarnos. No, no me digáis nada; ya sé todo lo que ha pasado. Ahora
¡adelante hasta dar con los ladrones!

—No están ya muy lejos y deben de pensar en acampar en aquel bosque.


Adelante, antes de que oscurezca y perdamos sus huellas.

»Seguimos nuestro camino sin decir palabra; pero con el machete suelto en
la vaina y el fusil dispuesto en la mano. Guando llegamos a los primeros árboles,
Lincoln se inclinó hacia el suelo para observar detenidamente las huellas y dijo;

—Vamos a ver lo que hay aquí, señores, pues en la oscuridad del bosque no
podremos hacerlo. Vean ustedes las huellas de estas herraduras, son las más
profundas. Este caballo va más cargado que los demás; debe de ser el que lleva a
su jinete y a la muchacha. Fíjense ustedes también en que cojea: sólo apoya la pata
izquierda por la parte de delante. Tendrán que dejarlo descansar y pronto
desmontarán.

—Well, sir, tiene usted razón —dijo mi padre—. ¡Vamos pronto adelante!

—¡Alto! Eso sería una tremenda torpeza. Yo calculo que nos llevan todo lo
más un cuarto de hora de delantera y tal vez hayan acampado ya. ¿Quiere usted
que nuestros caballos les avisen de que nos acercamos y echarlo todo a perder?

—Es verdad. Debemos dejar los caballos detrás. Pero ¿dónde?

—Allí hay un grupo de cerezos silvestres donde podremos dejarlos en


seguridad si usted los traba bien.

«Así se hizo y luego seguimos avanzando a pie. Lincoln iba delante; todos le
habíamos reconocido tácitamente como nuestro guía. Sus predicciones se
confirmaron pronto, pues al poco rato percibimos olor a quemado y poco después
vimos un humo claro, que salía por entre las copas de los árboles.

Lo que teníamos que hacer era evitar el más pequeño ruido. Ocultándonos
detrás de cada árbol y atravesando rápidamente los espacios intermedios, nos
fuimos acercando hasta que llegamos a ver una hoguera y once hombres que se
habían acomodado alrededor de ella. Entre ellos estaba sentada Mary, pálida como
una muerta, con las manos atadas y la cabeza caída hacia delante.

»No pude sufrir la vista de aquel espectáculo. Sin consultar con los otros,
apunté con mi fusil.
—¡No tire! —me advirtió Lincoln en voz baja—. Falta uno de ellos y...

»Pero mi disparo le interrumpió. La bala dio en medio de la frente del


hombre a quien yo había apuntado. Al instante se levantaron los demás y cogieron
las armas.

—¡Fuego y luego a ellos!—ordenó Lincoln.

«Antes de que diera la orden ya había yo arrojado el fusil; me lancé al sitio


donde estaba Mary y arodillándome junto a ella corté sus ligaduras.

—¡Tim! ¿es posible que seas tú? —exclamé loca de alegría y se abrazó a mí
tan estrechamente que apenas me dejaba moverme.

—¡Suéltame, Mary, que ahora tengo que ocuparme de otra cosa! — le dije.

»Desenvainé el machete y me lancé a la pelea. En aquel momento Lincoln


daba a uno de nuestros enemigos tal hachazo en la cabeza, que éste cayó a tierra
sin lanzar siquiera un grito. Por ambas partes se había disparado solamente una
vez las armas de fuego y luego se había combatido a machetazos

—¡Tim, por Dios! —gritó de pronto Mary y se abalanzó a mi pecho,


señalando a un árbol.

»Miré en la dirección indicada por ella y vi el cañón de un fusil que nos


apuntaba. El tirador estaba oculto detrás del árbol.

—¡Va por el monte de tres cartas! —gritó una voz.

»Antes de que pudiera hacer un movimiento vi el resplandor del disparo.


Sentí una fuerte sacudida en el brazo y al mismo tiempo Mary lanzó un grito. Sus
brazos me soltaron y cayó al suelo. La bala me había atravesado el brazo y a ella el
corazón.

—la él! — rugió una voz a mi lado.

»Era mi padre, que levantando el fusil cogido por el cañón se precipitó hacia
el árbol. Yo corrí detrás de él. Entonces se oyó el segundo tiro; un hombre a quien
no pude reconocer con claridad, salió corriendo y mi padre cayó a mis pies, con el
pecho pasado de parte a parte. Ciego de ira, corrí en persecución del fugitivo. No
podía verlo, pero sí apreciar la dirección qué seguía. En unos cuantos saltos llegué
al sitio donde los ladrones habían trabado a sus caballos. Estos ya no estaban allí y
sólo quedaban los extremos de los lazos, cortados a toda prisa, atados a unos
piquetes. Me convencí de que ya no podría alcanzar a aquel hombre, ya que él iba
a caballo y yo no.

»Guando volví al lugar de la lucha, habían colocado los dos cadáveres el uno
junto al otro y Lincoln estaba reconociéndolos.

—Aquí no queda ninguna vida, señores, ni siquiera trazas de vida — dijo.

»Yo no podía pronunciar palabra, ni tampoco Fred Hammer. Hay dolores


que destrozan el corazón, sin que se exhale una queja. Lincoln se levantó, vio que
yo estaba de vuelta y me dijo encolerizado:

—¡Esto no habría ocurrido, si hubiera usted esperado a que llegara el


momento de tirar! ¡Ese poco de pólvora y esa bala le cuestan la novia y el padre!
Para otra vez ya puede usted tener más prudencia.

—¡Pruébeme usted lo que dice! — le repliqué.

—¿Probar? ¿Para qué, si no se ha de de volver la vida a los muertos?


Deberíamos haberlos rodeado y haber descargado nuestros fusiles contra ellos al
mismo tiempo. Cada uno de nosotros tiene un fusil de dos cañones; es decir, que
podríamos haber dejado fuera de combate a diez hombres antes de que ellos
hubieran pensado en defenderse. Y seguramente hubiéramos cogido en nuestra
emboscada a ese hombre del monte de tres cartas, que no habría llegado a
disparar.

»Tenía razón por todos lados. Jamás he olvidado lo que dijo ni el momento
aquél, pueden ustedes creerlo.

El narrador suspiró profundamente, hizo una pausa y se pasó la mano por la


cara como si quisiera apartar de sí tan triste recuerdo. Después apuró su bebida y
prosiguió:

—Cuando algún animal atraviesa como un rayo la sabana o cuando se


desliza por entre los matorrales, sus patas, por pequeñas que sean, siempre dejan
una huella que permiten al cazador ir en su persecución. Esto lo saben bien todos
ustedes, señores. Pues lo mismo ocurre cuando los días, los meses y los años pasan
como un huracán sobre los hombres, o bien penetran calladamente en lo más
íntimo de su vida: en ambos casos dejan huellas en la cara y en el corazón, cuya
observación basta para comprender los sucesos que han hecho de un hombre lo
que es en aquel momento.

»Yo quería haber sido labrador y nada más que labrador; pero mi destino lo
había dispuesto de otro modo. Mary y mi padre habían muerto. A mi madre le
hizo tanta impresión la doble desgracia que empezó a decaer y no tardó mucho en
morir. Yo no pude resistir la estancia en un lugar donde tan feliz había sido; así es
que vendí a Fred Hammer la granja por lo que quiso darme, me eché el fusil al
hombro y me marché al Oeste pocas semanas antes de que Betty Hammer se casara
con un mulato, guapo chico y más valiente de lo que suelen ser las gentes de color.

»Había entonces en los dark and bloody grounds mucha más animación y
mayor movimiento que hoy; pueden creerlo cuando yo lo digo. Los pieles rojas
hacían incursiones más atrevidas en nuestro país que ahora y había que tener los
ojos bien abiertos para no acostarse una noche y despertar a la mañana siguiente
sin cuero cabelludo en los campos de caza eternos. Sin embargo, no era esto lo
peor, pues a tres, cuatro y aun más indios se les puede tener a raya; pero es que
había con ellos una multitud de blancos de la peor especie, de los que llaman en el
Oeste runners y loafers, parecidos a los tramps que tanto dan que hacer en estos
tiempos a las personas decentes, y aquella canalla era más astuta y más temible
que todos los indios juntos que había entre el Mississippi y el Gran Océano.

»Uno de ellos sobre todo daba que hablar a las gentes; un hombre
endiablado, cuya audacia era tan grande que su fama había llegado hasta el
continente europeo. Ya habrán ustedes comprendido que me refiero a Bill el
Canadiense. ¿Saben ustedes que no es ni más m menos que un gitano inglés?
Primeramente llegó al Canadá y allí tuvo un mísero negocio de comercio en
caballos hasta que se dio cuenta de que con la baraja se podía ganar mucho más
dinero. Se dedicó al monte de tres cartas eligiendo por campo de operaciones las
colonias británicas y adquirió tal maestría que atravesó la frontera y se dedicó a
explotar a los incautos yankis. Al principio ejerció su industria en el Norte y en el
Este; allí desplumó hasta a los más tunos y luego se trasladó al Oeste, donde hizo,
además, fechorías que le hubiesen llevado diez veces a la horca si no hubiera sido
lo bastante listo para evitar que se le pudieran probar. ¿No le había ocurrido así
conmigo? Yo sabía quién era el asesino de mi padre y de Mary; podría jurarlo mil
veces; pero ¿le había visto yo tirar? No, y por eso era imposible que un jurado lo
condenase. Ahora que yo no le había perdonado; bien pueden ustedes creerme. Un
buen fusil es el mejor jurado y yo me limité a esperar a que nuestros caminos se
cruzasen.
»Ya hacía tiempo que yo no era un novato: tenía buenos puños, excelente
vista, cuerpo sano y algunos años de fatigas y experiencia. Últimamente me
encontraba en el curso superior del viejo Kansas, cazando castores. Había hecho
una buena caza y después de vender las pieles a unos agentes de la Compañía, me
dirigí hacia el Mississippi, pues quería pasar a Tejas, comarca de la que se hablaba
tanto por entonces, que ya le zumbaban a uno los oídos de oírlo.

»Para ello se ofrecían no pocas dificultades, pues el país que tenía que
atravesar era endiabladamente peligroso. Los creeks, los seminolas, los chocktaws
y los comanches andaban a la greña unos con otros y se peleaban a muerte, sin
dejar por eso de tratar a todos los blancos como enemigos comunes. Había, pues,
que tener ojos y oídos listos. Mi camino pasaba justamente por en medio del teatro
de la lucha y yo iba enteramente solo, es decir, que no podía contar más que con mi
cautela y mi resistencia. Ni siquiera tenía caballo; agentes de la Compañía me lo
habían comprado casi de balde y así es que me veía obligado a cabalgar sobre mis
mocasines. Me mantuve siempre en la dirección de Smoky-Hill y por mi cuenta no
podía estar ya muy lejos del Arkansas. Cada vez me encontraba más riachuelos de
los que van a desaguar en él y tropezaba con animales de los que sólo se ven junto
a los grandes ríos.

»Cuando iba así atravesando el bosque, observé de pronto la huella de pasos


humanos. Eran de un individuo de raza blanca, porque la parte de los dedos del
pie estaba dirigida hacia afuera y no hacia dentro, como ocurre con los indios.
Seguí la huella con la mayor precaución y al cabo de un rato, me paré,
sorprendido. Se oía una voz fuerte que, por el sentido de lo que decía, debía de
dirigirse a un auditorio numeroso.

—Ya os ha dicho el fiscal, señores y señoras, que estáis reunidos ante el


tribunal para ver y oír cómo se defiende en el banquillo de los acusados un hombre
a quien se culpa de asesinato. Pues bien; ahora intervengo yo, su defensor y os
probaré que es enteramente inocente. Habéis de saber que me llamo Abraham
Lincoln y que el hombre honorable que lleva este nombre, sólo acepta la defensa
de un acusado cuando se ha convencido de que no va a defender a un bribón...

—¡Lincoln, Abraham Lincoln! —pensé yo. ¡Adelante sin vacilar, hasta


reunirme con los señores y las señoras a quienes habla!

»Eché a andar rápidamente y vi, por entre los árboles, la brillante superficie
del río y en el agua la primera hilada de troncos de una almadía. De pie sobre ella
estaba Lincoln, no con señoras y caballeros, sino solo, completamente solo, con un
libro abierto en la mano izquierda y acompañando lo que leía con movimientos de
la mano derecha, como si quisiera cazar los mosquitos y las libélulas que volaban
sobre el río.

»Me vio llegar a la orilla; pero no me hizo el menor caso.

—¡Good day, master Lincoln! ¿Puedo pasar a reunirme con usted?

—¿Quién es usted? ¡By good! ¡Si es master Kroner, el que anduvo a tiros por
su novia! Espere usted aun dos minutos en tierra, hasta que acabe mi discurso. Es
de mucha importancia que lo acabe, pues tengo que salvar a un inocente acusado
de asesinato.

—Siga, siga usted. Voy a sentarme aquí, mientras usted acaba.

»Créanme ustedes, señores; el discurso que pronunció fue magnífico y si la


cosa hubiera ocurrido en realidad, seguramente habría sido absuelto el acusado.
No me pareció ridículo todo aquello, de ninguna manera pues comprendí que
Lincoln se estaba preparando en medio del campo para la profesión de abogado.
Cuando terminó, salté a la almadía. El me alargó la mano.

—¡Welcome, master Kroner! ¿Cómo usted por aquí en el viejo Kansas?

—He estado algún tiempo en el Colorado y en Picos de España; he hecho


una buena caza de castores y bajo ahora al Mississippi, para pasar una temporada
en Texas.

—¿Para qué se va usted al Oeste y no se queda en su granja, donde me


encontré tan a gusto aquellos días a pesar de la doble desgracia?

»Yo le di mis razones y entonces me estrechó de nuevo la mano.

—Tiene usted razón. El dolor es mal compañero y no se debe uno atar con él
a un sitio, sino al contrario, llevarlo lejos, sacudírselo y volver luego libre de él. Yo
sigo haciendo lo que hacía: cortar madera donde no me cuesta nada y llevarla
donde me vale buenos dólares. Pero ésta va a ser la última almadía que hago,
porque quiero ir al Este para ver si allí puedo hacer alguna cosa mejor. Si hubiera
terminado mi tarea aquí, podía venir conmigo; pero aun tengo que quedarme aquí
unos quince días.

—No importa, señor. Si usted me lo permite, me quedaré con usted. A un


hombre del Oeste, lo mismo le da una semana más que menos, y si quiere usted
que le ayude, acabaremos en la mitad del tiempo, lo cual no le desagradará.

—Me parece perfectamente que se quede usted aquí y me eche una mano.
Además, su compañía me vendrá muy bien por otra razón. Los indios andan
rondando estos alrededores como mosquitos, desde hace poco, y para hacerles
frente, dos hombres valen más que uno, a no ser que continúe usted con su
costumbre de disparar cinco minutos antes de lo debido.

—No tenga usted cuidado, señor. Tim Kroner ha mejorado mucho y no


tendrá usted que avergonzarse de él.

—Well, así lo espero. Pero le hace falta un hacha si quiere ayudarme. Se


podría ir a Smoky-Hill a buscarla y de paso traer algunas municiones, pues se me
están acabando.

—¿A qué distancia está de aquí?

—Sus buenas dos jornadas. Pero se puede hacer el viaje mejor y más
rápidamente. Añadiendo otra hilada a la almadía, para que ofrezca mayor
resistencia y se gobierne mejor, se baja por el río. De este modo no se tarda un día
completo. Deja usted allí la almadia y después la recogeremos.

—Entonces iré a buscar lo que necesitemos.

—¿Usted? ¿Sabe usted gobernar una almadía?

—Ya lo creo. Como es pequeña, bastará un hombre para ello.

—Pero la vuelta será peligrosa, si los indios no se van por otro lado. Me
choca que aun no me hayan hecho una visita aquí.

—Yo me arreglaré; puede usted estar seguro.

—Bien. Descanse usted ahora de su jornada y yo me pondré a trabajar para


que mañana esté lista la almadía.

—No estoy cansado; le ayudaré.

—¡Bounce! Veo que se ha hecho usted un hombre de provecho. Come on, pues
y manos a la obra.
»A la mañana siguiente iba yo por el río en la almadía. El río estaba libre y
había bastante corriente, así es que al anochecer me encontré delante del fuerte.
Atraqué; dejé bien segura la almadía y me dirigí a la empalizada que rodea las
casas fortificadas que constituyen el fuerte.

»Había un centinela a la entrada que me dejó pasar cuando le dije a lo que


iba. En la primera casa que encontré me informaron de lo que tenía que hacer.

—Tiene usted que hablar con el coronel Butler, que manda el fuerte— me
dijeron—. Está arriba, en el pabellón de oficiales.

—¿Quién me anunciará?

—¿Anunciar? No está usted en la Casa Blanca de Washington, sino en la


última posición de la frontera india, donde no se hacen tantos cumplidos. El que es
admitido dentro de la empalizada puede ir donde le acomode Me dirigí a la casa
indicada y entré primeramente en una sala en que no había nadie, pero en la cual
se oía rumor de varias voces y ruido de monedas de oro y plata que procedían de
la habitación inmediata.

»La puerta estaba sólo entornada. Antes de entrar, quise ver con qué clase de
gente tenía que habérmelas y miré por la rendija. En medio de la habitación había
una mesa de madera sin labrar, alrededor de la cual estaban sentados unos diez
oficiales de diferentes grados, que jugaban a las cartas, a la luz de unas velas de
sebo de ciervo Estaban jugando al monte de tres cartas. Precisamente en frente del
coronel estaba nada menos que Bill el Canadiense, que tenía ante sí un gran
montón de dinero, y oro en polvo y en pepitas y que estaba tirando las tres cartas
como él sabía hacerlo.

»Ninguno de ellos podía verme: yo vacilé antes de entrar y estaba pensando


de qué manera saludaría a Bill, cuando observé el rapidísimo movimiento con que
éste se metía la cuarta en la manga. Al instante me puse detrás de él y lo cogí por
un brazo.

—Ustedes dispensen, señores; pero este hombre ha hecho trampa.

»Quiso levantarse y no pudo conseguirlo, porque mientras le sujetaba el


brazo con la mano izquierda, lo tenía cogido por el cuello con la derecha tan
fuertemente que le faltó el aliento y no pudo moverse.

¿Que ha hecho trampa? —exclamó el coronel—. Pruébelo usted. ¿Quién es


usted y qué quiere? ¿Cómo ha entrado usted aquí?

—Señor, yo soy un trampero y vengo para pedir a ustedes municiones.


Conozco muy bien a este hombre; se llama William Jones y usa también otro
nombre que conocerán ustedes mejor: Bill el Canadiense.

—¡Bill el Canadiense! ¿Es posible? Aquí ha dicho que se llama Fred Fletcher.
Suéltelo usted.

—Sí; pero antes quiero que se convenzan ustedes de que digo la verdad. No
juega con tres cartas, sino con cuatro.

—¿Dónde está la cuarta?

—Pueden ustedes encontrarla en esta manga.

—¡Zounds! Tiene usted razón y le debemos gratitud, porque este sujeto nos
había casi desplumado. Suéltelo, que ahora tiene que vérselas con nosotros .

—Y también un poco conmigo. Ha matado a las dos personas que yo he


querido más en mi vida y ahora no se me escapará sin ajustar las cuentas conmigo.

—¿Es cierto eso? Si puede usted probarlo, ya se ha acabado todo para él.

»Entonces lo solté. Estaba casi asfixiado y pasó un rato respirando


apresuradamente antes de darse cuenta de su situación. Después se puso en pie de
un brinco.

—¿Qué quiere?...

»Al verme se quedó parado en medio de su pregunta, pues me reconoció en


seguida.

—Ya se enterará usted de lo que quiere este hombre —dijo el coronel—. ¿Es
usted William Jones, o Bill el Canadiense por otro nombre?

—¡Damn¡¿Qué me vienen ustedes con Bill el Canadiense? No sé quién es. Yo


me llamo Fred Fletcher, como he dicho a ustedes hace tiempo.

—¡Está bien! El nombre nos da lo mismo, pues no es él sino la acción de


usted lo que se va a juzgar. Usted nos ha hecho trampas.
—¡Ni siquiera se me ha ocurrido semejante cosa! ¿Qué idea tiene usted de sí
mismo y de estos caballeros cuando piensa que alguien pueda atreverse a hacer
con ustedes una cosa así?

—Es que nosotros estamos acostumbrados a jugar honradamente y,


suponiendo que usted no era un pillo, no nos hemos preocupado de mirarle las
manos. Si hubiéramos sabido con quién estábamos jugando, no le hubiera valido la
habilidad.

—¡Aquí no hay habilidad que valga! Yo he jugado honradamente.

—¿Y la carta que tenía usted en la manga?

—Eso me tiene sin cuidado; yo no la he puesto ahí. ¿Me ha visto usted


esconderla, coronel?

—Entonces se habrá metido ella sola.

—O me la habrán puesto en ese sitio. Tal vez sepa algo de esto el que me ha
cogido del brazo.

»Sin poder contenerme, levanté el brazo y le di tal puñetazo en la cabeza que


cayó en la silla.

—Tiene usted buenos puños, master —dijo el coronel riendo—. Pero déjelo
usted, pues no vale la pena. Pronto nos encargaremos de él y llevará su merecido.

—¡Pido que se me proteja contra ataques de este género! —dijo Jones,


tratando de incorporarse lentamente—. ¡Acuso a este hombre de haberme
introducido la carta en la manga!

—Sí, justamente la carta que usted nos había enseñado unos segundos antes.
No nos haga reír. ¿Qué piensan ustedes, compañeros: están ustedes convencidos
de la culpabilidad de este master Jones o Fletcher?

—Ha hecho trampa; no cabe la menor duda — dijeron todos.

—Entonces, vamos a sentenciarlo ahora mismo.

»Se apartaron a un lado para deliberar. El Canadiense entonces se descubrió:


echó una mirada al montón de dinero que aun tenía delante y otra a la ventana que
estaba abierta. Con movimiento rapidísimo cogió un puñado de dinero tan grande
como pudo y luego se precipitó a la ventana. Pero yo ya lo había apuntado con mi
fusil.

—¡Alto, master Jones! ¡Si da usted un paso más, lo dejo seco! — le grité.

»El me miró, vio que yo estaba resuelto a hacer lo que decía y se quedó
parado.

—¡Voy a contar tres! Si no deja usted el dinero donde estaba, disparo.


Empiezo a contar... ¡Uno!...

»Se dirigió vacilando hacia la mesa.

—¡Dos!...

»Colocó el dinero con el resto.

—Ahora siéntese usted y espere tranquilo lo que ocurra.

»Bajé el cañón de mi fusil. Los oficiales acabaron su deliberación. Habían


presenciado, naturalmente, todo lo ocurrido y se acercaron a nosotros. El coronel,
me alargó la mano, riendo siempre.

—Es usted hombre que vale cualquier cosa, master... ¿cómo se llama usted?

—Me llamo Tim Kroner, señor.

—Pues bien, master Kroner, es usted un hombre de pelo en pecho. ¡Lástima


no tener a usted en mi regimiento!—. Y volviéndose a Jones, agregó: —Va usted a
recibir por su hazaña cincuenta palos directamente sobre la carne, por canalla, y
confío en que le harán buen provecho.

—¡Cincuenta palos! ¡Soy inocente y no acepto el castigo!

—Well, milord; pues recíbalos usted con toda su inocencia y cuando los
tenga encima no le quedará otro remedio que aceptarlos. Si quiere usted luego
apelar de ellos al Presidente de los Estados Unidos, le daré con este objeto una
carta de crédito de otros cincuenta o ciento. Teniente Welhurst, llévese a ese
hombre a la explanada y cuide de que reciba lo que le corresponde, sin faltarle
nada.
—Puede usted confiar en mí, mi coronel — dijo el joven oficial, acercándose
a Jones—. Vamos, hombre; los cincuenta le esperan fuera.

—¡No me muevo de este sitio! ¡Quiero que se respete mi derecho! —


exclamó Jones.

»Entonces el coronel se volvió hacia el teniente.

—No está aún contento con su ración, teniente —dijo el coronel—. Dele
usted otros diez, o sea, sesenta. Asumo toda la responsabilidad en este asunto y
por eso puedo disponerlo así. Y si tampoco quiere ir ahora, por cada minuto que
tarde en salir recibirá otros diez.

—¿Qué hacemos? —preguntó el teniente con una mirada amenazadora.

—No tengo más remedio que ir; es posible que se acuerden ustedes de este
monte de tres cartas, porque voy a apelar a un juez en que no piensa ninguno de
ustedes.

»Echó a andar y el teniente lo siguió, revólver en mano. El coronel se volvió


entonces hacia mí y me dijo:

—Explíqueme ese asesinato, y si sus pruebas son concluyentes, formamos


un tribunal aquí mismo y lo ahorcamos. Ya sabe usted en qué territorio nos
encontramos y que estoy facultado para proceder en juicio sumarísimo.»Yo le
conté todo lo ocurrido.

—No está usted en terreno muy firme —me dijo—. Necesitamos que
confiese, o por lo menos, que haya un testigo en cuya declaración se pueda confiar.
Mi opinión es ésta: si hago caso de su declaración, se llama Fred Fletcher y no le
conoce a usted. Además, usted no ha visto si el que tiraba era Bill el Canadiense. Ni
siquiera puede usted probar que estuviera con los bandidos. Haré por mi parte
todo lo posible; se lo prometo a usted; pero sé muy bien que tendremos que dejarlo
en libertad. Después, podrá hacer lo que le parezca. En cuanto hayan salido
ustedes del fuerte, estará usted en libertad de hablar con él en la forma que quiera,
sin que nadie lo moleste.

»Al cabo de un rato trajeron de nuevo a Bill el Canadiense. Su aspecto era


terrible. Con los ojos inyectados en sangre dirigió a todos miradas prolongadas,
cargadas de odio, como si quisiera grabar en su memoria los rasgos de cada uno de
los presentes.
»El coronel le tomó declaración; pero sucedió lo que él había previsto.

—Devuelvan ustedes a este hombre todo lo que traía consigo y llévenlo con
buena escolta a cinco millas río abajo del fuerte. Llámase Fred Fletcher o William
Jones, no debe permanecer en nuestro territorio un momento más.

»Después de esto, el coronel se dirigió a mí y me dijo:

—Usted, master Kroner, será nuestro huésped todo el tiempo que quiera, y al
irse puede tomar de nuestro almacén, gratuitamente, todo lo que necesite. ¿O tal
vez prefiere usted ir detrás de ese hombre?

—Así lo haría si usted lo hubiera enviado en otra dirección; pero mi


compañero me espera a dos jornadas río arriba de aquí. Tengo que ir a reunirme
con él, de modo que emprenderé la marcha tan pronto como me den ustedes una
buena hacha y algunas municiones. Cuento con volver a encontrar en mi camino a
Bill el Canadiense.

—Well, sir, déjelo usted que corra. A un bicho como ese lo volverá usted a
encontrar seguramente a tiro. Tendrá usted el hacha y las municiones y en
compensación a haber salvado nuestro dinero, voy a poner a su disposición una
canoa con seis remeros que, mañana por la mañana temprano le pondrá a mitad
del camino. Para usted esto es una ventaja y a ellos les servirá de ejercicio y no les
vendrá mal, dada la vida holgazana que aquí se hace. Pero tenga usted cuidado
con los indios. Mis avanzadas me han comunicado que nuestros buenos hermanos
rojos han desenterrado el hacha de guerra.

»Como vi que ya estaba enterado me ahorré toda observación sobre la


proximidad de los indios. Un cuarto de hora después estaba sentado en la canoa,
bien provisto de todo lo necesario y llevado a toda velocidad por los seis remeros
contra la corriente del viejo Arkansas. Bill el Canadiense se me había escapado con
la misma rapidez con que lo había vuelto a encontrar; pero por el momento me pre
ocupaba más él valiente Lincoln que él y, además, como ya había dicho al coronel,
esperaba volver a encontrarlo.

»Estaba muy necesitado de descanso y dormí toda la noche en el bote hasta


bien entrada la mañana. Cuando desperté pude comprobar que ya habíamos
recorrido más de la mitad del camino de vuelta. Los remeros no quisieron, sin
embargo, dejarme desembarcar, hasta que yo les aseguré que en el mismo día
llegaría a nuestro campamento. Entonces se volvieron y yo eché a andar, cargado
con la pesada impedimenta.

»Bastante avanzada la noche, llegué a donde estaba Lincoln. Este quedó


sorprendido de lo pronto que había vuelto y oyó mi relato de lo que me había
ocurrido con extraordinario interés.

—Hizo usted bien, Tim Kroner, en deja; marchar a ese Jones —me dijo—. Ya
lo encontrará en mejor ocasión. Mucho me sorprendería que se quedase con los
palos sin intentar, a lo menos, vengarse. Aquí hace un calor asfixiante, así es que
vamos a trabajar de firme para poder irnos pronto.

»Nos pusimos a trabajar como leones; fueron cayendo troncos y más troncos
y al cumplirse la semana ya habíamos puesto la hilada final a la almadía.

»Me interné entonces bastante tierra adentro para cortar mimbres fuertes
con que atar los troncos. Después de coger un gran haz me eché a tierra para
descansar un rato. Había un silencio tan grande que se oía el ruido de las hojas al
caer en el suelo.

»De pronto, oí a alguna distancia el ruido de un roce muy tenue. No era en


las ramas, sino en el suelo. ¿Sería una culebra u otro reptil, o bien un ser humano?
Sin hacer el menor ruido, me arrastré hacia el sitio de donde procedía, tocando
solamente el suelo con las puntas de los pies y de las manos y, ¿qué creerán
ustedes que encontré? Un indio con todo su equipo de guerra. Era un choctaw
muy joven. Como saben ustedes, muchas tribus sólo utilizan para el servicio de
descubierta a los jóvenes, con el fin de probar su valor y su astucia. Evidentemente,
tenía la misión de explorar la orilla del río. Todavía no había visto nuestras huellas
y se deslizaba entre los arbustos con bastante habilidad. No era aquella la primera
vez que yo había rajado una piel de color rojo y sabía que si dejaba escapar al
indio, nuestras vidas estaban en peligro. No había que vacilar. Tiré del machete, di
dos saltos y cuando él se volvió hacia mí, presentándome el pecho, le hundí el
arma en el corazón.

»El pobre muchacho era, en verdad, digno de mi compasión; había caído sin
lucha en su primer sendero de guerra. Pero la pampa es una tirana cruel e
inexorable, que no perdona a nadie más que a sí misma. El golpe había sido tan
certero, que el indio no pudo exhalar siquiera un grito. Allí lo dejé, cargué con mi
haz y me apresuré a reunirme con Lincoln.

—¿Puede usted disponer de un rato? —le pregunté.


—¿Para qué?

—Para echar al agua un indio que he encontrado espiando a dos pasos de


aquí y a quien acabo de despachar con mi machete.

»Sin decir una palabra, cogió su fusil y me siguió. Cuando llegamos donde
estaba el cadáver, se inclinó sobre él.

—Tim Kroner, ha dado un gran golpe. Si no hubiera usted matado a este


espía, estábamos perdidos. Ahora veo que se ha hecho usted un hombre
verdaderamente. Aquí está mi mano; vamos a tutearnos.

—¡Chóquela! Por este honor soy capaz de dejar escapar a Bill el Canadiense.
Pero, ¿qué haremos ahora?

—¿Ahora? Di tú primero tu opinión, Tim, para ver si estás en lo cierto.

—Creo que debemos completar la almadía, lo cual ni siquiera nos llevará


media hora. Después, procuraremos ver dónde están los indios, para que sepamos
a qué atenernos. Tal vez quieran asaltar el fuerte y en ese caso debemos avisar al
coronel.

—Muy bien. Manos a la obra.

»Ocultamos las armas del indio bajo el musgo y ramaje y sujetamos el


cadáver debajo del agua, de modo que no pudiera flotar y hacernos traición.
Después, fuimos a terminar la almadía. Los troncos de la última hilada estaban ya
dispuestos. Los atamos de cualquier modo por el momento, para hacerlo mejor
cuando dispusiéramos de más tiempo; colocamos las pértigas de gobernar que ya
teníamos preparadas; llevamos a la almadía toda nuestra provisión de caza y de
teas y dejamos todo dispuesto para poder embarcar rápidamente en cualquier
momento.

»Volvimos al lugar donde yo había matado al choctaw y desde allí seguimos


sus huellas, que se observaban sin dificultad, cosa que no hubiera ocurrido de
haberse tratado de un guerrero veterano. De esta suerte y siempre con la mirada en
el suelo, avanzamos rápidamente.

»Llevábamos más de una hora internándonos en el bosque y como empezó a


oscurecer, temíamos perder las huellas y no poder encontrar a los indios. De
pronto nos fijamos en que ya no estábamos en pleno bosque, sino que nos
encontrábamos en una estrecha lengua de árboles que penetraba en una gran
pradera. Ésta no podía ser más que un claro del bosque o una profunda entrada de
la pampa.

»Allí estaban los que nosotros buscábamos; unos tendidos en la hierba, otros
ocupados con sus ágiles mustangs. Contamos más de trescientos guerreros y como
no había más que choctaws, nos figuramos que sus aliados, los comanches, no
andarían lejos. Estábamos ocultos entre grandes matas de helechos y podíamos ver
todo el campamento, donde se habían encendido las hogueras de la noche. Los
indios no alimentan sus hogueras de la manera descuidada de los blancos, que
amontonan troncos con lo cual, es verdad, que obtienen un gran calor, pero, en
cambio producen altas llamas y humo espeso, que denuncian el lugar del fuego,
sino a la manera cautelosa de los indios, poniendo en la llama sólo el extremo de
los troncos y empujándolos conforme se consumen, con lo cual regulan a su
voluntad la llama y el humo.

»En esto, un buitre que volaba sobre el bosque, comprendiendo que allí iba a
encontrar botín, comendó a describir círculos sobre el claro. Uno de los indios se
levantó, le apuntó con su fusil y disparó con tanto tino que el ave, describiendo un
tirabuzón cada vez más cercano, cayó a tierra. Pronto supimos quien era el tirador,
pues, cerca donde estábamos nosotros oímos decir:

—¡Uf! El hijo de Pantera Negra es un gran guerrero. Su bala busca a la


golondrina en las nubes.

Estas palabras fueron pronunciadas en la mezcla de inglés e indio que


emplean los pieles rojas cuando hablan con un blanco. Así, pues, había alguien
muy cerca de nosotros, entre las matas, porque a continuación oímos otra voz que
respondía en el mismo idioma:

—Pero es un hombre poco precavido. El explorador no ha vuelto aún y no


sabemos si hay enemigos en las cercanías que, guiados por el tiro, podrían
descubrir a los hombres rojos.

—¡Un blanco! —susurró Lincoln—. El tunante es tan incauto como el hijo de


Pantera Negra. Predica tan alto que lo pueden oír hasta en San Francisco. By God,
sin ese providencial uf no hubiéramos tropezado con ellos.

—¿Tiene miedo mi hermano blanco? —preguntó el indio con tono altivo—.


Ha venido a buscarnos para abrirnos la casa del jefe guerrero y Manitou nos ha
enviado una buena medicina que aguza nuestros tomahawks y afila y hace certeros
los cuchillos. Incendiaremos la casa fuerte de los blancos, cortaremos a éstos el
cuero cabelludo y nos apoderaremos de su pólvora.

—Pero antes, cada oficial tiene que recibir cien palos; mi hermano rojo me lo
ha prometido así.

—Lo ha dicho Pantera Negra, que no falta a su palabra. Tus enemigos


recibirán los palos; pero el hombre rojo pelea con armas, no pega a su enemigo con
el palo. Serás tú mismo el que les des los golpes.

—Tanto mejor. Les guerreros comanches vendrán esta noche; entonces ya


tendremos las fuerzas suficientes y cuando el sol vuelva a hundirse en el Oeste,
destruiremos el fuerte.

—¡Zounds! Bill el Canadiense —dije yo en voz baja.

»Lincoln asintió con la cabeza y me cogió por la mano.

—Vámonos de aquí. Podríamos matar a los dos, pero nada ganaríamos con
ello, sino lo contrario. Tenemos que ir a avisar inmediatamente al coronel. Sabemos
ya cuándo van a dar el ataque y esto es lo esencial. La muerte de estos dos
bandidos podría alterar el momento de atacar y esto no nos convendría.

»Nos retiramos con toda precaución y poco a poco; pero en cuanto


estuvimos en sitio donde no podían oírnos, nos dirigimos a toda prisa a nuestro
embarcadero. Sabíamos que sólo habían enviado un explorador y como éste había
caído, no teníamos que temer ningún mal encuentro.

»Apenas había transcurrido una hora, cuando estábamos navegando en la


almadía. Esta era mayor que la que me había llevado al fuerte y para su gobierno
tuvimos que emplear toda nuestra fuerza y toda nuestra vigilancia. Sin embargo, el
viaje fue enteramente feliz y bastante antes del mediodía atracamos junto a Smoky-
Hill.

»Un pelotón de infantería hacía el ejercicio cerca del río, bajo la inspección
del coronel. Este me reconoció en seguida, antes de que desembarcara.

—¡Ah, master Kroner, ¿Necesita usted otra vez hacha y pólvora?

—Ahora no, señor. Al contrario; venimos porque creo que usted necesitará
de nosotros.

—¿Yo de ustedes? ¿Para qué?

—Los choctaws y los comanches quieren asaltar esta noche el fuerte.

—¡Mil diablos! ¿Es verdad? Sabía que estaban por estos alrededores; pero
creí que tenían bastante entretenimiento con los creeks y los seminólas, con los que
han tenido un gran combate hace tres días, según me ha informado mi gente.

—Bill el Canadiense es el que los ha azuzado contra ustedes.

—¿Lo sabe usted de cierto? Entonces es que ha ido río arriba cuando se ha
separado de él su escolta. ¡Si yo lo hubiera mandado fusilar! Cuente usted lo que
sepa.

—Antes quiero presentar a usted a mi camarada. Se llama Abraham Lincoln


y es un hombre que llegará a ser algo.

—Well, master Lincoln, así se lo deseo. Pero ahora cuénteme lo que ocurre.

»Le referimos nuestra aventura del día anterior.

—¡Perfectamente! —dijo cuando acabamos la narración, con la sonrisa


confiada y tranquila que le era peculiar—. Doy a ustedes las gracias, señores, por
su aviso y lo tendré muy en cuenta. ¿Van a quedarse para presenciar la cosa, o
siguen su camino?

—Nos quedamos, si usted nos lo permite, señor. Una ocasión como esta no
es para desperdiciarla.

—Entonces pasen ustedes y háganse la cuenta de que están en su casa.

—Más tarde —dijo Lincoln—. Ahora vamos a llevar nuestra almadía media
milla más allá, para que no la vean los pieles rojas, que registrarán en todo caso los
alrededores del fuerte, y es necesario que no sepan que hay quien ha venido río
abajo, pues como falta su explorador, podrían entrar en sospechas.

»Procedimos a esta operación que la previsión exigía y volvimos al fuerte,


donde se estaban haciendo todos los preparativos para recibir a los salvajes. Se
retiraron los centinelas, para dejar aproximarse a los indios todo lo posible; se
cargaron los cuatro cañones con metralla y cada hombre recibió, además de un
fusil o una carabina de dos cañones, una pistola y un afilado machete. Los oficiales
se armaron cada uno con dos o más revólveres. Se trataba de saludar al enemigo-
con la mayor cantidad de tiros posible en el primer ataque.

»Por la noche nos sentamos a la mesa de los oficiales y, en la conversación


que se entabló, era asombroso ver la cantidad de conocimientos que demostraba
poseer Lincoln. A pesar de su modestia, hizo patente su superioridad sobre todos
aquellos caballeros y cuando se llegó a tratar del esperado ataque, dijo:

—Lo esencial es no limitarse a rechazarlos, sino, en la confusión de los


primeros momentos caer sobre ellos. Si logramos saber dónde tienen sus caballos,
están perdidos. Usted dispone de un destacamento de dragones, coronel. Pues
bien: después de la primera descarga, que hagan una salida y se apoderen de los
caballos, o si no... ¡Bounce, qué idea se me ocurre! ¿Tienen ustedes cohetes busca
pies, o fuegos artificiales de otra clase?

—Podemos proporcionárselos; pero, ¿qué quiere usted hacer con ellos?

—Dispersar los caballos. Tim, ¿vienes conmigo?

—¡Claro que sí! — respondí.

—Entonces no necesito a nadie más. Denme lo que les he pedido y vamos


allá.

—Pero, ¿es posible que se atrevan ustedes a semejante cosa?

—¡Psch! A otras más difíciles nos atrevemos nosotros. Necesitamos también


una mecha o dos, para no descubrir nuestra presencia al encender el fuego.

»No querían dejarnos ejecutar nuestro proyecte, por temor al peligro que
íbamos a correr; pero Lincoln deshizo todas las objeciones y pronto nos
deslizábamos al bosque, provistos cada uno de una mecha y de varios petardos y
buscapiés.

»La misión que nos habíamos impuesto era difícil y peligrosa; pero con
algún cuidado, podía tener éxito. Era de presumir que no habrían maneado sus
caballos en el bosque, sino que los habrían dejado en la pradera bajo la vigilancia
de alguna gente de los suyos. Por esto, nos echamos en cuanto pudimos a la
derecha, donde había una serie de claros en el bosque, como pequeños lagos.
»Cuando llegamos a la orilla del primero, Lincoln, que iba delante me cogió
de pronto por el brazo y me hizo internarme entre las matas. Había podido ver lo
que su cuerpo me impedía ver a mí: un indio que avanzaba con precaución, a la
sombra de los árboles, acompañado de un blanco.

—¡Bill el Canadiense con Pantera Negral — murmuró a mi oído Lincoln.

»Había tal oscuridad a la sombra de los árboles que no se podía reconocer


claramente la cara de Jones; pero se comprendía que no podía ser otro. Los dos
iban delante como exploradores del terreno. A cierta distancia de ellos se movía
una interminable culebra de indios, uno detrás de otro. Tuvimos que esperar
mucho tiempo antes de que pasaran todos.

—¡Bonito cortejo, Tim! Primero los choctaws y luego los comanches; en total
unos seiscientos pieles rojas. El coronel se va a encontrar en una situación apurada
y nosotros lo mismo. Confío en que nuestros petardos bastarán para lo que
queremos.

»Continuamos nuestro camino y apenas habíamos llegado a la linde del


segundo claro cuando vimos, a la escasa claridad de la noche estrellada lo que
íbamos buscando. En medio del espacio abierto había una masa oscura; eran los
caballos.

—No hay más que los de una tribu. La otra habrá dejado los suyos más
atrás. ¡Ven! — me dijo Lincoln.

»Avanzamos hasta llegar al trozo de bosque que ocultaba el claro siguiente.

—Well, allí están los otros, con sus guardianes: aquí hay tres hombres y allí
cuatro. ¿Crees que podremos llegar hasta ellos?

—¿Por qué no? La hierba es alta y si nos ponemos de modo que el viento
venga hacia nosotros, para que los animales no nos descubran, conseguiremos
nuestro propósito.

—El indio prefiere atacar a su enemigo a la madrugada; pero estos se creen


tan seguros y tan fuertes que van a empezar su ataque ahora. Supongo que ya
estarán en las cercanías del fuerte; así es que podemos poner manos a la obra. Pero
Tim, sólo tienen que trabajar el tomahawk y el machete. Nada de armas ruidosas.

»Se echó a tierra y se arrastró por entre la hierba, invisible y sin hacer ruido,
como una culebra. Yo lo seguí de cerca. Nos aproximamos tanto a los tres indios,
que estaban sentados en el suelo, que casi podíamos oírlos respirar. Una ligera
pelea a coces entre dos caballos produjo entonces cierto ruido que nos permitió
acercarnos a distancia de poder herir por la espalda a los descuidados indios. Vi
relucir el cuchillo de Lincoln, cogí el mío de entre los dientes, donde lo llevaba, y
los dos descargamos el golpe. Cayeron dos indios.

—¡Ugh! —exclamó el tercero, levantándose de un salto. Pero


inmediatamente volvió a caer, muerto por el tomahawk de Lincoln.

—¡Muertos los tres! Tim, la cosa no empieza mal. ¡Ahora, a los otros cuatro!
¿O serán, tal vez, demasiados para nosotros?

—Para ti y para mí, no ¡Adelante!

»Esta vez no era tan fácil nuestra tarea. Teníamos que dar un rodeo, para
llevar el viento de cara y, además, uno de los cuatro hombres estaba en pie, de
manera que era fácil que nos viese. Sin embargo, seguimos adelante aprovechando
todas las ventajas, cuando, de repente, estalló a lo lejos un tumulto diabólico y
después se oyó el tronar de una descarga. Los indios habían comenzado el ataque
del fuerte.

—Ya todo nos es igual, Tim —susurró Lincoln—. Saca el revólver; no


podemos dejar escapar a ninguno. Go on.

»Al instante se lanzó sobre ellos y yo con él. Cuatro ligeras detonaciones,
algunos tajos y estocadas para completar la obra y también allí nos vimos dueños
del campo.

—¡Hemos tenido éxito! Ya no necesitamos mecha ni fuegos artificiales, Tim,


para hacer una obra maestra, de la que se hablará durante mucho tiempo. Ten en
cuenta que son caballos indios, acostumbrados a ir uno detrás de otro. Pronto,
atemos las riendas de cada uno a la cola de otro.

»Era esta una idea que sólo a un Lincoln podía ocurrírsele; pero no llegó a
realizarse porque en aquel momento oímos la voz grave de los cañones e
inmediatamente un clamor de centenares de voces, que nos descubrieron cuál era
la situación.

—No tenemos tiempo para esto; van huyendo y pronto estarán aquí. Saca
los buscapiés y vete corriendo al otro grupo de caballos. No hace falta que los
sueltes; ellos arrancarán sus ataduras. En aquellos nogales nos encontraremos.

»Fui a todo escape adonde estaba el primer grupo de caballos, saqué eslabón
y mecha, prendí ésta y eché los petardos en medio de los caballos. Cuando llegué
al bosquecillo de nogales, ya me esperaba allí Lincoln.

—¡Atención, Tira! Pronto estallarán —me dijo riendo.

»En los dos grupos de caballos comenzaron a oírse relinchos de


desconfianza; los animales reconocían el peligro por el olor. De repente
comenzaron las explosiones, los silbidos y las crepitaciones de los buscapiés; en
medio de una lluvia de chispas veíamos los ojos espantados, los belfos temblorosos
y las crines alborotadas de los aterrorizados animales, que pugnaron primero por
romper sus ligaduras, se encabritaron luego con todas sus fuerzas y después de un
momento de indecisión, se lanzaron al galope en pelotón cerrado justamente en
dirección del fuerte.

—¡Magnífico, estupendo, Tim! Ahora van a atropellar y derribar a sus


propios amos, de los cuales seguramente ninguno recobrará su caballo. Apuesto
cualquier cosa a que se van a tirar al río y luego podrán cogerlos fácilmente desde
el fuerte.

»Por el momento no podíamos hacer nada mejor que quedarnos ocultos en


nuestro escondite de matas. Aunque no podíamos ver nada, tal vez por eso mismo
oíamos mejor y a nuestros oídos llegaron sucesivamente los alaridos de cólera de
los chasqueados indios que, en lugar de sus caballos, encontraron los cadáveres de
los guardianes, el galope de los dragones que perseguían a los fugitivos y las
detonaciones de carabina y pistolas; ruidos todos que se fueron perdiendo poco a
poco en la lejanía; luego, de vez en cuando el ligero roce producido por algún
fugitivo que iba a refugiarse en la espesura.

»Cuando comenzó a despuntar el día, salimos de nuestro escondite y


pasamos por el claro del bosque donde estaban los cadáveres de los que habíamos
matado. Los alrededores del fuerte ofrecían el aspecto de un campo de batalla;
había grupos de indios, muertos por las balas de los soldados, que habían tirado
cada uno sobre dos o tres y delante de la puerta un montón de cadáveres y de
miembros destrozados en confuso montón, efecto de la metralla.

»El coronel nos recibió radiante.

—¡Vengan ustedes a la explanada para que vean su obra! Al ver que no


venían ustedes casi los creía perdidos. Vean qué montón de cadáveres. Esto es la
obra de Bill el Canadiense, pues nadie más que él es el que ha excitado a los pieles
rojas a atacar en formación cerrada, después de haber sido rechazados de modo tan
brillante en su primer ataque.

—¿Está él entre los muertos?

—Aquí no está; debía de encontrarse mucho más afuera.

»Dentro de la explanada había una gran cantidad de caballos de los indios.

—Aquí tienen ustedes, señores, estos caballos que les pertenecen y que les
compro si es que no quieren llevárselos en la almadía. No creo que los pieles rojas
se decidan otra vez en mucho tiempo a atacar a Smoky-Hill, gracias a ustedes dos.
Vengan para que vean qué ganancia tan grande es la nuestra en este monte de tres
cartas...

***

Al llegar a este punto, el orador hizo una pausa efectista, vació su vaso, que
le habían vuelto a llenar entre tanto, miró sucesivamente a todos sus oyentes para
ver qué impresión había producido en ellos la narración, hizo con la cabeza un
movimiento de satisfacción y prosiguió:

—¿Saben ustedes, señores, lo que significa para el hombre de la pampa un


buen caballo, rápido y resistente? Quiten ustedes al aeronauta su globo y al
marinero su barco y los dos habrán dejado de existir. Pues, análogamente, no
puede concebirse un cazador de la pampa sin caballo. Y ¡qué diferencia tan grande
de un barco a otro, de un caballo a otro! No quiero extenderme sobre este punto;
bastará que les diga que durante varios años he tenido entre mis polainas el mejor
caballo de toda la estepa. Lo cuidaba como a mí mismo, o mejor que a mí mismo;
más de una vez nos salvamos la vida el uno al otro y cuando por fin cayó muerto
por la bala de un tunante rojo, lo enterré con el cuero cabelludo de su asesino,
como corresponde a un hombre del Oeste.

»Y ¿quién dirán ustedes que me lo proporcionó? Pues nada menos que


Pantera Negra en la lucha de Smoky-Hill. Se encontraba entre los caballos cogidos;
y tenía encima una piel de pantera y entretejidas en la crin varias plumas de águila,
señal segura de que pertenecía a un jefe. Monté en él y vi que estaba domado a la
manera india, tan admirablemente, que nunca había visto yo cosa igual. En vista
de ello, decidí no separarme de él; me lo llevé a la almadía, donde lo coloqué en
sitio cómodo y seco y, desde que me separé de Lincoln, al llegar al. Mississippi, fue
mi caballo de silla. Se portó siempre tan admirablemente que todo el mundo me
envidiaba mi Arrow, como le puse de nombre, y jamás tuve la menor queja de él.

»Me dirigí a Texas, después estuve algunos años en Nueva Méjico, Colorado
y Nebraska y llegué hasta Dakota para andar un poco con los sioux, de quienes el
trampero más listo tiene siempre algo que aprender.

»Llegué por entonces a las Black-Hills con algunos cazadores, que me dieron
una noticia sorprendente. En aquella época, la fiebre del petróleo había llegado al
período más agudo; se abrían pozos por todas partes y donde no había petróleo,
por lo menos se hablaba de él. Había comarcas enteras empapadas en petróleo y el
que tenía la suerte de conseguir el derecho de compra, podía llegar a reunir
millones en algunos años.

»De ello hablábamos, tendidos alrededor del fuego en el que estábamos


asando una jugosa pierna de búfalo. En la conversación, uno de los hombres dijo:

—¿Conocen ustedes la meseta que se extiende desde Yonkton, a la orilla del


Missouri, hacia el Norte, hasta llegar a las tierras de la bahía de Hudson, en una
cortadura a pico que llaman el Coteau du Missouri?

—¡No hemos de conocer el Coteau! Ahora, que nadie tiene el gusto de


meterse por aquellos riscos y aquellos abismos oscuros y escarpados, en que
ejercen su dominio los pieles rojas, los osos y los linces y donde sólo se puede cazar
alguna miserable mofeta o algún gato montés, que no sirven para nada.

—Pues sin embargo yo he estado allí y he encontrado lo que buscaba, que es


el mayor propietario de pozos de petróleo que hay en los Estados Unidos.

—¿Un propietario de pozos de petróleo allá arriba? ¿Cómo puede ir el


petróleo allí?

—Lo que sé es que allí está y no me importa saber cómo ha llegado. Yo


estuve tres días en su casa, pues han de saber ustedes que es hombre hospitalario
como pocos y me trató como si fuera el mismo Presidente. En sus tierras brota el
petróleo del suelo; pero a pesar de ello ha traído una perforadora de Chicago para
sacarlo de mayores profundidades. Tiene barriles a centenares y tan grandes, que
se puede evolucionar a caballo dentro de ellos. En cuanto a dinero, no he visto el
que tiene; pero debe tenerlo a sacos llenos.

—¿Y cómo se llama?

—Guy Willmers. ¿Verdad que es un nombre raro? Pero el hombre es un


mulato guapo como un cromo. Su mujer, que se llama Betty, procede de Alemania,
en el viejo continente. Su padre, un master Hammer, vivió en Arkansas, donde
sufrió mucho. Los bush-headers le mataron una hija y...

»Yo me puse en pie de un salto. ,

—¿Guy Willmers?... ¿Un mulato?... Fred Hammer, ¿ha dicho usted que se
llama Fred aquei hombre?

—Sí, Fred Hammer, un hombre alto, de anchos hombros, con el cabello y la


barba blancos como la nieve. Pero ¿qué le pasa a usted? ¿Es que conoce usted a esa
gente?

—¿Que si los conozco? Mejor que todos ustedes. Fred Hammer vivía junto a
nosotros y Mary, su hija mayor era mi prometida. Los bush-headers me la robaron y,
al salir nosotros en persecución de la banda, Bill el Canadiense la mató y mató
también a mi padre.

—Eso concuerda con lo que me dijeron. ¿Entonces es usted Tim Kroner, de


quien me habló tan bien el príncipe del petróleo?

—Yo soy. Me fui después a la pampa y cuando volví, algunos años después,
encontré la granja ocupada por gentes extrañas.

—Es que Fred Hammer la vendió bien y después tuvo un negocio en San
Luis. Guy Willmers viajaba por cuenta de ese negocio y una vez que llegó al
Coteau, descubrió el petróleo. Naturalmente, todos se trasladaron allí. Tiene usted
que ir a verlos, master Kroner y les dará una alegría inmensa, se lo aseguro.
—¡Zounds! ¡Que me atraviesen y me asen como a ese pedazo de búfalo, si
mañana mismo no me pongo en camino! Estoy ya harto de las Black Hiils y quiero
ahora vérmelas con los pieles rojas, los linces y los osos. Quizás tenga yo también
la suerte de encontrar un agujero de donde salga todo un lago Michigan de
petróleo.

—Pero antes tiene usted que contarnos la historia de los bush-headers. Bill el
Canadiense ha estado hace poco en Des Moines, donde ha ganado doce mil dólares
al monte de tres cartas, juego endemoniado, que me parece mucho peor aun que el
monte que se juega en Méjico y por allí.

—la mí me cuesta bastante más de lo que representaría una montaña de


dólares de plata! Ahora oirán ustedes por qué.

»Cuando acabé mi narración, nos envolvimos en nuestras mantas, pusimos


la primera guardia y cerramos los ojos. Pero yo no podía dormir. No hacía más que
pensar en Fred Hammer, Betty y Guy Willmers; las imágenes de los tiempos
pasados revivían en mí. Cuando soñé en el lejano Arkansas, con las dos pequeñas
granjas, con mis padres y con Mary, que estaba delante de mí con toda su
hermosura y su bondad, tal como yo la conocí, también estaba allí Bill el
Canadiense, que quería estrangularme y en el momento en que me agarraba, me
desperté.

—¡Tim Kroner! A usted le toca la última guardia. Creo que es ya hora.

»Era el viejo trampero el que me había cogido por el brazo; pero les digo a
ustedes que hubiera dado cualquier cosa por tener en realidad delante de mí a
William Jones.

»Para estar preparado a marchar por la mañana temprano, me había


reservado con toda idea la última guardia. Cuando ésta terminó y desperté a la
gente, pregunté al trampero el camino que debía seguir.

—Marche usted siempre en dirección Este hacia el Missouri, crúcelo donde


confluye con é el Green-Fork y siga la orilla de este río arriba. El Coteau avanza
dentro del valle del río en unos altos promontorios que parecen pulpitos
gigantescos y que son fáciles de contar. Comience usted la ascensión entre el
tercero y el cuarto y al cabo de dos días a través de una selva virgen en dirección
Norte, saldrá a una pampa de hierba de búfalo. Crúcela usted en la misma
dirección y a los cuatro días de viaje, aproximadamente, llegará usted a un
riachuelo a cuya orilla vive Willmers.

—¿Qué pieles rojas hay por aquella comarca?

—Sioux, en su mayoría de la tribu de los Ogellallah; la peor gente cuando


emigran los búfalos, en primavera y en otoño. Como ahora estamos en pleno
verano, es casi seguro que no los encontrará. Deben de haberse retirado entre la
meseta y Niobrasa.

—Le agradezco sus indicaciones y si alguna vez volvemos a encontrarnos le


contaré mi viaje.

—Bien. Salude usted de mi parte a aquella gente y dígales que les deseo de
todo corazón suerte y petróleo.

»Me despedí de mis compañeros, monté en mi Arrow y me dirigí al Oeste.


Encontré todo como me lo había dicho el trampero y seguí puntualmente sus
indicaciones. Al llegar al Green-Fork vadeé el Missouri y me encontré con varios
altos promontorios separados, de cumbre redondeada, divididos por valles llenos
de abismos y de maleza que conducían a la meseta. Cuando pasé el cuarto de estos
gigantes torcí a la derecha. La garganta en que me interné tenía tal cúmulo de
rocas, guijarros y troncos derribados, medio podridos, y llenos de toda clase de
plantas trepadoras, que costó no poco trabajo adelantar terreno con mi caballo.
Gracias a mi buen tomahawk, con el cual me fui abriendo camino, pude llegar
finalmente a la meseta.

«Allí me encontré en medio de una hermosa selva virgen, sin nada de monte
abajo, así es que pude avanzar rápidamente. Con mi valiente Arrow, apenas
necesité dos días para proveerme de carne, pues no sabía si en la sabana
encontraría caza.

«Una vez aprovisionado, proseguí mi viaje en dirección Norte. Los dos


primeros días transcurrieron sin que me ocurriera nada de particular. El tercero me
levanté un poco más tarde que de ordinario y estaba ensillando a Arrow cuando vi
venir hacia mí un jinete, por el mismo camino que había recorrido yo.

«¿Quién podría ser aquel hombre y qué vendría a hacer por aquella
apartada sabana? Más por costumbre que por precaución, me cercioré de que el
machete y el revólver estaban en disposición de usarse y esperé al desconocido a
caballo, preparado para lo que viniera.
»'Conforme se iba acercando descubría yo cada vez con más claridad los
detalles de su figura alta y robusta. Montaba un rocín de patas muy altas, cabeza
extraordinariamente grande, y cola pequeña y de escasa crin, que aun parecía más
diminuta por el contraste; pero de un paso muy respetable. Traía en la cabeza un
sombrero de fieltro de enormes alas; cubría su cuerpo una chaqueta de cuero, cuyo
sencillo corte no le estorbaba los movimientos y protegía sus piernas con unas
botas altas que le llegaban hasta el tronco. Llevaba en bandolera un rifle de dos
cañones y al cinto las bolsas de pólvora y municiones. Junto al machete tenía un
revólver y dos objetos extraños, que luego resultaron ser un par de esposas.

«No me era posible verle la cara, por las ancháis alas del sombrero. Lo dejé
avanzar hasta que llegó a tiro y entonces levanté mi rifle.

—¡Alto, master! ¿Qué hace usted por estos parajes?

»El desconocido detuvo su caballo y se echó a reír.

—¡Heigh-day, esta sí que es buena! Tim Kroner, viejo coatí ¿es que quieres
pegarme un tiro?

—¡Por el diablo, que yo conozco esa voz! —repliqué, bajando el rifle—, pero
ese maldito ¡sombrero no me deja... ¿Eres tú, realmente, Abraham Lincoln, el que
se pasea tan temprano en esa cabra?

—Claro que soy yo, si no te sirve de molestia. ¿Me permites que me


acerque?

—Ven acá y dime qué te trae por aquí.

—Primero tienes que decirme que es lo que vienes a hacer a esta hermosa
comarca en tu Arrow.

—Vengo a hacer una visita a un conocido tuyo y mío.

—¿A un conocido nuestro? ¿Y quién es?

—Adivínalo.

—Dime primero dónde vive.

—Allá abajo en un risco de donde mana petróleo como agua.


—¡Ah! Guy Willmers, el príncipe del petróleo.

—Good lack, ¿lo conoces tú?

—Personalmente no, pero tú me hablaste en Smocky-Hill del yerno de Ered


Hammer.

—¿Tú sabías que Fred Hammer se ha trasladado al Coteau du Missouri?

—No. Sé que Fred Hammer vive aquí, pero que se trata del que los dos
conocemos no lo he adivinado hasta que tú me has hablado de un conocido, y
entonces también he recordado el nombre de Guy Willmers.

—Well. Pues a verlos voy yo. ¿Y tú?

—También voy a verlos.

—¿Cómo? ¿Tú también? ¿Y qué vas a hacer allí?

—Eso es un secreto; pero a ti puedo confiártelo. Anda, coge las riendas y


vamos. Ahora mírame bien. ¿Qué crees que soy?

—El mejor sujeto que hay entre Nueva Escocia y California.

—Eso no es una respuesta. Me refiero al oficio que tengo.

—Mira, que adivine quien quiera, pero yo no. Menos trabajo me cuesta
derribar un búfalo que adivinar un acertijo.

—¿No ves en mí algo que no corresponde al equipo de un trampero?

—¡Ah! sí, las dos ratoneras. Pero ¿es que te has vuelto policía?

—Propiamente policía no; pero si no lo tomas a mal, puedes ver en mí un


abogado que ya tiene cierto nombre. Tú me encontraste en el viejo Kansas con el
Código y pronunciando un informe. Aquella fue mi Universidad y bien me ha
servido lo que en ella aprendí.

—¿Conque abogado? Ya sabía yo que tú ibas por buen camino y creo que no
has de pararte mucho en el punto en que estás. Pero, ¿qué tiene que ver el ser
abogado con tu viaje a caballo?
—Mucho. Dentro del abogado llevo el hombre del Oeste con toda su
habilidad para rastrear, y algunas veces he conseguido echar el guante a criminales
sumamente astutos, que habían escapado a los policías más finos. Ahora un loafer
de lo más redomado se ha entretenido en estafar bonitamente a algunos peces
gordos de Illinois y de Iowa y como ningún detective hasta ahora ha podido
cogerlo, me han dado el bonito encargo de buscarlo y entregarlo a la justicia, vivo
si es posible. Esto «si es posible», me autoriza, naturalmente, a usar las armas
cuando me parezca.

—¿Cómo se llama ese individuo?

—Usa una docena de nombres, de los cuales no se sabe cuál es el verdadero.


Su última hazaña, la falsificación de letras importantes, la ha realizado en Des
Moines, y desde allí sus huellas, parecen indicar que se ha dirigido al Coteau. Todo
criminal tiene un punto débil, que le descubre y que acaba por llevarlo ante el juez,
más pronto o más tarde. En éste es la preferencia por los propietarios de minas de
petróleo. Parece que conoce bien este negocio y sospecho que ha ido en busca de
Guy Willmers.

—¡Heigh-ho! No le va a salir buena cuenta si así lo ha hecho. Como esté allí


espero decirle dos palabritas. ¿No será Bill el Canadiense?

—No. ¿Por qué?

—Porque lo han visto últimamente en Des Moines, donde dicen que ha


ganado doce mil dólares.

—Ya lo sé. De allí ha desaparecido sin dejar rastro y, como siempre,


aparecerá en otro lugar, donde menos se le espere. Es un hombre muy peligroso,
sobre todo porque no se le puede prohibir jugar y porque sus otras pillerías las
hace de modo que no hay manera de cogerlo por ningún lado. Mucho me chocaría
que no nos tropezáramos con él, pues siempre que tú y yo nos hemos encontrado,
ha sido él el que nos ha dado que hacer.

»Continuamos nuestro camino en compañía como era natural. Hicimos una


noche más y ya nos parecía que debíamos de estar cerca del río.

»A distancia, claro está, era imposible verlo. Nos pusimos a buscar señales
de su proximidad; pero no observamos nada importante, hasta que por fin,
sentimos un olor especial, que se iba intensificando cada vez más.
—¡Lack-a-day! ¿Qué perfume es éste que ataca a mi nariz, como si me hubiera
rociado una mofeta de dos varas? — pregunté—. ¿Sabes lo que es, Abraham? No
es el olor del buharro. No sé verdaderamente de dónde vendrá este aroma de
violetas.

—Puedo decírtelo ahora mismo; pero a un hombre del bosque que tiene la
experiencia que tú ¿hace falta que se lo diga? Huele más y acertarás lo que es.

»Aspiré fuertemente el aire por la nariz; pero en vano.

—No doy con ello, Abraham. Huele a muerto, a resina y me parece que
también a barniz o a laca.

—¿No has estado en el condado de Venan go ni en Oil-Kanawha?

—¡Ah! ¿Oil-Kanawka? Ya, ya sé lo que es. Huele a petróleo. Pronto veremos


el río.

»Por el momento no veíamos nada más que la inmensa pampa; pero, algo
después observamos una faja de vapor que se extendía sobre ella de Este a Oeste.
Nos acercamos rápidamente y cuando llegamos a alcanzarla nos encontramos a la
orilla del río, en la que se veía la instalación propia de las explotaciones de
petróleo. En la parte alta, a un centenar de cuerpos de caballo del rio, había una
vivienda de hermosas proporciones, al lado de amplios edificios de carácter
industrial; abajo, junto al río, había una perforadora en plena actividad y a un lado
de ella se extendía una serie de casitas de obreros. Dondequiera que se dirigiera la
vista, se veían fondos, duelas, cercos de barril, barriles ya terminados; unos vacíos,
la mayor parte Henos del precioso combustible.

—¡Good lack! aquí es —dije yo—. Pero me gustaría saber cómo se las arregla
este Guy Willmers para transportar el petróleo desde aquí, pues en el Coteau no
hay camino alguno por donde puedan ir los pesados vehículos que se necesitan
para ello.

—¿No ves aquellas barcazas en el río? En ellas llevan los barriles al Missouri
y allí tienen ya el camino abierto.

»Lincoln se quitó las esposas del cinturón y prosiguió:

—Voy a esconderlas debajo de la montura, porque no quiero que pregonen


lo que me trae aquí.
»Cuando llegamos a la casa, salía de ella un obrero.

—Good day, amigo. ¿Es aquí donde vive un master Willmers? — preguntó
Lincoln.

—Yes, master. Pasen ustedes. Los señores están ahora comiendo.

»Atamos nuestros caballos y entramos. En el comedor estaban sentados a la


mesa Fred Hammer, Guy Willmers y Betty, a quienes en seguida reconocí. Dos
señoritas que debían de ser las hijas del matrimonio y entre ellas un caballero
desconocido para mí. Willmers se levantó.

—Pasen ustedes, señores. ¿Qué trae a ustedes por aquí?

—Una cantimplora llena de recuerdos de cierto Tim Kroner, a quien creo


que conocen ustedes — respondí.

—¿De nuestro Tim? Eso es... ¡Heigh-ho! ¡Si eres tú mismo, viejo oso! Casi no
te hubiera reconocido. En la pampa te ha crecido la barba de tal modo que no se te
ve más que la punta de la nariz. ¡Bien venido mil veces! Anda, estrecha también la
mano a éstos.

»Aquel era un recibimiento que podía enorgullecerme. La emoción me


ahogaba y por un momento me olvidé de mi compañero.

—Aquí os traigo a uno a quien debéis conocer. ¿O es que habéis olvidado a


Abraham Lincoln, que nos guió hace tantos años, cuando íbamos persiguiendo a
los bush-headers?

—¿Abraham Lincoln? ¡Es verdad! Bien venido sea usted y no nos tome a mal
que no nos hayamos ocupado antes de usted. Ha cambiado usted un poco en el
tiempo que hace que no nos vemos.

»Tuvimos que sentarnos a la mesa, tal como estábamos y entonces nos


presentaron al caballero que estaba con ellos.

—Este es nuestro amigo, sir David Holmann, de Young-Kanawha, que nos


honra con su presencia desde hace una semana. Es propietario de una porción de
pozos de petróleo y ha venido para tratar conmigo de algunas cuestiones de
exportación —dijo Willmers—, Luego presentaré a usted a master Belfort, que ha
ido a visitar las casas de nuestros obreros. Es un perfecto caballero, de mucha
experiencia y gran habilidad, como hay pocos. Con la baraja es capaz de encantar
al mismo demonio.

»Se entabló una conversación muy animada y me chocó que Lincoln apenas
tomase parte en ella, no diciendo casi más que monosílabos. ¿Por qué lanzaba
aquellas miradas penetrantes y escrutadoras al señor Holmann, cuando éste no lo
notaba? ¿Sería aquél el hombre a quien buscaba?

»De pronto se abrió la puerta y, sin poder contenerme, me puse en pie de un


salto y me quedé mirando fijamente al individuo que entró. Su cabello oscuro y su
barba negra, así como su traje, que era el de un hombre de posición acomodada,
me hicieron dudar; pero hubiera jurado que... No llegué a traducir en palabras mi
pensamiento, poique en aquel momento Guy Willmers se levantó.

—Señores, presento a ustedes a master Belfort, que es...

—¿Master Belfort? —dijo Lincoln—. Pienso que lo mismo puede llamarse


Fred Fletcher o William Jones, siempre que agregue que es Bill el Canadiense.

—¿Bill el Canadiense? — dijo Fred Hammer, cogiendo un cuchillo y


levantándose.

—¡Cuidado con lo que se dice, señor! — exclamó Jones, pues no era otro, y
en cuanto habló lo reconocí también por la voz—. la un caballero no se le ofende
impunemente!

—Es verdad — respondió Lincoln — pero tengo la seguridad de no haber


ofendido a ningún caballero. ¿Cuánto ha gastado usted en raíz de bardana y en
piedra infernal para teñirse el cabello? Le aconsejo que emplee mejor para ese
objeto un peine de plomo, que tiñe también la raíz del pelo y no la deja de su
primitivo color como le ha pasado a usted. Master Willmers: decía usted que este
hombre maravilla con sus juegos de cartas. ¿No ha jugado un poco con ustedes al
monte de tres cartas?

—Sí, y buenos cuartos nos ha ganado —respondió Hammer—. Ya soy viejo


y tengo, la vista débil; de lo contrario lo hubiera reconocido en seguida. Pero ya no
cabe duda de que tengo delante de mí al asesino de Mary y by God que recibirá su
merecido inmediatamente.

—¿Va usted a apuñalar a su huésped, Fred Hammer?—dijo Bill el


Canadiense—. ¿Es que puede usted probar que yo fui realmente quien mató a su
hija?

—¡Y a mi padre también! —exclamé yo—. No, no podemos probarlo; pero sí


podemos jurarlo. Como también que usted recibió sesenta palos en Smoky-Hill y
luego condujo a los indios a atacar el fuerte.

—¿Yo? —dijo sonriendo de un modo siniestro—, no puedo negar que recibí


sesenta palos y algún día saldaré mi cuenta con usted por este concepto; pero lo
desafío a que demuestre lo de los pieles rojas. ¿A que no?

—Nosotros, master Lincoln y yo, estábamos muy cerca de usted cuando con
Pantera Negra presenciaban el tiro del hijo de éste y hablaban de su plan. También
estábamos en un claro del bosque cuando usted guió a los indios, usted y el jefe
delante de todos. Dimos cuenta al coronel, naturalmente, de la conducta de usted y
después espantamos los caballos de los indios con petardos. Aquello fue un golpe
maestro. ¿No es verdad, master Jones?

»Al oír esto, que hasta entonces no había sabido, sus ojos relampaguearon y
cerró los puños; pero comprendió que tenía que contenerse.

—¿Me reconocieron ustedes con tanta seguridad que puedan decir lo que
dicen, señores? — dijo con los dientes apretados.

»Entonces Lincoln se acercó a él.

—Lo que le digo es que, si quisiéramos, podríamos proceder con usted de


un modo sumario. Ya sabe usted lo severa que es la ley de Lynch. Pero usted es
huésped de esta casa y además confieso honradamente que en Smoky-Hill
reconocimos su voz y luego le vimos a usted; pero no con tanta seguridad que
podamos en conciencia meterle una bala en el cuerpo. Somos ciudadanos libres de
los Estados Unidos y no juzgamos más que con pruebas decisivas. Estos caballeros
no querrán seguramente que les devuelva usted el dinero que les ha estafado.
Desprecian demasiado a Bill el Canadiense para hacerlo así. Ahora, oiga usted mi
decisión: va usted a marcharse de aquí en un plazo de diez minutos; al undécimo
hablará mi rifle, puede usted estar seguro de ello.

—¿Es usted por ventura dueño y señor de! Oilwork? —preguntó entonces
David Hollmann—. A master Jones no puede usted probarle nada y nosotros
hemos jugado honradamente.

—Es verdad que no soy un príncipe del petróleo; pero si alguien a quien Se
acostumbra a respetar. Y cuando digo a este hombre cuál es mi decisión, sé muy
bien lo que hago.

—Veamos quién es usted.

—Aquí lo dice.

»Sacó un papel del bolsillo, se lo entregó a Hollmann y me hizo una señal


que comprendí en seguida. Salí en busca de las esposas que estaban bajo la
montura de su caballo, y cuando volví, Hollmann, muy pálido miraba fijamente al
documento.

—Ahora bien, master Hollman o Waller o Pancroft o Agston, ¿qué le parece


esta orden de prisión? — preguntó Lincoln—. En Iowa y en Illinois y
especialmente en Des Moines tienen muchas ganas de volver a ver a un caballero
que dice que posee en Young-Kanawha una multitud de pozos de petróleo. Es
realmente una lástima que le falte a usted el dedo meñique; este defecto le ha
delatado a usted. Voy a librar a nuestro amigo Willmers de dos huéspedes que no
pueden continuar en un lugar tan honrado como éste.

—¡Alto, caballero, aun falta mucho para eso! — exclamó Hollmann,


dirigiendo una mirada a la puerta y a la ventana.

—Pues yo pienso que no. Y si no quiere usted creerlo todavía, mire estas
joyas con que le voy a adornar.

»Diciendo esto, me cogió las esposas y al mismo tiempo yo saqué el


revólver. Hollmann se echó la mano al bolsillo.

—¡Fuera esa mano o disparo! — le dije en tono amenazador.

—¿Ve usted como no faltaba tanto? —dijo riendo Lincoln—. Alargue usted
tranquila mente las manos, y oiga lo que le digo: ya ha leído usted la orden de
prisión que le entrega a usted por completo en mi poder. Voy a contar hasta tres. Si
para entonces no tiene usted las esposas puestas, va usted a ver cómo sabe una
bala. Tim, dispara cuando yo diga tres.

»Se acercó a él y abrió las esposas.

—Uno... dos...
Hollmann vio que la cosa iba de veras; presentó las manos y se dejó esposar.
Después se volvió Lincoln a William Jones.

—Han pasado cinco minutos, todavía tiene usted otros cinco. Yo no hablo en
broma. ¡Largo de aquí!

»Fred Hammer tenía aún el cuchillo en la mano. Se acercó a Jones, le puso el


puño en el rostro con gesto amenazador y dijo:

—¡Fuera de aquí! Ya me cuidaré de que se aleje usted de estos parajes sin


necesidad de armar escándalo.

»De un empujón lo echó fuera de la puerta y al poco rato Bill el Canadiense


se alejaba a caballo.

»Entonces entró en la habitación un obrero.

—Master Willmers, ¿tiene que seguir trabajando la perforadora? El ingeniero


me ha encargado que le diga a usted que si se sigue perforando, el petróleo saldrá
dentro de un cuarto de hora.

—¡Ah! Por fin. Bien; que pare la máquina, porque tengo que avisar para que
no haya luces ni fuegos encendidos, no sea que tengamos una catástrofe. Ya es casi
de noche; mañana temprano daremos salida al petróleo.

»El obrero salió para cumplir la orden.

»Sepan ustedes, señores, que cuando la perforadora llega al petróleo, éste


brota de la tierra formando un alto surtidor y si los gases ligeros que salen antes
que él se encuentran con la más pequeña llama se produce un espantoso incendio
que se propaga con rapidez enorme sin que se le resista nada.

—¿Tiene usted una habitación segura? — dijo Lincoln dirigiéndose a


Willmers —en que poder alojar a nuestro buen señor Hollmann?

—Tengo un gabinete bueno y seguro. Vengan ustedes.

»Los tres salieron y yo me quedé, explicando a Betty y a las señoritas el


suceso que tan inesperadamente se había producido en su presencia. Cuando
todos estuvimos de nuevo sentados a la mesa, Hammer y Willmers se deshicieron
en expresiones de agradecimiento a Lincoln, que en modo alguno quería
aceptarlas. Dijo que a la mañana siguiente quería marcharse; pero esta idea
promovió una protesta general.

—Va usted a tener que hacer con su prisionero un largo, molesto y peligroso
viaje por el Goteau hasta Iowa —le dijo Willmers—. Espere unos días y podrá con
toda comodidad ir en una de las tres barcazas nuestras que saldrán río abajo hasta
el Missouri. Pronto llegará a Yakton y a Dakota y luego le queda ya poco hasta Des
Moines. ¡Quédese usted! Su prisionero está bien seguro aquí.

»Lincoln comprendió las ventajas de este proyecto y cedió.

»Llegó la noche. Habíamos desatado nuestros caballos y los habíamos


dejado sueltos pastando. No podíamos llevarlos al establo; estaban acostumbrados
a la libertad y se habrían hecho daño en un espacio tan estrecho. Mientras todos
estaban charlando en el salón, me acerqué al río para ver qué hacían los caballos.
La noche estaba tan oscura que apenas podía distinguir las oleaginosas aguas del
río desde la tierra firme.

Llegué al sitio donde habíamos visto nuestra llegada la perforadora en


actividad. Para la impulsión de la máquina, se había hecho llegar hasta una altura
algo mayor que la suya un canal en el que se movía una rueda. Al acercarme oí un
ruido continuo que me hizo quedarme parado. ¿Estaría la perforadora todavía en
marcha? No acertaba a explicarme lo que ocurría cuando me asaltó un terror súbito
al ver brillar una luz dentro de la vieja empalizada que rodeaba la perforadora,
pues recordé que Willmers había prohibido que se encendiese luz alguna. Escuché
atentamente y percibí rumor de pasos. Un hombre y luego otro pasaron
cautelosamente cerca de mí. La oscuridad me impidió ver con certeza quienes eran;
pero creí reconocer a Jones y Hollmann.

»Antes de que se me ocurriera seguirlos, habían desaparecido en la


oscuridad. Volví a la casa a todo correr, entré en el salón y pregunté a Lincoln:

—¿Está Hollmann bien guardado, Abraham?

—¿Por qué lo preguntas? Hace una hora he estado con él.

—Me parece haberle visto con Jones junto a la perforadora. En la máquina


hay una luz y la rueda está en movimiento.

—¿Hay luz y la rueda está en movimiento? —gritó Willmers—. ¡Dios mío!


¿Se habrá escapado? Ahora recuerdo que delante de él se dijo que el petróleo
estaba próximo a brotar y... ¡Pronto, pronto, vamos a ver qué ha ocurrido!

»Todos salimos apresuradamente. El cerrojo de la sólida puerta que cerraba


el sótano donde habíamos llevado al prisionero estaba descorrido. Abrimos la
puerta; el sótano estaba vacío.

—¡Bill el Canadiense ha vuelto y lo ha libertado! —exclamó Lincoln—.


¡Ahora tenemos que...!

—¡Déjelos en paz! —le interrumpió Willmers—. Mañana temprano


encontraremos sus huellas y podremos perseguirlos. Los tenemos seguros. Lo que
importa ahora es la perforadora. ¡Vamos!

Las mujeres estaban mudas de terror. Los hombres salimos corriendo en


dirección a la perforadora; pero apenas habíamos dado unos pasos cuando se oyó
una tremenda explosión, como si la tierra se hubiera desgarrado. El suelo tembló y
cuando yo, que había cerrado los ojos aterrorizado, volví a abrirlos vi surgir en el
lugar que ocupaba la perforadora un haz de llamas de sesenta pies de altura o más.
Al mismo tiempo se propagó un penetrante olor a gas que casi nos impedía
respirar.

—¡Todo el valle arde! — gritó Willmers, y así era. Del pozo donde estaba la
perforadora brotaba un mar de fuego que iba a parar al rio. Jones había libertado a
Hollmann y los dos, para vengarse, habían puesto en marcha la perforadora,
encendiendo en ella una luz. Desgraciadamente, esto había ocurrido pocos
momentos antes de que la perforadora llegase al petróleo. Cuando llegó, los gases
que salían por la abertura, se incendiaron en la luz. Desde donde estábamos
nosotros hacia abajo toda la atmósfera parecía arder. Por fortuna, el fuego no podía
alcanzarnos, como tampoco a los obreros, cuyas casas estaban algo apartadas del
río. Sin embargo, fui hacia allí por si necesitaban auxilio. De pronto me fijé en un
hombre que contemplaba el incendio y que echó a correr en cuanto me vio. Esta
huida me pareció sospechosa y corrí en persecución suya. Cuanto más me acercaba
a él más claramente me daba cuenta de que había algo que le impedía correr con
libertad y de que sus brazos no se movían. Redoblé mis esfuerzos y cuando lo hube
alcanzado reconocí a Holmann, que tenía las manos esposadas aún. Me lancé sobre
él y lo arrojé al suelo y le puse una rodilla en el pecho. Trató de defenderse; pero
con las esposas, su resistencia fue insignificante. Le quité el pañuelo que llevaba al
cuello y con él le até los pies. Rechinaba los dientes de ira y me miraba con ojos
furiosos; pero no pronunció una sola palabra.
—¡Buenas noches, master! —le dije—. El paseo que se ha dado usted no ha
sido muy largo. ¿Quiere decirme dónde está William Jones?

«No contestó.

—¡Está bien! Ya procuraremos buscarlo sin su auxilio.

»Lo agarré por el cuello y lo llevé a rastras a la casa, donde lo encerramos de


nuevo. Después nos dedicamos todos los hombres a buscar a Jones, cada cual por
su lado. Teníamos tiempo sobrado, porque por entonces no podíamos combatir el
fuego. Todas nuestras pesquisas fueron inútiles; Jones se nos había escapado.

»El fuego duró algunos días, pasados los cuales logró el ingeniero localizarlo
primero y luego extinguirlo. No hizo mucho daño; por lo menos no hizo el que
pensaban Jones y Hollmann, que seguramente se habían propuesto nuestra muerte
al provocarlo. Más tarde supe que Bill el Canadiense andaba por el bajo Mississippi
y que ganaba bastante dinero con el juego. Desde entonces han pasado vario años;
pero tengo la esperanza de que aun viva y de que caiga alguna vez en mis manos.

»Lincoln se llevó a Holmann cuando las barcazas bajaron el


Missouri.Cuando me despedí de él no lo hice sin emoción, pues el honrado
Abraham se me había metido muy adentro en el corazón. No pude acompañarlo
porque Fred Hammer y Guy Willmers se opusieron y las señoras me pidieron que
me quedase, en tal forma que no tuve más remedio que hacerlo.

»Luego nos enteramos de que Holmann fue condenado a cadena perpetua.

»Abraham Lincoln, como yo le había pre dicho, no se quedó en simple


abogado, sino que llegó al puesto más alto a que puede aspirar un selfman. Llegó a
Presidente de los Estados Unidos y desgraciadamente recibió un tiro como
recompensa de todo el bien que hizo y que pensó. ¡Maldición sobre el canalla que
lo asesinó!

»¿Y yo? No me dejaron en paz hasta que planté mi tienda junto a Willmers.
Arrow no quedó muy satisfecho con esta solución y yo también sentía tal
hormiguillo en todo mi cuerpo que al cabo de uno o dos meses acabé por coger
otra vez el rifle y el tomahawk y volví a la sabana y a los bosques, donde pude
olvidar el olor a petróleo y demostrar a los búfalos y a los indios que Tim Kroner
no tiene ganas todavía de cambiar la hermosa pampa por los eternos campos de
caza. Entre Longs Peak y los Epanish Peaks tengo mi cazadero y allí he tomado el
nombre con que me han designado ustedes antes de «el hom bre del Colorado». Y
también es verdad lo que han dicho ustedes de que yo soy el mejor cazador que
existe. ¡Quisiera ver quién es el que puede compararse conmigo en cualquier cosa
que fuere! ¡Lo dicho! Ya he satisfecho el deseo de ustedes y mi narración ha
terminado.
III

El narrador hizo la afirmación de que nadie podía compararse con él en un


tono tal dé suficiencia que uno de los presentes a quien debió de parecerle fuera de
lugar, dijo:

—Mucho le agradezco su precioso relato y me complazco en ofrecerle mis


respetos. Sabemos muy bien de lo que es capaz el hombre del Colorado; pero
¿realmente no hay ningún otro que pueda ponerse a su lado?

—¿Y quién había, de ser? — preguntó el presuntuoso cazador.

—Winnetou, por ejemplo.

—¡Bah! Un indio.

—¿Y Old Firehand?

—Muchas veces me he medido con él.

—¿Y Old Surehand?

—Tampoco me da cuidado.

—¿Y Old Shatterhand?

—He andado mucho a caballo con él y no me ha podido enseñar nada.


Todos ellos son gente para quienes lo más importante es el nombre. Precisamente
Shatterhand ha cometido delante de mí muchos errores de los que no le hubiera
creído capaz. Tiene mucha fuerza corporal; pero nada más.

Mientras decía esto se levantó y se acercó a mi mesa. No era, ni mucho


menos, mal narrador y yo le había escuchado con interés, aunque respecto de lo
que decía, sabía a qué atenerme. Este pensamiento debió de reflejárseme en la cara,
porque se plantó delante de mí y me dijo:
—Cuando usted hablaba antes con la señora Thick, le oí decir que es usted
dutchman.

La palabra dutchman se emplea para designar despectivamente a los


alemanes y por ello respondí tranquilamente:

—No soy dutchman, sino german.

—Es lo mismo. Digo dutchman y lo sostengo. ¿Por qué ha puesto cara de


duda cuando yo contaba mi historia?

—¿Es que le interesa a usted mi cara?

—En realidad no me interesa absolutamente nada. No tiene usted una cara


que merezca mi atención; pero en este caso se trata de otra cosa. Ha puesto usted
una cara como si no creyera lo que yo decía. ¿Es así o no?

—¿Le importa a usted mucho lo que yo piense?

—¡Vaya una pregunta estúpida! Su cara rae chocó y quiero saber, a toda
costa qué significa. ¿O es que tiene usted miedo de decírmelo?

—¿Miedo? No, que yo sepa.

—Pues entonces, ¡fuera con ello!

Todos los parroquianos estaban en silencio, hasta los de las mesas más
alejadas. Esperaban una escena violenta y nos escuchaban con atención. Yo le
respondí con cachaza y riendo:

—No tengo por qué ocultar que me ha sorprendido un anacronismo muy


curioso que he observado en su relato.

—¿Anacronismo? ¿Y qué es eso? Hable usted de modo que se le entienda.

—Bien; hablaré con toda claridad. ¿Cuándo empezó a agitarse la cuestión


del petróleo, tal como ahora se entiende?

—¡Cualquiera lo sabe!

—Yo lo sé. En el año 1859. ¿Y cuándo se descubrieron en los Estados Unidos


los primeros pozos de petróleo?

—Contéstese usted a sí mismo si quiere. —Dos años antes, o sea en 1857.


Ahora bien; usted habla de una perforadora de petróleo de más allá del Coteau,
donde estuvo Lincoln poco después de hacerse abogado. ¿Cuándo se hizo Lincoln
abogado?

—¡Déjeme usted en paz con sus preguntas necias!

—No son tan necias como usted cree y son necesarias para lo que voy a
decir. Lincoln se estableció como abogado en Springfield el año 1836, más de veinte
años antes del descubrimiento del primer pozo petrolífero. ¿Cómo se compagina
esto con lo que usted nos ha contado?

—Me es indiferente que se compagine o no. —Pues entonces que le sea


también indiferente la cara que yo ponga.

—¿Quiere usted decir que lo del incendio del petróleo no es cierto? — dijo
con voz amenazadora.

—De que sea cierto no tengo la menor duda; ahora que el lugar y las
personas son distintas.

—¿Cómo es eso?

—Old Shatterhand presenció un incendio de ese género, en el rico de New-


Venango. El príncipe del petróleo no se llamaba Willmers, sino Forster.

—Eso me tiene sin cuidado y no modifica en nada lo que yo he visto. Hay


muchos incendios de petróleo.

—¿En circunstancias tan extraordinariamente semejantes? ¡Hum! Además,


conozco muy bien a Tim Kroner, el hombre del Colorado.

—¡Thunder-Storm! ¿Es que quiere usted decir que yo no soy Tim Kroner?

—Puede muy bien ocurrir que dos personas lleven el mismo nombre; pero el
auténtico, el verdadero hombre del Colorado es el que yo conozco.

—¡Pues buena pieza conoce usted! Quienquiera que le haya dicho que es
Tim Kroner, el hombre del Colorado, ha mentido y es un canalla. Téngalo usted
entendido y si dice usted lo contrario le tapo la boca con este hierro.

Diciendo esto tiró del machete. Al momento saqué mi revólver, le apunté y


respondí:

—¡Tápemela usted si le da tiempo para ello! Las balas van más aprisa que
los machetes.

Se quedó inmóvil un instante y luego bajó el machete diciendo en tono


desdeñoso:

—¡Bah! Tim Kroner no necesita preocuparse por la cara que ponga un sujeto
como usted. Puede usted hacer todos los gestos que quiera; me importa un bledo,
porque yo seguiré siendo el que soy.

Volvió el machete al cinto y se sentó otra vez donde estaba. Los presentes,
no esperaban esta solución pacífica de la disputa; pero se guardaron de traducir en
palabras su decepción. Yo habría podido proceder de muy otro modo; pero no me
pareció bien ofrecer a los parroquianos de una casa de huéspedes un espectáculo
por el estilo de los que dan los runners y los loafers. Nada me importaba que allí
pensasen que yo temía al supuesto hombre del Colorado.

Cuando hubo ocupado de nuevo su sitio, dirigió una mirada alrededor de la


mesa y preguntó:

—¿Hay alguno de ustedes, señores, que dude que yo soy el auténtico


hombre del Colorado?

Todos movieron la cabeza negativamente y entonces uno de los caballeros


que hasta entonces no había hablado, le contestó:

—No tenemos motivo alguno para dejar de creer a usted; pero por mi parte
tengo que hacer una observación a la última parte de su narración, que tal vez le
guste y tal vez no le guste.

—¿Cuál es?

—Que usted no puede pegar un tiro a Bill el Canadiense.

—¿Por qué?
—Porque ya ha muerto.

—¡All devils! ¿Ha muerto?

—Yes.

—¿Lo sabe usted de cierto?

—De cierto.

—¿Y dónde ha muerto?

—En la misión de Santa Lucía junto a Sacramento.

—¿Y cómo murió? Espero que no habrá sido de enfermedad, pues tan gran
bribón no merecía esta clase de muerte.

—No crea usted que ha escapado bien. Tiene que agradecer su fin a un
hombre cuyo nombre ya se ha pronunciado aquí.

—¿Qué nombre es ese?

—Old Shatterhand.

—¿Cómo? ¿Old Shatterhand fue el que puso término a sus fechorías?

—Sí.

—¿Y cómo fue eso?

—Es una historia interesante, sumamente interesante, que yo debería haber


publicado, pues yo soy literato, señores. Esto lo digo para aquellos de ustedes que
no lo sabían.

—¡Cuéntela usted! ¡Que la cuente! — dijeron todos.

—¡Hum! Un escritor no debe contar lo que piensa dar a la prensa, como


comprenderán ustedes.

Evidentemente, quería hacerse de rogar. Ante las reiteradas súplicas de los


oyentes, dijo:
—Well, estamos aquí tan agradablemente con estas narraciones, que les voy
a contar a ustedes la cosa tal como pasó.

La señora Thick se me acercó y me dijo por lo bajo:

—Mucho le agradezco que haya evitado antes el escándalo. Espero que


quedará usted satisfecho de este relato. El que lo va a hacer escribe libros y es un
encanto oírle hablar.

Debo confesar que tenía curiosidad por ver qué historia habría podido
componer aquel hombre con un hecho tan sencillo.

El escritor buscó una postura cómoda y comenzó con el tono de un hombre


muy acostumbrado a hacer narraciones:
IV

—El hecho ocurrió en el puerto de Sacramento, que ofrecía entonces un


cuadro de los más vivos colores. La multitud de gentes que discurría por el muelle,
unas atareadas y otras por distraerse, no parecía estar compuesta de habitantes de
un mismo distrito ni de una misma ciudad, sino que semejaba una mascarada que
hubiera congregado por breve tiempo a representantes de todas las naciones.

»Se veía allí un grupo de enjutos yanquis, vestidos con el inevitable frac
negro, el sombrero de copa echado hacia la nuca y las manos en los bolsillos, llenos
de cadenas, alfileres, gemelos y dijes de oro; por entre ellos circulaba un pequeño y
apretado tropel de chinos, con sus chaquetas de algodón azules, sus amplios
pantalones blancos y sus largas coletas cuidadosamente trenzadas. Había también
isleños del Sur que andaban lentamente, tímidos y asombrados de verse en tierra
extranjera y, cuando había algo que les sorprendía, aproximaban sus cabezas unos
a otros y cuchicheaban; mejicanos que se paseaban orgullosos, vestidos con
pantalones de terciopelo abiertos por el costado hasta la cintura y guarnecidos de
botones de plata, chaquetas cortas con el mismo adorno y sombreros de hule de
anchas alas; californianos con largos ponchos, tejidos de los colores más brillantes;
señoras y caballeros negros, que olían a mil perfumes y vestidos con los más
recargados ti ajes; indios solemnes, mezclándose con paso grave entre la
muchedumbre; alemanes de aspecto simpático; ingleses con patillas y lentes
enormes; franceses menudos, vivos, que disputaban, charlaban, gritaban y
gesticulaban animadamente; irlandeses de cabellos rojos apestando a aguardiente;
chilenos con sus ponchos cortos; trappers, squatters y backwoodsmen con sus
chaquetas de cuero y sus largos rifles al hombro, tal como acababan de llegar de las
montañas rocosas; mestizos y mulatos de todos los grados y matices de color y
entre ellos lavadores de oro de los que volvían mu chas veces de las minas con
pesadas bolsas del preciado metal, vestidos del modo más fantástico que puede
imaginarse, llenos de jirones, con mil piezas en pantalones, chaquetas, chalecos y
pellizas, con las botas destrozadas, dejando ver los dedos de los pies sin medias y
con sombreros que por espacio de muchos meses habían servido por el día para
proteger del sol y de la lluvia y por la noche de almohada. Y entre todos estos
pequeños grupos se veía a los naturales del país, a los verdaderos y legítimos
dueños del suelo, que quizá eran los únicos de toda aquella masa que no tenían
propiedad alguna y se encontraban en la tris te necesidad de ganarse la vida
trabajando como jornaleros.
»A esta abigarrada mezcla de gentes se agregaban diversos individuos de
robusta complexión y aspecto que inspiraba respeto; marinos ingleses y
americanos de anchos hombros, gigantescos puños y mirada provocativa, y una
multitud de oficiales de marina españoles, con uniformes resplandecientes,
bordados de oro, que habían ido de San Francisco para ver el aspecto animado de
las proximidades de los campos auríferos.

»Casi se habría podido decir que había tantas razas como personas.

»¿Y qué es lo que reunía allí a todos los componentes de aquella mezcla
antropológica tan variada? Sólo un móvil: el oro.

»La colonización de la Alta California, que se hizo por gentes de Méjico en


1768, había puesto en manos de los misioneros el poder temporal y espiritual. Los
jesuitas, que eran notables agricultores, habían establecido conventos y misiones en
muchos puntos bien elegidos para su propaganda.

»Cuando el gobierno central de Méjico acabó con el poder de los frailes en


1833, la mayoría de los misioneros se negó a reconocer a aquel gobierno y
abandonó el país. Los pocos que quedaron perdieron toda su influencia,
arrastraron una vida miserable y fueron des apareciendo poco a poco.

»No lejos de Sacramento había un edificio amplio y sólido de varios pisos,


con un gran patio en el centro, el cual, por el lado de la ciudad, lindaba con la
antigua iglesia, construida con adobes.

»Aquel edificio era la misión «Santa Lucía» que tenía el aspecto de un


cuartel y estaba únicamente habitado en los últimos tiempos por tres personas: un
anciano y venerable sacerdote, su ama de llaves, de más edad que él y un alemán,
que se llamaba Karl Werner, a quien llamaban todos los que lo trataban el señor
Carlos y que era el brazo derecho del párroco.

»Cuando se descubrieron los terrenos auríferos de California, las noticias de


los tesoros fabulosos que se escondían en aquellas montañas produjo un gran
movimiento de emigración a aquella comarca, inundándola primero de gentes de
Méjico y los Estados Unidos y luego de individuos procedentes de todas las partes
del mundo. A los primeros en llegar, descendientes de los antiguos conquistadores
españoles, siguieron habitantes de las Islas Sandwich, luego australianos y
europeos, y hasta chinos y coolies acudieron en tropel allí para lograr su parte de
oro y hacerse ricos.
»San Francisco era el principal punto de reunión de los extranjeros, qué
desde allí se dirigían más al Norte o se internaban en el país. Sacramento era,
después de aquella ciudad, uno de los lugares más importantes.

»Naturalmente, ninguno de los inmigrantes traía consigo su tienda de


campaña ni otro medio de alojamiento, y como el número de los que llegaban
aumentaba de día en día y las lluvias no permitían acampar al aire libre, se
aprovecharon todas las construcciones que podían servir de albergue.

»También la antigua misión «Santa Lucía» sufrió esta suerte, tan poco en
consonancia con su destino primitivo.

»Un francés de Alsacia estableció en el piso bajo de una de las alas del
edificio una fábrica de cerveza, es decir, instaló una caldera enorme y empezó a
fabricar una bebida a la que tuvo la osadía de llamar cerveza. En la parte de
delante de la casa, precisamente junto a la iglesia, un americano puso un
restaurante y no se le ocurrió nada mejor que convertir una parte de la iglesia en
salón de baile, en el que se bailaban todas las semanas reels, hornpipes y fandangos.
Esto indujo a un irlandés emprendedor a abrir una taberna en el Otro extremo de
la iglesia.

»De la parte baja de la otra ala del edificio, se posesionó un inglés que, en
unión de un individuo muy listo de New-Hawshire, se dedicó al negocio de llevar
chinos contratados, en el que ambos caballeros lograron buenas ganancias en poco
tiempo.

»A estos siguieron otros en la tarea de apoderarse de la casa y no pasó


mucho tiempo sin que ésta estuviera totalmente ocupada, con excepción del
desván de una de las alas.

»El anciano párroco no pudo hacer nada para impedirlo. Al principio y en la


imposibilidad de oponerse por la fuerza, había entablado una serie de procesos
para arrojar de la casa a los molestos ocupantes; pero no tardó en tocar las
consecuencias, pues cayó en manos de una multitud de buitres que le exigían el
pago de sus servicios, sin que hubieran hecho por él lo más mínimo.

»Esto acabó por hacerle odiosa la vida en «Santa Lucía» y un día desapareció
con su ama de llaves, sin dejar huella. Nadie se preocupó de averiguar qué había
sido de él y de los primitivos habitantes de la misión sólo quedó el señor Carlos,
que con su esposa y su hija Anita ocupaba una pequeña vivienda junto a la fábrica
de cerveza.

»También llegó a tener inquilino el desván. Había llegado a Sacramento un


hombre, procedente, según decía, de Buenos Aires, que era natural de Cincinnati y
se daba el nombre de doctor White, sin que a nadie se le hubiera ocurrido
preguntarle si era o no médico en realidad. Quería fundar un hospital en
Sacramento y como no encontrara local apropiado, se dirigió a la misión, donde,
sin más, tomó posesión del desván, en vista de que nadie le quería alquilar
habitaciones. Era un hombre práctico que sabía muy bien que en aquel país era
muy difícil impugnar el derecho del propietario actual.

»Al día siguiente, llegó una recua de mulos cargados con mantas y
colchones y seguidos de una porción de mejicanos que traían camas de hierro.
Antes de que llegara la noche había veinte camas instaladas bajo el viejo y ruinoso
tejado, en el desván, donde entraba por todas partes el viento, que con frecuencia
era huracanado y donde se formaba una inundación constante e inevitable en
tiempo de lluvia. Aquel era el hospital, que esperaba a sus desdichados enfermos.

»No tardaron éstos en llegar.

»Aunque el clima de California es sano, en las minas hay siempre muchos


enfermos. La vida agitada e irregular, el excesivo trabajo a que pocos llegan a
acostumbrarse y las continuas lluvias desarrollan fiebres, a menudo congestivas,
que con frecuencia tienen un desenlace mortal por falta de cuidado y de
tratamiento médico.

»Entre los atacados, se consideraban muy dichosos aquellos a quienes la


enfermedad no había sorprendido solos y en parajes desiertos, sino que habían
encontrado amigos que los sacaran de las montañas y gargantas para llevarlos a
territorios civilizados, donde pudieran recibir asistencia. Pero la mayoría no
encontraban en las minas más que seis pies de tierra para cubrirlos y un pobre
cerco de piedras alrededor de su tumba. Muchos había que morían en el camino de
vuelta; otros sólo llegaban con vida para poder contemplar por última vez una
casita habitada y sólo muy pocos lograban recobrar la salud para volver con
restauradas fuerzas a trabajar de nuevo.

»Una cosa había que todo enfermo perdía seguramente: el oro que llevaba
consigo.

En aquellos tiempos, los servicios del médico se pagaban materialmente a


peso de oro y un médico activo tenía la mejor mina en las enfermedades de sus
pacientes. ¡Y cuántos curanderos había que sabían aprovecharse de esta
circunstancia, muchos de cuyos enfermos morían nada más porque tenían oro que,
de haber curado, se hubieran llevado consigo...! Al llegar aquí, el narrador hizo
una pausa, poniendo al propio tiempo un gesto tan lleno de promesas, que yo
pensé llegado el momento en que su talento se iba a manifestar en el aspecto de
novelista. No me equivoqué, pues dio a su relato la forma de una novela, que
habría podido muy bien imprimirse, prosiguiendo de esta suerte:

—Subía en dirección a la altura en que se encontraba la misión un joven de


complexión robusta, en que el cabello claro, las facciones regulares y las mejillas
rojas de salud delataban su origen germánico, aunque llevaba el cómodo traje
mejicano.

«Al llegar al seto de mezquite que rodeaba la misión, se detuvo y se volvió


hacia el Oeste.

«Caía la tarde y el sol hundía su fuego resplandeciente en las brillantes olas;


ante su vista aparecía la ciudad inundada de luz y las ventanas del viejo edificio
enviaban a lo lejos reflejos deslumbradores.

«El caminante se dejó caer sobre la blanda hierba y cayó en meditación tan
profunda que no se dio cuenta del suave rumor de unos pasos que se le acercaban
por un lado.

«Una manecita se posó en su hombro y una cabecita se inclinó hacia él. Al


mismo tiempo oyó que le decían estas palabras:

—¡Sea usted bien venido a la misión, señor! ¿Por qué ha estado usted tanto
tiempo ausente?

—He estado en San Francisco, señorita, donde tenía muchos asuntos —


contestó el joven.

—¿Y dónde ha olvidado usted completamente al señor Carlos y a su pobre y


pequeña Anita?

—¿Olvidar? ¡Por Dios, señorita, no y mil veces no! Anita, ¿cómo es posible
que yo pueda olvidar a usted?

»Ella se sentó a su lado, con la mayor ingenuidad.


—¿Es cierto que ha pensado usted en mí, señor Eduardo?

—Anita, le ruego que me llame por mi nombre en alemán: ¡me gusta tanto
oírlo de su boca! Y no me pregunte si pienso en usted. ¿Quién fue el que me
admitió a su lado, cuando llegué aquí, despojado de todo cuanto tenía por gente
malvada, sino su padre? ¿Quién me cuidó como hijo y como hermano, cuando las
privaciones y la fatiga me hicieron caer enfermo? Usted y su madre. ¿Y a quién
tengo aquí, en tierra extranjera, que pueda darme su consejo sino es usted? Anita,
¡jamás podré olvidar a usted!

—¿Es verdad eso, Eduardo?

—Sí —contestó él sencillamente, cogiéndole la mano y mirándola a los ojos.

—¿Y tampoco cuando vuelva usted a su patria?

—Tampoco entonces. Ya le he dicho a usted, Anita, que sin usted no volveré


a mi patria. ¿Lo ha olvidado usted ya?

—No — contestó ella.

—¿O es que el sol de su cariño brilla para otro hombre?

—¿Para otro hombre? ¿Y para quién? ¿O es que no puedo saberlo? ¿Por qué
no lo dice?

—Para el médico de allá arriba, para el doctor White.

—¿Para ese? —preguntó ella con voz acariciadora—. ¿Quién querría ser el
sol de ese seco master Chinarindo? A lo menos por mi parte ya puede estar en la
oscuridad mientras le parezca.

—Anita, ¿es verdad lo que usted dice? —exclamó el joven.

—¿Por qué no ha de creer usted en mis palabras?

—Porque sé que va constantemente detrás de usted, y que se le ve con


mucha frecuencia con sus padres.

—Que va detrás de mí no puedo negarlo, pero es igualmente cierto que yo lo


evito todo lo posible. También es verdad que mi padre no lo mira con malos ojos:
le ha hablado mucho de hacer una gran fortuna y de que quiere ir con nosotros a
Alemania, nuestra patria, cuando haya ganado lo suficiente.

—¿A Alemania? ¿Es que quiere su padre volver a Alemania?

—Sí. Desde que la misión se ha convertido en vivienda de todo el mundo, ya


no está a gusto en ella. Pero somos pobres y mi padre tiene ya demasiada edad
para ganar la cantidad que exige nuestro viaje y...

—¿Y qué?

—Y piensa que un yerno rico puede satisfacer este deseo suyo.

Eduardo permaneció un momento en silencio. Después preguntó:

—¿Y su padre concedería la mano de usted al doctor?

—Sí. Pero sin embargo, yo no lo puedo aguantar, ni mi madre tampoco.

—¿Y a mí, puede usted aguantarme?

Ella hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Entonces el joven le cogió


la otra mano y dijo:

—Siempre he tenido la idea de que estábamos destinados el uno al otro. Tú


tres tan buena y tan dulce, que yo quisiera estar siempre a tu lado. ¿Quieres que se
lo diga a tu madre, ya que no puede sufrir al médico de allá arriba?

—Sí.

—¿Y también a tu padre?

—También.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo.

»Se levantaron y después de atravesar la portada y el patio llegaron a la


puerta de la vivienda de Werner. Al entrar en el vestíbulo oyeron una voz dura y
chillona de alguien que hablaba en la sala con tono persuasivo.
—Ahí está el doctor —dijo Anita en voz baja—Ven; vamos a la cocina y allí
espera remos hasta que se vaya.

»Así lo hicieron y desde su escondite oyeron toda la conversación de White


con los padres de Anita.

—Damn it, master Carlos, ¿es que cree usted que yo no sé tener la bolsa
abierta? —decía el primero—. La medicina produce más que el mejor placement de
los mineros y, en cuanto haya reunido lo suficiente, nos vamos de aquí a Nueva
York o Filadelfia y de allí a donde ustedes quieran. ¿Le parece a usted bien?

—¡Hum! Me parecería muy bien si tuviera la seguridad de que usted


cumpliría su palabra.

—¡Demonio! ¿Me tiene usted por embustero?

—No. No tengo motivo ninguno para ello. Pero la vieja California se ha


puesto de tal modo en estos últimos tiempos que tiene uno que ser desconfiado o
por lo menos previsor.

—Pues bien; yo le daré las garantías de mi promesa. Sin una mujer no puedo
proseguir mi negocio y su hija tiene una cara endiabladamente seductora, tanto
que yo me he enamorado de ella de un modo indecible. Dénmela ustedes por
esposa y les aseguro que la haré mi tenedora de libros y hasta le entregaré la caja.
¿No les basta con esto?

—¡Hum! Sí. Pero ¿ha hablado usted ya con la muchacha?

—No, ni me parece necesario. El doctor Withe es hombre capaz de obtener el


cariño de una muchacha cuando se lo propone y además, ella no se atreverá a
oponerse a la voluntad de ustedes.

—Es cierto; pero yo creo que en asunto tan importante ella puede tener su
opinión como yo la mía, y aunque yo accedo de buena gana a lo que usted me
propone, si ella no está conforme no hay nada de lo dicho. Así, pues, hable usted
con ella, doctor y venga luego aquí.

—Ahora mismo voy a hacerlo. No tengo mucho tiempo que dedicar a estas
cosas, pues arriba hay veintiún enfermos que me dan mucho que hacer. ¿Dónde
está ella?
—No lo sé. Tal vez esté fuera, en la puerta.

—Bien. Ya la encontraré. Voy a buscarla.

»Se dirigió hacia la puerta; pero se detuvo, sorprendido al ver que estaban
delante de él Anita y Eduardo, que en aquel momento salían de la cocina tras
haber madurado su proyecto.

—Aquí está la que usted busca, señor doctor —dijo el joven—, y el asunto
que tiene usted que tratar con ella no le llevará mucho tiempo.

—¿Qué es eso? ¿Qué quiere usted decir, señor Eduardo? —preguntó White,
que conocía perfectamente a su rival por haberlo visto casi diariamente con los
padres de Anita.

—Quiero decir que llega usted demasiado tarde y que Anita y yo somos
prometidos desde hace un momento. No tiene ningún deseo de ser doctora y
prefiere ver qué tal le va conmigo.

—¿Es verdad, Anita? —preguntó Werner, levantándose asombrado y


tirando el cigarrillo que tenía en la mano y que se le había apagado.

—Sí, padre. ¿No te parece bien?

—¿Bien? Sí que me lo parece, pues quiero a este muchacho; pero ¿qué va a


ser de vosotros sin más que vuestro amor en una tierra que está empedrada de
brillantes dólares? El señor Eduardo es todavía joven; puede llegar a hacerse una
posición si no se casa prematuramente. El doctor, en cambio, sabe desde hace
mucho tiempo con lo que puede contar. En esto está la diferencia, Anita. Además,
accede a venir conmigo a Alemania y...

—También Eduardo lo hará —interrumpió la muchacha—, y su deseo...

—¿Pero puede hacerlo? No basta con la buena voluntad.

—Señor Carlos —dijo Eduardo, entonces— no es éste el momento de entrar


en explicaciones. Pero dígame usted, sinceramente; ¿me concedería usted a Anita
por esposa si yo fuera menos pobre de lo que soy?

—Sí.
—¿Y cuánto tengo que poseer para ello?

—¡Hum! Eso es difícil de decir. Cuánto más, mejor; pero por lo menos debe
usted tener lo preciso para que volvamos a Alemania y poder comprar allí una
pequeña finca.

—¿Y me concederá usted el tiempo suficiente para ganarlo?

—¿Tiempo? ¿Cuánto tiempo necesita usted?

—Seis meses.

—¡Hum! No es demasiado. ¿Qué dice usted a eso, doctor?

—¡Damn it! Eso no tiene el aspecto de un negocio serio y formal. Permítame


usted que no me mezcle en él.

—No tiene usted más remedio que hacerlo.

—Pues entonces voy a hacerle una proposición, master Carlos.

—¿Cuál?

—¿Usted indudablemente quiere ir a las minas de allá arriba, master


Eduardo? —preguntó en tono burlón, volviéndose hacia el joven.

—Así es.

—Well, sir. Le concedemos seis meses de plazo. Si dentro de él vuelve usted


con tres mil dólares, Miss Anita es de usted y no diré una palabra en contra. Pero si
usted no vuelve o trae una cantidad menor, la Miss es mía. ¿Está usted conforme,
master Carlos?

—Completamente, siempre que la posición de usted sea la que me ha dicho.

—Lo es. Así, pues, estamos de acuerdo. Good, bye. Tengo que ir a ver a mis
enfermos de fiebre...

»Pasaron algunos meses y otra vez subía un joven por el camino de la


misión y se volvía al llegar al seto de mezquite para contemplar el panorama que
dejaba atrás. No era Eduardo, y eso que faltaban sólo unos días para cumplirse el
plazo de seis meses. Era otro hombre.

Después de haber contemplado a su sabor el paisaje que se le ofrecía,


atravesó la portada y el patio y encontrándose con Anita a la entrada del pabellón
lateral, le preguntó:

—¿Puede usted decirme, señorita, si vive aquí el doctor White?

—Sí, aquí vive. Suba usted al desván, donde tiene su hospital y allí lo
encontrará.

»El joven siguió esta indicación y penetró en el desván, dónde vio al. doctor
que se paseaba entre dos filas de camas. El cuarto era de por sí no muy claro y
como empezaba ya a oscurecer, no se veía bien allí.

»White vio al recién entrado y se acercó a él.

—¿Qué desea usted, señor? — le dijo.

»El interpelado, que había escuchado con vivo interés el timbre de su voz,
preguntó:

—¿Es usted master White, el doctor?

—Sí.

—Yo soy farmacéutico y he querido, hacer fortuna en las tierras de


California; pero no he encontrado nada y he ido a la oficina de colocaciones para
procurarme una plaza. Allí me han dicho que usted necesita un enfermero y he
venido a ver si está aún vacante el puesto.

—Todavía está sin proveer. ¿En qué puntos y en qué establecimientos ha


servido usted?

—«En Nueva York, Pittsburg, Cincinnati y últimamente en Nordfolk,


Carolina del Norte, con master Cleveland —contestó el otro, pasando rápidamente
sobre los primeros nombres y acentuando el último visiblemente.

—¿En Nordfolk con master Cle...?

»Se acercó vivamente para ver de cerca la cara del aspirante y retrocedió
asustado, ex clamando:

—¡Por todos los demonios! Es el maldito alemán... quiero decir master


Cromann, el que conmigo... Pero bajemos a mi habitación. Me alegro infinito de
haber tenido el placer de encontrarme tan inesperadamente a un colega que sirvió
conmigo en la misma casa.

»No pudo ver la sonrisa ambigua del otro y bajó por una escalera interior
hasta llegar a un pequeño cuarto, en el que entró y encendió luz. Aquella
habitación era a la vez sala y dormitorio, como podía verse.

—Siéntese usted, o, más bien, para volver a la antigua costumbre, siéntate.


¿Qué ha pasado en Nordfolk desde que yo salí de allí? Yo tuve una pequeña
diferencia con el principal y encolerizado me marché sin anunciar mi marcha ni
despedirme. Supongo que el viejo master Cleveland sigue bien.

—¿Bien? Ya no está ni bien ni mal. Cuando tú te marchaste, desapareció


misteriosamente también la caja, con todos los valores que había en ella. El hombre
quedó arruinado, no pudo resistir el golpe y ha muerto.

—¿Es posible? ¿Qué me dices? El viejo no estuvo nunca en situación firme y


a nadie dejó que se enterase de ella. Por eso, creo que la desaparición de la caja fue
una maniobra de él. No te extrañe que yo esté aquí de médico. Aquí a nadie le
piden el título y el negocio da para comer. ¿De modo, que tú quieres ocupar la
plaza?

—Sí; pero antes, dime, Walter, cómo has encontrado el dinero suficiente
para montar este establecimiento y por qué no conservas tu nombre verdadero.

—¡Hum! El dinero lo encontré trabajando allá en las minas y me cambié el


nombre porque White tiene aspecto de más doctor que Walter. Pero, volviendo a la
plaza, la tendrás, con tal de que no me des motivo de queja. Si trabajas bien, hasta
es posible que te dé participación en el negocio y forme asociación contigo.

—¿Tienes alojamiento para mí?

—Ya nos arreglaremos. Así, pues, ¿aceptas?

—Naturalmente. Esta es mi mano.

—Aquí está la mía.


—No tendrás queja de mí. Bastante baqueteado me he visto por alí, así es
que no me quedan muchas ganas de pensar en el pasado.

»Gromann obtuvo su empleo y poco a poco fui iniciado en los diversos


secretos de la administración del hospital. El doctor se había visto obligado a
aceptar su colaboración; pero le tranquilizó la idea de que su ayudante tuvo que
hacer en el desempeño de su cargo, cosas que no resistirían a la publicidad.

»White gozó entonces de más ratos de ocio y los dedicó a visitar con
frecuencia al señor Carlos, cuya confianza supo captarse con astuto cálculo. El
padre, por su parte, tampoco tenía en cuenta que el médico era de mucha más
edad que su hija y que su manera de ser y su presencia le hacían antipático a todo
el mundo.

»Finalmente pasaron seis meses sin que Eduardo volviera. Anita no se había
preocupado gran cosa de no recibir carta ni noticias de él en todo aquel tiempo,
pues sabía que el correo era en las minas de una gran irregularidad y estaba casi
por completo en manos de particulares, así es que no se podía contar con que las
cartas llegaran a su destino. Hasta ocurría, a veces, que las personas que se
encargaban de entregar cartas y envíos con el dinero eran atacadas, robadas y
muertas en el camino, o bien, se embarcaban con el di ñero que se les había
confiado.

»Llegó la última noche del plazo y Eduardo seguía sin volver. A la joven le
entró un desasosiego que no la dejaba estar quieta. Lo mismo le ocurrió al doctor.
Hasta entonces, tenía a su favor todas las probabilidades; pero su rival podía llegar
de un momento a otro y había que evitarlo a toda costa. Dejó sus parientes al
cuidado del ayudante y salió de la misión.

»Los enfermos tenían motivos para estar muy satisfechos de la entrada de


Gromann en el hospital, pues para aquellos desgraciados fue una especie de ángel
salvador. Al propio tiempo que se mostraba enteramente obediente y sumiso al
doctor, procedía en ausencia de éste como bien le parecía y estaba convencido de
que muchos de los enfermos, destinados a la muerte por White, le debían vida y
bienes.

De nuevo hizo una pausa el narrador y paseó la mirada por todo su


auditorio, como si esperase algún elogio; pero de nadie lo recibió porque su relato,
hasta entonces, no había ofrecido interés y emoción suficientes. Dio una larga
chupada a su cigarro y dijo;
—Parece que la historia no les agrada; pero les advierto que ahora va a venir
lo más interesante.

—¿Y lo más interesante es Old Shatterhand? —preguntó uno.

—Yes. Lo ha adivinado usted. Pronto va a entrar en acción ese famoso


cazador blanco. Ya he dicho a ustedes que el doctor White había dejado a sus
pacientes al cuidado del ayudante y había salido. La intranquilidad no le dejaba
permanecer allí, pues, aunque era ya la noche del último día y faltaban pocas horas
para que expirase el plazo de seis meses, todavía podía presentarse su rival. Esta
intranquilidad fue la que le hizo ir a la ciudad y correr a la estación, a esperar el
último tren que podía llegar aquella noche de las minas.

»Este no tardó mucho en llegar y, ¿quién creerán ustedes que bajó de él?
Pues mister Eduardo, que aun llegaba a tiempo. Después de bajar, se volvió hacia
el vagón y saludó despidiéndose de alguien que quedaba dentro. Luego echó a
andar. White se dirigió, entonces, resueltamente a él y le dijo:

—¡Vaya, ya ha llegado usted! Creíamos que no vendría dentro del plazo.


Ahora lo principal es saber si ha tenido usted suerte y ha encontrado oro.

—He tenido suerte, mucha más suerte de la que esperaba — respondió el


otro alegremente.

—¿Tiene usted los tres mil dólares?

—¡Más, mucho más!

—Es increíble. Otros trabajan años y años en los diggins y dejan allí la salud
y hasta la vida, sin encontrar nada, y usted va y al cabo de unos meses vuelve sano
y rico. ¿Va usted desde aquí a la misión?

—Sí.

—Yo también. Vamos juntos, pues.

»Se alejaron, sin que White se fijara en el hombre con el cual había hablado
Eduardo y que había bajado entre tanto del vagón. Eduardo estaba impaciente por
ver a Anita y librarla de la inquietud que seguramente tendría por él, así es que
andaba con paso rápido. Pronto atravesaron la ciudad y cuando salieron de ella ya
era noche cerrada, así es que White pudo sacar del bolsillo un revólver y quitarle el
seguro, sin que su compañero se diera cuenta de ello.

—¿De modo que ha tenido usted suerte? —preguntó el doctor a Eduardo—.


¡Quién lo hubiera dicho! Ahora tengo derecho a comprobar la exactitud de lo que
usted dice, ya que me ha hecho cederle el campo. ¿Ha trabajado usted sólo en las
minas o ha tenido compañeros?

—He trabajado solo.

—¿Cómo puede ser eso si usted no sabía nada de esa clase de trabajo? Es,
evidentemente una suerte grande, una extraordinaria casualidad que haya dado en
seguida con un paraje que le ofreciera semejante hallazgo.

—No ha sido suerte, ni casualidad, porque ha habido quien me ha señalado


el sitio.

—¿Que se lo han señalado? Es imposible. Nunca ha ocurrido que un digger


enseñe a otro un sitio donde encontrar oro,

—El que lo hizo no era un digger, ni buscaba oro.

—Un piel roja, un indio.

—¿Sí? Pues, es extraño; porque hay, efectivamente, indios que saben dónde
hay oro; pero no se les ocurre enseñar el sitio a un blanco.

—El indio que yo digo no necesitaba oro; era un jefe principal, y muy
famoso, de los apaches.

—¿Y cómo se llamaba?

—Winnetou.

—¡Mil diablos! ¿Y cómo fue el conocerlo?

—Por mediación de un cazador blanco, amigo de él, y con el cual se


encontraba en los diggins.

—¿Cómo se llamaba este cazador?

—Old Shatterhand.
—¡Ah...!

»El inocente Eduardo no se dio la menor cuenta de la impresión que ambos


nombres hicieron en White y prosiguió:

—Me encontré por casualidad con este Old Shatterhand, que me preguntó
cuál era mi situación, pues debió de ver que yo no era un digger y que mi aspecto
no era el de los que se ven en las minas. Yo le conté toda mi historia sinceramente y
le dije que había ido a las minas para reunir tres mil dólares en seis meses. Primero
se echó a reír; pero después, ya en serio, me dijo que me presentaría a un hombre
de quien, seguramente, recibiría un buen consejo. Al día siguiente vino con
Winnetou, que se me quedó mirando fijamente, como si quisiera atravesarme con
su mirada. Después, hizo una seña a Old Shatterhand, echaron a andar y yo detrás
de ellos. Estuvimos andando de un lado para otro, subiendo y bajando todo el día
y Winnetou mirando sin cesar la constitución del suelo. Finalmente, cuando ya casi
era de noche, se paró en un sitio y dijo:

—Aquí debe cavar mi joven hermano; pero solo, sin ningún otro. Encontrará
pepitas y polvo de oro. Compré el claim a que pertenecía aquel sitio y empecé a
cavar. Winnetou había acertado: encontré pepitas. Tuve que recatarme mucho de
los otros drigger y ocultar mi hallazgo, pues entre aquella gente abundan los
ladrones, y tal vez lo habría pasado mal si Old Shatterhand no hubiera vuelto en
los últimos días a ver si había yo tenido suerte.

—¿Estaba también Winnetou con él?

—No; se había separado del indio para venir primero a Sacramento. y luego
ir a San Francisco. Se quedó conmigo hasta que yo me marché de las minas y cuidó
de que no se me acercase ningún digger. Después vino hasta aquí conmigo.

—¿Hoy?

—Sí.

—¿Entonces, ha llegado con usted?

—Naturalmente. Hemos venido en el mismo vagón.

—¿Era con él con quien habló usted cuando estaba todavía en el vagón?

—Sí. No bajó conmigo, porque tenía aún que hablar con otro viajero. Yo me
limité a darle las buenas noches y a pedirle que cumpliera su palabra.

—¿Qué palabra?

—La que me dio de venir mañana a la misión a verme.

—¡Demonio! ¿Es verdad eso que usted dice?

—Sí —respondió Eduardo, que no vio la excitación de que estaba poseído el


doctor. Este temía extraordinariamente a Old Shatterhand. Sin embargo, procuró
dominarse y preguntó a Eduardo:

—¿Puede usted probar que posee los tres mil dólares? Ya sabe que tiene que
hacerlo esta misma noche.

—Puedo hacerlo. He cambiado todo el polvo de oro en buenos valores que


llevo aquí.

Al oír esto, White se detuvo, levantó sin hacer ruido el gatillo del revólver y
dijo:

—Grande fue la suerte que tuvo al encontrar a Old Shatterhand y a


Winnetou; pero mucho mayor ha sido la tontería que ha cometido al. contármelo.

—¿Tontería? ¿Y por qué?

—Porque ahora la chica no va a ser para usted, y además, va usted a perder


el dinero que ha ganado.

—¿Cómo es posible eso?

—¿Cómo? Ahora lo verá.

»En el mismo instante se oyó la detonación del revólver y Eduardo cayó a


tierra y quedó inmóvil. White lo levantó, lo llevó a un lugar algo apartado del
camino y lo depositó en el suelo, con la idea de dejarlo allí para volver cuando
estuviese más avanzada la noche y enterrarlo; pero antes quiso vaciarle los
bolsillos. Precisamente cuando se disponía a hacerlo, oyó el ruido de pasos que se
acercaban y Se alejó rápidamente de aquel lugar para no ser visto. No se encaminó
a su vivienda, sino a casa de Werner, para hacer valer allí sus derechos a las doce
en punto.
El narrador se detuvo una vez más, para preguntar a su auditorio:

—¿Qué tal; es ahora la historia más interesante que antes?

—Mucho más — le respondieron—. Pero, ¿dónde está Old Shatterhand?

—Ya está allí.

—Sí, en la estación.

—No; mucho más cerca.

—¿Dónde?

—En el camino de la misión. Sus pasos son que oyó acercarse White.

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí. Cuando Old Shatterhand bajó del vagón buscó con la vista a su joven
compañero de viaje. Lo vio con White y se quedó asombrado. ¿Quién era aquel
hombre? La cara le era conocida. Por fin, a fuerza de pensar, cayó en la cuenta de
que el hombre que hablaba con Eduardo no era otro que Bill el Canadiense. Entre
tanto, los dos se habían alejado de allí. Old Shatterhand se apresuró a seguirlos;
pero no pudo dar con ellos en las calles próximas a la estación. Ya sabía que donde
quiera que se presentara Bill el Canadiense era para hacer alguna pillería.
¿Proyectaría alguna maldad contra Eduardo?, se preguntaba Old Shatterhand.
Habría que poner en guardia a éste, y se puso en marcha hacia allá.

Cuando salió de la ciudad, el camino estaba muy oscuro y tuvo que ir


despacio para a perderse. De pronto oyó un tiro y echó a correr hacia el sitio donde
le pareció que había sonado. Allí se detuvo y creyó oír los pasos de alguien que se
alejaba sigilosamente. Miró por aquel paraje para ver si había algún herido por el
tiro y no encontró nada. Entonces oyó unos lamentos que procedían de uno de los
lados del camino. Guiado por ellos fue hacia el punto de donde venían y encontró
a Eduardo que se había incorporado a medias y Se apretaba con las manos la región
del corazón.

—¿Es usted? — preguntó asustado, pues lo reconoció a pesar de la


oscuridad.

—Si, señor Shatterhand — respondió Eduardo con voz débil.


—¿Está usted herido?

—Si.

—¿Dónde?

—En el corazón, en el mismo corazón.

El joven hablaba con trabajo y le faltaba el

—¡En el corazón! Es imposible —dijo Old Shatterhand—. Si estuviera usted


herido en a corazón habría muerto ya. Estése quieto, que voyr a reconocerlo.

Le desabrochó chaqueta, chaleco y camisa y no halló ni la menor huella de


sangre ni de herida. Al seguir buscando, se encontró con el bolsillo interior; lo tocó
y dijo alegremente

—¡Gracias sean dadas a Dios! En este bolsillo tiene usted el gran bolso de
pepitas, que ha parado la bala. Ahora toco el agujero que hay en la tela. El tiro ha
hecho caer a usted y le ha quitado la respiración; pero la bala ha quedado entre las
pepitas. ¿No vive en la misión su rival, el médico?

—Sí.

—Pues voy a llevar a usted allí para que él lo reconozca y...

—¡No, por Dios, no haga usted eso!

—¿Por qué?

—Porque es él el que me ha tirado el tiro.

—¡Ah! ¿Era el que estaba en la estación?

—Sí.

—¿El que ha venido con usted? ¿Cómo se llama, o, mejor dicho, cómo se
llama aquí?

—White, el doctor White.

—¡Médico él! Muchas carreras ha emprendido este tunante; pero esta va a


ser la última. Ahora lo arreglaré yo para siempre.

—¿Es que lo conoce usted?

—¡Y tanto como lo conozco! Pero esto es demasiado secundario. Lo esencial


es el estado de usted.

—Ya me encuentro mejor; ya he recobrado el aliento.

—¿Le duele a usted el pecho?

—No mucho.

—Entonces vamos a probar si puede levantarse y andar. ApóYese en mí.

»El ensayo resultó bien; Eduardo pudo andar, aunque lentamente. En el


camino refirió a su acompañante la conversación que había tenido con White. Ya
cerca de la misión, tuvo que sentarse en un lugar apartado. Old Shatterhand hizo
que le describiera la vivienda y el hospital y entró en la casa para buscar a White.
La vivienda estaba cerrada y subió por la mal alumbrada escalera hasta el desván,
cuya puerta abrió sin llamar. Allí estaban los enfermos en sus camas y el ayudante
sentado junto a una mesita. Este último se levantó, no poco asombrado de recibir
una visita a aquellas horas. Cuando miró más detenidamente al visitante y vio los
dos fusiles que Old Shatterhand llevaba al hombro y el machete y el revólver que
pendían de su cinto, le faltó poco para tener miedo.

—¿Quién es usted y qué desea? — preguntó.

—Busco al doctor White.

—No está aquí.

—¿Dónde está?

—Abajo, en casa del señor Werner.

—¿Y usted quién es?

—Me llamo Gromman y soy su ayudante.

—Pues bien; venga usted acá mister Gromman, que quiero verle la cara.
»Lo llevó a la luz, lo miró fijamente y dijo dando una expresión más suave a
sus facciones serias y hasta severas:

—No me parece que es usted ningún bribón.

—Siempre he sido un hombre honrado. Pero ¿qué quiere decir todo esto?

—Voy a explicárselo. ¿Ha oído usted hablar de Old Shatterhand?

—Sí.

—Pues soy yo.

—¿Qué...? ¿Cómo...? ¿Es usted Old Shatterhand?

—Sí. Tal vez le será también conocido el nombre de Bill el Canadiense.

—También lo conozco.

—¿Y sabe usted qué clase de hombre es?

—El mayor canalla del mundo.

—¿Lo sabe usted con certeza?

—Sí. Nadie lo sabe mejor que yo porque... porque...

—Diga usted por qué.

—En realidad se trata de un secreto; pero, puesto que es usted Old


Shatterhand, se lo voy a decir. Yo soy ahora detective.

—¿Policía secreto? ¿Y para desempeñar sus funciones como tal detective está
usted de ayudante del doctor White?

—Precisamente.

—¡Ahí Ahora comienzo a comprender. Entonces le voy a decir una cosa que
le interesará extraordinariamente. Su pretendido doctor White es el propio Bill el
Canadiense.

—¡Zounds! ¿Es cierto?


—Cuando yo se lo digo, puede usted creerlo

—¿Conoce usted a Bill el Canadiense?

—Perfectamente. Había desaparecido hace mucho tiempo; pero hoy se ha


puesto en mi camino. Justamente acaba de cometer una tentativa de asesinato.

—¿Qué dice? ¿Dónde? ¿Contra quién?

»Old Shatterhand le refirió lo que había ocurrido y entonces Gromman no


quiso guardar por más tiempo reserva con él y dijo:

—Voy a contar a usted todo lo que sé. Yo era antes farmacéutico y como tal
entré al servicio de mister Cleveland en Norfolk, Carolina del Norte. Un, día se
presentó un tal Walter, que fue admitido porque traía buenos certificados, que
luego resultaron ser falsos. Pronto se vio que sabía de Farmacia menos que un
principiante; hubo escenas muy violentas entre él y el jefe y después desapareció
de pronto y con él el contenido de la caja que constituía toda la fortuna de
Cleveland. Yo había tomado cariño a mi jefe, que había sido mi bienhechor.
Aquella pérdida lo arruinó por completo. La policía no pudo encontrar la menor
huella del ladrón y en vista de ello me decidí a buscarlo particularmente. Al hacer
mis pesquisas di con otros individuos a quienes también se perseguía por sus
delitos y tuve la suerte de entregarlos a la justicia. Esto me procuró una buena
reputación entre la policía y fui nombrado detective. Con esto tuve a mi
disposición muchos más medios materiales y espirituales y logré hacerme una
posición. Continué mis pesquisas, hasta que di con, una huella, que es la que me ha
traído aquí.

—¿En busca de White?

—Sí.

—¿Que es el Walter de antes?

—Sí.

—Pero él le habrá reconocido.

—Naturalmente; pero yo expliqué tan bien la cosa, que él me admitió,


aunque sólo para hacerme callar. Ahora estoy de ayudante suyo; pero mi vida está
en peligro constantemente, pues estoy esperando a cada momento que procure
quitarme de en medio por cualquier procedimiento, para suprimir un testigo de su
delito. Ya puede usted imaginarse la cautela y el cuidado que esto me exige.

—¿Por qué no lo hace usted inofensivo?

—¿De qué manera?

—Deteniéndolo.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque no tengo ninguna prueba contra él. Sé que robó la fortuna de


Cleveland; pero no puedo demostrarlo. Lo he observado día y noche; he tratado de
penetrar en todos sus secretos; he rebuscado en todos los rincones y escondites
adonde he podido llegar; pero todo en vano.

—Adónde ha podido usted llegar. Ahí es la cosa. Ya se guardará él bien de


hacer inaccesibles sus secretos a usted. Con este tunante, toda su astucia no le hará
adelantar nada, este es un nudo gordiano que no se puede desatar y que hay que
cortarlo, que es lo que vamos a hacer hoy. Supongo que puedo contar con su
auxilio para tal objeto.

—¡Oh! Cuando Old Shatterhand se propone hacer algo, no necesita de una


ayuda tan insignificante como la mía.

—¿Tiene armarios, cajas que no haya podido usted registrar?

—Sí.

—¿Dónde?

—En su habitación de abajo.

—Pues tendrá que abrírnoslos.

—No lo hará.

—Si él no lo hace lo haré yo.


—Permítame que le diga que eso sería un acto ilegal y punible.

—¡Bah! ¿Qué me importan esas leYes con las cuales no ha podido usted
cogerlo y hacerle confesar su delito? Se trata de Bill el Canadiense, que nunca se ha
preocupado de la ley; por eso yo tampoco voy a pedir a la ley que me dé su amable
permiso para acabar con él. ¿Puede usted venir ahora conmigo?

—Sí. Por el momento no tenemos ningún enfermo grave.

—Entonces vamos allá.

«Bajaron juntos la escalera y fueron al lugar donde esperaba Eduardo. Este


quedó aleccionado por Old Shatterhand acerca de lo que tenía que hacer y luego se
dirigieron a la vivienda del piso bajo, donde habitaba Werner. Era cerca de la
medianoche.

«Atravesaron el patio y penetraron por el vestíbulo en la cocina, donde se


habían ocultado seis meses antes Anita y Eduardo y que, como entonces, estaba
vacía. Werner estaba en la sala con su mujer, su hija y White. Este último estaba
diciendo:

—Ahora, señor Carlos, son, justamente las doce: han pasado los seis meses y
Eduardo no ha vuelto. Recuerdo a usted la palabra que me dio y que espero
mantendrá.

—La mantengo —respondió Werner— y doy a usted mi consentimiento si


me demuestra que tiene el capital que me ha dicho.

—Vengo preparado, naturalmente, para probarlo. Vea estos resguardos. Las


cantidades que en ellos figuran están depositadas por mí en el Banco. ¿Le bastan a
usted?

«Se oyó ruido de papeles un momento y luego Werner exclamó:

—Señor doctor, esto es mucho más de lo que yo esperaba. Es usted un


hombre rico.

—¡Oh! Podría probarle que tengo más todavía; pero con esto basta. Y para
que vea usted qué marido tan complaciente va a tener su Anita, les enseñaré un
aderezo que voy a regalarle al hacerse los esponsales. Son piedras legítimas.
«Se oyó el abrir de estuches y luego las exclamaciones de asombro y
admiración de Werner. Entonces Grommam se acercó a la puerta que daba a la sala
y que estaba entreabierta y miró. Apenas lo hubo hecho, retrocedió y murmuró al
oído de Old Shatterhand:

—Ya tengo lo que necesitaba. Este aderezo fue robado a mister Cleveland.
Pertenecía a su difunta esposa y se conservaba en la caja de valores desde que
murió. Luego desapareció al mismo tiempo que White y que el dinero.

«Entretanto, White preguntaba:

—Y ahora, señor Carlos, ¿está usted convencido?

—Sí, señor. Ven, Anita y da la mano al doctor.

«Los que escuchaban desde la cocina esperaban con ansiedad lo que diría
Anita.

—¡No se la doy! — dijo ésta con resuelto tono.

—Ya sabes que tiene mi promesa.

—La tuya, sí; pero yo no le he hecho ninguna.

—¡Lo prometido es deuda! —exclamó White—. Todas las hijas deben


obediencia a los padres. Eduardo no ha llegado; probablemente habrá enfermado y
muerto en las minas y...

«No pudo proseguir. Old Shatterhand empujó a Eduardo dentro de la sala y


éste dijo:

—He venido, como usted ve; pero si aun vivo, no es, ciertamente, por culpa
de usted, señor White.

«Anita dio un grito de alegría y corrió a echarse en sus brazos. White se le


quedó mirando aterrorizado, como si viera a un muerto que saliese súbitamente de
su tumba. Entonces se abrió de nuevo la puerta de la cocina y entró Gromman, que
se acercó a la mesa, cogió los estuches y dijo:

—Este aderezo ha sido robado a mister Cleveland y lo confisco.


—¿Confiscarlo? —exclamé White— ¡Quisiera ver quién tiene el valor de
apoderarse de objetos de mi propiedad adquiridos honradamente!

—Yo lo hago, porque no están adquiridos honradamente. Soy detective y le


hago preso, señor Walter, que se hace llamar aquí White.

«De nuevo se abrió la puerta. Old Shatterhand entró en la habitación y dijo:

—Tampoco es Walter su verdadero nombre. Este hombre ha usado cien


nombres, olvidando el suyo legítimo; pero el más famoso o más bien el de peor
fama de todos es Bill el Canadiense.

«Al oír esto, el terror del pretendido doctor llegó al colmo; se puso blanco
como un papel y si no se hubiera apoyado en la mesa, habría caído al suelo.

—¡Old Shat... ter... hand!. — balbucieron sus labios exangües.

—Sí, Old Shatterhand. Ahora ya sabes que no hay escape para ti. Tus
crímenes claman a cielo y mejor sería que te hubieras metido en el corazón la bala
que destinabas a matar a este joven. Con ello te habrías evitado la horca, a la que te
voy a entregar. La carrera de tu vida ha terminado.

»Al oír estas palabras, Bill el Canadiense irguió su antes desmayado cuerpo;
sus mejillas se colorearon de nuevo; sus ojos centellearon y echando mano al
bolsillo gritó dirigiéndose a Old Shatterhand:

—¿Crees tú realmente que estoy tan cerca de la horca? ¡Aun no hemos


llegado a eso!

—Sí que hemos llegado, y ni tu propio revólver te salvará. ¡Fuera la mano


del bolsillo!

—¡Sí, fuera, pero no sólo la mano! ¡Antes de que me den a mí la cuerda,


recibirás tú este plomo!

»Diciendo esto, levantó la mano, armada de un revólver y apuntó a Old


Shatterhand. Sonó el tiro; Old Shatterhand, con la rapidez del relámpago, se echó a
un lado y la bala pasó sin herirle. Casi en el mismo instante su puño cayó con tal
furia en la cabeza de Bill el Canadiense, que éste rodó sin sentido por el suelo,
arrastrando en su caída a varias sillas.
»Werner se quedó mudo de terror; su mujer comenzó a gritar.

—¡Silencio! — ordenó Old Shatterhand—. Ha caído y ya no hará daño a


nadie. Traigan cuerdas para atarlo y después envíenlo a la policía, que se alegrará
de recibir tan buena presa.

»Recogió el revólver, que había dejado caer Bill el Canadiense y luego ataron
a éste, que seguía desvanecido. Menudearon entonces las preguntas, las respuestas
y las declaraciones y, cuando llegó la policía, se registró la vivienda del criminal.
Con las llaves que tenía éste en los bolsillos, se abrió todo y se encontraron tantas
pruebas de sus delitos que se vio claramente que no podría escapar a la pena de
muerte. Lo primero que se encontró fue abundante polvo de oro y pepitas en
abundancia que había robado a los diggers enfermos en su hospital, antes de
enviarlos al otro mundo con su medicina. También estaban allí todos los valores
robados a mister Cleveland, que se pudieron identificar por las notas del mismo
ladrón. Gromman se alegró extraordinariamente de poder devolver la fortuna a su
antiguo jefe, a la sazón tan pobre.

»El detenido no recobró el conocimiento en todo el tiempo que duró el


registro de su habitación y en este estado de insensibilidad fue llevado a la cárcel.
Cuando volvió en sí, comenzó a gritar y a tener accesos de furor. El puñetazo de
Old Shatterhand le había producido tal conmoción cerebral que no volvió a gozar
de la razón. Estuvo luchando día y noche con los espectros de sus víctimas y su
estado llegó a ofrecer tal peligro que hubo necesidad de ponerle la camisa de
fuerza. Los ataque no le abandonaron ya, hasta que murió luchando con
horrorosas convulsiones y echando espumarajos. La muerte en la horca habría sido
menos terrible; pero él merecía esta suerte y aun puede decirse que fue el propio
causante de ella, pues si no hubiera disparado sobre Old Shatterhand, éste no le
habría dado el golpe en la cabeza. He terminado mi historia, señores y ya saben
ustedes dónde y cómo acabó Bill el Canadiense.

***

Durante la última mitad del relato todas las miradas estuvieron pendientes
de los labios del narrador y yo mismo había seguido la historia con curiosidad. El
la adornó a su manera; pero todo lo que dijo era verdad.
Hubo un largo silencio, debido a la impresión causada por la narración,
hasta que uno de los presentes dijo:

—Es casi increíble que un hombre pueda derribar de esta manera a otro
hombre de un puñetazo.

—Y, sin embargo, es así — dijo el narrador.

—Pero aquel hombre debió de tener la mano dolorida durante unas


semanas.

—He oído decir que hay un modo especial de dar los puñetazos, que Old
Shatterhand conoce y no revela a nadie. Depende de la forma en que se colocan los
dedos al cerrar la mano y también del punto de la cabeza en que se descarga el
golpe.

—¿Sabrá hacerlo lo mismo Old Winnetou, su amigo?

—Eso no lo sé.

—Pues yo sí — dijo otro.

—¿Usted? ¿Conoce usted personalmente a Winnetou?

—Lo he visto.

—¿Dónde?

—Allá en el Arkansas, en las cercanías del fuerte de Fort Gibson, donde tuve
ocasión de admirar su habilidad y fuerza física, aunque no le vi derribar a nadie de
un puñetazo.

—¿Es cosa interesante?

—Mucho.

—Entonces cuéntelo usted. ¿No es verdad, señores, que debe contárnoslo?

—¡Sí, sí! ¡Que lo cuente! — exclamaron todos.

Yo tenía curiosidad de ver qué es lo que iban a contar y de si se trataba de


un episodio de la vida de Winnetou que yo conociera. El hombre a quien se pedía
que contase la historia de lo que había presenciado tenía ojos vivos y penetrantes y
rostro inteligente y estaba habituado a reflexionar sobre las cosas que a otros
dejaban indiferentes. La introducción con que principió cautivó por completo mi
atención.

—Han de saber ustedes, señores — dijo— que yo tengo mis ideas propias
acerca del Oeste salvaje y de los indios, que difieren de las corrientes de aquí.
Cuando tuve que luchar por la existencia, estuve mucho entre los pieles rojas,
como buhonero, y siempre me encontré bien a su lado. Después fui unas cosas y
otras; mejoré de posición de año en año y ahora que soy un hombre acomodado, ha
variado mi situación; pero no mi concepto de los indios, que son muchísimo
mejores de lo que se les cree. Winnetou es el mejor y el más noble de todos.
Quisiera que muchos blancos fueran como él.

»La mayoría de ustedes sabe que durante muchos años fui agente de indios;
pero no de los que explotan a los pieles rojas y les despojan de sus bienes y
derechos para enriquecerse. Esta clase de agentes es la más culpable de que no se
extinga el odio de los indios hacia los blancos, porque se enriquecen sin conciencia
a costa de la pobreza y la miseria de los desgraciados rojos y luego se escandalizan
cuando éstos pierden la paciencia v exigen con las armas en la mano que se les
haga justicia.

—Nos está dedicando usted un verdadero sermón —dijo riendo uno que
estaba al lado del relator.

—¡Ojalá lo fuera y estuvieran aquí todos los blancos de los Estados Unidos,
para ver si les llegaba al corazón! Lo que voy a contar casi puedo decir que me ha
ocurrido a mí, pues lo he presenciado. Verán ustedes qué clase de hombre es
Winnetou y además que hay bribones blancos que llegan a un grado de maldad no
alcanzada por ningún piel roja. La hostilidad de los indios hacia nosotros está muy
justificada; pero cuando hay blancos que atacan a otros blancos para buscar su
ruina, esto constituye una canallada que no tiene nombre y que da a los indios una
lamentable idea de nosotros. No hay que asombrarse de que nos desprecien y se
consideren mejores que los rostros pálidos. Mi historia va a tratar de esta clase de
blancos y si después de oírla siguen estando orgullosos de ser blancos y estiman a
los pieles rojas peores que los rostros pálidos, ya no tengo nada que ver con eso.
Voy, pues a comenzar.

El narrador paseó su mirada por los circunstantes como para cerciorarse de


que todos prestaban atención y prosiguió:

—Las enormes pampas de América del Norte, que se extienden al Oeste del
padre de los ríos, el Mississippi, hasta el pie de las Montañas Rocosas y desde la
vertiente occidental de éstas hasta las costas del Pacífico, tienen mucha analogía
con la llanura infinita que llenan las olas del Océano, y no sólo en su aspecto físico.
Hay puntos de comparación entre la ingente sabana y la inmensa superficie del
mar que no están en el aspecto exterior, de los cuales uno de los más esenciales está
en la impresión que una y otra producen en aquel que abandona su hogar para
surcar por largo tiempo las ondas del piélago o para recorrer montado en un buen
caballo, el interior, plegado de aventuras, de los Estados Unidos.

»Un viejo lobo de mar, a quien, durante toda la vida ha azotado el suroeste
las velas de una hermosa goleta, no quiere ni siquiera oír hablar de la tierra y,
cuando ya no está útil para navegar, se construye un pequeño camarote, lo más
cerca posible del mar y mira con ojos amorosos y nostálgicos a las olas eternamente
varias y nunca tranquilas, hasta que la mano de la muerte viene a bajar sus
cansados párpados.

»Lo mismo ocurre con el que ha osado mirar frente a frente los peligros del
«Oeste salvaje». Cuando vuelve a las comarcas sobre las que ha extendido la
civilización sus beneficios... y su maldición, siente siempre el atractivo de los
peligrosos postcak-flats y de las ilimitadas tierras vírgenes, donde es preciso tener
siempre en tensión todas las fuerzas físicas y espirituales, para no sucumbir ante
las innumerables acechanzas de la pampa, renovadas constantemente. Para él rara
vez hay sitio de descanso en la vejez análogo al que encuentra en la segura costa el
marino retirado; no goza de paz ni de reposo; tiene que estar siempre montado en
su caballo, en demanda eterna de la lejana meta, en que acabará por desaparecer
sin dejar huellas. Tal vez, pasados los años, un cazador encuentra sus blanqueados
huesos en la llanura calcinada o entre las altas rocas de la montaña y pasa
indiferente sin hacer el signo de la cruz ni rezar un Avemaría, importándole poco
el nombre de aquél que acaso tuvo un terrible fin. El Oeste tiene el corazón duro y
no tolera ternura ni compasión; está entregado sin defensa a las tormentas del
cielo, y de la tierra, no conoce otro dominio que el de las inflexibles leYes de la
naturaleza y por eso sólo ofrece asilo a los hombres cuyo único sostén radica en la
propia ruda constitución.

»Allí se desarrolla, a pesar de todos los tratados, una lucha desesperada


entre una raza, expulsada un día y otro del terreno que se le ha señalado, raza
dotada ricamente por la naturaleza y sin embargo destinada irremisiblemente a la
desaparición, y una nación que dispone de todos los medios físicos y espirituales,
de todos los recursos de la naturaleza y de la ciencia para aplastar con su fuerza al
valeroso contrario, no obstante su heroica resistencia. Es una lucha de siglos entre
un gigante moribundo y un hijo de la civilización que de minuto en minuto se hace
más fuerte y que aprieta cada vez más, con puño poderoso, el cuello del enemigo;
una lucha como no volverá a registrar otra la historia en sus páginas, acompañada
de hazañas, que pueden muy bien parangonarse con las que nos refieren de
nuestros héroes clásicos; y el que se atreve a entrar en el inmenso campo de batalla
debe ir provisto de todas las armas con que luchan a muerte los guerreros oscuros
al parecer y, sin embargo, dignos de admiración.

»Aquel que, estando en el fuerte Gibson, junto al Arkansas, se eche el fusil al


hombro y camine unos días río arriba, llega a un pequeño settlement, que consiste
en algunas chozas de troncos, una pradera común y una casa algo apartada, que se
reconoce a distancia, por su rudimentaria muestra, como tienda y posada. El
posadero no está acostumbrado a satisfacer a gentes muy delicadas, ni tampoco
exige esta condición, como es natural, a las personas que frecuentan su
establecimiento y tratan con él. Nadie sabe lo que era antes ni de dónde vino;
tampoco él pregunta a nadie su nombre, sus intenciones ni el punto adonde se
dirige. Allí, el que llega, se provee de lo necesario, echa un trago si quiere; anda un
poco a golpes, a cuchilladas o a tiros y sigue su camino. El que pregunta mucho
emplea mucho tiempo, y para el americano el tiempo es más precioso que una
respuesta que él mismo puede procurarse mejor que nadie.

»En el interior de la posada estaban sentados varios hombres, cuyo aspecto


no era el más a propósito para presentarse en un salón. Aunque iban vestidos de
diversas maneras, todos sus trajes denunciaban a primera vista el legítimo y
auténtico trapper o squatter, que muy rara vez sabe lo que es un buen sastre y que,
sin elegir y con arreglo a su necesidad coge lo que necesita donde y cuando lo
encuentra.

»Cuando se reúnen varios hombres del Oes te, hay seguramente un buen
trago que beber y una buena narración que oír. El hecho de que los hombres de
que hablamos estuvieran callados y mirando pensativos al suelo obedecía a que
acababa de terminar una de las «historias sombrías y sangrientas» de las que se
suelen oír en las comarcas fronterizas y cada uno buscaba entre sus recuerdos otra
para referirla a continuación. De pronto uno de ellos, que estaba junto a la pequeña
ventana de la habitación, exclamó:

—Venid y mirad hacia el río. Si no me engaña mi vieja vista, allí vienen dos
chorlitos, iguales que los que pintan en los libros. Miradlos a caballo, tan bonitos y
elegantes como un regalo de ReYes. ¿Qué quiere esa gente en nuestros buenos
bosques?

»Todos se levantaron para mirar a los que llegaban, excepto uno, y el que
había hablado volvió a sentarse, apoyado por detrás de la mesa, con los codos
extendidos. Había cumplido con su deber y ya no tenía que preocuparse de más.
Su figura era sumamente rara. La naturaleza parecía haberse propuesto hacer con
él una obra de cordelero, a juzgar por lo que le había estirado; todo en él, la cara, el
cuello, el pecho, el vientre y las extremidades eran exageradamente largas y al
parecer tan débil y mezquino, que podía tenerse el temor de verlo deshecho por el
primer golpe de viento, volar en forma de cabos de cuerda. Tenía la frente
descubierta; pero en la parte de atrás de su cabeza, se balanceaba un objeto informe
que quizás había sido hacía muchos, muchos años un sombrero de copa y que
ahora desafiaba toda descripción. En su descarnada cara crecía una barba, que
consistía en un centenar escaso de cabellos esparcidos entre las mejillas, la barbilla
y el labio superior y que le bajaban casi hasta la cintura. La chaqueta de caza que
llevaba parecía proceder de la época de su primera juventud, pues apenas le cubría
la mitad superior del cuerpo por encima del codo. Las dos envolturas que cubrían
sus piernas podrían haber sido en otro tiempo las cañas de dos gigantescas botas
de marino; pero tenían a la sazón la apariencia de dos tubos de estufa viejos y
pasados y se apoyaban en la región de los tobillos en un par de los llamados horse-
feet, de los que se hacen, especialmente en América del Sur, de la piel, aun caliente
de los moluscos llamados patas de caballos.

—Tienes razón, Pitt Holbers —declaró uno de los que miraban por la
ventana—, son chorlitos, de los que no debemos preocuparnos. Que hagan lo que
quieran.

»Los curiosos volvieron a sus sitios. Se oyó en la parte de afuera ruido de


pisadas de caballo; sonó una voz seca y áspera, que parecía acostumbrada a
mandar y después se abrió la puerta para dar paso a los que habían sido objeto de
la conversación.

»Así como el aspecto del que entró en segundo lugar no tenía nada de
notable, la personalidad del que le precedía, no hubiera dejado de causar
impresión en otro ambiente que aquel.

»Sin tener una complexión que a primera vista pareciera robusta, su actitud
y sus movimientos, de un carácter especial, le daban una apariencia de fuerza e
imperio poco común. Su rostro, de facciones regulares y hasta hermosas, estaba
curtido por el sol y adornado con una espesa y oscura barba, que le llegaba al
pecho. El traje que llevaba era enteramente nuevo y sus armas, a juzgar por el
brillo y la limpieza que ostentaban, hacía poco que habían salido de casa del
armero.

El trapper o squatter legítimo siente una invencible antipatía hacia todo lo que
significa cuidado de la persona y especialmente le desagrada la limpieza de las
armas, cuya herrumbre es para él la mejor señal de que no se llevan por adorno,
sino que han prestado buenos servicios en la lucha para defender la vida. En
aquellos parajes, en que se mide lo que valen los hombres por otras normas muy
distintas que la del traje que llevan, un exterior elegante constituye una especie de
provocación y con el menor pretexto da lugar a palabras burlonas.

—Good day, señores —saludó el recién llegado, quitándose del hombro el


fusil de dos cañones para dejarlo en un rincón, cosa que no hubiera hedho de
ningún modo un hombre del Oeste con experiencia. Después, volviéndose hacia el
posadero, que le miraba medio curioso, medio zumbón, le dijo;

—¿Está aquí el digno master Winklay?

—¡Hum! Tal vez sea yo mismo —respondió con indolencia el interpelado.

—¿Tal vez? —repitió el otro, en tono agrio y mostrándosle un tanto


ofendido—. ¿Qué quiere decir eso?

—Eso quiere decir que soy, efectivamente master Winklay; pero que a veces
no lo soy, según me parece.

—¡Ahí ¿sí? Y ahora ¿le parece serlo o no?

—Depende enteramente de lo que quiera usted de master Winklay.

—Lo primero, un trago aceptable para mí y para este hombre y lo segundo


que me dé unos informes que le voy a pedir.

—El trago aquí lo tiene usted. En cuanto a los informes se los daré lo mejor
que me sea posible. Sé muy bien lo que debo a un caballero.

—Déjese usted de caballeros, Winklay; ese título aquí vale poco —dijo el
forastero, apartando de la boca el vaso con gesto descontento—. Los informes que
pido se refieren a Sam Fire-gun.

—¿A Sam Fire-gun? —preguntó sorprendido el -posadero—. ¿A Samuel Rifle


de fuego? ¿Y qué quiere usted de él?

—Eso es cuestión mía, si no lo lleva usted a mal. Me han dicho que viene con
frecuencia a esta casa..

—¡Hum! Sí y no. Lo que a usted le parece bien, puede o no parecérmelo a


mí; así es que si no responde usted a mi pregunta, no espere nada de mí. Sin
embargo, aquí hay personas que quizá puedan darle los informes que necesita. Dos
de ellos conocen perfectamente al hombre por quien pregunta usted.

»Dicho esto, volvió la espalda, dispuesto a no contestar más. El que había


recibido esta respuesta tan americana, se dirigió tranquilamente a los otros y les
dijo:

—¿Es verdad lo que dice Winklay?

Como no recibiera respuesta, más avisado, preguntó a Pitt Holbers:

—¿Quiere usted tener la bondad de contestar a mi pregunta, señor


silencioso?

—Oiga, señor, mi nombre es Holbers, Pitt Holbers, para que usted lo sepa.
Cuando usted hace una pregunta a trescientos hombres a la vez, ninguno de ellos
sabe si es él el que ha de responder. ¿Qué es lo que quiere usted de Sam Fire-gun?

—Nada que pueda serle desagradable. He venido del Este para andar un
poco por los bosques y necesito un hombre junto al cual se pueda hacer algo. Para
esto nadie mejor que Sam Fire-gun y por eso le pregunto adónde debo dirigirme
para encontrarlo.

—Es posible que sirva para el caso; pero que quiera, ya es otra cosa. No tiene
usted el aspecto de ser de los que a él le gustan.

—¿Lo cree usted así? Puede que sí y puede que no. Pero dígame usted de
una vez si quiere darme las noticias que le pido.

»El interpelado se volvió lentamente hacia el rincón donde estaba el que no


se había movido de su sitio para ver la llegada de los forasteros.
—¿Qué te parece, Dick Hammerdull?

»Aquel hombre había tenido hasta entonces la cabeza baja y estaba tan
absorto en la contemplación del contenido de su vaso, que su mirada no se había
dirigido todavía a los recién llegados. Al oír la pregunta, se volvió y Se echó hacia
atrás la gorra como si quisiera dejar a su entendimiento la libertad necesaria para
dar una respuesta razonable.

—¿Mi opinión? ¿Qué más da? Ya encontrará al coronel.

»Después volvió a su antigua posición de contemplación del vaso. El


hombre de la barba negra no pareció contentarse con esta breve e incompleta
respuesta y se acercó a él.

—'¿Y quién es el coronel, master Hammerdull? — preguntó.

»El interrogado levantó la vista con cara de asombro.

—¿Que quién es el coronel? ¿Qué más da? Coronel es el que manda; Sam
Fire-gun nos manda y por eso se le llama coronel.

»El que había hecho la pregunta no pudo contener una sonrisa al oír la
lógica del trapper y le puso la mano en el hombro con gesto condescendiente
diciéndole:

—¡Nada de bromas, master! Cuando le preguntan a uno, se responde. Eso se


hace en todas partes y no veo por qué no se ha de hacer aquí en el Arkansas.
¿Dónde se puede encontrar al coronel?

—¿Que dónde se puede encontrar al coronel? ¿Qué más da? Ya lo


encontrará usted y es bastante.

—No me basta con esa respuesta. Tengo que saber dónde y cómo puedo dar
con él.

»Dick Hammerdull puso una cara todavía más asombrada que antes. Era el
hombre más taciturno que podía encontrarse entre los lagos y el Golfo de Méjico y
querían ahora obligarle a dar una larga explicación. Aquello no podía consentirlo.
Levantó el vaso, bebió de él con la mayor lentitud y se puso en pie. Entonces se
pudo contemplar bien su figura de pies a cabeza.
Parece que el modelador de la creación había querido hacer con él la figura
opuesta a Pitt Holbers. Era un individuo bajo y extraordinariamente grueso, cosa
no muy frecuente en América, y que no se sabía si inspiraba temor o risa. Su
cuerpo corto y redondo estaba encerrado en una especie de zamarra de cuero de
búfalo, que no conservaba ya nada del primitivo material que había servido de
confección, pues cada herida que había sufrido la prenda había sido curada
mediante la aplicación del primer trozo de piel sin curtir, o de cualquiera otra
materia, que le había caído en la mano a su dueño, de tal suerte que con el tiempo
se habían ido superponiendo los remiendos y las piezas como las tejas en un
tejado. Además, la zamarra se había hecho evidentemente para otra persona
mucho más alta y así le bajaba casi hasta los tobillos. Llevaba las piernas envueltas
en dos fundas que no Se podían llamar botas, ni medias ni polainas y cubría su
cabeza un objeto informe que debía de haber sido hacía mucho tiempo una gorra
de piel, pero que había perdido todo el pelo. Su cara, curtida por la intemperie, y
en la que brillaban dos ojillos, estaba limpia de pelos y cruzada por múltiples
costurones y cicatrices, que le prestaban un aspecto sumamente guerrero.
Fijándose en él, se podía ver que le faltaban varios dedos. Su armamento era el
acostumbrado y no ofrecía nada de extraordinario. Únicamente el fusil, que había
dejado sobre la mesa, delante de él, merecía ser observado atentamente: tenía el
aspecto de un viejo garrote cortado de un monte, para hacerle representar un papel
en la primera riña buena que se presentara. La culata había perdido su primitiva
forma y estaba llena de rajas, entalladuras y muescas, como si la hubieran mordido
las ratas. Entre la culata y el enmohecido cañón había incrustado tal cúmulo de
porquería y materias extrañas, que madera, basura y hierro habían llegado a
formar un todo indistinto. El mejor tirador europeo no se hubiera atrevido a
disparar con aquella estaca por miedo a verla estallar y sin embargo, hay todavía
en la pampa rifles de esa apariencia con los que nadie podría tirar un tiro y cuyo
dueño no deja de dar en el blanco una vez.

Cuando el narrador hacía la descripción de Dick Hammerdull no pude


menos de acordar me de mi antiguo compañero Sam Hawkens, cuyo aspecto era
casi el mismo, salvo que te nía barba. Posteriormente me enteré de que
Hammerdull lo conocía mucho y que, lo mismo que él, se vestía únicamente con lo
que le regalaban.

La narración prosiguió de esta suerte:

—Se plantó delante del forastero, lo miró con una serie de guiños
indescriptibles y dijo:
—¿Que dónde y cómo puede usted dar con él? ¿Qué más da? ¿Cree usted
que Dick Hammerdull ha estado diez años en el colegio de tal o cual sitio para
aprender a echar discursos? Lo que digo es lo que digo y nada más y si es poco,
que otro le eche a usted un sermón, Estamos en la pampa, donde necesitamos el
resuello para cosas de más importancia que para charlar. Téngalo usted entendido.

—Dick Hammerdull, usted ha estado indudablemente en el colegio, pues


habla lo mismo que el mejor de los predicadores mormones; pero Se ha olvidado
de decirme lo que yo quería saber. Así, pues, le pregunto una vez más: ¿cómo,
cuándo y dónde podré encontrar a Sam Fire-gun?

—¡Por vida del diablo que ya me está usted cargando! Ya le he dicho que lo
encontrará y es bastante. Ocúpese usted de su vaso y espere. A mí no me examina
del catecismo ningún greenhorn.

—¿Greenhorn? ¿Es que quiere usted trabar conocimiento con mi machete?

—¡Bah! Bastante cuidado me da a mí de su machete. Guárdelo usted para


pinchar escarabajos o para afeitar ranas, si quiere, pues Dick Hammerdull no es
hombre que tema a su asador. Usted no tiene planta de hombre del Oeste y le digo
una vez más, le guste o no le guste, que es usted un greenhorn y que debe procurar
no serlo.

—Well, pues va a ser ahora mismo

»Se dirigió al rincón donde había dejado el rifle, cogió éste, levantó el gatillo
y dijo:

—Master Hammerdull ¿dónde puedo ver a su coronel? Le doy un minuto de


plazo y si pasado este tiempo no ha contestado a mi pregunta, no volverá usted a
contestar a ninguna otra. Estamos en la pampa, donde cada uno tiene que dictar su
propia ley.

»El interpelado miró a su vaso con el aspecto más indiferente del mundo;
nadie diría que se había enterado de la amenaza. Los circunstantes, muy contentos
de la diversión que suponía para ellos aquella pendencia, miraban con curiosidad a
uno y a otro. Sólo Pitt Holbers que parecía estar de antemano seguro del resultado
de la cuestión se metió los descarnados dedos por dentro del cinturón y extendió
sus interminables piernas todo lo posible, como si le estorbaran para ver lo que
haría su silencioso amigo. El forastero prosiguió:
—¡Ya ha pasado el minuto, master! ¿Me contesta usted o no? Voy a contar:
uno... dos... tr...

»No pudo llegar a terminar el «tres» fatal. Hasta el «dos» Hammerdull había
permanecido sentado, inmóvil e indiferente; pero luego, con una rapidez que no le
hubiera creído capaz quien no le conociera, cogió el viejo rifle, apuntó el tiro
produciendo una tremenda resonancia en la pequeña habitación y el fusil del
forastero, hecho pedazos, cayó al suelo. Casi en el mismo instante, el propio
forastero estaba de espaldas en tierra y tenía a Dick de rodillas sobre su pecho con
el machete levantado.

—Ahora, greenhorn, di «tres» para que te conteste — dijo burlonamente.

—Por el diablo, master, suélteme usted que no lo decía en serio; no habría


tirado.

—Eso se dice muy bien ahora. ¿Con que no ibas a tirar? ¿Entonces ibas a
representar una comedia al viejo trapper a quien llaman Dick Hammerdull?
Ridículo, sencillamente ridículo. Que fueras o no a tirar ¿qué más da? Has
apuntado con tu rifle a un hombre del Oeste y con arreglo al derecho de la pampa,
mereces el cuchillo. Ahora cuento yo: Uno... dos...

El caído hizo un enérgico, pero inútil esfuerzo por soltarse. Después dijo en
tono de súplica:

—No hiera usted, master, que el coronel es mi tío.

»El trapper retiró el cuchillo; pero sin soltar a su contrario.

—¿El coronel... su...? Cuéntaselo a quien quiera, que yo tengo que pensarlo
antes de creerlo.

—Pues es verdad y si se enterase, no le agradaría mucho lo que ha hecho


usted conmigo.

—Que sea usted o no sobrino del coronel ¿qué más me da? Yo me habría
limitado a hacerle algunas cosquillas para darle una lección. Un greenhorn no
merece morir por mi cuchillo, que es demasiado bueno para esa tarea. Levántese
usted.

»Diciendo esto se levantó y volvió a su mesa, sobre la cual había arrojado


antes el rifle. Cogiendo éste, se puso a cargarlo de nuevo. Su cara irradiaba cariño y
cuidado mientras hacía esta operación y sus ojillos relucientes miraban a la vieja
arma de tal manera que a las claras se manifestaba el afecto que por ella sentía.

—No hay otro rifle como éste —dijo al posadero que había presenciado todo
lo ocurrido con la mayor tranquilidad, indiferente al humo que llenaba la
habitación.

—Ya lo creo, viejo barnizador de aguardiente —replicó Hammerdull,


satisfecho—. Es bueno y siempre está a mano cuando lo necesito.

Ea aquel momento se abrió la puerta sin ruido y, sin que los que estaban a la
ventana se hubieran enterado de que llegaba una persona, entró en la sala con paso
silencioso un hombre a quien se reconocía inmediata mente como un indio, a pesar
del traje de trapper que traía.

»Su vestido estaba limpio y bien conservado, cosa sumamente rara entre los
de su raza. Tanto la chaqueta como los polainas era de piel de búfalo engamuzada
(arte éste en el que son maestras las mujeres indias), primorosamente trabajada y
con adornados ribetes en las costuras; los mocasines eran de piel de ciervo; pero no
de una sola pieza, sino de varias unidas, con lo cual se obtiene mayor resistencia y
más comodidad para el pie. No llevaba otro tocado que el abundante y oscuro
cabello atado a un lado que le hacía una especie de turbante en la cabeza,
orgullosamente erguida. El hijo de las tierras vírgenes desdeñaba cubrir su frente
osada.

»Después de haber dirigido sus oscuros y penetrantes ojos a todos los


presentes con mirada de águila, se acercó a la mesa a que estaba sentado Dick
Hammerdull. En ninguna parte le hubieran recibido tan mal, pues éste le interpeló
colérico:

—¿A qué te acercas a mí, piel roja? Este sitio es mío. Anda a buscar otro.

—El hombre rojo está cansado; su hermano blanco le dejará descansar —


respondió el indio con voz dulce.

—Que estés cansado o no ¿qué más da? No puedo aguantar tu piel roja.

—No es mía la culpa de tenerla así; el Gran Espíritu es el que me la ha dado.

—Quienquiera que sea el que tiene la culpa ¿qué me importa a mí? Vete de
aquí, que no te puedo ver.

»El indio apoyó en el suelo la culata del rifle que llevaba al hombro, puso
sobre la boca del cañón el brazo doblado y preguntó, po niéndose serio:

—¿Es mi hermano blanco el dueño de esta casa?

—¿A ti que te importa?

—Tienes razón; a mí no me importa ni a ti tampoco; por eso el hombre rojo


puede sentarse lo mismo que el blanco.

»Diciendo esto se sentó. Había algo tan expresivo en el tono que empleó, que
llegó a imponer al malhumorado trapper, quien le dejó hacer sin oponerse a Su
decidida actitud.

»El posadero se acercó entonces y preguntó al indio;

—¿Qué quieres de mi casa?

—Dame pan para comer y agua para beber — respondió el indio.

—¿Tienes dinero?

—Si tú vinieras a mi wigwam y pidieras de comer, te lo daría sin exigirte


dinero. Tengo oro y plata.

»Los ojos del posadero brillaron de codicia. Un indio que tiene oro y plata es
una agradable aparición en cualquier lugar donde se vende el funesto aguardiente.
Salió y volvió al poco rato con un gran jarro de aguardiente que puso delante del
indio, junto al pan.

—El hombre blanco se equivoca. Yo no he pedido de esta agua.

»El posadero le miró asombrado. Nunca había visto un indio que resistiera
al olor del aguardiente.

—¿Entonces de qué clase la quieres?

—El hombre rojo bebe sólo agua de la que sale de la tierra.


—Pues puedes volverte por dónde has venido. ¡Paga el pan y largo de aquí!

—Tu hermano rojo pagará y se marchará; pero no antes de que tú le vendas


lo que necesita.

—¿Qué es lo que quieres?

—¿Tú tienes una tienda donde se puede comprar?

—Sí.

—Pues entonces dame tabaco, pólvora, balas y mecha.

—Te daré tabaco; pero no vendo a ningún indio pólvora ni balas.

—¿Por qué no?

—Porque vosotros no debéis tenerlas.

—¿Y tus hermanos blancos sí?

—¡Ya lo creo!

—Todos somos hermanos; todos nos morimos cuando no podemos matar


caza; todos debemos tener pólvora y balas. ¡Dame lo que te he pedido!

—No te lo doy.

—¿Es esa tu firme voluntad?

—Esa es.

»Apenas había acabado de decirlo cuando el indio le sujetó por el cuello con
la mano izquierda y sacó con la derecha el reluciente machete.

—Pues entonces no venderás más pólvora ni más balas a tus hermanos


blancos. El Gran Espíritu te da de plazo sólo un momento. ¿Me das lo que deseo o
no?

»Los cazadores, que se habían levantado, hicieron ademán de lanzarse sobre


el valiente salvaje, bajo cuya férrea zarpa, el posadero se retorcía jadeante. Pero el
indio, volviéndose hacia ellos, levantó con orgullo la cabeza y exclamó con voz
amenazadora:

—¿Quién se atreve a poner la mano en Winnetou, el jefe de los apaches?

»Aquella frase causó un efecto sorprendente.

»Inmediatamente, todos los que estaban dispuestos a atacarlo, se retiraron


con todas las señales de una gran consideración. Winnetou era un nombre que
inspiraba respeto al cazador y al trampero más valiente.

»Aquel indio era el más famoso jefe de los apaches, tribu cuya cobardía y
perfidia habían sido causa de que la designasen sus enemigos con el nombre
despectivo de «Pimo», hasta que él fue elegido jefe. Desde entonces fueron poco a
poco transformándose los cobardes en hábiles cazadores y osados guerreros; su
nombre llegó a ser temido hasta el otro lado de las montañas; sus empresas
audaces fueron siempre coronadas por el éxito, a pesar de ser pocos en número y
extendían sus correrías a través de la tierra enemiga hasta muy al Este. Hubo un
tiempo en que todos los campamentos y en las posadas más humildes, lo mismo
que en los salones de los más elegantes hoteles, Winnetou con sus apaches eran el
constante tema de conversación. Todo el mundo sabía que él solo, sin más
acompañamiento que el de sus armas, había atravesado el Mississippi para ver los
pueblos y las cabañas de los rostros pálidos y para hablar con el Gran Padre de los
blancos, el Presidente Washington. Era el único jefe de las tribus no sometidas aun,
que no tenía odio a los blancos y hasta se decía que le unía una amistad muy
íntima con Fire-gun, el trapper y explorador.

»Nadie sabía de dónde procedía este cazador de dilatada fama y temido de


todos los indios. Sólo tenía junto a sí unos pocos elegidos, tan pronto estaba en un
sitio como en otro y dondequiera que se hablara de una verdadera hazaña de
trapper, su nombre estaba mezclado en ella. Se decían de él cosas increíbles y por lo
que se contaba, emprendía aventuras de las que otro no hubiera salido con bien y
que le formaban una aureola cuyo atractivo se manifestaba en el deseo que
demostraban todos los cazadores de conocerlo.

»Pero esto no era tan fácil. Nadie sabía el sitio que servía a él y a los suyos de
punto de reunión y de partida para sus correrías, así como tampoco se conocía el
objeto que le retenía en el salvaje Oeste. Cuando alguna vez se presentaba en una
factoría, sólo llevaba las pieles indispensables para cambiarlas por provisiones de
boca y guerra y desaparecía inmediatamente sin dejar huella. No era, pues, un
hombre que buscaba en la caza el medio de procurarse una vida cómoda para el
tiempo venidero, sino que le guiaban otros propósitos, de los cuales nada se
traslucía, porque no le gustaba tener relaciones con nadie y evitaba
cuidadosamente toda tentativa de aproximación a él.

—¡Suéltame! —gritó el posadero—. Si eres Winnetou, tendrás todo lo que


pidas.

—¡Uf! —exclamó el indio en tono gutural—. El Gran Espíritu te ha inspirado


estas palabras, hombre del cabello rojo; de lo contrario te habría enviado a reunirte
con tus padres y lo mismo habría hecho con todo el que hubiera querido
impedirlo.

»Diciendo esto lo dejó libre y, mientras Winklay se dirigía al almacén para


buscar lo que había pedido, se dirigió a Hammerdull y le dijo:

—¿Por qué el hombre blanco está aquí sentado y divirtiéndose mientras los
hombres rojos atacaron su wigwam?

»Dick levantó la vista del vaso y respondió malhumorado:

—Que yo esté aquí sentado o en otra parte ¿qué más da? ¿Me conoce el gran
jefe de los apaches?

—Winnetou no te ha visto hasta ahora; pero reconoce el signo de su valiente


amigo y sabe que eres uno de sus hombres. ¿Tendrá el gran cazador Fire-gun que
luchar solo para apoderarse de los cueros cabelludos de los Ogellallahs que van en
su busca?

—¿Ogellallahs? — Dick Hammerdull dio un brinco como si hubiera visto


debajo de la mesa una serpiente de cascabel y Pitt Holbers, de una zancada, se
puso al lado del indio—. ¿Qué sabe el hombre rojo de los Ogellallahs?

—Corre en busca de tu jefe y él te lo dirá.

»Se volvió al posadero, que acababa de entrar de nuevo, desató del cinturón
la bolsa de pólvora, balas y provisiones, la llenó y luego se metió la mano por
debajo de la camisa.

—Winnetou pagará al hombre del pelo rojo con metal también rojo.

Winklay recibió el precio de la venta y se quedó contemplando con visible


delectación el trozo de metal que el indio le dio.

—¡Oro! ¡Oro legítimo, brillante, macizo! ¡Cuarenta dólares vale entre


hermanos! Indio, ¿dónde lo has encontrado?

—¡Bah!

»Pronunció esta exclamación acompañando la de un encogimiento de


hombros despreciativo y en el mismo momento salió de la habitación.

El posadero se quedó mirando a los otros con la boca abierta.

—Oigan, señores —dijo—, el tunante rojo debe de tener más oro que todos
nosotros juntos. Nunca me habían pagado la pólvora tan bien. Valdría la pena de ir
detrás de él, porque tiene más piedras como ésta y ha escondido el caballo por
estas cercanías, tan seguro como el cuchillo en el puño.

—No te lo aconsejaría —respondió Dick Hammerdull, preparándose para


marchar—. Winnetou, el apache, no es hombre que se deje quitar ni un perdigón.
Tenga oro o no lo tenga, ¿qué más da? Para nadie ha de ser más que para él.

»Pitt Holbers se echó al hombro el fusil y dijo;

—Vamos, Dick, todo lo de prisa que podamos. El indio lo sabe todo y eso
que dice de los Ogellallahs (¡el diablo los lleve!), tiene que ser cierto. Pero, ¿qué
haremos con estos hombres?

»Y señaló al decir esto a los dos forasteros.

—He dicho que vendrían con nosotros y así será — respondió Dick, y se
dirigió al de la barba negra.

—Si quieren ustedes ver a Sam Fire-gun es hora de marchar; pero antes
digan ustedes cómo se llaman. Que tengan nombre o no, ¿qué más da? Pero hay
que saber cómo se les ha de llamar.

»El interpelado se levantó, para unirse con su compañero a los dos trappers.

—Me llamo Sander, Enrique Sander, y soy alemán de nacimiento.

—¿Alemán? ¡Ejem! Que sea usted chino o gran turco, ¿qué más da? Pero ya
que es usted alemán, de Alemania la del otro lado del mar, me alegro y también es
mejor para usted, porque los alemanes son excelentes personas. Los conozco; me
he encontrado con muchos que manejaban el rifle tan bien que acertaban al búfalo
en el ojo. Así, pues, adelante, que tenemos que andar largo.

»Los cuatro hombres salieron de la posada. Dick Hammerdull Se metió los


dedos en la boca y dio un silbido agudo, al oír el cual se acercaron al trote dos
caballos ensillados que había detrás de la cerca, donde pacían.

—Vaya, ya están aquí los animales. Ahora, arriba y a correr, master Sander
y... ¿cómo le llamaremos a usted? — preguntó al otro.

—Me llamo Pedro Wolf — respondió éste.

—¿Pedro Wolf? ¡Qué nombre más desdichado! A mí me daría lo mismo que


se llamase V. John, Tim o Bill; pero Pedro Wolf... Al pronunciarlo se parte la lengua
y le bailan a uno los dientes. Bueno; monten ustedes y atravesaremos primero él
bosque para ir luego a la pampa.

—¿Y adonde habrá ido el indio? — preguntó Sander.

—¿El apache? Que esté donde quiera ¿qué más da? El sabe mejor que nadie
adónde tiene que ir y apuesto mi yegua contra un macho cabrío a que lo
encontraremos donde él tenga por conveniente y donde nos sea más necesario.

»Aquella apuesta tenía su aspecto ridículo, pues seguramente no habría


muchos personas dispuestas a apostar un buen macho cabrío contra la vieja yegua
de patas rígidas, que llevaba sobre su lomo, agudo como la hoja de uh cuchillo, un
montón considerable de años y que más bien parecía un producto híbrido de una
cabra y un asno que un caballo utilizable. Su cabeza era desproporcionadamente
grande y pesada; no tenía el menor asomo de cola, pues en el lugar en que tal vez
había habido un grueso manojo de cerdas, se veía ahora un corto, puntiagudo y
huesoso muñón, dirigido hacia arriba, en el cual, ni aun con el auxilio de un
microscopio se podía descubrir traza de pelo. De igual modo le faltaban todas las
crines y en lugar de ellas tenía una enmarañada y sucia pelusa que, por ambos
lados del cuello iba a unirse con el polo lanudo que cubría el seco cuerpo del
animal. Por los labios, que con trabajo mantenía juntos, se podía reconocer que no
le quedaba un solo diente y sus ojillos que miraban de reojo con expresión maligna
daban muestras de que no tenía un carácter muy amable.

»Y sin embargo, sólo el que no conociera el Oeste habría podido reírse del
viejo Rocinante. Animales como aquél sirven por lo general al jinete mitad de la
vida de éste, a través de peligros y privaciones, con viento y con tempestad, con
nieve, con calor y con lluvia, fieles y animosos, y por eso él les toma cariño y
aprecia, aun cuando llegan a la vejez, sus cualidades estimables y no los cambiaría
por ningún otro. Bien sabía Dick Hammerdull por qué conservaba su vieja yegua y
no la sustituía por un joven y vigoroso caballo.

»Tampoco Pitt Holbers llevaba una cabalgadura muy lucida. Montaba un


caballo, pequeño y grueso, tan bajo que las interminables piernas del jinete casi
rozaban el suelo; pero a pesar de la no ligera carga que llevaba encima, los
movimientos del animal eran tan ligeros y graciosos que inspiraban en seguida
confianza.

«Por lo que respecta a las monturas de los otros dos, procedían visiblemente
de alguna tranquila granja del Este y todavía tenían que probar su utilidad en el
porvenir.

»La dura cabalgada prosiguió hasta el atardecer, a través del bosque.


Después llegaron los viajeros a la pampa abierta, cubierta de girasoles de flor
amarilla brillante, formando un hermoso tapiz y se perdía en una llanura infinita
que terminaba confundiéndose con el horizonte grisáceo.

»Como los caballos estaban descansados, los expedicionarios se internaron


bastante en la pampa antes de acampar. Cuando ya se veían las primeras estrellas
y hacía tiempo que los últimos rayos del sol habían desaparecido, detuvo
Hammerdull su caballo.

—¡Stop! —dijo—. El día ha terminado y podemos envolvernos en nuestras


mantas. ¿No te parece, Pitt Holbers, viejo mapache?

»Los cazadores usan mucho la frase «viejo mapache» para llamarse unos a
otros, dándole toda clase de significado.

—Como quieras, Dick —dijo gruñendo el interpelado, mientras dirigía la


mirada a lo lejos—. Pero ¿no sería mejor que anduviéramos algunas millas más?
Junto al coronel son más necesarios cuatro brazos activos y dos buenos fusiles que
aquí en la pampa, donde los abejorros zumban y las mariposas nocturnas le hacen
a uno cosquillas en la nariz, como si no hubiese en el mundo ningún piel roja que
despachar.

—De todo eso que has dicho de los abejorros y los pieles rojas, ¿qué más da?
Tenemos aquí dos hombres que no han probado aún la pampa y debemos
concederles descanso. Mira el caballo de Pedro Wolf (¡maldito nombre difícil!),
cómo resopla, lo mismo que si tuviese las cataratas del Niágara en la garganta.
Pues el alazán en que está colgado Sander le gotea el sudor del morro. Vamos,
pues, a descansar y cuando despunte el día seguiremos.

»Los dos alemanes, que no tenían la costumbre de hacer grandes viajes a


caballo, estaban realmente fatigados. Los viajeros ataron los caballos con sus largos
lazos y después de una frugal cena y de haber repartido las guardias, se echaron a
dormir sobre la blanda hierba.

»A la mañana siguiente prosiguió el viaje. Los das trappers eran hombres


silenciosos, que sólo hablaban lo indispensable. Por otra parte, no se encontraban
en sitio seguro, donde pudiera contarse sin miedo alguno este o aquel suceso, sino
en la pampa, donde hay que estar en todo momento con la mayor cautela y la más
escrupulosa vigilancia. Por otra parte, la noticia que les había dado Winnetou era
para mantener sujeta la lengua más suelta. Así sucedió que Sander se abstuvo de
exteriorizar las preguntas que todo el día había tenido en la punta de la lengua y
cuando quiso hacerlas por la noche al acampar, encontró oídos tan poco atentos
que, disgustado, se envolvió en su manta y procuró dormirse.

»Así pasaron varios días, casi sin pronunciar palabra y penetrando en la


pampa con igual diligencia, hasta que el quinto día, al anochecer, Hammerdull,
que marchaba a la cabeza, detuvo de pronto su caballo y echó pie a tierra
inmediatamente, poniéndose a examinar el suelo con gran atención. Después
exclamó;

—¡Have care, Pitt Holbers! Si no ha pasado por aquí uno a caballo muy poco
antes que nosotros, comido me vea por ti. Desmonta y ven.

»Holbers puso la pierna izquierda en el suelo, pasó la derecha sobre el lomo


de su gruesa potro y se inclinó para reconocer la huella.

—Si lo que quieres decir —dijo gruñendo y en tono de aprobación—, es que


ha pasado por aquí un indio, soy de la misma opinión, Dick.

—Que sea o no un piel roja, ¿qué más da? Pero lo cierto es que el caballo de
un blanco no deja una huella como ésta. Monta otra vez y déjame hacer.

»Dicho esto, siguió a pie la huella de los cascos, mientras su experta e


inteligente yegua iba en pos de él espontáneamente. Después de andar unos cien
pasos, se detuvo y dijo volviéndose y señalando al suelo:

—Desmonta otra vez, viejo mapache, y dime a quién tenemos aquí.

»Holbers se inclinó hacia tierra, examinó el lugar con mucho detenimiento y


dijo:

—Si piensas que es el apache, Dick, creo que tienes razón. La cinta con picos
que ves enganchada en ese cacto, es de las que llevaba en los mocasines. Nunca
había visto que los pieles rojas las usasen así, pues generalmente las llevan
cortadas sencillamente. Ha desmontado aquí para examinar alguna cosa y al
hacerlo, las púas del cacto le han desgarrado la cintas. Creo que... ¡behold, Dick,
mira aquí a la derecha! ¿Qué pies son los que han pisado aquí?

—Por tu barba, Pitt, que éste ha sido un scoundrel, un tunante de indio que
ha venido por un lado y ha estado agachado aquí, ¿no te parece?

—¡Ejem! El apache tiene una vista prodigiosa; probablemente habrá visto


enseguida la huella del otro y nosotros, sabe Dios, las veces que habremos pasado
por la suya sin verla.

—Que la hayamos visto o no, ¿qué más da? La hemos encontrado y eso
basta. Pero un piel roja no corre sólo a pie por en medio de la pampa. Su caballo
debe de estar cerca y no andará lejos de aquí, seguramente, un grupo de salvajes
armados de arco que mediten alguna diablura. Observemos bien, para ver si
obtenemos algún otro indicio.

»Recorrió minuciosamente can la vista el horizonte y después movió la


cabeza con aire poco satisfecho.

—Oiga, Sander, lleva usted colgando al costado una funda. ¿Por qué no la
abre usted? ¿Es que lleva usted en ella algún pájaro y no quiere dejarle escapar?

Sander abrió el estuche aludido, sacó de él un anteojo y se lo ofreció al


trapper. Este lo armó, se lo aplicó a la vista y comenzó de nuevo su reconocimiento.

»Al poco rato frunció el entrecejo y dijo guiñando el ojo con expresión
maliciosa:

—Toma el anteojo, Pitt Holbers, mira hacia allá arriba y dime qué es aquella
línea recta que va por el lado Norte del horizonte, de Este a Oeste.
»Holbers obedeció y apartando luego él anteojo de la vista se frotó pensativo
su larga delgada y puntiaguda nariz.

—Si lo que quieres decir, Dick, es que aquello es el ferrocarril que han
tendido hasta California, no eres tan estúpido como se podía creer.

—¿Estúpido? ¿Dick Hammerdull estúpido? Te voy a hacer cosquillas can mi


cuchillo entre las costillas para que te salga por ese grueso morro el último aliento
como un cable podrido. ¡Dick Hammerdull estúpido! ¿Se ha oído nunca algo
semejante? Por lo demás, que sea estúpido o no, ¿qué más da? Pero el que quiera
comprarlo más barato de lo que vale, que tenga cuidado no le salga mal la cuenta.
Y ahora dime tú, Pitt Holbers, compendio de todas las sabidurías, ¿qué tiene que
ver el ferrocarril con el piel roja que se ha deslizado hacia allá?

—¡Ejem! ¿Cuándo pasa el primer tren, Dick?

—No lo sé; pero creo que aun tiene que pasar uno hoy.

—Entonces es seguro que los pieles rojas proyectan algo contra él.

—Puede que tengas razón, viejo mapache. Pero ¿de qué lado ha de venir, de
allá o de acá?

—Si quieres saberlo, vete a Omaha y a San Francisco, donde te enterarán,


pues yo no tengo pegada a mi chaqueta ningún horario.

—Yo no pretendo tal cosa de ese viejo guiñapo. Pero que venga del Este o
del Oeste, ¿qué más da? Cuando venga ya lo veremos. Ahora, otra cuestión-:
¿consentiremos tranquilamente que detengan el tren y quiten a los pasajeros
dinero y vida? ¿Qué dices a esto?

—Que estimo como deber nuestro partir la cara a esos salvajes.

—Opino enteramente lo mismo. Así, pues, pie a tierra y adelante. Esos


narices de perros descubren antes a un hombre a caballo que a otro que va
modestamente sobre sus pies. Vamos a ver en qué agujero se esconden. Pero estad
todos dispuestos a tirar, pues si nos ven, lo primero que necesitamos es el rifle.

»Avanzaron lentamente y con extremada precaución. Las huellas que


seguían y que se habían unido con las del apache, les llevaron primero al terraplén
de la vía y luego a lo largo de ésta, hasta que llegaron a la vista de unas
ondulaciones del terreno.

»Entonces Dick Hammerdull se detuvo.

—Que se escondan esos pillos donde quieran, ¿qué más da? Pero quiero que
me asen hasta que me ponga tan duro y seco como master Holbers si no están
escondidos detrás de aquellas colinas. No podemos seguir, pues...

»Se interrumpió de repente y en el acto se echó el viejo rifle a la cara. Sin


embargo, lo volvió a bajar al momento. Por el otro talud del terraplén apareció una
figura humana, que con agilidad felina atravesó la vía y se presentó ante los cuatro
hombres. Era el apache.

—Winnetou ha visto venir a los buenos caras pálidas — dijo—, que han
descubierto las huellas de los ogellallahs y quieren salvar de la destrucción al
caballo de fuego.

—¡Heigh-dayo! — exclamó Hammerdull — es una suerte que no haya sido


otro, pues hubiera probado mi bala y el tiro nos hubiera vendido. Pero ¿dónde
tiene su caballo el jefe de los apaches? ¿O es que se encuentra sin animal en medio
de la pampa?

—El caballo del apache es como el perro, que se echa obediente y espera a
que vuelva su amo. Este ha visto a los ogellallahs hace varios soles y ha ido al río
que sus hermanos blancos llaman Arkansas, porque creía encontrar allí a su amigo
Sam Fire-gun, el gran cazador, que no estaba en su wigwam. Después ha vuelto a
seguir a los hombres rojos malos y ahora quiere avisar al caballo de fuego, para
que no tropiece en el obstáculo que le van a poner.

—¡Lack-a-day!—dijo entonces Pitt Holbers acentuando mucho las sílabas—.


Fijaos qué bien lo han preparado esos canallas. Si siquiera supiéramos de qué lado
viene el primer tren.

—El caballo de fuego vendrá del Este, porque el caballo del Oeste pasó
cuando el sol estaba encima de la cabeza del jefe de los apaches.

—Entonces, ya sabemos en qué dirección tenemos que ir. Pero ¿a qué hora
pasará el tren por aquí? ¿Lo sabes tú, Pitt Holbers?

—Si sigues pensando, a pesar de todo, que yo tengo un horario, quiero que
me digas dónde está escondido.
—Seguramente no será en tu cabeza, viejo mapache, pues en ella pasa como
en la comarca que allá abajo llaman el llano estacado, donde no hay más que polvo
y piedras. Pero mirad, el sol está poniéndose; dentro de un cuarto de hora será de
noche y podremos observar a esos tunantes de indios, que...

—Winnetou ha estado detrás de sus espaldas —le interrumpió el apache—,


y ha visto que han levantado el camino de hierro del suelo y lo han colocado
atravesado para que el caballo de fuego caiga.

—¿Son muchos?

—Cuenta diez veces diez y no llegarás a la mitad de los guerreros que están
echados en tierra esperando la llegada de los caras pálidas. Y caballos tienen
muchos más, porque todo lo bueno que encuentren en el carro de fuego van a
cargarlo sobre los animales para llevárselo.

—Pues han echado mal las cuentas. ¿Qué piensa hacer el jefe de los apaches?

—Permanecerá en este sitio para vigilar a los hombres rojos. Mis hermanos
blancos irán a caballo al encuentro del caballo de fuego para detenerlo lejos de
aquí, para que esos sapos de ogellallahs no le vean cerrar su ojo de fuego y pararse.

»El plan era bueno y fue puesto en práctica inmediatamente. Nuestros


hombres no sabían cuándo tenía que llegar el tren; como esto podía ocurrir de un
momento a otro y, por otra parte, tenían que alejarse bastante para que los
ogellallahs no se enterasen de nada, era preciso no perder tiempo. Así, pues,
Winnetou quedó atrás y los otros cuatro montaron de nuevo a caballo y echaron a
andar hacia el Este al trote largo.

»Llevaban va casi un cuarto de hora de marcha cuando Hammerdull detuvo


su yegua y miró hacia un lado.

—¡Good lack! —dijo—. ¿Qué hay allí echado en la hierba, que parece un
ciervo o...? Eh, Pitt Holbers, dime qué animal es este.

—¡Ejem! Si crees que es el caballo del apache que está ahí como clavado
hasta que su amo venga a buscarlo, pienso como tú.

—Lo has adivinado, viejo mapache. Pero vamos, no asustemos al animal,


que tenemos otra cosa mejor que hacer. Que encontremos el tren o no, ¿qué más
da? Pero tenemos que hacerle señales y cuanto más lejos de aquí mejor. Que los
pillos rojos no vean por las luces que se detiene y así podremos destruir sus planes.

»Continuaron avanzando. La claridad del día desapareció rápidamente,


pues en aquella región el crepúsculo es muy breve, y no había pasado mucho más
de media hora cuando ya la oscuridad de la noche se había extendido por toda la
pampa y las estrellas habían comenzado a lanzar sus cárdenos destellos. Nuestros
hombres hubieran saludado con alegría la aparición de la luz de la luna, por poca
que hubiera sido. Sin embargo, como esta circunstancia habría dificultado luego su
aproximación a los indios, fue mejor para ellos que la antorcha nocturna de la
tierra se encontrase en una fase de oscuridad y no dejase ver el más pequeño
reflejo de su mágico claror.

»Como las máquinas americanas llevan una luz muy poderosa, la


aproximación del tren podía observarse desde una distancia de varias millas.
Había, pues, que alejarse lo suficiente para que la luz no llegara a los indios; por
eso Dick Hammerdull mantuvo su yegua al mismo paso y los otros le siguieron en
silencio.

»Por fin se detuvo y saltó a tierra. Sus tres acompañantes le imitaron.

—Bien —dijo—. Creo que la delantera es ya bastante. Atad los animales y


buscad un poco de hierba seca para hacer la señal.

»Su orden fue obedecida y pronto estuvo hecho un montón, que rociado con
un poco de pólvora, podía prenderse en un momento.

»Echados sobre sus mantas, los cuatro hombres se pusieron a escuchar en el


silencio de la noche, sin apartar la vista del sitio por donde tenía que llegar el tren.
Los dos alemanes, aunque sabían perfectamente lo que iba a ocurrir, no se
atrevían, por su poca experiencia en las cosas del Oeste salvaje, a interrumpir con
su conversación el silencio reinante y así dejaron a los dos cazadores observar
tranquilamente. Aparte del ruido que hacían los caballos al pastar, no se oía rumor
alguno, como no fuera el suave zumbido de algún abejorro que iba en busca de su
presa, y los minutos transcurrían con una lentitud cada vez más desesperante.

»Por fin, después de un rato, que pareció una eternidad, brilló a lo lejos una
luz apenas perceptible, que poco a poco fue aumentando en tamaño e intensidad.

—Pitt Holbers, ¿qué opinas de aquel gusano de luz que se acerca? — dijo
Dick Hammerdull.
—¡Ejem! Lo mismo que acabas de decir. Dick Hammerdull.

—Pues es la mejor idea que has tenido en toda tu vida, viejo mapache. Que
sea la locomotora o no, ¿qué más da? Pero lo cierto es que el momento de poner
manos a la obra ha llegado. Enrique Sander, cuando el tren se acerque grite usted
con toda la fuerza de sus pulmones, y también usted, Pedro Wolf (¡maldito
nombre, que raja la boca al pronunciarlo!). Hagan ustedes todo el ruido que
puedan. De lo demás nos encargamos nosotros.

»Cogió una larga y gruesa antorcha de hierba seca que había hecho con la
del montón y la roció con pólvora. Después sacó su revólver del cinto.

»La aproximación del tren se iba haciendo perceptible por un ruido cada vez
mayor y que se fue convirtiendo en lo que parecía fragor de lejano trueno.

—Extiende tus infinitos brazos, abre tu desmesurada boca y brama todo lo


que puedas, viejo mapache, porque el tren ya está aquí —exclamó Dick
Hammerdull, mirando preocupado hacia el sitio donde estaban los caballos que,
ante aquel fenómeno inusitado, tiraban de las correas con que estaban atados
relinchando y pialando.

—Pedro Wolf (¡el diablo lleve este accidentado nombre!), cuide de que los
animales no se nos escapen. Al mismo tiempo puede usted también gritar.

»Había llegado el momento. El tren se aproximaba arrojando por delante un


cono de luz deslumbrador. Hammerdull aproximó el revólver a la antorcha y
disparó. Instantáneamente se inflamó la pólvora y prendió la hierba seca que dio
una viva llama. Hammerdull, agitando violentamente la antorcha, la hizo arder
por completo y corrió hacia el tren, iluminado por ella.

»El maquinista vio en seguida la señal a través de la ventanilla de cristal de


la máquina, y poco después de los primeros movimientos de la antorcha se oyeron
varios pitidos agudos y en el mismo momento funcionaron los frenos, las ruedas
rechinaron y con trepidación amenazadora pasó la larga serie de vagones por
delante de los cuatro hombres, que echaron a correr detrás del tren, cuya velocidad
iba disminuyendo.

»Cuando por fin se detuvo, Hammerdull sin hacer caso de los empleados
del tren que se asomaban desde sus elevados puestos para ver qué ocurría, pasó a
todo correr, a pesar de su gordura, hasta la locomotora; echó su manta, que había
recogido del suelo, sobre los faroles y reflectores de la máquina y gritó con toda la
fuerza de sus pulmones mientras lo hacía:

—¡Fuera las luces! ¡Apagad todo el tren!

»Inmediatamente se apagaron todas las lámparas del tren. Los empleados


del ferrocarril del Pacífico son gente de gran presencia de ánimo y que se hacen
pronto cargo de las situaciones. Pensaron que la orden tendría sus motivos y la
cumplieron al momento.

—¡Sdeath! —exclamó una voz desde la máquina— ¿por qué tapa usted
nuestras luces, hombre? ¿Es que ocurre algo por ahí delante? ¿Quién es usted y
qué significan sus señales?

—¡Hay que estar a oscuras! —respondió el previsor trapper—. Hay indios


cerca de aquí y sospecho que han levantado un trozo de vía.

—¡Mil diablos! Si es cierto lo que dice, es usted el hombre mejor que ha


pisado esta maldita tierra.

Y diciendo esto, saltó al suelo, le estrechó la mano y dio la orden de abrir los
vagones.

A los pocos minutos estaban los cazadores rodeados de una multitud de


viajeros curiosos y quedaron sorprendidos de la gran cantidad de gente que bajó
del tren para enterarse de la causa de la parada.

—¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué nos paramos? — se oyó exclamar por
todas partes.

»En pocas palabras explicó Hammerdull la situación, promoviendo con ello


una viva emoción en todos los presentes.

—¡Bien, muy bien!—exclamó el maquinista—. Esto produce una


perturbación en el movimiento de los trenes; pero en cambio nos proporciona la
ocasión de calentar la piel a esos tunantes rojos. Esta es la tercera vez, en poco
tiempo, que se han atrevido a asaltar trenes en este mismo sitio y siempre han sida
los malditos ogellallahs, esa endiablada raza de los sioux, cuya fiereza y maldad
sólo se pueden corregir con una buena bala. Pero hoy han errado el tiro y van a
pagarlas todas juntas. Por lo visto piensan que este tren trae como siempre muchas
mercancías y sólo seis o siete empleados. Por fortuna viene aquí un centenar de
obreros que van a las obras de los puentes y viaductos de la montaña y como casi
todos ellos llevan armas, la cosa no va a ser difícil y más bien nos va a servir de
distracción.

»Dicho esto, subió a la máquina para dar salida al vapor sobrante, que con
ruido estridente se escapaba por las válvulas, envolviendo a los vagones en una
nube blanca; bajó otra vez para pasar revista a las fuerzas que tenía a su
disposición y preguntó;

—Ante todo, dígame usted cómo se llama, pues quiero saber a quién tengo
que agradecer este feliz aviso.

—Mi nombre es Hammerdull, Dick Hammerdull, mientras viva.

—Muy bien. ¿Y este otro?

—Que se llame como quiera, ¿qué más da? Pero como da la casualidad de
que también tiene su nombre, a nadie perjudica que usted lo sepa. Se llama Pitt
Holbers y es un hombre en quien se puede confiar.

—¿Y los otros dos, ese de ahí y el otro que sujeta a los caballos?

—Son dos hombres de Alemania, del otro lado del mar y se llaman el uno
Enrique Sander (Harry sonaría mucho mejor) y el otro (¡maldito nombre!), Pedro
Wolf. No pronuncie usted estas dos palabras, porque se romperá el cuello si lo
hace.

—¡Well! —dijo riendo el empleado—. No todas las lenguas son tan delicadas
como la suya, master Hammerdull.

—¿Hammerdull? ¿Dick Hammerdull? —exclamó una voz profunda y fuerte,


al misino tiempo que un hombre se abría paso a través de los circunstantes—.
¡Wellcome, viejo zorro! Cuando pensaba encontrarte en Hidespot, tropiezo aquí
contigo. ¿Qué es lo que te trae por aquí?

—Sea lo que quiera lo que me trae aquí, ¿qué más da, coronel? Pero el hecho
es que he ido a comprar un poco de pólvora, plomo y tabaco con Pitt, el Largo, a
casa de master Winklay el irlandés y de allí traemos a dos de Alemania que quieren
ver a Sam Fire-gun, es decir, a usted.

—¡Sam Fire-gun! —exclamó el maquinista, dirigiéndole al recién llegado—,


¿Es usted realmente?
—Así me llaman — fue la lacónica respuesta. El que así hablaba era un
hombre de complexión verdaderamente gigantesca, como podía apreciarse a pesar
de la oscuridad, vestido a la usanza de los trappers. Todos los presentes, al oír su
nombre, se retiraron un ¡poco dando muestras de respeto.

—¡Good lack, sir! ¡Ya tenemos el hombre que puede tomar el mando de todos
nosotros! ¿Quiere usted aceptarlo?

—Si estos caballeros consienten en ello, no tengo inconveniente.

»Se oyó una exclamación general de asentímiento. A aquel famoso cazador


que tantos deseaban en vano conocer y que se encontraba allí de modo tan
inesperado, se le podía entregar el mando con absoluta confianza.

—¡Naturalmente que consienten! Dé usted sus órdenes lo más pronto


posible, pues no tenemos tiempo que perder, ni debemos hacer esperar mucho a
los señores rojos — dijo el maquinista.

—Well, sir, permítame que diga dos palabras a este hombre. Dick
Hammerdull, ¿qué otro del Hidepost está con vosotros?

—Ninguno, coronel. Los otros están en casa, o en la montaña.

—Pues tiene que haber otro con vosotros, Dick, pues te conozco bien para
pensar que has podido separarte de los pieles rojas sin haberles puesto un
centinela.

—Que yo me haya separado de ellos de un modo o de otro, ¿qué más da?


Pero si usted tiene a Dick Hammerdull por tan tonto que no ha pensado en dejarles
vigilados está usted endiabladamente equivocado, coronel. He dejado un escucha
como no hay otro.

—¿Quién es?

—Ya le he dicho que uno como no hay otro y con esto basta, pues sólo hay
uno de quien se pueda decir esto. Su caballo le espera echado a cierta distancia,
hasta que el hombre vaya a buscarlo.

—¿Que su caballo le espera? Pues, entonces, Dick, Hammerdull, no puede


ser más que uno, y se llama Winnetou.
—Lo acertó usted, coronel. El apache se reunió con nosotros en la tienda del
irlandés y nos avisó. Ha seguido la huella de los ogellallahs y luego ha vuelto a
encontrarnos.

—¿Winnetou, el jefe de los apaches? — preguntó el maquinista, mientras se


oía un murmullo de satisfacción entre los presentes. — ¡Heigh-day! Vaya una serie
de encuentros. Sólo ese hombre vale por un puñado de cazadores y si está a
nuestro lado vamos a zurrar a esos tunantes rojos de tal modo que se van a acordar
de nosotros. ¿Dónde está?

—Que esté o que no esté, ¿qué más da? Pero lo cierto es que espera muy
cerca de los indios, a la izquierda de la vía. No debe ocurrir novedad por allí, pues
de lo contra rio ya estaría aquí para avisarnos.

—Bien —dijo Sam Fire-gun—, voy a decir a ustedes mi plan: nos dividiremos
en dos grupos, que irán, cada uno, por un lado de la vía, a acercarse sigilosamente
a los indios. Yo mandaré uno de ellos. ¿Quiere usted mandar el otro?

—Naturalmente —dijo el maquinista—. En realidad, yo no debería


abandonar mi puesto; pero para algo tengo un par de buenos puños y, por otra
parte, el fogonero puede hacer mis veces. No podría resistir al lado de la caldera en
cuanto oyera los disparos de los rifles, así es que voy con ustedes. —Y dirigiéndose
al personal del tren, prosiguió—: Vosotros quedaos en vuestros puestos y mucho
cuidado, pues no se sabe qué puede ocurrir. ¡Tom!

—¿Qué quiere usted? — preguntó el fogonero.

—Tú sabes ya manejar la máquina. Para que no tengamos que retroceder,


tan pronto como veas una señal hecha con fuego, vente con el tren. Pero anda
despacio y con toda la precaución posible, pues habrá que arreglar la vía. Por lo
que toca a mandar el otro grupo, master Fire-gun, lo he pensado mejor. Iré en él de
muy buena gana; pero ¡no soy hombre del Oeste. Así, pues, busque usted otro para
ese puesto.

—Bueno —aprobó Fire-gun—; no quería prescindir de usted; pero aquí tengo


uno que desempeñará su papel tan bien como yo el mío y a quien puede usted
confiar sus hombres con entera tranquilidad. Dick Hammerdull, ¿qué piensas de
esto?

—Que piense lo que quiera, ¿qué más da? Pero creo que no hará usted
ningún disparate.
—Así lo creo yo también. ¿Quieres tú mandar la otra mitad?

—¡Ejem! Si los hombres quieren seguirme, iré a gatas de buena gana delante
de ellos. Mi arma tiene pólvora y plomo nuevos y hablará algunas palabras
razonables con los indios. Pero los caballos tienen que quedarse aquí, coronel.
Sander, es de Alemania, puede cuidar de ellos.

—No me agrada la proposición —respondió el aludido secamente—. Yo voy


con ustedes.

—Que le agrade o no, ¿qué más da? Pero ya que usted no quiere, lo puede
hacer el otro, Pedro Wolf, (¡que el diablo se lleve este endemoniado ¡nombre!)

»También éste se negó, y en vista de ello, se encargó el cuidado de los


caballos a uno de los pocos obreros que no llevaban armas.

»Las fuerzas se dividieron en dos grupos. Sam, Fire-gun y Dick Hammerdull


se pusieron a la cabeza de cada uno de ellos. El tren quedó atrás; los hombres
fueron avanzando y a los pocos momentos había un profundo silencio por aquellos
lugares y ni el más pequeño rumor dejaba traslucir que aquella tranquilidad
aparente que reinaba en la llanura inmensa llevaba en sí la preparación de un
choque sangriento.

»Los expedicionarios hicieron primero una gran parte del camino andando
en pie; pero después, cuando estuvieron cerca del probable campo de batalla,
fueron arrastrándose, de uno en uno, por ambos lados del terraplén.

—¡Uf! —oyó de pronto Sam Fire-gun decir en voz baja a su oído— Los jinetes
del caballo de fuego pueden esperar aquí echados hasta que Winnetou, el jefe de
los apaches, vaya delante y vuelva aquí otra vez.

—¡Winnetou! —preguntó Sam Fire-gun, levantándose a medias—. Mi


hermano rojo se ha olvidado de su amigo blanco cuando no lo reconoce.

Winnetou miró fijamente al cazador, lo reconoció a pesar de la oscuridad y


exclamó con alegría, pero siempre en tono bajo:

—¡Sam Fire-gun¡¡Alabado sea el Gran Espíritu, que te presenta a la vista del


apache! ¡Que él bendiga tu mano para que caiga aniquiladora sobre la cabeza de
tus enemigos! ¿Ha venido mi hermano en el caballo de fuego?
—Sí; ha recogido a la salida del sol el oro que debe a la amistad del apache y
ahora vuelve para buscar más. ¿Para qué quería mi cauto hermano marcharse y
volver luego?

—El alma de la noche es negra y el espíritu del atardecer oscuro y siniestro.


Winnetou no ha podido reconocer a su hermano que estaba echado en tierra. Pero
ha visto al hombre que está en aquella colina para acechar la llegada del caballo de
fuego. El apache irá a cerrar los ojos del ogellallah y luego volverá.

»En el mismo instante, desapareció en la oscuridad de la noche.

»Aquellos dos famosos hombres de la pampa, a quienes la naturaleza había


hecho tan diferentes y que, sin embargo, estaban tan unidos por una mutua
amistad, habían vuelto a encontrarse allí, después de larga separación. Pero sus
inconmovibles ánimos no conocían los ruidosos transportes de alegría que en otras
personas son habituales, y por otra parte, en el momento del encuentro, estaban
tan preocupados por otra idea que no había que pensar en un saludo largo ni
expresivo.

»A pesar de la oscuridad de la noche, se podía ver en una de las ligeras


elevaciones que formaba el terreno, una figura humana que, para la penetrante
vista de un hombre del Oeste, resaltaba con bastante claridad sobre el cielo
estrellado. Era el vigía que habían puesto los ogellallahs para observar la
aproximación del tren. Para un blanco hubiera sido difícil y tal vez imposible,
acercarse a aquel hombre sin que él lo notara; pero Sam Fire-gun conocía bien la
maestría con que el apache sabía deslizarse por el suelo estaba seguro de que el
ogellallah desaparecería al poco tiempo.

»Echado junto al terraplén de la vía, no lo perdió de vista y, en efecto, a los


pocos minutos, vio levantarse junto al centinela una figura con la rapidez del rayo;
los dos hombres cayeron al suelo y en el instante mismo el machete del apache
cumplió su misión.

»Winnetou tardó mucho tiempo en volver, porque dio un rodeo con objeto
de observar la posición de los indios. A su vuelta, expuso a Sam Fire-gun el
resultado de su expedición.

»Los ogellallahs habían levantado algunos carriles y los habían puesto


atravesados en la vía juntamente con sus traviesas. El tren habría sufrido una
terrible catástrofe si hubiese llegado desprevenido a aquel sitio. Los indios estaban
echados en tierra, a uno de los lados, en silenciosa espera y tenían atados sus
caballos más atrás. La presencia de estos animales hacía casi imposible que los
atacantes se aproximasen por aquel lado, pues el caballo de la pampa casi excede al
perro en vigilancia y denuncia con sus relinchos la presencia de cualquier ser vivo.

—¿Quién los manda? — preguntó Fire-gun.

—Matto-Sih, «Pata de oso». Winnetou ha estado detrás de él y hubiera


podido matarlo con el tomahawk.

—¿Matto-Sih? Es el más valiente de los sioux: no teme a ningún guerrero y


nos dará que hacer. Tiene la fuerza del oso y la astucia del zorro. Habrá dejado
detrás, como reserva, parte de su gente. De un guerrero tan experto no puede
esperarse otra cosa.

—¡Uf! — exclamó Winnetou, en profundo tono gutural, dando muestras de


aprobación.

—Que mi. hermano rojo espere aquí hasta que vuelva.

»Retrocedió por el terraplén y cuando llegó al sitio donde se encontraba


Dick Hammerdull, dijo a éste:

—A unas trescientas yardas de aquí están los indios. Voy a enviar la mitad
de mi gente con Winnetou para que dé un rodeo por la pampa, con objeto de...

—Envíe la gente o no, ¿qué más da? —le interrumpió Dick en voz baja—.
Pero ¿qué van a hacer por allí?

—Los ogellallahs están mandados por Matto-Sih...

—¿Por «Pata de Oso? ¡Zoundsl Entonces tenemos frente a nosotros a los más
bravos de la tribu y conozco lo suficiente a ese hombre para pensar que debe de
tener una reserva en medio de da vieja pampa.

—Así lo creo yo también. Pues bien: Winnetou va a sorprender esa reserva,


mientras yo voy con el resto de la gente a apoderarnos de los caballos. Si lo
consigo, o si logro dispersar a los caballos, los indios están perdidos.

—Well, Well, coronel. Dick Hammerdull y su fusil le ayudarán hasta que


podamos cargar el tren de cabelleras.
—Tú te esperas con tus hombres hasta que suene el primer tiro. Entonces se
darán cuenta los indios de que los atacamos por retaguardia y se dirigirán hacia
dónde estás tú, que los recibirás dignamente. Pero aguarda tranquilamente hasta
que los veáis claramente, hombre por hombre. Entonces, tirad y no se perderá
ninguna bala.

—Descuide, coronel. Dick Hammerdull sabe bien lo que tiene que hacer.
Tenga usted cuidado de que los caballos no denuncien su aproximación, pues un
caballo indio huele a un blanco a diez millas.

Fire-gun volvió a su puesto y el grueso trapper se arrastró a lo largo de la fila


de sus hombres para comunicarles las instrucciones recibidas.

»Cuando regresó al punto de partida se colocó junto a Pitt Holbers, que


durante las últimas horas transcurridas no había pronunciado palabra y le dijo al
oído;

—Pitt Holbers, viejo zorro, pronto va a empezar la danza.

—¡Ejem! Cuando tú lo crees, así será. Qué, ¿tienes ganas de que empiece?

»En el momento en que Hammerdull iba a responder, se vio a cierta


distancia un fogonazo seguido de una viva detonación. Antes de que se pudiera
llevar a cabo el plan de Sam Fire-gun, se le había disparado el rifle a uno de los
obreros que le seguían.

»Instantáneamente se pusieron en pie los ogellallahs y corrieron hacia donde


tenían los caballos. Pero el previsor Sam Fire-gun, apenas oyó detrás de sí el tiro
delator de su presencia, se apresuró a poner remedio a las con secuencias de aquel
descuido.

—¡Corramos a los caballos! — gritó.

»A todo correr, llegó con los suyos antes que los indios al lugar donde
estaban los animales y en un abrir y cerrar de ojos los soltaron y los dispersaron
por la extensa y oscura pampa.

»Cuando llegaron los indios, los tiros con que fueron recibidos los
desconcertaron. Se veían sin caballos y en aquella oscuridad no podían enterarse
del corto número de sus enemigos; así, permanecieron algunos momentos sin
saber qué hacer y sirviendo de blanco a las armas de éstos. Pero al fin, sonó la
aguda voz de mando de su jefe; se volvieron y echaron a correr para ganar el otro
lado del terraplén y allí, protegidos por éste, ver qué decisión tomaban.

»Apenas habían llegado al talud para subir por él, surgió a pocos pasos
delante de ellos una línea oscura, como si hubiera brotado de la tierra, la descarga
de cincuenta rifles iluminó por un momento la noche y los gritos de los heridos
mostraron que la división de Dick Hammerdull había apuntado bien.

—¡Ahora todas las balas fuera y a ellos! —gritó el valiente Dick; disparó el
segundo tiro de su rifle, lo arrojó, pues ya no le servía de nada, sacó el tomahewk, la
terrible arma del Oeste, y se lanzó, seguido de Pitt Holbers y de los más valientes
de los obreros, sobre los salvajes que estaban paralizados por el terror.

»Estos habían perdido la serenidad por lo inesperado del ataque. Viéndose


con enemigos delante y detrás, sólo tenían la salvación en la huida. De nuevo sonó
una aguda orden de Matto-Sih y al instante desaparecieron los salvajes como por
encanto: se habían arrojado al suelo entre sus enemigos y procuraban escapar,
arrastrándose.

—la tierra los míos y machete en mano! — gritó Fire-gun con voz tonante, y
se dirigió hacia el campamento abandonado por los indios.

»Tenía la idea de que éstos habrían reunido toda clase de combustible para
alumbrar se, en caso de haber logrado su intentona. No se había equivocado: allí se
encontraban varios montones de lanzas y mantas, que se le ofrecieron como
excelente alimento para las hogueras. Dejando el cuidado de éstas en comendado a
los obreros, volvió al lugar del ataque, que se había convertido en una serie de
terribles luchas individuales.

»Un espectador neutral habría podido observar allí hechos de los que no se
conciben en tierra civilizada.

»Los obreros eran, en su mayor parte, gente que había ejercitado sus fuerzas
en las vicisitudes de la vida; ninguno de ellos podía hacer frente a la manera
peculiar de lucha de los indios que, a la luz de las hogueras, se dieron cuenta clara
de la situación y del número de sus enemigos. Así, excepto en los casos en que
varios obreros atacaban a un solo indio, era éste el vencedor en el combate singular
y el suelo se iba cubriendo de los que caían bajo el poderoso golpe del tomahawk.

»Sólo tres de los blancos estaban provistos de esta arma: Sam Fire-gun, Dick
Hammerdull y Pitt Holbers, y demostraron que, con armas iguales, la inteligencia
y la tenacidad del blanco acaba casi siempre por vencer.

»Rodeado de un grupo de salvajes, sostenía Sam Fire-gun gran combate, y su


rostro, iluminado por las oscilantes llamas, ofrecía la expresión de esa alegría del
cómbate, que niegan los espíritus refinados y que, sin embargo, es una verdad
muchas veces probada. Hacía que los otros le empujasen a los indios hasta
ponerlos al alcance de su hacha de combate, que, manejada por sus gigantescos
puños, de cada golpe destrozaba la cabeza de un piel roja.

»No lejos de él había una extraña pareja de héroes, que, a pesar de la


diferencia.de estatura, apoyaban, sus espaldas uno en otro„ con lo cual, los dos se
protegían contra un ataque por detrás: eran Dick Hammerdull y Pitt Holbers. El
rechoncho Dick que, a cualquiera que no le conociese, parecía la imagen del ser
indefenso, se mostraba dotado de una agilidad verdaderamente felina. Blandiendo
en la izquierda el machete de dos filos y en la de recha la pesada hacha de
combate, hacía frente a todos su enemigos. Su larga chaqueta, en la que se
amontonaban los remiendos y las piezas, hacía que resbalasen sobre él las
cuchilladas sin hacerle daño alguno. Pitt el largo, agitaba sus brazos como un
pólipo que busca su presa. Su cuerpo, compuesto sólo de huesos y tendones,
desarrollaba una fuerza y una resistencia enormes; el hacha, manejada por él caía
desde una altura doble; su radio de acción era mayor que el de cualquiera de sus
enemigos; pero sus pies enormes no se movían una pulgada y el que se ponía a su
alcance estaba irremisiblemente perdido.

»Otros dos había también entre los blancos que se distinguían: los dos
alemanes. Se habían apoderado de los tomahawks de dos indios caídos y los
manejaban con una seguridad y una ligereza que parecían no haber hecho otra
cosa en su vida. Sin embargo, nadie se percataba de que sólo luchaban, en
apariencia. No herían a ningún indio, ni éstos tampoco a ellos. No hacían más que
chocar las armas con los salvajes y éstos se apartaban inmediatamente para buscar
otro adversario.

»También entre los obreros los había valientes, que daban que hacer a los
indios, no acostumbrados a las peleas individuales, y la victoria parecía inclinarse
decididamente del lado de los blancos, que acorralaban cada vez más a los pieles
rojas, cuando se oyó un griterío infernal en medio de la oscuridad de la pampa.
Sam Fire-gun tenía razón: Matto-Sih, el astuto jefe de los salvajes, había dejado a
cierta distancia una reserva considerable de los suyos, que ahora llegaba con
fuerzas nuevas y que dio en un momento otro aspecto a la lucha. Por otra parte, los
indios que habían huido del campo de batalla, volvieron al ver el nuevo curso de
los acontecimientos y así, el ataque de los cazadores y los obreros se convirtió en
una defensiva que de minuto en minuto perdía probabilidades de éxito.

—¡Todo el mundo detrás del terraplén! — ordenó Sam Fire-gun, abriéndose


paso con terribles golpes en aquella dirección.

»Pitt Holbers no necesitó más que unos cuantos pasos para encontrarse a su
lado. Dick Hammerdull, para hacerse camino, sacó el revólver, que aun no había
usado, descargó las balas y corrió hacia el terraplén de la vía. Casi lo había salvado
cuando tropezó, cayó de cabeza al suelo y rodó al otro lado, yendo a los mismos
pies de Sam Fire-gun. Allí se puso en pie de un salto y miró un objeto que tenía en
la mano. Era una especie de garrote viejo en el que había tropezado y que había
cogido inconscientemente al caer.

—¡Mi rifle, es mi rifle, que había tirado aquí antes! ¿Qué dices a esto, Pitt
Holbers, viejo zorro? — exclamó con alegría.

—Si lo que quieres decir, Dick, es que...

»No pudo continuar, porque los ogellallahs los habían seguido y la lucha
comenzó de nuevo. El resplandor de las hogueras pasaba por encima del terraplén
y alumbraba una escena que, al parecer, había de terminar con la derrota de los
blancos. Ya iba el jefe de éstos a ordenar la retirada, favorecidos por la oscuridad,
cuando sonaron tiros a la espalda de los salvajes y un grupo de hombres se lanzó
sobre ellos con las armas en alto.

»Era Winnetou con su gente.

»La oscuridad les había impedido dar con el cuerpo de la reserva de los
pieles rojas y cuando vio las llamas y creyó que su presencia en el campo de la
lucha sería necesaria, corrió hacia allá, llevando el auxilio decisivo en el último
momento.

»En el grupo más denso de combatientes estaba Matto-Sih. Su cuerpo, bajo y


robusto, estaba cubierto con la blusa de caza que llevan ordinariamente los pieles
rojas y que estaba regada de sangre de arriba abajo. Llevaba a la espalda la piel de
un lobo de la pampa, cuya cabeza cubría la suya. Con el escudo convexo de piel de
búfalo en la izquierda y en la derecha el tomahawk, en cuanto posaba sobre su
enemigo la mirada de sus ojos grandes, oscuros y penetrantes, lo hacía caer muerto
de uno de sus terribles golpes.
»Ya creía estar en posesión del triunfo y se preparaba a dar la señal para el
alarido de la victoria, cuando Winnetou apareció en el lugar del combate. Matto-
Sih se volvió y lo vio.

—¡Winnetou, el perro pimo! —exclamó. En sus ojos brilló un relámpago de


odio mortal; pero su puño ya levantado vaciló y el brazo, preparado para lanzar el
hacha de combate volvió a caer. Parecía como si la vista de aquel enemigo hubiera
paralizado su valor y le hubiera privado de la serenidad y el juicio que tanto
necesitaba en aquellos momentos.

»También Winnetou había visto a Matto-Sih.

»Como si se hubiera sumergido en el agua, su cuerpo delgado y flexible, no


obstante estar dotado de extraordinaria fuerza, desapareció entré la multitud de
los combatientes, para volver a surgir, pasados sólo algunos segundos, delante del
ogellallah. Ambos se dirigieron golpes mortales; las hachas chocaron y la de Matto-
Sih cayó en pedazos, al suelo. El ogellallah, rápido como el rayo, volvió la espalda y
se abrió camino para huir.

—¡Matto-Sih! —gritó Winnetou, sin moverse del sitio—. ¿Es que el perro
ogellallah se ha convertido en una perra que huye de Winnetou, el jefe de los
apaches? La boca de la tierra beberá su sangre y las garras del buitre destrozarán
su cuerpo; pero su cuero cabelludo adornará el cinturón del apache.

»Ante esta provocación, Matto-Sih se volvió y se dirigió a su enemigo,


diciendo:

—¡Winnetou, esclavo de los caras pálidas! Aquí está Matto-Sih, el jefe de los
ogellallah, que mata al oso y derriba al búfalo; que persigue al ciervo y aplasta la
cabeza a la serpiente. Nadie, hasta ahora, le ha resistido y ahora va a arrancar la
vida a Winnetou, el cobarde pimo.

»Arrebatando el hacha a uno de los suyos, se lanzó sobre el apache, que le


esperaba a pie firme. Después de dirigirse mutuamente miradas terribles, el hacha
del ogellallah giró alrededor de su cabeza y bajó después con tremendo empuje.
Winnetou paró el golpe con la misma facilidad que si su adversario hubiera sido
un muchacho y después de balancear también su arma iba a devolverlo, cuando se
sintió cogido por detrás; dos ogellallah se habían arrojado sobre él. Se deshizo
rápidamente de ellos derribándoles de dos hachazos; pero ya se dirigía el hacha de
Matto-Sih contra su cabeza.
»Sam Fire-gun, a quien su estatura permitía dominar toda la escena, había
visto el peligro en que se encontraba su amigo y abriéndose paso entre los indios
como si fueran hierbas, llegó a donde estaba su jefe, lo cogió con sus gigantescos
puños por el cuello y por los muslos, lo levantó en el aire y lo lanzó contra el suelo
con tanta fuerza que crujió al caer. Al momento, se arrodilló Winnetou sobre el
caído, que estaba insensible, le hundió el cuchillo en el pecho, reunió en su mano
izquierda el abundante y oscuro cabello... tres cortes diestramente dados... un
fuerte tirón... y se quedó con la escalpa en la mano. La volteó sobre su cabeza y
lanzó el terrible grito de victoria, que hiela al enemigo la sangre en las venas.

»Cuando los ogellallahs vieron la cabellera de su jefe, prorrumpieron en un


aullido de dolor y emprendieron la huida.

»Dick Hammerdull, que estaba junto a su inseparable Pitt Holbers trató con
éste de detener a los fugitivos.

—Pitt Holbers, viejo zorro, ¿ves cómo corren? — exclamó.

—¡Ejem! Ya lo creo que los veo, si te parece.

—Que me parezca o no, ¿qué más da? Pero querría... ¡Zounds! Pitt, mira a
aquel individuo que quiere atravesar entre los dos hombres de Alemania. ¡Hola!
¡Se ha evaporado!

»Volando más que corriendo se dirigió al lugar donde varios indios trataban
de forzar el paso defendido por los dos alemanes. Holbers le siguió arrojándose
sobre los pieles rojas, y pronto dieron cuenta de ellos.

»En breve espacio se había conseguido la más completa victoria y los


enemigos que no habían quedado muertos o heridos, habían huido a lo lejos.

»Entonces comenzó a hacerse visible por el lado del Este del horizonte, la
poderosa luz de la máquina que se acercaba: el fogonero había visto las hogueras y
creyendo que era la señal convenida, había puesto el tren en marcha lentamente.

»El maquinista, que se había incorporado a la sección de Winnetou, se


acercó al apache y le preguntó:

—¿Es usted master Winnetou?

»El indio, que estaba colgándose en el cinturón la cabellera de Matto-Sih


hizo un movimiento de afirmación con la cabeza.

—Tenemos que agradecerle nuestra salvación. Voy a hacer un informe, que


llegará hasta el Presidente y recibirá la recompensa merecida.

—El jefe de los apaches no necesita recompensa; él ama a sus hermanos


blancos y les da su arma en la lucha; pero es fuerte y rico, más rico que el Gran
Padre de los caras pálidas. No necesita oro ni plata, posesiones ni bienes. No quiere
recibir nada, sino dar. ¡Uf!

»El tren se detuvo cerca del lugar donde estaba levantada la vía.

—¡Diablo! —exclamó el fogonero, saltando de la máquina y dirigiéndose a


su jefe—. Ya han trabajado aquí bien. ¡Esto ha sido una carnicería!

—Tienes razón. Esta noche no ha hecho frío aquí y yo he sacado un


agujerillo, como puedes ver. Pero lo primero de todo es coger las herramientas y
arreglar la vía para que podamos seguir nuestro viaje lo antes posible. Cuida de
esto, que yo voy a ver los muertos.

»Iba a volverse, cuando de entre la espesa hierba que tapizaba el talud de la


vía surgió un hombre que pasó corriendo delante de él. Era un ogellallah que hasta
entonces no había encontrado ocasión para huir y que se había escondido para
esperar el momento oportuno.

»El obrero que tenía a su cuidado los caballos había seguido, naturalmente,
al tren y estaba a pocos pasos de allí. El indio, a quien la vista de los caballos había
dado esperanza de poder escapar, se dirigió corriendo hacia él, le arrebató las
riendas de la mano y, montando de un salto sobre uno de los animales se dispuso a
huir.

»Hammerdull había visto en seguida la maniobra del piel roja y dijo a su


compañero inseparable:

—Pitt Holbers, viejo zorro, ¿has visto levantarse al salvaje? ¡Mil diablos! ¡Va
hacia donde están los caballos!

—Si tú piensas que va a coger uno de ellos, no tengo que decir nada en
contra, pues el hombre que los tiene me parece lo bastante tonto para dejárselo
quitar.
—Sea tonto o no, ¿qué más da...? Mira, mira; le arranca las riendas de la
mano y monta sobre... ¡Good lack!, si quiere irse en m; yegua. Amiguito, esta es la
mejor ocurrencia que has tenido en tu vida, porque ahora vas a tener la suerte de
poder hablar con mi rifle.

»Efectivamente, el indio había saltado sobre la vieja yegua y la golpeaba con


los talones para alejarse lo más pronto posible de aquel sitio. Pero había calculado
mal, pues Dick Hammerdull se metió el dedo índice en la boca y dio un silbido
agudo y prolongado. Inmediatamente, el obediente animal dio la vuelta y, a pesar
de todos los esfuerzos de su jinete, galopó en línea recta hacia el punto donde
estaba su amo. El indio no vio otra salvación para él que arrojarse a tiempo al
suelo. Entonces, el grueso trapper se echó el rifle a la cara y el indio, con la cabeza
atravesada, cayó a tierra.

—¿Has visto, Pitt Holbers, qué animal más valiente? Sin él, el salvaje no
estaría ahora en sus eternos campos de caza. ¿No te parece?

—Si tú crees que ha encontrado el camino verdadero, no tengo que decir


nada en contra. ¿No le vas a quitar la cabellera?

—Que le quite o no la cabellera, ¿qué más da? Pero lo cierto es que lo voy a
hacer.

»Para llegar al sitio donde estaba el cadáver del piel roja tuvo que pasar
cerca de los dos alemanes, que descansaban de los esfuerzos de la lucha.

—Tan cierto como me llamo Juan Letrier, capitán, este ha sido un encuentro
como sólo puede verse en el Oeste Salvaje —oyó decir en francés. Pero estaba
demasiado preocupado con su idea, para dar importancia a este hecho.

»Cuando ya había quitado la cabellera al muerto y volvía hacia el tren, vio a


Sam Fire-gun que departía cerca de los dos alemanes.

—Dick Hammerdull —dijo Sam—, ¿dices que has encontrado a estos dos
alemanes en casa de master Winklay?

—Well, así es, coronel.

—Se toan portado bien y te honran, Pero, ¿por qué los has traído aquí? Ya
sabes cuál es mi voluntad en punto a nuevos conocimientos. No quiero ver entre
nosotros caras nuevas.
—All right, sir; pero el que se llama Enrique Sander, dice que es usted su tío.

—¿Su tío? ¿Estás loco?

—Si estoy loco o no lo estoy, ¿qué más da? Pero tuvimos un pequeño
altercado y ya le había puesto la punta de mi cuchillo en la garganta cuando me
dijo que si le metía la herramienta algo más de lo debido, usted no me lo
agradecería. Aclárelo usted mismo, coronel.

»El famoso racker se acercó a los dos alemanes y les preguntó:

—¿Son ustedes de Alemania, como me dicen?

—Sí.

—¿Y qué es lo que buscan en la pampa?

—Buscamos a usted.

—¿A mí? ¿Para qué?

—¡Tío! ¿Y me lo preguntas?

Sam Fire-gun retrocedió un paso.

—¿Tío? No conozco ningún pariente mío que lleve el nombre de Sander —


exclamó sorprendido,

—Es verdad. Pero es que yo he tomado este nombre porque no sabía si el de


Wallerstein te sería agradable, pomo tú me escribiste que se trata de oro, de mucho
oro, por precaución, he usado este otro nombre.

—Well... ¿Es posible que tú seas Enrique?

—No sólo es posible, sino que es verdad, tío. Aquí está la carta que me
escribiste diciéndome que viniese. Mañana podrás ver los otros papeles.

»Buscó un momento en su chaqueta y sacó un papel cuidadosamente


conservado, que entregó al cazador. Este miró por encima, a la luz de las hogueras,
las líneas que había escrita en él y después de estrechar a Enrique contra su pecho,
dijo:
—¡Es verdad! Dios ha permitido que vea a uno de los míos. ¿Cómo está tu
padre? ¿Por qué no me ha escrito? Yo le había dado las señas de Omoha.

—Sí; pero en la misma carta describías el camino, Arkansas arriba, hasta el


fuerte Gib on y de allí a la casa del irlandés Wiklay y Juego hacia el Oeste, para
llegar al sitio donde acostumbrabas acampar con tus hombres. Como temíamos
que abandonases este lugar, pensamos que lo mejor sería que yo viniera a traerte la
carta de mi padre. Mañana temprano, cuando haya luz, te la daré. Como no me has
vuelto a ver desde que estás en América, no me reconocerás; pero yo sí conozco lo
bueno que has sido, protegiendo siempre a mis padres y, finalmente, invitándome
a venir aquí.

—Well. Mucho me alegro de que hayas aceptado la invitación tan


prontamente. Ya os dije el motivo de ella. He encontrado en las montañas de Big-
Horn oro, mucho oro, que quiero que sea para vosotros, porque sois pobres y yo
no lo necesito. Como no hay seguridad para enviarlo, he querido que vinieras tú en
persona. Lo que te voy a dar significa una riqueza para vosotros y espero que os
hará felices. Pero no vienes solo. ¿Quién es tu compañero?

—Otro alemán. Se llama Pedro Wolf y como quería conocer el Oeste hemos
hecho el viaje juntos.

—Bien. Ya hablaremos más adelante de nuestros asuntos, querido Enrique,


porque ahora no hay tiempo para ello. Ya ves que me necesitan en otra parte.

»Efectivamente, se oía la voz del conductor del tren, que daba prisa para que
los pasajeros ocupasen de nuevo sus puestos, pues por aquella detención
inesperada se había perdido tiempo que había que recuperar.

»Los muertos y los heridos fueron colocados en los vagones y se recogieron


las armas que había esparcidas por el suelo. Los viajeros expresaron efusivamente
su gratitud a sus salvadores y como se había arreglado la vía ya, el tren reanudó su
marcha. Los que se quedaron en aquel lugar lo siguieron con la vista hasta que sus
luces desaparecieron a lo lejos.

»La cuestión, entonces, era decidir si se acamparía en el mismo sitio o en


otro punto distinto. Era de esperar que los ogellallahs fugitivos se reunirían de
nuevo y volverían sigilosamente al lugar de la lucha. Esto podía constituir un
peligro, y, en vista de ello, se resolvió hacer noche en otro lugar apartado, donde
no fuera de temer ataque alguno de los indios. Sam Fire-gun, el coronel, montó en
uno de los caballos cogidos a los indios y todos emprendieron la marcha.

»Mientras el coronel hablaba con su sobrino, Hammerdull había procurado


estar cerca y se había enterado de casi toda la conversación. Cuando los jinetes se
habían alejado bastante del teatro de la lucha, aprovechó un momento en que el
sobrino cabalgaba junto a su tío, acercó su yegua al caballo de Sam Fire-gun y dijo a
éste en voz baja:

—Si no le parece mal, quisiera decirle una cosa.

—¿Parecerme mal? No digas tonterías ¿Qué es?

—Es sigo que tal vez le parezca, precisamente, una tontería. Se refiere a estos
dos hombres que pretenden ser de la vieja Alemania.

—Y que lo son efectivamente.

—Que lo sean o no, ¿qué más da? Pero pienso que no lo son.

—¡Qué simpleza! Mi sobrino es alemán. ¡Si lo sabré yo!

—¿Y es realmente su sobrino ese hombre?

—¿Es que lo dudas?

—¡Ejem! ¿Conoce usted a su sobrino?

—No podía reconocerlo porque era aún un muchacho la última vez que lo
vi.

—Yo lo que creo es que no lo ha visto usted nunca hasta ahora. El nombre
alemán de usted es Wallerstein. ¿Por qué ese hombre no lo ha conservado y ha
tomado otro?

—Por precaución, y, sobre todo...

—Ya, ya sé —le interrumpió Dick—. He oído el motivo que, según dice, ha


tenido para hacerlo y que me parece poco verosímil. Dígame usted, ¿es capitán?

—No.
—Pues el otro así lo ha llamado.

—¿De veras?

—Sí; lo he oído con toda claridad. Estaban hablando en francés.

—¿En francés? —preguntó el coronel—. Sí que es extraño.

—Que sea o no extraño, es indiferente, es igual, si usted quiere. Al principio


yo no me di cuenta de ello. Pero cuando he visto que se trataba del oro de usted,
me han entrado sospechas. ¿Por qué el otro se llama, para nosotros Pedro Wolf
(¡maldito nombre que parece que va a romperle a uno la lengua!) y a Enrique
Sander le dice que su nombre es Juan Letrier?

—¿Se dio a sí mismo ese nombre?

—Sí. Precisamente pasaba yo entonces por su lado y, aunque hablaba en


francés, comprendí lo que decía. En aquel momento no presté atención porque
tenía prisa por apoderarme de la cabellera de un piel roja; pero después lo recordé
y me hizo sospechar. ¿Habla este Sander el alemán corrientemente?

—Tiene acento extranjero; pero es posible que esto sea sólo apreciación mía.
Por otra parte, no soy buen juez en este asunto, dado el tiempo que hace que falto
de Alemania.

—Que haga mucho tiempo o poco que ha salido usted de Alemania, ¿qué
más da? Pero lo cierto es que no me gusta nada este asunto. Nosotros le llamamos
a usted coronel, porque es nuestro jefe, aunque no tiene ese grado militar; pero,
¿por qué llaman capitán a ese Sander? ¿A quién manda? En todo caso, difícilmente
a personas honradas. Tenga usted cuidado, coronel, y no lleve a mal mi bien
intencionada advertencia.

—De ningún modo te lo llevo mal, aunque sé que estás equivocado. Sin
embargo, tendré ojos y oídos avizores; te lo prometo.

—Well. Me alegraré equivocarme; pero, como usted no conoce


personalmente a su, sobrino y se trata de una cantidad tan grande, la cautela no
está de más.

—Me ha demostrado que es mi sobrino.


—¿Con la carta de usted que ha presentado?

—Sí. Mañana me enseñará otras cartas.

—Eso no prueba nada.

—¿Cómo que no?

—No, porque puede haberse apoderado por medios ilícitos de esas cartas.

—¿Es que vamos a ponernos a pensar lo peor por un simple cambio de


nombres?

—Que lo pensemos o no, ¿qué más da? Ahora, que yo no me fío de estos dos
hombres y si usted les presta crédito, tanto más los vigilaré.

»Interrumpieron la conversación porque Sander se acercó de nuevo a Sam


Fire-gun. Hammerdull se apartó de ellos y se reunió con Pitt Holbers el largo, a
cuyo lado se encontraba mejor que en ninguna parte.

»Unas dos horas después de haberse separado de la vía, llegaron a un sitio


de muy buenas condiciones para acampar. Allí había hierba para los caballos, agua
para hombres y animales y un bosquecillo bastante espeso para ocultar a unos y
otros. Desmontaron y se acomodaron con toda tranquilidad, pues, aunque la noche
no era enteramente oscura, sin embargo no había claridad suficiente para que
algún ogellallah pudiera haberles seguido.

»Sander no había podido hablar a solas con Wolf desde la tarde anterior.
Llegada la hora de acostarse, se echaron algo alejados de los demás, cosa que a
nadie sorprendió, al parecer. Guando creyeron que sus compañeros estaban
dormidos, Sander dijo a su compañero en voz baja:

—Esa lucha con nuestros amigos los pieles rojas ha sido lo más inoportuna
del mundo para nosotros. Menos mal que estos blancos son tan ciegos que no han
visto que muestra lucha era simulada, pues, afortunadamente, los indios nos
pudieron reconocer a la luz de las hogueras. ¡Cuánto mejor habría sido que
hubiesen suspendido el asalto del tren y nos hubieran esperado junto a nuestra
gente! Ya podían suponer que no íbamos a tardar mucho.

—No sabían que yo te había encontrado tan pronto —replicó Wolf—. Es


maravilloso que hayamos podido llevar, el uno al otro, tan buenas noticias.
—Sí. Vosotros habéis descubierto, por fin, en mi ausencia, el campamento de
la gente de Sam Fire-gun, que buscábamos hace tanto tiempo y, además, hemos
tenido la suerte de que los ogellallahs quieran ayudarnos a atacar, lo Por eso nos
habría convenido que dejaran para otra ocasión la empresa de hoy. Fire-gun nos
proporcionará tan rico botín, que podremos retirarnos del negocio.

—Sí. Tú, su querido sobrino, has sabido por él mismo la cantidad de oro que
han reunido en las montañas de Big-Horn. Si a esto añadimos las grandes
provisiones de pieles que han amontonado allí, resultará un botín tan rico como no
había hecho nunca nuestra banda. Y luego, la suerte que has tenido de encontrar al
verdadero sobrino del coronel. Sin embargo, has cometido un gran error.

—¿Cuál?

—No haberlo dejado frío.

—Sí que fue una debilidad por mi parte; pero era tan franco y tan confiado;
me dio con tanta facilidad los informes que le pedí sobre las circunstancias más
íntimas de su familia y que tan necesarias me eran si yo quería hacer las veces de
él, que me sentí compasivo y me contenté con quitarle el dinero y los papeles y no
la vida.

—Yo, en tu lugar, le hubiera hecho inofensivo.

—Ya lo es.

—Seguramente te habrá seguido.

—No. Es extranjero; aquí no conoce a nadie y, sobre todo, no tiene dinero,


no tiene un solo centavo. Está, pues, más abandonado y con menos recursos que
un huérfano; ni puede seguirnos, ni molestarnos de ninguna manera. No ha sido
poca suerte que yo tenga la misma edad que él y que Sam Fire-gun no me conozca.
Está el hombre persuadido de que soy su sobrino.

—Así es: pero no me gusta esta combinación.

—¿Por qué?

—Porque si bien hemos descubierto, al fin, su campamento, tenemos que


apártanos de nuestro plan primitivo.
—¿El de atacar el campamento? Ya no es necesario, pues, como sobrino del
viejo, me dará todo lo que tiene.

—¡Y a nosotros que nos parta un rayo! No, no me convences. Desde hace
muchos meses venimos trabajando por descubrir ese campa mentó y ahora que lo
hemos conseguido, ¿vamos a renunciar a nuestros propósitos? No y no.

—Bien; no te incomodes. Mañana temprano pasaremos cerca del


campamento de nuestra banda y de aquí a allá nos pondremos de acuerdo sobre lo
que se ha de hacer.

—¿Crees que Sam Fire-gun seguirá ese camino?

—Sí. Vamos en dirección de su campamento y tenemos que pasar cerca del


nuestro. ¡Oye! Parece que hay alguien detrás de nosotros.

»Escucharon con atención y oyeron duran te un rato un ligerísimo ruido que


se iba alejando.

—¡Mil diablos! ¡Nos están espiando! — murmuró Sander al oído de su


compañero.

—Así parece —replicó éste en el mismo tono—. ¿Pero quién habrá sido?

—El mismo Fire-gun o algún otro de los suyos. Ahora mismo voy a
enterarme de quién ha sido.

—¿De qué manera?

—Voy a deslizarme hasta el sitio donde se ha acostado Fire-gun y si no está


es que ha sido él.

—¿Y si ha sido algún otro?

—Entonces, el que haya sido, irá a contar a Fire-gun lo que ha oído. En los
dos casos me enteraré de lo que nos conviene saber. ¡Buena la hemos hecho si estos
individuos des confían de nosotros! Estate quieto aquí y espera hasta que yo
vuelva.

»Se echó a rastras en el suelo y de esta manera se dirigió, sin hacer ruido
alguno, hasta el sitio donde se había acostado el coronel. Allí estaba; pero en el
mismo momento se le acercaba silenciosamente por el otro lado Dick Hammerdull,
que lo despertó, diciéndole:

—Despierte, coronel; pero no haga el menor ruido.

»Aunque hablaba muy bajo, Sander estaba tan cerca y tenía un oído tan
agudo que no perdió palabra de la conversación que siguió.

—¿Qué hay? ¿Qué pasa?

—¡Más bajo, que no nos oigan! Ya le dije que iba a estar vigilando. Me chocó
que Enrique Sander y Pedro Wolf (¡maldito nombre enrevesado para la lengua de
uno que no sea alemán!), se alejasen tanto de nosotros para acostarse. Como esto
me pareció sospechoso, me escurrí hasta aquel sitio, logré acercarme tanto que mi
cabeza casi estaba entre las suyas y oí todo lo que decían.

—¿Y has comprendido lo que hablaban?

—Que haya comprendido o no es absoluta mente igual; pero lo cierto es que


oí que este Sander es el capitán de una banda de ladrones.

—¿Es posible?

—Tenía yo, pues razón. No es el sobrino de usted y el otro se llama Juan


Letrier. Su gente ha descubierto nuestro campamento y quiere atacarlo. Se han
unido para esto con los indios. Sander se ha encontrado con el sobrino de usted
verdadero y le ha quitado...

»Sander no quiso, oír más, ni lo necesitaba, pues ya sabía bastante; así es que
volvió lo más de prisa que pudo a reunirse con su compañero.

—Estamos vendidos —le dijo—. Coge tu arma y corramos a nuestros


caballos. Pero cuidado con hacer el menor ruido.

»Guando llegaron al pequeño espacio abierto donde estaban atados los


caballos, soltaron a los suyos y los llevaron muy despacio de la rienda, para que no
se oYese el ruido de los cascos, hasta un sitio bastante separado del campamento,
donde se sintieron seguros. Allí montaron y se alejaron.

—Pero dime qué es lo que has descubierto —dijo entonces Wolf a Sander.
—Más tarde, más tarde. Ahora tenemos que volar, materialmente volar, para
llegar donde está nuestra gente. En dos horas estaremos allí y los reuniremos para
atacar a estos individuos esta misma noche. Ese maldito Hammerdull es el que nos
ha espiado. Hasta sabe que te llamas Juan Letrier.

—¿Y cómo ha podido averiguarlo?

—¡Sábelo el diablo! ¡Adelante, adelante!

»Entre tanto, Hammerdull comunicaba al coronel todo lo que había oído.


Estuvieron deliberando un, rato y finalmente Sam Fire-gun a pesar de que Dick
Hammerdull le instaba a una acción inmediata, dijo resueltamente;

—Ahora, no. Los tenemos seguros. Además es posible que tú hayas oído
mal.

—Mis oídos no mienten.

—Quizá hablasen de otras personas y no de ellos y nosotros.

—Hablaban de usted; estoy seguro de ello.

—De lodos modos esperaremos hasta mañana temprano. Si quisiéramos


interrogarlos en esta oscuridad, seguramente se nos escaparían. Hay que esperar
hasta que sea de día. Entonces les veremos las caras y observaremos todos sus
movimientos. ¿No sospecharán que has oído su conversación?

—No.

—Bien. Entonces no hay peligro en esperar y podemos dormir tranquilos.


Anda a acostarte.

»Hammerdull, quiso hacer alguna objeción; pero el coronel lo despidió y


entonces fue a echarse gruñendo y disgustado, no obstante lo cual pronto se
durmió.

»También sus compañeros dormían, hasta el siempre cauto Winnetou, que


creía que ningún ogellallah los había seguido; pero que, al mismo tiempo contaba
con la posibilidad de equivocarse en esto. Si efectivamente los ogellallah meditaban
algún ataque, no entablarían la lucha hasta la mañana siguiente, según su
costumbre. Por este motivo y por tener gran necesidad de descanso, Winnetou se
echó a dormir y durmió algunas horas, pasadas las cuales se levantó, soltó su
caballo y lo echó a cierta distancia en la dirección de donde habían venido,
dejándole allí pacer a su gusto. Hizo esto pensando que los ogellallah sólo podrían
venir por aquel lado. Lo que no sabía es que Sander y Wolf se habían alejado por el
lado opuesto. Habían llevado con sigo su caballo porque servía mejor de centinela
que un hombre.

»Cuando comenzó a despuntar el día, corrió brisa de la dirección por donde


estaba fija la atención de Winnetou. De pronto, su caballo comenzó a dar relinchos
cortos y bajos, con los que señalaba la proximidad de algo sospechoso y el indio
vio con asombro que al hacerlo no dirigía la cabeza contra el viento sino en la
dirección dé éste. A pesar de su oído sin igual, no había podido percibir el menor
ruido.

»Se puso a escuchar con toda atención y súbitamente oyó muchos gritos que
no eran el alarido de los pieles rojas, sino exclamaciones en inglés. Corrió hacia
allá; pero sin llegar al campamento. Cuando se aproximó al bosquecillo continuó
acercándose a rastras, hasta que pudo ver a los durmientes en poder de una
veintena de blancos, que se disponían a atarlos.

—¡Aun no tenemos a Winnetou en nuestro poder! —exclamó uno de ellos—,


¡Que no se nos escape! ¿Dónde está? ¡Buscadlo!

»Winnetou reconoció en seguida la voz de Sander y comprendió al


momento lo que había ocurrido.

—¡Uf! —dijo entre sí—. Si voy en su auxilio estoy perdido como ellos. Tengo
que conservar la vida para poder seguir a estos rostros pálidos. ¡Uf!

»Corrió a donde estaba su caballo, montó en él y se alejó al galope: era lo


mejor que podía hacer en aquellas circunstancias...

***
El ex-agente de los indios interrumpió al llegar aquí su narración, que todos
escuchaban con el mayor interés. Yo mismo había sido testigo de algunos asaltos
de trenes por los indios y aunque todos habían sido más o menos iguales, no por
eso escuché el relato con menor atención que los demás huéspedes de la señora
Thick. Sam Fire-gun, Dick Hammerdull y Pitt Holbers eran personajes que yo
conocía perfectamente y sabía que su intervención en el hecho referido había sido
tal y como la relataba el narrador.

Todos los presentes lanzaron exclamaciones de contento y de gratitud y


rogaron al narrador que no atormentase su curiosidad, y siguiera inmediatamente.

—¿Verdad que se oyen con, gusto estas cosas? —preguntó este último—,
Pero para el que pasa por ellas no son de tanto gusto.

—¿Presenció usted estos hechos? —le dijo uno de los que estaban sentados a
su mesa.

—Hasta donde he contado, no. Lo que han oído ustedes se lo he referido


como me lo contaron a mí. Pero sí he participado en lo que les voy a relatar. Y
Winnetou también interviene en la historia, como en lo que han oído ustedes antes.
La cosa fue así:

»Iba yo Arkansas arriba con algunos buenos chicos, que me habían


acompañado muchas veces, con dirección a los Cheyennes en concepto de agente
de indios. Pasé por el Fuerte Gibson y llegué a la posada del irlandés Winklay, que
me conocía muy bien. En ésta éramos los únicos huéspedes y estábamos sentados a
la mesa cuando oímos fuera ruido de caballos y una voz que gritaba. Corrimos a la
ventana y vimos, que acababan de llegar tres jinetes.

»Uno de ellos era de tipo delgado y estaba bien vestido. Su rifle, su revólver
y su bowieknife estaban más en consonancia con el ambiente del Oeste que él
mismo, que tenía toda la apariencia de un caballero. El segundo era un joven
guapo, fuerte y rubio, a quien reconocí en seguida por un alemán. El tercero era el
que gritaba: iba montado en un feo caballo de Dakota, que le daba mucho
quehacer.

»Era un hombre de una altura y una robustez excepcionales; llevaba en la


cabeza, completamente rapada, un sombrero cuya ala le colgaba bastante más
abajo de la nuca por detrás mientras que por delante estaba simplemente cortada
sobre la cara. Llevaba una chaqueta corta y ancha, cuyas mangas apenas le
llegaban a los codos y permitía ver parte de las de una limpia camisa, unos
tostados brazos y dos manos que parecían pertenecer a un gigantesco animal
antediluviano. Cubrían sus piernas unos pantalones igualmente anchos, de tela
fina, bajo los cuales se veían dos botas que parecían de piel de elefante.

»Con su viejo sombrero, su chaqueta verde de musgo y sus pantalones


amarillos, aquel hombre parecía arrancado de un baile de máscaras.

»Quería bajar del caballo; pero éste no parecía ser de la misma opinión, pues
no hacía más que dar saltos de carnero.

—Have care, cuidado, attention! ¡Hop, falso perro! —gritó colérico dando un
fuerte golpe con su enorme puño al animal entre las orejas—. Toma, para que veas
que Pedro Polter no es un bailarín en la cuerda floja ni un acróbata parecido. ¡Pues
no echa la cola por alto, como si fuera el pabellón de una goleta y sacude las orejas,
como si quisiera pescar cangrejos! Si te tuviera entre el palo mayor y el de mesana
de un buen buque, ya te enseñaría lo que es un timonel. Grace a Dieu. Heigh-day, ya
estamos delante del camarote de master Winklay. ¡Abajo de la verga, Pedro Polter!
Y tú, maldito caballo, te voy a amarrar a la empalizada para que la corriente no te
lleve al mar. Desmonte master Tresliow y usted señor Wallerstein, que estamos
llegando a puerto seguro.

»Los tres echaron pie a tierra y ataron sus caballos. El que había hablado,
con las piernas separadas y vacilando como si el montar a caballo le hubiese
mareado, entró el primero en la sala de la posada.

—Good day, viejo Swalker —dijo saludando al irlandés—. Danos algo líquido
al momento o te mato, pues tengo seca la garganta.

»Los otros dos se sentaron sin decir palabra y dejaron a su compañero la


tarea de llevar la conversación.

—Hela, my good Haggler, ¿te acuerdas de Pedro Polter? — preguntó el así


llamado.

»El posadero sonrió llenando su cara de arrugas al hacerlo y respondió:

—Ya lo creo que te conozco. No se olvida tan fácilmente a uno que bebe
como tú.
—Well done, bon! ¿Te acuerdas cuando eché el trago de despedida con Dick
Hammerdull, Pitt Holbers y algunos otros y tuve que esperar dos días porque no
había quien los despertara?

—Yes, Yes, aquello sí que fue drink como no he visto otro, ni creo que lo veré.
¿Dónde has estado metido tanto tiempo?

—He andado por el Este y embarcado, de un lado para otro, y ahora quiero
pasar un par de semanas con el viejo Fire-gun. ¿Vive todavía el viejo trapper?

—Ya lo creo. No hay indio que pueda con él y los que están a su lado saben
guardarse y guardarlo a él. Hammerdull ha estado aquí hace poco con Pitt el largo.
Después creo que han andado a golpes con los indios. Se dice que los ogellallahs
querían, asaltar un tren han recibido de Sam Fire-gun y de Winnetou una buena
ración de hierro y plomo.

—¿Winnetou? ¿Vive también el apache?

»El irlandés hizo un signo de afirmación.

—También estuvo por entonces aquí. Por cierto que me agarró por el cuello
con tan fuerza que creí que me estrangulaba.

—Alas, viejo amigo. ¿Es que te atravesaste en su camino?

—Algo así. No lo conocía y me negué venderle municiones; pero por poco


pago caro mi error. ¿Quieres ver a Bill Potter?

—¿Es que está Bill Potter a bordo?

—Ahora ha ido un rato al bosque y tiene su caballo detrás de la casa.

—Lack-a-day, qué suerte! ¿Qué rumbo lleva? ¿Viene de donde está el coronel
o va hacia allá?

—Hacia allá. Ha estado algún tiempo en Missouri donde tiene parientes y


ahora vuelve a las montañas.

—¿Cuándo zarpará?

—¿Qué? ¡Habla como un cristiano, que para eso tienes el pico! ¿Quién
entiende lo quieres decir?

—Eres un tonto como los que describen los libros de cuentos y siempre lo
serás. Quiero decir que cuándo se marchará de aquí.

—No lo sé; pero me figuro que no estará aquí eternamente.

—¿Ha desensillado el caballo?

—No.

—Entonces tal vez siga fondeado aquí hoy y entonces nos iremos con él.

»El posadero debió de despertar efectivamente recuerdos agradables en


aquel tipo original, pues era un hombre de ordinario silencioso y reservado y hacía
muchos años que no se le había oído una conversación tan larga como la que
acababa de tener.

»Su compañero, el delgado, tomó entonces la palabra, sacando al mismo


tiempo un retrato del bolsillo.

—¿Quiere usted decirme master Winklay si han pasado por aquí hace poco
dos alemanes que se llaman Enrique Sander y Pedro Wolf?

—¿Enrique Sander y Pedro Wolf? Soy capaz de tragarme toda mi pólvora y


una ración de esponja y de mecha encima, si no son los dos greenhons que querían
ir en busca de Sam Fire-gun.

—¿Qué aspecto tenían?

—Parecían dos chorlitos y con eso he dicho bastante. Uno de ellos, creo que
fue Enrique Sander, nos hizo reír, porque amenazó con su fusil de juguete a
Hammerdull, que le metió en seguida el resuello en el cuerpo, y me parece que le
hubiera hecho probar algunas pulgadas de hierro si el otro no hubiese dicho que el
coronel era su tío.

—¡Ya lo tenemos! —exclamó con alegría el forastero—. ¿Dónde fueron los


dos desde aquí?

—Se marcharon con el largo y Dick por la pampa. No sé más de ellos.


—Mire usted este retrato, master. ¿Conoce usted a este hombre?

—Si es otro que el Enrique Sander, puede usted emplumarme al instante.

»Dicho esto, como herido por una súbita sospecha, retrocedió un paso y
preguntó con aspecto reservado:

—¿Es que busca usted a ese hombre?

—¿Por qué me lo pregunta?

—¡Ejem! Un hombre del Oeste no lleva nunca una estampita como esa y
usted tiene una apariencia tan... tan pulcra y tan limpia, que... que...

—¿Qué?

—Que le daría un buen consejo —continuó el posadero modificando la frase


que iba a decir.

—¿Cuál?

—No me preocupa nada de lo que ocurra en mi casa, siempre que no lesione


mis derechos de amo: a nadie pregunto ni respondo a los que me preguntan. He
contestado a sus preguntas porque viene usted con Pedro Polter; si no, nada me
hubiera usted sacado. Pero no enseñe usted a nadie ese retrato ni pregunte nada a
nadie, hasta que sepa usted algo más de la pampa, pues de lo contrario...

—De lo contrario ¿qué?

—De lo contrario le tomarán por un policía, por un detective y eso suele


traer malas consecuencias. El hombre del Oeste no necesita policía; sentencia lo
que tiene que sentenciar y al que se mezcle en ello lo aparta con el bowieknife.

»El otro iba a replicarle cuando se abrió la puerta y entró un hombre a cuya
vista se levantó Pedro Polter gritando:

—Bill Potter, viejo zorro ¿eres tú en realidad? Ven aquí y bebe, que ya sé que
tu pequeña garganta es un agujero endiabladamente grande.

»El interpelado de esta suerte era un hombrecillo en cuyo cuerpo apenas se


podría encontrar media libra de carne. Se quedó mirando asombrado al que así le
hablaba y su cara se surcó de mil arrugas producidas por una sonrisa.

—¿Bill Potter? ¿Viejo zorro? ¿Beber?... ¿Agujero grande?... ¡Je, je! ¿Dónde he
visto a este individuo cuya cara me es tan conocida?

—¿Que dónde me has visto? Aquí mismo. Esfuerza un poco tu mollera a ver
si recuerdas.

—¿Aquí? ¡Ejem! De momento, no puedo recordar. He estado aquí tantas


veces y con hombres tan diferentes que no puedo acordar, me uno por uno de
todos ellos. ¿Cómo suena tu nombre?

—¡Por vida del diablo! Un jovencito que estuvo sentado a mi lado aquí en
casa de master Winlkay bebiendo tanto que luego estuvo dos días sin mover pie ni
mano y ahora me pregunta que cómo suena mi nombre. Y luego estuve con él en
las montañas, donde Sam Fire...

—¡Alto, amigo! ¡Je, je! ya sé quién eres— interrumpió el hombrecillo—. Tú te


llamas Pedro Folter, o Molter, o Wolter, o...

—Polter, Pedro Polter, primero contramaestre a bordo del buque de S. M.


Británica «Nelson» y después piloto en el clíper de los Estados Unidos «Swallow»
para que te enteres. Luego fui un poco hombre del Oeste y estuve...

—Sí, sí, ya lo sé. Estuviste con nosotros y finalmente me hiciste beber casi
hasta reventar. ¡Je, je! Tienes un tragadero como no he visto otro y eres capaz de
beber tanto... tanto... como el viejo padre Mississippi. ¿Dónde estuviste luego y
adonde te propones ir?

—Estuve rodando un poco por el mundo y ahora venía a reunirme con


vosotros, si no te parece mal.

—¿Y para qué?

—Estos caballeros tienen que hablar con vuestro capitán o coronel. ¿Se le
encontrará ahora en su residencia?

—Creo que sí. ¿Cuándo queréis marchar?

—Lo antes posible. ¿Vienes con nosotros?


—Sí, si no me hacéis esperar demasiado.

—Cuanto más pronto, mejor para nosotros. Come y bebe, viejo escopetón y
luego nos pondremos en camino.

«Comprenderán ustedes que aquellos hombres tan especiales despertaron


mi curiosidad de modo extraordinario. Me habría gustado enterarme de más
pormenores de su vida; pero en el Oeste no siempre es prudente hacer preguntas.
De Pedro Polter había oído hablar en una ocasión. Sabía que sin más objeto que
pasar el tiempo, había remontado el Arkansas y precisamente en casa de Winklay
había trabado conocimiento con algunos trappers, que, por divertirse, lo llevaron a
la pampa. Allí no se portó mal y a pesar de las muchas bromas que había dado,
llegó hasta ganar el afecto de Sam Fire-gun. No obstante sus rarezas, aquella gente
le cobró cariño y sintió su partida cuando aquél volvió al Este.

«Estaban los cuatro hombres sentados a la mesa, comiendo y bebiendo,


cuando oí que el delgado preguntaba en. voz baja al posadero quién era yo. Al oír
la respuesta, se volvió Pedro Polter hacia mí y me dijo:

—Me dicen que es usted agente de indios. ¿Viene usted de verlos o va para
allá?

—Voy hacia allá, señor Polter — respondí.

—¿Sólo?

—No. Estos muchachos me acompañan.

—¿Arkansas arriba?

—No. Vamos primero a la montaña a ver a Sam Fire-gun.

—¡Hello! Llevamos el mismo camino. ¿Quieren ustedes venir con nosotros?

—De muy buena gana.

—Entonces tengan la bondad de echar el ancla en nuestra mesa. Como


agente de indios es usted un hombre que conoce el Oeste y en quien podemos
confiar. Ya que va usted a venir con nosotros vamos a decirle por qué estarnos aquí
y para qué vamos a ver a Sam Fire-gun.
«Me senté con ellos y me dijeron lo siguiente: el joven, rubio, a quien desde
el primer momento tomé por alemán, se había encontrado en Van Burén con un
hombre de su misma edad, que también se dirigía al Oeste y que se captó su
simpatía hasta el punto de que le confió incautamente su situación y sus
propósitos. Estuvieron dos días juntos, viviendo en el mismo cuarto y en la
mañana del tercer día, cuando Enrique Wallerstein (pues no era otro el alemán) se
despertó, su compañero había desaparecido, después, de haberle vaciado durante
la noche los bolsillos; de suerte que se había llevado no sólo sus documentos de
identidad y sus cartas, sino también su dinero, su reloj y todo lo que tenía de algún
valor. Wallerstein, desprovisto de todo recurso, no pudo proseguir su viaje, ni
siquiera pagar la posada y acudió a la policía, que se encogió de hombros. Cuando
volvió desconsolado a su alojamiento, el posadero le hizo fijarse en un forastero
que acababa de llegar y que quizá le auxiliaría, por ser también alemán. Era Pedro
Polter, el piloto, que de nuevo iba a Arkansas para darse el gusto de jugar otra vez
al hombre del Oeste. Apenas se enteró; el valiente lobo de mar del apuro en que se
encontraba su compatriota, se manifestó dispuesto a ayudarlo en todo lo posible y
cuando supo que era sobrino de Sam Fire-gun, se mostró encantado y ofreció
llevarlo inmediatamente adonde estaba Old Fire-gun, pues no había duda de que el
ladrón habría ido en busca de éste, para hacerse pasar por su sobrino.

«Precisamente cuando acababa de resolver partir al momento, entró un


señor en la fonda y preguntó por mister Wallerstein, el robado. Dirigido a éste,
sacó un retrato y le preguntó si conocía al que representaba: era un retrato del
ladrón, a quien hacía tiempo, por tratarse de un estafador y falsificador y cuyas
huellas se habían perdido en el Arkansas. Hacía dos días lo habían visto en Van
Burén y, aunque la policía no hizo caso al parecer a Wallerstein, en cuanto éste
salió de sus oficinas, reanudó la persecución del ladrón y dio su retrato a uno de
sus agentes, alemán de nacimiento, llamado Treskow, que era el caballero delgado
de quien antes hablé.

«Después de la conversación que tuvo con Wallerstein y Pedro Polter, el


policía se separó de ellos y volvió al poco rato con la noticia de que iba a ir con
ellos a Fort Gibson y después en busca de Sam Fire-gun para hacer una visita oficial
al original del retrato. Por esta razón estaban los tres en la tienda y posada del
irlandés Winklay ¡para así averiguar.

»Ya puede comprenderse cuánto me interesó aquel asunto. Me sirvió de


gran alegría ser el acompañante de aquella gente y como tenían prisa
emprendimos la marcha en seguida.
»El camino que debíamos seguir era el mismo que habían recorrido antes
Dick Hammerdull y los que con él iban; pero no pudimos descubrir sus huellas.

»Pedro Polter, el piloto, también había ido por el mismo camino; pero no lo
recordaba bien. Bill Potter fue el que nos guió, de modo insuperable. Aquel
hombrecillo de apariencia tan delicada desarrolló una perspicacia, una resistencia
y una movilidad tales, que le hicieron ganarse toda nuestra confianza.

»Íbamos, naturalmente, con toda la celeridad posible; pero Wallerstein y


Treskow no eran buenos jinetes y el jamelgo del piloto le daba tanto que hacer, que
le produjo un malhumor constante. Al cabo de unos días de viaje, llegamos una
mañana temprano al lugar donde los ogellallah habían preparado su asalto al tren.

De pronto Bill Potter detuvo su caballo y se quedó mirando fijamente a lo


lejos.

—Miren, señores —exclamó señalando con el brazo hacia adelante—. Miren


allá, en el aire y en la tierra. Arriba se ciernen los buitres y abajo están los chacales,
cerca de la vía. Allí hay alguien que ha recibido la última cuchillada o la última
bala. Ojalá se trate de un piel roja y no de un blanco ¡je, je! Vamos a verlo.

»Pusimos nuestros caballos al galope y llegamos al teatro de la lucha. Los


cadáveres estaban en la misma posición en que habían quedado al caer y los
buitres y los chacales se habían cebado en ellos. Los trenes habían pasado por allí,
sin que sus pasajeros dieran importancia a la cosa. Potter examinó todo
minuciosamente.

—Lack-a-day! —exclamó por último—. Ha habido aquí una lucha terrible.


Miren ustedes estos carriles separados; los tunantes rojos querían hacer descarrilar
el tren; pero los blancos se lo han impedido. Eran ogellallahs, lo conozco por su
tatuaje. Y vean este cráneo abierto de un golpe; sólo puede haberlo dado el coronel,
Sam Fire-gun. También han estado aquí Dick Hammerdull y Pitt Holbers,
luchando, como acostumbraban, espalda con espalda: se lo dicen las pisadas de los
dos, hundidas en la tierra. Allá estaban las hogueras del campamento; más lejos se
ve el sitio donde estuvieron atados los caballos de los indios: ¿ven ustedes los
agujeros en el suelo? ¡Je, je!, conozco bien estas pisadas; que me coma la cabeza el
primer oso que encuentre si no son del coronel, de Dick Hammerdull y de Pitt
Holbers... y estas otras no pueden ser más que de Winnetou, el jefe de los apaches.

»Nos quedamos asombrados de la perspicacia y seguridad con que el


pequeño cazador descifraba las huellas, que estaban medio borradas y mezcladas
unas con otras. Después de haber examinado atentamente todas las pisadas, dijo, a
modo de conclusión:

—Los blancos han tomado la dirección de Hidespot; pero juraría que los
indios se han vuelto a reunir para perseguirlos. Lo mejor será, señores, que
sigamos las huellas.

»Asentimos todos y galopamos detrás del animoso hombrecillo.

—Behold! —exclamó pasada apenas media hora— ¿tenía o no tenía razón?


Aquí se han juntado dos grupos de arqueros que venían uno por la derecha y otro
por la izquierda y que han rodeado el campo de batalla, para ver en qué dirección
han ido los blancos, reuniéndose después para seguirlos. La arena conserva bien
las huellas y pienso que nos llevarán una delantera de varios días. Pero tenemos
buenos caballos y ellos deben de llevar heridos que les impedirán ir de prisa. Creo
que los alcanzaremos antes de que lleguen al campamento de Sam Fire-gun.

»Durante varios días seguimos las huellas, que unas veces Se reconocían
fácilmente y otras se perdían en la piedra o en la hierba; pero que siempre volvía a
encontrar Bill Potter.

»Así llegamos al punto en que él Arkansas describe un gran arco hacia


Smoky-Hill y recibe innumerables arroyos de la montaña.

»La pampa abierta se cambia allí en espeso bosque. Nuestro guía iba cada
vez con mayor cuidado, pues las huellas que seguíamos parecían más y más
recientes y podíamos tropezar detrás de cualquier árbol con un piel roja.

»De pronto se detuvo Bill Potter y estuvo largo rato examinando el suelo,
cubierto de musgo.

—Aquí se ven huellas de blancos que han salido del bosque. Se han
encontrado con los salvajes sin luchar. En medio de este círculo; se han reunido los
dos jefes y han conferenciado; luego ha circulado el calumet de paz; miren este
resto de teas medio carbonizadas. Indudablemente, se trata de una cuadrilla de
bandidos de la pampa que se han unido con los pieles rojas para asaltar nuestro
campamento y repartirse el botín,

—Mille tonnere! ¡Cien mil pares de diablos! —exclamó Pedro Potter— voy a
dar en ellos con mis buenos puños hasta que los rojos se pongan blancos y los
blancos rojos de miedo. Si el viento no me engaña poco más tenemos que navegar
para echar el ancla en el campamento. Pero ¿qué hacemos con nuestros vehículos
de cuatro patas? Estoy del mío hasta la coronilla; me ha dado tantas sacudidas, que
me duele la mollera y mis doscientos treinta huesos los llevo en las botas.

»Potter se echó a reír de esta lamentación del valiente marino y respondió.

—Lo creo, master; me haces la impresión de una tortilla a caballo. No


podemos seguir con los animales, que serían para nosotros un estorbo; pero sé un
sitio donde podemos esconderlos sin temor a que ningún indio los descubra.
Seguidme.

»Torció hacia un lado del bosque y después de un rato de caminar


trabajosamente a través de un espeso monte bajo, llegamos a un pequeño espacio
libre y oculto, y allí trabamos los caballos. Después volvimos al lugar donde nos
habíamos separado de las huellas.

»Continuamos detrás de éstas, siempre con creciente cautela, con el machete


suelto en la vaina y el fusil preparado. De pronto se detuvo Potter y se puso a
escuchar.

—¡Oigan! ¿No parece esto el relincho de un caballo?

»Todos nos detuvimos y efectivamente pudimos oír el ligero relincho de un


caballo a lo lejos.

—O bien han acampado o bien han dejado atrás los caballos para avanzar
con más rapidez. Ese maldito caballo nos va a ventear y va a descubrir nuestra
aproximación. Tenemos que ponernos contra el viento.

»Se echó a tierra y describió a rastras un gran arco. Los demás seguimos su
ejemplo. Al cabo de un rato nos hizo ademán de que evitásemos todo ruido y nos
señaló por entre las matas un claro del bosque que teníamos delante. Allí pacían
unos treinta caballos, custodiados por dos indios.

—¿Ven ustedes a los tunantes rojos? ¡Con qué gusto les haría probar mi
machete y dispersaría los caballos a los cuatro vientos, ¡je, je! Pero no se puede
hacer esto; no debemos dar señales de nuestra presencia. ¡Adelante! Tenemos que
llegar al sitio donde están acampados lo más pronto posible; pero no siguiendo sus
huellas, sino dando un rodeo.
»El hombrecillo se metió por entre la espesura tan ágil y silencioso como una
serpiente. El camino era tremendamente trabajoso. Pasaron varias horas y como en
el bosque oscurece antes que en la pampa, era cada vez más difícil conservar la
dirección que seguíamos. Al llegar a cierto punto, levantó Potter la cabeza y aspiró
el aire abriendo las ventanas de la nariz cuanto podía.

—Huele a fuego y a humo: han acampado. Adelante; pero nada de ruido,


pues estamos muy cerca de ellos.

»Ya había terminado el monte bajo y los gigantescos troncos se erguían


libres, como columnas de un grandioso templo de verde cubierta. Nosotros íbamos
arrastrándonos de un árbol a otro y permanecíamos detrás de cada uno el rato
necesario para asegurarnos de que no habíamos sido descubiertos.

»Así llegamos al borde de un gutter, como llaman las gentes del bosque a las
depresiones estrechas, largas y profundas que se encuentran a menudo en los
bosques más espesos. Potter avanzó cautelosamente la cabeza y miró hacia abajo.
Justamente debajo de nosotros, a una profundidad de unos cuarenta pies había
una hoguera alrededor de la cual estaban sentados aproximadamente unos
cincuenta hombres entre pieles rojas y blancos. No lejos de éstos y vigilados por
ellos, había tres hombres atados de pies y manos. Resultaba, pues, que no todos los
ogellallahs que habían huido del campo de batalla estaban con la banda blanca del
«capitán».

—At length los tenemos —dijo el pequeño trapper— y ni siquiera sospechan


que los están observando desde arriba, ¡je, je! Pero ¿quiénes son esos tres? Vamos a
adelantarnos un poco hasta esos helechos y desde allí podremos verles las caras.

»Una serie de espesas helechos había crecido al borde del gutter que nos
ocultaba por completo a las miradas de los de abajo.

—Zounds! —murmuró Potter, después de haber mirado de nuevo— son el


coronel, Pitt Holbers y Dick Hammerdull.

—¿El coronel? —preguntó el piloto, adelantando la cabeza entre las grandes


hojas de los helechos. Heavens!... vraiment!... ¡es verdad! ¿Quieres que baje y con mis
puños lo saque del atolladero?

—Espera un poco, amigo. Vamos a ver primero cómo lo hacemos. ¿No ves
que esos canallas se han reunido para decidir sobre la suerte de los prisioneros?
Aquel cazador de la barba negra es el que preside. Cuando los ogellallahs lo
consienten es que su jefe ha caído al lado de la vía. Mirad, ya han terminado la
deliberación y el jefe se levanta.

»Así era. Uno de los blancos que, al parecer era el que hacía de jefe allí, se
levantó y dirigiéndose hacia donde estaban los prisionero«, les soltó las ligaduras
de los pies y les hizo señal de que se levantasen. En seguida reconocí en él al
original del retrato que tenía Treskow.

»Aquel hombre dijo en tono de mando a los prisioneros:

—Levantaos y saber lo que hemos dispuesto acerca de vosotros.

»Los tres hombres obedecieron.

—¿Es usted Sam Fire-gun, el jefe de los cazadores que tienen su campamento
oculto en este bosque?

»El interpelado hizo un movimiento de afirmación.

—¿Ha matado usted a Matto-Sih, el jefe de estos valientes hombres rojos?

»Otro movimiento igual fue la respuesta.

—Se dice que ha reunido usted en su escondite mucho oro, cogido en la


montaña. ¿Es verdad?

—Sí, mucho oro.

—¿Y tiene usted varios miles de pieles de castor en su escondite?

—Well, master; veo que está usted bien enterado.

—Pues bien: oiga usted lo que tengo que decirle. Estos pieles rojas piden su
muerte. Yo se la he concedido; pero como no entienden la lengua en que hablamos,
voy a hacerle una proposición.

—Hable usted.

—Si nos indica usted su escondite y nos da el oro, usted y los suyos quedan
libres.
—¿Y eso es todo lo que exige usted de nosotros?

—Todo; pero decida pronto.

—Poco conoce usted a Sam Fire-gun, master, cuando le hace una proposición
tan necia. Se ha aliado usted, para apoderarse de mi oro con los tunantes rojos, que
le ganan en pillería. ¡Aliarse un blanco con los pieles rojas contra otro blanco...!
¡Que su alma sea maldita en toda la eternidad! ¿Me tiene usted por tan tonto que
crea que nos va a dejar libres tan pronto como se haya apoderado de lo que desea?

—Yo soy fiel a mi palabra; pero guárdese de dirigirme nuevos insultos


porque soy hombre que no los admito.

—Eso se lo hará usted creer a un greenhorn, pero no a mí. Sabe usted


perfectamente que yo utilizaría mi libertad para ponerle a usted al alcance de mi
rifle y recuperar lo que me hubiera robado. ¡Mátenos usted si tiene corazón para
ello!

»Quizá Fire-gun sabía por qué hablaba con tanta osadía. Mientras lo hacía su
mirada se había elevado al borde de la garganta, recorriéndola rápidamente y con
mirada penetrante y la había vuelto a bajar en seguida, con una sonrisa de contento
apenas perceptible.

»Aquella mirada no había pasado inadvertida para los ojos de policía de


Treskow, que miró a su vez al punto donde se había dirigido la mirada del coronel
y se estremeció.

—Mire usted hacia allá! —murmuró al oído de Bill Potter, que estaba a su
lado—. Veo la cabeza de un piel roja.

»El cazador obedeció y le contestó en el mismo tono:

—Good lack! Por Dios que es Winnetou el apache. Ya decía yo que había
estado con el coronel. Se ve que no lo hicieron prisionero y los ha seguido para
libertarlos. Voy a hacerle nuestra señal.

»Se puso una hoja entre los labios e imitó el canto del grillo americano.
Aquello no podía sorprender a los enemigos, pues este animalito es muy frecuente
por aquellos parajes. Winnetou, en cambio, miró hacia abajo con sorpresa y
después desapareció. También los tres cazadores oyeron la señal; pero no lo dieron
a conocer por el menor movimiento de sus rostros.
—¿Matar a ustedes? —dijo el capitán, encogiéndose de hombros—. Eso
quisieran. Los entregaré a los indios, que les atarán al poste del martirio. Quiera
usted o no, el oro y las pieles serán para nosotros; difícil será que no encontremos
alguna huella de su gente. Así pues, sea usted razonable y acceda a lo que le
propongo.

—No quiero nada, ni siquiera la vida, de un hombre que ataca a sus


hermanos por la espalda y los vende al enemigo, de un hombre que se hace pasar
por mi sobrino y luego cae sobre nosotros. Fíjese bien en lo que le digo: ¡es usted
un canalla!

—Cuidado con la lengua, no sea que se la corte con mi cuchillo antes de


entregarle a los indios.

—Pruébeme usted que es mejor de lo que yo pienso. Devuélvanos nuestras


armas y déjenos que luchemos, tres contra cincuenta y así demostrará usted que no
es una mujer, sino un verdadero hombre del Oeste.

—No es necesario hacer eso, master. Sin luchar le vamos a quitar el alma del
cuerpo. Y en cuanto a lo de canalla puede usted repetirlo cuanto quiera, pues por
eso no vamos a pelearnos. De modo que, en dos palabras: ¿acepta usted o no mi
proposición?

—No.

—¿Y ustedes dos?

—¡Ejem! —respondió Dick Hammerdull con una mirada de desprecio de sus


ojillos— que aceptemos o no ¿qué más da? Pero crea usted que de todo esto no
saldrá nada bueno para usted. Si tuviera las manos libres y mi fusil en ellas le
enviaría al demonio. ¿No lo crees así Pitt Holbers, viejo zorro?

—Si tú piensas que le enviarías al diablo —respondió el largo— nada tengo


que decir en contra.

—Well done! —respondió el cazador relampagueándole de cólera los ojos—.


Que los indios los atraviesen y los quemen ya que así lo prefieren. Pero para que
les sirva de satisfacción les diré que no necesitamos que nos enseñen su escondrijo
porque ya lo hemos descubierto.

»Dicho esto volvió a sentarse entre los indios para comunicarles el resultado
de su negociación.

»Entre tanto, se desarrollaba entre nosotros una conversación vivísima


aunque sostenida en tono muy bajo.

—¿De modo que ese que habla es su coronel? — preguntó Wallerstein a Bill
Potter.

—Sí, señor; el tío de usted, si es cierto lo que me ha dicho.

—Lo es, puede usted creerme. Es tan parecido a mi padre, que no cabe duda
alguna de quién es. Y ahora que por fin lo encuentro voy a perderlo. ¿No hay
medio de auxiliarlo, Bill?

—Oiga, señor, si usted cree que voy a abandonar a mi coronel en el peligro,


es que no me conoce. ¿Puedo contar con ustedes, señores?

»Todos nos limitamos a hacer un gesto de afirmación, menos Pedro Potter


que dijo:

—¡Que me quede aquí clavado y me muera de hambre como un náufrago si


no cojo entre mis diez dedos a aquel sujeto que habla con el coronel y lo hago
papilla! Pero master teniente, saque usted el retrato, ahora que el fuego alumbra lo
suficiente para que podamos verlo. ¡Qué me envíen arrestado a la bodega si no es
la misma cara que la de ese individuo!

—No necesito ver el retrato, Pedro. Es él; lo he reconocido —respondió


Treskow—. Mírelo usted señor Wallerstein: ¿es él?

—El es. No cabe duda. ¿Y teniéndolo tan cerca se nos va a escapar?

—Espere usted —respondió Potter—. El coronel ha oído mi señal y sabe que


hay ayuda cerca. Si llega a tener las manos libres, verán ustedes lo que van a
disfrutar los pillos.

»De pronto se oyó un rumor detrás de nosotros y se presentó a nuestra vista


la flexible figura del apache.

—Winnetou ha oído al grillo y ha conocido la cara de Bill, el nombre de su


hermano blanco. Se va a deslizar por el gutter abajo y va a desatar a sus amigos.
Después podrán bajar mis hermanos blancos para atacar a los cazadores y a los
ogellallahs y marchar luego con Sam Fire-gun a su wigwam.

»Se fue con la misma prontitud y el mismo sigilo con que había venido y
nosotros nos pusimos a observar el campamento enemigo, dispuestos a entrar en
acción.

»El jefe se levantó de nuevo y con él todos los que le rodeaban, blancos y
salvajes. Pero antes de que hubiese podido pronunciar una palabra se deslizó una
forma oscura por entre las matas que rodeaban el campamento y llegó a los
prisioneros. Era Winnetou.

»Tres cortes y las manos de los prisioneros quedaron libres. Nosotros


disparamos ocho tiros y después otros ocho. Sam Fire-gun no se paró a saber más:
arrebató el tomahawk al indio más próximo y se precipitó entre los asustados
enemigos.

—Come on! A ellos, a ellos —gritaba con su potente voz, mientras Winnetou
a su lado echaba ogellallahs al suelo.

—¡Pitt Holbers, viejo zorro, mira a aquel sujeto que tiene mi fusil! —exclamó
Dick Hammerdull triunfante—. Vas a ver como lo recupero.

»Los inseparables se abrieron camino entre los salvajes hasta que el


rechoncho Hammerdull recuperó su escopetón. Pedro Polter, el piloto, se había
precipitado como una avalancha. Con sus manos de oso cogió al jefe por las corvas
y por el cuello, le levantó en el aire, lo lanzó a tierra y le hundió el machete en el
pecho.

—Bounce! Ya está hecho. ¡Adelante vosotros: pegad, desollad, pinchad, tirad,


aporread! ¡Echadlos por la borda hasta que se ahoguen! ¡Aplastadlos! ¡Hurra,
burra!

»Mientras el valiente marino daba expansión a su ánimo de este modo,


también Wallerstein y Treskow hacían su papel. Era el primer combate en que
tomaban parte y se ofrecía en verdad tan terrible que les mostró el aspecto más
siniestro de la vida en el Oeste salvaje. Claro está que yo y mis muchachos hicimos
también lo que pudimos, pues habíamos bajado al gutter tan de prisa como los
otros y utilizamos nuestras armas como mejor supimos.

»Los enemigos eran casi cinco veces más que nosotros; pero la sorpresa los
había paralizado de tal modo que antes de que pudieran ofrecer resistencia la
mitad de ellos estaban en el suelo. Como en la noche del asalto al tren, el tomahawk
de Sam Fire-gun hacía estragas en el enemigo; Winnetou no le iba en zaga y
Hammerdull y Pitt Holbers, espalda con espalda, se encontraban en lo más in
trincado de la lucha. El piloto iba de un lado para otro de la garganta como una
furia desalada; el pequeño Bill Poner se había colocado a la salida del desfiladero,
escondido entre las matas, y desde su escondite disparaba sobre los fugitivos.
Treskow y Wallerstein se mostraban igualmente valientes.

»Al cabo de pocos minutos de lucha, los atacantes éramos dueños del
campo; todos los enemigos blancos yacían muertos y sólo algunos indios animosos
habían logrado escapar.

»Sam Fire-gun no era hombre de entretenerse en hacer preguntas sobre su


milagrosa salvación cuando lo que urgía era aprovechar la victoria.

—¡Adelante, amigos, a los caballos! —gritó—. ¡Que no se escapen! Los


indios tienen guardianes junto a ellos y hemos de ponerlos fuera de combate. Pero
para eso no somos necesarios todos; algunos de vosotros pueden quedarse aquí.

»Salió corriendo con algunos que le siguieron y los demás nos sentamos.
Nuestra situación no era segura en modo alguno pues los indios fugitivos pedían
volver y tirar sobre nosotros desde sitio cubierto; pero no ocurrió así; escuchamos
con ansiedad en el silencio de la noche y no oímos el menor ruido hasta que el
crujir de las ramas secas del suele y el roce con las matas nos advirtió la llegada de
nuestros amigos, que traían los caballos, después de haber dado cuenta de sus
guardianes. Bill Potter por su parte había ido también a buscar su caballo y los
nuestros.

—Pitt Holbers, viejo zorro, ¿ves cómo he recuperado mi anciana yegua? —


dijo el feliz Hammerdull.

—¡Ejem! Si te parece que lo veo, no tengo nada que decir en contra, pero by
God poco ha faltado para que acabasen contigo y con ella.

—Que acabasen o no con nosotros, ¿qué más da? Pero me gustaría saber
quiénes son los que han venido con el pequeño Potter en nuestro auxilio... ’sdeath!
¿no es ése el endiablado piloto de Alemania que tiene tan enormes puños y bebe de
modo tan tremendo?

—El mismo, viejo panzudo. Con que te acuerdas todavía de mí ¿eh? He


venido con mester Treskow y master Wallerstein para...
—¿Wasier Wallersteirm — interrumpió vivamente Sam Fire-gun—. ¡Pedro
Polterl ¿Eres tú? ¿A qué vuelves por la pampa y qué es eso de master Wallerstein?

—Wallerstein es este señor que ha venido con el señor Treskow para buscar
a su tío.

—¿Este señor?...

»Retrocedió un paso, miró con ojos escrutadores a su sobrino y después le


estrechó entre sus brazos diciendo:

—¡Esto no es fingido, no; conozco estos rasgos! Enrique, sobrino mío, ¡bien
venido, mil veces bien venido!

»Los dos parientes reunidos después de tan prolongada separación,


estuvieron abrazados largo rato, mientras los demás permanecimos silenciosos
hasta que el coronel, que para sí no conocía el miedo, pensando en el peligro que
podría correr su querido pariente y con él todos los demás, se separó de él y dijo:

—No es este sitio de preguntas y explicaciones. Vamos al campamento que


está muy cerca de aquí. Allí festejaremos la llegada vuestra y nuestra salvación y
curaremos las heridas que hemos recibido.

—Si, al campamento —exclamó el piloto—. Allí podremos echar un trago y


cuidar no sólo de nuestras heridas, sino también de mi estómago, que lo necesita
más.

»Cogimos los caballos del diestro y nos llevamos todos los que había allí. No
podíamos montar por la oscuridad que reinaba ya en el bosque. Los que conocían
el terreno iban delante y los demás seguíamos, siempre entre los gigantescos
árboles y bajo la espesa cúpula de sus ramas. Luego pasamos por un paraje rocoso,
en el que las peñas constituían un verdadero laberinto y por el cual sólo podría
encontrar su camino, aun con luz, el que lo conociera bien y finalmente llegamos a
una depresión circular en medio de la roca viva, que era el campamento secreto de
la sociedad de trappers y buscadores de oro formada por el coronel.

»El sitio no podía ser mejor para su objeto, pues era dificilísimo de encontrar
y en cambio fácil de defender contra un ataque. Allí ardían varias hogueras
alrededor de las cuales se encontraba un numeroso grupo de hombres del Oeste,
que formaba parte de la sociedad y que nos recibió con gran alegría. Poco
sospechaban los sucesos de que habían sido protagonistas en los últimos días el
coronel y los que con él venían.

»Fuimos agasajados, hasta donde era posible en aquel lugar, del modo más
espléndido y les referimos lo que había ocurrido y el peligro en que había estado el
campamento. Después de oír nuestro relato, hicieron el propósito de volver al
rayar el día al gutter, para reconocer detenidamente a los muertos y librar después
a toda aquella comarca de la presencia de los pieles rojas que hubieran quedado
vivos. Toda la banda del «capitán» había encontrado un terrible fin y con ella su
jefe, muerto por el cuchillo del piloto. A Treskow no le quedó otra cosa que hacer
sino volver a Van Buren con la noticia de que había encontrado al individuo a
quien no lo había encontrado al individuo a quien se buscaba hacía tanto tiempo,
pero que no lo había podido llevar consigo porque ya lo habían quitado de en
medio.

»Wallerstein había recogido naturalmente del cadáver de su suplantador


todo lo que éste le había robado. Lo que ocurrió después, no es cosa de contarlo
ahora. Mi historia ha terminado.
SEGUNDA PARTE
EL TESORO DEL REY

EL ex agente de indios, fatigado por la narración, se reclinó en su silla,


aceptó con toda tranquilidad las muestras de aprobación de los oyentes y contestó
a todas las preguntas que se le hicieron sobre los hechos relatados; pero en vista de
que aquel interrogatorio no tenía trazas de acabar, exclamó al fin:

—Déjenme ya en paz, señores. No les he contado esta historia para que me


arrojen a la cabeza un montón de preguntas, sino para demostrar a ustedes que
muchas veces los blancos son peores que los pieles rojas y que conozco a
Winnetou, el jefe de los apaches. Si han prestado ustedes atención a lo que he
contado, habrán podido ver que el asalto al tren y los proyectos del «capitán» y su
banda dejaron de realizarse casi exclusivamente por su inteligencia y su valor. Es
un hombre con el cual no admite comparación ningún piel roja y muy pocos
blancos. Su figura se eleva muy por encima de todas las demás y cuando
desaparezca, como caerá, desgraciadamente, toda su tribu, su nombre no será
olvidado, sino que se conservará entre nuestros nietos y los nietos de nuestros
nietos.

—Well, tiene usted razón —dijo un señor anciano que estaba sentado a una
mesa próxima y que había escuchado con gran atención el relato—. Sin embargo, si
usted no lo temase a mal, me permitiría una observación.

—A juzgar por el modo cortés con que usted expresa su deseo, estoy seguro
de que no tiene usted el propósito de molestarme. ¿Qué es lo que tiene que decir?

—Sencillamente esto: usted nos ha dicho que los apaches, por su cobardía y
su perfidia, habían recibido el insultante mote de «pimo», y que desde que
Winnetou era su jefe se habían convertido en hábiles cazadores y valientes
guerreros.

—Eso es lo que he dicho. ¿No está usted conforme conmigo?

—No.
—¿Por qué?

—Porque los conozco y los he conocido, y cuando Winnetou era aún un


niño. Hay entre ellos algunas tribus a quienes la naturaleza del país que habitan no
puede dar nada y que por eso han degenerado no sólo físicamente, sino también
mentalmente. De esto son culpables los blancos, que los han arrojado de los
hermosos campos de caza y praderas que eran suyos y ahora no les conceden más
que su desprecio. Hay en cambio otras tribus, especialmente la de los mescaleros,
de las que no se puede decir lo mismo. Los mescaleros han tenido siempre, desde
que se les conoce, todas las cualidades que tanto brillan en Winnetou.

—¿Conoce usted esa tribu?

—La conozco perfectamente; la conozco, como he dicho antes, desde que


Winnetou era un niño y nunca he tenido, ni entre los pieles rojas ni entre los
blancos, un amigo tan noble, tan leal y tan abnegado como Inchu Chuna.

—¿Inchu Chuna? ¿No era ése el padre de Winnetou?

—Sí. También aquel valiente indio fue asesinado por los blancos, lo mismo
que su hija Nche-Chi, la hermana de Winnetou, la más hermosa y pura virgen de
los apaches.

—¿De modo que usted también ha sido hombre del Oeste?

—Precisamente lo que se dice hombre del Oeste, no. He sido un hombre de


estudio, dedicado al cultivo de la etnología, que me ha llevado de un lado para
otro. Me interesaba especialmente la raza cobriza y la mayor parte del año la
pasaba yendo de un pueblo a otro de los pieles rojas. Entonces conocí a los indios y
aprendí a estimarlos; ellos también me respetaban, pues sabían que iba a ellos
como amigo, luí su maestro y consejero en muchas cosas, y ellos, en cambio, me
enseñaron el manejo de las armas y todos los secretos del arte de la guerra y del de
la caza, pues aunque yo era hombre pacífico, tenía que cazar para alimentarme y
en ocasiones hube de defenderme contra enemigos que, la mayoría de las veces,
eran blancos, no indios. Antes ha dicho usted que los blancos son peores que los
pieles rojas y le doy toda la razón. Podría contar a ustedes muchos hechos que son
prueba palpable de ello.

—Hágalo usted. Por lo menos cuéntenos algo de lo que constituya su


experiencia.
—¡Ejem! Lo haría si estos otros señores también lo deseasen.

—Naturalmente que lo deseamos. Hoy estamos dedicados a las narraciones


y no hay nada que interese más. ¿Verdad, señora Thick?

El ama de la casa, que acababa de entrar con algunos vasos llenos, contestó:

—Ya lo creo. Mire usted cómo todos los ojos se dirigen hacia su mesa.
Nunca ha habido en mi casa tanto silencio y tanta tranquilidad. ¡Cuánto mejor es
oír estas historias que ver como se pelean los caballeros unos con otros, derribando
sillas y mesas y rompiéndome las botellas y los vasos! Así, pues, comience usted:
oigamos su relato.

—Well —asintió el etnólogo—. Puesto que lo quieren ustedes, voy a


reterirles una historia y procuraré ofrecérsela en forma tan atractiva como lo han
hecho estos señores antes que yo. Comienzo:

***

»Era una hermosa mañana de junio, una de esas raras mañanas que se
observan rara vez en aquel lejano rincón que forma el ángulo noroeste del
territorio de Indiana con los límites de Kansas, Colorado y Nuevo Méjico. Durante
la noche había habido un fuerte rocío y en los tallos y ramas centelleaban in
numerables gotitas. El aroma peculiar de la hierba de búfalo y de la menuda grama
era tan fresco y tan vivificante, que los pulmones aspiraban con placer el aire
embalsamado.

»Una mañana así suele ejercer influjo saludable en el ánimo del hombre y,
sin embargo, yo cabalgaba bastante disgustado en aquella ocasión. El motivo era
muy sencillo: mi caballo estaba cojo. Dos días antes, galopando, se había
enganchado la pata en una raíz. En la pampa ir montado en un caballo cojo no sólo
es molesto, sino que puede a veces acarrear las más funestas consecuencias. En los
peligros que diariamente acechan al cazador muchas veces dependen su vida y su
seguridad del buen estado de su caballo.»Había estado cazando con algunos
hombres del Colorado en las cercanías de Spanish Peaks, y después, por Willow
Springs, me había dirigido a Nescutunga-Creek, para reunir me en la orilla derecha
de éste con Will Sanders, mi. compañero de unos meses antes en la caza del castor
en Nebraska, y nos habíamos citado en aquel sitio al separarnos, para recorrer
juntos el territorio hasta la frontera sudoeste y después encaminarnos al Llano
estacado, pues teníamos ganas de conocer aquel famoso desierto.

»Para esto era necesario en absoluto un buen caballo y el mío cojeaba. Me


había servido admirablemente a través de no pocos peligros; yo no quería
cambiarlo por otro y así me veía obligado a concederle reposo hasta que se le
curase la pata. La pérdida de tiempo que esto suponía era para mí muy
desagradable y por eso no estaba del todo injustificado mi mal humor.

»Mientras mi caballo avanzaba lentamente cojeando por la pampa, miraba


yo hacia uno y otro lado para ver si observaba algo que me denunciase la
proximidad del río. Por donde yo iba caminando no había más que matas sueltas,
pero hacia el Norte se veía una línea oscura, que me pareció ser de árboles. Dirigí
hacia allá mi caballo, porque donde hay más vegetación es señal de que hay más
agua.

»Acerté en mi conjetura. La línea oscura era una faja de mezquites y cerezos


salvajes, que crecían a ambas orillas del río. Este no era ancho y tampoco profundo,
por lo menos en aquel lugar.

»Recorrí lentamente la orilla buscando con toda atención alguna señal que
me indicase la presencia de Will Sanders, que seguramente habría llegado antes
que yo.

»Efectivamente, en un lugar en que el agua era poco profunda, había dos


grandes piedras juntas, entre las cuales se veía una gruesa rama, dispuesta de tal
modo, que el único tallo que salía de ella estaba vuelto en la misma dirección que
corría el río. La tal rama era interesante para nosotros.

»Aquella era nuestra señal convenida y la vi repetida varias veces. Sanders


se encontraba, pues, allí y había seguido río abajo. Como no se veían sus huellas y
las hojas de las ramas que servían de señal estaban marchitas, deduje que Sanders
había pasado por allí hacía lo menos veinticuatro horas.
»Al cabo de un rato llegué a un sitio en que el río torcía hacia el Norte para
describir un arco. En aquel punto, la rama indicadora, clavada en la arena de la
orilla, señalaba hacia la pampa. Sanders no había seguido la margen, sino que
había preferido buscar el atajo para evitar la vuelta del río. Yo, naturalmente, hice
lo mismo.

»Entonces vi delante de mí una montaña no muy alta, aislada y llena de


gargantas, que por su situación me pareció la más apropiada para servir de retiro
al solitario hombre del Oeste. En media hora llegué a ella. Su cumbre estaba pelada
y en su falda sólo crecían mezquinos matorrales. Por esto me sorprendió, al llegar a
su vertiente Este encontrarme con varios grupos de plátanos, de los cuales había
algunos que seguramente contaban más de mil años. También me chocó ver la
tierra profundamente removida en un espacio bastante dilatado. Había allí hoyos
de algunos metros de profundidad, hechos evidentemente con picos y palas.
¿Estarían habitados aquellos remotos parajes? ¿Para qué Se habían hecho aquellos
hoyos?

»Proseguí mi camino y al cabo de poco rato me detuve porque observé


huellas humanas en la hierba. Bajé del caballo para examinarlas detenidamente y
vi que eran de un pie de mujer o de un muchacho, calzado de mocasines indios sin
tacón. ¿Habría indios por allí? ¿O sería que un blanco había adoptado el calzado de
un indio? La impresión de los dos pies era perfectamente uniforme. Entonces no
me chocó esta circunstancia; pero después tuve ocasión de recordarla.

»Hubiera debido seguir estas huellas; pero iban hacia el Norte, en dirección
al río, mientras que mi camino era hacia el Este. Quería encontrarme lo antes
posible con Sanders y así monté de nuevo a caballo y continué adelante.

»Al cabo de algún tiempo, ciertos indicios me dieron a conocer que aquellos
lugares no eran tan solitarios como yo había creído. Algunos tallos tronchados,
algunas ramas cortadas, aquí y allá una piedra deshecha por pisadas humanas, me
demostraron que por allí debía encontrarse algún descendiente de la primera
pareja de seres humanos. Por eso, quedé sorprendido, mas no asustado, al ver,
cuando llegué otra vez a la orilla del río un campo de tabaco y maíz. Al lado de allá
del campo había una casa de tronco de árbol con una explanada bastante grande y
de poca altura rodeada de una empalizada alta, pero muy ruinosa.

»¡Una granja junto a Nescutunga-Creek! ¿Quién lo hubiera creído? Detrás de


la empalizada se rascaba la cabeza contra el vacío cajón del pienso un caballo viejo,
de ancas huesudas, y cerca de él un muchacho se ocupaba en arreglar un trozo de
la empalizada.

»Pareció asustarse a mi vista; pero no se movió hasta que me acerqué a él.

—Good morning —le dije—. ¿Puedo saber cómo se llama el dueño de esta
casa?

»Se pasó la mano por el cabello, espeso y rubio, me miró con ojos
interrogadores, de un hermoso azul germánico, y respondió:

—Se llama Rollins, señor.

—¿Eres tú su hijo?

»Le tuteé, porque no podía contar más de dieciséis años, aunque aparentaba
más por su cuerpo vigorosamente desarrollado. Él me contestó:

—Soy su hijastro.

—¿Está tu padre en casa?

—Mírelo usted. Ahí viene.

»Me señaló hacia la estrecha y baja puerta, por la cual salía en aquel
momento un hombre, que tuvo que encorvarse para no dar con la cabeza en el
dintel. Era sumamente alto, delgado y de pecho hundido; bajo su barba rala se veía
su piel, de color de cuero. Cuando me vio, se oscureció su cara, netamente yanqui.
Tenía en la mano un rifle y un pico, que no soltó al acercarse a mí. Dirigiéndome
una mirada hostil y penetrante, me preguntó con voz ronca:

—¿Qué busca usted por aquí?

—Antes de todo, quiero preguntar a usted, master Rollins, si no ha venido


por aquí ayer o anteayer un hombre que se llama Sanders y si ha dejado algún
recado.

»El muchacho respondió inmediatamente:

—Sí, ayer por la mañana temprano. Ese Sanders era...

»No pudo continuar. Su padre le dio un culatazo en un costado, que hizo


caer al pobre muchacho contra la empalizada, mientras exclamaba colérico:

—¿Quieres callar, sapo? ¡No estamos aquí para servir a todos los
vagabundos que vengan! —y volviéndose hada mí prosiguió—: Y usted, ¡largo de
aquí! ni para usted ni para ese Sanders vivo en esta casa.

»Aquello era de una grosería extremada y yo tenía también mi


procedimiento de colonizador para tratar a gente de aquella clase. Bajé de mi
caballo con toda tranquilidad, lo até a la empalizada y dije:

—Por esta vez hará usted una excepción, master Rollins. Mi caballo está cojo
y pienso quedarme en casa de usted hasta que esté curado.

»Al oír esto, retrocedió un paso, me midió de pies a cabeza con ojos
centelleantes de cólera, y gritó:

—¿Está usted loco? Mi casa no es ninguna posada y al que quiere echárselas


de guapo aquí, le tuesto la piel sencillamente con una carga de plomo... Zounds! Ya
está aquí otra vez ese maldito indio.¡Espera un poco, que voy a ahumarte a ver si te
vas!

»Seguí con mi mirada la suya, que al pronunciar las últimas palabras se


dirigió a unos matorrales no muy alejados y vi venir por allí a un joven indio.
Rollins le apuntó con su rifle. En el mismo momento de disparar pude desviarle el
tiro, que erró su blanco.

—¡Perro! ¿Te atreves a ponerme la mano encima? —rugió el yanqui,


dirigiéndose a mí. —Pues toma, para ti.

»Volvió rápidamente el rifle y se preparó para darme un culatazo. Entonces


yo le pegué tan fuerte puñetazo por debajo del brazo que había levantado, que lo
lancé violentamente contra la empalizada. Esta cedió a su peso; el fusil se le escapó
de la mano y yo lo recogí antes de que se levantara. Se puso en pie, sacó el machete
del cinturón y con voz ahogada por la ira aulló:

—¡Hacerme esto a mí, en mi terreno! ¡Esto va a costar sangre y vida!

»Yo tenía ya mi revólver en la mano; le apunté y respondí:

—Querrá usted decir la sangre y la vida de usted. ¡Baje usted este machete
inmediatamente! Mi bala es más rápida que su acero
»Dejó caer el brazo que tenía ya levantado y al hacerlo dirigió la vista no
hacia mí, sino hacia el otro lado de la casa. Allí había un jinete que se había
acercado sin que lo notásemos y que me dijo riendo:

—¿Pero ya estás haciendo de las tuyas, muchacho? Bien, hombre. Acogota a


ese sujeto, que lo merece; pero no le pegues un tiro, pues no vale lo que cuesta una
carga de pólvora.

»Era Will Sanders. Se puso a mi lado y prosiguió:

—Wellcome, camarada. Si hubiera dependido de este scurvy fellow, no me


habrías encontrado. Supongo que te ha recibido como ayer a mí. En pago a su
grosería recibió algunos golpes, por los cuales me envió una bala que fue más
cortés que él, pues se desvió para dejarme pasar. Yo quería esperarte en esta casa;
pero no pudo ser y lo que hice fue decir al hijo de este hombre, que hoy volvería
para ver si estaba de mejor humor. Si te parece, le vamos a enseñar como se trata a
personas de nuestra clase.

»Diciendo esto desmontó; pero Rollins recogió el pico del suelo y se alejó a
todo correr. Nos quedamos mirándole sorprendidos por conducta tan extraña.
¡Antes tanta grosería y ahora tanta cobardía! Antes de que pudiéramos comentarla
se abrió la puerta y por ella salió una mujer, que había estado escondida detrás de
ella. Cuando vio a Rollins desaparecer detrás de los matorrales, dijo con
satisfacción:

—¡Gracias a Dios! Creí que iba a haber sangre aquí. Está borracho: toda la
noche ha estado delirando mientras bebía el último frasco de aguardiente.

—¿Es usted su mujer? — pregunté.

—Sí y supongo que no me culparán de lo ocurrido, en lo cual no tengo la


menor parte.

—Lo creemos. Casi parece que su marido está perturbado.

—¡Desgraciadamente, así es! ¡Dios mío, no saben ustedes lo desgraciada que


soy! El cree que en estos alrededores hay escondido un tesoro enterrado y quiere
encontrarlo. Para que nadie pueda apoderarse de él, no consiente que haya aquí
persona alguna. Este joven indio hace ya cuatro días que anda por aquí. No puede
proseguir su camino, porque se ha hecho una herida en un pie y quería quedarse
con nosotros, hasta poder andar; pero Rollins lo ha echado y el pobre muchacho
tiene que dormir al aire libre.

»Al decir esto señalaba al indio, que se había acercado entretanto. Todo
aquello había sucedido con tanta rapidez que no me había vuelto a fijar en él.

»Tendría unos dieciocho años. Su traje era de piel de ciervo curtida con
franjas en las costuras. Aquellas franjas no estaban adornadas con cabellos
humanos, lo cual quería decir que aun no había matado a ningún enemigo.
Llevaba la cabeza descubierta y sus armas consistían en un machete y un arco con
su carcaj. Evidentemente no le estaba permitido todavía llevar armas de fuego. De
su cuello pendía una cadena de latón, con un tubo de pipa de paz, sin recipiente:
aquél era el signo de que iba en peregrinación a la cantera sagrada de la cual sacan
los indios la arcilla para sus pipas. Los indios, mientras hacen este viaje son
invulnerables y aun el enemigo más sanguinario tiene que dejarle el paso libre y
hasta prestarle ayuda en caso necesario.

»Me agradó desde el primer momento el aspecto abierto e inteligente del


joven indio. Su rostro tenía casi el corte de la raza cauásica. Sus ojos, de un negro
aterciopelado, se dirigían hacia mí con expresión de gratitud. Me alargó la mano y
me dijo:

—Has protegido a Icharslutuha. Soy tu amigo.

»Esta última frase la dijo con orgullo, me gustó tanto como el que la decía.
Pero su nombre me sorprendió. Icharslutuha quiere decir en apache cervatillo. Por
eso le pregunté:

—¿Eres apache?

—Icharslutuha es hijo de un gran guerrero de los apaches mescaleros, los


más valientes de los pieles rojas.

—Esos son amigos míos y el más importante de sus jefes, Inchu Chuna, es
mi hermano.

»Su mirada se clavó en mi cara y me preguntó:

—Inchu Chuna es el más valiente de los héroes. ¿Cómo te llama a ti?

—Yato-inta.
»Al oír esto se separó varios pasos, bajó la mirada y dijo:

—Los hijos de los apaches te conocen. Yo no soy aún guerrero y no tengo


derecho a hablar contigo.

»Su actitud era la del indio que reconoce abiertamente el rango de otro, pero
que no dobla la cabeza ni una décima de pulgada.

—Tú puedes hablar conmigo, pues llegarás a ser un guerrero famoso.


Dentro de poco te llamarás no Icharslutuha, el cervatillo, sino Pehmulte, el gran
ciervo. ¿Tienes un pie herido?

—Sí.

—¿Y has salido de tu wigwam sin caballo?

—Llevo el tubo de pipa sagrado y voy a pie.

—Este sacrificio agradará al Gran Espíritu. Entra en la casa.

—Vosotros sois guerreros y yo soy todavía joven. Permitidme que me quede


junto a mi pequeño hermano blanco.

»Se acercó al muchacho rubio de hermosos ojos azules, que silencioso y


triste, se mantenía con la mano apoyada en el lugar en que su padre le había
asestado el culatazo, y los dos cambiaron inconscientemente una mirada, que
sorprendí en seguida. No era, evidentemente, aquella la primera vez que se
encontraban. El «Cervatillo» no estaba allí por azar: ocultaba un secreto que quizá
encerrase peligros para el habitante de la casa. Me entraron deseos de sorprender
aquel secreto; pero no dejé traslucir nada.

»Los dos muchachos se quedaron, pues, fuera y yo, con Will Sanders seguí a
la mujer al interior de la casa o más bien de la choza, que no tenía más que una
habitación.

»El aspecto de ésta era sumamente pobre. Yo había visitado muchas chozas
de troncos de árbol cuyos habitantes estaban reducidos a lo más imprescindible;
pero aquí la situación era aún peor. El tejado estaba medio deshecho y entre los
troncos que formaban las paredes había agujeros y hendiduras por donde entraba
y salía el viento. Sobre el hogar no se veía el acostumbrado caldero. Las
provisiones de boca parecían consistir únicamente en una pequeña cantidad de
panochas de maíz depositada en un rincón. La mujer no llevaba encima más que
un miserable vestido de percal y andaba descalza. Su único adorno era la limpieza
que se observaba en ella, a pesar de tanta pobreza y que producía una impresión
favorable. También su hijo estaba pobremente vestido; pero no tenía un roto sin
remendar.

Cuando vi la cama que había en un rincón, compuesta exclusivamente de


hojas y ramas y la cara pálida y consumida de aquella pobre mujer, me vino a los
labios involuntariamente esta pregunta:

—Buena mujer. ¿Tiene usted hambre?

»Al oírla, enrojeció súbitamente y pareció mostrarse ofendida; pero en


seguida brotaron lágrimas de sus ojos y contestó llevándose la mano al corazón:

—¡Dios mío, no me quejaría si siquiera José pudiese comer cuanto quisiera!


Nuestro campo no produce nada porque mi marido lo deja sin cultivar. No
tenemos otro recurso que la caza, que tampoco nos da lo suficiente porque Rollins,
en su obsesión, no hace más que cavar para buscar el tesoro por él soñado

»Corrí a donde estaba mi caballo y cogiendo la provisión de carne seca que


llevaba allí se la di a la mujer. El buen Will Sanders hizo lo mismo.

—¡Oh, señores, qué buenos son ustedes! — nos dijo—. No parecen ustedes
yanquis.

—Es usted injusta con los yanquis —respondí—, pues aunque yo soy
alemán, aquí está master Sanders que sólo tiene sangre alemana por parte de su
madre, y es mucho mejor que yo.

—¡Dios de mi alma! ¡Si yo he nacido en Brunn! —eyclamó la mujer juntando


las manos con expresión de alegría.

—¿También usted es alemana? Pues hablemos en nuestra lengua materna.

—Sí, sí. Con mi hijo sólo puedo hablar alemán ocultamente, porque Rollins
no me lo consiente.

—¡Qué hombre más repulsivo! —dijo Sanders—. No quisiera inquietar a


usted; pero tengo idea de haberlo visto hace muchos años en circunstancias poco
honrosas para él. Se parece mucho a un sujeto a quien daban todos un nombre
indio, que no sé lo que significa y que era una cosa así como Indano o Indancho.

—Inta-Ncho—dijo una voz desde la puerta.

»El joven indio era el que había hablado. Naturalmente, no había


comprendido las palabras alemanas, pero sí aquel nombre indio. Sus ojos
relampaguearon y cuando yo le dirigí una mirada interrogativa, se volvió y se
separó de la puerta.

—Ese nombre que tú no entiendes —dije entonces a mi compañero— es


apache y quiere decir «Ojo malo».

—¿Ojo malo? —dijo la mujer—. Esas palabras las repite mucho mi marido
cuando sueña en alta voz o cuando está borracho y sentado en aquel rincón se
pelea con personas imaginarias. A veces está más de una semana fuera de aquí y
vuelve con aguardiente que trae de Fort Dodge, en el Arkansas. Luego bebe y bebe
hasta que no sabe lo que se hace y habla de sangre, de un asesinato, de pepitas de
oro y de un tesoro que está enterrado aquí. Cuando se pone así, mi hijo y yo
estamos días enteros sin atrevernos a entrar en la casa, por miedo a que nos mate.

—¡Infeliz mujer! ¿Cómo tuvo usted el atrevimiento de seguir a semejante


hombre hasta este desierto?

—¿Seguirlo? Con él nunca hubiera venido aquí. Yo llegué a América con mi


primer marido y un hermano suyo. Compramos terrenos y el agente con quien
tratamos nos engañó. Cuando vinimos al Oeste, vimos que el verdadero dueño de
los terrenos los cultivaba y habitaba en ellos hacía años. El documento que
acreditaba nuestra compra era falso. No teníamos otros recursos que el poco dinero
que nos quedaba y cuando éste se terminó, vivimos de la caza. Nos dirigíamos más
al Oeste, porque mi marido quería ir a California excitado por las noticias de que
allí se encontraba oro. Llegamos a este sitio y no pudimos seguir, porque yo estaba
enferma y agotada. Al principio acampamos al aire libre, pero afortunadamente,
pronto encontramos esta casa de troncos abandonada. Aun que no sabíamos a
quién pertenecía nos instalamos en ella. Pero mi marido no tenía un momento de
tranquilidad pensando en California y a toda costa quería ir allí. Yo no podía
moverme de aquí y su hermano, que tenía nostalgia de la patria, no quiso ir con él.
Sólo Dios sabe al, cabo de qué terribles luchas dejé ir sólo a mi marido a buscar la
fortuna a los campos de oro, quedándome sola con mi cuñado. Medio año después
de su marcha tuve a mi José, que no ha conocido a su padre. Tenía tres años
cuando una mañana salió mi cuñado de caza y no volvió. A los pocos días
encontré, su cadáver a la orilla del río, con un tiro en la cabeza. Me figuré que lo
habría matado algún indio.

—¿Le habían arrancado la cabellera?

—No.

—Pues entonces el matador fue un blanco. Pero ¿cómo pudo usted vivir
desde entonces?

—De un poco de maíz que cultivábamos aquí. Entonces vino a esta comarca
mi actual marido, que al principio pensaba cazar aquí una temporada y luego
seguir adelante; pero que fue aplazando su marcha y concluyó por quedarse
definitivamente. Yo me alegré de tenerlo, pues sin él mi hijo y yo hubiéramos
muerto de hambre. Fue a Dodge City y obtuvo la certificación de defunción de mi
marido. Yo necesitaba un protector y mi hijo un padre; Rollins fue las dos cosas
para nosotros. Pero una vez tuvo un sueño de un tesoro que está enterrado aquí y
este sueño se repitió tan a menudo que ahora Rollins no sólo cree en la existencia
del tesoro, sino que ha caído en una verdadera manía. Por las noches delira sobre
el oro y por el día cava para encontrarlo.

—¿En la montaña a cuyo pie están los viejos plátanos?

—Sí. Pero ni a mi hijo ni a mí nos permite acompañarlo. A nadie puedo


confiar mis penas y todos los días, a todas las horas, pido a Dios que me saque de
esta horrible situación... ¡Si él quisiera venir en mi ayuda!...

—Vendrá, aunque su auxilio le costará a usted dolor en los primeros


momentos. Muchas veces he hecho la experiencia de que a veces...

»Me interrumpió la entrada de José, que vino a decirnos que saliéramos para
mirar al cielo. Salimos detrás de él, sorprendidos por aquella petición, y vimos
fuera al «Cervatillo» contemplando fijamente una nubecilla que estaba casi sobre
nuestras cabezas. Todo el resto del cielo estaba absolutamente limpio. José nos dijo
que según afirmaba el indio, aquella nube era muy peligrosa para nosotros. El
«Cervatillo» hablaba un poco inglés y así se entendía con el muchacho blanco. Will
Sanders se encogió de hombros al oír aquello y dijo:

—¿Aquel humo de cigarro peligroso para nosotros? ¡Bah!...

»El indio se volvió hacia él y le dijo únicamente:


—Ilchi.

—¿Que quiere decir eso? — me preguntó Will.

—Viento, tormenta.

—¡Qué tontería! Un viento peligroso, un huracán sólo se produce cuando


hay un agujero en el cielo, es decir, cuando todo el cielo está con nubes negras y en
medio de ellas hay un agujero claro. Pero aquí sucede al revés. Fuera de esta nube
el resto del cielo está completamente raso.

—Ke-eikena ak ilchi — dijo el indio.

»Aquellas tres palabras significaban «el viento hambriento» y los apaches


designan con ellas al ciclón. Pregunté al muchacho si aquello era lo que temía y
contestó:

—Ke-eikena ak ilchi.

»Estas palabras «el viento muy hambriento» sirven entre los apaches para
denominar a las trombas. ¿Cómo habría llegado el indio a aquella conclusión? Yo
no veía nada sospechoso en aquella nube; pero sabía muy bien que los hijos de la
pampa tienen un insinto maavilloso para conocer ciertos fenómenos de la
Naturaleza.

—¡Qué tontería!—volvió a decir Sanders—. Vamos adentro, porque hasta


me parece que empiezas a preocuparte.

»Entonces el indio se puso el dedo en la frente y le dijo:

—Ka-fi chapeno.

»Se había dado cuenta de que Will no en tendía el apache y se había servido
del dialecto tonkawa para decirle: —No estoy enfermo de la cabeza. Sanders le
comprendió y molesto por la frase entró de nuevo en la casa. Aproveché la ocasión
para demostrar al «Cervatillo» que no daba crédito a sus anteriores respuestas.
Comencé por decir:

—¿Cuál pie tiene malo mi joven amigo? —Sinch-kah (el pie izquierdo) —
respondió. —¿Pues por qué cojeaba del derecho cuando venía hacia acá?
»En su rostro se dibujó una sonrisa de confusión, pero respondió al
momento.

—Mi valiente hermano se ha equivocado. —Mis ojos son penetrantes. ¿Por


qué cojea el «Cervatillo» solamente cuando se le ve y cuando está solo anda
perfectamente?

»Me miró con aspecto inquisitivo, sin contestarme. Yo continué:

—Mi joven hermano ha oído hablar de mí. Sabe que yo leo en las huellas y
que no hay hierba ni grano de arena que me engañe. El «Cervatillo» ha bajado esta
mañana temprano de la montaña y ha ido hacia el río sin cojear. Yo he visto sus
pisadas. ¿Tiene ahora valor para decir que estoy equivocado?

Dirigió la mirada al suelo y calló.

—¿Por qué dice el «Ciervo» que va a pie a la cantera sagrada? —proseguí—.


Ha venido aquí a caballo desde su wigwam.

—¡Uf! —exclamó con asombro—. ¿Cómo puedes saberlo?

—¿No he tenido por maestro al principal de los apaches? ¿Y quieres que


desacredite sus enseñanzas dejándome engañar por un joven apache a quien
todavía no se permite llevar armas de fuego? Tú has venido montado en un caballo
ruano, un chi-kayi-kle.

—¡Uf! ¡Uf! — exclamó por dos veces el indio, como expresión del más alto
asombro.

—¿Por qué quieres engañar al hermano de Inchu Chuna? — pregunté en


tono de reproche.

»Se puso la mano sobre el corazón y respondió:

—Chi-itkli Takla ho-tli, ehi-kayi kle (tengo un caballo ruano).

—Así me gusta. Pues ahora te digo que esta mañana te has entretenido en
hacer todos los ejercicios ecuestres de la escuela india,

—Mi hermano blanco lo sabe todo como Manitú, el Gran Espíritu. —


exclamó el salvaje, visiblemente emocionado.
—No. Es que has ido a caballo con todo el cuerpo colgado a un lado sujeto
por un pie a la silla y apoyando un brazo en el cuello del caballo. Eso se hace en la
lucha para protegerse contra el tiro del enemigo; pero en tiempo de paz
únicamente se hacen los ejercicios ecuestres de la escuela india. Sólo haciendo eso
es posible que se enganchen crines del caballo en la empuñadura y en la vaina del
machete. Por ello he comprendido que tu caballo es ruano.

»Se echó las manos al cinto, comprobó que había algunas crines donde yo
había dicho y pude ver a través de su color cobrizo, que se ruborizaba.

—El ojo del «Cervatillo» es claro —continué— pero aun no se ha ejercitado


bastante en algunas pequeñeces, de las cuales depende la vida en ocasiones. Mi
joven hermano ha venido aquí para ver al amo de esta casa. ¿Es que tiene alguna
venganza de sangre con él?

—He hecho el voto del silencio —respondió— pero mi hermano blanco es el


amigo del apache más famoso. Voy a enseñarle una cosa que tiene que devolverme
hoy mismo. Puedo hablar de ella, pues mi hora ha llegado.

»Se abrió la blusa de caza y sacó un cuero doblado en cuatro ángulos como
un sobre. Me lo dio y se alejó con dirección al campo de maíz, donde estaba a la
sazón el rubio José, a quien cogió del brazo, y se lo llevó consigo.

»Desdoblé el cuero que era de piel de búfalo y vi que contenía un segundo


trozo de cuero de búfalo toscamente curtido y hecho pergamino, doblado en
cuatro. Lo abrí y me encontré con una serie de figuras rojas juntadas en él y
análogas a la famosa inscripción de la roca de Tsitsumovi en Arizona. Tenía en la
mano un documento en escritura india, objeto tan raro que no pensé en descifrarlo
por el momento, sino en enseñar aquel tesoro a Will Sanders inmediatamente, para
lo cual entré en la casa. Sanders al verlo movió la cabeza y me dijo con el mayor
asombro:

—Pero, ¿es que eso se puede leer?

—Naturalmente.

—Pues entonces léelo tú. Aun cuando estuviese escrito en nuestra escritura
ordinaria, preferiría vérmelas con veinte indios que con tres letras. Nunca he sido
una maravilla para la lectura. Las cartas que escribo yo son con el rifle y en el
cuerpo del destinatario: eso es lo más breve. Las plumas se me rompen entre los
dedos y la tinta sabe muy mal. Sólo pensar en descifrar figuras es cosa terrible.
Además, aquí en esta choza donde sólo hay dos agujeros en lugar de ventanas, ni
siquiera se las ve.

—Pues salgamos a la puerta.

—Bueno, iré contigo; pero la lectura la harás tú solo.

»Salimos. La mujer se quedó en la casa para asar algunos trozos de la carne


que le habíamos dado, en un pequeño fuego que encendió.

»Yo me puse a mirar inmediatamente a las figuras; pero Will Sanders dirigió
la mirada al cielo y murmuró preocupado:

—¡Qué nubes más raras! Nunca las había visto así. ¿Qué dices a esto?

»Miré hacia arriba y vi que la nubecilla apenas había aumentado de tamaño;


pero tenía otro aspecto enteramente distinto. Al principio era de un gris azulado y
ahora ofrecía un color rojo claro y transparente, y parecía que de ella salían
millones y millones de hilillos de oro mate en dirección a todos los puntos del
horizonte. Estos hilillos no se movían, no vibraban; parecían estar fijos.

—¿Qué te parece? — me preguntó Bill.

—Jamás había visto cosa semejante.

—A ver si va a tener razón este joven indio con su ciclón, frente a dos
hombres con la experiencia de la pampa que tenemos nosotros.

—Pues parece que así va a ser. Pero él no habló de un ciclón, sino de una
tromba, que es peor.

—Sea lo que fuere, no tenemos más remedio que esperar aquí. Supongo que
comprenderás mejor esa escritura india que aquella indescifrable maraña de hilos.
¿No es así?

—¡Ejem! Vamos a ver. Aquí veo un sol solo con rayos que se dirigen hacia
arriba, que indudablemente representa el sol naciente. Después hay cuatro jinetes
con sombrero, es decir, que se trata de blancos. El de delante lleva algo colgado en
la silla; parecen unos saquitos. Detrás de ellos vienen otros dos, con plumas en la
cabeza y que deben representar jefes indios.
—¡Bah! Todo eso es muy sencillo. ¿Y a eso llamas tú leer?

—Esto no es más que el comienzo. Primero hay que conocer las letras para
luego reunirías en palabras. Aquí veo otras figuras más pequeñas puestas encima
de las grandes. Encima de uno de los indios veo un búfalo que abre la boca, de la
cual salen algunas rayitas. De la boca sólo puede salir la voz; de modo que se trata
de un búfalo que muge. Sobre la cabeza de otro indio hay una pipa, de la cual salen
otras rayitas iguales que, evidentemente, representan el humo; de manera que la
pipa está encendida.

—Oye, ya empiezo a saber leer —dijo Will. —Recuerdo que había dos jefes
apaches, dos hermanos, el uno era «Búfalo mugiente» y ha muerto hace tiempo. El
otro se llamaba «Pipa humeante» porque era de ánimo pacífico y tenía gusto en
fumar con todos la pipa de paz. Aun debe de vivir.

—Entonces a esos dos se refiere evidentemente el documento. Vamos a


seguir. Sobre el segundo de los blancos hay un ojo con una raya que lo atraviesa.
Con esto se quiere decir que no tiene más que un ojo o que tiene un ojo enfermo.
¡Ah! Ya sé a quién se refiere: al que tú dijiste que llamaban «Ojo malo». Sobre el
tercer blanco hay un bolso y una mano que lo va a coger. ¿Querrá decir esto robo?

—Sí, sí, seguramente —dijo Sanders en seguida— la mano que roba. Ya lo


tengo. Ahora sé dónde he visto a este Rollins: en las Montañas Negras. Llevaba el
nombre de Haber y se dedicaba a robar caballos y pieles de castor. El apodo era
«Mano ladrona».

—Tal vez te equivoques.

—No, no. «Mano ladrona» y «Mal ojo» eran primos o hermanos y siempre
andaban juntos. A ellos es a quienes se quiere representar en el pergamino. Sigue,
sigue.

—Como el sol naciente está delante, los caballeros jinetes van hacia el Este.
Debajo se repiten las mismas figuras en diferentes grupos. Primer grupo: los tres
blancos de detrás matan al que va delante. Segundo grupo: el muerto yace en tierra
y los otros tienen sus sacos o bolsos. Tercer grupo: los indios disparan sobre los
tres blancos. Cuarto grupo: dos blancos y un indio, que es «Búfalo mugiente» han
muerto; «Mano ladrona» huye. Quinto grupo; «Pipa humeante» entierra los sacos.
Sexto grupo: «Pipa humeante» lleva atravesado sobre el caballo a «Búfalo
mugiente» y persigue a «Mano ladrona». Séptimo grupo: «Pipa humeante» entierra
a «Búfalo mugiente»; «Mano ladrona» ha desaparecido. Ahora vienen otros dos
dibujos pequeños: en el uno hay tres árboles; debajo del que ocupa el centro están
enterrados los sacos. En el otro hay un solo árbol, bajo el cual está enterrado
«Búfalo mugiente». Ahora se ve claramente todo el drama que...

—Déjate de eso ahora —me interrumpió Sanders— y mira al cielo. ¿No has
notado lo oscuro que se ha puesto de pronto? Mira al cielo, mira al cielo, por Dios.

»Seguí su indicación y quedé aterrado. Los hilillos dorados habían


desaparecido. En su lugar se veían muchas líneas oscuras que iban de la nube
hacia la parte norte del cielo. El resto de éste seguía claro y raso. Parecía que de la
nube tiraban fuertes cuerdas como queriéndola llevar hacia el suelo en dirección
norte con visible velocidad. Cuanto más se acercaba al suelo, tanto más claramente
se veía levantarse de éste una masa transparente, que luego se fue oscureciendo
cada vez más y que buscaba con su parte superior oscilante hacia uno y otro lado,
el contacto con la nube. Esta seguía bajando con creciente rapidez, ensanchando
por arriba y enviando una prolongación o cola hacia abajo. Las dos masas se
buscaban y se encontraron. En el momento de reunirse, parecía que la nube iba a
estrellarse contra la tierra; pero se mantuvo en el aire y formó con el remolino de
tierra dos embudos unidos por su parte estrecha que giraban velozmente sobre su
veje y cuya parte ancha alcanzaba un diámetro de unos cincuenta metros, tanto en
la tierra como en el aire.

»Como por aquellas cercanías no había más que pequeños matorrales,


pudimos observar casi en toda su extensión el aterrador fenómeno Precisamente, la
tromba venía en dirección nuestra con rápido movimiento. En el sitio donde
estábamos reinaba la más absoluta calma y únicamente se notaba un repentino
calor pesado que nos hizo romper en sudor.

—El «Cervatillo» ha tenido razón —dije—. Se trata de salvar nuestra vida.


Pronto, Will, huyamos y llevémonos a esta pobre mujer.

—¿Cómo? — me preguntó asustado.

—En nuestros caballos.

—Pero no sabemos adónde ir.

—No se puede calcular el movimiento de una tromba como ésta; pero lo que
podemos hacer es cambiar de dirección tan pronto como cambie la suya. Tal vez la
detenga el río y no pase a esta orilla. Trae el caballo de Rollins que está detrás de la
empalizada. Yo voy en busca de la mujer.

»La encontré junto al hogar y estaba bien ajena al peligro que le amenazaba.
Cuando le dije lo que pasaba fuera, estuvo a punto de caer desmayada. La cogí en
mis brazos y la saqué rápidamente de la casa en el momento en que Will venía con
el caballo.

—Este animal es muy falso —me dijo—. Yo lo montaré; como no está


ensillado, la mujer caería al suelo a los primeros pasos. Ponía en mi caballo.
¡Pronto, pronto!

»Diciendo esto montó en el viejo caballo y salió al galope.

—¿Sabe usted montar? — pregunté a la mujer.

—No lo suficiente para un caso como este —gimió ella.

—Entonces, irá usted cogida a mí.

»Salté sobre el caballo de Rollins, que podía llevar mejor dos personas que
mi pobre cabalgadura coja, levanté a la pobre mujer, que tiritaba de terror y la puse
atravesada sobre mis rodillas; cogí a mi caballo por la rienda y seguí a Sanders.

»Todo ello había transcurrido con tanta rapidez, que desde el primer
momento que vimos la tromba hasta nuestra partida, escasamente habían pasado
unos minutos. No era fácil la tarea que me había impuesto: con mi mano derecha
sostenía a la mujer y con la izquierda guiaba el caballo en que íbamos montados y
llevaba de la rienda el mío. Después de haber recorrido bastante distancia, grité a
Sanders que nos esperase. Así lo hizo y cuando estuvimos reunidos, nos volvimos
para mirar los progresos de la tromba.

»Esta había llegado al río. La nube se había convertido en un gigantesco reloj


de arena, dentro del cual giraban con rapidez, ramas, piedras y enormes
cantidades de tierra: espectáculo sobrenatural y terrorífico sobre toda ponderación.

»¡Ya llegó al río! ¿Se detendrá? ¿Pasará a esta orilla? ¿Seguirá río arriba o río
abajo? ¿Se deshará?» Todas estas preguntas nos hacíamos con la más terrible
ansiedad, pues sabíamos qué la persona que cae dentro del radio de acción de la
tromba, está perdida: lanzada por el aire y sometida a un vivísimo movimiento de
rotación, muere asfixiada, destrozada contra el suelo, o hecha pedazos por las
masas que giran con ella.
»Se detuvo como si quisiera pensar el camino que iba a seguir. El embudo
superior Se inclinó para seguir en la dirección que traía y dio un tirón violento del
embudo inferior como si quisiera desgarrarse de él. De pronto se oyó un crujido
espantoso: las masas oscuras y compactas, tierra, piedras, ramas y hierbas,
desaparecieron y en su lugar se elevó una larga columna de agua, al principio
cilíndrica y de diámetro uniforme que fue después estrechándose por el centro
hasta tomar la primitiva figura de un doble cono. La tromba de viento se había
convertido en una tromba de agua que, como enfurecida por la detención sufrida
en el río, continuó su marcha hacia nosotros con redoblada velocidad, cogiendo en
su centro a la casa de troncos.

—¡Huyamos! ¡Hacia la derecha! — grité.

»Con grandes esfuerzos habíamos podido contener hasta entonces a los


caballos, que se daban cuenta del peligro que les amenazaba. Así que les soltamos
las riendas se lanzaron con tanta violencia que apenas podíamos guiarlos. Mirando
al cabo de un rato la tromba vi con alegría que tomaba dirección Oeste, alejándose
de nosotros. Nos detuvimos: estábamos a salvo, siempre que no volviese.

»Pero no sucedió así. Continuó su marcha con la misma celeridad y perdió


la transparencia que tenia junto al río, para volverse otra vez oscura y todo lo que
encontraba en su camino era levantado por el aire o lanzado a lo lejos. Así siguió
su marcha destructora hasta que se oyó a lo lejos un fragor de trueno, que hizo
temblar la tierra... La tromba había desaparecido.

»Pero casi en el mismo momento y sin que nos diéramos cuenta de ello todo
el cielo se entoldó de negro y comenzó a caer una fortísima lluvia de gotas mayores
que guisantes.

—¡Nuestra casa, nuestra vivienda! ¿Qué ha sido de ella? —dijo en tono


dolorido la mujer, rompiendo el silencio por primera vez.

»En lugar de responderle, pusimos los caballos al trote largo y volvimos a la


casa. ¿A la casa? No; la casa ya no existía. Estaba deshecha, desmenuzada como si
hubiera sido un haz de pajas. Los troncos que la formaban, del grueso de un
hombre, estaban esparcidos a gran distancia. De la empalizada no quedaba rastro:
ni una tabla ni una estaca. Todo lo había arrebatado la tromba y lo había llevado
Dios sabe adónde.

»La mujer, aterrorizada, cayó en un estado de insensibilidad. Mejor era así:


yo pensé en su marido, en su hijo y en el joven indio. Desde el momento en que
tuve el pergamino en mi poder supe adonde se habían dirigido los tres. Estaban
seguramente en la montaña, donde se había derrumbado la tromba, por haber
encontrado en su camino un obstáculo invencible. Pero ¿cómo habría acabado el
terrible fenómeno? Evidentemente, como la agonía de un gigante que en la última
lucha con la muerte destroza todo lo que está al alcance de su mano. Quizá allí nos
esperaban terribles escenas, que debíamos evitar a la desdichada mujer.

»Pero cuando se enteró de que íbamos en busca de su hijo, repentinamente


recobró todas sus fuerzas. De nada nos sirvieron ruegos ni amenazas para hacerla
desistir de acompañarnos y así montó a caballo y vino con nos otros.

»Cesó la lluvia tan bruscamente como había empezado y aclaró el cielo. Las
nubes desaparecieron como por encanto y volvió a lucir el sol como si no hubiera
pasado nada.

»Pero ¡qué aspecto el del camino que seguíamos! La tromba había dejado
detrás de sí una huella de más de sesenta metros de ancho en la cual no quedaba
rastro de vegetación; había abierto hoyos, que había llenado luego de escombros, y
a derecha e izquierda de la huella, cubriendo grandes extensiones, se veían
troncos, piedras y arbustos que había arrojado de sí.

»También en la montaña se notaban mucho antes de llegar los estragos del


terrible fenómeno. Todos los matorrales habían sido arrancados del suelo y
formaban montones enmarañados a un lado y otro. La tromba había buscado
salida por la falda de la montaña, en largo trecho y al no encontrarla, había
sembrado la muerte a su paso. Los desnudos acantilados ofrecían el aspecto de
canteras profundas. Los plátanos cuya vista tanto me había alegrado a mi paso por
aquel sitio, apenas podían reconocerle: troncos gruesos como el cuerpo de un
hombre yacían aquí y allá descuajados con sus raíces; ramas de gran grueso habían
quedado retorcidas como cuerdas. El plátano mayor de todos había perdido sus
principales ramas y Heno de desgarrones, presentaba un aspecto desconsolador.
Pero ¿dónde estarían?... ¡Ah! Allá arriba se veía un caballo ensillado a estilo indio,
un ruano, junto a un montón caótico de matorrales, comiéndose las hojas con
visible satisfacción. Era el caballo del «Cervatillo». Donde estaba el caballo tenía
que estar también el amo.

»Allí nos dirigimos y vimos lo siguiente: un hermoso plátano había sido


arrancado del suelo con sus raíces y éstas habían arrastrado consigo toda la tierra
que había entre ellas. Bajo el montón de raíces se abría la entrada de un agujero
ancho y profundo. Allí estaban sentados el rubio José y el apache joven,
resguardados por las raíces como por un impenetrable techo. Al vernos llegar
sonrieron con alegría. La madre se arrojó del caballo abajo para estrechar contra su
pecho al hijo. El apache se puso en pie y nos dijo:

—¿Creen ahora mis hermanos blancos que conozco las señales del «viento
muy hambriento»?

—Lo creemos —respondí yo—. Pero ¿cómo os habéis salvado?

—El «Cervatillo» tenía su caballo bien escondido entre los matorrales. Fue
en su busca y montó en él con el rostro pálido de ojos azules para huir del viento.
Cuando éste se apaciguó, Icharsintuha vino aquí y encontró lo que buscaba desde
hace tres días con él joven rostro pálido.

—¿Has venido aquí en secreto antes de ahora con José?

—Sí. José es el hijo del hombre de los sacos que fue asesinado aquí. Ven y
verás dónde enterró las pepitas «Pipa humeante».

»Nos llevó al otro lado del montón de raíces. Allí estaba toda la tierra
removida y en medio de ella pudimos ver dos saquitos de cuero, enmohecidos por
el tiempo, llenos de pepitas y polvo de oro. José estaba ya enterado de toda la
historia. Cuando su madre supo lo que yo había adivinado antes, es decir, el
asesinato de su primer marido, le faltaron las fuerzas y estuvo a punto de caer al
suelo. En medio de su dolor le ofreció algún consuelo la posesión inesperada del
preciado metal, que se resistía a creer.

»A sus preguntas contó el indio lo que sigue:

—«Búfalo mugiente» era mi padre. Emprendió en una ocasión un viaje con


su hermano «Pipa humeante» para visitar al Gran Padre de los Rostros Pálidos y
exponerle los deseos de los apaches. Los dos jefes cabalgaban hacia el Este con este
objeto cuando se encontraron con tres rostros pálidos que habían asesinado a otro,
porque había encontrado oro. Dos de los asesinos eran «Ojo Malo» y «Mano
Ladrona»; al tercero no lo conocían. Castigaron el asesinato matando a este último
y al primero; pero «Mano Ladrona» escapó, después de matar de un tiro mi padre.
«Pipa Humeante» lo persiguió, una vez que hubo enterrado el oro, llevando
cadáver de «Búfalo Mugiente» en su caballo mas no pudo alcanzarlo. Enterró al
hermano en un sitio donde lo encontrase dentro de dos días y siguió su viaje a
Washington. Había de vengar al hermano y el encargado de ello debía ser yo, el
hijo del muerto. Como era aun pequeño, transcurrió mucho tiempo sin que se
cumpliese la venganza. En estos últimos tiempos, me preparé para apoderarme de
la cabellera del asesino, con lo cual adquiriría el rango de guerrero y podría usar el
tubo de fuego. El asesino habitaba en la choza del asesinado; había tomado por
squaw la mujer de éste y así se hizo dueño de la choza y pudo buscar el tesoro.

»Cuando la mujer oyó esto, lanzó un grita de horror y cayó sin sentido. ¡Su
segundo marido era el asesino del primero!

—Ahora, venid a ver a «Mano Ladrona»— dijo el apache—. Seguidme.

»José permaneció junto a su madre desmayada y todos pensamos que aquel


estado de insensibilidad era lo mejor que podía haberle ocurrido en tan terrible
momento. Sanders y yo seguimos al indio, que nos condujo al tronco del árbol
mayor de todos y allí vimos el cadáver de Rollins debajo de una enorme rama que
tendría tres pies de diámetro por lo menos y que le había destrozado las piernas y
parte del cuerpo.

—Aquí está —dijo el apache—. Yo quería apoderarme de su cabellera; pero


el Gran Espíritu lo ha sentenciado y yo sólo arranco la cabellera a los que he
vencido. La cólera del justiciero Manitu lo ha matado en el, mismo sitio en que
cometió el asesinato. ¿Comprendes ahora el documento que te di?

—Completamente — respondí

—«Pipa Humeante» no sabe escribir y pidió que lo escribiese al gran jefe


Inchu Chuna, a quien contó todo. Tú eres el hermano de este famoso guerrero y
por eso te regalo el documento. Mira, el miserable abre los ojos. Tal vez puedas
aun hablar con él. Yo me voy. Es el asesino de mi padre y lo hubiera matado; pero
no puedo oír sus lamentos. El hombre rojo tiene también un corazón lo mismo que
el rostro pálido; castiga rápidamente; pero no martiriza poco a poco.

»Dicho esto volvió a donde estaban José y su madre. A nosotros nos


esperaba todavía un mal rato: los últimos momentos del moribundo. Este recobró
el conocimiento, sintió que tenía cerca la muerte y confesó todo. No tenía ya
fuerzas para coordinar las palabras; pero podía responder «si» o «no» a nuestras
preguntas. Así supimos lo que aun nos faltaba por conocer de su delito.

»Había observado que cuando lo perseguía «Búfalo Mugiente» no llevaba ya


las pepitas, luego debía de haberlas enterrado Logró esquivar la persecución del
indio y volvió al lugar de la lucha. Allí, con mil fatigas hizo un hoyo y enterró los
cadáveres, para que quedase en secreto el asesinato. A los pocos días mató de un
tiro al hermano del asesinado para poder presentarse a su mujer como protector
providencial. Entonces pudo con toda comodidad dedicarse a buscar el oro. Todo
lo había conseguido hasta entonces; pero le faltó lo principal: encontrar las pepitas.
El ansia de encontrar el tesoro y el tormento de su conciencia le llevaron al borde
de la locura. No consentía que nadie se acercase por allí, por temor a que se
descubriera algo. Por eso no quiso acogernos a Will ni a mí y por eso había
arrojado al «Cervatillo», que se fingía cojo para solicitar su hospitalidad.

»Dios le había juzgado con su suprema justicia. Precisamente en el sitio


donde yacían los restos de los asesinados agonizaba el asesino y en sus últimos
momentos sabía que el oro buscado en vano por él durante tanto tiempo había sido
encontrado y estaba en poder del muchacho a quien tanto odiaba.

»Y, sin embargo, el Misericordioso, se mostró clemente con él: sus


destrozados miembros no le causaban dolor alguno y murió sin exhalar un
suspiro.

»Pusimos lo ocurrido en conocimiento de su mujer, que no quiso ver el


cadáver y con razón. Nosotros dos cavamos su sepultura y rezamos un
Padrenuestro por él.

»El «Cervatillo» se separó de pronto de nosotros. No hubo medio de


retenerlo y cuando la mujer tan castigada por el destino le ofreció una parte del
oro, dijo con orgullo:

—Guárdate tu polvo. El apache sabe dónde hay oro en abundancia; pero no


se lo dice a nadie y lo desprecia. El Gran Espíritu ha creado al hombre para que sea
bueno, no para que sea rico. Que Él te conceda desde ahora tanta felicidad como
sufrimientos has tenido hasta aquí.

»Montó a caballo y se alejó.

»A la mañana siguiente abandonamos nos otros también aquellos parajes,


llevándonos a José y a su madre. El viejo caballo llevaba el oro y el mísero ajuar de
madre e hijo; el caballo de Sanders a aquélla y el mío a éste. Sanders y yo íbamos a
pie. Los dejamos en el primer settlement que encontramos, donde pudieron
proporcionarse mejor medio de proseguir su camino y nos despedimos de aquellas
dos personas a quienes la tromba había descubierto tan terrible secreto y como
compensación había dotado de recursos para proporcionarse una vida mejor.
II

Mientras se estaba refiriendo la historia del asalto al tren y de la sociedad de


trappers de Sam Fire-gun había salido un caballero de un cuarto que daba al salón y
se había sentado en la mesa más próxima. Aquellos cuartos estaban destinados
ordinariamente al alojamiento de huéspedes de condición superior, y por eso
supuse que aquel señor no era un hombre ordinario, o bien se trataba de un amigo
privilegiado de la dueña de la casa. Se veía que la narración era lo que le había
atraído a aquel sitio, porque le prestó extraordinaria atención. Mientras duró el
relato, la señora Thick le hacía señas significativas con la cabeza y, a veces, al llegar
a ciertos pasajes le guiñaba el ojo y le indicaba con la mano la mesa donde estaba el
narrador. Toda esta mímica que hizo suponer que aquel caballero tenía alguna
relación con las personas o los sucesos de que se hablaba. En esta hipótesis me
confirmó el hecho de que prestó mucha menor atención a la siguiente breve
historia y en una ocasión se llevó un dedo a la boca mirando al ama de la casa,
indicándole silencio. Esta conducta me interesó tanto que no cesé de observarlo,
desde luego sin que él se percatara de mi actitud. Tenía la cara curtida por el viento
y el sol, como si hubiera andado por el Oeste o simplemente por el campo; y sin
embargo, no me parecía un verdadero hombre del Oeste, pues sus rasgos finos, su
mirada reflexiva y las arrugas de su frente hacían pensar en que su profesión no
era la de trapper. Aquel hombre era para mí un enigma, pues pocas profesiones hay
que exijan, al lado de un trabajo mental las correrías por la pampa y los bosques; y
aun en muchos casos en vez de profesión era la inclinación lo que daba lugar a este
género de vida, como ocurría en el caso del etnógrafo que nos había referido la
última historia.

Al terminar ésta, agregó el narrador a modo de comentario:

—Ya habrán visto ustedes que, además de Winnetou, hay gente inteligente y
digna de consideración entre los apaches, como lo demuestra la conducta de este
indio y también que hay blancos mucho peores que los peores indios. Hay a veces
entre estos blancos personas que, por su posición y su educación debían servir de
ejemplo a los demás y que por el contrario, son verdaderos modelos de
perversidad y bajeza. Recuerdo ahora que hace poco me hablaron de un conde
mejicano que se alió con los comanches indios para asaltar su propia hacienda y
asesinar a sus habitantes. Si no hubieran estado allí el jefe apache «Corazón de
Oso» y el de los miztecas, «Frente de Búfalo», todos los blancos habrían muerto.

—¿Conoce usted la historia de lo que allí ocurrió? — le preguntaron.

—De un modo completo, no. Oí sólo algunos trozos. También intervino en el


suceso un famoso cazador blanco, que, si no me equivoco, se llamaba Donnerpfeil.

—¿Y era un conde, un verdadero conde, el que hizo de traidor?

—Un conde legítimo, hijo de uno de los hombreó más ricos y más
distinguidos del país.

—¿Y cómo se llamaba ese bribón?

—El conde de Roderig... Rod... Rod... No puedo recordar su nombre.

Entonces salió una voz de una de las mesas más lejanas.

—¿Habla usted tal vez del conde de Rodriganda?

—¡Justamente! ¿Es que usted conoció a ese hombre?

—Muy bien.

—¿Ha oído usted contar la historia del hecho?

—Algo más que eso: conozco al conde y a todas las personas que
intervinieron en él; conozco la hacienda donde se desarrolló la acción y toda
aquella comarca, pues han de saber ustedes que habito allí y que soy el abogado
del señor Arbellez contra quien iba dirigido el golpe.

—¿Cómo? ¿Abogado? ¿Y por qué abandonó usted aquel país y cruzó el Río
Grande?

—Por asuntos de mi profesión. Estoy aquí en los Estados Unidos por un


proceso.

—Si los abogados no tuvieran la mala costumbre de hacerse pagar cara cada
palabra que pronuncian, me atrevería a hacerle un ruego.
—Parece que no tiene usted buena opinión de nosotros.

—No quiero decir precisamente eso. Lo único que pienso es que ustedes
saben bien lo que vale un dólar.

—Sí que es verdad; pero yo tengo ratos en que estoy de buen humor y no
consiento que me paguen.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Y hoy está usted de buen humor?

—De muy buen humor.

—¿Entonces puedo exteriorizar mi ruego?

—Pruebe usted a hacerlo.

—¡Well! Pues querría que todos los que estamos aquí sentados oyéramos la
historia del conde de Rodriganda. ¿Quiere usted contárnosla?

—Estoy dispuesto a ello; pero no se trata de una narración tan corta como la
de usted. ¿Tienen ustedes tiempo de oírla?

—¿Por qué no? En casa de la señora Thick todo el mundo tiene tiempo para
beber y escuchar las cosas interesantes que se cuenten. Le ruego que venga a
nuestra mesa, para que no tenga que esforzar la voz.

—De buen grado lo haré. He oído las narraciones anteriores y me han


gustado. Ahora, en prueba de gratitud, voy a contarles algo que confirmará su idea
de que hay tunantes blancos que exceden en maldad a todos los rojos.

Diciendo esto, el caballero, que iba vestido a la usanza mejicana, se acercó a


la mesa con su vaso, tomó asiento, encendió el imprescindible cigarro y comenzó
de esta suerte:
III

—Sobre las ondas del Río Grande se deslizaba siguiendo, la corriente una
ligera canoa, construida de largas tiras de corteza de árbol, unidas entre sí con pez
y musgo, y en ella iban dos hombres de distinta raza. Uno de ellos llevaba el timón
y el otro iba sentado a proa, entretenido en hacer cartuchos para su pesado rifle de
dos cañones, con papel, pólvora y balas.

»El primero tenía los rasgos finos y audaces y los ojos penetrantes de un
indio; y por otra parte su vestido indicaba que pertenecía a esta raza. Llevaba una
blusa de caza de cuero cuyas costuras tenían una serie de franjas fantásticas; un par
de polainas, adornadas en las costuras laterales con cabellos de los enemigos
muertos por él y mocasines de doble suela. De su cuello pendía un collar de
dientes de oso gris y tenía recogido el cabello en un alto moño, del que salían tres
plumas de águila, indicio seguro de que se trataba de un jefe. Junto a él se veía una
piel de búfalo curtida que le servía de capa y en su cinturón brillaba un tomahawk
junto a un cuchillo de cortar cabelleras de doble filo y a la bolsa de la pólvora y las
balas. Sobre la manta había un largo rifle de dos cañones, con incrustaciones de
plata en la culata y en cuyo mástil se observaban muchas entalladuras, que
indicaban el número de los enemigos muertos por él. Colgado de una correa de
piel de oso llevaba el calumet y por la abertura de un bolsillo de su blusa de caza
asomaban las culatas de dos revólveres. Estas armas, tan raras entr e los indios,
mostraban a las claras que el que las llevaba estaba en contacto frecuente con
gentes civilizadas.

»Con la caña del timón en la mano derecha, parecía mirar a su acompañante


sin preocuparse de otra cosa; pero un observador atento habría descubierto que,
bajo sus pestañas constantemente dirigidas hacia abajo, sus ojos vigilaban la orilla
del rio, con esa mirada fugaz, peculiar de los cazadores que a cada momento
esperan un ataque.

»El que iba sentado en la proa era un blanco. Delgado y alto, pero de fuerte
con textura, tenía una barba rubia, que le sentaba muy bien. Llevaba como el otro,
pantalones de cuero, cuya parte inferior estaba metida en las altas botas de montar,
chaleco azul y blusa de caza de igual color. Su cuello iba desnudo y cubría su
cabeza uno de esos sombreros de anchas alas que tanto se ven en el Oeste, y que
con el uso han perdido color y forma.

»Los dos hombres tendrían aproximadamente la misma edad, unos


veinticinco años, y los dos llevaban agudas espuelas, señal inequívoca de que
habían cabalgado antes de construir la canoa en que navegaban.

»De pronto se oyó el relincho de un caballo. El efecto de aquel ruido en los


dos viajeros fue instantáneo, pues ya los dos hombres estaban echados en el fondo
de la canoa, de tal manera que no podían ser vistos desde fuera

—Tkli (un caballo) —murmuró el indio en la lengua de los apaches.

—Está río abajo — replicó el blanco.

—Nos ha venteado. ¿Quién será su jinete?

—Un indio no debe de ser, ni tampoco un blanco buen cazador.

—¿Por qué?

—Porque un hombre experimentado nunca deja que su caballo relinche tan


fuerte.

—¿Qué haremos?

—Acercarnos a la orilla. Desembarcaremos y veremos «quién hay.

—¿Y dejar sola la canoa? —dijo el indio, —¿Y si se trata de enemigos que nos
quieren atraer a la orilla para matarnos?

—¡Bah! También nosotros tenemos armas.

—Por lo menos, que se quede mi hermano blanco guardando la canoa


mientras yo reconozco el terreno.

—De acuerdo.

»Dirigieron la canoa hacia la orilla y el indio saltó a tierra, mientras el


blanco, con las armas en la mano, quedó esperando su vuelta.
»A los pocos minutos lo vio regresar andando en pie, prueba de que no
había ningún peligro.

—¿Qué hay? — preguntó el blanco.

—Un hombre blanco durmiendo detrás de aquel bosquecillo.

—¡Ah! ¿Es un cazador?

—No tiene más que un machete.

—¿Hay alguna otra persona en las cercanías?

—No he visto a nadie más.

—Entonces vamos allá.

»Saltó de la canoa y la amarró sólidamente; después cogió su pesado rifle,


preparó los dos revólveres que también llevaba y siguió al indio. Pronto llegaron al
sitio en que estaba el durmiente. Junto a él había un caballo ensillado a estilo
mejicano.

»El hombre llevaba unos pantalones de los que usan los mejicanos, es decir,
más anchos por la parte de abajo que por arriba, una camisa blanca y una chaqueta
azul echada sobre el hombro a la manera de los húsares. Una faja amarilla sujetaba
la camisa y pantalón y le servía de cinto. En éste, aparte del machete no se veía
arma alguna. Tenía el sombrero amarillo echado sobre la cara, para protegerla
contra el sol. Su sueño era tan profundo que no se dio cuenta de la aproximación
de los dos hombres.

—¡Hola, amigo, arriba! —exclamó el blanco sacudiéndole el brazo.

»El durmiente despertó, se puso en pie de un salto y sacó el machete.

—¡Malditos seáis! ¿Qué queréis? — dijo medio dormido aun.

—Primero saber quién eres.

—¿Y quiénes sois vosotros?

—Me parece que tienes miedo del piel roja. No tengas cuidado, amigo. Yo
soy un trapper alemán, me llamo Helmers y procedo de la región de Maguncia. Este
se llama Shosh-in-liett, y es el jefe de los apaches Carillas.

—¿Shosh-in-liett? -preguntó el mejicano—. Entonces no tengo miedo


ninguno, pues este gran guerrero de los apaches es amigo de los blancos.

Shost-in-liett quiere decir «Corazón de oso».

—Bueno ¿y tú quien eres? —preguntó el que decía llamarse Helmers.

—Soy vaquero — respondió el otro.

—¿Dónde?

—Al otro lado del río.

—¿Al servicio de quién estás?

—Del conde de Rodriganda.

—¿Y cómo has venido aqui?

—¡Mil diablos! De mala manera, porque me perseguían.

—¿Quién?

—Los comanches.

—No parece eso muy verosímil. ¿Te persiguen los comanches y te echas a
dormir tranquilamente?

—¿Es que estoy rendido.

—¿Dónde encontraste a los comanches?

—Al norte de aquí, hacía el río Pecos. Nosotros éramos quince hombres y
dos mujeres y ellos más de sesenta.

—¡Demonio! ¿Y luchasteis?

—Sí.
—¡Cuenta, cuenta!

—¿Qué he de contar? Que cayeron sobre nosotros sin que nos percatáramos
de ello: que mataron a la mayor parte de los nuestros y que se llevaron a las dos
mujeres. No se si habrá escapado con vida algún otro que yo.

—¿De dónde veníais y adónde ibais?

El vaquero era poco comunicativo y había que sacarle las palabras del
cuerpo.

—Habíamos ido a caballo al Fuerte de Guadalupe —respondió— para


recoger a las dos señoras, que estaban allí de visita. El ataque fue a nuestra vuelta.

—¿Y quiénes son las dos señoras?

—La señorita Arbellez y Karja la india.

—¿Quién es la señorita Arbellez?

—La hija de nuestro administrador.

—¿Y Karja?

—La hermana de Tecalto, el jefe de los miztecas.

»Al oír esto, intervino «Corazón de oso».

—¿La hermana de Tecalto? — preguntó.

—Sí.

—Tecalto es mi amigo. Hemos fumado juntes la pipa de la paz. La hermana


de su corazón no debe quedar prisionera. ¿Quieren mis hermanos blancos venir
conmigo a libertarla?

—Pero no tenéis caballos — dijo el vaquero

»El indio le miró con desprecio y dijo:

—«Corazón de oso» tiene caballo cuando lo necesita. Dentro de una hora


habré robado uno a los perros comanches.
—¡Diablo! ¡Eso sí que sería bueno!

—Pues es la cosa más fácil — dijo el blanco.

—¿Cómo?

—¿A qué hora os atacaron ayer?

—Por la tarde.

—¿Y cuánto tiempo llevas aquí durmiendo?

—Un cuarto de hora escasamente.

—Entonces pronto vendrán por aquí los comanches.

—¿Es posible?

—Seguro.

—¿Por qué?

—¿Eres vaquero y no sabes las costumbres de los salvajes? ¿Qué idea crees
que llevaban al apoderarse de las dos mujeres? Querrán pedir dinero por su
rescate.

—No. Se han apoderado de ellas para hacerlas sus mujeres, pues las dos son
jóvenes y hermosas.

—Sí, he oído que las muchachas miztecas son famosas por su hermosura. Si
los comanches no quieren desprenderse de las dos mujeres, cuidarán de que no se
descubra su paradero y ocultarán sus huellas. Por eso no querrán dejar con vida a
ninguno de vosotros y seguramente te han seguido para evitar que lleves la noticia
de lo ocurrido.

—Evidentemente — respondió el vaquero.

—¿Los comanches iban, naturalmente, a caballo?

—Sí.

—Entonces a caballo te perseguirán. Seguirán tus huellas y se apoderarán de


tu caballo si llegan aquí.

—¡Maldición! ¡Tan fácil que era de ver esto y que no se me haya ocurrido!...

—Sí, no parece que eres de extraordinaria perspicacia. ¿No pensaste en que


podrían seguirte?

—Ya lo creo que lo pensé.

—Entonces ¿por qué te echaste a dormir aquí?

—Porque estaba muy cansado de lo que he corrido.

—Par lo menos deberías haber cruzado el río.

—Por aquí es muy ancho y tengo el caballo muy fatigado.

—Puedes dar gracias a Dios de que no seamos indios. Si lo fuéramos te


habrías despertado en el paraíso sin cabellera. ¿Tienes hambre?

—Sí.

—Pues ven a la canoa, pero antes esconde el caballo en el bosquecillo para


que no se le vea de lejos.

«Toda la conversación la llevaban el vaquero y Helmers. «Corazón de oso»


mientras tanto había vuelto tranquilamente a la canoa y se había tumbado sobre la
piel de búfalo... El vaquero comió un trozo de carne que le dieron y bebió agua del
río, de modo que no le faltó nada.

»Cuando hubo saciado su hambre preguntó Helmers algunos pormenores


de su vida. Al cabo de un rato, saltó Helmers de la canoa y trepó por la orilla que
estaba algo alta en aquel punto, para reconocer el terreno. Apenas hubo llegado a
lo alto cuando exclamó sorprendido:

—¡Hola! Ahí vienen. Por poco desperdiciamos la ocasión.

»El indio se puso en un momento a su lado y miró a los comanches.

—Seis jinetes — dijo.


—Nos tocan tres a cada uno.

»Al trapper alemán no se le ocurrió siquiera hablar de que el vaquero


también podría encargarse de un enemigo.

—¿Quién montará el caballo? — preguntó «Corazón de oso».

—Yo — respondió el alemán.

»El indio asintió con un movimiento de cabeza y dijo:

—De esos comanches no debe escapar ninguno.

—Naturalmente —dijo Helmers. Después se volvió hacia el vaquero y le


preguntó:

—¿Tú sólo tienes ese cuchillo?

—Sí.

—Entonces poco puedes ayudarnos en este asunto. Quédate en la canoa y yo


tomaré tu caballo.

—Pero ¿y si me lo matan? — preguntó angustiado.

—Tonto; vamos a tener otros seis.

»El mejicano no tuvo otro remedio que obedecer la orden y se ocultó en la


canoa, mientras los otros se dirigían al lugar en que se habían encontrado con él.
Cuando llegaron al sitio donde estaba escondido el caballo se pusieron junto a él y
esperaron.

»Los jinetes, que Helmers había visto al principio como seis puntos negros a
lo lejos, se iban acercando rápidamente. Ya se podía distinguir su vestido y sus
armas.

—Sí, son los perros comanches— dijo «Corazón de oso».

—Se han pintado con los colores de guerra, de modo que no darán cuartel —
dijo Helmers.
—Tampoco se lo daremos nosotros.

—Tiraremos primero sobre los dos de detrás, pues los de delante los
tenemos más seguros.

—Yo me encargo del último —dijo el apache.

—Bien.

»Los comanches estaban ya a medio kilómetro próximamente y seguían


avanzando a todo galope. En un minuto estarían al alcance de los rifles.

—¡Qué brutos son! — dijo riendo el alemán.

—Estos comanches no tienen sesos y no pueden pensar.

—Por lo menos podían entrar en sospechas de que el vaquero los esperaría


aquí escondido. Piensan sin duda que ha pasado al otro lado del río.

—¡Uf! — dijo el apache.

»Al mismo tiempo que invitaba a su compañero a la atención, levantó el


rifle. Helmers hizo lo mismo y se oyeron primero dos tiros y luego otros dos.
Cuatro de los comanches cayeron muertos. Al mismo instante montó Helmers en el
caballo del vaquero y salió del bosquecillo. Los dos comanches que quedaban,
asombrados, no tuvieron tiempo para volver sus caballos. El alemán se lanzó sobre
ellos y aunque levantaron sus tomahawks para la lucha mortal, de nada les sirvió,
pues aquel venía con su revólver preparado y de dos tiros derribó a los dos
salvajes.

»Se había alcanzado la victoria en menos de dos minutos. Los vencedores se


apoderaron sin dificultad de los caballos de los indios.

»Entonces se acercó al vaquero, que lo había visto todo desde la canoa.

—¡Caramba! —dijo—. Esto se llama una victoria.

—¡Bah! —dijo riendo el alemán—. Seis comanches no son nada. Claro es que
se debería ahorrar la sangre humana, que es el líquido más precioso que existe;
pero estos comanches no merecen otra cosa.
»Quitaron a los muertos sus armas y «Corazón de oso» la cabellera a los dos
que había matado él, colgándose del cinturón los sangrientos despojos. El blanco
no imitó su ejemplo.

—Y ahora ¿qué hacemos? — preguntó el alemán—. ¿Nos ponemos en


marcha ya?

—Sí —respondió el apache—. La hermana de mi amigo no esperar debe en


vano.

—¿Llevamos al vaquero?

«Corazón de oso» miró a éste y luego dijo:

—Haz lo que quieras.

—Yo quiero ir — dijo el mejicano.

—No creo que podamos utilizar tus servicios — replicó Helmers.

—¿Por qué?

—Porque no eres precisamente un héroe.

—Es que ahora no tenía armas para poder luchar.

—Pero en la lucha de ayer, bien corriste.

—Sí, pero para buscar auxilio.

—Bueno, bueno. ¿Sabrás conducirnos al sitio en que fuisteis atacados?

—Sí.

—Entonces ven con nosotros.

—¿Cojo algún arma de estas de los indios?

—Sí y también un caballo. El tuyo vamos a dejarlo suelto, pues está muy
cansado y sólo nos serviría de estorbo.

»Eligieron los tres mejores caballos de los comanches y dejaron libres a los
otros, después de lo cual la pequeña caravana Se puso en marcha, con dirección al
Norte, hacia el río Pecos. El camino iba al principio a través de una pampa abierta;
pero al cabo de un rato se elevó ante ellos una sierra, cubierta de bosques.
Recorrieron valles y desfiladeros y llegaron al atardecer a una altura desde donde
se podía ver una pampa poco extensa.

—¡Uf! — dijo el apache, que iba delante.

—¿Qué hay? — preguntó el alemán.

—Mira.

«Corazón de oso» extendió su brazo hacia abajo.

»A lo lejos se veían un grupo de indios, en cuyo centro estaban los


prisioneros. El alemán sacó un pequeño anteojo y lo dirigió harta allí.

—¿Qué ve mi hermano blanco? —pregunto es apache.

—Cuarenta y nueve comandites.

—¡Bah! — replicó el apache con desprecio.

—Y seis prisioneros.

—¿Están las mujeres entre ellos?

—Sí, las dos.

—Vamos a liberarlas.

»El jefe indio pronunció aquellas palabras con tanta tranquilidad, que podría
creerse que se sentía capaz de acabar él solo con los comanches de un golpe.

—¿Esta noche? — preguntó el alemán.

—Sí —asintió con la cabeza el comanche.

—Pero ¿cómo?

—Como corresponde a un jefe de los apaches —dijo «Corazón de oso»


orgullosamente.
—Pues cuenta conmigo. Estos cuarenta nueve comanches no podrán poner
cien centinelas ¿eh?

—Vamos a ocultarnos.

—¿Para qué? — preguntó el vaquero.

—¿Es que quieres que te vean? — le contestó Helmers.

—No; pero es que estando aquí no pueden vernos.

—Es que quizá otros habrán podido escapar de la pelea; los salvajes
seguramente los habrán perseguido y cuando vuelvan pueden encontramos aquí.
Sujeta los caballos mientras nosotros vamos a borrar nuestras huellas

»«Corazón de oso» y él retrocedieron un largo trecho del camino para


realizar esta tarea y luego se ocultaron todos con sus caballos lo más espeso de los
matorrales que poblaban la altura.

»Era ya noche cerrada y los tres expedicionarios seguían en su escondite. La


mejor hora para el ataque al campamento era poco después de media noche.

—¿Has pensado ya lo que vamos a hacer?— preguntó el alemán al apache.

—Sí — respondió éste.

—¿Y qué haremos?

—Lo que deben hacer los hombres valientes. ¿Puedes matar tú a un


centinela sin que deje escapar un grito?

—Sí.

—Bien. Vamos a acercarnos en silencio matamos a los centinelas, cortamos


las ligaduras a los prisioneros y escapamos con ellos.

—¿A caballo, naturalmente?

—Sí.

—Pues manos a la obra, porque el deslizarse a rastras es cosa pesada.


—¿Quedará aquí el vaquero? —preguntó el apache.

—Sí, tiene que quedarse al cuidado de caballos.

—¿Dónde nos esperarán?

—En el sitio desde donde vimos primeramente a los comanches acampados.


Tenemos que pasar por allí, porque en todo caso hemos de volver al Río Grande.

—Pues adelante.

»Los dos hombres cogieron sus rifles y se separaron del vaquero, después de
comunicarle sus instrucciones.

»Abajo en el valle había una única hoguera; alrededor de ella estaban


durmiendo los romanches y en medio de ellos los prisioneros. Los centinelas
debían de estar apartados de aquel círculo. Cuando nuestros dos hombres llegaron
al valle, dijo «Corazón de oso»:

—Yo voy por la izquierda y tú por la derecha.

—Bien. Las primeras a quien hay que soltar son las mujeres.

»Helmers rodeó el campamento con gran lentitud, por lo derecha,


arrastrándose como una culebra del modo tan practicado en la pampa. Al avanzar
de esta manera no sólo hay que tener cuidado de no ser visto ni oído, sino también
de que los caballos no se enteren de que se acerca un extraño y con sus relinchos de
terror avisen la proximidad del enemigo.

»Así lo hizo Helmers. Describiendo un ancho arco al principio, lo fue luego


reduciendo, hasta que descubrió una oscura figura que se paseaba lentamente
arriba y abajo; era uno de los centinelas. Con el mayor cuidado se fue
aproximando, favorecido por la circunstancia de ser la noche muy oscura y de no
llegar allí el resplandor de la hoguera. Cuando estuvo a cinco pasos del centinela,
se lanzó sobre su espalda, con la mano izquierda lo cogió por el cuello tan
fuertemente que ni respirar le dejaba y con la derecha le hundió el bowieknife en el
pecho. El hombre cayó sin exhalar un grito, ni hacer el menor ruido.

»De la misma manera logró, al cabo de un cuarto de hora aproximadamente,


hacer inofensivo a otro centinela y fue después a reunirse con «Corazón de oso»
que, por igual procedimiento había matado otros dos romanches.
—¡Ahora, a las mujeres! — murmuró el indio.

—¡Cuidado! —dijo el alemán.

—¡Bah! El apache es valiente, pero también cauteloso. ¡Adelante!

»Se dirigieron sigilosamente arrastrándose por entre la hierba, que tenía


algunos pies de altura, hacia el sitio donde estaba la hoguera. Se reconocía
fácilmente a las mujeres por sus vestidos claros. Helmers se acercó a una de ellas y
al aproximar la boca a su oído vio que tenía los ojos abiertos y había visto su
llegada.

—¡No se asuste y estese quieta! —susurró el alemán—. En cuanto vea libre a


su a echen a correr adonde están los caballos.

»Las dos mujeres estaban atadas de pies y manos. El alemán cortó las
correas que las sujetaban y que se habían hundido en la carne de las infelices
prisioneras.

»Tan pronto como el apache vio que el alemán había libertado a las dos
mujeres, se puso a buscar a los hombres prisioneros. Eran cuatro, como se ha dicho
y estaban cerca de allí. Tampoco ellos dormían y por eso fue más fácil su tarea. Ya
había cortado con su machete las correas que sujetaban a dos de ellos cuando de
pronto se levantó uno de los indios que estaban próximos, y que, medio dormido,
había oído el ruido producido por el apache. Rápido como el rayo «Corazón de
oso» se irguió y le hundió el machete en el pecho; pero el comanche, antes de caer
muerto, pudo lanzar un grito de alarma.

—¡Adelante! la los caballos! ¡Seguidme! —gritó el apache, mientras cortaba a


toda prisa las ligaduras de los otros dos prisioneros.

»Todos se lanzaron hacia el lugar donde estaban los caballos.

—¡Pronto, pronto, por Dios! — gritó también Helmers.

»Diciendo esto cogió de la mano a una de las mujeres y tiró de ella; pero las
fuertes ligaduras le habían entorpecido brazos y piernas de tal modo que apenas
podía andar.

—¡«Corazón de oso»! — gritó el alemán angustiado.


—¡Aquí estoy! — se oyó la voz del apache.

—¡Ven, en seguida!

»En un instante se puso el indio junto a su amigo. Cada uno de ellos cogió
en brazos a una mujer; corrieron a donde estaban los caballos, montaron, se
pusieron a las mujeres delante, cortaron las cuerdas que sujetaban a aquéllos y
salieron al galope.

»Todo esto se hizo con la más terrible in quietud; pero también con la
rapidez más extremada. No les sobró sin embargo ni un segundo, pues en el
mismo momento en que se ponían en marcha sonaron detrás de ellos los tiros de
los comanches.

»Estos no habían contado con la posibilidad de un ataque nocturno y por eso


estaban durmiendo tranquilamente. Cuando se despertaron al grito de alarma,
tuvieron unos minutos de gran confusión y no se dieron cuenta de lo que había
ocurrido hasta el momento en que los prisioneros se alejaban del campamento.
Entonces saltaron sobre los caballos restantes, y emprendieron la persecución de
los fugitivos.

»Helmers y el apache iban delante, por ser los que conocían el camino. En lo
alto del monte encontraron al vaquero que los esperaba, y que, en cuanto los oyó,
montó en un caballo y cogió de la rienda a los otros dos.

—¡Síguenos! — le gritó Helmers.

»La furiosa cabalgada continuó su camino en plena oscuridad, en dirección


al valle del otro lado: los comanches no cesaban de disparar sus rifles contra el
grupo que iba delante, por fortuna sin hacer blanco una sola vez. Finalmente,
llegaron a la pampa abierta, donde se podía pensar en hacer frente a los salvajes.

—¿Sabe usted montar a caballo, señorita? — preguntó Helmers a la que


llevaba.

—Sí.

—Pues aquí están las riendas. Siempre en línea recta.

»Diciendo esto se echó al suelo y montó en su caballo, que el vaquero


conducía del diestro. El apache hizo lo mismo. Pasaron entonces a retaguardia y
mantuvieron a raya con sus magníficos rifles a los indios. Así continuaron toda la
noche hasta que, al rayar el día, vieron que los comanches habían quedado muy
atrás, parte por precaución, parte porque no querían por entonces cansar tanto a
sus caballos como los fugitivos.

—¿Aflojamos el paso? — preguntó el vaquero.

—No —respondió el alemán—. Adelante todo lo de prisa que se pueda hasta


poner el río entre los salvajes y nosotros.

»A la luz del nuevo día pudo contemplar detenidamente a las dos mujeres.
Una de ellas era mejicana y la otra india; las dos hermosas, cada una dentro del
tipo de su raza.

—¿Puede usted resistir aún esta marcha? — preguntó a la primera.

—Todo el tiempo que usted quiera — respondió ella.

—¿Cuál es su nombre, señorita?

—Me llamo Emma Arbellez. ¿Y usted?

—Helmers.

—¿Helmers? Ese nombre parece alemán.

—Soy alemán, efectivamente. Tenemos que pasar pronto el río.

—¿Podremos hacerlo?

—Así lo espero. Por desgracia sólo tres de nosotros tenemos armas; pero a la
orilla del Rio Grande están las armas que ayer quitamos a los comanches.

—¿Es que ayer lucharon ustedes con ellos?

—Sí. Nos encontramos al vaquero que nos contó todo. Después dimos
cuenta de sus perseguidores y decidimos libertar a ustedes.

—¡Dos hombres contra tantos! — exclamó la mejicana son asombro.

»Cuando el grupo de los perseguidos llegó al Rio Grande, los perseguidores


habían quedado tan atrás que se habían perdido de vista. Se repartieron las armas
de los indios muertos entre los prisioneros, que no tenían ninguna y que eran tres
vaqueros y un mayor domo.

—¿Qué hacemos? —preguntó este último—. ¿Vamos a esperar aquí a los


indios para dejarles un recuerdo nuestro? Ahora disponemos de ocho rifles.

—No. Atravesaremos el río, que nos servirá de defensa. Las mujeres en la


canoa — dijo Helmers.

»Así se hizo. El mayordomo las pasó a remo a la otra orilla, mientras los
demás cruzaban el río a caballo. La travesía se hizo con toda felicidad y al llegar a
la otra orilla, hundieron la canoa e hicieron preparativos para la defensa. Emma
Arbellez se mantenía siempre junto al alemán.

—¿Por qué no continuamos la retirada? — preguntó.

—Por precaución —respondió Helmers—. Tenemos detrás de nosotros un


enemigo que nos es muy superior en número.

—Somos ocho rifles — dijo ella con brío.

—Contra cincuenta del enemigo. Píense usted que tenemos mujeres que
proteger.

—Entonces ¿piensa usted que debemos acampar aquí?

—No. Los comanches creen seguramente que después de haber atravesado


el río, hemos seguido adelante y ellos también pasarán el río. Cuando estén en
medio del agua, podemos disminuir su número de tal modo que desistan de la
persecución.

—¿Y si toman sus precauciones?

—¿Cómo?

—Enviando delante descubiertas.

—Es verdad que tal vez lo hagan.

—¿Y en ese caso qué deberemos hacer nosotros?


—Seguir adelante a caballo y volver aquí después de dar un rodeo. Vamos,
pues, antes de que lleguen.

»Montaron de nuevo a caballo y echaron a todo galope en la misma


dirección que habían traído. Al cabo de un corto rato, describieron un arco y
regresaron al río por un lugar un poco más aguas arriba del punto por donde lo
habían cruzado. Apenas se habían instalado allí cuando se oyeron al otro lado del
río pisadas de caballo indicadoras del avance de los indios.

—Ya vienen — dijo el mayordomo.

—Sujetad el hocico a los caballos para que no relinchen — ordenó Helmers.

»La prudente joven había acertado: los comanches, después de examinar las
huellas al otro lado del río, enviaron delante a dos de los suyos que lo cruzaron con
toda clase de precauciones. Al llegar a la otra orilla vieron otra vez las huellas que
se alejaban del río.

—Ni-uake, mi ua o-o, ni esh miushyame'. (¡Aquí las vemos, podéis venir!) —


gritaron a los del otro lado.

»Todos los indios, al oír esto, se metieron en el agua, uno detrás de otro. El
río era tan ancho, que aun no había llegado a la otra orilla el primero, cuando el
último empezaba la travesía. Los perseguidos se mantenían ocultos detrás de unas
altas matas. Aquel era el momento de entrar en acción.

—¿A cuáles disparamos? — preguntó el mayordomo.

—A los que van delante por el agua. Los dos que han atravesado. Los
tenemos seguros.

—Sobre todo no tirar dos sobre el mismo hombre —advirtió el apache—.


Cada vez que disparemos debemos hacerlo en el orden en que estamos colocados y
cada uno a su indio.

—¡Bien, admirablemente! —dijo Helmers—. ¿Estamos preparados?

—Sí — murmuraron siete voces.

—Pues entonces ¡fuego!


»Los ocho bien dirigidos tiros sonaron a la vez con el ruido de un cañonazo
y los ocho primeros comanches se hundieron en el agua. El alemán y el apache
tenían rifles de dos cañones: dispararon por segunda vez y cayeron otros dos
enemigos.

—¡Pronto! la cargar otra vez! — gritó Helmers.

»Era sorprendente, casi cómico, ver el efecto que la descarga causó en los
indios supervivientes. Al momento volvieron sus caballos y se dirigieron a toda
prisa hacia la orilla de donde habían salido. Muchos de ellos por precaución se
echaron abajo de los animales y nadaron a su lado, buscando abrigo contra los
tiros. Los dos que ya habían atravesado el río fueron los que parecían más
asustados y los que se condujeron con menos cautela. Con sus rifles preparados se
dirigieron a todo galope hacia el lugar de donde habían salido los tiros.
Inmediatamente sacó el alemán su revólver y fue a su encuentro, ocultándose
detrás de los arbustos. Ellos no lo vieron y pasaron por delante del sitio en que
estaba escondido, Helmers apretó dos veces gatillo y los indios cayeron muertos.

—¡Hola, aquí tenemos otros dos rifles cargados! — exclamó Helmers.

—Para nosotras — respondió Emma Arbellez.

—¿Saben ustedes tirar?

—Sí, las dos sabemos.

—Entonces, pronto, a hacer otra descarga.

»Recogió su rifle de donde lo había dejado y cada una de las mujeres cogió
uno de los que habían pertenecido a los comanches. Toda la acción se había
desarrollado con tal rapidez, que escasamente habían transcurrido unos minutos
desde la primera descarga. Ya estaban los rifles cargados de nuevo.

—¡Fuego! — ordenó la voz de mando.

»Los enemigos no habían llegado aún a la orilla de allá cuando recibieron la


nueva descarga, casi todos los tiros de la cual hicieron blanco. Varios heridos
fueron arrastrados por la corriente y muchos se fingieron muertos dejándose llevar
por el agua río abajo para engañar a los valientes defensores de la otra orilla y
escapar a sus balas.
—¡No se dejen engañar! —exclamó Helmers—. A cargar en seguida y a
disparar sobre aquellos tunantes que flotan cerca de la orilla. El que no se hunda es
que tiene todavía vida.

»Su orden fue obedecida y pronto tuvieron los comanches más de veinte
muertos. Los indios supervivientes se ocultaron en el bosquecillo y no se
atrevieron a mostrarse más.

—Yo creo que ya tienen bastante — dijo el alemán.

—Sí. Ya no nos perseguirán —contestó el apache—. Esos perros comanches


no tienen seso en la cabeza.

—Señoritas, les agradezco la ayuda que nos han prestado —dijo Helmers—.
No tenía la menor idea de que tiraban ustedes como un hombre del Oeste.

—Vivimos en una comarca tan solitaria que necesitamos saber el manejo de


estas armas —repuso Emma—. ¿Cree usted de verdad que ya no nos molestarán?

—Así lo espero.

—Entonces continuemos nuestro camino. Me da horror este sitio, donde


tantas vidas se han sacrificado, a pesar de haber yo contribuido a ello.

—Allí están los dos caballos de los indios. ¿Los tomamos? — preguntó
Helmers.

—Sin duda —respondió el mayordomo—. Un caballo domado por un indio


es siempre de valor. Mis vaqueros los llevarán de la rienda.

Al poco rato estaban todos cabalgando por la pampa propiamente dicha, en


la cual hasta entonces no se podía decir que habían penetrado. Aunque volvían la
vista con frecuencia y examinaban detenidamente todo el terreno que dejaban
atrás, no pudieron descubrir vestigios de persecución. Así transcurrieron algunas
horas, pasadas las cuales se dejó a los caballos llevar un paso más descansado y
con ello se hizo posible la conversación entre los jinetes.

«Corazón de oso» se puso al lado de la india mizteca y el alemán se acercó a


la mejicana.

—Llevamos juntos casi veinticuatro horas y aun no hemos podido decirnos


el uno al otro quiénes somos —dijo este último a su compañera—. No lo atribuya
usted a descortesía mía, sino a la situación extraordinaria en que nos encontramos.

—Pues yo creo que cada uno de nosotros sabe muy bien quién es el otro —
replicó ella sonriendo.

—¿Cómo?

—Porque yo sé de usted que es un hombre que aventura su vida por los


demás, que es usted un cazador valeroso y prudente y usted sabe de mí que...
que... que también sé tirar con un rifle.

—Sí que eso es algo, pero no mucho. Por lo menos permítame usted decirle
quién soy yo.

—Mucho se lo agradeceré, señor.

—Mi nombre es Antonio Helmers y soy el menor de dos hermanos.


Queríamos estudiar una carrera; pero nuestros medios no nos lo permitían y como
además murió mi padre, mi hermano se hizo marino y yo vine a América, donde
después de muchas correrías, me he establecido en la pampa como cazador.

—¿Y cómo ha bajado usted hasta el Río Grande?

—¡Ejem! En realidad, no debo hablar del motivo que me trae por aquí.

—¿Es un secreto?

—Quizá sea un secreto y quizá sea sólo una gran simpleza.

—Excita usted mi curiosidad.

—Bien, pues no voy a atormentarla más— dijo él, riendo—. Se trata nada
menos que de buscar un riquísimo tesoro.

—Pero ¿qué clase de tesoro?

—Un tesoro de piedras y metales preciosos.

—¿Y dónde se encuentra?


—No lo sé aún.

—Eso es un inconveniente. Pero ¿dónde ha sabido usted la existencia del


tesoro?

—Allá en el Norte. Tuve la suerte de prestar algunos servicios de cierta


importancia a un indio viejo y enfermo y cuando murió me confió, por gratitud, el
secreto del tesoro.

—Pero no le dijo a usted lo principal: el sitio donde está.

—Me dijo que lo buscase en Méjico y me entregó un mapa en el que está


indicado el punto en que se encuentra.

—¿Y de qué región es ese mapa?

—No lo sé. En el mapa figuran montañas, valles y ríos; pero ni un solo


nombre.

—¡Qué cosa más extraña! ¿Está enterado de esto Shosh-in-lietf, el jefe


apache?

—No.

—Pues parece ser amigo de usted.

—Lo es, en toda la extensión de la palabra.

—Y, sin embargo, me confía usted el secreto a mí, a quien no había visto
hasta hoy.

»Él la miró fijamente con sus ojos fieles y honrados y respondió:

—Hay personas a quienes sólo con verlas se está seguro de que se les puede
confiar un secreto.

—¿Y usted cree que yo soy de esas personas?

—Sí.

»Ella le tendió la mano y dijo:


—No se equivoca usted y se lo voy a probar, siendo con usted tan sincera
como usted ha sido conmigo y confiándole una noticia relativa a ese mismo
secreto: sé de una persona que también lo busca.

—¡Ah! ¿Y quién es?

—Nuestro joven amo, el conde Alfredo de Rodriganda.

—¿Y conoce la existencia del tesoro?

—¡Oh! Todos sabemos que los primitivos habitantes del país ocultaron sus
tesoros cuando los españoles conquistaron Méjico. Además, hay aquí lugares en
que se encuentra oro y plata en grandes cantidades. A esos lugares se les llama
bonanzas. Los indios los conocen; pero prefieren morir a confiar a un blanco su
secreto.

—¿Y a ese Alfonso de Rodriganda se lo ha confiado algún indio?

—No. Nosotros habitamos la hacienda del Erina y existe la leyenda de que


en las cercanías de ella se encuentra una cueva en la cual enterró sus tesoros el jefe
de los miztecas. Mucho se ha buscado la tal cueva y el conde Alfonso ha trabajado
bastante por encontrarla; pero nadie ha podido dar con ella.

—¿Dónde está la hacienda del Erina?

—A una jornada de aquí, en la falda del Monte Coahuila. Ya la verá usted,


por que espero que nos acompañará hasta allí hasta dejarnos en seguro.

—Así es. No me separaré de usted hasta que la deje en completa seguridad,


señorita.

—Entonces no le dejaremos que nos abandone, sino que será usted nuestro
huésped.

—No, porque precisamente, la seguridad de usted exige que me separe


inmediatamente.

—¿Cómo es eso?

—Hemos matado algunos comanches y estoy completamente convencido de


que nos han seguido espías para ver adónde vamos. Si no conseguimos hacer
inofensivos a estos exploradores, los indios caerán sobre nosotros para vengarse.
Por eso voy a volver grupas con «Corazón de oso» en cuanto lleguemos a la
hacienda, para matar a los espías.

»Ella le dirigió una mirada pensativa y le dijo:

—¡Ya va usted a correr otro peligro!

—¿Peligro? ¡Bah! El cazador de la pampa se encuentra siempre en peligro y


está acostumbrado a él. Pero continuemos con nuestro tema, el tesoro del rey.
¿Nadie sabe dónde se puede buscar esa famosa cueva?

—Por lo menos ningún blanco lo sabe.

—¿Y los indios?

—Sí, hay un indio, tal vez dos, que conocen, seguramente, el tesoro del rey.
Tecalto es el único descendiente del primitivo jefe de los miztecas y ha heredado
sus secretos Karja, la muchacha que va ahora con el jefe de los apaches, es su
hermana y no sería difícil que él le hubiera comunicado el secreto.

»Helmers miró a la hermosa india con más interés que hasta entonces.

—¿Es capaz de conservar el secreto? — preguntó.

—Creo que sí —respondió su interlocutora y añadió riendo—: Pero ya sabe


usted que se dice de las mujeres que sólo hasta cierto momento pueden guardar un
secreto.

—¿Y cuál es ese momento?

—El del amor.

—¡Ahí Es posible que tenga usted razón! —dijo el alemán sonriendo—. ¿Y se


puede saber si Karja ha llegado ya a ese momento?

—Me indino a pensar que sí.

—¿Y quién es el feliz mortal?

—Adivínelo usted. No es difícil presumirlo.


»La frente del alemán se frunció.

—Ya me lo figura —dijo—. Es el conde Alfonso, que al enamorarla quiere


apoderarse de su secreto.

—Lo ha adivinado usted.

—¿Y cree que tendrán éxito sus maniobras?

—Ella le ama.

—Y su hermano, el descendiente de los miztecas, ¿qué dice de este amor?

—Quizá aun no tenga noticias de él. Es el más famoso cazador de búfalos


del país y rara vez viene a la hacienda.

—¿El más famoso cazador de búfalos? Entonces tengo que conocer su


nombre; pero el de Tecalto me es completamente desconocido.

—Los cazadores no le llaman Tecalto, sino Mokaschi-motak.

—¿Mokaschi-motak, «Frente de búfalo»? — preguntó Helmers,


asombrado—. Ya lo cree que lo conozco. «Frente de búfalo» es el cazador de
búfalos más conocido entre el Red River y el desierto de Mapimi, He oído hablar
mucho de él y me gustaría conocerlo. ¿De manera que Karja es hermana de este
hombre tan famoso? Hay que mirarla de otra manera que antes.

—¿Es que va usted también a tratar de enamorarla?

»El alemán se echó a reír y dijo:

—¿Yo? ¿Cómo va a enamorar un hombre del Oeste? Y, además, ¿cómo


podría yo competir con un conde de Rodriganda? Si pudiera enamorar a alguien
me dirigiría i otra.

—¿Y quién es esa otra? — preguntó ella

—Usted sola, señorita — dijo él, francamente.

»Los ojos de ella brillaron con una mirada de buen agüero para él, mientras
respondía:
—Pero yo no puedo decirle a usted nada del tesoro del rey.

—Oh, señorita, hay tesoros que valen más que todas las cuevas llenas de oro
y plata, este sentido, quisiera ser un buscador de oro.

—Pues, pruebe, que tal vez lo encontrará.

»Ella le alargó la mano y cuando él la cogió, les pareció a ambos que una
corriente eléctrica pasaba de uno a otro. Se habían comprendido.

»Mientras tenía lugar esta conversación, sí desarrollaba detrás de ellos otra


no menos interesante. «Corazón de oso» cabalgaba junto a la india. Y su mirada
contemplaba la figura de ésta, que montaba con tal seguridad en el caballo a medio
domar, que parecía no haber hecho otra cosa en su vida que cabalgar en una silla
de indio. El taciturno jefe no estaba acostumbrado a malgastar palabras: pero, por
eso, cuando hablaba, cada palabra suya valía por dos. Karja conocía esta
peculiaridad de los indios salvajes y por eso no se manifestaba sorprendida de que
él no hablase, Sin embargo, ella sentía que el indio la miraba insistentemente y casi
se asustó cuando él preguntó:

—¿A que pueblo pertenece mi joven hermana?

—Al pueblo de los miztecas — respondió ella.

—Los miztecas eran en otro tiempo una gran nación y todavía son famosos
por la belleza de sus mujeres. ¿Es mi joven hermana squaw o soltera?

—No tengo hombre.

—¿Y posee todavía ella su corazón?

»Al oír esta pregunta directa, que un blanco, seguramente, no habría hecho,
enrojeció su oscuro semblante; pero respondió con voz firme:

—No.

»Sabía que era mejor decir la verdad, pues conocía a los apaches. No se
movió un solo músculo en el rudo rostro del indio, quien siguió preguntando:

—¿Es un hombre de su pueblo el que posee su corazón?


—No.

—¿Es un blanco?

—Sí.

—«Corazón de oso» compadece a su hermana.

—No me engañará —respondió ella orgullosamente y volviendo la vista.

»Una sonrisa silenciosa se dibujó en .os labios del apache, que movió la
cabeza y repuso:

—El color blanco es falso y se ensucia fácilmente. Que tenga cuidado mi


hermana.

»Esta fue toda la conversación que hubo entre los dos; pero fue por lo menos
tan rica en consecuencias como la que había mediado entre el alemán y la mejicana.

»En el curso del viaje supo Helmers que las dos mujeres habían ido al río
Pecos para visitar a una tía de la mejicana que estaba gravemente enferma. Se
trataba de una hermana de la madre de Emma, cuñada del viejo Pedro Arbellez,
que había sido administrador del conde Fernando de Rodriganda y, a la sazón, era
su arrendatario y habitaba en la hacienda del Erina. Los cuidados de las dos
mujeres no habían podido impedir, sino únicamente retrasar, la muerte de la tía.
Cuando ésta ocurrió, Arbellez envió a su mayordomo con los vaqueros para
recogerlas. Al regreso fueron atacados por los comanches, como se ha dicho, y sin
el auxilio del alemán y del apache, estaban perdidos.

»Los jinetes se dirigían siempre hacia el Sur. El día declinaba; no quedaba


más que una hora hasta la llegada de la noche cuando el apache detuvo su caballo
y dijo señalando hacia atrás:

—¡Uf!

»Los otros se volvieron para recorrer con la mirada la vasta llanura que
habían dejado atrás.

—No veo nada — dijo el mayordomo.

—Ni nosotros tampoco —manifestaron los vaqueros, que, sin embargo,


estaban acostumbrados a mirar a lo lejos.

—¿Qué ocurre? — preguntó Emma.

—¿Tampoco ustedes ven nada? — dijo Helmers.

—No. ¿Ves tú algo, Karja?

—Nada — contestó la india.

—Supongo que el jefe apache no se referirá al rebaño de caballos salvajes


que se ve allá — dijo el mayordomo.

—¡Uf! — replicó el apache con desprecio.

—Precisamente a él se refiere — explicó el alemán.

—¿Y qué nos importan esos animales?

—¿Cómo puede usted ser tan indiferente, señor mayordomo?

—Pues porque tenemos caballos suficientes para nosotros.

—Mírelos usted más despacio.

»Próximamente a dos millas detrás de ellos galopaba un tropel de caballos


con las colas levantadas y las crines al viento, que se acercaban a nuestros viajeros.
No se veía en ellos ni jinete, ni silla, ni riendas, ni la más pequeña cuerda.

—Son únicamente caballos salvajes — insistió el mayordomo.

—¡Uf! — exclamó el apache por segunda vez; pero ésta con mayor
desprecio.

»Después volvió su caballo y reanudó la marcha al galope. Los demás lo


siguieron. Emma acercó su caballo a Helmers y le preguntó:

—¿Qué tiene el apache?

—Se ha incomodado.

—¿Por qué?
—Por la estupidez del mayordomo.

—¿Estupidez? Señor Helmers, nuestro mayordomo es hombre de mucha


experiencia.

—En asuntos domésticos, sin duda.

—No, no. Es un buen jinete y tirador hábil; un rastreador que no tiene igual.
Se puede fiar en él por todos conceptos.

—¿Rastreador? —Entonces fue el alemán el que mostró su desprecio con un


gesto. — Será en los paseos de una ciudad o en las callejuelas de una aldea. Un
verdadero rastreador tiene que ser más perspicaz. Dice usted que se puede fiar en
él y, sin embargo, estarían ustedes perdidos si ahora descansaran en su experiencia
y habilidad.

—¿Por qué?

—Porque aquellos caballos no son salvajes.

—¿Pues qué son?

—Son los comanches que nos vienen siguiendo.

—¿Los comanches? Pero si no se ve más que los caballos.

—Pues, sin embargo, los indios van montados en ellos. Han atado una
correa al cuello y otra al cuerpo del caballo y a esa correa van agarrados con el
brazo izquierdo y la pierna derecha. ¿No ve usted que los caballos nos presentan
siempre el costado derecho, a pesar de venir en la misma dirección que nosotros?
Es porque hacen galopar de costado a sus caballos. Cuando los caballos galopan
así es la señal más segura de que van montados por indios.

—¡Virgen Santísima! ¿Entonces nos van a atacar de nuevo?

—O nosotros a ellos. Prefiero esto último, y el apache es de mi opinión. Mire


usted cómo explora con la vista por todas partes.

—¿Qué es lo que busca?

—Un sitio escondido desde donde podamos caer sobre los comanches.
Dejémoslo hacer, porque es el piel roja más valiente y más listo que conozco y en él
fío yo mejor que en mil mayordomos como el de usted, por experimentados que
sean.

—Bien. Fiaremos en él y en otra persona.

—¿En quién?

—En usted.

—¡Ah! ¿Tiene usted verdaderamente confianza en mí? — preguntó él,


brillándole los ojos de alegría.

—Con toda mi alma —respondió ella—. Usted elogia al apache; pero olvida
decir que, por lo menos, se puede tener tanta confianza en usted como en él.

—¿Lo cree usted realmente así?

—Sí, porque he estado observándole y tengo la seguridad de que no es usted


un cazador vulgar, y de que también tiene usted un nombre de guerra que le han
dado los trappers y los indios.

»El asintió con la cabeza.

—Lo ha adivinado usted.

—¿Y cuál es el nombre de guerra de usted?

—Ruego a usted que me llame siempre Antonio, o Helmers.

—¿No me lo quiere usted decir?

—Ahora no. Cuando, por casualidad, me llamen con él, me daré a conocer.

—¡Ah! Es usted orgulloso y quiere conservar el incógnito como un príncipe.

—Sí —respondió él riendo—. Un buen cazador tiene que ser un poco


orgulloso, porque también somos príncipes, príncipes del bosque y de la pampa.

—Verdad es.

»Mientras se desarrollaba esta conversación, habían seguido su marcha al


galope. Ya habían salido de la pampa abierta y, a la sazón, caminaban por entre
una serie de alturas rocosas, que les ofrecían facilidad para una emboscada.
Aquello era lo que buscaba el apache, pues, de pronto, les hizo describir un gran
círculo y al cabo de diez minutos negaron a un punto por donde ya habían pasado.

»Aquel sitio había sido elegido cuidadosamente por el apache. Los viajeros
hicieron alto en una pequeña elevación del terreno, resguardada por tres lados y
que dominaba un desfiladero por donde teman que pasar los comanches si
continuaban la persecución.

»El apache desmontó y ató el caballo. Los demás hicieron lo mismo.

—Ahora, rifle en mano —ordenó Helmers.

—No tendremos que esperar mucho.

»Todos le obedecieron y también las dos mujeres cogieron los rifles ganados
a los indios. Se acercaron al borde de la altura y se pusieron al acecho.

—¡Eh, caballero! —dijo el alemán al mayordomo—. Atrás la cabeza, no


vayan a verle. Esos comanches tienen ojos de lince.

—Dejar pasar avanzadas — dijo el apache en su lacónico estilo.

—¿Qué quiere decir? — preguntó uno de los vaqueros.

—Es muy sencillo —respondió el alemán—. Los comanches sospecharán,


naturalmente, que podemos tenderles alguna emboscada y por eso enviarán uno o
dos exploradores delante, para que vean si el camino está seguro, y ellos vendrán
detrás, a distancia segura. As; pues, dejaremos pasar a los que vengan de
descubierta, que seguirán nuestras huellas y esperaremos a los otros. Pero no
tiremos al azar, sino en el mismo orden en que estamos, es decir, que el primero de
nosotros tirara sobre el primer comanche, el segundo sobre el segundo comanche,
y así sucesivamente. ¿Comprendido?

»Todos asintieron. Hubo un momento de espera y finalmente se oyó el pisar


de dos caballos, y dos comanches Se acercaron lentamente por entre el laberinto de
rocas. Su perspicaz mirada recorría cada pulgada cuadrada del terreno; pero
cayeron en el engaño y siguieron las huellas de los mejicanos, desapareciendo a
poco.
»Al cabo de algunos minutos se oyó tumulto de caballos y se vio el grueso
de los indios avanzar confiadamente, con la seguridad que les daba llevar sus
exploradores delante. Cuando el último de ellos penetró en el desfiladero, el
apache levantó su rifle.

—¡Fuego! — ordenó el alemán.

»Todos descargaron sus armas a la vez y el alemán y el apache dispararon


inmediatamente su segundo tiro. Los salvajes se quedaron un momento vacilantes,
sin saber qué hacer, si huir o atacar al enemigo oculto. Miraron a un lado y otro y
por fin descubrieron el humo de la pólvora en la altura que servía de escondite a
los perseguidos.

—¡Nlate tki! (aquí están) — gritó uno, señalando con la mano a la altura.

»Aunque muy breve, aquel momento de vacilación había dado tiempo a los
flancos para cargar otra vez sus rifles. Estos sonaron de nuevo y el número de los
indios puesto fuera de combate se duplicó. Los pocos que quedaron ilesos no
tuvieron ya duda en su actitud: volvieron sus caballos y huyeron en desordenado
galope.

—¡El comanche es un cobarde! — dijo el apache orgullosamente.

»Dicho esto, bajó lentamente de la altura para arrancar las cabelleras a los
cuatro comanches muertos por él. Los otros lo siguieron, con objeto de recoger las
armas y los caballos de los vencidos. Al cabo de un cuarto de hora, se reanudó la
marcha.

—Ya estamos seguros para siempre — dijo Emma.

—No lo crea, señorita — respondió Helmers.

—¿Qué no? Yo pienso que la lección que les hemos dado ha sido bastante
dura.

—Precisamente por eso pensarán en la venganza. ¿Ve usted el apache cómo


mira por la izquierda?

—Sí. ¿Qué es lo que busca?

—Aquellas son las huellas de los indios que venían en, descubierta y que
han huido como los demás. Se habrán reunido con ellos y nos seguirán hasta que
sepan dónde nos detenemos. Entonces darán la vuelta y vendrán con guerreros
suficientes para asaltar la hacienda.

—¡Oh! La hacienda es sólida. Es una pequeña fortaleza.

—Sí, ya me lo figuro, porque conozco esta clase de construcciones de


piedras, rodeadas generalmente de empalizadas, pero, ¿qué defensa hay contra un
enemigo que se presenta inopinadamente?

—Ya vigilaremos.

—Sí, háganlo ustedes.

—Y usted también, pues supongo que será nuestro huésped.

—Tengo que ver lo que dice «Corazón de oso», pues no puedo separarme de
él.

—Se quedará también con nosotros.

—No lo sé. Es muy amigo de la libertad y no permanece mucho tiempo bajo


techado.

»Continuaron alegremente la marcha, y llegaron a la orilla de un río, cuyo


curso siguieron, dirigidos siempre por el apache, hasta que éste se detuvo en un
punto en que el río describía un arco

—¿Aquí seguros? — preguntó Helmers.

»El interpelado examinó todos los alrededores con su mirada escrutadora y


después dijo:

—Sí, este es buen sitio. Por tres lados nos defiende el río y el cuarto lo
vigilaremos bien. Desmontemos, pues.

»Así lo hicieron y organizaron el campamento en el espacio comprendido


dentro del arco formado por el río y colocando a los caballos a la orilla de éste. Un
poco más tierra adentro, encendieron fuego, alrededor del cual se acomodaron y
cerraron el istmo que quedaba con matorrales, detrás de los cuales se puso un
centinela.
»Helmers preparó un blando lecho de ramas y hojas para Emma y «Corazón
de oso» hizo lo mismo para con la india. Esto representaba, por parte del apache,
una distinción extraordinaria, pues ningún indio se rebaja a hacer un trabajo
manual que puede realizar por sí sola una mujer.

»Después de haber hablado largamente de los acontecimientos del día,


conversación en la que el apache no pronunció una palabra, se echaron todos a
dormir. Se había dispuesto dividir la noche en guardias de tres cuartos de hora
cada una. «Corazón de oso» y Helmers se reservaron las últimas guardias, porque
las horas próximas al alba son las que suelen preferir para sus ataques los indios.

»La noche transcurrió sin novedad y a la mañana siguiente se levantaron


todos con las fuerzas restauradas. En todo el resto del viaje no se dejaron ver los
comanches. Los viajeros atravesaron tierras cada vez más cultivadas y llegaron al
término de su viaje al mediodía.

»La hacienda del Erina era una posesión magnífica. La sólida casa era de
granito y estaba rodeada de empalizadas que constituían una eficaz defensa contra
los ataques. Su interior, que parecía el de un palacio, estaba elegantemente
amueblado y era de tal capacidad que podía alojar a centenares de invitados.

»Alrededor de la casa había un gran jardín, en que las más hermosas


variedades de la vegetación tropical lucían sus vivos colores y difundían sus
delicados aromas. Él jardín lindaba por un lado con un espeso bosque, por otro con
extensas tierras de cultivo y por los otros dos con grandes praderas en las que
pacían ganados que contaban sus cabezas por millares.

»En cuanto la cabalgata entró por la pradera, salieron a recibirla varios


vaqueros con grandes gritos de alegría, que se convirtió en expresiones de cólera
cuando se enteraron de que tantos compañeros suyos habían perecido a manos de
los comanches. Los irritados vaqueros pidieron que se organizase inmediatamente
una expedición de venganza contra los pieles rojas.

»El mayordomo se había adelantado a los demás para anunciar su llegada y


así el viejo Pedro Arbellez estaba ya en la puerta de la hacienda cuando llegaron su
hija y los que con ella iban. Lágrimas de alegría inundaron su rostro cuando bajó
del caballo a Emma en sus brazos.

—¡Bien venida seas, hija mía! —dijo—. Muchos peligros has de haber
pasado en este viaje, pues vienes en otro caballo y tienes el aspecto muy decaído.
»Emma besó y abrazó amorosamente a su padre y le contestó:

—Sí, padre mío; he corrido un peligro mayor que el de perder la vida.

—¡Dios mío! ¿Y cuál ha sido? — preguntó el anciano, mientras saludaba


afectuosamente a la india.

—Los comanches nos hicieron prisioneras.

—¡Santa Madre de Dios! ¿Es que están en el río Pecos?

—Sí. Aquí tienes a nuestros salvadores.

»Diciendo esto cogió la mano del alemán y al apache y los presentó a su


padre.

—El señor Antonio Helmers, de Alemania, y «Shosh-in-liett», jefe de los


apaches. Sin su intervención, me hubiera visto convertida en squaw de un
comanche y los demás habrían sido muertos en el poste del martirio.

»Sólo de pensarlo, el anciano administrador sintió que le corría un sudor de


angustia por la frente.

—¡Dios mío! ¡Qué desgracia, y por otra parte, qué suerte! Sean bien venidos,
señores, de todo corazón. Ya me contarán ustedes todo y tendrán pruebas de mi
gratitud. Pasen a tomar posesión de esta casa.

»Aquella acogida no podía ser más amable y cordial. La impresión que


producía el administrador era de honradez y lealtad y desde el primer momento se
captaba la simpatía de todos.

»Los huéspedes invitados entraron por la puerta de la empalizada,


entregaron sus caballos a los criados y penetraron en la casa. Mientras el
mayordomo se quedaba en el zaguán con los vaqueros, el administrador llevó a los
dos amigos y a las mujeres a la sala, donde tomaron asiento y Emma contó a
grandes rasgos sus aventuras.

—¡Jesús mío! —dijo el anciano en tono de lamentación—. ¡Cuánto debéis de


haber sufrido, pobres muchachas! Pero Dios ha enviado a estos señores para
salvaros. A Él y a ustedes les sean dadas gracias. ¿Qué dirán el conde y Tecalto
cuando lo sepan?
—¿Tecalto? — preguntó la india con alegría—. ¿Está aquí mi hermano
«Frente de búfalo»?

—Sí, vino ayer.

—¿Y el conde también?

—Él conde vino hace una semana.

—¡Ah! Aquí viene.

»En aquel momento se abría la puerta del comedor, que estaba junto a la
sala, y el conde Alfonso se presentó. Llevaba una bata persa de seda roja bordada
de oro, un pantalón blanco de hilo finísimo, zapatillas de terciopelo azul y un fez
turco en la cabeza. Al entrar difundió tal aroma a su alrededor que se habría creído
estar en una perfumería. Por la abierta puerta se podía ver el comedor, ricamente
amueblado y, a juzgar por la servilleta que el conde traía en la mano, éste debía de
estar ocupado en saborear los ricos manjares que ofrece Méjico.

—He oído pronunciar mi nombre —dijo—. ¡Ah, están aquí estas bellas
señoritas! Celebro su feliz regreso.

Al mirarlo, el rostro de la india enrojeció, detalle que no escapó al apache;


pero Emma permaneció indiferente, y respondió con la mayor frialdad, aunque
cortésmente:

—Ya lo ve usted, señor conde; pero poco ha faltado para que no hubiéramos
podido volver.

—¿Por qué? Espero que no habrá habido algún accidente...

—Si; hemos tenido un pequeño accidente. Los comanches nos habían cogido
prisioneras.

—¡Mil rayos! — exclamó el conde—. Yo haré que los castiguen


cumplidamente.

—No será fácil —dijo ella irónicamente—. Por lo demás, hemos salido con
bien del apuro. Aquí están nuestros salvadores.

—¡Ah! — dijo el conde.


»Retrocedió unos pasos, se puso los lentes en la nariz, miró a los dos
«salvadores» y dijo, con cara de decepción;

—¿Quiénes son estas gentes?

—Este es el señor Helmers, de Alemania, y el otro es «Corazón de oso», el


jefe de los apaches.

—¡Ah! Un alemán y un apache. Son de la misma especie. ¿Y cuándo se van a


ir estos señores? ¿Ahora?

—Son mis huéspedes y permanecerán aquí todo el tiempo que quieran —


dijo el hacendado.

—Pero, Arbellez, ¿en qué está usted pensando? —exclamó el conde—. Fíjese
usted en estos hombres. ¿Vamos a estar con ellos, y yo, bajo el mismo techo? Vea
cómo huelen a bosque y a pantano. Tendría que marcharme inmediatamente.

»El hacendado se levantó con ojos centelleantes de cólera.

—¡Pues, no puedo detenerle a usted, señor conde! —dijo—. Estos señores


han salvado la vida y el honor de mi hija y son para mí sagrados.

—¡Ah! ¿Me contradice usted? — dijo el conde.

—Sí — replicó firmemente Arbellez.

—¿No sabe usted que yo soy aquí el amo?

—No lo es usted.

—¿No? —dijo el conde Alfonso, con expresión de odio—. ¿Pues, quién es,
entonces?

—Su padre, el conde Fernando. Usted aquí no es más que un invitado. Por
otra parte, ni el mismo conde Fernando podría tener voz en esta cuestión. Yo soy el
arrendatario vitalicio y nadie puede prohibirme recibir a quien y vi quiera.

—¡Maldición! ¡Sí que es cosa fuerte!

—Lo único fuerte es la descortesía y la falta de miramiento de usted para


con mis huéspedes. Si no le agrada el olor a bosque y a pantano, que yo no noto
por ninguna parte, no sé tampoco si a estos señores les gusta el olor de los
perfumes que usted lleva y que se perciben muy bien. Voy a llevar a mis invitados
al comedor y usted puede seguir comiendo, o no, como bien le parezca.

»Diciendo esto, abrió la puerta de la sala de par en par y con una cortés
inclinación rogó a los dos que entrasen. El indio permaneció durante el incidente
en la mayor indiferencia; ni siquiera dirigió la mirada al conde, ni pareció haber
comprendido lo que éste decía. Mudo y altivo, entró en el comedor. Helmers, por
el contrario, se volvió hacia el conde y le dijo:

—¿Es usted el conde Alfonso de Rodriganda?

—Sí —contestó el conde, asombrado de que el cazador se atreviera a


dirigirle la palabra.

—Bien. El señor Arbellez ha olvidado pre sentárnoslo. Es usted el


provocado. ¿Qué exige? ¿Espada, pistola o rifle?

—¿Es que quiere usted batirse conmigo? — preguntó el conde, aun más
extrañado

—Naturalmente. Si me hubiera usted ofendido fuera de la hacienda, lo


hubiese tirado al suelo de un cachete, por necio; pero como la ofensa ha sido bajo el
techo de un amigo que me ha invitado a su casa, me he contenido por respeto a él y
a las mujeres. Ahora que sé que usted aquí no es nadie, le ofrezco la elección de
armas.

—¿Batirme con usted? Pero, ¿quién es usted? Un cazador, un vagabundo.


¡Bah!

—¿No quiere usted? Pues es un canalla, un cobarde, un miserable. Si usted


se traga todo esto que le digo, ya está juzgado para siempre. Haga lo que guste.

»Dicho esto siguió tras el apache. El conde no salía de su estupefacción.

—Arbellez, ¿tolera usted esto? — preguntó, dirigiéndose al hacendado.

—Si usted lo consiente... —respondió éste.

—Vamos, Emma, Karja. Nuestro sitio está junto a las personas decentes.
—¡Ah! ¡Qué villanía! Ya me lo pagará usted, Arbellez.

»El animoso anciano entró en el comedor con las mujeres. Cuando Emma
pasó cerca del conde, le dijo con los labios fruncidos por el desprecio y los ojos
relampagueantes:

—Se ha portado usted como un infame, como un miserable.

»La india la siguió, con los ojos bajos; le costaba trabajo despreciar al conde,
y, sin embargo, no pudo mirarlo a la cara. Alfonso no volvió al comedor. Arrojó la
servilleta al suelo, la pisoteó y rugió:

—¡Ya me vengaré y será pronto, pronto!

»Después de aquella impotente explosión de cólera, se retiró a su cuarto.

»Los dos se dieron un festín suculento. En la mesa había grandes trozos de


sandía, de pulpa roja como la carne, cuyo delicioso jugo caía en las fuentes de plata
que las contenían; granadas abiertas, higos chumbos, naranjas, limas, granadillas y
todos los platos de carne en que tan rica es la cocina mejicana, Durante la comida
se contaron las aventuras pasadas con más detalle de lo que, hasta entonces, se
había podido hacer, y luego, el hacendado enseñó a los invitados el cuarto que a
cada uno se le destinaba.

»Los dos amigos ocuparon habitaciones contiguas. El alemán no pudo


resistir mucho tiempo encerrado en la suya; salió al jardín, donde estuvo aspirando
con deleite el perfume de las flores y se dirigió después a la pradera, para ver los
hermosos caballos mejicanos.

»Estaba distraído de este modo, a lo largo de la empalizada cuando, al


doblar uno de los ángulos de ésta, se presentó ante él un hombre cuyo extraño
aspecto le dejó asombrado: era alto y robusto y llevaba un traje completo de piel de
búfalo sin curtir, como el que acostumbran a llevar los cazadores de búfalos. Le
servía de tocado la mitad superior de una cabeza de oso, de la cual pendían
algunas tiras de piel que llegaban casi hasta el suelo. En su ancho cinturón de
cuero se veían los mangos de cuchillos y herramientas; desde el hombro derecho
hasta la cadera izquierda le rodeaba cinco vueltas y junto a él, apoyado en la
empalizada, había uno de aquellos fusiles antiguos de hierro forjado, que se
fabricaban en Kentucky hace cien años, y son tan pesados que a un hombre que no
tenga fuerza excepcional le es imposible manejarlos.
—¿Quién eres tú? — preguntó Helmers, en el primer momento de asombro.

—Soy «Frente de búfalo», el indio — respondió el interpelado.

—¿Eres Tecalto?

—Sí. ¿Me conoces tú?

—No te había visto hasta ahora; pero he oído hablar mucho de ti.

—Y tú, ¿quién eres?

—Mi nombre es Helmers y soy alemán.

»El serio rostro del indio se iluminó. Tendría unos veinticinco años y era un
modelo de belleza india.

—¿Entonces eres el cazador que ha libertado a mi hermana Karja?

—La casualidad me favoreció.

—No, no fue la casualidad. Tú te has apoderado de los caballos de los


comanches y los has seguido a éstos. «Frente de búfalo» te debe inmensa gratitud.
Tú eres tan valiente como Matava-se, el príncipe de las rocas, que también es
alemán.

—¿Conoces tú a los alemanes?

—Conozco a algunos. Los americanos les llaman dutchmen; son fuertes y


buenos; bravos y prudentes; sinceros y leales. He oído hablar de uno a quien los
apaches y los comanches llaman Itinti-Ka, «Flecha de trueno».

—¿Y nunca lo has visto? — preguntó el alemán.

—Lo llaman «Flecha de trueno» porque es rápido y seguro como la flecha y


poderoso y pesado como el trueno. Su rifle no yerra la más el tiro, ni su ojo pierde
nunca una huella. Mucho he oído hablar de él, pero hasta hoy no lo habla visto;
ahora lo veo.

—¿Cómo? — preguntó Helmers, sorprendido.


—Porque eres tú.

—¿Yo? ¿Y en qué me reconoces?

—Porque he visto tu mejilla. «Flecha de trueno» tiene una cuchillada en la


mejilla, como sabe todo el que ha oído hablar de él. ¿He acertado?

»Helmers asintió con un movimiento de cabeza

—Tienes razón. A mí me llaman Itinti-Ka, (Flecha de trueno».

—Doy gracias a Wahkonta (Dios) por haberme permitido hablar contigo. Tú


eres un valiente; dame la mano y sé mi hermano.

»Se estrecharon las manos y Helmers dijo:

—Mientras nuestros ojos puedan mirarnos el uno al otro, habrá amistad


entre tú y yo.

»El indio añadió:

—Que mi mano sea tu mano y mi pie tu pie. Perezca tu enemigo, que será,
también, el mío, y perezca mi enemigo que será, también, el tuyo. Yo soy tú y tú
eres yo: los dos somos uno.

»Dicho esto se abrazaron.

«Frente de búfalo» no era un indio parecido a los del Norte; de ánimo


comunicativo y compasivo, era, sin embargo, tan temible, como aquellos indios
taciturnos que consideran vergonzoso traducir ten palabras, como una mujer, sus
sentimientos.

—¿Vives en la hacienda? — preguntó Helmers.

—No —respondió el cazador de búfalos—. El que está encerrado entre


paredes no puede respirar. Yo vivo aquí.

»Y al decir esto señalaba al suelo cubierto de hierba.

—Pues entonces tienes la mejor cama de toda la hacienda. Yo no he podido


resistir más tiempo en mi cuarto.
—También «Corazón de oso», tu amigo, ha salido a la pradera.

—¿Está aquí?

—Sí. Ya he hablado con él y le he dado las gracias. Nos hemos hecho


hermanos, como tú y yo.

—¿Dónde está?

—Sentado allá, con los vaqueros, que están contando el ataque de los
comanches.

—Vamos allá.

»El indio cogió su pesado rifle, se lo echó al hombro y siguió al alemán,

»A bastante distancia de la casa y entre los caballos medio salvajes que


pacían en la pradera, estaban sentados en el suelo los rudos vaqueros hablando de
la aventura de su joven ama. «Corazón de oso» estaba con ellos, sin decir palabra,
aunque habría podido referir lo, sucedido mejor que nadie. El indio y el alemán se
sentaron junto a ellos sin que los otros hicieran caso de su presencia, aunque ahora
tenían a su lado al segundo protagonista de la hazaña. El alemán refirió algunos
pormenores de la lucha y entre unos y otros desarrollaron una de esas interesante
narraciones que se suelen oír en los campamentos.

»De pronto se oyó un relincho furioso.

—¿Qué es eso? —preguntó Helmers, volviéndose rápidamente hacia el sitio


de donde procedía.

—Es el caballo negro — respondió uno de los vaqueros.

—¿Qué le pasa?

—Que se le hace pasar hambre para que obedezca.

—¿Y por qué se le hace pasar hambre?

—Porque no hay quien le dome de otro modo.

—¡Bah!
—Sí, no lo dude usted. Hemos hecho con él todo lo posible: lo hemos tenido
tres veces en el corral para domarlo y las tres veces hemos tenido que soltarlo de
nuevo. Es un demonio. Aquí todos somos buenos jinetes, pero a todos nos ha
tirado al suelo, menos a uno.

—¿Quién es ese?

—«Frente de búfalo», el jefe de los miztecas. A éste no lo ha tirado; pero él


tampoco ha podido hacerle obedecer.

—No es posible. Si el caballo no puede tirar al jinete, éste tiene que


dominarlo.

—Eso pensábamos nosotros. Pero el endiablado caballo se metió en el río


para sumergirse con él, y al ver que tampoco así conseguía derribarlo, se internó en
lo más espeso del bosque y allí lo dejó enganchado en las ramas.

—¡Diablo! — exclamó Helmers.

—Así es —asintió «Frente de búfalo»—. Es vergonzoso para mí; pero tengo


que reconocerlo. Y cuidado que puedo vanagloriarme de haber hecho morir
rendidos a muchos caballos que no querían obedecerme.

»El vaquero prosiguió;

—Ha habido aquí, en la hacienda, muchos jinetes y cazadores renombrados,


que han venido para probar su fuerza y su destreza con este caballo; pero ninguno
ha tenido éxito. Todos han dicho que no hay más que un hombre que pueda
dominar a este caballo.

—¿Y quién es ese?

—Un cazador extranjero que anda por Red River y que dicen que es capaz
de montar al mismo diablo en los infiernos. Ese hombre ha llegado a meterse en un
rebaño de caballos salvajes, saltando de uno a otro para elegir e; mejor de ellos.

»Helmers, sonriéndose, preguntó:

—¿Tiene nombre ese cazador?

—Naturalmente.
—¿Cuál es?

—Su nombre verdadero no lo sé; pero los pieles rojas lo llaman Itinlika,
«Flecha de trueno». Muchos cazadores que vienen del Norte nos han contado cosas
de él.

»Helmers no se dio a conocer, y tampoco «Corazón de oso», ni «Frente de


búfalo» hicieron el menor movimiento. Aquél preguntó:

—¿Dónde está el caballo?

—Detrás de aquel grupo.

—¿Está atado?

—Naturalmente.

—Pues está muy mal hecho.

—Es que el señor Arbellez, a pesar de lo mucho que estima a sus caballos, ha
jurado que el negro ha de obedecer o morirá de hambre.

—¿Entonces también tiene bozal?

—Claro.

—Enseñadme el caballo.

—Venga usted por aquí.

»Precisamente en el momento en que se levantaban, vieron que el anciano


Arbellez se dirigía con su hija y Karja, a caballo. Arbellez iba a hacer su inspección
acostumbrada antes de llegar la noche. Los vaqueros, sin hacer caso de los que se
aproximaban, llevaron a Helmers al sitio donde estaba el caballo.

»Este se hallaba tendido en tierra, con las patas atadas y un cestillo a modo
de bozal. De la furia y los esfuerzos que había hecho tenía los ojos inyectados en
sangre y las venas parecía que le iban a estallar. A través del bozal le salían
espumarajos en gran cantidad.

—¡Mil diablos! ¡Esto es un verdadero crimen! — exclamó Helmers.


—Pues arréglelo de otro modo — dijo el vaquero encogiéndose de hombros.

—Esto es atormentar al animal y no lo puedo consentir. ¡Asesinar de este


modo al caballo más noble del mundo!

»El alemán estaba verdaderamente furioso. Entonces se acercó Arbellez con


las muchachas.

—¿Qué ocurre, señor Helmers, que está usted tan enfadado? — preguntó.

—¡Que están matando ustedes a este caballo! — replicó él.

—Así será si no obedece.

—Es que de otro modo podría aprender a obedecer; pero de este no.

—Hemos ensayado todo en vano.

—Que lo monte un buen jinete.

—De nada sirve.

—¿Que no? ¿Quieren ustedes que pruebe yo?

—No.

»Helmers quedó sorprendido.

—¿Por qué no?

—Porque aprecio mucho su vida.

—Pues yo prefiero morir a contemplar esto con tranquilidad. Un buen


caballista no soporta este espectáculo. Así, pues, le ruego que me permita montar
el caballo negro.

»Entonces intervino Emma.

—¡Padre, no se lo consientas! — dijo angustiada—. Este caballo es


peligrosísimo.

»El alemán le preguntó seriamente:


—¿Señorita es que usted me odia?

—¿Odiar a usted? ¡Dios mío! ¿Cómo he de odiarlo?

—¿Es que me desprecia?

—Mucho menos.

—Entonces ¿por qué me ofende de esta manera? Sólo los muchachos se


meten en empresas que no pueden realizar. Le digo a usted que no temo a este
caballo lo más mínimo. Se lo demostraré.

—No sabe usted lo que es este animal —le advirtió Arbellez—. Ha habido
muchos que han dicho que sólo Itinki-ka «Flecha de trueno», es capaz de
dominarlo.

—¿Conoce usted a ese Itinti-Ka?

—No, pero es el mejor rastreador y jinete que se puede encontrar entre los
dos mares.

—Pues a pesar de lo que usted dice le pido que me deje montar el caballo.

—¡Cuidado con lo que quiere hacer!

—Insisto en mi petición.

—Bien. Tengo que acceder a ella porque es usted mi huésped; pero me


asustan las consecuencias que esto puede traer. No me le eche luego en cara.

»Entonces Emma bajó de su caballo y se acercó a Helmers.

—Señor Helmers —suplicó cogiéndole de la mano— ¿es que ni por mí


quiere renunciar a esta aventura? ¡Temo tanto por usted!...

—Señorita —respondió el alemán— contésteme usted sinceramente: ¿es un


honor o una vergüenza para mi haber dicho antes que no tenía miedo y ahora
abandonar la empresa?

»Ella bajó la cabeza porque comprendió que Helmers ya no podía volverse


atrás delante de todos aquellos buenos jinetes. Así, preguntó a media voz:
—¿De modo que se atreve usted?

—¡Oh, señorita Emma! Para mí esto no supone atrevimiento alguno.

»Al decir esto la miró con una expresión de tal confianza en sí mismo, que
ella se retiró llevando en el, ánimo la creencia de la posibilidad del éxito.

—Bien. Vamos allá.

»Con estas palabras, Helmers se acercó al caballo negro, haciendo señal de


que se apartasen a los vaqueros que querían ayudarlo a desatar el animal. Este
seguía revolcándose por el suelo, relinchando y gimiendo; el alemán sacó el
cuchillo y le quitó el bozal. Al caballo le quedaba solamente en la cabeza un trozo
de cuerda de lazo alrededor del hocico. Helmers cogió tan exigua rienda con la
mano izquierda, cortó rápidamente las ligaduras que sujetaban al caballo, primero
las de las patas y luego las de las manos y cuando el animal se puso en pie de un
salto, montó y quedó sentado sobre él tan sólidamente como si estuviera clavado
allí.

»Entonces comenzó entre el jinete y el caballo una lucha como no habían


visto nunca los espectadores, prudentemente alejados de aquel lugar. El caballo se
alzaba alternativamente de manos y de patas, daba saltos de carnero, coceaba y
mordía, se echaba al suelo, se revolcaba, se levantaba como un rayo: todo inútil,
pues el jinete siempre quedaba montado. Fue al principio una pugna entre la
inteligencia humana y la fiereza de un animal salvaje; pero luego la lucha fue entre
todos los músculos del hombre contra la fuerza del caballo. El caballo sudaba
espuma y ya no relinchaba, sino gemía y resoplaba, empleando todas las fuerzas
que le quedaban; pero el férreo jinete no cedía. La tremenda presión de sus piernas
casi no dejaba respirar al animal, que después de dar un último salto salió
disparado como una flecha saltando por encima de piedras y troncos, de fosos y
matorrales y se perdió de vista con su jinete en medio minuto.

—¡Nunca había visto nada semejante! — confesó el anciano Arbellez.

—Se va a romper la cabeza — dijo uno de los vaqueros.

—Ya no —contestó otro—. Ya ha vencido.

—¡Qué angustia he pasado! —dijo Emma—. Pero ahora creo


verdaderamente que no hay ya peligro. ¿Verdad, padre?
—Puedes estar tranquila. Quien se sostiene tan firmemente y demuestra tal
fuerza no puede caer del caballo. Ha sido como una lucha de un diablo contra otro
diablo. No creo que el mismo Itinti-Ka pudiera hacerlo mejor.

»Entonces se acercó «Frente de búfalo» y dijo:

—No, señor, no podría hacerlo mejor sino exactamente lo mismo.

—¿Cómo? No comprendo lo que quieres decir.

—Este señor Helmers es Itinti-Ka «Flecha de trueno».

—¿Qué es «Flecha de Trueno»? — exclamó Arbellez.

—Sí. Pregúntele al jefe de los apaches.

»Arbellez dirigió una mirada interrogadora a «Corazón de Oso», que se


limitó tan sólo a contestar:

—Sí, es él

—Si lo hubiera sabido, no hubiese tenido miedo alguno —manifestó el


hacendado—. He pasado tan mal rato como si yo mismo hubiera montado al
animal.

»Todos permanecieron en el sitio esperando la vuelta de] alemán. Al cabo de


un cuarto de hora regresó éste. El caballo venía rendido; pero el jinete estaba
sonriente y fresco como si nada hubiera pasado. Emma le salió al encuentro.

—Señor; le doy las gracias — dijo.

»Otro hubiera preguntado: ¿De qué?, pero él la comprendió y le dirigió una


sonrisa y una mirada de felicidad.

—Qué, señor Arbellez —dijo el alemán al anciano— ¿sigue usted creyendo


que esto sólo puede hacerlo Itinti-Ka?

—Naturalmente.

—Pues yo pienso que podemos prescindir de él, pues ya ha visto usted


cómo lo he hecho yo.
—Porque es usted mismo.

—¡Ahí ¿Han descubierto mi secreto? — dijo el alemán riendo.

—Y el incógnito del príncipe de la pampa — agregó Emma.

»Todos le felicitaron con la más alta admiración; pero él declinó el aplauso y


dijo:

—Aun no he terminado. ¿Me permite usted que le acompañe en su paseo,


señor Arbellez?

—¿No estará demasiado cansado el caballo?

—No importa; yo le obligaré a andar.

—Bien. Venga usted.

»Recorrieron juntos las grandes praderas, en las que pacían caballos, bueYes,
mulos, cabras y ovejas y luego el alemán ató al caballo como lo estaban los demás.

»Cuando la india se dirigía a su cuarto, al pasar por delante de la habitación


del conde, se abrió la puerta y éste salió.

—Karja —dijo— ¿podré hablar luego contigo?

—¿Cuándo? — preguntó la india.

—Dos horas antes de medianoche.

—¿Dónde?

—Junto al olivo del arroyo.

—Iré.

»Cuando llegó la noche, se reunieron todos en el comedor, donde estaba ya


la mesa provista de viandas de todas clases, en gran cantidad. Los dos jefes indios
estaban también entre los invitados. Se volvió a hablar de los últimos
acontecimientos y se trató también de la doma del caballo por el alemán. Una vez
más se elogió la proeza de éste, que rechazó toda alabanza diciendo:
—No vale la pena de hablar de ello, señores, porque no soy el único que es
capaz de hacer esto.

—Eso no es más que modestia de usted — replicó el hacendado—. No hay


otro que lo haga.

—Sí que lo hay y aun lo hace mucho mejor que yo: es Old Shatterhand, el
amigo de Winnetou. A mí me falta mucho para llegar a él.

—¡Ah! Old Shatterhand. Sí, sí. Tantas cosas se han contado de él, que
efectivamente creo que para él la doma de un caballo salvaje sería cosa fácil. ¿Lo
conoce usted?

—Sí y por eso tengo que reconocer que está muy por encima de mí.

»La conversación versó entonces sobre aquel famoso hombre del Oeste y se
refirieron algunas de sus proezas más salientes.

»El conde no había acudido al comedor; estaba furioso por la escena de


aquella mañana y como sabía que él era el culpable de lo ocurrido, no quería
presentarse delante de los huéspedes. No había aceptado el duelo con Helmers por
cobardía nada más, naturalmente.

»El conde era un joven desordenado y derrochador y, a pesar de la riqueza


de su padre, que le pasaba una renta muy considerable, había contraído tantas
deudas, que no se atrevía a confesárselas a aquél. Sus acreedores lo perseguían y lo
acosaban y así, cuando él se enteró de la existencia del tesoro del rey y supo
después que Karja conocía el secreto, se propuso apoderarse de tanta riqueza, una
milésima parte de la cual bastaría para satisfacer a sus acreedores. Había
aprovechado todas las ocasiones para verse a solas con ella y captarse su confianza,
llegando hasta prometerle que la haría condesa de Rodriganda. Aun cuando la
india era tan inocente y sencilla que pudo creer en sus palabras, todavía no se
había decidido a indicarle el lugar donde se encontraba el tesoro.

»El conde estaba a la sazón tan apremiado por sus acreedores que había ido
de la capital de Méjico a la hacienda con el firme propósito de obtener de Karja el
secreto del tesoro. Aquella noche, a la hora convenida, se dirigió al olivo del
arroyo, donde ya le esperaba Karja. Esta se mostró irritada con él, por la actitud
ofensiva que había tenido con su salvador; pero la habilidad de él logró calmarla
pronto. En seguida fue el conde derecho a su objeto. Prometió a la india hacerla
noble y casarse luego con ella, diciendo que era necesario aquel paso preliminar,
aunque ella se considerase de tan alto nacimiento como él, por ser descendiente de
reYes. Para obtener la nobleza era preciso mucho dinero, que él no podía pedir a su
padre con aquel fin y así era necesario apoderarse del tesoro del rey, pues, por otra
parte, su padre lo desheredaría por casarse con una india y se vena sumido en la
pobreza. También le dijo que él se mostraba dispuesto a hacer aquel sacrificio,
demostrando con ello sus intenciones honradas, y ella no debía vacilar por más
tiempo en confiarle el secreto. Con estos argumentos logró convencerla y ella
prometió decirle dónde se encontraba el secreto; pero puso como condición que
jamás revelaría el conde al hermano de Karja que ésta le había comunicado el
secreto y además que Alfonso declararía por escrito, con su firma y sello, que haría
a la india condesa de Rodriganda en cuanto ésta le entregase el tesoro. El aceptó
estas condiciones y aseguró que al día siguiente por la mañana entregaría en
persona el documento a Karja.

»¡Qué alegre estaba el conde por haber con seguido al fin lo que se proponía!
En la confianza del éxito había traído gente para transportar el tesoro a la capital.
El documento prometido no le preocupaba lo más mínimo. La india, en la
situación inferior en que se encontraba, sería tan impotente con el documento
como sin él contra el encumbrado conde. Pero lo primero era tener el tesoro.

»Mientras los dos hablaban junto al olivo, Helmers acompañaba al jefe


Tecalto al sitio donde éste acampaba en medio de la pradera. El alemán estaba
acostumbrado hacía mucho tiempo a dormir al aire libre y quería aspirar el fresco
aire de la noche antes de encerrarse en su habitación. Por eso, al separarse del
indio, no volvió directamente a la casa, sino que entró en el jardín y se sentó al
borde de un estanque, alimentado por un surtidor que continuamente arrojaba a lo
alto su chorro de agua, con agradable rumor.

»No llevaba mucho tiempo en aquel lugar cuando oyó el ruido de unas
pisadas ligeras y poco después vio acercarse en dirección al estanque una figura de
mujer en la que reconoció inmediatamente a Emma. Al momento se levantó para
que no se creyera que estaba espiando en aquel sitio. Ella lo vio y vaciló en seguir
adelante.

—Acérquese sin temor, señorita Emma — dijo él—. Me iré de aquí para no
molestar a usted con mi presencia.

—¡Ah! ¿Es usted, señor Helmers? —respondió Emma—. Creía que era otro y
que usted estaba descansando ya.
—Todavía me encuentro ahogado dentro de mi habitación; tengo que irme
acostumbrando a dormir entre cuatro paredes.

—La misma sensación he experimentado yo ahora y por eso antes de


retirarme a la mía he querido pasear un poco por el jardín.

—Pues disfrute usted de la frescura de la noche con toda tranquilidad.


Buenas noches, señorita.

»Iba a retirarse cuando ella le cogió por la mano, para retenerlo.

—Quédese usted, ya que tanto necesita del aire libre —le dijo—. Nuestro
Dios tiene bastante aire, aroma y estrellas para los dos. No me molesta lo más
mínimo.

»El obedeció y se sentó junto a ella al borde del estanque.

»Mientras tanto, el jefe de los miztecas se había acostado junto a la


empalizada del jardín y se entretenía en mirar con expresión soñadora al cielo,
dejando volar su fantasía hacia los mundos eternos, donde ruedan los soles que
adoraban sus mayores. Pero al mismo tiempo sus sentidos estaban despiertos y su
oído no perdía el ruido más pequeño que se producía a su alrededor.

»De pronto le pareció oír en el interior del jardín pasos cautelosos y voces
contenidas. Sabía que el conde buscaba todas las ocasiones posibles para
encontrarse con su hermana y que ésta no oponía resistencia a los avances del
conde. Sus sospechas se despertaron. No se había visto en la casa al conde ni a
Karja hacía una hora: ¿se habrían dado cita en el jardín? El indio quería
averiguarlo; era conveniente para él y para ella.

»Así, pues, se levantó y con una agilidad enteramente india saltó la


empalizada y penetró en el jardín. Allí se echó a rastras y se deslizó tan
silenciosamente que ni el fino oído del alemán pudo percibir nada. El indio llego
sin ser descubierto hasta el otro lado del estanque y desde allí se enteró de toda la
conversación.

—Señor; yo debería estar muy enfadada con usted — decía Emma a la


sazón.

—¿Por qué?
—Porque hoy me ha hecho usted pasar mucha angustia.

—¿Por lo del caballo?

—Sí.

—Pues se ha asustado usted sin motivo, porque yo he llegado a dominar


caballos mucho peores que ése. El caballo negro es ahora tan manso que cualquier
señorita podría montar en él.

—Una cosa de bueno ha tenido la aventura; eso sí.

—¿Cuál?

—Que ha tenido que abandonar su incógnito, hombre orgulloso.

—¡Oh! —dijo él riendo— no lo hacía por orgullo, sino por precaución.


Muchas veces he sacado partido del hecho de haber pasado por un cazador vulgar
y poco experto.

—Pero a mí por lo menos podía usted haberse descubierto, ya que le había


confiado antes un secreto mucho más importante.

—Es que ese secreto nunca tendrá valor para mí. No llegaré a visitar la
cueva del tesoro del rey, aunque me encuentro seguramente cerca de ella.

—¿Por qué lo cree usted así?

—Por la configuración de este terreno. La comarca que hemos atravesado


últimamente al venir aquí concuerda exactamente con una parte de mi mapa.

—Pues entonces ya tiene usted un punto de referencia y puede seguir


buscando.

—No sé si lo haré.

—¿Por qué?

—Porque dudo mucho si tengo derecho a hacerlo.

—En todo caso tendrá usted el derecho de hallazgo. Yo no doy, en modo


alguno, excesiva importancia al oro, pero no dejo de reconocer que su posesión da
muchas cosas por las cuales luchan en vano miles de personas. Busque, busque.
Tendré gran alegría si usted encuentra el tesoro.

—Sí, el poder del oro es grande —dijo él pensativo—. Yo tengo en mi país


un hermano pobre con muchos hijos, cuya felicidad tal vez podría labrar. Pero ¿a
quién pertenece el tesoro? Evidentemente a los descendientes de los que lo
enterraron.

—¿No sabe usted de dónde procede su mapa?

—De un indio viejo y enfermo a quien presté algunos servicios, como ya dije
a usted. Estaba herido y murió antes de poderme dar las explicaciones de palabra
que eran necesarias.

—¿Y no figura ningún nombre en el mapa?

—Ninguno. En un ángulo, hay una especie de jeroglífico que no acierto a


descifrar. Sí, lo buscaré; pero si encontrase el tesoro no lo tocaría, sino que
procuraría descubrir a sus legítimos dueños. Si éstos no apareciesen, siempre
habría tiempo para decidirse a aceptarlo.

—¡Es usted un hombre de honor! — dijo la mejicana entusiasmada.

—No hago más que lo que debo y evito toda injusticia.

—¿De modo que su hermano es tan pobre?

—Sí. Es marino; pero no puede trabajar por su cuenta y ha de contar sólo


con sus propias fuerzas. Yo por mi parte sólo poseeo una pequeña cantidad, que
conservo del producto de mis cacerías.

—Tiene usted mucho más —dijo ella.

—¿Y qué es lo que tengo?

—¿Es posible que todo un «Flecha de trueno» sea tan pobre? ¿No hay
riquezas que nada tienen de común con la posesión de oro? No es el oro y la plata
lo que da valor al hombre. La verdadera riqueza está en el corazón: es el de la
creencia en Dios, el amor al prójimo y la conciencia del deber cumplido... Pero
vamos a casa, porque quiero dar las buenas noches a mi padre.
»Se alejaron de aquel lugar y Tecalto volvió por el mismo camino que había
venido. Cuando se encontró fuera del jardín dijo entre sí:

—¡Uf, uf! ¿Qué es lo que he oído? ¿«Flecha de trueno» tiene un mapa donde
figura nuestra cueva sagrada y seguramente descubrirá el tesoro ayudado por su
sagacidad. Yo debería matarlo; pero se ha hecho amigo y hermano mío. Además ha
salvado a mi hermana Karja. ¿He de matar a quien estoy agradecido? No, no.
Reflexionaré sobre ello y el Grande y Buen Espíritu me dictará lo que debo hacer.

»Cuando esto ocurría, en un valle apartado, dos horas aproximadamente de


la hacienda del Erina, una veintena de hombres se agrupaba alrededor de una
hoguera. Por su aspecto patibulario podía colegirse que todos ellos tenían sobre su
conciencia algún asesinato u otro crimen. En un asador se hacía al fuego un cuarto
de ternera y los restos que por allí se veían demostraban que el festín había
comenzado hacía bastante tiempo.

—Entonces ¿qué hacemos, capitán? —preguntó uno con expresión de


disgusto—. ¿Vamos a esperar más tiempo?

»El interpelado estaba junto al que había hecho la pregunta, echado en el


suelo y con la cabeza apoyada sobre el codo. Tenía cara de verdadero bandido y su
cinturón rebosaba de armas.

—Tenemos que esperar —dijo sombríamente y con resolución.

—Pero ¿hasta cuándo?

—Hasta que me dé la gana.

—Es que ya estoy harto.

—¡Silencio!

—Siquiera permíteme que hable. Hace cuatro días que estamos aquí y
parece que se están burlando de nosotros y nos toman por tontos.

—Si tú te tienes por tonto, nada tengo que decir. Yo sé lo que tengo que
hacer y es bastante.

—¿Y sabes también lo que hemos de hacer con ese supuesto conde?
—También lo sé.

—Bueno ¿y qué es?

—Como nos paga bien, esperar a que nos diga lo que tenemos que hacer.

—¡Esto no lo aguanta el mismo demonio! ¡Las cosas que habríamos podido


hacer y el dinero que habríamos podido ganar en este tiempo!...

—¡Silencio!

—Soy un hombre y tengo que hablar.

—Pues yo soy el capitán y te lo prohíbo.

—¿Quién te ha hecho capitán más que nosotros?

—Es verdad y como lo soy, sé cumplir con mi deber. Come tu carne y cierra
la boca. Si no obedeces, ya sabes cuál es la ley.

—¿Me amenazas? — dijo el otro echando mano al machete.

—Amenazar, no. Algo más que eso.

»El capitán pronunció estas palabras en tono frío e indiferente; pero rápido
como un rayo sacó una pistola del cinturón y la disparo sobre el rebelde, que cayó
al suelo con la cabeza destrozada.

—¡Así se trata a los desobedientes! ¡Quitadlo de aquí!

»Y diciendo esto el capitán cargó de nuevo su pistola tranquilamente.

»Se levantó entre su gente un sordo rumor de descontento, que aplacó en


seguida el capitán levantando la cabeza y diciendo;

—¿Quién murmura? ¡Mirad que aún me quedan balas para los


desobedientes! El conde de Rodriganda paga a cada uno de nosotros un ducado
diario. ¿No es bastante? Nos hace esperar, cierto; pero pronto nos dará trabajo,
porque nadie, ni siquiera un conde, da a humo de pajas una cantidad así.

»Los hombres se tranquilizaron y retiraron el cadáver. Se comió el resto del


asado, se estableció el servicio de centinelas y todos se envolvieron en sus mantas.

»Ya empezaba a invadir el sueño a los acampados, cuando se oyeron los


pasos de un caballo. Al momento se levantaron todos y vieron que se acercaba un
jinete.

—¿Quién va? — gritó el centinela.

—Soy yo — respondió una voz.

—Adelante.

»El recién llegado desmontó, entregó las riendas de su caballo al centinela y


se aproximó al grupo. Era el conde Alfonso de Rodriganda.

»Se sentó junto al capitán, sacó tabaco y se hizo un cigarro. Todos le


observaban en silencio; pero como después de encendido el cigarro seguía sin decir
palabra, le preguntó el capitán:

—¿Nos trae usted, por fin, trabajo, señor conde?

—Sí.

—¿Qué clase de trabajo? Ya sabe usted que nosotros hacemos todo, siempre
que se nos pague bien.

»Al decir esto señaló con gesto expresivo a su puñal. El conde movió la
cabeza negativamente y respondió:

—No se trata de eso. Vais a servirme sólo de arrieros.

—¿De arrieros? —dijo el capitán—. Señor, nosotros no somos gente tan


despreciable.

—Ya lo sé. Escuchad lo que voy a deciros.

»Los hombres se agolparon cerca de él llenos de curiosidad y el conde


Alfonso comenzó así:

—Tengo que llevar a Méjico una mercancía de cuya naturaleza nadie tiene
que enterarse. ¿Puedo contar con vosotros?
—Si lo paga usted si.

—Os pagaré lo que pidáis. ¿Habéis traído los serones como os encargué?

—Sí.

—¿Y los sacos y las cajas?

—También.

—Bueno. En la estancia del Erina cogeremos todos los caballos que nos
hagan falta. Mañana a estas horas estaré aquí para que salgamos al nacer el día.

—¿Y adonde iremos?

—Yo mismo no lo sé. Os guiaré yo.

—¿Qué es lo que vamos a transportar?

—No os importa. Vendrán conmigo mis dos criados que os llenarán las cajas
y los sacos. Luego iremos a Méjico y vosotros estaréis en cargados de defender la
carga, si alguien nos molesta.

—¡Qué cosa tan misteriosa, don Alfonso! Tenemos que concertar un precio
correspondiente a asunto de tanto secreto.

—¿Cuánto queréis?

—Tres ducados por hombre y día.

—Concedido.

—Yo, como jefe, cobraré seis.

—Conforme también.

—La manutención aparte.

—De acuerdo.

—Y si llegamos con felicidad a Méjico, trescientos ducados de


extraordinario.
—Tendréis quinientos si quedo contento de vosotros.

—¡Bravo! ¡Eso se llama hablar! Confíe usted en nosotros, señor. Por usted
somos capaces de meternos en el fuego.

—Así lo espero. Aquí tenéis una pequeña prueba de que podéis fiaros de mí.
Repartidla entre todos.

»Sacó del bolsillo un cartucho de monedas y se lo dio al capitán y se alejó.

»El precavido capitán esperó a que se perdiera en la noche el ruido de las


pisadas del caballo y luego abrió el cartucho.

—¡Oro! —dijo—. ¡Oro brillante y amarillo!

—Es hombre espléndido — observó uno de los hombres.

—¡Ejem! En cuanto a eso cada uno puede pensar lo que quiera.

—¿Qué será lo que tenemos que llevar?

—Nadie tiene que enterarse de ello.

—¿Ni nosotros?

—De nadie se fía más que de sus criados.

»Las preguntas y suposiciones siguieron durante algún tiempo.

»Uno dijo:

—Tal vez sea carne humana lo que tanto quiere ocultar.

—O bien oro de una bonanza.

—O un tesoro enterrado de los reYes aztecas.

»El jefe les guiñó el ojo, diciendo:

—No os rompáis más la cabeza, muchachos. Cuando paga tan


generosamente es que la carga que tenemos que transportar y defender no es una
cosa ordinaria. Primero le obedeceremos en todo; pero después curiosearemos un
poco y si lo que llevamos puede servirnos también a nosotros, ¡qué diablo! El
conde puede tragarse una bala lo mismo que un criado o dos. Ahora a dormir y a
estar tranquilos.

«Alrededor del fuego se hizo el silencio aunque hubo alguno de los hombres
que no durmió pensando y tratando de adivinar la naturaleza de la carga que se les
iba a confiar

»Aquélla era la gente que el conde había contratado para llevar a la capital el
tesoro: bandidos de la peor especie, que vivían de lo que le producían sus armas. Si
llegaban a enterarse del contenido de las cajas y los sacos, podía darse por muerto.
En esto no había pensado el aturdido conde.

»A la mañana siguiente, apenas se había levantado Helmers cuando el


hacendado se presentó en su habitación para darle los buenos días. A pesar del
poco tiempo que hacía que conocía al alemán, le había cobrado gran afecto.

—Vengo a pedirle una cosa — dijo.

—Si está en mi mano, concedida —respondió Helmers.

—Sí que lo está. Usted se encuentra aquí sin equipaje y en un lugar tan
solitario que no puede comprar lo que le haga falta. Yo, por el contrario tengo gran
provisión de todo, porque he de suministrar a mi gente lo que necesite. Si quiere
usted que le proporcione ropa blanca y otro traje, espero que quedará contento de
mis precios.

»Helmers sabía muy bien lo que Arbellez quería decir; pero por una parte no
podía disgustar al buen hacendado y por otro lado, su viejo traje de caza se
encontraba en un estado lamentable, Reflexionó un instante y dijo después:

—Acepto su ofrecimiento, señor Arbellez, siempre que sus precios no sean


demasiado caros, pues, francamente hablando, soy un hombre pobre.

—Hombre, algo he de ganar, aunque no es necesario que me pague usted


hoy mismo. Venga y le enseñaré mi almacén — dijo Arbellez sonriendo.

»Cuando una hora después Helmers se ponía ante el espejo, no podía


reconocerse; tan cambiado se encontraba. Llevaba un pantalón mejicano, abierto
por abajo y con franja de oro, medias botas con enormes espuelas; una chaqueta
abierta con adornos de oro y plata. Cubría su cabeza un sombrero de alas anchas y
rodeaba su cintura una faja de crespón de china. Le habían cortado el pelo y
arreglado la barba, y esto, unido al rico traje que llevaba, hacía que él mismo no se
reconociese.

»Cuando entró en el comedor para el desayuno, Emma estaba ya allí.


Cuando vio la transformación que había sufrido el alemán, enrojeció de contento:
nunca había pensado que en él hubiera una expresión tan varonil y de tanta belleza
al mismo tiempo. También Karja la india pareció descubrir entonces por primera
vez qué clase de hombre era el alemán; tal vez en, su interior hacía una
comparación entre él y el conde. Los dos jefes indios hicieron, naturalmente, como
que no se daban cuenta de aquella transformación. Pero hubo uno a quien sentó
muy mal: el conde.

»La esperanza de entrar pronto en posesión del tesoro le había puesto de


humor más conciliador y apareció en el comedor para el desayuno; pero en el
momento en que vio a Helmers estuvo a punto de salirse de la habitación. Nadie
dijo una palabra; sólo el conde rechinó los dientes disimuladamente e hizo el firme
propósito de inutilizar a aquel hombre.

»Cuando al terminar el desayuno Helmers salió a la pradera, encontró allí al


jefe de los miztecas que, durante la noche, había tomado una resolución pacífica.
Cuando vio al alemán con el traje nuevo, dijo:

—Mi hermano «Flecha de Trueno» puede llevar un traje tan elegante porque
es un hombre rico.

—¡Oh! ¡Es un regalo del señor Arbellez; yo soy tan pobre como antes.

—No —dijo el indio seriamente— tú eres rico porque tienes el mapa para
buscar la cueva del tesoro del rey.

»El alemán, sorprendido, retrocedió un paso.

—¡Cómo! ¿Lo sabes?

—Lo sé. ¿Puedo ver el mapa?

—Sí.

—¿Ahora mismo?
—Ven.

»Lo llevó a su cuarto y puso ante su vista el viejo y manoseado papel.


Tecalto echó una mirada al ángulo del plano y dijo:

—Sí, ésta es la firma de Toxertes, el padre de mi padre. Tuvo que salir del
país y no volvió más. Tú le hiciste un beneficio y no eres pobre. ¿Quieres ver la
cueva del tesoro del rey?

—¿Puedes enseñármela?

—Sí.

—¿A quién pertenece el tesoro?

—A mí y a mi hermana Karja. Somos los únicos descendientes del rey de los


miztecas. ¿Quieres que te lleve a la cueva?

—De muy buena gana.

—Entonces estate preparado dos horas después de la media noche. El


camino de la cueva sólo se puede recorrer en la oscuridad de la noche.

—¿Puedo confiar a alguien lo que voy a hacer?

—A nadie más que a la hija del hacendado.

—¿Y por qué a ella?

—Porque ya sabe que buscas el tesoro.

—¿Y cómo es que estás enterado de esto?

—Porque oí toda vuestra conversación en el jardín. Dijiste que tenías el


mapa y que no querías apoderarte del tesoro hasta ver si existían los herederos a
quienes pertenecía. Eres un hombre honrado como hay pocos entre los rostros
pálidos.

»Una hora después de la comida de medio día, cuando todos estaban


reunidos de sobremesa, la india entró sigilosamente en el cuarto del conde.
—¿Has traído el documento? — preguntó.

—¿Sabes leer? — dijo él.

—Sí — respondió la india con orgullo.

—Pues aquí lo tienes.

»Diciendo esto puso en sus manos un papel en que se leía lo siguiente:

»Declaro que tan pronto como tenga en mi poder el tesoro del rey de los miztecas, me
consideraré prometido a Karja, la descendiente de aquel rey y me casaré con ella.

Alfonso, conde de Rodrigando y de Sevilla».

—¿Está así bien? — preguntó el conde.

—Las palabras están bien; pero falta el sello.

—No es necesario.

—Tú me lo prometiste.

—Bien; pues lo pondré —dijo él ocultando su contrariedad. Y,


efectivamente, puso bajo la firma su sello en lacre.

—Ya está, Karja. Ahora cumple tu palabra.

—La cumpliré.

—¿Dónde está el tesoro?

—¿Conoces la montaña del Reparo?

—Sí. Está a cuatro horas al Oeste de aquí.


—Parece un alto y largo muro, ¿verdad?

—Así es.

—De ella salen tres arroyos hacia el valle. El del centro brota de la misma
tierra. Si sigues el curso del arroyo, al llegar al sitio donde mana el agua verás la
entrada de la cueva.

—¡Ah! Entonces es cosa sencilla.

—Muy sencilla.

—¿Se necesita llevar luz?

—A la derecha de la entrada encontrarás antorchas.

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

—Todo.

—¿Y el tesoro se encuentra allí en realidad?

—Sin faltarle nada.

—Gracias, niña mía. Ya eres mi prometida y pronto serás mi mujercita. Y


ahora vete, no sea que nos sorprendan.

»Ella guardó el documento y salió de la habitación. Había realizado un


sacrificio que oprimía su alma con peso indecible.

»Entre tanto «Corazón de oso», había cogido uno de los caballos medio
salvajes y había ido a dar un paseo. A su vuelta, en lugar de regresar por el camino
directo dio un gran rodeo siguiendo los valles, desfiladeros y barrancos que se le
presentaban. De pronto, cuando caminaba por una depresión del terreno, oyó un
tiro y un grito.

»Un hecho de tal naturaleza siempre infunde sospechas, sobre todo a un


indio. Desmontó, ató a su caballo, cogió su rifle y subió arrastrándose por el suelo a
una pequeña elevación cubierta de mirto silvestre. Mirando a través de las ramas
de éste vio en el fondo de un vallecito profundo un grupo formado por dieciocho
hombres sentados alrededor de una hoguera y cerca de ellos dos cadáveres. Junto
al grupo había un montón de cajas, sacos y serones. Uno de los hombres estaba
cargando una pistola.

—Ya lo sabéis —dijo éste— al que no obedece se le pega un tiro,


sencillamente.

—¿No nos descubrirán estos tiros? — preguntó humildemente uno de los


hombres.

—Imbécil, ¿quién se atreverá con nosotros aunque así sea?

«Corazón de oso» entendía la mezcla de español y de indio que se hablaba


en la frontera; pero como aquella gente hablaba en español, no pudo comprender
lo que decían. Pensó que se trataba de un grupo de cazadores que habían andado a
tiros a consecuencia de una disputa. Esto ocurre muy a menudo en Méjico y no
causa la menor sorpresa. Así, el indio volvió adonde tenía el caballo y regresó a la
estancia.

»No se vio al conde en todo el día. Ya sabía lo que tenía que saber y se hizo
preparar el equipaje por sus criados. Después de la cena fue a hablar con Arbellez
y le dijo que se marchaba. Aunque sorprendido por aquel viaje repentino, el
hacendado no le preguntó sus motivos ni hizo la menor cosa por detenerlo.
Cuando Rodriganda volvía a su cuarto, se encontró con Karja. Convencido de que
ya había llegado a la meta de sus deseos y con la insolencia que le daba este estado
de ánimo, cometió la indiscreción de decir a la india;

—Acabo de decir a Arbellez que me voy.

—¿Adónde? — preguntó ella.

—A Méjico.

—¿Y el tesoro?

—Me lo llevo, naturalmente. Tengo preparados arrieros y mulos para ir con


ellos al Reparo, cargar el tesoro y desde allí irnos a Méjico.

—¿Cuándo volverás?

—Nunca.
—¿Nunca? —preguntó ella asombrada—. ¿Entonces es que vas a enviar a
buscarme?

—Tampoco.

—¿Es que he de ir sola a reunirme contigo en la capital?

—Nada me desagradaría más. Pero ¿tú has creído de veras que podías llegar
a ser condesa de Rodriganda? ¿Me tienes por tan tonto, por tan imbécil que piense
hacer mi mujer a una india, a una piel roja?

»Ella lo miró aterrorizada y balbució:

—Entonces... ¿me has engañado?

—Esa es una expresión que no puedo admitir. Un conde no engaña nunca; lo


único que he hecho ha sido ser más listo que tú. El tesoro es mío y si quieres
casarte busca entre los hombres de tu raza.

»Después de estas palabras dichas en tono burlón, se alejó. Karja permaneció


largo rato como petrificada y después se dirigió tambaleante a su habitación.
Mucho tiempo pasó antes de que pudiese coordinar sus pensamientos. ¿De modo
que el conde la había engañado y ahora iba a apoderarse del tesoro? No podía ser;
de ningún modo. Tenía que impedirlo; pero ¿cómo? El único medio era confesar
todo a su hermano para que fuese inmediatamente a la montaña e impidiese el
robo. Aunque para ella aquella confesión era terrible no vaciló un momento. El
conde era un traidor, un canalla: valiéndose de una mentira se había hecho dueño
de su secreto, secreto que ahora quería ella rescatar. Pero para esto tenía que morir
el conde. Sí, que muriese. En aquel momento no era más que una india traicionada,
que acalla los impulsos de su corazón y no oye más que los dictados de la
venganza.

»Corrió en busca de su hermano; atravesó el patio y el jardín, salió a la


pradera; recorrió la casa de arriba abajo; fue todo en vano. Entonces le acometió
una indecible angustia y se dirigió al comedor donde estaba Arbellez con Emma y
el apache. A sus agitadas preguntas, contestó el hacendado:

—No sé dónde está. Pero ¿qué te ocurre? Estás trastornada.

—¡Una desgracia, una terrible desgracia! Mi hermano tiene que marchar


inmediatamente.
—¿Adónde?

—Al Reparo.

—¿Por qué?

—El conde ha ido allí a robar.

—¿A robar? —preguntó Emma sorprendida—. ¿A robar el tesoro del rey?

—Sí —respondió Karja, sin pensar que descubría con ello su secreto.

—¡Dios mío, qué fatalidad! Tu hermano está allí con el señor Helmers, para
enseñarle el tesoro y le ha autorizado para que me lo diga.

—¡Jesús! Se van a matar allí unos a otros — exclamó Arbellez.

»En medio de aquella emoción, sólo el apache conservaba su tranquilidad.


Al oír la conversación anterior, recordó lo que había visto aquella mañana y dijo:

—He visto esta mañana hombres con sacos y cajas. ¿Tendrá eso relación con
el tesoro? Es posible que aquellos hombres sean los encargados de transportar el
tesoro. Pero ¿quién ha revelado al conde el secreto?

—Yo misma —confesó Karja—. ¿Eran muchos los hombres que viste?

—Sí.

—¿Cuántos?

—Dos veces cinco y ocho.

—¿Armados?

—Bien armados. Habían hecho uso de las armas, porque había entre ellos
dos muertos a tiros.

—¡Qué peligro tan grande! —exclamó la india—. El conde, el falso, el traidor


robará el tesoro. Encontrará allí al señor Helmers y a mi hermano y los matará,
señor Arbellez, toque usted a rebato; que vengan todos los vaqueros y los
cazadores de búfalos para ir a la cueva del tesoro a salvar a los dos.
»De nuevo hubo una escena de preguntas y respuestas atropelladas. El
apache, que era el único que conservaba su calma habitual preguntó:

—¿Quién sabe dónde está la cueva?

—Yo —respondió Karja—. Yo os guiaré.

—¿Se puede ir a caballo?

—Sí.

—Entonces deme usted diez vaqueros y cazadores de búfalos y que nos guíe
esta muchacha.

—Yo voy con vosotros — exclamó Arbellez.

—No —dijo resueltamente el apache—. ¿Quién defendería entonces la


hacienda? Nadie sabe lo que puede pasar aquí. Llame usted a sus hombres y deme
diez de ellos. Los demás que se queden para defender la hacienda.

»Así se hizo. El hacendado tocó el cuerno del rebato, a cuyo sonido


acudieron corriendo a la casa todos los hombres de la granja. El apache eligió diez;
se les proveyó de armas y se formó la expedición de la manera convenida, mientras
el resto de la gente quedaba para defensa de la casa y montaba un buen servicio de
vigilancia. Por la confusión de los primeros momentos no se pudo organizar la
expedición hasta pasado un buen rato.

***

»Poco después de la cena, «Frente de búfalo» había entrado en la habitación


de Helmers.
—¿Recuerdas tus palabras? — preguntó

—Sí — contestó el alemán.

—¿Vienes conmigo?

—Sí.

—Vamos.

»Helmers cogió sus armas y siguió al indio. Abajo les esperaban tres
caballos, dos ensilla dos y el tercero con serones.

—¿Para qué es éste? — preguntó Helmers señalando al último.

—Ya te he dicho que tú no eres pobre No has querido robar el tesoro del rey
y como recompensa podrás tomar de él todo lo que pueda cargar un caballo.

—¿Yo? ¡Qué disparate! — exclamó Helmers sorprendido.

—Calla y vamos.

»El indio montó en su caballo, cogió de las riendas al de carga y se puso en


marcha. Helmers no pudo hacer otra cosa que seguirlo. Era noche cerrada; pero el
indio conocía bien el camino y los caballos semisalvajes de Méjico ven de noche
como los gatos: el alemán podía, pues, confiar en que «Frente de búfalo» le guiaría
bien. Su avance no era rápido, porque el camino serpenteaba entre montañas casi
inaccesibles.

«Frente de búfalo» no decía palabra. Se oía sólo en el silencio de la noche el


ruido de los cascos y algún relincho de los caballos. Así pasaron tres horas, al cabo
de las cuales los expedicionarios llegaron a un arroyo, cuyo curso siguieron hasta
que se encontraron ante una montaña que parecía una pared. Al llegar cerca de
ella, el indio desmontó.

—Aquí esperaremos hasta que sea de día — dijo.

»Helmers siguió su ejemplo; dejó su caballo pastando y se sentó junto a


«Frente de búfalo» en una roca.

—¿Está cerca de aquí la cueva?—preguntó.


—Sí. Está en el punto en que este arroyo brota de la montaña. Metiéndose
dentro del arroyo y agachándose se penetra por un agujero que da entrada a la
cueva. Nadie conoce esta cueva por dentro más que «Frente de búfalo» y Karja.

—¿Sabe Karja guardar un secreto?

—Sabe guardarlo.

»Helmers pensó en lo que le había contado Emma y dijo:

—Pero hay una persona que obtendrá de Karja la revelación del secreto.

—¿Quién es?

—El conde Alfonso.

—¡Uf!

—Tú eres mi amigo y por eso tengo que decirte que ella ama al conde.

—Lo sé.

—¿Y si ella le ha descubierto vuestro secreto?

—Para eso está aquí «Frente de búfalo». El conde no tendrá la más mínima
parte del tesoro.

—¿Es grande ese tesoro?

—Ya lo verás por ti mismo. Si se reuniera todo el oro que hay hoy en Méjico,
no se llegaría a la décima parte de lo que representa este tesoro. Un solo blanco ha
llegado a verlo y...

—¿Y lo mataste?

—No hubo necesidad: se volvió loco de emoción a la vista del tesoro. El


blanco no puede contemplar con tranquilidad la riqueza; sólo el indio tiene la
suficiente fuerza para ello.

—¿Y a mí me vas a enseñar todo el tesoro?

—No; sólo una parte. Te tengo afecto y no quiero que te vuelvas también
loco. Dame el pulso.

»Cogió la muñeca del alemán y le tomó el pulso.

—Sí, eres fuerte —dijo—. ¡El espíritu del oro no se ha apoderado aún de ti;
pero si entras en la cueva tu sangre circulará como el torrente que cae de las rocas!

»Siguió a esto un silencio prolongado. El alemán se encontraba en un estado


de ánimo tan especial como hasta entonces nunca había experimentado. Pronto
empezó a alborear y pudieron distinguirse los objetos con entera claridad.

»Helmers vio ante sí la montaña del Reparo, cuya abrupta falda estaba en su
mayor parte cubierta de arganes. Al pie mismo de la montaña brotaba el arroyo de
la roca, que tendría allí una anchura de tres pies y una profundidad de cuatro, por
lo menos.

—¿Está aquí la entrada? — preguntó.

—Si —respondió «Frente de búfalo»—. Pero antes de entrar vamos a


esconder los caballos. El que posee un tesoro debe ser precavido.

»Llevaron los caballos a lo largo de la falda de la montaña hasta llegar a


unos matorrales, que el indio apartó para abrirse camino y detrás de los cuales
había una garganta estrecha y profunda, donde dejaron los caballos. Volvieron
luego al arroyo y borraron sus huellas, a la manera india, hasta que llegaron a la
roca de donde salía el arroyo.

—Sígueme — dijo «Frente de búfalo».

»Diciendo esto se metió hasta el cuello en el agua, entre cuya superficie y la


roca quedaba un espacio de un pie aproximadamente, lo suficiente para poder
penetrar por la abertura llevando la cabeza fuera del agua. La entrada daba a una
cueva oscura, cuyo aire, a pesar de atravesarla el arroyo, era muy seco.

—Dame la mano — dijo el indio.

»Le ayudó a salir del agua y luego le volvió a tomar el pulso:

—Tu corazón es muy fuerte —dijo—. Puedo encender la antorcha.

»Se separó algunos pasos de Helmers y de pronto una claridad fosfórica


atravesó el espacio, se oyó un fuerte chasquido y brilló la llama de una antorcha.

»¿De una antorcha? No, de mil antorchas. Como si se encontrase rodeado de


soles de oro y diamantes, los ojos del alemán quedaron cegados por millones de
rayos y reflejos. En medio de aquel centelleo deslumbrador, se oyó la voz del indio:

—¡Esta es la cueva del tesoro del rey! ¡Sé fuerte y domina tu espíritu. No sea
que vayas a enloquecer!

»Pasó bastante rato antes de que los ojos del alemán se acostumbrasen a
aquella extraordinaria claridad. La cueva era un espacio, de unos sesenta pies en
cuadro y de gran altura; la atravesaba el arroyo, que, dentro de ella, corría cubierto
por losas de piedra. Desde el suelo hasta el abovedado techo estaba llena de oro y
objetos preciosos cuyo aspecto era para trastornar la cabeza más firme.

»Había allí imágenes de dioses adornados con la más rica pedrería: la del
dios del aire Quetsalcoatl; la del creador Tetskatlipoka; la del dios de la guerra
Huitsilopoctli, su esposa Teoyaniqui y su hermano Tlakahuep kuexkotsin; la de la
diosa del agua Chalchiukue ja; la del dios del fuego Ixcozauqui y la del dios del
vino Cenzontotochtin. En varios estantes se veían estatuitas de dioses domésticos,
hechas de metales preciosos o de cristal de roca. Había también corazas de oro de
enorme valor; vasos de oro y plata, joyas de diamantes, esmeraldas, rubíes y otras
piedras preciosas; cuchillos para los sacrificios con puños de pedrería que, aparte
de su valor intrínseco eran de inapreciable valor por su antigüedad, escudos de
fuertes pieles de animales revestidos de planchas de oro macizo.

»Del centro del techo, como si fuera una araña colgaba una corona real; tenía
la forma de un gorro y estaba hecha de hilo de oro y adornada solamente de
diamantes. En otra parte de la cueva se amontonaban sacos de polvo de oro y cajas
llenas de pepitas del mismo metal, de tamaño que variaba entre el de un guisante y
el de un huevo de gallina. Había además enormes montones de plata nativa, tal
como se había extraído de la tierra. Sobre valiosas mesas se admiraban
esplendentes modelos de los templos de Méjico, Cholula y Teotihuakan y en el
suelo los más ricos mosaicos de nácar, oro, plata, pedrería y perlas.

»La contemplación de aquella riqueza produjo en el alemán una impresión


de vértigo. Le parecía que se había convertido en un príncipe de los de las Mil y
una noches. Hacía todo lo posible por dominarse; pero no lo conseguía: sentía
golpear la sangre en sus sienes y tenía la sensación de que ante su vista giraban
grandes ruedas de fuego y diamantes. Le invadió una especie de alucinación y
comprendió que aquel tesoro podía ejercer tal sugestión y despertar tales deseos
que para lograr su posesión habría quien llegaría hasta los crímenes más terribles.

—Sí, ésta es la cueva del tesoro del rey —repitió el indio—. Y este tesoro nos
pertenece exclusivamente a mí y a mi hermana Karja.

—Entonces eres más rico que todos los reYes de la tierra — respondió
Helmers.

—No lo creas. Soy más pobre que tú. ¿Envidias por ventura al sucesor de un
rey, cuyo poder ha desaparecido y cuyo reino está deshecho? Los guerreros que
llevaban estas armaduras, estos escudos y estas armas eran queridos y respetados
por su pueblo; una palabra de ellos decidía entre la vida y la muerte Sus tesoros
existen aún; pero los lugares en que yacían sus huesos han sido profanados y
destruidos por los blancos y sus cenizas lanzadas a todos los vientos. Sus
descendientes vagan por bosques y praderas matando búfalos. Vino el blanco;
engañó y mintió, asesinó y destrozó a mi pueblo para apoderarse de este tesoro.
Este país es suyo; pero está desierto y el indio ha confiado su tesoro a la oscuridad
de la tierra, para que no caiga en manos de los ladrones. Tú no eres como los
demás: tu corazón está limpio de crimen. Has salvado a mi hermana de las garras
de los comanches; eres mi hermano y por eso te llevarás de esta riqueza todo lo
que pueda cargar un caballo. Aquí tienes pepitas de oro, cadenas, sortijas y otras
alhajas. Elige de aquí lo que quieras. Los demás objetos son sagrados y no deben
volver a ver el sol que presenció la caída de los miztecas.

»Helmers contempló las pepitas y las alhajas y sintió que casi se le iba la
cabeza.

—¿Lo dices en serio? — preguntó.

—No bromeo.

—¡Pero son centenares de miles de dólares los que me regalas!

—Di más bien millones.

—No puedo aceptarlo.

—¿Por qué? ¿Es que desprecias el regalo del amigo?

—No; pero no puedo permitir que te despojes de tu riqueza en beneficio


mío.

»El indio movió orgullosamente la cabeza.

—No hay tal despojo, ni hago sacrificio alguno. Lo que aquí ves es sólo una
parte de lo que esconde la montaña del Reparo. Hay otras varias cuevas de cuya
existencia ni siquiera mi hermana Karja sabe. Sólo yo las conozco y cuando yo
muera, nadie en el mundo sabrá lo que encierra estas profundidades. Voy ahora a
visitar las otras cuevas. Tú escoge y aparta lo que quieras y cuando vuelva
cargaremos el caballo y volveremos a la estancia.

»Clavó la antorcha en el suelo y se dirigió al ángulo más lejano de la


caverna, por el cual desapareció.

»El alemán quedó solo en medio de aquella inmensa riqueza. ¡Cuán grande
tenía que ser la confianza del indio en él! En efecto; ¿no podría Helmers volver en
otra ocasión a la cueva para coger más oro? ¿No podía matar allí mismo al indio
para hacerse dueño de todo aquello, de que le daban una pequeña parte? Pero ni
uno sólo de aquellos pensamientos atravesó la mente de aquel hombre honrado,
que únicamente experimentaba una febril alegría ante la idea de poder llevarse una
carga de alhajas y pepitas de oro.

«Mientras tanto, el conde Alfonso, había salido con sus dos criados de la
hacienda; pero no se encaminó directamente a la montaña del Reparo, sino que fue
en busca de los bandidos, cabalgando tan rápidamente como permitía la oscuridad
y no disminuyendo su velocidad hasta que llegó al valle donde acampaban sus
auxiliares.

«Fue detenido por el centinela en la misma forma que el día anterior y dio la
misma respuesta. Se acercó al fuego, que atizaron, para ver mejor y preguntó:

—¿Estáis dispuestos?

—Estamos dispuestos — respondió el jefe.

—¿Y los caballos?

—Hemos cogido los que necesitábamos de la yeguada del señor Arbellez.

—¿Cuántos tenéis?
—Dieciocho para nosotros y treinta para usted.

—¿Están ya ensillados?

—Sí.

—Pues vamos.

«En aquel momento se le ocurrió por primera vez que no podía introducir
consigo en la cueva a aquellos hombres que la hubieran desvalijado, no para él,
sino en beneficio propio; pero confió en que hallaría en el momento oportuno la
solución para aquel problema. Los hombres reunieron caballos y mulos, montaron
y todos emprendieron la marcha, llevando a la cabeza al conde y al jefe de los
bandidos.

«Alfonso conocía la montaña que Karja le había indicado; pero por aquélla
parte nunca se había acercado a ella. Así, pues, no conocía bien el camino, lo cual
hizo que sólo pudieran avanzar lentamente.

«Cuando comenzó a despuntar el día, caminaron más rápidamente y no


tardaron en llegar al pie de la montaña por el lado Sur. Dando la vuelta hasta
llegar a su vertiente oriental, pasaron el primer arroyo y cuando el conde observó
que se acercaba el segundo, mandó hacer alto, pues no quería que aquella gente
llegase hasta la entrada de la cueva, y deseaba convencerse por sí mismo de la
existencia del tesoro.

—¿Qué hacemos? — preguntó el capitán.

—Esperar aquí.

—¡Ahí ¿Nos abandona usted?

—Sí; pero por pocos momentos.

—¿Qué es lo que tenemos que cargar?

—No tenéis que hacer nada por averiguarlo; eso es lo convenido.

«Dicho esto, se adelantó lentamente a caballo. El capitán se volvió a su gente


y dijo en voz baja:
—Ahora estamos cerca de su secreto. ¿Qué haremos?

—Espiarlo — respondió uno de los hombres.

—Tal vez sea eso lo mejor. Esperadme aquí.

«Desmontó y siguió a pie al conde. Había por allí rocas y matorrales en


abundancia que le ofrecían cubierta segura para que no pudiera verle don Alfonso
aun cuando se volviera.

«Cuando el conde llegó al arroyo, bajó del caballo, lo ató al tronco de un


argán y des apareció detrás de unas matas. El capitán esperó un rato; pero al ver
que el conde no volvía se reunió otra vez con su gente que permanecía en el sitio
donde la había dejado.

—Ha desaparecido detrás de unas matas — dijo, de modo que no pudiesen


oírle los dos criados del conde—. Allí está su secreto. ¿Qué puede hacernos si nos
acercamos más? ¡Adelante!

«Se pusieron de nuevo en marcha y llegaron al grupo de matas que


bordeaba el arroyo; pero no al punto en que éste brotaba de la montaña. Entre ésta
y ellos el arroyo daba una vuelta, de modo que no podían ver la entrada de la
cueva. Tampoco veían el caballo del conde, oculto en el mismo recodo del arroyo.

«Don Alfonso, entre tanto, había examinado el sitio por donde salía el agua
y había visto que era posible entrar por allí Se metió en el arroyo, se inclinó un
poco y penetró en el agujero. Pero aun no había llegado al lugar en que la abertura
se ensanchaba para formar la cueva cuando observó un vivo resplandor.

¿Qué sería aquello? ¿La luz de una antorcha o la claridad del día que
penetraba por otra abertura de la cueva? Más bien parecía lo primero. El conde no
pensó en retroceder ni por un momento; siguió avanzando lenta mente y con
precaución para evitar todo ruido que pudiera delatarlo a los oídos de quienes le
esperaban.

»De pronto le cegó un brillo deslumbrador de oro y diamantes, que le hizo


estremecerse: estaba dentro de la cueva y tenía el tesoro ante su vista. El demonio
del oro se apoderó de él con toda su fuerza; sus ojos se contrajeron y se dilataron
sucesivamente; hubiera gritado de alegría. De pronto vio a cinco pasos de donde él
estaba, un hombre arrodillado de espaldas a él, que amontonaba alhajas en una
losa de mosaico. ¿Quién era aquel hombre? ¡Ah! Ya se volvía un poco de lado,
dejando ver su perfil. El conde lo reconoció al momento.

—¡El alemán! —murmuró entre dientes—. ¿Quién le habrá guiado? ¿Estará


solo o habrá venido alguien con él?

»Su mirada recorrió toda la cueva y vio que Helmers estaba solo. No podía
sospechar que «Frente de búfalo» se encontraba en otra cueva inmediata.

—¡Ah! Está solo —pensó con infernal alegría—. ¡Ni una pepita del tamaño
de un guisante se llevará de aquí! Voy a vengarme de él. ¡Morirá!

»Salió del agua sin hacer ruido. A su alcance había una pesada maza de
hierro que estaba guarnecida de puntas de cristal de roca, para hacer más eficaz el
golpe. La cogió por el mango, que estaba adornado con piedras preciosas, y se
acercó sigilosamente al alemán.

Este estaba entretenido en deslizar a través de sus dedos un riquísimo collar.

—¡Magnífico! —exclamaba—. ¡Legítimos rubíes! Sola esta alhaja vale una


riqueza.

»Después de hacerlos brillar a la luz de la antorcha se disponía a reunir el


collar con las demás alhajas apartadas cuando, detrás de él, se levantó la maza y
descargó sobre su cabeza tal golpe que Helmers cayó al suelo sin sentido. El collar
se desprendió de su mano, al abrírsele los dedos en la caída.

»El conde lanzó un grito salvaje, inarticulado.

—¡He vencido! ¡Todo es mío, todo, todo!

»Una alegría delirante se apoderó de él y empezó a dar brincos y palmadas


como un loco. El que lo hubiera visto en aquella situación, por tal lo habría tomado
seguramente.

»De pronto quedó como petrificado; se puso lívido y sus ojos se abrieron
desmesuradamente como si viera un espectro. En el rincón más apartado de la
cueva había aparecido un hombre que lo miraba, primero con asombro, y después
con siniestra fiereza. Era «Frente de búfalo» que volvía de su inspección y que, en
lugar de encontrar a su amigo, veía a otro que tenía a sus pies al alemán
inanimado.
»De dos saltos de tigre se puso al lado del conde y lo cogió de un brazo.

—¡Perro! ¿Qué haces aquí? — rugió.

»El terror no dejaba al conde articular palabra. Sabía muy bien que no podía
luchar con el terrible indio. Estaba perdido. ¡Qué transición tan espantosa, de la
alegría más exaltada a la fría muerte! Un escalofrío re corrió su cuerpo y comenzó a
temblar.

—¿Lo has matado tú? —dijo «Frente de búfalo», señalando al alemán y a la


maza, mientras sacudía al conde lo mismo que un gigante podría hacer con un
niño.

—Sí — balbució el conde.

—¿Por qué?

—Por el tesoro.

—¡Mentira! Tú eras su enemigo y antes de ahora habías deseado su muerte.


¡Ay de ti!

»El indio se inclinó para examinar el cuerpo de su amigo, que yacía en la


más completa insensibilidad. Don Alfonso podría haber aprovechado la ocasión
para coger la maza y haber intentado luchar, por lo menos, pero estaba todavía
bajo la impresión que le había producido la contemplación del tesoro, a la que se
añadía ahora la de verse sorprendido por el más famoso de los cazadores de
búfalos. Le ocurría lo que, según se dice, sucede a los pajarillos cuando la serpiente
de cascabel clava en ellos su mirada; ni siquiera intentan huir y se dejan matar sin
resistencia.

—¡Está muerto! —dijo «Frente de búfalo» levantándose—. Ahora voy a


juzgarte y tu muerte será tan terrible como no la ha sufrido nadie hasta ahora. Eres
el asesino del cazador más noble y más valiente que pisó la tierra y yo te haré
padecer mil muertes en una.

»Se colocó ante el delincuente con los brazos cruzados ante el pecho. Todos
los músculos de su gigantesco cuerpo se distendieron y sus ojos se clavaron con
fuerza fascinadora en los del conde.

—¡Ah! ¿Tiemblas? —le dijo desdeñosamente—. ¡Eres un vil gusano, un


cobarde muñeco! ¿Quién te ha revelado el camino de la cueva?

»El interpelado calló. Le pareció que para él había llegado el día del juicio
final y que estaba en presencia del Juez eterno.

—¡Responde! — bramó el cazador de bú falos.

—Karja — susurró el conde.

—¿Karja? ¿Mi hermana?

—Sí.

»Los ojos del indio centellearon como dos ascuas.

—¿Mientes o dices la verdad? Es posible que nombres a mi hermana para


pedir gracia y escapar al castigo.

—Digo la verdad; puedes creerme.

—Será que has usado tus endemoniadas dotes de seducción, para obtener de
ella el secreto del Reparo. Has fingido que la amabas, ¿verdad?

»El conde calló.

—¡Habla! Sólo la verdad puede suavizar tu destino. ¿Sabes cuál es la muerte


que te reservo?

—Dila — murmuró don Alfonso, estremeciéndose.

—En lo alto de la montaña hay un pequeño lago en el que viven los


descendientes de los diez cocodrilos sagrados, que los antiguos reYes de este país
alimentaban con los cuerpos de los criminales. Hay allí animales de más de cien
años que hace mucho tiempo pasan hambre. Voy a subirte allí y a colgarte de un
árbol de manera que quedes a poca distancia de la superficie. Los cocodrilos
levantarán su cabeza hacia ti; pero no podrán alcanzarte. Se matarán unos a otros
por llegar a cogerte; tú respirarás días y noches el olor repugnante que exhalan,
porque la cuerda con que te ataré no te apretará el cuello. Así estarás colgado al sol
abrasador, así te consumirás de hambre y de sed y cuando tu cuerpo se haya
convertido en un cadáver descompuesto, caerá en pedazos y será devorado por los
cocodrilos.

»Don Alfonso oía estas palabras con indecible terror; su lengua había
quedado paralizada de espanto y ni siquiera pudo solicitar gracia de su juez.

—Sólo una confesión sincera puede dulcificar tu suerte —prosiguió el


indio—. Habla, pues. Has obtenido de mi hermana, con malas artes, el secreto.

—Sí — balbució trabajosamente el conde.

—¿Dónde te reunías con ella?

—Junto al olivo del arroyo, detrás de la hacienda.

—¿Cuándo te reveló el secreto? — siguió preguntando el indio.

—Ayer por la noche— fue la respuesta.

—¿Estás solo aquí?

—No; he venido con dieciocho mejicanos.

—¡Ah! ¿Los has traído para que te ayuden a llevar el tesoro y les has
descubierto el secreto?

—No saben lo que tienen que transportar, ni conocen tampoco la entrada de


la cueva.

—¿Dónde están?

—No lejos de este sitio.

—Bien. Dejemos aquí el cadáver y sígueme. No te ato porque no puedes


escaparte. Eres un gusano a quien puedo aplastar de un apretón. Vamos, sígueme.

—¿Qué vas a hacer conmigo? — preguntó don Alfonso, lleno de angustia.

—Ya lo verás.

—Prefiero que me mates ahora mismo.


—No. Has engañado a la hija de los miztecas y has de expiar este crimen.

—¿Cómo?

—Casándote con ella.

—¡Lo haré, lo haré! — exclamó don Alfonso vivamente.

—¡Ah! —dijo el indio con risa siniestra—. ¿Te crees ya salvado? Te casarás
con Karja y la harás condesa de Rodriganda; pero no la tocarás. Sígueme, te digo.

»Lo cogió de un brazo y lo llevó hacia la salida. Se metieron los dos en el


agua y salieron al exterior, sin soltar el indio su presa.

»Parecía que el baño en el agua fría y la impresión de la luz del día habían
libertado a don Alfonso de la paralización que sufría su ánimo. Respiró más
tranquilamente y se preguntó si no habría medio de escapar a su castigo.

—¿Dónde tienes el caballo? — preguntó «Frente de búfalo».

—Allí, a la derecha, atado a un argán.

—¿Dónde están los mejicanos?

—Detrás de aquella colina.

—Entonces vamos a donde está tu caballo.

»Los dos se dirigieron al sitio donde decía el conde que había dejado el
caballo; pero apenas habían atravesado los matorrales que había a la orilla del
arroyo, cuando vieron a los mejicanos a caballo a unos treinta pasos de ellos.

—¡Perro! ¡Me has engañado! —exclamó el indio, cogiendo al conde por el


cuello.

—¡Socorro! — gritó don Alfonso, procurando soltarse.

—¡Toma socorro! — respondió el indio.

»Y diciendo esto le asestó tal puñetazo en la cabeza que lo derribó en tierra,


sin sentido. En el mismo momento se vio rodeado de mejicanos, que no quisieron
hacer uso de sus armas, convencidos de que el indio no podría escapárseles.

»Pero se engañaban. «Frente de búfalo» había dejado sus armas de fuego en


el caballo porque no se estropeasen al atravesar el arroyo; pero llevaba en el cinto
su buen machete. De un salto prodigioso se puso a la grupa del capitán de los
bandidos, le hundió el machete en el pecho y salió al galope, no con dirección a la
hacienda, para que no revelasen sus huellas el camino de la cueva, sino hacia la
pequeña garganta, donde estaban su caballo y el de Helmers. Aquel lugar le
ofrecía facilidad para la defensa.

»Los mejicanos vacilaron un momento, perplejos ante el inopinado ataque a


su jefe; pero al instante, lanzando gritos salvajes, se precipitaron en persecución del
fugitivo. Aquello fue un error imperdonable. Si hubieran disparado sobre él, sin
moverse, el indio no habría escapado a sus balas; pero como disparaban mientras
iban al galope, sus tiros no llevaban seguridad y ninguno tocó a aquél.

»Entonces vieron, de pronto, que el indio se tiraba del caballo y se escondía a


la izquierda, detrás de unos matorrales, dejando abandonado el caballo.

—¡A él! ¡Venguemos al capitán! — exclamaron los mejicanos.

»También ellos desmontaron y se precipitaron a través de los matorrales,


detrás de los cuales había desaparecido el indio; pero apenas habían puesto los
primeros el pie entre sus ramas cuando sonó un tiro, luego otro y después otros
dos y cuatro hombres cayeron muertos. Los demás retrocedieron a toda prisa.

—¡Maldición! —gritó uno—. Tiene cuatro rifles.

—¡Caigamos sobre él antes de que cargue otra vez! — dijo otro.

—No; vámonos —replicó un tercero—. Este desfiladero sólo tiene salida por
aquí. Esperémosle fuera.

»Mientras decían esto y discutían lo que habían de hacer, el indio había


tenido tiempo de cargar otra vez su rifle y el del alemán. Se acercó, arrastrándose, a
los matorrales, hasta que pudo hacer buena puntería y disparó otros cuatro tiros.
Antes de que los mejicanos hubieran podido ponerse a suficiente distancia de
aquel sitio, perdieron oíros cuatro hombres. Eran, pues, nueve los que habían caído
muertos por la valiente mano del cazador de búfalos.

Pero todavía les amenazaba otro peligro mayor.


El apache con sus diez vaqueros podía haber estado en la cueva hacía
mucho tiempo, si no fuera porque la india se había extraviado en la oscuridad y les
había hecho dar un rodeo. Así, no pudieron llegar al lugar en que se desarrollaban
estos sucesos hasta el momento en que ocurría lo que ya queda referido.

—Aquí está el arroyo —dijo Karja a «Corazón de Oso». —Pronto llegaremos


a la cueva.

»El apache examinó aquel paraje, cuidadosamente, en todas direcciones.

—¡Uf! —dijo, deteniéndose y señalando las huellas que se veían.

»Uno de los vaqueros bajó del caballo y miró al suelo.

—No son dos, sino muchos, los que han pasado por aquí — dijo.

—El conde con su gente —dijo «Corazón de Oso» lacónicamente mientras


volvía a emprender la marcha.

»Pronto se detuvo otra vez.

—¡Uf! — exclamó de nuevo.

»Y señaló el lugar en que yacía el cuerpo de un hombre. Al momento


saltaron de sus caballos varios vaqueros para ver de quién se trataba.

—¡Es el conde! ¡El conde Alfonso! —dijeron asombrados.

—¿Herido? — preguntó el apache.

—No se le ve ninguna herida.

—¿Muerto?

—Eso parece.

»El apache movió desdeñosamente la cabeza.

—No muerto —dijo—. Sólo un golpe. Atadlo.

»Estaban ocupados en atar al inanimado Alfonso, cuando oyeron cuatro


tiros en rápida sucesión.
—¿Qué es esto? — preguntaron los vaqueros.

«Corazón de Oso» se adelantó para mirar a través de los matorrales que


había a la orilla del arroyo.

—¡Uf! — dijo por tercera vez.

»En seguida se le unieron los demás.

—Aquí hay un cadáver —dijo un vaquero señalando al del jefe de los


bandidos mejicanos.

—Y allí otros —dijo otro vaquero.

—Ocho —contó el apache—. Todavía quedan nueve. Desmontemos.

»Diciendo esto, bajó del caballo como todos, y cogió su infalible fusil—.
¡Tirar a todos! —ordenó.

»Los vaqueros y él sumaban once. Todos dispararon a la vez, menos el


apache, que quiso conservar sus tiros por precaución. De los nueve mejicanos,
cayeron siete. Entonces se oyó la doble detonación del rifle del apache y a los dos
segundos estaban muertos los dos que quedaban.

»Todos se precipitaron al sitio donde habían caído los bandidos. No habían


llegado aun allí cuando vieron al jefe de los miztecas salir de su refugio.

—¡«Frente de búfalo»! — exclamaron los vaqueros—. ¿Dónde está «Flecha


de Trueno»?

—Muerto — respondió aquél.

—¿Quién lo ha matado? —preguntó «Corazón de Oso» en un tono que era


una sentencia de muerte para el asesino.

—El conde Alfonso.

—¿Dónde?

—Aquí no puedo decirlo —respondió «Frente de Búfalo»—. Volvamos atrás.


Tengo que recoger al conde.
—Ya lo tenemos — dijo «Corazón de Oso».

—¿Dónde está?

—Detrás de aquellas matas.

—¿Está atado?

—Si — respondió uno de los vaqueros.

»Mientras los vaqueros se apoderaban de las armas de los mejicanos


muertos y se las repartían, «Frente de Búfalo», «Corazón de Oso» y Karja volvían
al sitio donde se encontraba el conde. Reconocieron minuciosamente a éste y
vieron que el apache tenía razón: no estaba muerto, sino solamente desmayado.

«Frente de Búfalo» no había mirado, hasta entonces, una sola vez a su


hermana. Dirigiéndose al apache dijo:

—¿Quiere mi hermano cuidar de que nadie se acerque al nacimiento de este


arroyo?

—Sí — respondió aquél.

—Pronto estaré de vuelta.

»Diciendo esto, tomó el camino de la cueva. Cuando penetró en ella, la


antorcha se había apagado. Encendió otra y se acercó al alemán. En seguida notó
que éste se encontraba en otra posición que cuando se había separado de él y en
vista de ello lo reconoció de nuevo. Con indecible alegría vio que el corazón de
Helmers volvía a latir. Por lo visto, éste había recobrado el sentido algún corto
espacio y se había movido; pero, a la sazón estaba otra vez insensible. El indio
cargó con el cuerpo de su amigo y lo sacó fuera de la cueva con todo el cuidado
posible. Cuando llegó al sitio donde le esperaban los otros dos, ya estaban también
allí los vaqueros. Todos habían tomado afecto a Helmers a pesar del corto tiempo
que hacía que lo conocían y cuando lo vieron en aquel estado prorrumpieron en
sinceras lamentaciones. El apache, que tenía su rifle con la culata en el suelo, dio
un golpe en la boca del cañón y dijo:

—Si mi hermano blanco muere, ¡ay de su asesino! Las aves del bosque
destrozarán su cadáver. Shosh-in-lietf, el jefe de los apaches, lo ha dicho.
—Mi hermano será uno de los que le juzguen —le dijo «Frente de Búfalo».

»El apache se inclinó sobre el alemán y le examinó la cabeza.

—Es un golpe de maza —dijo—. Los huesos del cráneo deben de estar
lesionados. Que hagan unas parihuelas con dos caballos, para llevarlo a la
hacienda. Yo voy a buscar orégano, que cura todas las heridas y que evita que se
produzca la fiebre.

»Cuando los vaqueros se alejaron para preparar las parihuelas y «Corazón


de Oso» fue en busca del orégano, quedaron solos «Frente de Oso» y su hermana.

—¿Estás incomodado conmigo? —preguntó Karja en voz sumisa.

»El se la quedó mirando un rato y después dijo:

—El Buen Espíritu ha abandonado a la hija de los miztecas.

—Por poco tiempo ha sido — respondió ella.

—Pero ese poco tiempo ha bastado para que ocurran muchas desgracias. ¿Te
prometió el conde casarte contigo?

—Sí.

—¿Y tú lo creíste?

—Sí. Me dio un documento en que constaba su promesa.

—¡Uf! ¿Tienes el documento?

—Está en mi cuarto.

—Se lo darás a tu hermano.

—Tuyo es. ¿Me perdonas? —preguntó, ella temblorosa.

—Sólo te perdonaré si me obedeces.

—Obedeceré. ¿Qué debo hacer?

—Ya lo sabrás más tarde. Ahora monta a caballo, vuelve a la hacienda y


envía aquí a todos los indios que sean hijos de los miztecas. Diles que Tecalto, su
jefe, los necesita. Que dejen todo y vengan.

—Voy allá.

»Con estas palabras montó a caballo y se alejó.

»El jefe de los miztecas vio que el conde había vuelto en sí. Lo miró con
desprecio y le dijo:

—El rostro pálido no recibirá gracia ahora. Ha mentido.

—¿Cuándo? — preguntó el conde.

—Cuando dijiste que los mejicanos estaban detrás de aquella colina.

—Dije la verdad. Es que me siguieron sin saberlo yo.

—Pero les pediste socorro. Antes, quizá te hubiera perdonado; pero ahora
no te perdono.

»Le volvió la espalda con movimiento orgulloso y no se dignó mirarlo más.


Pronto regresó «Corazón de Oso» y puso un emplasto de la hierba que traía en la
cabeza del alemán, que vendó después.

»También los vaqueros habían terminado su tarea. Con ramas y mantas de


los mejicanos muertos habían hecho una blanda y cómoda parihuela, que sujetaron
a dos caballos y en las que pusieron a Helmers.

—¿Qué hacemos con el conde? —preguntó uno de los vaqueros.

—Ese me pertenece —respondió «Frente de Búfalo»—. Llevad a «Flecha de


Trueno» a la hacienda. «Corazón de Oso» quedará conmigo.

»Los vaqueros se alejaron llevando al alemán consigo. Los dos jefes indios
permanecieron un rato silenciosos y luego «Frente de Búfalo» desató las ligaduras
que sujetaban las piernas del conde, de modo que éste pudiera andar y luego lo ató
con una fuerte correa a la cola de su caballo. Entonces dijo al apache:

—Que me siga mi hermano.


»Los dos montaron a caballo y se alejaron de aquel lugar. El conde seguía
trabajosamente al caballo de «Frente de Búfalo»: aquel era el camino más terrible
que había recorrido en su vida.

»El jefe de los miztecas era el que guiaba. Rodeó la abrupta pendiente de la
montaña y cuando llegó a un sitio más accesible emprendió la ascensión. Al cabo
de una hora llegaron a la meseta que la coronaba y que estaba poblada de espeso
bosque. En medio de éste y circundado por todas partes de una maraña de
arbustos y matorrales casi impenetrable, estaban las ruinas de un antiguo templo
azteca, de forma de tronco de pirámide, con una serie de grandes patios alrededor
y cercado por alta tapia. A la sazón, todo estaba reducido a restos y escombros.

»En uno de aquellos patios se había formado un profundo estanque, que


recibía todas las aguas del bosque. A él se dirigió el azteca con su amigo y el
prisionero.

»El estanque, con el tiempo, se había convertido en un pequeño lago a cuyas


orillas crecían árboles. Los dos jefes se apearon a la orilla del lago. El mizteca se
sentó en la alta hierba e hizo seña al apache de imitarlo. Los dos estuvieron un rato
sentados sin pronunciar una palabra, según es costumbre entre los indios.
Después, preguntó «Frente de Búfalo» a su amigo:

—¿Mi hermano quiere al cazador que llaman «Flecha de Trueno»?

—Lo quiero — respondió el apache.

—Este blanco se proponía matarlo.

—Es su asesino, pues tal vez, muera nuestro amigo.

—¿Qué merece un asesino?

—¡La muerte!

—La tendrá.

»Transcurrió otro rato en sombrío silencio y luego prosiguió «Frente de


Búfalo»:

—¿Mi hermano conoce el pueblo de los miztecas?


—Lo conozco —contestó «Corazón de Oso», asintiendo con un movimiento
de cabeza.

—Era el pueblo más rico de Méjico.

—Sí. Tenía tesoros que nadie podía contar.

—¿Sabe mi hermano dónde fueron a parar aquellos tesoros?

—No lo sabe.

—¿Sabe guardar un secreto el jefe de los apaches?

—Su boca es como una muralla de roca.

—Entonces sepa que «Frente de Búfalo» es guardador de esos tesoros.

—Mi hermano «Frente de Búfalo» debe quemarlos. En el oro habita el


espíritu malo Si la tierra fuera de oro «Corazón de Oso» preferiría morir a vivir.

—Mi hermano tiene la sabiduría de los viejos jefes; pero hay otros que
adoran el oro. Este conde quería poseer el tesoro de los miztecas.

—¡Uf!

—Ha venido con diez y ocho ladrones para robarlo.

—¿Quién le ha enseñado el camino para encontrar el tesoro?

—Karja, la hija de los miztecas.

—¿Karja, la hermana de «Frente de Búfalo»? ¡Uf!

—Sí —contestó éste tristemente—. Su espíritu estaba oscurecido cuando


llegó a confiar en este blanco mentiroso. Él le prometió hacerla su esposa; pero
tenía la intención de abandonarla en cuanto tuviera en su poder el tesoro.

—Es un traidor.

—¿Qué merece un traidor?

—¡La muerte!
—¿Y qué merece un traidor que, al mismo tiempo, es un asesino?

—¡La doble muerte!

—Mi hermano ha hablado sabiamente.

»Hubo otra pausa. Aquellos dos jefes constituían un tribunal terrible e


inexorable, contra cuya sentencia no cabía apelación. «Frente de Búfalo» hubiera
sentenciado solo, pero quiso que el apache se le uniera para dar mayor aspecto de
legalidad a la venganza. Los dos celebraban uno de los llamados juicios de la
pampa, que inspiran terror a los malhechores de aquellos parajes.

»Hablaban en la lengua de los apaches, que Alfonso no comprendía; pero


adivinaba que se estaba tratando de su suerte. Y temblaba ce espanto al pensar en
los cocodrilos de que le había hablado «Frente de Búfalo». Se encontraban a la
orilla del estanque y, precisamente en aquel sitio crecía un gigantesco cedro, cuyas
ramas se dirigían sobre la superficie del agua, inclinándose casi hasta tocarla.
Cuando la mirada del mejicano se fijó en el árbol, se le arrasaron los ojos en
lágrimas.

«Frente de búfalo» prosiguió su requisitoria:

—¿Sabe mi hermano dónde se puede encontrar la doble muerte?

—Que me lo diga el jefe de los miztecas.

—¡Allí!

»Dijo esto, señalando al agua. El apache ni siquiera miró hacia aquel sitio y
dijo, como si se tratase de una cosa-sabida:

—¿Vive ahí el cocodrilo?

—Sí. Vas a verlo.

»Se acercó al agua y gritó:

—¡Yim-eta! (¡Venid!)

»Al oírse aquella llamada comenzó a removerse el agua. Se formaron nueve


o diez estelas y otros tantos cocodrilos se dirigieron hacia la orilla; al llegar cerca de
ella, se detuvieron y sacaron por encima de la superficie sus enormes cabezas
esparciendo un desagradable olor a almizcle. Ninguno de ellos medía menos de
catorce pies. Sus cuerpos parecían troncos de árbol cubiertos de cieno; el aspecto de
sus cabezas era, a la vez, repugnante y cuando abrían y cerraban sus enormes
bocas en señal de hambre se veían largas filas de poderosos dientes que,
seguramente no dejarían escapar lo que cogieran.

»Ante este espectáculo se oyó un grito de horror lanzado por el conde.

»Los dos indios lo miraron con desprecio. El indio sufre los más terribles
tormentos sin pestañear, porque tiene la idea de que el que exhala un solo quejido
en el poste del tormento no puede ir a los eternos campos de caza, que constituyen
el cielo de los pieles rojas. Por esto, se acostumbra a los niños indios a sufrir el
dolor, y de aquí nace su desprecio a los blancos que son más débiles y más
sensibles a cualquier género de dolor que los indios.

—¿Los ves? —preguntó «Frente de Búfalo»

—Son animales que tienen por lo menos diez veces diez veranos. Mira
también los lazos que he traído y que quité a los mejicanos que matamos.

—Comprendo lo que quiere hacer mi hermano — respondió el apache.

—¿Cuánto crees que puede sacar la cabeza fuera del agua un cocodrilo?

—A lo más, cuatro pies, si no toca con la cola en el fondo.

—¿Y cuándo toca?

—Entonces, doble distancia.

—Bien. El estanque es profundo, de modo que los pies de este hombre


deberán estar a cuatro pies del agua. ¿Quién quieres que suba al árbol, tú o yo?

—Subiré yo — dijo el apache.

»Los dos se levantaron y se acercaron a don Alfonso; le ataron las manos a la


espalda y le pasaron un lazo dos veces por debajo de los brazos, de modo que no
pudiera soltarse ni romperse. A este lazo ataron otros dos, cuyos extremos cogió el
apache, que se dispuso a subir al árbol.
»El conde comprendió que sus jueces serían inflexibles y su frente se inundó
de sudor frío, al mismo tiempo que le zumbaban los oídos.

—¡Perdón, perdón! — balbuceó.

Los dos vengadores no le hicieron caso.

—¡Perdón! —repitió—. ¡Haré todo lo que queráis; pero no me colguéis


encima de esos cocodrilos!

»Tampoco esta súplica halló respuesta. «Frente de Búfalo» lo arrastró hacia


el árbol,

—¡No me matéis, no me matéis! los daré todo lo que tengo, mi título, mis
posesiones, toda Rodriganda! ¡Renuncio a todo lo que tengo si me concedéis la
vida!

Por fin habló el jefe de los miztecas.

—¿Qué me importa Rodriganda? — dijo. —¿Qué me importan tu título y tus


posesiones? ¿Has visto el tesoro de los miztecas, que no quiero tocar, y me vienes a
ofrecer tu pobreza? Sigue siendo conde y muere. Mira esos animales que todavía
no han comido un conde blanco. Durante cuatro o cinco días estarás colgado del
árbol, levantando los pies cuanto puedas cada vez que alguno de ellos alargue la
cabeza hacia ti; pero en cuanto se hayan apoderado de ti la debilidad y la fatiga, te
los comerán; entonces de desangrarás y vendrá la muerte. Más tarde, cuando tu
cuerpo se descomponga, se desprenderá del árbol y les servirás de alimento. Este
será el fin de un conde blanco que quiso engañar a una india a quien despreciaba.

—¡Piedad, piedad!, — seguía gimiendo el conde, cada vez con mayor


angustia.

—¿Piedad? ¿La tuviste tú cuando descargaste la maza sobre el amigo del


jefe? ¿La tuviste cuando me hiciste caer en medio de los mejicanos? ¿La tuviste
cuando destrozaste el corazón de la india? Además, no son sólo estos tus crímenes
seguramente. Wahconta no ha permitido al hombre saberlo todo; yo no conozco tu
vida; pero el que es capaz de las maldades que tú has cometido, tiene en su historia
muchas otras, que vengaremos con las que nos has hecho. Eres más malo que estos
cocodrilos que te van a devorar, porque Wahconta los creó para comer carne; pero
creó a los hombres para ser buenos. Tu alma es peor que la suya.
»Dicho esto, arrastró al conde más cerca del agua. Don Alfonso se resistió
cuanto pudo; tenía las piernas libres y se afianzaba al suelo con desesperados
esfuerzos. Entonces, el mizteca le ató una correa a los pies y lo imposibilitó así para
todo movimiento.

—¡Piedad! ¡Compasión! — imploró una vez más el desgraciado.

»De nada le sirvió. El gigantesco indio lo llevó al pie del árbol, por cuyo
tronco trepó el apache, llevando entre los dientes las puntas de los dos lazos.
Cuando llegó a una rama fuerte, pasó las correas alrededor de ella y comenzó a
tirar, mientras «Frente de Búfalo» empujaba al conde. Este iba subiendo
lentamente a lo largo del tronco.

—¡Dejadme, dejadme! —gritaba el condenado a muerte tan espantosa—. los


serviré y obedeceré como si fuera vuestro criado!

—Los condes tienen criados; pero los indios libres no — fue la respuesta.

»El aspecto que ofrecían a la sazón los cocodrilos era terrible. Como el
estanque no podía suministrar el alimento suficiente para todos, estaban
hambrientos desde hacía muchos años. Habían llegado a comerse unos a otros y en
ellos era bien visible los efectos de esta lucha por la existencia, pues a algunos de
ellos les faltaban una pata o algún trozo del cuerpo. Se comprenderá fácilmente la
excitación que se apoderó de ellos al ver una presa probable: se arremolinaron bajo
la rama del cedro, formando un horrible montón y agitaron el agua con las colas,
levantando espuma, mientras sus pequeños ojos ladinos lanzaban destellos
venenosos de codicia y sus bocas se abrían y cerraban con un ruido semejante al
golpe de dos tablas gruesas. Los diez saurios, apretados unos contra otros parecían
un solo animal que se habría tomado por un ingente dragón de diez cabezas y diez
colas.

»El prisionero, al ver aquel espectáculo, se estremeció.

—¡Soltadme, monstruos! — rugió.

—¡Que mi hermano tire con más fuerza!

»Esta frase de «Frente de Búfalo» fue la única contestación.

—¡Malditos seáis por toda la eternidad! — aulló el conde, mientras sus ojos
inyectados en sangre buscaban en vano por todas partes la salvación.
—Ya es bastante —dijo el mizteca, comparando con su experimentada vista
la distancia de la rama al agua y la longitud del lazo de donde pendía el conde—.
Ahora, que mi hermano arrolle el lazo en la rama y lo ate fuertemente.

»El apache obedeció. «Frente de Búfalo», entonces, sujetándose con una


mano a la rama, sostuvo con la otra al conde. Era preciso tener su hercúlea fuerza
para hacer esto. Si la rama no hubiera sido tan fuerte, habría cedido al peso de los
tres hombres, dada su posición perpendicular al tronco. El momento decisivo
había llegado. Don Alfonso lo vio y gritó con sonidos casi inarticulados:

—¿Pero es que no sois hombres? ¿Es que sois demonios?

—Somos hombres que hacemos justicia a un demonio —respondió «Frente


de Búfalo»—. ¡Anda para allá!

»El conde prorrumpió en un grito terrible que se perdió en lejanas


resonancias. El mizteca había abandonado el cuerpo del conde a su peso, dándole,
además, un fuerte impulso que le hizo apartarse del tronco y oscilar con
movimientos de péndulo sobre el agua. Cada vez que, en medio de este vaivén,
pasaba cerca de la superficie, los cocodrilos estiraban la cabeza para tratar de
cogerlo.

—Ya está bien. Que baje mi hermano.

»El apache y «Frente de búfalo» bajaron del árbol y se situaron a la orilla del
estanque, contemplando cómo las oscilaciones iban disminuyendo de amplitud
hasta que el condenado quedó colgado verticalmente de la rama.

»Entonces se comprobó que el mizteca había calculado bien la distancia. Don


Alfonso estaba suspendido de tal manera que los cocodrilos, sacando la cabeza del
agua, podían morderle los pies; así es que se veía obligado a encogerse cada vez
que uno de ellos se esforzaba por alcanzarlo. En el momento que le faltasen las
fuerzas para aquel movimiento, estaba perdido. Mucho había pecado; pero aquella
horrorosa muerte espiaba muchos de sus pecados, si no todos.

—¡Ya está hecho! ¡Vámonos! — dijo el apache, estremeciéndose a su pesar.

—Sigo a mi hermano —asintió «Frente de Búfalo».

»Montaron a caballo y se alejaron, perseguidos, durante largo espacio, por


los alaridos de angustia del conde que allí moriría pronto.
»Bajaron más rápidamente de lo que habían subido, pues entonces ya no
tenían que acomodarse al paso del prisionero como antes. Cuando llegaron al
arroyo vieron allí a muchos indios enviados por Karja. Todos pertenecían a la tribu
condenada a desaparecer, de los miztecas. Su jefe dijo al apache:

—Doy las gracias a mi hermano por haberme ayudado a juzgar y castigar al


rostro pálido. Ahora puede volver a la hacienda y cuidar la herida de «Flecha de
Trueno». Hasta mañana por la mañana no podré ir allá, porque tengo aun mucho
que hacer aquí.

»Corazón de oso se alejó y el mizteca hizo señal a los indios de que se


acercasen. Estos formaron círculo a su alrededor y él, después de pasear por ellos
su mirada, les dijo:

—Somos los hijos de un pueblo que va a morir. Los rostros pálidos nos
persiguen a muerte. Tratan, también, de apoderarse de nuestros tesoros; pero no lo
han conseguido. Vuestros padres ayudaron al mío a ocultar estos tesoros y
ninguno de ellos reveló el lugar donde se encuentran. ¿Sabréis vosotros guardar
también el secreto?

»Todos movieron la cabeza en señal de asentimiento y el más viejo de ellos


respondió en nombre de todos:

—¡Malditos sean los labios que revelen a un blanco ese lugar!

—Confío en vosotros. Un rostro pálido ha descubierto dónde están una


parte de los tesoros y ahora tenemos que ocultarlo en otro sitio. ¿Queréis
ayudarme a hacerlo?

—Sí, queremos.

—Pues entonces jurad por el alma de vuestros padres, de vuestros hermanos


y de vuestros hijos que nunca revelaréis el lugar donde vamos a esconder los
tesoros y que nunca tocaréis la más pequeña porción de ellos.

—¡Lo juramos! — dijeron todos a la vez.

—Bien. Dejad los caballos y venid conmigo

»Los caballos quedaron paciendo al cuidado de uno de los indios encargado,


también, del servicio de vigilancia y todos los demás desaparecieron por la entrada
de la cueva, en la que comenzó una actividad misteriosa.

»El trabajo duró todo el día y la noche siguiente y al despuntar el muevo día,
salieron los miztecas de la cueva, uno detrás de otro, llevando cada uno una carga
que todos colocaron en un montón y que consistía en las pepitas y minerales de
oro más grandes y en las alhajas, que Helmers había elegido.

—Bien —dijo «Frente de Búfalo», contemplando el montón—. Envolverlo en


las mantas y cargadlo en el caballo. Este es el regalo que hacen los miztecas al
único blanco que ha visto el tesoro de los reYes. ¡Qué sea muy feliz con él!

»Cuando estuvo cargado el caballo que habían traído él y el alemán, el jefe


mizteca volvió a entrar en la cueva. La parte de ésta que habían visto Helmers y
don Alfonso estaba ya enteramente vacía. «Frente de Búfalo» echó una mirada a su
alrededor y después se acercó a un rincón donde había, una mecha en el suelo. La
encendió con su antorcha y salió apresuradamente de la cueva.

»Todos se separaron de la entrada de ésta y esperaron. Transcurrieron


algunos minutos y luego se oyó un sordo crujido; la tierra tembló; un humo oscuro
se elevó por la parte de delante de la montaña; las rocas se agrietaron, y el espacio
de ésta había quedado obstruido. El arroyo buscó la salida entre los escombros, al
principio espumeante y furioso y luego más tranquilo cuando se hubo hecho
camino para llegar a su primitivo cauce. El acceso a la cueva del tesoro de los reYes
estaba cerrado.

—Daos la mano y jurad de nuevo que callaréis hasta la muerte — ordenó


«Frente de Búfalo» a los suyos.

»Todos prestaron juramento, y podía asegurarse que todos preferirían morir


a revelar el secreto. Después de echar una última mirada a los lugares que habían
sido teatro de acontecimientos tan extraordinarios en las últimas veinticuatro
horas, se alejaron a caballo.

»Cuando el apache se separó de «Frente de Búfalo» al pie de la montaña del


Reparo, y volvió a la hacienda, encontró a los habitantes de ésta sumidos en
profunda tristeza. El hacendado había enviado a uno de sus vaqueros con el
caballo más rápido, a buscar un buen médico a Monclova. Cuando vio llegar al jefe
de los apaches, se acercó a él para saber noticias.

—¿Vienes solo? —dijo, tuteándolo a la manera india—. ¿Dónde está Tecalto?


—Está todavía en el Reparo.

—¿Qué hace allí?

—No me lo ha dicho.

—He sabido que ha llamado a sus indios. ¿Para qué lo ha hecho?

—No se lo he preguntado.

—¿Y dónde está el conde Alfonso?

—No puedo decirlo.

»El hacendado retrocedió un paso y dijo con disgusto:

—«No me lo ha dicho»... «no se lo he preguntado»... «no puedo decirlo».


¡Vaya unas respuestas!

»El apache hizo un movimiento de disculpa con la mano y dijo:

—Porque mi hermano me pregunta cosas acerca de las cuales no puedo


hablar. Al jefe de los apaches le gustan los actos, no las palabras.

—Pero desearía saber lo que ha ocurrido en la montaña.

—La hija de los miztecas te lo dirá.

—También ella guarda reserva.

—Ya vendrá «Frente de Búfalo» y hablará. Que mi hermano me lleve a ver a


«Flecha de Trueno» para reconocer su herida.

—Ven.

»Cuando entraron en la habitación del alemán, estaban junto a él las dos


muchachas, en silenciosa tristeza. El enfermo se revolvía en su cama, seguramente
presa de sufrimientos; pero tenía los ojos cerrados y no exhalaba un quejido.
«Corazón de Búfalo» le pasó la mano por la cabeza para reconocer la herida al
tacto. El rostro del paciente se contrajo a un pulso del dolor, pero permaneció
mudo.
—¿Qué tal está? — preguntó el hacendado.

—No morirá —respondió el jefe—. Que le renueven constantemente las


compresas de hierbas en la herida.

—Mañana vendrá el médico.

—El orégano sabe más que el médico. ¿Tiene mi hermano algún vaquero
que sea buen jinete y buen cazador?

—El mejor que tengo es el viejo Francisco

—Que lo busquen y le den un buen caballo.

—¿Para qué?

—Para que me acompañe.

—¿Adonde?

—A buscar a los comanches.

—¿A buscar a los comanches? ¿Y con qué objeto?

—¿No conoce mi hermano a los comanches? Les hemos quitado sus


prisioneros, hemos matado muchos de sus guerreros y vendrán para tomar
venganza.

—¿A la hacienda?

—Sí.

—¿Tan lejos?

—El hombre rojo no conoce distancias cuando quiere vengarse y quitar la


cabellera a su enemigo. Los comanches vendrán seguramente.

—¿Y para qué quieres ir en su busca?

—Para enterarme de cuándo vendrán y por dónde.

—¿No sería mejor que te quedases aquí y enviásemos descubiertas?


—El jefe de los apaches prefiere ver con sus propios ojos a ver con los ajenos.
Mi hermano «Flecha de Trueno» quena ir en busca de los comanches; pero ahora
que está herido iré yo en lugar suyo.

—Entonces ve en nombre de Dios. Voy a hacer que llamen a Francisco.

»Al cabo de un cuarto de hora estaba allí el vaquero, que, al enterarse de lo


que se trataba, mostró su alegría de acompañar al apache. Bien provistos de todo lo
necesario para su correría, se alejaron de la hacienda.

»Los caballos mejicanos son de gran resistencia y ligereza. «Corazón de


Oso» y el vaquero corrieron con la rapidez del viento hacia el Norte y antes de que
fuera de noche llegaron al. lugar donde habían acampado por última vez cuando
iban hacia la hacienda con las dos mujeres. No se detuvieron y prosiguieron su
camino.

»Cuando empezaba a oscurecer, detuvo el apache súbitamente su caballo y


miró al suelo. El vaquero hizo lo mismo.

—¿Qué es esto? — preguntó el último—. Aquí veo huellas.

—Sí; de muchos jinetes —asintió el apache.

—Vienen del Norte.

—Y han torcido hacia el Oeste.

—Vamos a examinarlas despacio.

»Desmontaron y reconocieron las pisadas detenidamente.

—Son muchos — dijo el apache.

—Lo menos doscientos — añadió el vaquero.

»El otro aprobó con un movimiento de cabeza y señaló a una huella que
estaba perfectamente marcada.

—Sí —dijo el vaquero con aspecto preocupado—. Hemos tenido suerte, pues
no hace un cuarto de hora que han pasado por aquí.
»El apache, con repentina resolución, se irguió.

—¡Adelante! Tengo que verlos.

»Montaron de nuevo y siguieron las huellas, que se internaban en la sierra.


Justamente cuando estaba desapareciendo la última luz del día vieron en la
cumbre de una altura próxima a ellos, una oscura línea ondulante, compuesta
exclusivamente de jinetes.

—¡Comanches! — dijo «Corazón de Oso».

—Es verdad. ¡Mil diablos, se dirigen hacia la hacienda!

—Van a ocultarse hasta mañana en las montañas —confirmó el jefe con un


movimiento de cabeza.

—¿Qué hacemos?

—Mi hermano volverá en seguida para avisar en la hacienda que el enemigo


se acerca.

—¿Y tú?

—«Corazón de Oso» seguirá las huellas de! enemigo, para ver lo que hace.

»Diciendo esto volvió grupas y se alejó, sin preocuparse de si el vaquero


seguía o no sus instrucciones.

—¡Por Dios —murmuró éste— que un indio de estos es un ser especial! Se


atreve a medirse con doscientos comanches. Y es orgulloso como un rey. Me dice lo
que tengo que hacer y se marcha sin despedirse ni enterarse de si lo obedezco.

»Dirigió otra vez su caballo hacia el Sur y recorrió a la inversa el camino que
había hecho.

»Había que comunicar la mala noticia lo antes posible y así forzó la marcha
de su caballo de tal modo que apenas era media noche cuando llegó a la hacienda.

»Todo estaba allí en profundo sueño y sólo Emma velaba a la cabecera del
enfermo. A ella se dirigió el vaquero en cuanto llegó. Emma despertó
inmediatamente a su padre, que llamó al punto al viejo Francisco.
—¿Es cierto lo que me dice Emma? —preguntó Arbellez.

—¿Qué dice?

—Que vienen los comanches.

—Es verdad, señor.

—¿Y cuándo nos atacarán? No será esta noche.

—Seguramente no.

—¿Son muchos?

—No menos de doscientos.

—¡Virgen Santa, qué desgracia! Van a saquear la hacienda.

—No tenga usted cuidado — respondió el valiente viejo—. Aquí hay brazos
y armas bastantes.

—¿Pero os habéis enterado bien?

—¡Ya lo creo!

—Es que me parece impasible que en tan poco tiempo los exploradores de
los comanches hayan podido reunir aquí un grupo tan numeroso.

—Pero es que no ha ocurrido así.

—¿Pues cómo ha sido entonces?

—Cuando el señor Helmers con el apache libertó a las mujeres y mató a un


comanche, comenzó la venganza de sangre. Es seguro que enviaron
inmediatamente un mensajero a los campamentos que no están lejos del río Pecos.
Así mientras los fugitivos luchaban a la orilla del Río Grande con sus
perseguidores, ya habían salido de su campamento seguramente estos doscientos
hombres. Los que escaparon de la pelea, se habrán reunido con ellos y eso ha
facilitado el viaje a los que venían detrás.

—¿A qué distancia los visteis de aquí?


—A unas seis horas a paso ordinario de caballo.

—¿Y se dirigían a la estancia?

—No. Se han refugiado en la montaña para no ser descubiertos y


seguramente no se dejarán ver hasta mañana por la noche.

—Entonces hay que organizar la defensa inmediatamente. ¡Ahí ¡Si el señor


Helmers no estuviera herido!...

—Puede usted confiar lo mismo en el jefe de los apaches y en «Frente de


Búfalo».

—«Frente de Búfalo» está todavía en la montaña del Reparo. Voy a enviarlo


llamar.

—¿Inmediatamente?

—Sí.

—¿Quiere usted que vaya yo?

—Tú estarás cansado.

—¿Cansado? —repitió riendo el viejo. — Mi caballo sí; pero yo no. Tomaré


otro animal.

—¿Sabes dónde está el jefe?

—No.

—En el nacimiento del arroyo de en medio.

—Bien. Seguramente lo encontraré en seguida. ¿Despierto a la gente de


aquí?

—Sí, despiértala. Es mejor que estemos prevenidos desde ahora.

»Francisco despertó a la gente de la granja y salió después con dirección al


Reparo. Un cuarto de hora después de su marcha ardían alrededor de la hacienda
varias hogueras que alumbraban todo aquel sitio de tal manera, que ningún indio
se habría atrevido a acercarse a la casa.

«Frente de Búfalo» acababa de emprender el regreso a la hacienda cuando el


viejo vaquero se le unió. El indio pensó inmediata mente que había sucedido algo y
le preguntó con viveza:

—¿Por qué has venido? ¿Qué ocurre?

—¡Pronto, a la hacienda! ¡Los comanches vienen! — exclamó Francisco.

»Los ojos del indio relampaguearon de con tentó.

—¡Tan pronto! ¿Quién lo ha dicho? — preguntó.

—Yo mismo los he visto.

—¿Dónde?

»Francisco le contó la expedición que había realizado con el apache.

—Si es así, todavía tenemos tiempo —dijo «Frente de Búfalo»—. Esos


comanches perderán algunas cabelleras en la hacienda del Erina. ¿Está «Corazón
de oso» sobre sus huellas?

—Sí.

—Entonces no hay cuidado. No se nos escaparán.

»Regresaron todos al galope a la hacienda, encontraron a la gente en


movimiento. Arbellez salió al encuentro del cazador de búfalos y le preguntó su
opinión acerca de la defensa. El mizteca miró hacia todas partes y cuando vio los
preparativos guerreros movió la cabeza.

—¿Cree usted que los comanches son indios cavadores? — dijo.

—No — replicó Arbellez—. Los cavadores son imbéciles.

—Pues los comanches no lo son. ¿Por qué, pues estos preparativos?

—¿Es que no vamos a defendernos?

—Nos defenderemos de otro modo.


—¿Cómo?

—Los comanches enviarán exploradores para ver que hacemos.

—Naturalmente.

—No nos atacarán de día.

—Pienso lo mismo.

—Si queremos rechazar su ataque, es preciso que no sospechen que los


esperamos.

—¡Ah! Tienes razón.

—Así pues tenemos que hacer nuestros preparativos ocultamente. ¿De


cuántos hombres dispone usted?

—De cuarenta.

—Es bastante. ¿Tienen todos rifle?

—Sí, todos tienen buenos rifles.

—¿Y habrá municiones suficientes?

—Sí. Además tengo hasta cañones.

—¿Cañones? —dijo el indio asombrado.

—Sí, cuatro.

—No lo sabía. Y ¿de dónde proceden?

—El herrero los ha hecho cuando tú no estabas aquí.

»El jefe indio movió la cabeza con incredulidad.

—¿Y sirven para algo?

—Sí, los hemos probado ya. El cañón es un tronco de argán perforado,


rodeado de una quíntuple chapa de acero. No hay cuidado de que revienten.
—Bien. Los cargaremos de cristales, clavos y trozos de hierro y su efecto será
terrible. Necesitamos también varios montones de leña preparados.

—¿Para qué?

—El ataque será probablemente mañana por la noche. Si tenemos oscura


toda la casa, nos creerán dormidos. En cuanto se acerquen, encenderemos las
hogueras que alumbrarán todos los alrededores de la hacienda, y así podremos
hacer buen blanco.

—Entonces prepararemos los montones en la terraza alta de la casa.

—Bien pensado. Hay que hacer un montón grande en cada esquina de la


terraza y rociarlo con aceite. Con eso basta para iluminarlo todo.

—¿Y dónde situaremos los cañones?

—En cuanto sea de noche, haremos un parapeto en cada uno de los cuatro
ángulos de la casa y colocaremos detrás los cañones, de modo que cubran dos
lados cada uno. Pero mientras sea de día, haremos como si no supiéramos nada y
cada uno se dedicará tranquilamente a sus ocupaciones acostumbradas. ¡Ah!

»Esa exclamación saludó la llegada de un jinete que se apeaba en aquel


momento a la puerta de la hacienda, de un caballo empapado en sudor. Era el
apache.

—¡«Corazón de Oso»! —exclamó el hacen dado—. ¿De dónde viene usted?

—De donde están los comanches —respondió éste.

—¿Y dónde están?

—En el Reparo.

—¿En el Reparo? —repitió «Frente de Búfalo»—. ¿Han acampado allí?

—Sí. Los he seguido hasta la montaña. Llegaron a la media noche.

—¿En qué lado han hecho campamento?

—En el lado de medianoche.


—¡Uf! Si encuentran... —Se interrumpió y añadió aparte al apache—: Si
encuentran al conde...

—Los cocodrilos lo habrán encontrado antes — respondió el apache con el


mismo tono.

»Pero esta presunción no correspondió a la realidad.

»Los comanches eran efectivamente doscientos y los mandaba uno de sus


más famosos jefes, llamado Tokvi-tey que significa «Ciervo Negro». Junto a él
cabalgaban dos exploradores, uno de los cuales conocía bien la comarca que
rodeaba a la hacienda. El otro era uno de los escapados de la derrota que les habían
infligido los mejicanos mandados por el alemán y el apache. Guiados por estos
dos, los comanches no podían equivocar el camino de la hacienda.

»Sin sospechar que el famoso jefe apache los iba siguiendo, caminaban de
uno en uno, a la manera india, por la cresta de la montaña, hasta que llegaron a la
vertiente Norte del Reparo, cuya ascensión emprendieron hasta internarse en lo
más espeso del bosque que la cubría. En aquel sitio hicieron alto.

—¿Sabe mi hijo si hay por aquí algún lugar donde podamos ocultarnos de
día? —preguntó «Ciervo Negro» al guía que conocía aquellos parajes.

»El interpelado reflexionó un momento y contestó:

—Sé uno.

—¿Dónde está?

—En lo alto de la montaña.

—¿Y qué clase de sitio es?

—Las ruinas de un antiguo templo en cuyos patios hay sitio para mil
guerreros.

—¿Se puede estar allí oculto?

—Sí, siempre que no nos vean entrar.

—¿Conoce mi hijo bien ese lugar?


—Sin vacilar.

—¿Y no cree mi hijo que será mejor enviar descubierta?

—Será mejor y más seguro.

—Entonces vamos los dos y que los demás esperen aquí.

»Echaron pie a tierra, cogieron sus armas y penetraron en el bosque.

»El indio posee un instinto topográfico y una sagacidad innata tan grandes
que casi nunca se extravía. El guía se encaminó con sorprendente seguridad a las
ruinas, a través del espeso bosque en que reinaba la más absoluta oscuridad. El jefe
iba tras él. A pesar de la dificultad que ofrecía la orientación en aquellas
circunstancias, llegaron a las arruinadas tapias del templo y penetrando en el
recinto comenzaron a registrarlo todo.

»No encontraron la más pequeña huella de ser humano y ya tenían la


certeza de que se encontraban seguros cuando de pronto se de: tuvieron y
prestaron oído. Había sonado un guito de tal naturaleza que era imposible que
hubiera salido de garganta humana.

—¿Qué es eso? —preguntó «Ciervo Negro».

—Un grito. Pero ¿de dónde procederá?

—Parece el alarido que da al morir un caballo.

—Nunca había oído nada semejante —dijo el guía.

»De nuevo se oyó el grito, prolongado y espantoso.

—¡Es de un hombre! — dijo el jefe.

—¡Sí, de un hombre! —corroboró el guía.

—De un hombre que está con la angustia de la muerte.

—Y presa de la mayor desesperación.

—¿Y dónde estará?


—No lo sé. El eco engaña.

»En esto sonó por tercera vez el aterrador lamento y pudieron apreciar de
qué dirección venía.

»Avanzaron cautelosamente hacia allí y llegaron a la orilla del estanque,


donde oyeron el grito de agonía casi junto a ellos. Aunque los salvajes tenían
nervios de hierro, no pudieron menos de estremecerse.

—Aquí —dijo el guía— en el agua.

—No —repuso el jefe— es más arriba que el agua. ¡Escucha!

»Se oyó gritar y revolver el agua como si hubiera cocodrilos.

»Un resplandor fosforescente salía del agua, agitada por los animales.

—¿Ve mi hijo ese resplandor? — pregunto el jefe.

—Sí.

—Son cocodrilos.

—¿Y el hombre está entre ellos? Es imposible.

—No; el hombre está más alto que ellos, en este árbol.

»Y diciendo esto señaló al cedro que estaba a su lado.

—Entonces tiene que estar atado.

—Seguramente.

»Se repitió el grito y pudieron observar que procedía de un punto situado


entre la superficie del agua y la copa del árbol.

—¿Quién grita así? — preguntó el jefe con fuerte voz.

—¡Oh! — se oyó responder en tono de infinita alegría.

—¿Quién?
—¡Socorro!

—¿Dónde estás?

—Colgado del árbol.

—¡Uf! ¿Sobre el agua?

—¡Sí! ¡Venid pronto!

—¿Quién eres?

—Un mejicano.

—Un mejicano, un rostro pálido —murmuró «Ciervo negro» al oído de su


compañero. ¡Que siga colgado!

»Sin embargo, siguió preguntando:

—¿Quién te ha colgado?

—Mis enemigos.

—¿Y quiénes son?

—Dos pieles rojas.

—¡Uf! —murmuró el jefe—. Se trata de una venganza.

»Preguntó después a qué pieles rojas se refería.

—Un mizteca y un, apache. ¡Venid a socoreerme! ¡Ya no puedo más! ¡Los
cocodrilos van a destrozarme!

—Un apache y un mizteca —dijo el jefe en voz baja—. Esos son enemigos
nuestros. Tal vez deberíamos salvarlo; pero primero que le ilumine el fuego para
saber quién es.

»Se dirigió a un matorral que estaba seco, según había podido reconocer al
tacto cuando pasaba junto a él, hizo un montón de ramas y matas y lo llevó junto al
estanque. Sacó después su eslabón y le prendió fuego. Pronto se elevó una alta
llama a cuya luz se descubrió toda la escena: del árbol pendía un rostro pálido
sobre el agua y encogía las piernas cada vez que un cocodrilo intentaba cogérselas.

—¡Esta es una grandiosa venganza! —dijo «Ciervo negro»—. Ahora nos


responderá, sin miedo a los cocodrilos.

»Trepó por el árbol, tirando del lazo que colgaba al condenado y lo puso
fuera del alcance de las fieras. La llama iluminaba el rostro de los pieles rojas y don
Alfonso conoció por la pintura que llevaban que se trataba de romanches. En
seguida adivinó todo y se consideró casi salvado.

—¿Por qué te han colgado así los hombres rojos? — siguió preguntando el
jefe.

—Porque luché con ellos para matarlos. Éramos enemigos.

—¿Y cómo no mataste a esos perros? Los apaches y los miztecas son unos
cobardes.

—Uno de ellos era «Corazón de Oso», el jefe de los apaches.

—«¿Corazón de oso»? —repitió el comanche—. ¿Y dónde están ahora?

—Ponme en libertad y los tendrás en tu poder.

—¡Júralol

—¡Lo juro!

—Pues entonces voy a darte libertad.

»Tiró con toda su fuerza del lazo y logró elevar al conde hasta que éste logró
apoyarse con el cuerpo en la rama de donde estaba colgado. Con las manos ya
libres, el comanche sacó su cuchillo y cortó el lazo y las ligaduras del mejicano, que
pudo ya sentarse por sí solo en aquélla.

—¡Ah! —exclamó el conde—¡Estoy libre, libre, libre! Y ahora, ¡venganza,


venganza, venganza!

»Sus gritos de feroz alegría resonaron a lo lejos en la noche.

—Ya te vengarás —dijo el comanche, que adivinaba en él un valioso


aliado— pero ¿por qué gritas así? El bosque tiene oídos. ¿No hay nadie cerca de
aquí?

—Nadie, nadie más que yo y estos malditos cocodrilos. ¡Mientras viva no


olvidaré esta noche!

—No la olvides y véngate. Pero ahora bajemos del árbol.

»Hasta que don Alfonso sintió bajo sus pies la tierra firme no se convenció
de que estaba a salvo.

—¡Gracias, gracias! —dijo a sus libertadores—. Pedidme lo que queráis que


yo lo haré.

»El placer que sentía de encontrarse libre, le impulsó a hacer aquella


imprudente promesa. El romanche contestó tranquilamente:

—Siéntate a nuestro lado y contesta a nuestras preguntas.

»Se sentaron en la hierba y el conde estiró sus doloridos miembros con una
sensación de delicia que nunca había experimentado.

—¿Sois del pueblo de los romanches? — dijo.

—Sí.

—¿Eres tú el jefe de ese pueblo?

—Soy Tokvi-tey, «Ciervo Negro».

—¿Y estáis en una expedición guerrera?

»El romanche asintió con la cabeza y dijo:

—¿Conoces la hacienda del Erina?

—La conozco.

—¿Cómo se llama el hombre que la habita?

—Pedro Arbellez.
—¿Tiene una hija?

—Sí.

—¿Y acompaña a esta hija una india de la tribu de los miztecas?

—Sí. Es Karja, la hermana de «Frente de búfalo».

—¿La hermana de Tecalto? — preguntó el indio sorprendido.

—Sí.

—¡Uf! Los hijos de los comanches no sabían esto. De haberlo sabido,


hubieran guardado mejor a la hija de los miztecas. Las dos mujeres han sido
prisioneras nuestras.

—Lo sé.

—¿Lo sabes? — preguntó «Ciervo Negro».

—Sí, porque viven en mi casa.

—¿En tu casa? Tu voz habla en enigmas. Yo creí que vivían en la hacienda.

—Así es; pero la hacienda me pertenece.

—¿A ti? ¿Eres Pedro Arbellez?

—No. Soy el conde Alfonso de Rodriganda. Arbellez es sólo mi arrendatario.

—¡Uf! —dijo fríamente el comanche, le yantándose—. Entonces te


volveremos a colgar sobre el agua como estabas, para que te devoren los
cocodrilos.

»Don Alfonso estaba tan seguro de su situación que preguntó riendo:

—¿Por qué?

—Porque eres el protector de las dos mujeres.

—Siéntate otra vez, «Ciervo Negro». No soy su protector, soy enemigo de


ellas y amigo tuyo. Por ellas he sido colgado aquí; tú en cambio me has salvado. Te
mostraré mi agradecimiento poniendo en tus manos a los tres mayores enemigos
que tienen los comanches.

—¿Y cuáles son?

—Shosh-in-liett.

—¿«Corazón de Oso» el apache?

—Sí. Además Mokaschi-motak.

—¿«Frente de Búfalo» el mizteca?

—Sí.

—¿Y cuál es el tercero?

—El tercero es un rostro pálido; los hombres rojos lo llaman Itinti-Ka.

—¿«Flecha de Trueno», el gran rastreador? —exclamó el. comanche—.


¿Dices la verdad?

—Sí.

—¿Dónde está «Flecha de Trueno»?

—Con los otros dos.

—Pero ¿dónde?

»El comanche preguntaba con vivísimo interés. La esperanza de apoderarse


de aquellos tres famosos hombres le hacía olvidar la fría tranquilidad y el dominio
de sí mismo de que tanto se precian los indios.

—Te lo diré si me prometes antes una cosa.

—¿Qué quieres?

—¿Has venido para asaltar la hacienda?

—Sí — confesó el indio.


—¿Lo conseguirás?

—«Ciervo Negro» no ha sido vencido nunca.

—¿Tienes muchos comanches contigo?

—Diez veces diez dos veces.

—¿Doscientos? Es bastante. Para ti serán los tres célebres jefes y además


todas las cabelleras de los habitantes de la hacienda y todo lo que encuentres en
ella si me prometes no destruir la casa, que me pertenece.

«El comanche reflexionó un momento y luego dijo:

—Sea como tú quieres. Pero ¿dónde están los tres jefes?

—Están precisamente en la hacienda—con testó sonriendo satisfecho el


conde.

—¡Uf! Has sido más astuto que yo—confesó «Ciervo Negro».

—Pero tengo tu palabra.

—El jefe de los comanches jamás faltó a su palabra. La casa es tuya; pero los
tres enemigos, las cabelleras y todo lo que contiene la casa pertenecen a los hijos de
los comanches. ¿La hacienda está construida de piedra?

—De dura piedra y rodeada de empalizadas, pero yo conozco todos sus


rincones y os guiaré. Os encontraréis dentro de la casa mientras todos los que la
habitan están aún durmiendo. Sólo despertarán para morir bajo vuestros machetes
y tomahawks.

—¿Tiene muchas armas el hacendado?

—Tiene bastantes; pero no le servirán de nada.

—¿De cuántos hombres dispone?

—De unos cuarenta.

—¿Cuatro veces diez? Eso supone en total siete veces diez, porque cada uno
de los tres jefes vale por diez.

—No hay que contar a «Flecha de Trueno».

—¿Por qué?

—Porque está herido y tal vez de muerte, de un golpe de maza que le di en


la cabeza

—¡Ah! ¿Has luchado con él?

—¿Y por qué no?

—El que lucha con «Flecha de Trueno» tiene que ser un gran guerrero.

—No soy ningún cobarde, aunque me has encontrado prisionero.

—Ya lo veré cuando nos lleves a la hacienda. ¿Sospecharán que van a ser
atacados por los guerreros comanches deseosos de venganza?

—No lo creo. No se ha hablado de ello.

—Enviaré un explorador.

—Que no se deje ver.

—¡Uf! Entrará precisamente en la hacienda.

—Entonces está perdido.

—Nada de eso. No se trata de un comanche sino de un indio cristiano de la


tribu mejicana de los opatos. No desconfiarán de él y él observará si se preparan
para la lucha con los guerreros comanches. Ya sé todo lo que necesitaba saber. Mi
hijo puede ahora volver para guiar hasta aquí a los guerreros, mientras yo me
quedo con este hombre que es un conde entre los rostros pálidos.

»El guía se alejó y el jefe penetró con don Alfonso en las ruinas del templo.
El conde echó antes de entrar una última mirada al estanque, sobre cuyas aguas
había pasado las más terribles horas de su vida. Los cocodrilos estaban junto a la
misma orilla y sacando la cabeza del agua todo lo que podían miraban con
ansiedad a la presa que se les escapaba.
»A la mañana siguiente, el jefe con el conde y el guía atravesaban el bosque
para ir a reconocer los alrededores. Al llegar al borde de la meseta desde la cual se
veía toda la llanura oyeron una sorda detonación.

—¿Qué ha sido esto? — preguntó «Ciervo Negro».

—Un tiro — respondió el guía.

—No ha sido un tiro, sino una explosión —explicó don Alfonso, que en
seguida adivinó lo ocurrido.

»Se acercaron todo lo posible al borde de la mesta que daba sobre el arroyo y
vieron a «Frente de Búfalo» que se alejaba con sus indios. Don Alfonso se fijó en el
caballo cargado, vio las mantas que llevaban y compren dio que allí iba una parte
del tesoro.

—¿Qué hombres son esos? — preguntó el jefe.

—Son miztecas — respondió el conde.

—Miztecas que morirán y se secarán — dijo despreciativamente el otro.

—No, que todavía tienen bastante fuerza. Mira a su jefe.

—Es un gigante. ¿Será quizá un cazador de búfalos?

—Sí, es un cazador de búfalos; pero el más valiente de todos. Adivina cuál


es su nombre.

—Dilo.

—Es «Frente de Búfalo», el rey de los cazadores de búfalos.

—¡Uf! ¿Ese es «Frente de Búfalo»? —dijo el comanche contemplando con


sombría mirada al mizteca—. No tardará mucho en morir atado al poste del
martirio en el campamento de los comanches.

»A su vuelta a las ruinas, envió el espía a la hacienda. El que iba a


desempeñar tal papel llevaba el traje de un indio civilizado. Se le dio un mal fusil y
el peor caballo de los que había disponibles, y se le encargó que diese un rodeo
para que pareciera que venía del Sur y no del Norte.
»El espía, en cumplimiento de esta orden bajó de la montaña por la vertiente
Norte y describiendo un extenso arco llegó a la hacienda por el lado de Mediodía.

»Cuando entró en el patio de la hacienda estaban asomados a una ventana el


hacendado, «Frente de Búfalo» y «Corazón de Oso».

—¡Uf! — dijo el apache con sonrisa desdeñosa.

—¿Qué pasa? — dijo Arbellez.

—Nuestro amigo quiere decir que ése es el espía que esperamos — dijo
«Frente de Búfalo» explicando la exclamación del apache.

—Pero ése no es un comanche — replicó Arbellez.

—No, es un opato; pero seguramente se trata de un espía.

—¿Cómo lo recibiré?

—Amigablemente. Que no sospeche que pensamos en luchas ni en


enemigos.

»El hacendado bajó en el momento en que el indio iba a pasar a la cocina. Al


ver a Arbellez, lo saludó cortésmente y le preguntó;

—¿Es ésta la hacienda de Erina?

—Sí.

—¿Donde manda el señor Arbellez?

—Sí.

—¿Dónde está el amo?

—Soy yo.

—¡Oh! Perdone usted, señor; no lo sabía. ¿Puedo entrar en la casa?

—Entre usted en nombre de Dios. Aquí es recibido bien todo el mundo. ¿De
dónde viene usted?
—Vengo de Durango a través de las montañas.

—¿De tan lejos?

—Sí. He estado allí algunos años; pero las gentes me han obligado a salir de
aquel sitio.

—Estos lugares parecen más sanos. ¿Necesita usted vaquero, señor?

—No.

—¿Y un cazador de búfalos?

—Tampoco.

—¿No le hace falta un hombre para cualquier otra cosa?

—No, tengo gente bastante; pero a pesar de eso puede usted quedarse y
descansar todo el tiempo que quiera.

—Gracias. Como esta hacienda es la última del lado de la frontera, veré qué
tal me va de cazador de búfalos. ¡Si no fuera por los salvajes!...

—¿Es que le da miedo a usted un indio?

—Uno solo no; pero sí cinco o diez. He oído decir que los comanches
piensan atravesar la frontera.

—Le han informado a usted mal. Se librarán de venir por aquí, porque saben
que llevarían su merecido. Quédese, pues, descanse y coma y beba en la cocina lo
que quiera.

»Diciendo esto se alejó y dejó al indio convencido de que en la hacienda del


Erina nadie pensaba que los pieles rojas pudieran estar por las cercanías. El indio
no parecía necesitar mucho reposo, pues pasó todo el tiempo dando vueltas por la
hacienda y por los alrededores y al llegar el mediodía montó a caballo y se marchó.

»Claro es que no se dirigió hacia la frontera sino que, dando una vuelta fue a
reunirse con los comanches, que esperaban con impaciencia su regreso. Cuando
contó al jefe lo que había visto, «Ciervo Negro» sonrió con expresión feroz y dijo:
—La hacienda tendrá un terrible despertar y los hijos de los comanches
volverán a sus wigwams cargados de botín y de cabelleras.

»Hizo que el conde y el espía le describieran con todo detalle la disposición


de la casa y después se celebró un gran consejo de guerra.

»El acuerdo que se tomó fue el de partir un pronto como oscureciese. A


medianoche, poco más o menos, llegaron los indios a las proximidades de la
hacienda. El plan consistía en rodearla por todas partes; a una señal del jefe, los
comanches asaltarían la empalizada y cercarían la casa. Cincuenta hombres
treparían por una de las ventanas, se repartirían silenciosamente por toda la casi y
entonces comenzaría la matanza.

»Mientras se preparaba el ataque de este modo, en la hacienda se celebraba


otro consede guerra parecido.

—¿Hay aquí petardos? — preguntó «Frente de búfalo».

—Ya lo creo. Los vaqueros no pueden imaginar fiesta sin fuegos artificiales
—contestó el hacendado—. Pero ¿por qué lo preguntas?

—Porque lo importante es quitar a los comanches los caballos para que no


puedan, escapar fácilmente. Hay que averiguar dónde los tienen y en el momento
oportuno se echan petardos entre ellos.

—Se hará así.

—Es que tiene que ser gente a la vez valiente y cautelosa la encargada de
hacerlo.

—La tengo. Pero ¿cuándo construimos los parapetos para los cañones?

—En realidad habíamos pensado no construirlos hasta que oscureciese; pero


como el espía marchó tan confiado en que no sospechábamos nada, creo que ya no
seremos observados. Comencemos.

»Al momento se inició una viva actividad y al atardecer no había ningún


vaquero en praderas como de costumbre, sino que todos estaban dentro de la
empalizada, ocupados en preparar la defensa de la casa.

»Una hora antes de la medianoche, salió el apache de la hacienda para


observar los molimientos del enemigo. Llevaba consigo a dos criados bien armados
y provistos de petardos en suficiente cantidad para dispersar un rebaño de mil
caballos.

»El jefe volvió solo al poco rato.

—¿Vienen ya? — preguntó el hacendado.

—Sí.

—¿Dónde están?

—Han desmontado y rodean la empalizada. Tienen los caballos junto al


arroyo.

—¿Hay mucha gente guardándolos? — preguntó «Frente de búfalo».

—Sólo tres.

—¡Uf!, Nuestros hombres cumplirán bien su misión.

—El hacendado entró en el cuarto del herido donde estaban las dos
muchachas pálidas, pero tranquilas.

—¿Vienen los comanches? — preguntó Emma.

—Sí. ¿Duerme Helmers?

—Profundamente.

—Pues entonces id a vuestros puestos. Tomad las mechas.

»Las encendieron y subieron a la terraza de la casa donde había en cada


esquina un gran montón de leña rociado de aceite. También había allí piedras
gruesas en cantidad y algunos rifles cargados, para que las mujeres pudieran
tomar parte en la defensa de la casa.

»Reinaba el silencio en la noche. Sólo se oía el murmurar del arroyo y de vez


en cuando el relincho de algún caballo en la pradera. Y sin embargo ¡cuántos
corazones latían apresuradamente esperando el momento de la lucha!
»De pronto se oyó el croar de una rana, tan maravillosamente imitado que,
en circunstancias normales, nadie habría reparado en él; pero en aquellos
momentos todos los habitantes de la hacienda comprendieron que era la señal para
el ataque.

»El viejo vaquero Francisco había pedido que se le encargase del cañón que
defendía la fachada de la casa. El cañón estaba cargado con cristales y clavos y bajo
la manta que lo cubría se veía la mecha dispuesta a hacer fuego. Francisco,
acurrucado detrás del pequeño parapeto que protegía el cañón, escuchaba
atentamente para percibir el menor ruido.

»En la ventana del piso bajo, que había a la derecha del zaguán estaba el
apache y en la de la izquierda el jefe de los miztecas. Ambos tenían el rifle en la
mano y su mirada penetrante acostumbrada a ver en la oscuridad lo vigilaba todo.
Como ya se ha dicho, sonó el croar de una rana y en el mismo instante se vieron
aparecer doscientas cabezas por encima de la empalizada y doscientos hombres
saltaron dentro del recinto. Cuando los cincuenta que habían de trepar por la
ventana se acercaban a la casa formando un grupo compacto, el apache apuntó con
su rifle de dos tiros.

—Shne ko (prended fuego) — gritó.

»Diciendo esto disparó y su tiro tuvo un efecto tan rápido como


sorprendente. En el momento que se oyó su voz las muchachas encendieron fuego
a los montones de leña, cuyas llamas iluminaron inmediatamente con claro
resplandor las cercanías de la casa. Los indios se detuvieron un momento,
asustados.

»A la luz de las hogueras el viejo Francisco vio el grupo de los cincuenta


comanches que apenas estaban a quince varas de él. Disparó el cañón y el efecto de
la metralla fue espantoso por la poca distancia a que se hizo fuego. Todo el grupo
de indios se deshizo; se produjo un espantoso montón de cuerpos que se retorcían
en el suelo y antes de que pudieran ponerse a salvo los supervivientes, Francisco
tuvo tiempo de volver a cargar el cañón. El segundo disparo logró el mismo éxito
que el primero. Entre tanto también hacían fuego los otros tres; de todas las
ventanas de la casa y de la terraza salían tiros. De pronto crepitaron a distancia de
la casa los petardos con vivísimo resplandor, cuya luz se veía claramente desde la
terraza, y simultáneamente se oyeron los relinchos y alaridos de los espantados
caballos que rompían sus ligaduras y escapaban al galope haciendo retemblar la
tierra bajo sus cascos.
»Entonces se oyó el grito de furor de los comanches. Todos estaban
desilusionados por el fuego y ofrecían blanco seguro. Por el contrario, las
habitaciones de la casa estaban a oscuras, así es que los salvajes no habrían podido
tirar con acierto, ni aun en el caso de que el pánico general que se había apoderado
de ellos les hubiese permitido disparar con tranquilidad. No esperaban aquel
recibimiento; en los primeros dos minutos habían perdido la mitad de la gente y se
dieron a la huida.

»Sólo uno permaneció firme, «Ciervo negro», que en vano animaba a los
suyos a resistir. Se había situado al principio a uno de los lados de la casa pero al
ver el giro que tomaban las cosas se dirigió a toda prisa hacia la fachada para ver
cómo iba la lucha por allí. Cuando vio los estragos que había hecho el cañón de
Francisco y el montón de cadáveres que cubrían el suelo reconoció que todo estaba
perdido y saltó la empalizada para escapar.

»En aquel momento lo reconoció el apache.

—¡Tovki-key, «Ciervo negro»! — gritó.

»Tenía el rifle descargado y así no pudo hace» uso de él.

—¡«Ciervo negro»! —gritó otra vez arrojando el rifle y sacando el tomahawk


del cinturón— ¿Es que «Ciervo negro» vuelve la espalda al enemigo?

»Mientras decía esto se tiró de la ventana abajo y saltando la empalizada vio


correr al comanche delante de él huyendo a todo correr sin tregua.

—¡Que se detenga «Ciervo negro»! ¡Aquí viene «Corazón de oso» el jefe de


los apaches! ¿Huye de él el jefe de los comanches?

»Al oír aquello, «Ciervo negro» se paró

—¿Eres tú «Corazón de oso»? ¡Pues ver acá! —gritó—. Daré a comer tus
entrañas a los buitres.

»Los dos jefes se lanzaron el uno contra el otro; armados únicamente de sus
tomahawks el arma más terrible que existe. «Corazón de oso» llevaba la mejor parte
en, el combate cuando surgió un hombre, rifle en mano; en don Alfonso.

»Su prudencia le había hecho permanecer del lado de fuera de la


empalizada, pues no tenía el menor deseo de exponer su vida a los tiros enemigos,
y allí aguardó el resultado del ataque. Este no fue el que él esperaba, sino todo lo
contrario. Los comanches huían y en su huida se mezclaban las voces del apache.

—¡Ah! —murmuró entonces—. Quizá podré vengarme.

»Vio que «Corazón de oso» perseguía al comanche y cuando estaban los dos
luchando, se acercó por detrás del apache y de un culatazo de su rifle lo tendió en
el suelo. El comanche sacó inmediatamente su cuchillo para rematarlo y cortarle la
cabellera, pero don Alfonso lo contuvo.

—¡Alto! —dijo—. Este hombre merece otra muerte.

—Tienes razón. —respondió «Ciervo negro» — ¡Pronto a los caballos!

—¿A los caballos? ¡Se han, escapado!

—¿Que se han escapado? — preguntó el jefe aterrorizado.

—Sí. Los han espantado con petardos.

—¡Uf! ¡Vamos, vamos, no sea demasiado tarde!

»Cogieron al apache por los brazos y se alejaron de allí llevándolo a rastras.

»Ya era tiempo. Cuando «Frente de búfalo» desde su ventana observó que el
apache corría tras su enemigo, comprendió que la situación de «Corazón de oso»
era peligrosa y reunió todo lo rápidamente que pudo la guarnición de la casa para
hacer una salida. Encontraron la explanada desierta; sólo se veían allí cadáveres de
comanches por todas partes.

—¡Corramos detrás de ellos! — gritó.

»Se abrió la puerta y los valientes defensores de la hacienda salieron al


campo donde aún había diversas luchas individuales, en las que generalmente los
salvajes llevaban la peor parte. «Frente de búfalo» aun mató a algunos y luego dio
la vuelta a la hacienda en todo el espacio alumbrado por las hogueras; pero no vio
la menor huella del apache.

»Varias horas habían transcurrido cuando «Corazón de oso» volvió en sí.


Abrió los ojos y lo primero que vio fue una hoguera y un grupo de pieles rojas
sentados alrededor de ella. Estaba atado y tenía a su derecha a «Ciervo negro» y a
su izquierda a don Alfonso.

»Cuando levantó la vista al cielo comprendió por la posición de las estrellas


que no debía de faltar mucho para el alba.

»Don Alfonso le vio abrir los ojos.

—Ya ha vuelto en sí — dijo.

»Al oírlo, todos los comanches fijaron sus ojos en él. Todos habían oído
hablar del célebre apache; pero muy pocos lo habían visto «Corazón de oso»
aceptó su cautiverio con la indiferencia externa que caracteriza a los indios. Tenía
fuertes dolores en la cabeza, a consecuencia del golpe; pero recordaba
perfectamente todo lo ocurrido.

—¡La medrosa rana de los apaches está prisionera! — dijo «Cuervo negro».

«Corazón de oso» sonrió con desprecio y comprendió que por entonces no


debía callar.

—¡El león de los comanches ha corrido delante de esta rana! — dijo.

—¡Perro!

—¡Chacal!

—El jefe «Corazón de oso» se ha dejado vencer por «Ciervo negro».

—¡Mentira!

—¡Silencio!

—Ni tú ni nadie me ha vencido. Este cobarde conde de los rostros pálidos es


el que me dio un golpe a traición. Esto es lo que digo y ya no oiréis una palabra
mía más «Corazón de oso» desprecia a los guerreros que huyen como pulgas a la
hora en que se ven los valientes.

—¡Ya hablarás cuando empiece tu tormento!

»El apache no respondió. Había dicho lo que tenía que decir y era ya el
hombre de hierro que no se conmueve por nada. Así lo comprendieron los otros y
por eso dijo el jefe de los comanches;

—El día comienza y no nos conviene quedarnos en este sitio. Vamos a juzgar
a este hombre que se dice jefe.

»Se formó un círculo en silencio y luego se levantó «Ciervo negro» que, en


un largo discurso, relató las culpas del apache.

—¡Ha merecido la muerte! — dijo para terminar.

»Los demás asintieron.

—¿Lo llevaremos a los wigwams de los comanches? — preguntó.

»Se deliberó sobre este punto y el acuerdo fue matarlo en aquel mismo sitio»
por las eventualidades que pudieran surgir en el viaje de regreso.

—Pero ¿de qué muerte ha de morir? — peguntó el jefe.

»En cuanto a este extremo ya fue más difícil el acuerdo, pues a un prisionero
de aquella importancia correspondía un tormento también extraordinario.
Entonces se levantó el conde que hasta entonces no había dicho nada.

—¿Puedo hablar con mis hermanos rojos? — dijo.

—Sí — respondió «Ciervo negro».

—¿Tengo alguna participación en este hombre o no?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque nos has prometido que nos lo entregarías.

—¿Quién lo ha vencido?

—Tú.

—¿Habéis cumplido vosotros lo que me prometisteis?

—No. No hemos podido.


—Pues entonces nuestras promesas mutuas quedan anuladas y este
prisionero pertenece únicamente al que lo haya vencido. Deliberad sobre esto.

»Inmediatamente comenzó una breve pero viva discusión, y como resultado


de ella el apache fue puesto a la disposición del mejicano.

—¿De modo que es mío? — preguntó éste.

—Sí.

—¿Y puedo decidir sobre su muerte?

—Sí.

—Bien; pues será la misma que me estaba reservada a mí. Lo ataremos al


árbol y lo dejaremos colgado encima de los cocodrilos. Así sufrirá los mismos
tormentos infernales que he padecido yo.

»Al oír esto se levantó una exclamación general de júbilo y todos los ojos se
dirigieron al apache para leer en su rostro la impresión que le había causado
aquella decisión; pero la cara del apache parecía fundida en metal: ni siquiera
pestañeó y de sus labios no salió una palabra de súplica.

—¿Tenemos lazos suficientes? — preguntó el conde.

—Sí. Aquí están todavía los mismos de que fuiste colgado tú y uno de los
comanches que ha cogido un caballo también dispone de un lazo que había en la
silla.

»Hay que decir que algunos de los indios habían logrado apoderarse de
nuevo de sus caballos, que andaban errantes por el campo.

—Pues atarlo lo mismo que yo estaba — dijo don Alfonso.

»Así se hizo y después preguntó «Ciervo negro» al prisionero:

—¿Tiene algo que pedir el jefe de los apaches?

«Corazón de oso» miró sucesivamente a todos los hombres que había allí:
eran únicamente dieciséis. En el momento en que volvió en sí y vio que estaba a la
orilla del estanque, en lo alto de la montaña del Reparo, comprendió cuál iba a ser
su suerte. Por eso no se impresionó cuando oyó su sentencia. Cuando hubo mirado
fijamente a todos los presentes, como si quisiera grabar en su mente los rasgos de
cada uno de ellos, dijo:

—El jefe de los apaches no pide nada. El cuchillo devorará a todos los que se
han reunido aquí. «Corazón de oso» ha hablado; no gritará ahora ni aullará como
ha hecho el conde de los rostros pálidos. ¡Howgh!

»Esta última palabra es empleada por los indios como confirmación de sus
palabras, lo mismo que nosotros decimos amén o he dicho.

»Un vigoroso comanche subió al árbol y dos minutos después el apache


estaba suspendido sobre el agua y los cocodrilos se entregaban al mismo terrible
ejercicio que antes se ha descrito.

»Los comanches permanecieron un rato contemplando cómo el apache, con


la mayor sangre fría procuraba hurtar sus piernas a las mandíbulas de los saurios y
luego volvieron a ocuparse de sus asuntos.

—¿Vuelven ahora mis hermanos a sus campos de caza? — preguntó don


Alfonso.

—Antes tenemos que vengarnos — respondió el jefe sombríamente.

—¿Me seguirán si los guío a la venganza?

—¿Adónde?

—Ya lo veremos más tarde cuando averigüemos si somos los únicos que han
logrado escapar.

—Hemos de saberlo desde ahora —afirmó el jefe—. No tenemos ninguna


suerte con mi hermano blanco.

—Ni yo tampoco con mis hermanos rojos. Ahora podéis dividiros y salir en
busca de los vuestros que aún habrá por ahí diseminados. Después, cuando todos
estéis reunidos, os diré el modo de tomar venganza.

—¿Dónde nos reuniremos?

—Aquí, en este mismo sitio.


—Bien. Haremos lo que dice mi hermano blanco y tal vez su segunda
palabra nos traiga mejor suerte que la primera.

»Los comanches se alejaron para recoger los restos de su gente. El conde se


quedó atrás contemplando durante un rato el espectáculo que ofrecían los
cocodrilos procurando hacer presa en los pies del apache y luego siguió tras ellos.
Quería ante todo volver a la orilla del arroyo para ver qué era lo que habían hecho
allí «Frente de búfalo» y los suyos el día anterior y por eso había dejado
adelantarse a los indios.

»En cuanto se perdió el rumor de sus pasos, el rostro del apache se iluminó y
se escapó de sus labios un ¡uf! contenido. El lazo de que estaba colgado le pasaba
por debajo de los brazos; dio un impulso, como hacen los gimnastas en la barra o
en el trapecio y logró ponerse cabeza abajo, con las piernas dirigidas hacia arriba;
así los cocodrilos no podían ya llegar hasta él.

Tenía los brazos sujetos el uno al otro por detrás; pero felizmente sus manos
no estaban atadas. Una correa que le pasaba por los tobillos mantenía sus pies
unidos; pero le dejaba libre el movimiento de las piernas. En estas circunstancias
fundaba su esperanza de salvación. Se trataba de un hombre mucho más fuerte y
ágil que el conde, quien ni un momento pensó en que podría salvarse, una vez
colgado del árbol.

«Corazón de oso» consiguió coger el lazo con las manos y al. mismo tiempo
afianzarse a él con las rodillas. Doblando el cuerpo y haciendo flexión
sucesivamente con aquéllas y con éstas, esfuerzo para el cual hacía falta un vigor
excepcional, logró al fin, rendido de fatiga y empapado en sudor, colocarse
atravesado en la rama que lo sostenía. Allí descansó unos minutos. Como todos los
movimientos los había hecho con la cabeza abajo, sentía un fuerte mareo.

»Por el momento había escapado a los cocodrilos; pero su situación seguía


siendo sumamente peligrosa. Si volvía uno de los comanches o no conseguía
soltarse las ligaduras, estaba perdido a pesar de todo.

»Se encontraba atravesado de espalda en la rama, en la misma posición que


los gimnastas cuando van a dar una vuelta sobre su cintura. Dobló las rodillas
cuanto pudo y logró alcanzar con las manos a la correa que sujetaba sus pies.
Tanteó los nudos y procuró deshacerlos. Mucho tiempo y esfuerzo le costó; pero
finalmente llegó a soltarlo. ¡Ya tenía las piernas libres! Echó una de ellas por
encima de la rama y después se sentó en ella. Una vez en esta postura, retrocedió a
lo largo de la rama, hasta que, con las manos, que seguían atadas a la espalda,
pudo llegar al sitio en que estaba sujeto el extremo del lazo a la rama. Entonces
comenzó un largo y penoso trabajo para soltar la correa. Con los dedos sangrando
de los esfuerzos que hizo, llegó por fin a desatarla también; ya no le quedaba más
que deslizarse por el tronco abajo. Si éste hubiera estado vertical, no le habría sido
posible hacerlo; por fortuna tenía una gran inclinación.

»El apache llegó al tronco, siempre cabalgando de espaldas sobre la rama y


lo rodeó con las piernas, dejando caer luego el cuerpo cabeza abajo. Aflojando y
apretando sucesivamente las piernas se dejó arrastrar hacia el suelo donde llegó
felizmente, aunque extenuado. Estaba en salvo.

—¡Uf!

»Esta silaba fue el único grito de alegría que se le escapó. Echó una mirada a
los cocodrilos que estaban cerca de la orilla mirándolo con codicia y dando
coletazos y luego se internó en el bosque.

»Se trataba ahora de desatarse las manos. Mirando a un lado y otro, acabó
por descubrir lo que buscaba: una roca que ofreciese un borde lo suficientemente
afilado para cortar las correas. Se volvió de espalda a la roca y aplicando allí las
ligaduras y restregándolas arriba y abajo cayeron las correas al cabo de un rato. ¡Ya
podía decir que estaba por completo salvado!

»La lucha que se había iniciado dentro de la empalizada continuaba fuera de


ella en el campo libre. Había degenerado en combates singulares, algunos de los
cuales había llevado a los contendientes lejos de la hacienda y se prolongó durante
más de una hora.

»Entonces «Frente de búfalo» reunió a toda la guarnición de la hacienda. Los


indios muertos yacían diseminados formando un gran arco alrededor de éste y a
pesar de la oscuridad los vencedores calculaban que habían caído más de un
centenar.

—Han recibido una terrible lección y no volverán por aquí tan fácilmente —
dijo Arbellez, altamente satisfecho de su victoria.

—Mire usted este montón, señor —le dijo el viejo Francisco señalando a los
cadáveres de los indios que había delante de la entrada de la casa—. Esto es obra
de mi cañón. Las postas, y los cristales han hecho un efecto espantoso. Los cuerpos
están materialmente destrozados.
—Aún no hemos terminado nuestra tarea dijo entonces «Frente de búfalo».

—¿Pues qué más hay que hacer? — preguntó el haciendero.

—Tenemos que exterminar a los comanches que hayan quedado con vida.

—¿Y dónde los encontraremos?

—¿No ha notado usted que en el lado de allá del arroyo no hay ningún
cadáver?

—Sí, es cierto que todos están de este lado. —Eso quiere decir que todos han
tomado la misma dirección al huir. Sabemos ya dónde acamparon antes de
atacarnos.

—Sí, en el Reparo.

—Pues bien; todos los cadáveres están en la dirección de esa montaña y de


eso se desprende que los comanches tenían orden de reunirse allí después de la
lucha. Debemos, pues, buscarlos allí. Deme usted veinte de sus vaqueros.

—Con mucho gusto.

—Pero ¿dónde estará el apache? — preguntó Francisco.

—Prisionero — respondió el jefe de los miztecas.

—¡No es posible! — exclamó el hacendado aterrorizado.

—Ya lo creo — replicó el mizteca.

—¿Por qué lo crees así?

—Porque no está aquí.

—Es posible que esté persiguiendo al enemigo.

—No. Sabe muy bien que de día podrá hacerlo mejor que ahora.

—Entonces estará muerto o herido.

—No. Lo hubiéramos encontrado. El perseguía a «Ciervo negro». Los


comanches al ver a su jefe en peligro se habrán arrojado sobre él. Eran muchos y lo
habrán hecho prisionero.

—Entonces hay que libertarlo — dijo Francisco.

—Lo libertaremos —dijo «Frente de búfalo» en tono de absoluta


seguridad—. Voy a llevar su rifle para que lo tenga cuanto antes. ¡A caballo!

»Los veinte hombres salieron al galope. Para no ser descubiertos por los
comanches que aun anduvieran errantes por el campo dieron un gran rodeo y al
despuntar el día se encontraban en la falda Sur de la montaña.

—¡Pie a tierral — ordenó «Frente de búfalo».

—¿Por qué? — preguntó Francisco, que formaba parte de la expedición.

—Porque a caballo no podremos acercarnos sin que se entere el enemigo.


Que se quede Sánchez aquí con los caballos.

»El vaquero así llamado quedó guardando a los animales y los demás
emprendieron la ascensión protegidos por los árboles. Cuando llegaron a la meseta
que coronaba la montaña era de día completamente. Acababan de atravesar un
pequeño claro del bosque cuando cerca de ellos se oyó un grito:

—¡Uf!

»Miraron en aquella dirección y vieron un indio sin armas que venía


corriendo hacia ellos.

—¡«Corazón de oso»! — exclamó uno de los vaqueros.

—¡Sí, es él!, ¡Es el apache! — dijo «Frente de búfalo» con alegría.

—Entonces no lo habían hecho prisionero.

—Lo han hecho prisionero. ¿No veis que no trae armas? —dijo «Frente de
búfalo»—. Habrá estado prisionero y ha conseguido escaparse.

»El apache atravesó como una flecha el claro del bosque y se detuvo delante
de ellos.
—¡Uf! —lo saludó el mizteca—. ¿Mi hermano «Corazón de oso» estaba
prisionero?

—Sí — dijo asintiendo el apache con la cabeza.

—¿Fueron muchos los enemigos que se apoderaron de él?

—No. Yo estaba luchando con «Ciervo negro» cuando vino el traidor rostro
pálido por detrás y me hizo caer al suelo de un culatazo en la cabeza.

—¿Qué rostro pálido?

—El conde.

—¡Ah! ¿Es que vive? ¿No lo han comido los cocodrilos? — preguntó
sorprendido el mizteca.

—Vive. Los perros romanches lo encontraron y lo pusieron en salvo.

—¿Y él los ha guiado a la hacienda?

—Sí. Ha luchado con ellos a su lado contra nosotros.

—¿Contra su casa y contra su gente? Tenemos que arrancarle la cabellera.


¿Dónde está?

—Se ha ido por la montaña; pero volverá para reunirse con los romanches
junto al estanque de los cocodrilos.

—¡Ah! Es como yo había pensado. ¿De modo que van a reunirse junto al
estanque?

—Ya han estado allí antes. Ahora han ido a la llanura para recoger a los
suyos dispersos y volverán allá.

—¿Lo sabe con certeza mi hermano?

—Se lo he oído decir cuando estaba colgado del árbol.

—¿De qué árbol?

—Del árbol de los cocodrilos.


«Frente de búfalo» hizo un gesto de horror.

—¿«Corazón de oso» ha estado colgado encima de los cocodrilos? —


preguntó.

—Sí.

—¿Cómo el conde?

—Lo mismo. El conde me sentenció y me ataron, con lazos.

—¿Y cómo ha conseguido escaparse mi hermano?

«Corazón de oso» respondió en tono indiferente:

—El jefe de los apaches no se asusta de los comanches ni de los cocodrilos.


Esperó a que se alejase el enemigo y luego se soltó.

—«Corazón de oso» es el favorito del gran Manitú —dijo «Frente de


búfalo»—. Es un guerrero fuerte y prudente. Otro no hubiera podido salvarse.
¿Cuándo volverán los comanches?

—No lo han dicho. Nos esconderemos y esperaremos su vuelta.

—Entonces no debemos dejar huellas que nos descubran. Aquí está el rifle
de mi hermano; se lo he traído.

—«Ciervo negro» me ha cogido las demás armas —dijo sombríamente el


apache—; pero tendrá que devolvérmelas y además me entregará las suyas. Que
mis hermanos me den pólvora y balas y luego los guiaré.

»Cuando hubo recibido lo que pedía, se deslizaron todos silenciosamente a


través del bosque, borrando sus huellas, hasta llegar al estanque. Vieron que no
había vuelto ninguno de los comanches y se escondieron de tal manera que sin ser
vistos ocupaban una posición dominante.

»Después de haber dado sus instrucciones a cada uno de los hombres para
que todos tirasen de modo que ningún enemigo recibiese dos balas a la vez, los dos
jefes volvieron a reunirse.

—Y ahora —dijo «Frente de búfalo»— los comanches verán que el jefe de los
apaches se ha escapado. ¿Cómo haremos para que no se enteren de que ha recibido
auxilio?

—No lo verán — respondió el apache.

»Diciendo esto salió del escondite que se había buscado detrás de un


matorral y se acercó al árbol de que había estado colgado. Junto al tronco estaban
aún los lazos que lo habían sujetado. Cogió una piedra aguzada y con ella machacó
los extremos inferiores de las correas, de modo que parecían haberse roto por allí.
Después trepó por el tronco y volvió a atarlas a la rama, exactamente del mismo
modo que estaban atadas antes. A consecuencia de aquella maniobra todas las
apariencias eran de que el condenado había sido devorado por los cocodrilos.

»Cuando volvió a su puesto, «Frente de búfalo» le dijo:

—Mi hermano ha hecho muy bien. Ahora no pensarán los apaches que ha
escapado a los cocodrilos.

»Pasado un gran rato, oyeron las pisadas de dos caballos y aparecieron dos
comanches.

—¡Uf! — gritó uno de ellos, al ver que el apache no estaba suspendido de la


rama.

—¡Ha huido! — dijo el otro.

—No —repuso el primero—. El lazo está roto. Los cocodrilos lo han


devorado.

—No irá a los eternos campos de caza, porque ha ido comido por animales
—dijo el otro—. Su alma vagará entre las sombras que se consumen de dolor y
tristeza. El apache ha sido maldito en esta y en la otra vida.

—Hemos llegado los primeros. Desmontemos para esperar a los hermanos.

»Echaron pie a tierra y se dispusieron a atar sus caballos.

—¿Nos apoderaremos de ellos? — preguntó el apache en voz baja.

—Sí; pero mi hermano no tiene machete — respondió el mizteca.


—¡Bah! Se lo quitaré a este comanche.

»Dejó su riñe y se deslizó hacia donde estaban los comanches, seguido de


«Frente de búfalo» y protegido por los matorrales, hasta llegar lo más cerca posible
de aquéllos. Entonces, dando saltos como dos tigres se lanzaron sobre los dos
enemigos. «Corazón de oso» cogió a uno de espaldas por la garganta y sacándole
el machete del cinturón se lo hundió en el pecho. Dos minutos después, le había
cortado la cabellera. «Frente de búfalo» hizo lo mismo con el otro. La sorpresa del
ataque no permitió a los comanches exhalar siquiera un grito.

—¿Qué hacemos con los cadáveres? — preguntó el mizteca.

—Echárselos a los cocodrilos.

«Los animales habían observado la proximidad de carne humana y estaban


con la mitad del cuerpo en la tierra, esperando a ver si les llegaba algo de aquélla.
Los dos jefes recogieron las armas y las cabelleras de los muertos y luego arrojaron
los cadáveres a los saurios. ¡Con qué feroz apresuramiento se arrojaron éstos sobre
su presa! En menos de un minuto los dos cuerpos fueron despedazados y
devorados. No quedó de ellos más que un trozo de mano con dos dedos, arrojado a
la orilla por el movimiento del agua, que producían los cocodrilos con. sus
coletazos.

»Los dos jefes, después de hacer desaparecer sus huellas y toda señal de
sangre en las hierba, volvieron a su escondite.

»No hacía mucho que estaban en él cuando oyeron de nuevo el ruido de


pisadas de caballo. Y se acercó al estanque un grupo de unos treinta comanches, a
cuyo frente iba «Ciervo negro». Entonces se repitió la misma escena de antes. El
jefe de los comanches vio que el apache había desaparecido y al principio mostró
desconfianza.

—¡Uf! —exclamó—. El apache se ha escapado.

»Se acercó a la orilla del estanque y vio la media mano que había allí. Bajó al
momento del caballo, la cogió y después de examinarla dijo:

—¡Uf! Se lo han comido. Este es un pedazo de su mano izquierda. Id a ver


cómo están los lazos.

»Su orden fue obedecida y todos convinieron en que las cocodrilos: habían
arrancado al apache de sus ligaduras.

—Ha ido al reino de la sombra. Ninguno de los enemigos que ha matado


estará a su servicio — dijo el jefe, y arrojó al agua la mano, que fue devorada
instantáneamente por uno de los animales.

»A una señal suya, todos desmontaron y acamparon cerca del agua.

»Todavía se les unieron unos cuantos retrasados, de manera que la banda


aumentó hasta cerca de cincuenta hombres. Ninguno se preocupó de registrar la
parte del bosque próxima a ellos, señal segura de que «Ciervo negro» no pensaba
permanecer mucho tiempo en aquel lugar. Después de un largo rato de silencio
preguntó:

—¿Quién ha visto al rostro pálido?

—¿Al rostro pálido que es conde? — dijo uno.

—Sí.

»Resultó que ninguno lo había visto.

—¡Que se busquen sus huellas!

—Eso es peligroso para nosotros — susurró el apache.

«Frente de búfalo» asintió con un movimiento de cabeza y dijo en, el mismo


tono:

—Hemos borrado nuestras huellas por aquí cerca; pero en cuanto se alejen
un poco, las encontrarán. Empecemos, pues.

»Al momento tosió fuertemente. No era aquello, como parecía a primera


vista, una imprudencia, sino una señal que tenía dos objetos; advertir a los suyos
que había llegado el momento de la acción y además, hacer que todos los enemigos
se volviesen hacia el sitio donde estaban ellos, ofreciendo así un buen blanco.

»Su pensamiento se logró, pues aún no se había extinguido la vibración de


su tos, cuando veinte rifles apuntaron a los comanches, que, al oír el ruido, miraron
al punto de donde procedía.
—¡Fuego!

»A esta voz de mando del mizteca se oyeron primero veintidós tiros y luego
otros dos de los rifles de los dos jefes. Otros tantos comanches cayeron y los
restantes se lanzaron a sus caballos. Hubo un momento de confusión que
aprovecharon los vaqueros para volver a cargar sus armas. Los comanches al ver
caer a tantos de los suyos creyeron que había oculto un número de enemigos
mayor y así no pensaron en luchar sino que a toda prisa corrieron a sus caballos
para huir. Muchos de ellos, en su apresuramiento, no se detenían a buscar su
propio caballo y cogían el primero que tenían a mano, y que les disputaba el
legítimo dueño, con lo cual se originó una dilación que les fue fatal. Sonó una
segunda descarga y sus efectos fueron casi iguales a los de la primera.

«Corazón de oso» se había reservado a «Ciervo negro» y por eso ninguno de


los otros había disparado sobre él. En el momento en que el jefe de los comanches
se aprestaba a escapar a caballo con los escasos supervivientes, salió el apache de
su escondite y levantó su rifle; pero como quería apoderarse de él vivo, apuntó al
caballo. Salió el tiro y cayó e| caballo muerto, arrastrando en su caída al jinete. El
apache se lanzó como un rayo sobre éste, antes de que pudiera levantarse.

»Ninguno de los comanches había disparado un tiro y el rifle de su jefe


estaba, como todos cargado. «Ciervo negro» lo descolgó del hombro y apuntó al
apache, gritando:

—¿Aún vives? ¡Muere, perro!

«Corazón de oso» desvió el cañón del rifle y el comanche erró el tiro.

—¡El jefe de los apaches no muere a manos de un cobarde comanche! —


respondió—. Yo, en cambio, te voy a arrancar el alma para que sea mi esclava en
los eternos campos de caza.

»Con estas palabras, asestó un culatazo en la cabeza al jefe, que le hizo


perder el sentido; después lo llevó al sitio donde habían estado sentados los
comanches y esperó tranquilamente a que volviese en sí.

»Los vaqueros no habían perseguido a los pocos comanches que quedaron


con vida, por considerarlos ya inofensivos y se ocupaban en quitar a los muertos
armas y municiones. Los dos jefes se sentaron uno a cada lado de «Ciervo negro» y
no se preocuparon del botín.
»Mientras ataban al prisionero, éste recobró el sentido.

—¿Quiere «Ciervo negro» entonar su cántico de muerte? —preguntó el


apache—. Le concedemos esta gracia.

»El interpelado no respondió.

—Los comanches cantan como las cornejas y las ranas; por eso no quieren
que se les oiga —dijo «Frente de búfalo» en tono burlón.

»Tampoco respondió nada el prisionero a esto.

—Pues entonces morirá el jefe de los comanches sin el cántico de muerte —


declaró el apache.

»Entonces habló por primera vez «Ciervo negro».

—¿Me vais a colgar del árbol?

—No —respondió «Corazón de oso»—. No quiero martirizarte; pero los


cocodrilos te devorarán, ya que tú me destinabas a ser devorado por ellos. Antes te
quitaré la cabellera, para enseñársela a mi vuelta a los valientes hijos de los
apaches y hacerles ver lo cobarde que ha sido el jefe de los comanches. Dame el
machete y el tomahawk que me quitaste.

»Al decir esto, tomó ambas armas del cinto del prisionero.

—¿Es de veras que me vas a arrancar la cabellera? — preguntó éste, lleno de


terror.

—Me pertenece.

—¿Pero en vida?

—Pues ¿cómo he de hacerlo? ¿Quieres que vaya a sacarla del vientre de un


cocodrilo, después de que te haya devorado?

—¡Mátame antes! — suplicó el comanche.

—¡Ah! ¿El comanche tiene miedo? Pues por eso mismo no se le concederá
gracia.
»Cogió su cuchillo, levantó con la mano izquierda el cabello del prisionero,
hizo con la derecha tres hábiles cortes y de un tirón le arrancó del cráneo el cuero
cabelludo.

«Ciervo negro» lanzó un alarido de dolor.

—¡Uf! El comanche es un cobarde que grita — dijo «Corazón de oso».

—¡Échalo al agua! —indicó «Frente de búfalo»—. Pero hazlo a patadas,


porque no es digno de que lo toques con la mano.

—Mi hermano tiene razón. Lo voy a empujar con el pie hasta arrojarlo al
agua, como se hace con un cadáver corrompido que no se toca con la mano. El
valiente jefe de los comanches ha gritado como una vieja. No tendrá su tumba en lo
alto de una montaña ni el fondo de un valle. Los suyos no podrán ir en
peregrinación al sitio donde se conserven sus restos para encomiar sus hazañas,
sino que será enterrado en el vientre de los cocodrilos y yo pondré luna lápida que
diga: Aquí fue devorado por los cocodrilos Tokvi tey, el cobarde comanche, hecho
prisionero por la mano de «Corazón de oso», el jefe de los apaches.

»Los indios y sobre todo los jefes, cifran su más alto honor en no mostrar
nunca miedo, ni exhalar el menor quejido, aun cuando sufran los más atroces
tormentos. Pero el comanche se había conducido del modo más vergonzoso y así,
«Corazón de oso» lo llevó a puntapiés hasta echarlo al estanque, donde los
cocodrilos pronto dieron cuenta de él.

»Los vaqueros ayudaron al apache a hacer el montón de piedras y éste grabó


en la mayor de ellas la inscripción que había anunciado. Después montaron todos a
caballo y regresaron a la hacienda. El apache utilizó uno de los caballos cogidos a
los romanches.

»Cuando el conde se separó del estanque de los cocodrilos bajó de la


montaña para visitar la cueva del tesoro. Al llegar al sitio donde estaba la entrada,
se encontró con un enorme montón de escombros, en los cuales estuvo trabajando
con febril actividad durante varias horas. Pero todos sus esfuerzos resultaron
inútiles y no pudo encontrar la menor huella del tesoro, lo que le hizo pensar que
se lo habían, llevado íntegro los miztecas.

»Con una salvaje maldición en los labios abandonó aquel lugar para no
hacer esperar mucho a los comanches. Subía por la vertiente Norte de la montaña
cuando oyó ruido de caballos y se escondió inmediatamente. Al ver que se trataba
de ocho comanches, les salió al paso.

—¿Adónde vais? — les preguntó.

—¡Uf!, ¡El rostro pálido!—. contestó uno.

—Vamos hacia el valle a la busca de nuestros enemigos.

—¿Por qué? ¿No están arriba los vuestros?

—¡Han muerto! — rugió el indio.

—¿Que han muerto? — repitió asombrado don Alfonso—. ¿Cómo ha sido


eso?

—Los rostros pálidos nos han atacado por sorpresa.

—¡Ah!

—Han quedado muerto cuatro veces diez.

—¡Mil diablos!

—Y al jefe lo han echado a los cocodrilos, después de haberle arrancado la


cabellera el apache.

—¡El apache! ¿Cuál apache?

—«Corazón de oso».

—¡Pero si estaba colgado del árbol!

—Los rostros pálidos que se llaman vaqueros lo habrán libertado. Si tú


hubieras permanecido a su lado, no habría ocurrido esto.

—¿Habéis visto realmente todo lo que decís?

—Sí. Tuvimos que huir; pero como no nos perseguían, dos de nosotros
volvimos sin ser vistos para observar lo que hacían.

—Entonces todo está perdido.


—¡Todo, menos la venganza!

—Sí, la venganza —repitió el conde pensativo—. ¿Qué vais a hacer ahora?

—Regresar a los campos de caza de los comanches.

—¿Para volver aquí con más guerreros?

—Sí.

—¿Sin llevaros siquiera la cabellera de un enemigo?

—¡El Gran Espíritu está furioso con nosotros!

—¿Y sin haber encontrado una migaja de botín?

—Más tarde tendremos cabelleras y botín bastantes.

—¿Y si yo os procurase muchas cosas buenas y útiles ahora mismo?

—¿Qué has de procurarnos tú, que nada tienes, ni siquiera caballo?

—Ahora cogeré uno en las praderas de la hacienda y luego volveré a la


ciudad de Méjico adonde me acompañaréis vosotros.

—¿Para qué quieres que te acompañemos?

—Para defenderme. Un hombre solo difícilmente puede hacer ese viaje. Si


me acompañáis y me dejáis sano y salvo en la capital os haré grandes regalos.

—¿Qué regalos?

—Designadlos vosotros mismos.

—¿Qué tienes tú para poder darnos?

—Yo soy conde, un gran jefe, y mi padre tiene todo lo que os gusta poseer a
vosotros.

—¿Tiene armas, pólvora y plomo?

—De eso os dará todo lo que queráis.


—¿Perlas y alhajas para nuestras squaws?

—También.

»Aquello pareció decidirlos.

—Entonces te acompañaremos y te defenderemos. ¿Darás un rifle a cada


uno de nosotros?

—Sí.

—¿Y dos tomahawks y dos machetes y toda la pólvora que pueda caber en
nuestros bolsillos?

—Tendréis todo eso.

—¿Y alhajas en la misma cantidad?

—Os daré cadenas, sortijas, alfileres y per las que serán de vuestro gusto.

—¡Howgh! Vamos contigo. Pero dos de nosotros tienen que ir a otra parte.

—¿Adónde?

—A nuestras praderas, para traer a los vengadores de los comanches.

—Para eso habrá tiempo después.

—No. La venganza no puede dormir.

—Bien; que marchen dos solamente. Con seis tengo bastante.

—Pero ¿nos darás de verdad lo que nos has prometido?

—Lo juro.

—Entonces te creemos; pero si piensas que nos has engañado morirás.

»Se eligieron los dos mensajeros por sorteo, pues ninguno quiso serlo
voluntariamente, ya que era mucho más agradable ir a Méjico para recibir ricos
regalos que volver cargado de vergüenza al poblado de los comanches. Los seis
restantes eligieron de entre ellos un jefe y luego se separaron de los dos emisarios
para coger un caballo destinado al conde.

»Los dos comanches, como medida de precaución, en lugar de dirigirse


directamente hacia el Norte, con lo cual habrían pasado cerca del teatro de la
desgraciada lucha que acababan de sostener, decidieron, para mayor seguridad,
dar un rodeo y así torcieron hacia la vertiente Sur del Reparo para dar la vuelta por
allí y evadir todo encuentro con sus enemigos. Pero precisamente por su excesiva
cautela dieron en lo que querían evitar.

«Los vaqueros habían arrojado al estanque los cadáveres de los comanches


después de despojarles de sus armas, proporcionando a los cocodrilos un festín
como no habían tenido desde hacía un siglo. Después emprendieron el viaje de
vuelta a la hacienda, llevando al frente a los dos jefes. Seguían su camino muy
atentos.

»En el momento en que iban a salir del bosque para entrar en la llanura, el
apache detuvo su caballo.

—¡Uf! — dijo señalando hacia adelante.

»Vieron a dos indios que se encaminaban precisamente hacia el sitio donde


estaban ellos y al instante volvieron a internarse en el bosque ocultándose entre los
árboles.

—Son comanches —dijo «Frente de búfalo»

—Tenemos que apoderarnos de ellos—agregó «Corazón de oso».

—Vamos a cogerlos vivos. ¡Preparad vuestros lazos! — añadió, dirigiéndose


a los vaqueros.

»Cuando los comanches estaban cerca del bosque, salieron aquéllos a todo
galope a su encuentro. Los salvajes se quedaron un instante sorprendidos; pero al
punto volvieron grupas para huir. De nada les sirvió. Los per seguidores formaron
alrededor de ellos un semicírculo que poco a poco fue convirtiéndose en un
círculo, hasta dejarlos envueltos por completo.

»Cuando se vieron perdidos, echaron mano a sus armas, para vender cara su
vida e hirieron a uno de los vaqueros; pero pronto fueron derribados por los lazos
que les echaron.
»El apache se les acercó y les dijo:

—El número de los comanches ha quedado muy reducido. Los cocodrilos


han devorado a casi todos. También vosotros lo seréis, después de que os hayamos
escalpado, si no contestáis a nuestras preguntas.

»La idea de sufrir la misma muerte que su jefe les hizo estremecerse y uno
de ellos dijo:

—¿Qué quieres saber?

—¿Cuántos habéis quedado?

—Ocho.

—¿Dónde están los otros seis?

—Con el conde.

—¿Dónde está el conde?

—No lo sabemos.

»El apache sacó su cuchillo y dijo con voz amenazadora:

—Si no me decís la verdad, os escalparé vivos.

—¿Y si la decimos?

—Moriréis de una muerte rápida.

—¿Nos dejarás la cabellera y nos enterrarás con nuestras armas?

—Lo haré, aún cuando los perros comanches no lo merecen.

—Pues pregunta.

»Los salvajes tienen la creencia de que el que muere sin armas, sin cabellera
y sin ser enterrado, no puede llegar a los eternos campos de caza.

—¿Dónde está el conde? — preguntó el apache.


—Ha ido a las praderas de los rostros pálidos para robar un caballo.

—¿Y después que va a hacer?

—Ir a Méjico, adonde le acompañarán seis comanches para protegerlo.

—¿Qué les ha ofrecido por este servicio?

—Rifles, cuchillos, plomo, pólvora y alhajas para sus squaws.

»Él apache movió la cabeza.

—No necesita tal protección —dijo—. Podía muy bien encontrar blancos que
le acompañasen. O bien es más cobarde de lo que yo creía, o se propone alguna
cosa que no alcanzamos a ver. ¿Me decís la verdad?

—No mentimos.

—¿Qué dirección ha tomado para ir a las praderas?

—Dirección Este.

—¿Dónde os habéis separado de él?

—En la parte Norte de la montaña que linda con el valle.

—¿Lo habéis encontrado cuando huíais de nosotros y venía él del valle?

—Sí.

—¡Uf! Ya sé dónde ha ido, y encontraré sus huellas. Como habéis


respondido a nuestras preguntas, tendréis una muerte rápida.

»El cazador de búfalos levantó su rifle de dos tiros y atravesó la cabeza a los
dos indios. Ninguno de ellos hizo el menor movimiento al ver la boca del rifle
delante de su rostro.

—Sánchez y Juanito se quedarán aquí para cubrir de piedras a estos


comanches, pues hemos de cumplir la palabra que les hemos dado —dijo
después—. Los demás vamos a seguir las huellas del conde, para ver si lo cogemos.

»Para la aguda vista de «Frente de búfalo» y de «Corazón de oso» fue cosa


fácil descubrir las huellas del conde y de su seis acompañantes, e inmediatamente
se pusieron a seguirlas. Así llegaron a las praderas de la hacienda, que estaban
solitarias, pues todos los vaqueros sé encontraban en la casa. Por las huellas vieron
que allí habían cogido un caballo y se habían dirigido hacia el Sur. Cuan do
llevaban una hora de camino desde la hacienda, «Frente de búfalo» mandó hacer
alto

—No sigamos —dijo—. En la hacienda ha remos falta y ahora sabemos de


fijo que el conde ha ido a Méjico, pues las huellas siguen la dirección de la capital.
No se nos escapará, pues si hace falta lo buscaremos en el mismo- Méjico.

»Volvieron a la hacienda y encontraron todo en el mismo estado en que lo


habían dejado. Los vaqueros estaban ocupados en amontonar los cadáveres de los
comanches y otros en deshacer los parapetos y en retirar los cañones.

»El hacendado les salió al encuentro con alegría.

—¡Gracias a Dios que volvéis!. —dijo—. Estábamos muy preocupados por


vosotros. ¿Qué ha ocurrido?

—«Ciervo negro» ha muerto — respondió «Frente de búfalo».

—¿Ha muerto? ¿Lo habéis vencido?

—Mi hermano «Corazón de oso» le ha quitado la cabellera.

—¿Y los demás?

—También han muerto. De todos los comanches sólo han escapado seis.

—¿Y hacia dónde se han dirigido éstos?

—Hacia Méjico.

—¿Hacia Méjico? ¿Indios salvajes ir a Méjico? ¿A qué van allí?

—A acompañar al conde.

—¿Es que habéis visto al conde?

—Sí. Ha huido de aquí; pero no se nos escapará.


—Dejadlo. Es el amo de esta casa y yo no puedo vengarme de él.

»Los dos jefes se miraron con asombro.

—Pero si es el que ha guiado a los coman ches hacia la hacienda — dijo


«Frente de búfalo».

—Aunque así sea, no tengo los sentimientos de un indio — replicó Arbellez.

—¡Bah! Los blancos no tienen sangre en las venas. Bueno, perdone usted si
quiere al conde; pero yo tengo una cuenta pendiente con él.

—¿Creéis que va estamos libres de los salvajes? — preguntó Arbellez.

—Sí.

—Entonces reanudaremos nuestra vida pacífica. ¿Dónde enterraremos los


cadáveres?

»Por el rostro del mizteca pasó un relámpago.

—No en la tierra — dijo.

—¿Pues dónde? — preguntó Arbellez, sorprendido.

—En el vientre de los cocodrilos.

—Oh. Eso no es cristiano.

—Ni yo ni los comanches somos cristianos. Los comanches son enemigos de


los miztecas y los cocodrilos de los miztecas han padecido hambre mucho tiempo.
¿Es que quiere usted que se produzca una peste en la hacienda con tantos
cadáveres?

—Tienes razón. Haz lo que quieras.

—¿Puedo disponer por el día de hoy de mis veinte vaqueros?

—¿Para qué?

—Para llevar los cadáveres de los comanches al estanque de los cocodrilos.


—Llévatelos, ya que es seguro que, por ahora no se nos atacará.

—¿Qué tal está nuestro hermano «Flecha de trueno»?

—Por fin ha despertado.

—Entonces vamos a verlo.

»Los dos jefes entraron en la casa. El mizteca llevó al apache al cuarto de su


hermana, donde había depositado el oro y las alhajas que estaban destinados a
Helmers. Allí estaba Karja echada en una hamaca y con la mirada fija en el espacio.

»Al verlos entrar, se puso en pie de un salto y dijo:

—¿Habéis vencido?

—Sí.

—¿Y él? ¿Lo han devorado los cocodrilos?

—No —dijo «Frente de búfalo», mirándola fijamente.

—¿No? —Su rostro se puso sombrío y añadió: —¿De modo que habéis
dejado escapar al hombre de quien, tengo que vengarme?

»«Frente de búfalo», satisfecho al ver que ella no pensaba más que en la


venganza, respondió:

—Los perros comanches lo libertaron y pusieron en su lugar a mi hermano


el jefe de los apaches, para que fuese devorado por los cocodrilos.

»La india miró sorprendida al apache. Vio en su cinturón muchas cabelleras


cortadas recientemente y por primera vez se dio cuenta de la varonil hermosura de
«Corazón de oso». Al pensar que podía haber sido desgarrado por los cocodrilos se
apoderó de ella una emoción que nunca hasta entonces había sentido y su rostro
palideció.

—Pero el jefe de los apaches está aquí sano y salvo — dijo.

—Es porque se libertó solo y luego venció a los comanches.


»Como india que era, comprendió bien lo que querían decir aquellas
palabras.

—El jefe apache es un héroe —dijo, envolviéndolo en una mirada de


involuntaria admiración.

—¿De manera que el conde ha huido?

—Se dirige a Méjico en estos momentos.

—¿A reunirse con su padre?

—Sí. Lo escoltan seis comanches.

»Karja se irguió al oír esto y exclamó:

—¿Y lo habéis dejado marchar tranquilamente? ¡Dadme un caballo! ¡Yo lo


perseguiré y lo mataré!

»«Frente de búfalo» se echó a reír. Así le gustaba ver a su hermana.

—Quédate tú aquí —dijo—. No se nos escapará. Yo lo perseguiré.

—¿Le matarás donde lo encuentres?

—Sí. Ha insultado a la hija de los miztecas y morirá por mi mano.

—¡O por la mía! — agregó el apache resueltamente.

—¡Uf! ¿Mi hermano va a acompañarme a Méjico? — preguntó el rey de los


cazadores de búfalos.

»«Corazón de oso miró a la india y su mirada se cruzó con la que ella le


dirigía.

—Karja es la hermana del apache y tiene que ser vengada — respondió.

»En confirmación de sus palabras alargó una mano a cada uno de ellos, que
las estrecharon entre las suyas.

—«Corazón de oso» es verdaderamente el amigo y hermano del jefe de los


miztecas — dijo «Frente de búfalo» —puede venir conmigo tan pronto como yo
termine mi tarea aquí. Vamos ahora a ver a nuestro amigo blanco.

»Los tres cogieron las mantas en que venía el tesoro y las llevaron al cuarto
del enfermo. Este yacía con la cabeza vendada; pero con los ojos abiertos y
animados y al verlos entrar les alargó las manos. El hacendado y su hija estaban
con él.

—Mucho tiempo he estado sin sentido —dijo—. El golpe de maza debió de


ser muy fuerte. Es un milagro que yo viva aún y será otro milagro que me
restablezca.

—¿Tiene mi hermano grandes dolores? — preguntó «Corazón de oso».

—Dolores propiamente, no; siento fuertes zumbidos dentro de la cabeza.


¿Qué ha pasado con lo comanches y qué ha ocurrido en el estanque de los
cocodrilos?

»Los dos indios le contaron entonces detalladamente todo lo sucedido y le


manifestaron su pensamiento de ir en busca del conde y tomar venganza de él en
la ciudad o antes si lo encontraran. El, después de oírlos atentamente, dijo:

—¿De suerte que queréis matarlo?

—Sí —respondió «Frente de búfalo» —pero antes le obligaremos a cumplir


su promesa.

—¿Cuál?

—La de casarse con mi hermana Karja, que nos acompañará a Méjico.

—¡Ah! ¿Vais a hacer eso?

—Sí. No se hace una promesa de matrimonio a una mizteca para


abandonarla luego. Ella desciende de reYes y a su lado un conde blanco no significa
absolutamente nada.

—¿Entonces lo que vas a hacer es casarla con el conde y dejarla viuda en


seguida?

—Sí.
—Eso no lo hará mi hermano.

—¿Por qué no? Ya lo he resuelto y tengo que hacerlo.

—¿Conoces las leYes de los rostros pálidos?

—¿Qué me importan a mí esas leYes?

—En este caso deben importarte mucho que quiera celebrar este
matrimonio.

—Yo le obligaré a hacerlo.

—Es que no será válido el matrimonio. No encontrarás ningún sacerdote


cristiano. Karja no es cristiana y no puede ser la esposa de un cristiano.

—¿Es eso cierto?

—Sí.

—¡Uf, uf! Entonces tendré que renunciar a esto; pero él morirá con más
motivo todavía. ¿Quieres que te enseñe lo que he traído?

»Helmers asintió con la cabeza y entonces desataron las mantas, dejando ver
el oro y las alhajas.

—Esta es la parte del tesoro del rey que te había prometido —dijo «Frente de
búfalo». —Como tú no podías traerla, te la he traído yo...

—¿Pero es posible? ¿Tu promesa era en serio y todas estas riquezas me


pertenecen?

»La mirada que dirigió al tesoro mientras decía esto no demostraba gran
satisfacción.

—Son tuyas —respondió el mizteca—. Ahora eres uno de los rostros pálidos
más ricos que hay. Pero observo que tu mirada es tranquila y que tu rostro no
expresa contento. ¿Es que no te alegra poseer estas riquezas?

—¡Oh, sí! Me alegra mucho; pero no por mí, que seguiré siendo cazador y no
necesitaré de ellas, sino por mi hermano. Con este regalo te conviertes en
bienhechor de muchas personas, pues no se trata sólo de mi hermano, sino que
también beneficiarán a las viudas y los huérfanos, a los pobres y a los enfermos
que hay en mi patria. Casi me ha costado la vida su posesión; el oro es un metal
caro y peligroso y comprendo muy bien por qué los indios no lo aprecian. Pero aun
no puedo decir si aceptaré o no tu regalo.

—¿Por qué? ¿Qué motivos tienes para rechazarlo? — preguntó el mizteca


sorprendido.

»El alemán se pasó la mano por la frente en actitud pensativa y al ver que los
dos pie les rojas le miraban esperando una respuesta, dijo:

—Tal vez los dos jefes «Corazón de oso» y «Frente de búfalo» no


comprenderán bien mis palabras porque son fuertes guerreros que están
acostumbrados, guiados únicamente por la ley de las represalias a vengar sus
agravios. Yo pienso de otro modo que ellos, porque he sido amigo y discípulo de
Winnetou y de Old Shatterhand, que proceden con arreglo a los dictados de la paz
y del perdón. También sé que hay momentos en que un guerrero no debe vacilar
en matar a su enemigo y así cuando se trataba de salvar y de defender a Karja y a
la señorita Emma maté sin compasión todos los comanches que pude. Pero ya ha
pasado el peligro; el enemigo está derrotado y derramar sangre no sólo sería
innecesario, sino inhumano. Sólo unos pocos han podido salvar la vida de los
doscientos comanches: ¿no se ha vertido ya bastante sangre? Además, los muertos
no van a ser enterrados, sino devorados por los cocodrilos. ¿No es este rigor más
que suficiente? ¿Os ha matado el conde? ¿Ha derramado vuestra sangre? ¿No
fueron peores que la misma muerte los momentos que estuvo colgado encima de
los cocodrilos? Yo creo que bastante ha expiado ya sus delitos.

—¿Qué ha expiado bastante...? — preguntó el mizteca.

»Helmers lo interrumpió:

—Que mi hermano no hable ahora y me escuche primero. Si el conde intenta


haceros alguna otra cosa, matadlo; no me opondré a ello; pero ahora deseo que no
lo persigáis y así os lo suplico. Si accedéis a mi petición, admitiré el regalo tuyo; en
caso contrario, no.

—¿De veras que no?

—No. Ya sabes que yo cumplo siempre lo que prometo. No me dejéis mucho


tiempo en la incertidumbre y deliberad pronto. Con el cumplimiento de mis deseos
me procuraréis mayor satisfacción que con la posesión del oro que tanta sangre ha
costado.

—¡Uf! Ya que mi hermano lo quiere así, vamos a deliberar y luego


vendremos a comunicarte lo que hayamos acordado.

»Diciendo esto, se levantó y salió de la habitación con su hermana y el


apache. Emma Arbellez estrechó la mano del alemán y dijo:

—¡Qué actitud más noble la suya! Lo que hace usted me llega al corazón.
Voy ahora mismo a unir mis súplicas a las suyas y nuestros deseos unidos lograrán
más que los de uno solo.

»Salió del cuarto con su padre y al cabo de un cuarto de hora volvieron


todos. «Frente de búfalo» dijo al alemán, que esperaba con impaciencia sus
palabras:

—Has vencido y para vencer te han ayudado los nombres de Winnetou y de


Old Shatterhand. También la señorita nos ha suplicado en el mismo sentido y
renunciamos a nuestra venganza. «Frente de búfalo», el jefe de los miztecas, no
había dejado nunca de realizar lo que se proponía; hoy le ha ocurrido esto por
primera vez. No verterá más sangre y tú podrás aceptar el tesoro del rey. ¿Estás
satisfecho?

—Sí. Este tesoro ha costado la vida a muchos hombres. ¡Quiera Dios que
lleve la felicidad y la bendición a muchos otros! ¡Gracias! ¡Gracias!
TERCERA PARTE
EL BUQUE PIRATA

Ya han oído ustedes, señores, la historia del conde de Rodriganda — dijo el


abogado mejicano—. Poco importa lo que sucediese después a este individuo. Yo
lo único que quería demostrar era que muchas veces hay indios de mejores
sentimientos que los blancos. Los dos jefes, el apache y el mizteca, lo probaron
suficientemente. Y en cuanto a Winnetou, que es un modelo de nobleza y
magnanimidad, como han podido ver muchos rostros pálidos, lo único que
tenemos que lamentar es que su piel sea roja y no blanca. Verdad es que en el
episodio de la compañía de Sam Fire-gun se vertió mucha sangre, como han oído
ustedes; pero no estuvo en su mano evitarlo y los enemigos eran tan peligrosos que
no había que pensar en darles cuartel. Lo que siento es que aquel Sander muriese
en una lucha honrosa; no merecía haber acabado su vida en un combate, sino
colgado de una buena cuerda de cáñamo.

Al oír esto, la señora Thick dijo desde el mostrador:

—Pues así murió precisamente.

—¿Cómo? ¿Ahorcado?

—Sí.

—Pues si acaban de decir aquí que el piloto lo mató de un machetazo en el


desfiladero.

—Pues no es cierto. El caballero que ha contado la historia se ha apartado de


lo sucedido, Ni Sander ni Letrier murieron allí, sino que fueron hechos prisioneros.

—¿Es cierto eso?

El mejicano dirigió esta pregunta al antiguo agente de indios, que al oír todo
aquello, demostraba en su rostro cierta confusión y que respondió:

—¡Ejem! En realidad, murió entonces y en la forma que os he contado.


¿Cómo dice usted, señora Thick que Sander no murió de un machetazo?

—Porque lo sé con absoluta certeza —respondió la posadera, sin hacer caso


de los guiños que le hacía el agente.

—¿Y quién se lo ha contado?

—Quien estaba presente entonces.

—Yo también estaba presente.

—Sí; pero el caballero que me lo ha contado, tuvo mucho que ver después
con Sander.

—¿Y quién es ese señor?

—El policía Treskow.

—¿Y éste tuvo luego que ver con él?

—Sí y si usted no lo cree, él mismo lo con. firmará.

—Para eso necesitaría estar aquí.

—Es que está aquí.

—¿Dónde?

—Vuélvase usted y mire a aquel caballero que está sentado en la última


mesa. Usted no lo ha visto porque hasta hace poco estaba en la habitación de al
lado.

El agente se volvió y cuando vio al señor cuya actitud me había interesado


tanto, se levantó rápidamente, se dirigió hacia él y le alargó las dos manos,
mientras decía:

—¡Mr. Treskow! ¡Es Mr. Treskow! A pesar del montón de años transcurridos
le he reconocido al momento. ¡Qué alegría! ¿Qué hace usted en Jefferson City?

—En estos últimos tiempos he estado aquí muchas veces y siempre he


parado en casa de la señora Thick.
—¿Ha venido usted a negocios?

—¡Ejem! No son precisamente negocios los que yo hago — respondió


Treskow con una sonrisa.

—¿Entonces está usted aquí por asuntos oficiales?

—Sí.

—¿Sigue usted siendo, pues, policía?

—Sí.

—¿Viene usted a coger a alguno de nosotros?

—No, porque estoy convencido de que aquí sólo hay caballeros que nada
tienen que temer a la policía. Estoy pasando unos días en esta casa; me encontraba
sentado en el cuarto de al lado, cuya puerta estaba entreabierta, y desde allí he
oído las historias que aquí se han contado. Cuando usted comenzó a hablar de Sam
Fire-gun, de Pitt Holbers y de Dick Hammerdull no pude resistir a mi curiosidad y
entré en esta sala para oír mejor.

—¿Y me ha reconocido usted?

—En seguida.

—Naturalmente. ¡Qué tontería la mía preguntar a un detective si me ha


reconocido! Tengo una gran alegría en volver a ver a usted y nos va usted a hacer
el honor de sentarse a nuestra mesa. Estos señores le conocen a usted por mi relato,
de manera que no necesito mucho tiempo para presentarlo. Pero la presencia de
usted me ha jugado una mala pasada en relación con mi historia.

—¿Por qué?

—Porque yo había hecho morir a Sanders y a Juan Letrier, que salieron de


aquella aventura con vida.

—Sí, es verdad que se ha tomado usted una licencia que no concuerda con la
verdad.

—Una licencia, esa es la palabra. Se toma uno la libertad de ir contra la


verdad para lograr un efecto artístico más adecuado o para llegar a una conclusión
satisfactoria. Eso último es lo que me ha pasado a mí. Sander y Letrier no fueron
muertos entonces, sino hechos prisioneros, pues Sam Fire-gun mandó a los suyos
que no los matasen, pues los quería vivos y usted también puso mucho empeño en
tener vivo en sus manos a Sander. Pero yo entonces no disponía de tiempo para
estar más en el campamento y al día siguiente me marché con los míos, así es que
hasta hoy no he sabido qué hicieron ustedes con ellos. Como la justicia exigía su
castigo, los he hecho morir sencillamente en la lucha. Así se llegaba a un final que
contentaba a todos y por eso espero que estos señores me perdonarán la pequeña
licencia que me he permitido.

Dicho esto, llevó a Treskow a su mesa, donde todos le saludaron


cortésmente y le preguntaron qué castigo había recibido Sander. Entre los que le
rogaban que satisficiera su curiosidad, estaba, como se comprenderá, el agente,
más interesado que nadie en conocer la verdad y así instó a Treskow para que
satisficiera la curiosidad de todos.

—¿O es que se trata de algún secreto profesional —dijo—, y no puede usted


referirnos lo que ocurrió después de que yo me marché del campamento?

—De ningún modo —respondió Treskow—. Puedo contar a usted todo lo


que allí sucedió.

—Pues hágalo usted. Ya ve usted que todos estamos muertos de curiosidad.


Sander y Letrier fueron atados y conducidos al campamento. Yo me marché al día
siguiente muy temprano. ¿Qué ocurrió después?

—Antes de empezar mi narración tengo que hacer a ustedes algunas


observaciones. Lo primero que he de decirles es que Sander y Letrier no fueron los
únicos que escaparon a la muerte. Hubo otro de los suyos que logró huir y más
tarde nos enteramos de ello a nuestra costa. En su huida se encontró con un grupo
de ogellallahs jóvenes que, por impulso espontáneo, habían salido a reunirse con
sus guerreros para encontrar ocasión de distinguirse. Los mandaba el hijo del jefe
muerto. Encontraron las huellas de la lucha; vieron lo que había pasado y nos
siguieron para vengar la derrota y la muerte de los suyos. Entonces se reunió a
ellos el blanco de que les hablo a ustedes, que era un hombre muy sagaz y que
consiguió encontrar el hide-post del trapper.

—¿El hide-post? ¿Se refiere usted al campamento adónde fuimos después de


la lucha?
—No. Se conocía con el nombre de hide-post un sitio mucho más escondido
que aquél. El campamento era, por decirlo así, sólo una sucursal o avanzada del
hide-post, que ofrecía una mayor seguridad y a este último llevamos los
prisioneros cuando usted se separó de nosotros. El hide-post tenía dos entradas; la
ordinaria, que conocían todos los de la compañía y otra, que había descubierto
Sam Fire-gun y que mantenía secreta. Precisamente esta última entrada es la que
descubrió el blanco y por allí guió a los jóvenes ogellallahs, con lo cual nuestros
propósitos y nuestra situación se modificaron por completo. Ahora les contaré a
ustedes todo, detalladamente. La segunda observación es que al coger a Sander
hicimos una captura mucho más importante de lo que habíamos creído.
Pensábamos tener en nuestro poder al ladrón y estafador a quien buscaba la policía
en vano hacía tanto tiempo; pero era mucho más que todo esto.

—¿Era quizá un asesino?

—Peor que eso.

—¿Todavía peor? No puede haber nada peor que un asesino.

—¿No han oído ustedes hablar de cierta Miss Admiral?

—¿Miss Admiral? ¿Miss Admiral? — repitieron varios de los presentes—.


Claro que sí. ¿Quién no conoce a aquella mujer que era un diablo con figura
humana?

—¿Saben ustedes cómo acabó su vida?

—Sí. Ahorcada en Nueva York.

—¿Y saben ustedes sus crímenes?

»El antiguo agente de indias, respondió:

—Todo el mundo lo sabe. Era hija de un viejo y original marino, que tenía la
manía de no separarse nunca de ella. La vistió de hombre y la llevó a todos los
viajes. Así aprendió ella todo lo relativo a la navegación; hizo sus prácticas y fue
ganando sus grados desde grumete hasta oficial. No sólo tenía dotes naturales sino
talento para aquella profesión y, con su gran práctica y con la enseñanza que le dio
su padre, llegó a saber gobernar un buque con toda clase de tiempo. Pero los
tripulantes que llevaba su padre no la podían ver. Ya de pequeña era una fierecilla
y cuando fue creciendo se fue también desarrollando el demonio que llevaba
dentro y que no la abandonó hasta el patíbulo. ¿Es cierto esto o no, mister
Treskow?

—Es exacto. Pero ya que sabe usted que fue ahorcada, sabrá también que fue
al patíbulo en compañía.

—Sí. Fue ahorcado con ella el «Capitán Negro», un sujeto que era tan malo
como ella o peor.

—¿Conoce usted la historia de éste?

—Sólo sé que de joven era un marino de extraordinaria pericia, que cuando


fue ejecutado tenía poco más de treinta años y que desde mucho antes sus hazañas
habían hecho peligrosos los derroteros más frecuentados. Era un tratante de
esclavos como no había otro; traía su mercancía de África a América y jamás hubo
medio de echarle mano. Nunca llevaba otro oficial ni otro capitán consigo.

—Es verdad; pero eso no Se debía sólo a su habilidad, sino al magnífico


buque que mandaba.

—¿Se refiere usted al «Horrible»? Efectivamente, era una goleta de tres palos
que no tenía igual. El «Capitán Negro» no temía ni siquiera a los vapores, siempre
que hubiera viento para sus velas. Miss Admiral era su segundo o como se llame, y
con dos personas de esa talla reunidas ya pueden ustedes figurarse lo que
resultaría. No sólo hada la trata de negros, sino que consideraban buena presa a
todo buque que encontraban y vencían. Nunca se llegará a saber los barcos que
saquearon y hundieron luego con toda su tripulación. Sería interesante averiguar
cómo se encontraron el «Capitán Negro» y Miss Admiral.

—Eso se lo puedo decir yo.

—¡Ahí ¿sí?

—Lo he visto en los documentos judiciales que han pasado por mis manos.
El era marino de nacimiento y de haber seguido por el buen camino hubiera
llegado muy lejos; pero así como Miss Admiral era una fiera, él era un hombre
astuto y ladino que no aprovechaba para el bien ninguna enseñanza, a pesar de
que sus progresos en todas ellas causaban asombro. La navegación era su elemento
y en él se movía a los quince años mejor que muchos oficiales de la marina de
guerra llenos de experiencia; pero llevaba dentro un demonio que lo apartaba de la
buena senda. Hizo trastadas y jugarretas, que le fueron perdonadas, hasta que las
menudeó en tal forma que ya no se las consintieron y así fue despedido
vergonzosamente del barco en que servía, a pesar de sus extraordinarias
facultades. Desde entonces cambió constantemente de buque; pero siempre
navegaba en los de dudosa reputación. Su conducta era tanto más imperdonable
cuanto que le hubiera sido muy fácil seguir el buen camino, ya que gozaba de una
considerable fortuna, heredada de sus padres. Por entonces se encontró con Miss
Admiral a quien se le había muerto el padre poco antes y que también había
heredado bastante de éste. Los dos comprendieron al momento que habían nacido
el uno para el otro; pero no para casarse, no, pues en este respecto Miss Admiral no
fue nunca una mujer, sino para una relación que pudiéramos llamar de negocios.
Decidieron reunir su dinero y comprar un buque para comerciar en madera de
ébano (negros) y además aprovecharse de lo que se presentase. Satanás les puso a
su alcance el «Horrible» un velero de primera fuerza, que después adquirió tanta
celebridad. Pronto encontraron tripulantes que no tenían nada que perder y por
último se acogieron a la bandera de piratas... El negocio llegó a alcanzar las
proporciones de una gran empresa grandemente productiva. En los primeros
tiempos el «Horrible» tenía dos capitanes, pues Miss Admiral se consideraba igual
a su digno compañero; pero ella fue sometiéndose a este último poco a poco,
reconociendo su superioridad como marino de estudio y tuvo que contentarse con
el puesto de segundo. Esta postergación, como ella la llamaba, la pagaron sus
subordinados. Para ellos era un demonio: el gato de las nueve colas reinó en
absoluto a bordo y el que se atrevía a desobedecer una orden suya era muerto
inmediatamente y arrojado al mar. Aquellos hombres no tenían más remedio que
someterse a esta tiranía, pues estaban fuera de la ley y no podían acudir a nadie en
busca de protección.

»Pronto alcanzó el «Horrible» una espantosa fama y su capitán logró el


sobrenombre de «El Capitán Negro». No se crea que él y Miss Admiral estaban en
relaciones cordiales; por el contrario, vivían en abierta hostilidad y ninguno de los
dos sentía segura su vida. La hazaña más audaz del «Capitán Negro» fue entrar
con ti «Horrible» en el mismo puerto de Nueva York, claro que con bandera falsa y
papeles auténticos, procedentes de un buque que había saqueado y echado a
pique. En la lucha con este buque, había resultado herido y para curarse es para lo
que fue a Nueva York. Al mismo tiempo, tengo que decir a ustedes que, en aquella
ocasión Miss Admiral le jugó una mala pasada de igual audacia. Mientras él estaba
curándose en Nueva York, ella se escapó con el buque y todo el dinero. Mucho
tiempo hacía que deseaba librarse de él; pero la cosa no resultó tan bien como ella
pensaba. Ella sabía gobernar un buque, en efecto; pero no tenía la maestría que el
«Capitán Negro» y que era necesaria para poder escapar a las persecuciones. Fue
atacada por un buque de guerra y después de una lucha desesperada, murieron
todos los que estaban a bordo y los pocos que quedaron con vida fueron
ahorcados. Sólo lograron salvarse algunos hombres que se encontraron en tierra a
la sazón.

»Los vencedores buscaron al «Capitán Negro»; pero no lograron encontrarlo


y supusieron que estaba entre los muertos y que no tenía señal alguna distintiva
por la cual se le pudiera reconocer. al registrar los camarotes se encontraron con
una señora, que decía ser pasajera de uno de los buques hundidos y a quien los
piratas habían conservado la vida para hacerle pagar un alto rescate. Todos la
trataron con el mayor respeto y la desembarcaron en el puerto más próximo. Nadie
sospechaba que aquella señora era la propia Miss Admiral, que tenía a prevención,
para casos como aquél, vestidos de mujer y que, en cuanto vio que toda resistencia
era inútil, se había ocultado bajo cubierta para hacer la transformación.

»Ya pueden ustedes imaginar la cólera que se apoderó del «Capitán Negro»
al enterarse de que el «Horrible» había sido apresado y llevado a puerto casi sin
averías. Creía que su buque estaba aun fondeado en Nueva York y entonces se
encontró solo y sin el menor recurso. Desempeñó los más variados oficios para no
morir de hambre; pero ni por un momento pensó en hacerse hombre honrado; por
el contrario, se convirtió en tan redomado estafador como cruel pirata había sido
antes. Cuando se dio cuenta de que la policía de Nueva York se había fijado en él,
huyó y buscó su seguridad en el Oeste; pero antes se enteró de que el «Horrible»,
después de algunas modificaciones había entrado a formar parte de la marina de
guerra.

Se preguntarán ustedes por qué hablo tanto del «Capitán Negro»: ahora
mismo lo van a saber. Al coger prisionero a Sander, registramos sus bolsillos y
encontramos allí papeles de todas clases, cuya importancia no podían apreciar los
demás; pero cuando me los entregaron, pude descubrir sin el menor asomo de
duda, que Sander no era otro que el «Capitán Negro» y Juan Letrier uno de sus
piratas... Qué captura ¿verdad? No puedo describir a ustedes la alegría que
experimenté y ya veía en mis manos la recompensa que me esperaba. Sin embargo,
a nadie revelé mi descubrimiento y el mismo Sander no se dio cuenta de que lo
había identificado.

—¿De modo que no dijo usted nada a sus compañeros? — preguntó el


agente de indios.

—No.
—¿Por qué?

—Porque cualquier imprudencia hubiera hecho ver a Sander que conocía su


secreto. Mí idea era que no lo supiese hasta el momento de ser juzgado. Estas
sorpresas anonadan hasta a los mayores criminales Desgraciadamente los
acontecimientos se desarrollaron muy de otro modo de como yo pensaba.

—¿Es que se les escapó?

—Así fue; pero antes de contarles cómo ocurrió esto, voy a llevar a ustedes
más al Oeste, por encima de las Montañas Rocosas, a través de Arizona y Nevada,
hasta San Francisco, donde pronto encontraremos a un conocido nuestro, a pesar
de sus esfuerzos para que no se le reconociese.

—¿Y quién es?

—Ya lo verán ustedes. Oigan, pues.


II

»Treskow se acomodó en la silla, y de esta suerte prosiguió:

—El que vaya hoy a San Francisco, la reina de los campos de oro y del
Océano Pacífico y contemple la muchedumbre que, en confundidos movimientos
discurre por sus muelles; el que observe las amplias, rectas y largas calles, las
espaciosas plazas; el que admire los magníficos palacios y edificios, en que tras las
espléndidas vidrieras se acumula todo lo que el oro puede procurar y todo lo que
se relaciona con el oro, difícilmente puede comprender el, mezquino y hasta
miserable comienzo que tuvo la metrópoli del brillante metal.

Y así como las olas suben y bajan en el mar y en el puerto, mientras la


pintoresca y variada muchedumbre se empuja y circula por calles, plazas y locales
públicos; así sube y baja también la tornadiza suerte, así empuja el hado traidor al
juguete que se llama hombre, levantándolo ahora a una posición que parece segura
para precipitarlo después en lo más profundo del abismo en que pululan los
parásitos de la sociedad. El que ayer era millonario ensalzado y envidiado, tal vez
se encamina hoy, provisto de pico, pala y rifle hacia los diggins, para tratar de
recobrar su perdida riqueza. La existencia allí es característicamente problemática
y muchos seres que brillan en los salones resultan despojados, al acabar el juego,
de su vistosa envoltura para quedar convertidos en míseros aventureros, cuya vida
dependía tan sólo del modo cómo cayeron los dados.

»En viaje de Valparaíso a Acapulco navegaba un buque. Era una goleta de


tres palos, que bajo el bauprés y en la popa llevaba en letras doradas el nombre
«Horrible». Por el uniforme de la tripulación se veía que el buque pertenecía a la
marina de guerra de los Estados Unidos, aunque algunos detalles del casco y del
aparejo permitían apreciar que no había sido construido para aquel destino.

»Estaba a la sazón el capitán en el alcázar, mirando hacía las vergas donde


estaba subido uno de los marineros mirando con el anteojo.

—¿Lo tienes ya, Jim? — preguntó aquél.


—Sí, capitán; lo tengo justamente delante del anteojo —respondió el
interpelado. Llamaba capitán al que mandaba el buque, aunque sólo tenía el grado
de teniente, porque eso a nadie desagrada, sobre todo si, como en aquel caso, el
ascendido de nombre merecía realmente el ascenso.

—¿Qué rumbo lleva?,

—Viene hacia nosotros por popa. Creo que debe proceder de Lima o de
Guayaquil, o quizá de Valparaíso, porque gobierna hacia el Oeste algo más que
nosotros.

—¿Qué clase de buque es?

—Todavía no puede apreciarse; hay que dejar que se acerque más.

—¿Crees que se acercará?

—Seguramente, capitán.

—Trabajo me cuesta creerlo — respondió éste—. Me gustaría conocer un


buque que fuese más velero que el «Horrible».

—Pues yo conozco uno —dijo el marinero, bajando de la verga y entregando


el anteojo al teniente.

—¿Y cuál es?

—El «Swallow», señor.

—¡Ah! ese sí; pero ningún otro. Por otra parte, ¿cómo es posible que el
«Swallow» esté en estas aguas?

—No lo sé, señor; pero el buque que viene detrás de nosotros no es ningún
barril de arenques de Boston, sino un clíper pequeño y rápido. Y el «Swallow» es
también un clíper.

—Well, ya veremos —dijo el teniente, despidiendo al marinero y


dirigiéndose con el anteojo al timón.

—¿Vela a la vista? — preguntó el piloto.


—Sí.

—¿Dónde, señor?

—Detrás de nosotros.

—¿Quiere usted que tomemos un rizo?

—No es necesario —respondió el comandante del buque mirando con el


anteojo—. Se trata de un gran velero, que nos alcanzará aunque no tomemos rizo
alguno.

—¡Bah! Me gustaría verlo.

—Pues así es —replicó el comandante con un matiz en la voz de amor


propio marino herido—. Avanza con gran velocidad. Mire usted; hace tres minutos
apenas se le distinguía desde la cofa y ahora se le ve perfectamente desde la
cubierta.

—¿Arriamos velas?

—No; voy a ver cuánto tiempo necesita para llegar a navegar a nuestra
altura. Si se trata de un buque americano, me alegraré; pero si no, mejor querría
que se fuera al diablo que verme humillado por él.

»No tardó mucho tiempo en descubrirse a simple vista, primero la punta de


los mástiles y luego el airoso casco del buque desconocido.

—Es un clíper con aparejo de goleta —dijo el contramaestre—, una goleta de


tres palos igual a nuestro «Horrible».

—Yes. Un precioso buque ¡mil diablos! Mire usted cómo corre delante del
viento con todas las velas. El que lo manda no parece preocuparse porque salte
más viento del ordinario. Hasta ha rizado la loneta y así el buque se levanta de
popa y casi salta sobre la proa.

—Es un hombre atrevido. Pero si viene una ráfaga contraria, veo al buque
acostado en el mar, tan cierto como soy piloto y me llamo Perkins. Esa manera de
navegar es temeraria.

—No tanto. Fíjese usted en que no lleva las escotas amarradas, sino
simplemente sujetas. Si viene un huracán, se las deja ir y asunto concluido.

—Ya iza el pabellón. Es un americano. ¿Ve usted las estrellas y las bandas?
Se traga el agua verdaderamente y dentro de cinco minutos lo tendremos a nuestro
costado.

—Ciertamente que se traga el agua; no hay mejor expresión para esa


velocidad. ¡By God! E] sujeto tiene seis cañones por banda y una torre giratoria en
la proa y otra en la popa. ¿Puede usted reconocerlo, piloto?

—Todavía no; pero si no me engaño es el «Swallow». Estuve una vez a


bordo de él en Hoboken y lo recorrí de arriba abajo, sin dejarme escota, cajeta ni
cabo por mirar.

—¿Quién lo mandaba entonces?

—He olvidado su nombre. Era un viejo lobo de mar, medio deshecho, con
una nariz rojiza, que delataba la ginebra y el aguardiente Pero al piloto lo conocía
mucho; se llamaba Pedro Polter, procedía de Alemania y era un muchacho experto
en quien se podía confiar. ¿Puede usted ver ya su nombre con el anteojo?

—Sí. Es el «Swallow». Gobierne usted un punto o dos más a sotavento.

»Volvió a la toldilla y ordenó:

—¡Hola, muchachos, a las vergas!

»Los marineros treparon hacia las velas.

—¡Izad la bandera!

»Inmediatamente ondeó al aire el pabellón de estrellas y bandas de la Unión.

—Preparaos para arriar las velas¡

»Todas las órdenes fueron obedecidas con admirable precisión.

—¡Cabo de cañón!

»El llamado se acercó a su pieza.


—¡Arriar velas! ¡Fuego!

»Las velas cayeron y al mismo tiempo resonó el cañonazo sobre el mar.

—¡Atención, piloto! ¡Barra al viento!

»El timón obedeció inmediatamente y casi sin lona en las vergas, el


«Horrible» se puso proa al viento para esperar al «Swallow».

»También de la borda de éste salió un cañonazo. Con increíble velocidad se


fue aproximando y al hacerlo fue permitido ver con mayor claridad una
golondrina de madera tallada que llevaba bajo el bauprés, de cuerpo azul y las alas
doradas. No podía verse, por la posición del buque, el nombre que tenía a popa. La
ligera brisa hinchaba todo su velamen y el buque, echado sobre una banda de tal
manera que la punta de sus penoles casi tocaba al agua, avanzaba con una
seguridad y una elegancia que hacía honor a su nombre. Cuando su foque estuvo a
la misma altura que el gallardete de popa del «Horrible», se oyó la voz de mando
de su capitán que, en la parte de proa de la cubierta ordenó:

—¡Larga escota!

»Al instante cayeron las velas; el buque se levantó de proa, alzó después
ligeramente la popa, volviendo a erguirse orgullosamente sobre las olas
dominadas.

—¡Ahoy! ¿Qué barco? —preguntó, poniéndose la mano a modo de bocina el


comandante del «Horrible». Sabía perfectamente qué buque tenía delante; pero
había de cumplir las formalidades usuales.

—El «Swallow», teniente Parker, de Nueva York, en viaje directo de Nueva


Orleans por el Cabo de Hornos. ¿Y ése?

—El «Horrible», teniente Jenner, de Boston, de crucero en estas aguas.

—Mucho celebro encontrarme con usted, porque tengo que entregarle un


pliego. ¿Echo la chalupa al mar o me pongo a su costado?

—Inténtelo usted, a ver si puede hacerlo.

—¡Bah! El «Swallow» hace otras cosas más difíciles.


»Se retiró de la borda y dio una orden a los suyos. El «Swallow» viró
suavemente, describió un pequeño arco y se puso tan cerca del otro buque que sus
hombres pudieron agarrarse a los obenques del otro, maniobra realizada con tal
seguridad que, dado el viento reinante, sólo podía realizarla un hombre tan
atrevido y al mismo tiempo tan hábil como su comandante.

»En cuanto se emparejaron así los dos buques, Max Parker, de un fácil salto,
se encontró en la cubierta del «Horrible» junto al teniente Jenner.

—Tengo el encargo de entregar a usted es le pliego sellado —le dijo mientras


se estrechaban amistosamente las manos.

—Muy bien. Quiere usted que bajemos a mi camarote? Beberá un trago a


bordo del Horrible».

—No tengo tiempo, mi teniente. Que nos lo traigan aquí.

»Jenner dio la oportuna orden y, después de haber saludado


respetuosamente, abrió el pliego.

—¿Sabe usted lo que contiene este despacho? — preguntó.

—No; pero me lo figuro.

—Tengo que dirigirme inmediatamente a San Francisco, adonde, por otra


parte, ya me encaminaba, y comunicárselo a usted.

—Well. Yo también tengo que entregar es tos despachos a los capitanes de la


Unión que están destinados allí. ¿Sabe usted que se ha sublevado el Sur?

—He oído algo de eso, aunque hace poco que cruzo estas latitudes. Les va a
salir mal la cuenta a los rebeldes, ¿no lo cree usted?

—Así lo pienso, pero de todas maneras, el Sur es fuerte y tiene en su poder


los mejores fuertes y dispone de inmensos recursos. Habrá lucha, lucha dura, y set
necesitará un enorme esfuerzo para reducirlo. Deseo que nos volvamos a ver
luchando juntos frente al enemigo.

—Mucho me alegraría, master-, de todo corazón me alegraría atacar al


enemigo al lado de un buque como su «Swallow». ¿Cuál es el punto de destino de
usted ahora?
—También voy a San Francisco, donde recibiré nuevas órdenes; pero antes
tengo que recorrer un poco la ruta del Japón. ¡Farewell, «Horrible»!.

—¡Farewell, «Swallow»!

»Los dos hombres vaciaron sus vasos y luego volvió Parker a saltar a bordo
de su buque. El «Swallow» se apartó del «Horrible», izó de nuevo sus velas, que
pronto se hincharon y en medio de las aclamaciones de despedida de las dos
tripulaciones se alejó perdiéndose por el Oeste en el horizonte inflamado por los
rayos del sol poniente, con la misma rapidez con que había aparecido por e.
Sudoeste.

»Parecía que fuese una graciosa hada surgida de las olas con el fin de
saludar al solitario buque, para volver después, sin que nadie pudiera detenerla, a
su reino de las misteriosas aguas.

»También el «Horrible» izó todo su velamen para continuar con mayor


rapidez su interrumpido viaje. Este duró aun varios días; y en los últimos fue
encontrando cada vez más buques en su derrota, muchos de ellos con el mismo
destino que él, hasta que finalmente fondeó en la rada de la Reina de Oro.

»Dejando a su piloto el cuidado de arreglar las formalidades de policía y de


entenderse con las autoridades del puerto, Jenner se trasladó inmediatamente a
bordo de una fragata, que estaba fondeada junto a su buque y a cuyo capitán iba
dirigido uno de los despachos que se le habían entregado. Los otros buques para
quienes traía también pliegos no estaban fondeados por allí o habían salido a
expediciones de corta duración.

»El capitán de la fragata recibió el despacho y llevó a Jenner a su camarote,


donde tuvo con él una amistosa conversación.

—Tendrá usted que permanecer aquí algún tiempo —dijo al final de ella el
capitán—. ¿Tiene algún amigo en la ciudad?

—Por desgracia, no. Tendré que limitarme en mis relaciones sociales a los
conocimientos que haga en los hoteles y restaurantes.

—Pues, entonces, permítame que ponga mis relaciones a su disposición.

—Acepto con gusto y con gratitud.


—Conozco, entre otras, a una señora muy distinguida que ha alquilado todo
un piso de una de las casas más hermosas de la ciudad. Es viuda de un plantador
de la Martinica, se llama De Boulettre y pertenece a esa clase de mujeres que
permanecen eternamente jóvenes y cuya edad no se puede precisar porque su
cultura, su talento y su amabilidad paraliza la acción de los años. Lleva una vida
muy a lo grande, parece ser de una riqueza inagotable, no recibe más que a los
representantes de la aristocracia del saber, de la riqueza y de la política y me
interesa extraordinariamente porque ha hecho grandes viajes de navegación y ha
adquirido conocimientos relativos a nuestra profesión que envidiaría más de un
lobo de mar.

—Ya estoy impaciente por conocerla.

—Pues hoy mismo tendrá usted ocasión de hacerlo, porque estoy invitado a
su casa. ¿Quiere venir conmigo?

—Con mucho gusto, mi capitán.

—Perfectamente. Yo le presentaré y luego usted podrá moverse en aquella


casa con tanta libertad como si se encontrase a bordo del «Horrible». Por cierto que
tiene usted un precioso buque, teniente, y le deseo toda clase de felicidades en su
mando. Daba gusto verlo cuando se dirigía hacia aquí para fondear: tan elegante,
tan limpio y tan airoso. ¡Con qué precisión arrió velas al mismo tiempo que caía el
ancla! Ese buque fue inglés antes de pertenecer a la marina de guerra de los
Estados Unidos, ¿verdad?

—Sí; pero antes fue el barco más temido entre la Groenlandia y los dos cabos
meridionales. ¿No ha oído usted hablar del «Capitán Negro»?

—¿No he de oír? Hace más de un año; pero no lo relacionaba en este


momento con el «Horrible». Ahora lo recuerdo. El buque fue capturado cuando
llevaba un cargamento de ébano. Ea tripulación fue ahorcada en las vergas y el
«Capitán Negro»... ¿Qué fue de él?

—No se le encontró a bordo. En cambio, había en el buque una señora que


los piratas habían hecho prisionera al atacar a un buque mercante y a quien
conservaban a bordo para hacerle pagar su rescate.

—¿Y quién era ella?

—No lo sé. Desde entonces no se ha vuelto a oír hablar del pirata. O bien le
ha aprovechado la lección, o se encontraba a bordo y fue muerto en la lucha o se le
ahorcó confundiéndole con un marinero ordinario.

—Ese era su merecido. De modo que esta noche a casa de la señora De


Boulettre. Iré a recoger a usted.

—Tanto honor...

—Tendré mucho gusto en volver a visitar su hermoso buque antes de ir a


tierra.

»Mientras se desarrollaba esta conversación paseaba tranquilamente por el


muelle un hombre con toda la apariencia de una persona que no tiene nada que
hacer. De estatura escasamente mediana y delgado, llevaba el traje de un digger
que viene de las minas para descansar de su fatigoso trabajo y dar una vuelta por
la ciudad.

»Un sombrero de anchas alas, le caía sobre la cara, pero no bastaba para
ocultar una fea mancha roja que le cogía toda una mejilla desde una oreja hasta la
nariz.

»El que lo miraba una vez, volvía la vista con repugnancia al momento. Él lo
notaba muy bien; pero no parecía ofenderse por ello, y ni aun las observaciones
que algunos hacían

en voz alta perturbaban su visible tranquilidad.

»De pronto se paró y sus ojos se pasearon por la rada.

—Otro que ha fondeado —murmuró—. Un buque de vela y al parecer no


mal construido. Si siquiera...

»Se interrumpió repentinamente en su monólogo y poniéndose la mano


sobre los ojos para ver mejor exclamó:

—¡Sacre nom de Dieu! Es él; es el «Horrible», por causa del cual estoy
fondeado aquí hace unos meses. Por fin lo veo y... Sin embargo, está muy lejos de
tierra y podría engañarme. Voy a convencerme de que estoy en lo cierto.

»Bajó las escaleras del muelle y saltó a uno de los muchos botes que había
amarrados allí.
—¿Adónde? — preguntó el botero, que estaba adormilado en uno de los
bancos.

»El hombre señaló con un ligero movimiento de la mano a la rada y


respondió:

—A dar un paseo.

—¿Muy largo?

—Tan largo como me plazca.

—¿Tiene usted para pagarlo?

»Y diciendo esto el marinero miraba a su presunto cliente con mirada que no


indicaba mucha confianza.

—Después del paseo, con buen dinero, y antes con buenos puños. ¡Elije!

—¡Bueno, bueno! — murmuró el botero, visiblemente impresionado por la


relampagueante mirada de amenaza que despedían los oscuros ojos del otro—;
ponga usted sus diez dedos donde quiera siempre que no sea en mi cara. ¿Puede
usted llevar el timón?

»Un leve asentimiento de cabeza fue la respuesta. El botero desamarró la


lancha y se abrió camino entre la confusión de embarcaciones de todas clases, hasta
encontrarse en agua libre.

»El forastero, que sabía manejar el timón tan bien como cualquiera, según
pudo observar el botero desde el primer momento, no llevaba rumbo fijo y
después de rodear a distancia a la fragata y al «Horrible» dirigió el bote otra vez al
muelle y pagó su viaje de modo espléndido que no se habría podido adivinar por
su aspecto.

—Es él —dijo entre sí con evidente satisfacción mientras subía las escaleras
del muelle—. Ahora tiene que desaparecer la señora De Boulettre sin dejar huellas,
lo mismo que Miss Admiral desapareció hace tiempo. Vamos a la taberna.

»Se encaminó a un barrio de la ciudad, en que los seres de oscura existencia


pascaban su vida miserable y en ocasiones criminal, siguiendo una serie de
estrechas calles y callejuelas cuyas casas apenas merecían el nombre de tales. El
suelo desigual ofrecía a cada momento peligro para andar por aquellos parajes de
noche y las tiendas y barracas que por allí se veían más se asemejaban a un
campamento de gitanos que a un barrio de una ciudad bien administrada, en que
la poderosa mano de la autoridad, tanto de policía como de higiene, expulsa a toda
la gente perjudicial o simplemente sospechosa, o por lo menos la tiene
estrictamente vigilada.

»Nuestro hombre se detuvo finalmente ante una larga construcción de


tablas, sobre cuya puerta se había escrito sencillamente con tiza esta muestra:
Tavern of fine brandy. Delante y detrás de este letrero se veían también pintados con
tiza, sendos frascos de los que se usan para el aguardiente.

»El desconocido penetró en la taberna.

»El largo local estaba lleno de parroquia nos que a juzgar por su apariencia,
no pertenecían a la clase social que ostenta la distinción de gentlemanlike. Un
indescriptible vaho de alcohol y humo de tabaco echaba para atrás materialmente
al que entraba y el ruido confuso que reinaba allí más parecía producido por fieras
que por personas.

»El hombre de la mancha roja no demostró que le hiciesen la menor


impresión estas circunstancias. Se acercó al mostrador y preguntó al tabernero;

—¿Está Tom el Largo, master?

»El preguntado lo miró de arriba abajo con desconfianza y le respondió del


modo menos amable:

—¿Para qué?

—Para hablar con él.

—¿Y quién es Tom el Largo?»

—¡Bah! No se haga usted de nuevas. Lo conoce tan bien como yo, que estoy
citado con él.

—¿Quién es usted?

—¿Y qué diablos le importa a usted? ¿Le he preguntado acaso en qué


partida de nacimiento figura su nombre?
—¡Ah! Si se pone usted así, va a estar preguntando mucho tiempo antes de
que se le conteste y más bien podría ocurrir que en vez de respuesta se llevase un
buen puñetazo o dos.

—Eso ya lo veríamos; pero sí quiero decirle a usted una cosa y es que Tom el
Largo se pondrá terriblemente furioso si no me permite hablar con él.

—¿Sí? Pues entonces voy a suponer que lo conozco. Si realmente le ha citado


le habrá dicho una palabrita, sin la cual no se permite llegar hasta él.

—Me la ha dicho. Escuche usted.

»Se inclinó sobre el mostrador y dijo en voz baja unas cuantas sílabas al oído
del tabernero. Este hizo un movimiento de aprobación con la cabeza.

—Está bien. Ahora puedo confiar en usted, Tom no está aquí aun, porque
esta es la hora en que suele venir la policía para pasar revista a mis parroquianos.
En cuanto se va, yo hago una señal y a los cinco minutos está aquí. Siéntese usted
entre tanto.

—Aquí no, master. Tom me ha dicho que tiene usted un cuartito donde no le
molestarán a uno las miradas importunas.

—Sí que lo tengo; pero no está a la disposición de todo el mundo.

—Pues ¿para quién está reservado?

—Ya que me obliga usted a ello, le diré que no lo está para gente de su traza.

—No es ésta tan mala como a usted le parece.

»Y al decir esto sacó una moneda de oro y se la echó al aprovechado


tabernero.

—Bien. No es usted lo que yo me había figurado. Pero ya comprenderá que


si se hace a una persona el favor de librarla de los curiosos, esto merece una
recompensa. ¿Quiere usted beber algo?

—Un vaso de vino.

—¿Vino? ¿Está usted loco? ¿Cómo quiere que tenga aquí una bebida tan
inocente? Le daré un frasco de aguardiente, que es lo acostumbrado en esta casa.
Aquí lo tiene usted, junto con un vaso. Ahora siéntese en la mesa que está detrás
de aquella ancha estufa. Al lado de ella hay una puerta que nadie puede ver. La
dejaré entreabierta, estará usted con cuidado y en el momento en que nadie le
observa, se desliza por ella.

—Así lo haré.

—Ahora no hay nadie en el cuarto; pero pronto vendrán algunos


parroquianos y le aconsejo que no los moleste, pues se trata de gente de malas
pulgas, en los cuales las palabras y las cuchilladas no están lejos unas de otras.

»Todo se hizo como dijo el tabernero y al poco tiempo el forastero estaba


sentado en el cuarto secreto. En éste no había más que dos mesas con una docena
de sillas y estaba a la sazón vacío; pero, como había dicho el tabernero, pronto
fueron llegando varios huéspedes y se acomodaron de una manera que hacía
comprender que estaban acostumbrados a reunirse allí.

»El único saludo que hicieron al que ya estaba allí fue una breve y curiosa
mirada y después no le hicieron el menor caso y entablaron conversación a media
voz con tanta libertad como si no hubiera allí ningún extraño. Todos ellos parecían
ser marineros; por lo menos daban muestras de estar muy enterados de todo lo
relativo a la navegación y de conocer perfectamente todos los sucesos ocurridos en
aquel ramo durante los últimos tiempos. Se habló también de los buques
fondeados en la rada.

—¿Sabéis — dijo uno de ellos— que el «Horrible» está anclado en el puerto?

—¿El antiguo pirata?

—Sí. Ahora lo manda el teniente Jenner. Magnífico buque que no tiene igual
en construcción y aparejo: bien lo demostró el «Capitán Negro».

—¡Qué lástima que el pobre muchacho tuviera que probar la cuerda!

—Sí que lo es porque sabía trabajar muy bien y hacer trabajar a los suyos.

—Y quizás no tanto él como un extraordinario segundo que era quien


llevaba en realidad el mando.

—He oído hablar de él y se decía que aquel sujeto no era un hombre sino
una mujer; un verdadero diablo. Lo creo firmemente porque cuando el diablo
quiere divertirse de veras se mete en el cuerpo de una mujer.

—Así es —dijo un tercero— se trataba efectivamente de una mujer a quien


se daba el nombre de Miss Admiral, lo sé con toda seguridad. Era hija de un viejo
lobo de mar, que la llevó en todos sus viajes. Ella hacía enteramente la vida de un
hombre. No se encontraba bien más que navegando y llegó a gobernar un buque
mejor que muchos capitanes de experiencia. Todo marinero sabe que ha habido
mujeres así y que probablemente las hay aun. El que quiera saber más de esto, que
le pregunte a Tom el Largo, que está bien enterado. Yo creo que el tunante ha
navegado con el «Capitán Negro» y conoce el «Horrible» más de lo que dice.

—Es posible. Capaz de ello le creo. Pero aun cuando así fuese en realidad,
no me parece nada mal, porque la vida de perro que se lleva en los buques
mercantes no es, naturalmente, la que se tiene en un valiente pirata. No quiero
decir más; pero bien comprenderéis lo que pienso.

—¡Con mil diablos, dilo claramente! O si tienes miedo de decirlo, lo diré yo:
si viviera el «Capitán Negro» y mandase el «Horrible», iría en este mismo instante
a unirme con él. Ya lo sabéis y quiero que me digáis si no tengo razón.

»En aquel instante se abrió la puerta y entró un hombre a quien todos


saludaron como a un antiguo conocido.

—¡Tom el Largo! ¡Ven acá, viejo zorro y acomódate en esta silla! ¿Sabes que
precisamente estábamos hablando de ti?

—Sí, de ti y del «Horrible» —confirmó uno de los presentes.

—Dejad en paz al «Horrible», charlatanes —respondió el recién llegado


haciendo una señal que nadie vio al hombre de la mancha roja—. ¿Qué os importa
ese buque?

—A nosotros nada; pero a ti tal vez sí. Nos figuramos que lo conoces mejor
que nosotros; ¿o es que no te has paseado nunca por su cubierta?

—No digo que sí ni que no, sino que es posible. Son algunas docenas los
buques que han tenido a bordo a Tom y ¿quién se opone a que uso do ellos haya
sido el «Horrible»?

—Nadie. Pero dinos si es cierto que el contramaestre del pirata era una
mujer.

—He oído decir que sí.

—Pues entonces no se debería estar muy bien en el buque.

—¿Por qué?

—Lo que sé decirte es que no me gustaría servir en un buque mandado por


una mujer. Pienso que esto y no otra cosa es lo que dio lugar a que el «Horrible»
fuera capturado.

—¿Lo cree usted? —dijo entonces con voz penetrante el hombre de la


mancha roja.

—Sí que lo creo. ¿Es que tiene usted otra opinión?

—Eso no le interesa a usted. Lo único que yo deseaba saber es si en realidad


piensa usted como lo dice.

—¿Qué no me importa? ¿Cómo no ha de importarme que un extraño se


meta en lo que yo digo? Tenga su lengua bien guardada detrás de los dientes,
porque si no le daré un puñetazo que le bajaré la boca a los pies.

—¿A que no?

—¿Cómo? ¿Que no? ¡Tome usted para que aprenda!

»Diciendo esto se plantó de un salto delante del desconocido, y levantó el


puño para descargar sobre él un golpe que no habría sido seguramente una caricia;
pero el hombrecillo se adelantó a su acción y lanzándose sobre él lo levantó en el
aire y lo arrojó contra el suelo con tal fuerza que lo dejó casi sin movimiento.

»Inmediatamente se levantó el que estaba sentado a su lado para vengar la


vergonzosa derrota de su compañero y tuvo la misma suerte que éste: con rapidez
verdaderamente felina, el desconocido esquivó el golpe de su contrario y
metiéndose debajo de él, lo lanzo también al suelo, que retembló con la sacudida.

»Ya se preparaba otro a intervenir cuando se interpuso Tom el Largo.

—¡Basta! —dijo, deteniéndolo por el brazo—, No hagas tonterías, muchacho.


Ni tú, ni diez como tú podéis con ése.

—¡Eso es lo que veremos!

—Inténtalo si quieres; pero me parece que deberíais respetar a un oficial del


«Horrible».

—¿Del «Horrible»?

»En esta exclamación que lanzaron todos también tomaron parte los dos
vencidos, que se habían levantado y daban muestras de querer reanudar la lucha.

—¿De cuál, del antiguo o del de ahora?

—Del antiguo, claro está, ¿o es que creéis que uno de esos majaderos
oficiales de marina de los Estados Unidos se atrevería a venir aquí?

»El hombre de la mancha roja asintió con un leve movimiento de cabeza y


dijo:

—Verdad es. Tom el Largo me conoce un poco de la época en que él y yo


pisábamos la cubierta del mismo buque y tomábamos parte en tantas buenas
empresas.

—Entonces, es otra cosa. Está usted seguro entre nosotros y no le daremos a


gustar nuestros puños.

—¡Bah! —dijo desdeñosamente el otro— ya han visto ustedes lo poco que


me asusto yo de sus puños. Pero como me parece que son buena gente, no sólo
olvidaré la cuestión sino que voy a fondear junto a ustedes, por un rato.

—¿Olvidar la cuestión? ¡Si la disputa ha empezado por usted y no por


nosotros! A usted no le importaba nada lo que hablábamos.

—Tal vez no estén del todo equivocados; pero es que yo tengo la costumbre
de poner a prueba a mi gente antes de darles la mano.

—¿A su gente? — dijo uno.

—¿Poner a prueba? — preguntó otro.


—¿Dar la mano? — interrogó un tercero.

—Sí. ¿No han dicho ustedes antes que les gustaría servir a bordo del
«Horrible»?

—Era por ganas de hablar. Ya habrá usted oído que era con la condición de
que el «Capitán Negro» viviese y mandase el buque.

—¿Sabéis con seguridad si ha muerto?

—¡Rayos y truenos! ¿Es que quiere usted decir que vive?

—Vive.

—¿Lo sabe usted con certeza?

—Con toda seguridad.

—¿Y dónde está metido?

—Eso es cuenta mía y no de ustedes.

—A bordo del «Horrible» no estará, en todo caso.

—No; en esto tienen ustedes razón. Pero... ¿y si se apoderase de él otra vez?

—¡Apoderarse de él! ¡Eso sí que sería un golpe maestro del capitán!

—Y de vosotros también.

—¿De nosotros? ¿Por qué?

—Porque podéis, si queréis, acompañarle en su empresa — dijo el


desconocido en voz baja y cautelosa.

—¿Qué quiere decir con esto, master?

—Quiero decir que se puede confiar un poco en hombres a quienes Tom el


Largo llama sus amigos. ¿Es así o no?

—¡Con mil diablos que no anda usted equivocado! Todos estamos


dispuestos a hacer lo que sea preciso con tal de ganar buenos cuartos. Que Tom
diga si responde de nosotros.

—Ya lo he dicho —repuso el aludido—. Este señor os conoce ya tan bien


como yo y precisamente lo he citado aquí para que os vea y pueda hablar con
vosotros. Ahora voy a daros una noticia.

—¿Cuál?

—Que voy a ser contramaestre del «Horrible».

—¿Contramaestre? ¿Es que nos vas a abandonar?

—Ni pensarlo. También vosotros si queréis podéis tener un buen puesto en


el buque.

—¿Pero no es un buque de guerra?

—Ahora sí; pero no lo será mucho tiempo seguramente.

—¿Por qué?

»Tom se inclinó hacia ellos sobre la mesa y susurró:

—Porque nos vamos a apoderar de él.

—¡Mil rayos, eso sería dar un golpe como nunca ha habido otro! Se hablaría
de él mucho tiempo en todos los Estados y hasta en otros tierras.

—¿Tenéis miedo de adquirir esta fama?

—¿Miedo? De ninguna manera. Con el «Horrible» bajo nuestros pies, no hay


nada «a el mundo que nos asuste.

—Bien dicho. Además, podréis llevar una vida como la del Gran Mogol, ese
individuo que tiene tantos dólares que si hiciese la tontería de echarlos al mar, lo
secaría. De vosotros depende ahora vuestra suerte.

—¿De nosotros? ¡Hable, hable usted!

El hombre de la mancha roja en la cara del bolsillo una abultada cartera, sacó
de ella algunos billetes de banco y puso uno de esos delante de cada uno de ellos.
—¿Queréis este papelucho? — preguntó.

—No somos tan tontos que vayamos a rechazarlo. Pero ¿qué hemos de hacer
para ganarlo?

—Nada. Os lo regalo. Pero si sois hombres valientes, mañana o pasado


podéis tener otros cinco como ése.

—¿De qué manera?

—¿Queréis dar un paseo por la rada?

—¿Por qué no?

—¿Y hacer una visita a los señores marinos?

—¿Por qué no?

—Es que habrá que dar algunos golpes y puñaladas.

—¡No importa!

—Sin embargo, es posible que la cosa se haga sin dificultad.

—Tanto mejor.

—Os quedaréis, naturalmente, en el buque.

—Claro está; pero ¿quién nos mandará?

—¿Quién ha de ser más que el capitán?

—¿El «Negro»?

—El «Negro».

—Entonces ¿vive en realidad?

—Aún vive y quedaréis contentos de él si cumplís con vuestro deber.

—No quedará por nosotros, puede usted estar seguro.


—Bien. Oíd lo que voy a deciros.

»Todos se apretaron para oírle más de cerca.

—Lo primero, tenéis que comprar un traje mejor, pues así no os podéis
presentar en ninguna parte.

—Se hará.

—Por la noche os reuniréis aquí, para esperarme a mí o a un mensajero mío.

—Mejor. Los de la policía nos dan bastante que hacer por ahí fuera.

—En cuanto os envíe recado, iréis con Tom a... a casa de la señora De
Boulettre.

—¡Mil diablos! Esa es una Miss tremendamente rica y elegante. Ya hemos


oído hablar de ella. ¿Qué tenemos que hacer en su casa?

—Allí estarán los oficiales del «Horrible».

—¡Ah!

—Vosotros diréis que deseáis entrar al servicio del buque y ella os


recomendará a los oficiales.

—¿Recomendarnos a nosotros esa señora tan distinguida? ¿Está usted


seguro de que lo hará?

—Así lo creo.

»Los hombres lo miraron con aspecto de duda y al mismo tiempo de


respetuosa interrogación.

—Entonces ¿es usted amigo de ella?

—Tal vez. En todo caso, seréis admitidos e iréis en seguida a bordo.

—Se hará como usted manda, señor.

—Ya nos cuidaremos después de que los oficiales y subalternos bajen a


tierra. Entonces el «Capitán Negro» con su gente se os presentarán... pero esto ya
no es cuenta mía. Yo no soy más que su agente. Lo que os queda por saber, os lo
dirá Tom.

»Los hombres asintieron satisfechos. El plan del pretendido agente les había
llenado la cabeza de tal modo que no se entretuvieron en hacer preguntas. El
hombre de la mancha roja prosiguió:

—Ahora, una cosa: Tom es el contramaestre y desde este momento tenéis


que obedecerlo en todo ¿entendéis?

—Yes, sir.

—Si sois leales y reservados, podéis contar con el capitán; pero a la menor
señal de traición estáis perdidos, tenedlo por seguro. De manera que ya podéis ver
lo que hacéis.

—No tenga usted cuidado, master. Sabemos cuál es nuestra obligación. Se


realiza ahora un deseo que teníamos hace mucho tiempo y una vez que se va a
cumplir tan admirablemente, no seremos tan tontos que nosotros mismos lo
echemos a perder.

—Bien. Aquí tenéis otro poco para que bebáis. Yo tengo que marcharme.
Adiós.

—Adiós, señor.

»Mientras los otros se levantaban con respeto, él dio la mano a Tom con
ademán de superioridad y desapareció por la puerta.

—¡Con cien mil diablos, qué fuerza tiene el amigo! — dijo uno de los
hombres.

—¡Y con unas manos tan pequeñas! —repuso otro—. Ese hombre tiene el
demonio en et cuerpo aunque no lo parece.

—Sentaos —ordenó Tom—. Todavía tengo que daros algunas explicaciones.

»Los hombres se sentaron y estuvieron bastante tiempo aun escuchando lo


que les decía su camarada. Este, que era un marino audaz y experimentado, supo
ganarlos por completo para la empresa proyectada, de tal modo que no había que
temer traición alguna por parte de ellos. Sus manifestaciones estaban encaminadas
a demostrarles que en la guerra civil que acababa de estallar entre los Estados del
Norte y los del Sur, un corsario bien armado, que al mismo tiempo practicase la
piratería ocultamente, podría hacer magnífico negocio.

»La noche en que esto ocurría, estaban los salones de la señora De Boulettre
espléndidamente iluminados. Se celebraba en aquella casa una gran fiesta: en el
salón se bailaba al son de un piano; el buffet ofrecía toda clase de dulces y refrescos
a los invitados; los señores de edad se habían reunido en un gabinete para discutir
de lo divino y lo humano o, para jugarse los dólares a centenares.

»Aun las más envidiosas tenían que confesar que la señora de la casa llevaba
la palma de la distinción entre todas. Sabía en cada momento emplear la frase
oportuna y acentuarla con el ademán de modo tan atractivo que todos se sentían
como fascinados por ella.

»Estaba a la sazón reclinada en un diván de terciopelo, en actitud indolente


y se daba aire con un abanico guarnecido de perlas. Sus hermosos ojos negros se
clavaban con visible interés en el rostro del teniente de marina Jenner, que había
sido presentado por el capitán del acorazado.

—¿Viene usted del Cabo de Hornos, teniente? — le preguntó.

—No directamente. He estado cruzando después bastante tiempo frente al


istmo.

—Qué cosa tan aburrida ¿verdad? ¿No ha podido usted venir por aquí ni
siquiera una vez?

—Desgraciadamente no. El servicio a bordo es muy severo.

—¿Sabe usted, teniente, que a mí me gusta la navegación de un modo


extraordinario?

—Sí, el mar tiene un no sé qué de atractivo para las señoras; pero la vida que
se lleva ordinariamente en los buques es tan árida y tan peligrosa, que nunca me
atrevería a aconsejar a una señora que...

—¡Bah! —le interrumpió ella—. No todas las mujeres temen al peligro, del
mismo modo que no todos los hombres son Hércules. Yo soy de una isla; pero
tengo muchos parientes en el continente y me he embarcado con frecuencia. He
estado varias veces en Boston y en Nueva York; hasta llegué en una ocasión al
Cabo de Buena Esperanza. Así he adquirido tan gran afición al mar que se extiende
a todo lo que con él tiene relación. A la ciencia náutica, que tan difícil y pesada,
parece a los profanos, he dedicado también algún tiempo y si quiere usted venir
conmigo a mi gabinete de trabajo, le daré pruebas de lo que digo.

—No me creo digno de entrar en tal santuario.

—¿De veras? Mire usted; aquí vivimos tan llanamente y tan alejados de todo
lo que significa etiqueta y convencionalismo, que seguramente no me criticarán
mis invitados por el hecho de pedir a usted que me dé su brazo.

»Diciendo esto, puso su brazo en el del oficial y lo condujo, a través de


varias habitaciones hasta llegar a una que poco o nada merecía la denominación de
gabinete de trabajo. Era el boudoir de la señora, amueblado con lujo refinado.

»La dueña de la casa se acercó a un precioso escritorio, abrió uno de sus


cajones y sacó de él una colección completa de las más detalladas cartas de
navegación. En los demás cajones había todos los instrumentos de náutica que
exige el gobierno de un buque.

»Jenner no pudo ocultar su sorpresa ante aquel inesperado espectáculo y


confesó sinceramente:

—Tengo que decir a usted que en mi propio camarote no tengo cartas ni


instrumentos mejores que éstos.

—Es posible. A mí no me gusta tener nada que no sea útil para una cosa u
otra.

—Pero para manejar estos aparatos hacen falta largos estudios y además
sólo tienen empleo en la práctica.

—¿Y cree usted que una mujer no puede hacer esos estudios?

—Hasta ahora tío he encontrado a ninguna que me haya hecho convencer de


lo contrario.

—Pues le ruego qué me examine.

»Y mientras esto decía sus ojos se posaban en el rostro franco y abierto del
oficial, con expresión juguetona, en la cual un observador atento hubiera podido
sorprender algo así como burla o desprecio.

—¿Examinar a usted? —dijo éste riendo—. ¿Quién sería capaz de guardar


aquí la serenidad necesaria para hacerlo? A bordo de mi buque estaría menos
cohibido.

—Su «Horrible» es un precioso buque, el más bonito que conozco. Pero


¿sabe usted que yo tendría motivos para odiarlo?

—¿Odiarlo? ¿Y por qué?

—Porque en él he pasado las horas más terribles y angustiosas de toda mi


vida.

—Pero, ¿ha estado usted a bordo del «Horrible»? — preguntó él asombrado.

—Sí. ¿Conoce usted la historia de ese buque tan famoso o por mejor decir de
tan mala fama?

—Bastante bien.

—Entonces habrá oído hablar de una señora que se encontraba a bordo de él


cuando fue capturado.

—Ciertamente.

—Aquella señora venia en un buque mercante del Cabo de Buena Esperanza


y cayó en poder del «Capitán Negro».

—Lo sé.

—Pues bien; aquella mujer era yo.

—¿Usted? Qué coincidencia ¿verdad? Tiene usted que contarme aquella


extraordinaria aventura.

—¿Me permitirá usted que exprese un deseo?

—Hable usted.

—¿Podría visitar el. «Horrible» para volver a ver el sitio en que tantas cosas
perdí y para... para purificarlo con mi presencia?

—¡Ya lo creo! — exclamó él entusiasmado de poder enseñarle su pequeño y


disciplinado reino.

—¿Y cuándo?

—Cuando usted lo disponga.

—Entonces mañana por la mañana.

—Perfectamente, señorita. Sus plantas santificarán lo que constituye mi


hogar actual.

—Entonces tendrá usted ocasión para examinarme —dijo ella sonriendo


maliciosamente. — Pero quisiera que mi visita no le causase la más pequeña
perturbación. No soy ningún almirante para poder exigir que se me reciba con
honores.

—No se preocupe usted. Aun cuando yo hubiese querido que el «Horrible»


se vistiese de gala para recibirla y me hubiera sido licito hacerlo, si no se habría
atravesado una pequeña dificultad para ello: precisamente mañana dejan el
servicio del buque unos cuantos hombres y tengo que dedicarme a sustituirlos.

—¡Ah! ¿Quiere que le ayude en esta tarea?

—Se lo agradecería con toda mi alma.

—No merezco de ningún modo sus gracias. Es que su observación me ha


hecho pensar en unos cuantos hombres honrados que estaban a mi servicio y que
desean embarcar como marineros en un buque. ¿Me permite usted que se los
recomiende?

—Su recomendación me ahorra la molestia de andar buscando gente que me


acomode. Ahora deme usted más pormenores sobre estos hombres.

—Viven cerca de aquí. Voy a llamarlos y usted podrá examinarlos en esta


misma casa.

—Su bondad me abruma, señora. Estoy convencido de antemano de que


ninguno de sus protegidos será rechazado.
—Gracias. Permítame que dé las órdenes oportunas.

»Dicho esto, volvió al salón.

»Jenner estaba encantado de la amabilidad de aquella señora. Él, el marino


tan sencillo, tan poco habituado a la sociedad, tan inexperto en el trato con
mujeres, no podía concebir sospecha alguna, y cuando le avisaron que los hombres
esperaban en la antesala, se dirigió a aquella habitación del brazo de la dueña de la
casa, hizo algunas preguntas fáciles a Tom, que era el que venía al frente de los
suyos, llamado de la taberna por la señora, dio a todos el anticipo acostumbrado y
les ordenó que estuviesen a la mañana siguiente a bordo del «Horrible».

—Dígame, teniente —le preguntó el capitán del acorazado cuando se


retiraban juntos—. ¿Qué le parece la señora de la casa?

—Admirable —contestó Jenner—. Va a ir a visitar mi «Horrible».

—¡Ah! ¿Sí? ¿Cuándo?

—Mañana por la mañana.

—Mi enhorabuena, teniente. El recibimiento será digno de ella ¿eh?

—Cortés y nada más.

—¿Podría invitarme yo también?

—No puede usted darme mayor alegría.

—No, no —dijo riendo el capitán—. Quiero ser un compañero delicado y no


le molestaré en sus dominios; pero con una condición.

—Dígala usted.

—Que me traiga a su visitante un cuarto de hora a mi buque.

—De buena gana.

—¿Dicho?

—Dicho.
»Los dos oficiales montaron en el bote que les esperaba y que dejó a cada
una de ellos en su buque.

»A la mañana siguiente había a bordo del «Horrible» una animación


desusada. Se había prevenido a la tripulación que una señora de alta distinción iría
a visitar el buque. El orden y la limpieza escrupulosos que reinan a bordo de un
buque de guerra hacía innecesario todo preparativo; pero sin embargo Jenner
recorrió minuciosamente el barco, disponiendo pequeños detalles de arreglo para
que su flotante vivienda tuviese el mejor aspecto posible.

»No había hecho más que terminar esta inspección cuando se le presentaron
a bordo los marineros nuevos. Los recibió, hizo que les enseñasen la cámara que
habían de ocupar y no se ocupó más de ellos, toda vez que la inspección especial
de los marineros no era tarea suya sino del contramaestre.

»Cuando más tarde llegó al buque la señora De Boulettre, la recibió con


extremada amabilidad.

—¡Qué hermoso buque! —dijo ella cuando terminada la visita del barco se
sentó con Jenner bajo un toldo dispuesto en la cubierta, a una mesa en la que había
las más delicadas viandas—. Tengo que decirle que ha mejorado
extraordinariamente desde que yo estuve a bordo de él. El aparejo que tiene ahora
es admirable y me figuro que, desde que pertenece a la flota de los Estados Unidos
su velocidad debe de ser mucho mayor que antes.

—No sé cuantos nudos hacía antes; pero estoy por completo de acuerdo con
usted, aunque no digo esto para vanagloriarme, ya que la admiración de la marina
de guerra tiene muchos más medios intelectuales y materiales que un particular
para equipar bien un buque.

—Creo que el «Horrible» podría sufrir la comparación con cualquier otro


buque existente.

—También en esto estoy conforme, con una excepción, sólo una.

—¿Y cuál es?

—El «Swallow», mandado por el teniente Parker.

—¿El «Swallow? Me parece que he oído hablar de él. ¿Qué clase de buque
es?
—Clíper con aparejo de goleta.

—¿Dónde tiene su estación?

—Viene a San Francisco con despachos. Me lo encontré algunos grados al


Sur de aquí y Parker me dio instrucciones. Iba a recorrer un poco la ruta del Japón;
pero pronto fondeará aquí.

—Mucho me gustaría ver ese buque. Parker es un apellido del todo


americano, ¿verdad?

—El teniente no es norteamericano, que yo sepa, sino alemán.

—¡Ah! ¿Y de dónde?

—No lo sé. Pero tome usted algo de esta ligera colación, que temo no sea
muy de su gusto. El cocinero de un buque de guerra rara vez está en disposición
de preparar un menú para señoras.

—Pero una señora sí lo está para apreciar el menú de tan valientes marinos.
Y ahora ¿me permite que le haga una invitación?

—Será para mí una orden gratísima.

—Entonces espero a usted esta noche en casa y le ruego que lleve consigo a
los demás oficiales.

—Así lo haré, dentro de lo que consienta el servicio.

—Mil gracias. Será un souper entre nous, en el que procuraré devolverle las
atenciones de su amable recibimiento de ahora.

—Este recibimiento lo tiene seguro la señora de Boulettre en todas partes. Y,


a propósito: tengo el encargo de invitar a usted a visitar la fragata, aunque sólo sea
por pocos minutos. El capitán que la manda quedará eternamente reconocido a
usted por esta distinción.

—Acepto con una condición.

—¿Qué condición?
—La de que usted me acompañe.

—Concedido, de todo corazón.

»Una vez terminado el refrigerio, se trasladaron al acorazado. El incauto


oficial no sospechaba el objeto oculto de la visita a su buque ni, naturalmente sabía
tampoco quienes eran los marineros que había admitido a bordo, por
recomendación de la señora De Boulettre. Pero también éstos se habían dejado
engañar en cierto modo, porque les hubiera parecido increíble lo que era una
realidad efectiva: que la señora De Boulettre y el hombre de la mancha roja que les
había contratado el día anterior en la taberna, eran la misma persona...

***

—Y ahora, señores—prosiguió el narrador— tengo que dar un enorme salto


desde San Francisco a las regiones del salvaje Oeste, en que hemos dejado: a Sam
Fire-gun con su gente.

»Los agitados vientos que recorren silbando la llanura, trepan por la pared
de rocas de la montaña y descansan luego. Las nubes que se elevan majestuosas al
cielo o sacudidas por la tormenta giran como locos tropeles de fantasmas,
derraman su fría sangre sobre el suelo y después descansan. El que primero es
arroyo, luego riachuelo y por último caudaloso río, corre sin un momento de
reposo por su cauce, obedeciendo a la inflexible ley de la gravedad, para
precipitarse en el mar, donde por fin descansa. Movimiento y reposo es el
contenido de toda vida, de la vida humana inclusive.

»En la pampa salvaje no hay casas, no hay hogares en que la familia pueda
gozar su felicidad y solemnizar sus fiestas. Como los animales salvajes, el cazador,
cauteloso, desconfiado y en perpetua vigilancia, se desliza por las ingentes
praderas, llevando de eterno compañero al peligro que le acecha por todas partes y
perseguido constantemente por la amenaza de la muerte. Pero tal tensión de ánimo
no puede ser continuada, porque ni su vigor corporal, ni su férrea resistencia, ni su
indomable energía podrían resistirla. También él necesita descanso y tranquilidad
para restaurar sus tuerzas, y así tiene siempre escondites cuidadosamente elegidos
que le sirven para este objeto y para almacenar las pieles y la caza. Estos escondites
reciben el nombre de hide-hole o hide-spot.

»Unos días después de que Sam Fire-gun llevara a sus trappers y a sus
huéspedes desde el campamento al Hide-post propiamente dicho, tres hombres
cabalgaban por la pampa, llevando del ramal a varios mulos, circunstancia ésta por
la que se comprendía que iban según la expresión de los cazadores, a «hacer
carne», es decir a cazar para procurar el necesario alimento a su gente.

»Uno de ellos era bajo y gordo; otro desmesuradamente alto y delgado y el


tercero iba visiblemente preocupado con su caballo, como si esperase a cada
momento una violenta explosión de cólera animal.

—¡Zounds! —exclamó este último, haciendo un esfuerzo para ponerse


derecho en la silla—. ¡Ojalá me hubiera quedado en nuestro agujero y no me
hubiese dejado tentar del demonio de venir a andar de un lado para otro en esta
triste pradera como si fuera una embarcación sin brújula ni timón! Aquellos
malditos muchachos me aseguraron que los búfalos abundan aquí como las
hormigas y llevamos ya dos días de viaje sin haber visto toro ni vaca, ni siquiera
una inocente ternera. Y encima de eso, mi caballo me sacude como si fuera una
medicina que se va a tomar, de tal manera que tengo desencajadas todas las
articulaciones y ya ni siquiera sé cómo me llamo. A ver si echamos pronto el ancla.
El que quiera carne que se la busque, que yo no la necesito.

—Que necesites carne o no, Pedro, ¿qué más da? —respondió el gordo—.
Pero dime ¿qué vas a comer si no encontramos nada?

—Te comeré a ti, grueso Hammerdull. ¿O es que crees que voy a preferir a
Pitt Holbers que no tiene más que huesos y cuero sin curtir?

—¿Qué dices a eso, Pitt Holbers, viejo zorro? — dijo riendo Dick
Hammerdull.

—Si lo que quieres decir es que el viejo pez marino tiene que arreglárselas
por sí sólo si quiere comer, pienso que tienes razón completa. Por mi parte no
tengo la menor gana de darle un mordisco.
—Eso ya lo hubiera impedido yo. El que quiera morder a Pedro Polter de
Langendorf tiene que ser otro que valga más que... ¡Rayos y truenos! Mirad al
suelo. Por aquí ha corrido alguien, no sé si animales o personas; pero si queréis
examinar la hierba, descubriréis qué criatura ha sido.

—¡Egad, Pitt Holbers! —dijo Dick Hammerdull—. ¡Es verdad! La hierba está
pisoteada. Vamos a desmontar.

»Los cazadores echaron pie a tierra y examinaron el suelo con tan gran
detenimiento como si su vida dependiera de ello.

—¡Ejem! viejo Pitt, ¿qué opinas de esto? — preguntó Hammerdull.

—¿Qué opino? Si lo que quieres decir es que se trata de pieles rojas, pienso
que tienes razón completa.

—Que haya habido aquí o no pieles rojas, ¿qué más da? Pero que los ha
habido es cosa segura. Pedro Polter, baja del caballo para que no se te pueda
descubrir de lejos.

—¡Gracias a Dios que nos hemos tropezado con los bribones rojos, pues así
puedo bajar de esta maldita bestia! —replicó el interpelado con una cara como si
hubiera escapado a un terrible peligro, echándose a tierra—. ¿Cuántos ha habido
aquí?

—Cinco, seguramente. Y no hay duda de que pertenecen a la tribu de los


ogellallahs.

—¿En qué lo conoces?

—En que cuatro de ellos tienen caballos recién calzados. El otro caballo se
nos escapó cuando los sorprendimos y ha servido para coger a los otros. Preparaos
para la lucha, porque tenemos que seguirlos para ver qué es lo que intentan.

»Los tres hombres se aseguraron de que sus rifles y de sus armas estaban en
buen estado, y siguieren las huellas por cuya dirección no se podía adivinar
adónde iban a parar. Por fin llegaron a un riachuelo estrecho, pero profundo cuya
cauce debían haber seguido los indios porque en la orilla opuesta no se descubrían
sus huellas.

»Hammerdull, manteniéndose cautelosamente entre los matorrales recorría


con la vista el terreno, que formaba por allí una sucesión de colinas.

—Tenemos que seguir adelante, porque seguramente no proyectan nada


bueno y sí creo que los tenemos...

»No pudo seguir: un lazo silbó por el aire, se enrolló a su cuello y lo derribó
a tierra, al mismo que a sus dos compañeros y antes de que pudieran pensar en
defenderse los tres estaban atados en el suelo, privados de sus armas, en medio de
los enemigos, que los habían atacado inopinadamente, y que eran, en efecto, cinco
indios.

»El piloto, con esfuerzos verdaderamente hercúleos procuró impedir que lo


atasen; pero de nada le sirvió. Las correas de cuero de búfalo eran tan fuertes que
sólo consiguió suscitar un murmullo desdeñoso en los indios. Por el contrario,
Dick Hammerdull y Pitt Holbers aceptaron su destino con más tranquilidad y se
dejaron atar en silencio.

»El más joven de los salvajes se acercó a ellos. Tres plumas de águila
adornaban su cabello, recogido en alto moño, y la piel de un jaguar pendía de sus
hombros. Con mirada amenazadora contempló un rato a los cautivos y luego dijo
con ademán despreciativo:

—Los hombres blancos son débiles como los polluelos de la pampa; no


pueden romper sus ligaduras.

—¿Qué dice este tunante? —preguntó Pedro Polter, que no entendía la


lengua del salvaje, a sus dos compañeros.

»Estos no le respondieron.

—Los hombres blancos no son cazadores: no ven, ni oyen, ni tienen


inteligencia. El hombre rojo los ha visto venir detrás de él, se ha metido por el agua
para engañarlos y ha dado la vuelta. No han aprendido ninguna astucia y ahora
están en el suelo como sapo que se aplasta con un palo.

—Mille tonnerre! ¿queréis decirme qué es lo que nos habla este sujeto? —
gritó el piloto, revolviéndose en vano contra sus ligaduras.

»Tampoco los interpelados le contestaron

—Los hombres blancos son cobardes como los ratones. No se atreven a


hablar con el hombre rojo; no se avergüenzan de estar tirados en tierra delante de
él como...

—¡Rayos y centellas! ¡Os pregunto qué es lo que dicen, estúpidos! — bramó


Pedro, más irritado aún de su silencio que de la situación en que se encontraba por
su imprevisión.

—Que diga o que no diga ¿qué más da? —dijo Hammerdull—. Pero lo cierto
es que te está insultando llamándote sapo, tonto y cobarde por haber sido tan
incauto que te has dejado coger.

—¿A mí?... ¿Sapo tonto y cobarde? ¿A mí nada más? Pero ¿es que vosotros
no os habéis dejado coger también? ¡Esperad, tunantes, vais a ver quién es Pedro
Polter de Langendorf y quiénes son estos! ¿Conque a mí sólo me ha insultado? ¿A
mí solo? ¡Ja, ja, ja! Ahora va a ver que sólo yo soy el que no se asusta de él.

»Los indios se habían separado a cierta distancia de los prisioneros para


deliberar acerca de su suerte y no observaron cómo el piloto contraía sus músculos
de acero.

—¡Una!... ¡Dos!... ¡Tres!... ¡Adiós, Dick Hammerdull! ¡Adiós, Pitt Holbers! A


ver si podéis seguir pronto mi rumbo.

»La confianza en su gigantesca fuerza no le había fallado en aquel esfuerzo


sobrehumano. Las correas saltaron hechas pedazos; se puso en pie de un salto, se
lanzó sobre su caballo y salió al galope.

»Los salvajes no consideraban posible que se les escapara uno de sus


prisioneros y por otra parte, la acción del marino había sido tan rápida, que ya
estaba a bastante distancia cuando pensaron en disparar sobre él. Las balas no le
tocaron; pero dos de los indios se levantaron para perseguirlo, mientras los demás
quedaban junto a los otros dos hombres cautivos.

»Durante todo el episodio no se había oído una palabra ni un grito. El joven


salvaje, que había hablado antes, se acercó de nuevo a los dos cazadores y les
preguntó:

—¿Conocéis a Sam Fire-gun, el cazador blanco?

»Los interpelados no se dignaron responder.


—Sí que lo conocéis, porque es vuestro jefe. Y también habéis conocido a
Matto-Sih «Garra de oso», cuya sangre vertieron vuestras manos. Ahora vaga por
los eternos campos de caza y tenéis a su hijo delante de vosotros, para vengar su
muerte en los hombres blancos. Ha seguido los pasos de los viejos guerreros que
querían apoderarse del caballo de fuego y ha encontrado en dos lugares cadáveres
de sus hermanos. Ahora se ha apoderado de los caballos de los blancos y va a
entregar al poste del tormento a los asesinos.

»Dicho esto se separó de ellos y los dos cazadores fueron atados a sus
caballos sin que hicieran la menor resistencia. Vencedores y vencidos atravesaron
el, riachuelo y se internaron en el bosque que se extendía hasta el horizonte. Los
tres salvajes sabían que no tenían que inquietarse por sus dos compañeros que iban
en persecución del piloto.

»Cuando llegaron al bosque, estaba anocheciendo. Siguieron la linde un rato


y después se internaron en él, hasta llegar a un sitio donde un grupo de jóvenes
indios estaba acomodado alrededor de una pequeña hoguera. Aunque no eran
guerreros adultos, se habían reunido bajo el mando del hijo del jefe, para salir al
encuentro de los que iban a asaltar el tren y habían comprobado la derrota de
éstos. Ardían en deseos de vengar la muerte de los suyos, así es que quedaron
encantados cuando vieron llegar a los prisioneros. Escucharon atentamente el
relato de su joven jefe, que, en pie les contó cómo se había apoderado de los
blancos y les comunicó cuáles eran sus planes ulteriores.

»Sus palabras parecieron encontrar la aprobación del auditorio, pues se


oyeron varios uf durante su discurso. Terminado éste, se adelantó el único blanco
que había entre los pieles rojas y dijo:

—Que el Gran Espíritu abra los oídos de mis Hermanos rojos para que
comprendan bien lo que voy a decirles.

»Después de carraspear un poco, prosiguió:

—Sam Fire-gun es un gran guerrero: es fuerte como el oso de la montaña y


astuto como el gato montés que se oculta entre las ramas del sicomoro; pero es
enemigo del hombre rojo y le ha arrebatado más de cien cabelleras. Ha matado a
Matto-Sih el famoso jefe de los ogellallahs, y a la mitad de la tribu y luego se ha
escapado cuando lo teníamos prisionero. Fire-gun ha amontonado en su wigwam el
oro de las montañas y nadie sabe donde vive. Es mi enemigo y por eso he reunido
a mis hombres para buscar su wigwam y quitarle su oro. Después nos hemos
encontrado con nuestros hermanos rojos, nos hemos aliado a ellos y estamos de
acuerdo: para ellos la sangre y para nosotros el oro del enemigo. Pero en el cielo no
lucía para nosotros la estrella favorable: todos los hombres blancos han sido
muertos menos yo y de los rojos pocos han podido conservar la vida. Nos
encontrábamos sin armas ni caballos y hubiéramos perecido si no nos hubiésemos
tropezado con los jóvenes guerreros que habían salido al campo para demostrar
que son dignos de luchar al lado de los más inteligentes. Ellos vengarán a sus
muertos y arrancarán la cabellera a sus enemigos, pero de otro modo que como
piensa el joven jefe.

»Una exclamación de curiosidad recorrió el círculo de los oyentes. El orador


continuó:

—Hemos descubierto el camino para el wigwam del enemigo. Este habita en


una cueva, en la cual penetra el agua, que oculta sus huellas y la de sus caballos.
Mis hermanos quieren entrar allí en la oscuridad de la noche y matarlos mientras
estén durmiendo. Pero ya comprenderán los hombres rojos que él no estará sin
centinelas. Además, uno de los suyos, que acaba de escaparse de mis hermanos, le
avisará del peligro. Yo sé un modo mejor de llegar hasta él.

—¡Que hable el hombre blanco! — dijeron todos a un tiempo.

—El agua que penetra en la cueva no se queda allí, sino que sale por otro
lado. Yo he descubierto esta salida y voy ahora a guiar al joven jefe, para ver si es
posible la entrada por ahí. Vamos a preguntar a los dos prisioneros si lo saben.

»El proyecto fue aprobado con general aplauso; el círculo se deshizo y el


blanco se acercó a Pitt Holbers y Dick Hammerdull, que estaban atados y
amordazados en el suelo a poca distancia.

»Los dos cazadores habían oído todo. El plan del trapper enemigo tenía su
fundamento, aunque ellos no sabían que existiese una segunda entrada al hide-post.

»El escondite de Sam Fire-gun consistía en una cueva formada por la


naturaleza en el interior de una montaña caliza. La entrada a la cueva había sido
horadada por un arroyo que penetraba en ella y, en opinión de los cazadores,
desaparecía en el interior de la montaña. Sam Fire-gun había descubierto la cueva,
la había acomodado para que le sirviera de refugio y nunca había dicho de ella otra
cosa sino que sólo se podía llegar allí por el arroyo.

»Se quitó la mordaza a los prisioneros y se les condujo al círculo de pieles


rojas, donde el trapper blanco comenzó su interrogatorio:

—¿Sois de la gente de Sam Fire-gun?

»Hammerdull ni siquiera se dignó mirarle y volviéndose a medias a su


compañero, dijo:

—Pitt Holbers, viejo zorro, ¿crees que debemos contestar a este canalla
traidor?

—¡Ejem! Si piensas que necesitamos demostrar que no tenemos miedo ni nos


avergonzamos de nuestra situación, métele algunas palabras en la boca.

—Que le meta o no palabras en la boca, ¿qué más da? Pero podría pensar
que por miedo a él y a los indios habíamos perdido el habla, así es que le vamos a
hacer oír alguna cosa buena.

»El trapper permaneció impasible al oírse llamar canalla. Y repitió su


pregunta:

—¿Pertenecen ustedes a los hombres de Sam Fire-gun?

—Sí, cosa a que usted no puede aspirar, porque el coronel sólo admite a su
lado gente honrada.

—Insulten todo lo que quieran, si creen que eso les va a servir de algo; por el
momento no me opongo a ello. ¿Cómo se llama usted?

—Si hubiera usted pasado el Mississippi hace veinte años y hubiera estado
otros veinte preguntando, tal vez habría encontrado a alguien que pudiera decirle
mi nombre. Ahora ya es demasiado tarde.

—Me es igual. ¿Tienen ustedes oro en el hide-spot?

—Muchísimo, y en todo caso mucho más del que encontrará usted allí.

—¿Dónde está enterrado?

—Que esté en un lado o en otro ¿qué más da? Búsquelo usted.

—¿De cuántos hombres se compone su sociedad?


—De muchos y cada uno de ellos se basta para darle a usted una mano de
palos.

—¿Quién era el indio que libertó a su coronel?

—Eso sí puedo decírselo: se llama una cosa así como Winnetou.

—¿El apache?

—Que sea apache o no ¿qué más da? Pero lo cierto es que pertenece a esa
tribu.

—¿Cuántas salidas tiene su escondite?

—Tantas como hombres hay en él.

—¿De veras?

—Sí; para cada uno una y la misma, ¿no es verdad, Pitt Holbers, viejo zorro?

—Si así lo crees, Dick, no tengo nada que decir en contrario.

—Dígame ¿cómo es la cueva?

—Vaya usted a verla y se enterará mejor.

—Bien, Como ustedes quieran. Hubieran ustedes podido aliviar su


situación; pero ya que lo quieren así, van a ser empalados y quemados. Serán
ustedes conducidos, naturalmente, á los poblados de los ogellallahs y ya pueden
ustedes figurarse lo que ocurrirá allí.

—¡Bah! Que seamos empalados o quemados ¿qué más da? Pero aun estamos
aquí y puede usted estar seguro de que si usted ocupara nuestro lugar, yo le
machacaría un poco para que se asase mejor.

»El trapper se separó de ellos.

—Que mis hermanos rojos refuercen las ligaduras a estos blancos, pues
merecen la muerte en el poste del martirio.

»Hammerdull y Holbers fueron atados más fuertemente y echados a tierra.


La hoguera seguía ardiendo; pero los salvajes la alimentaban tan poco a poco que
el olor a humo no se extendía a más de algunos pasos alrededor de ella. El
resplandor del crepúsculo que hasta entonces había flotado en la verde bóveda del
bosque, desapareció; la oscuridad fue invadiéndolo todo y llegó a ser tan grande
que se necesitaba la aguda vista de un indio o de un hombre del Oeste para poder
distinguir los objetos más próximos.

»El trapper, acompañado del joven jefe de los indios, se separó de los demás
para buscar la cueva de Sam Fire-gun. Los restantes pieles rojas permanecieron
acampados en el mismo sitio. El joven indio realizaba entonces su primer hecho de
armas y, aunque, siguiendo el ejemplo de su estoica raza no dejaba traslucir
emoción alguna, ardía en deseos de probar que era digno de ser admitido a la par
con los guerreros veteranos.

»Siguió en silencio a su compañero blanco que, a pesar de la oscuridad


reinante atravesó sin vacilar en su camino el bosque de encinas y robles seculares,
hasta llegar a la orilla del arroyo, cuyo curso siguieron aguas arriba con redoblada
cautela.

»Después de algún tiempo llegaron a un sitio en que el agua brotaba de la


montaña por entre espesos matorrales. El trapper los fue apartando y desapareció
detrás de ellos, seguido del indio. Se encontraban en la entrada de una galería
natural de poca elevación, cuyo piso era el lecho del arroyo.

Sin vacilar entraron en ella, encorvándose para no dar con la cabeza en la


parte alta y siguieron lenta y trabajosamente por la mina, que recorría por primera
vez el trapper. Este, cuando la descubrió se había limitado a llegar a la entrada.
Llevarían media hora aproximadamente siguiendo el tortuoso curso subterráneo
del arroyo, cuando oyeron un ligero rumor que fue aumentando por segundos
para convertirse finalmente en un ruido ensordecedor, que les impedía oírse uno a
otro aunque hablasen a voces.

»Se encontraban ante una cascada, que formaba el arroyo. A gran altura
sobre ellos estaba el hide-spot de Sam Fire-gun y a sus pies había un pozo profundo,
cavado por la caída del agua en la roca. Si aquella cascada se utilizaba en realidad
como salida secreta de la cueva, debería existir algún dispositivo para trepar hasta
la altura aquella.

»El trapper buscó a tientas y vio que no se había engañado en su suposición:


tropezó con una doble cuerda tejida con fibras de plantas trepadoras y provista de
nudos, que facilitaban la subida y el descenso por ella.

»Valiéndose del tacto, ya que era imposible hacerse oír, comunicó el


hallazgo a su compañero; probó la resistencia de la cuerda y comenzó a trepar por
ella lentamente.

»El indio le siguió.

»Para una persona no acostumbrada a tales hazañas hubiera sido un camino


lleno de peligros y de terror el que seguían fatigosamente los dos aventureros junto
a la cascada, cuyas salpicaduras los mojaban, ascendiendo por un estrecho agujero,
ensordecidos por el estrépito de la caída del agua y teniendo de bajo un pozo de
profundidad desconocida, y encima tal vez un enemigo vigilante. Los dos
hombres, sin embargo, no sintieron flaquear su ánimo y prosiguieron ascendiendo,
impulsado el uno por el afán de encontrar los montones de oro de que tanto había
oído hablar y el otro por juvenil deseo de hazañas.

»Terminaron su peligrosa ascensión con felicidad y pusieron pie en el lecho


superior del arroyo. El fragor de la catarata continuaba impidiéndoles oír otra cosa;
avanzaron a tientas por el lecho del arroyo y llegaron a un sitio en que el ruido del
agua ya no era más que un ligero rumor. De pronto, se detuvo el trapper; le parecía
haber oído voces humanas. Sacó el cuchillo y preparó el revólver, que había
llevado cuidadosamente guardado, para no exponerlo a la humedad, y continuó
adelante, lentamente y en silencio, seguido siempre del indio, que también se había
dispuesto para la lucha. Las voces cada vez se percibían con mayor claridad. Los
dos hombres avanzaron con mayores precauciones aun y oyeron decir en voz baja:

—Las malditas correas se me clavan en la carne como si tuvieran filo. ¡El


diablo se lleve a Sam Fire-gun y a toda su compañía!

—No te quejes, que con eso no adelantas nada. Nosotros somos los
causantes de nuestra desgracia. Si hubiéramos tenido más vigilancia, no
hubiésemos sido tan vergonzosamente sorprendidos. Ese Winnetou es un
verdadero diablo, el coronel, un gigante y los demás son todos hombres que han
sentido en sus carnes más de una cuchillada. Pero tenemos en medio de todo un
consuelo: el de que no nos matarán y eso ya da alguna esperanza. Pronto tendré las
manos libres y entonces ¡sacrebleu!, ajustaré mi cuenta con ellos, y haremos...

—Sander, master Sander, ¿es usted? —se oyó decir en voz baja hacia el
fondo de la habitación en que estaban atados Sander y Letrier.
—¿Quién está ahí? — respondió el preguntado, con el mayor asombro.

—Digan primero quiénes son ustedes, todos.

—Enrique Sander y Pedro Wolf; nadie más. Estamos aquí prisioneros y


atados. Nuestros enemigos están lejos de aquí y no pueden oírnos, Pero, ¿quiénes
son ustedes?

—Pronto lo verán. Ahora vamos a cortar las correas que les sujetan y
libertaremos a ustedes.

»De unos cuantos cortes quitaron a los prisioneros sus ligaduras. Los cuatro
hombres se reconocieron y se pusieron de acuerdo en pocas palabras.

—¿Cómo han llegado ustedes hasta la cueva? —preguntó Sander— No tiene


más entrada que el sitio por donde sale el agua.

—Para los tontos que no reflexionan, sí; pero yo me las he arreglado de


modo que he conseguido burlar al viejo Fire-gun. Es imposible que el agua
desaparezca dentro de la montaña.

—¡Ah!

—Ha de tener, forzosamente, una salida, un desagüe.

—Naturalmente. No se me había ocurrido.

—Pues yo he descubierto esta salida y, con ella, la otra entrada a la cueva.

—¿Y qué más? — dijo con impaciencia Sander.

—Por el lado de la salida del agua, hay una cuerda colgada. Por ella
podemos descolgarnos hasta la parte llana del arroyo y desde allí salir al aire libre.
Naturalmente, querrán ustedes venir con nosotros.

»Sander reflexionó algunos segundos.

—Va puede usted figurarse con qué gana lo haríamos; pero no nos conviene.

—¿Por qué no? ¿Se asusta usted de descolgarse por una cuerda?
—¡Bah! Tal vez hemos andado con cuerdas y cables más que ustedes. Pero si
nos vamos echaremos a perder todo nuestro plan.

—¿Por qué?

—Es mucho mejor que nos aten ustedes otra vez y nos dejen aquí hasta que
vuelvan con todos los indios.

—No comprendo por qué les gusta a ustedes quedarse en este sitio.

—Si yo tuviera algo que temer, me guardaría mucho de permanecer aquí.


Ahora piensen ustedes en la enorme cantidad de oro que está oculto en esta cueva.
Si se descubre nuestra fuga, ese oro está perdido para nosotros, porque cuando
queramos venir a buscarlo se nos hará un recibimiento que nos quitará el resuello.

—¡Por el diablo que tiene usted razón! Ya podía habérseme ocurrido.


Necesitamos algunas horas para volver aquí y en este tiempo se podría perder
todo. ¿Tienen ustedes realmente valor para quedarse aquí hasta entonces?

—Pregunta ociosa. Lo único que pido es que no nos dejen ustedes en la


estacada.

—No tenemos ese propósito. Los pieles rojas tienen que hablar unas
palabras con esta compañía y yo no soy tan tonto que deje aquí el rico metal.

—Bien; átennos de nuevo.

—Les dejaré las ligaduras flojas y, además, aquí tiene un cuchillo por si
acaso les hace falta. Ahora, vámonos.

«Los dos audaces aventureros desaparecieron sin ruido. Los prisioneros


volvieron a su primitiva posición; pero ahora se sentían mucho más seguros y
confiados que antes.

»Mientras esto ocurría en el interior del hide-spot, el pequeño Bill Potter


estaba fuera de la cueva apoyado en el tronco de un árbol escuchando con atención
los menores ruidos que en el silencio de la noche llegaban a sus oídos. Se hallaba
de centinela, velando por la seguridad de la compañía.

»De repente oyó el rumor de unos pasos apresurados que avanzaban por el
arroyo. Se echó al suelo para observar mejor sin ser visto a quien así se acercaba.
Cuando el recién llegado se encontró cerca del centinela, se quedó parado y trató
de ver a través de la oscuridad reinante.

—¡Have care, attention! ¿Es que no hay nadie de guardia a bordo? ¿Están
solos?—dijo.

—Pedro Polter, ¿eres tú?

—¿Quién había de ser sino Pedro Polter de Langendorf? Pero, ¿a quién ha


puesto de guardia el coronel? No se puede ver ni siquiera el propio bauprés de la
cara.

—¿Que quién soy? ¡Je, je! Pedro Polter no conoce a Bill Potter y está a dos
troncos de distancia de él. ¿Dónde están los otros?

—¿Qué otros, viejo swalker?

—¿Quiénes han de ser? Hammerdull y Holbers. ¿Y la carne que teníais que


traer?

—Si queréis carne, tendréis que traerla vosotros mismos y con ella al gordo y
al flaco. Todo esto lo encontraréis entre los indios, a la orilla del río de allá abajo, si
es que no se han movido del sitio desde que yo me he separado de ellos.

—¿Indios...? ¿A la orilla del río...? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no tengo tiempo de charlar contigo —replicó Pedro


Polter—. He de hablar inmediatamente con el coronel; luego te contará él todo.

»Diciendo esto entró en la cueva. Allí estaban los cazadores alrededor del
fuego. Sam Fire-gun reconoció en seguida al que entraba

—¿Ya de vuelta, piloto? —le preguntó—. ¿Vienen detrás los otros con la
carne?

—¡Sí! ¡Con la carne roja! Han sido hechos prisioneros y los van a ahorcar o
fusilar o devorar: me es igual.

»Todos los cazadores se pusieron en pie.

—¿Prisioneros? ¿Quién los ha cogido? ¡Habla! — exclamaron.


—Ahora mismo. Pero dadme un bocado y un trago antes. ¡Que el diablo me
lleve si vuelvo otra vez a esa horrible pampa y a lomos de una bestia como en la
que he llegando, que me ha deshecho las articulaciones y me ha hecho perder el
rumbo de tal modo que no habría podido encontrarlo en toda la eternidad. Por
fortuna, ella misma ha venteado el hide-spot, si no, me habría pasado diez años
galopando por la hierba.

»Le dieron lo que pedía y él contó lo sucedido que, como es natural,


promovió en todos una gran excitación. Esta no se manifestó, sin embargo, en los
cazadores, tan acostumbrados al silencio y al dominio de si mismos, en la forma
ruidosa que lo habría sido en cualquiera otros hombres.

—¿Hammerdull y Holbers prisioneros? — exclamó el coronel—. Hay que


libertarlos en seguida, porque los indios no los someterán a enjuiciamiento muy
largo.

—¡Vamos allá al momento! —dije yo, que había cogido cariño a los dos
trappers y estaba impaciente por socorrerlos.

—Sí —asintió Wallerstein—. Si no salimos inmediatamente, los indios nos


tomarán una delantera que luego no podremos recuperar.

»Sam Fire-gun se echó a reír.

—Tendréis que esperar hasta que amanezca pues en la oscuridad es


imposible seguir una huella y hasta temo que el propio piloto no sepa conducirnos
al río en que han sido sorprendidos.

—¿Yo? — respondió malhumorado el piloto—. ¿Qué me importa ese


miserable río donde hemos naufragado tan vergonzosamente? ¡Que me hagan
pedazos si puedo siquiera decir si está a la derecha o a la izquierda de aquí! No
tengo brújula ni corredera; el gordo y el flaco me han llevado a remolque, así es
que no me he tomado la molestia de observar el rumbo que seguíamos. Luego, a la
vuelta, el maldito animal me ha traído tan zarandeado que me ha hecho perder
vista y oído. De modo que dejadme en paz con ese río.

—¡Je, je! —dijo riendo a su manera acostumbrado el pequeño Bill Potter que
acababa de entrar en la cueva—. El hombre grande anda a caballo por la pampa y
no sabe dónde ha estado. Lo primero que tendremos que hacer es seguir sus
huellas antes de encontrar las de los hombres rojos. ¿No tiene gracia esto?
—¿Quieres cerrar el pico, criatura microscópica? —bramó el piloto furioso
por aquella observación—. Cuando estoy a bordo de un buque, sé la línea en que
me encuentro; pero en la pampa y montado en un bicho como el mío, me pongo de
tan mal humor que hasta pierdo la inteligencia. Si quieres encontrar a los pieles
rojas búscalos tú mismo, que no me opongo a ello.

—Creo que no necesitaremos seguir las huellas del piloto ni las de los indios
—dijo Fire-gun interrumpiendo la cómica disputa—. Los jóvenes ogellallahs, en su
ardor guerrero, han salido a buscar a los veteranos de la tribu, han encontrado sus
cadáveres y están sedientos de venganza. Seguramente habrán buscado un
escondite para acampar, donde estarán los dos prisioneros. Habrán querido hacer
declarar a éstos donde está nuestro hide-spot, pero. Hammerdull y Holbers se dejan
matar antes que hacernos traición. Por esto, les será difícil a los indios descubrir
nuestra cueva; pero temo que los que se nos escaparon se hayan encontrado con
ellos y como conocen los alrededores de nuestro escondite, decidirán atacarnos
pronto, para no dar lugar a que llegue hasta nosotros el piloto que se les ha ido de
entre las manos. Por este motivo pienso que ya estarán en camino hacia aquí y lo
que tenemos que hacer es esperarlos y no ir en su busca. Doblaremos los centinelas
y apagaremos la hoguera, dejando sólo las antorchas dentro de la cueva. Voy a ver
qué hacen nuestros prisioneros.

—Voy con usted tío — dijo Wallerstein—. Soy quien tiene más motivos para
convencerme de que están seguros.

»Diciendo esto cogió una de las antorchas y alumbró al coronel.

»Llegados al sitio donde estaban los prisioneros, éste paseó por todas partes
su mirada penetrante. Al mirar al suelo húmedo y algo blando de la cueva, se
pintó en su rostro una momentánea expresión de sorpresa, que, sin embargo, nadie
supo observar porque la luz de la antorcha sólo le iluminaba por un lado.

—Todo está seguro. Ven —dijo tranquilamente y se volvió con su sobrino a


reunirse con los otros. Pero, tan pronto como se vio entre ellos, los reunió a su
alrededor, con una llamada a media voz.

—Oíd, muchachos, si tenía yo razón. Los indios no sólo vienen hacia acá,
sino que ya han estado en la cueva. Acabo de descubrirlo.

»Una expresión de sorpresa rayana en temor apareció en los rostros de los


hombres, que inmediatamente echaron mano a sus armas. El coronel prosiguió
diciendo convincente y con premura:

—Tengo que comunicaros un secreto que no he descubierto antes a nadie,


para mayor seguridad de todos. La cueva tiene una salida oculta.

—¡Ah! — dijeron todos con voz contenida.

—La encontré el mismo día que descubrí la cueva. El agua del arroyo sale de
ésta en una cascada por el lado opuesto y ha cavado allí un pozo, buscando
después su salida a través de la montaña. En seguida até una doble cuerda a la
pared de roca, me descolgué por ella y vi que podía salir muy bien al exterior
siguiendo el paso del agua. La cuerda está aún en su sitio y en buen estado.
Cuando he ido ahora a ver a nuestros prisioneros he observado huellas de pies,
pisadas extrañas en el suelo de la cueva y una rápida mirada a los dos hombres me
ha convencido de que alguien había aflojado su ligaduras.

—¿Cómo puede ser eso? —dije yo—. Yo mismo los he atado y de tal modo
que sólo pueden haberse soltado con ayuda de otra persona.

—Los indios han debido enviar algunos exploradores, que han descubierto
la salida secreta; han entrado por ella, han trepado por la cuerda, han llegado
adonde están los prisioneros, han aflojado las correas que los sujetaban y
seguramente les habrán dado algún arma. Después se han vuelto para ir en busca
de los suyos.

—¿Por qué no ha traído usted aquí a Sander y a Juan Letrier? — preguntó


Wallerstein.

—Porque todo se hubiera perdido si el enemigo descubría antes de tiempo la


ausencia de los dos prisioneros. Lo primero que hemos de hacer es volver a atar a
esos dos individuos tan peligrosos, para que sean inofensivos. Ven conmigo,
sobrino, y vosotros seguidnos sin ruido, para echaros encima de ellos en el
momento en que hagan la menor resistencia. Hay que evitar todo derramamiento
de sangre.

»Mientras se desarrollaba esta conversación, también los dos prisioneros se


hablaban en voz baja.

—Juan ¿has visto qué mirada? — susurró Sander en cuanto Sam Fire-gun y
Wallerstein se alejaron.
—¿Cuál mirada?

—La del coronel al suelo.

—No; mi siquiera me he fijado en ese sujeto.

—Pues lo ha descubierto todo.

—No es posible. Se marchó de aquí muy tranquilo.

—Pues esa tranquilidad eral fingida. Vio las huellas del cazador y del indio;
a pesar de la poca luz que había lo he podido observar; en su rostro se pintó una
expresión de sospecha, que duró sólo un instante. Después echó otra mirada breve
pero aguda como la punta de un puñal, a nuestras ataduras y el tono en que dijo:
«Todo está seguro» me confirmó en mi idea de que lo había descubierto todo.

—¡Diablos! A ver si ahora ha ido para volver con su gente y atacarnos de


¡nuevo. Eso sería para volverse loco.

—Seguramente lo hará así.

—Pues estoy dispuesto a defenderme hasta la última gota de sangre, porque


si nos atan otra vez, está todo perdido: nos llevarán a otra habitación y se pondrán
en nuestro lugar para recibir a los indios.

—Seguramente; pero no hay necesidad de que nos defendamos.

—¿Por qué?

—Porque sería absolutamente inútil, pues son muchos contra nosotros. Lo


más sencillo y al mismo tiempo lo único que puede salvarnos es que huyamos de
aquí al momento.

—Pero, capitán ¿y si se ha equivocado usted y el viejo no ha notado nada?

—Es igual. De todos modos vendrían por aquí antes de la llegada de los
indios y descubrirían nuestra huida, con lo cual quedará deshecho el plan del
ataque. Yo me largo; ya hemos, oído cuál es el camino. Pronto, Juan, antes de que
sea demasiado tarde.

»Se pusieron en pie y se soltaron las correas; después siguieron la dirección


en que se oía el ruido de la cascada y al cabo de un rato de buscar a tientas,
encontraron la cuerda pendiente, por la cual se deslizaron. Llegados a la agitada
superficie del pozo, Sander, que iba delante reconoció con los pies la estrecha
pared de piedra y encontró la pequeña abertura lateral por la que se precipitaba el
agua. Un impulso lo llevó a ella y desde allí tiró de la cuerda para indicar la
dirección a su compañero. Fue un momento de peligro para los dos hombres
fugitivos, que no podían oírse en medio del terrible estruendo de la cascada; pero
su audaz empresa se vio coronada por el éxito y se internaron encorvándose por la
mina, que les condujo, en algunos minutos y mojados hasta los huesos, pero sanos
y salvos, al exterior.

»Se enderezaron y se detuvieron un momento, jadeantes, para descansar de


la fatigosa evasión.

—Esperemos aquí a que lleguen los indios — dijo Letrier.

—De ningún modo. El coronel nos perseguirá en el momento en que


descubra nuestra huida. Tenemos que marchar al instante.

—Pero no sabemos dónde están acampados los indios.

—No importa. No nos alejaremos mucho, sino que buscaremos un escondite


por estas cercanías y esperaremos tranquilamente los acontecimientos.

—Tiene usted razón, capitán. Si ahora fuéramos en busca de los indios,


habríamos de volver por el mismo camino que hemos traído y de eso no tengo
ninguna gana. Es mucho más acertado que esa buena gente nos saque las castañas
del fuego; ya buscaremos luego un procedimiento para apoderarnos de ellas.

—¡Eso mismo pienso yo. Ven.

»Se alejaron unos pasos por entre los matorrales y se escondieron en la


espesura que formaban. Permanecieron allí inmóviles y escuchando con ansiedad
en el silencio de la noche.

»De pronto se sintió un leve rumor análogo al rozamiento producido en las


hojas por un insecto.

—¡Los indios! — murmuró Sander.

»No se había equivocado. Con el cazador blanco y el hijo de Matto-Sih a la


cabeza se acercaban, formando una larga línea, que avanzaba con extrema
precaución. Al llegar a la salida secreta, deliberaron un instante y después
desaparecieron uno tras otro en la pequeña abertura de salida al arroyo. Dos de
ellos quedaron fuera de centinela.

»Transcurrió un rato muy largo. El cielo que hasta entonces no se podía


distinguir en la oscuridad de las copas de los árboles, comenzó a diferenciarse de
ellas; primero los troncos y luego las ramas y las hojas fueron descubriéndose; aquí
y allá se oyó el cántico matinal aun impregnado de sueño de un pájaro que
despertaba... la noche comenzó a ceder al día y la luz fue invadiéndolo todo.

»Los dos indios que estaban de centinela, permanecían inmóviles a la orilla


del arroyo junto al sitio en que éste penetraba en la montaña. Seguramente estaban
llenos de impaciencia por la ausencia, más larga de lo que esperaban, de los suyos;
pero ningún rasgo de su juvenil y bronceado rostro lo delataba. Ya desde niños
estaban acostumbrados al más absoluto dominio de sí mismos y a vencer las
emociones más fuertes. Parecían enteramente las estatuas de dos indios apoyados
en sus fusiles y provistos de todas sus armas.

»Súbitamente sonaron dos tiros simultáneos, que hicieron el, efecto de no


haber sido más que uno y los dos centinelas cayeron al suelo con la cabeza
atravesada por una bala. Al punto se irguieron junto a ellos dos hombres que sin
ser observados por los indios, habían salido por la estrecha abertura: eran Sam
Fire-gun y Bill Potter.

—¡Je, je! —dijo riendo este último—. Estos jóvenes han echado a volar
demasiado pronto. No habían aprendido aún a abrir los ojos y oídos. ¿Ve usted,
coronel, como tenía yo razón? Han olvidado borrar sus huellas y ahora podemos
buscar el campamento donde están amarrados el gordo y el flaco.

—¿Te atreverás a volver tú sólo allá arriba por el agujero, Bill?

—¿Por qué no? ¿Cree usted que Bill Potter se asusta porque tenga que tragar
dos gotas de agua?

—Entonces vuelve y mientras tanto yo seguiré las huellas y traeré aquí a los
demás rodeando la montaña. Que se quede únicamente un centinela como
siempre, pues el sitio ha quedado completamente limpio. Yo iré por delante y
vosotros me seguiréis; pero daos prisa para reuniros pronto conmigo.

»El pequeño trapper desapareció en la abertura, después de un ademán de


asentimiento y Sam Fire-gun comenzó a rastrear las huellas. Estas eran tan claras
que no exigían, por lo menos al principio, ninguna atención extraordinaria y así el
cazador sólo las miraba muy a la ligera, al mismo tiempo que reconocía todo el
terreno a su alrededor. Por esto, a pesar de su penetración no descubrió las pisadas
que habían dejado los dos fugitivos y pronto desapareció entre los árboles,
siguiendo las huellas de los indios.

»Pasado un largo rato, murmuró Sander:

—¡Qué mala suerte! Estos jóvenes y valientes indios han llegado a la cueva
trepando por la peligrosa cuerda; pero los han matado allí a todos. ¡Qué lástima!
Ahora estamos solos contra Fire-gun y su gente.

—¿No sería mejor, capitán, que lo siguiésemos? —preguntó Juan Letrier—.


Si hemos de escapar, necesitamos caballos y sólo podemos encontrarlos en el
campamento de los pieles rojas.

—Eso es imposible. Los cazadores vendrán detrás y descubrirán nuestras


huellas en seguida.

—¿Y qué nos impide hacer inofensivo para siempre al viejo? Tenemos un
cuchillo.

—Juan; nosotros hemos hecho muchas cosas muy difíciles; pero no somos
hombres del Oeste. El coronel tiene un oído muy fino y nos dominaría con sus
armas. Aun cuando lográsemos deshacernos de él y llegar adonde están los
caballos, algunos minutos más tarde tendríamos detrás de nosotros a toda la horda
furiosa.

—Si suprimimos al viejo, no tenemos que temer a los otros. El atolondrado


piloto, Wallerstein, el policía, no saben moverse en la pampa y...

—¿Y Winnetou el apache? — le interrumpió Sander.

—¡Diablo! Tiene usted razón. No había pensado en él. El sólo sería capaz de
encontrarnos y hacernos pedazos con su maldito tomahawk. Pero ¿qué hacer? No
vamos a estar escondidos aquí toda la eternidad.

—Eres un imbécil, Juan. En el hide-spot hay una verdadera riqueza en oro.

—¿Y qué?
—Que nosotros necesitamos oro.

—Y vamos a rogar a Sam Fire-gun que nos obsequie con él ¿verdad?

—No hace falta. Ya es nuestro.

—¿Desde cuándo?

—En cuanto se marchen los cazadores.

—Pero de ¿qué manera?

—Muy fácilmente. ¿O es que no se te ocurre nada, Juan?

—Por el momento no se me ocurre otra cosa sino que nos encontramos en


una situación casi desesperada.

—De la cual saldremos pronto.

—No sé de qué modo.

—Esperaremos a que los cazadores se hayan alejado.

—¿Y luego?

—Luego —susurró Sander, aunque no había nadie que pudiera oírle—


volveremos por el mismo camino que hemos traído.

—¡Diablo! ¿A la cueva?

—Naturalmente.

—Y allí nos hacen pedazos.

—Oh, no. Ya has oído que quedará de centinela un solo cazador, que estará
junto al arroyo a alguna distancia de la entrada y no se enterará de nuestra llegada.

—¡Ah! Perfectamente. El coronel ha cometido un gran error no dejando


vigilancia aquí a la salida del arroyo.

—Claro. De modo que volvemos a la cueva...


—Volvemos a la cueva —repitió vivamente el otro a quien empezaba a
gustar la nueva aventura.

—Buscamos el oro...

—El oro...

—Nos apoderamos de él y...

—¿Y qué?

—Y cogemos armas, porque en el hide-spot hay buena provisión de ellas.

—Es verdad que hay allí un completo arsenal.

—Después matamos al centinela.

—Eso es indispensable.

—Cogemos cada uno un buen caballo.

—¿Y dónde están los caballos, capitán?

—No lo sé; pero ya los encontraremos. Los cazadores suben siempre a


caballo por el arroyo, así es que en las cercanías tiene que haber un sitio donde se
guarden los caballos. Si buscamos con cuidado por la orilla, lo encontraremos con
toda seguridad.

—¿Y después? — preguntó Juan Letrier.

—Después nos largamos de aquí, ya veremos adonde, pues por el Este no


podemos volver. Hemos hecho tantas fechorías allí, no ya en estos últimos
tiempos, sino antes, que no debemos dejarnos ver en los Estados del Este. Si
cogemos oro o dinero, procuraremos ir a San Francisco y...

»Se interrumpió repentinamente porque había oído un ligerísimo rumor. Al


poco rato se oyeron pasos cautelosos y Bill Potter se abrió paso por entre los
matorrales, llevando detrás a todos los habitantes del hide-spot, menos uno que
había quedado de centinela. También Winnetou formaba parte del grupo. Sin
detenerse siguieron las huellas que Sam Fire-gun había dejado bien marcadas, para
que las encontraran fácilmente. Una sola mirada de los perspicaces y
experimentados ojos del apache podía descubrir sus pisadas, ya apenas
perceptibles por las horas transcurridas. Felizmente se alejó el peligro, porque
Winnetou confiaba en el trapper que iba a la cabeza y ni siquiera miraba al suelo.

—Grace a Dieu! —dijo Letrier cuando dejó de oírse el rumor de los que se
alejaban—. Ahora sí que está hecho todo el juego. Aunque estoy calado hasta los
huesos, he sudado como si estuviera metido en un baño calientete.

—Ya ha llegado el, momento; pero hemos de tener mucha precaución y


debemos borrar nuestras huellas.

»Esta operación costó tanto trabajo a sus manos inexpertas que pasó un
largo rato antes de que pudiesen internarse por la mina. Conocían ya el camino por
haberlo hecho una vez y así a pesar de las dificultades que ofrecía, llegaron sin
novedad a lo alto. Letrier, que iba detrás, apenas acababa de soltar la cuerda para
poner el pie en tierra firme, cuando se sintió detenido por el capitán; estaban
rodeados de cuerpos humanos tirados por tierra. Por el tacto comprobaron que se
trataba de los cadáveres de los jóvenes indios. Pasando por encima de ellos,
llegaron a la parte de la gruta donde habían estado atados horas antes y allí
pudieron entablar diálogo.

»Letrier dijo estremeciéndose:

—¡Brr! capitán: estos pobres muchachos han sido cogidos y matados


tranquilamente uno después de otro, tan pronto como iban entrando en la cueva.
¡Qué bien hemos hecho en escondernos! Si nos hubiéramos encontrado con ellos
habríamos tenido que acompañarlos y sufrir la misma suerte.

—No tenemos tiempo ahora para estas reflexiones. Adelante y antes de todo
a coger armas.

»Se encontraban de nuevo en el hide-spot, abandonado por los trappers, que


sólo habían dejado un centinela, en la parte de afuera del lado opuesto.

»A la habitación principal de la cueva daban otras varias más pequeñas. En


las paredes de una de ellas había colgadas armas de todas clases y en el suelo se
veían montones de pólvora, plomo y balas. En otra había provisiones de boca,
aunque no en gran cantidad. En la habitación grande ardía una lámpara de aceite.

»Los dos hombres cogieron todo lo que necesitaban y luego se pusieron a


buscar las riquezas ocultas.
»Todas sus pesquisas resultaron inútiles. El tiempo, para ellos tan precioso,
iba pasando y su busca se hacía de minuto en minuto más apresurada, sin que
encontrasen nada.

—Tiene que estar muy escondido, Juan — dijo finalmente Sander, al llegar a
la única habitación que les quedaba por registrar—. Y aun cuando lo
descubriésemos ¿cómo nos lo llevaríamos? El oro es muy pesado y no se me ocurre
el procedimiento para llevarlo.

—Lo cargaremos en caballos de reserva.

—Esa sería la única forma; pero nos harán caminar más despacio y
entorpecería nuestra huida. Pero mira. Esta debe ser la habitación del coronel.

»Las paredes del cuarto en que entraban estaban tapizadas de pieles sin
curtir, para contener, la humedad y en él había algunas sillas toscamente hechas,
junto a las cuales se veían varios cajones, a los que se dirigieron inmediatamente
los dos hombres, llenos de codicia. Pero tampoco en ellos encontraron el oro que
esperaban, sino diversas prendas de vestir y objetos de todas clases.
Apresuradamente fueron sacándolo todo y tirándolo al suelo. De pronto Sander
dio un grito de alegría: había encontrado una vieja y destrozada cartera que estaba
debajo de todo, en uno de los cajones.

—No hemos encontrado oro; pero tal vez haya aquí algo que lo valga.

»Volvió a la habitación central, donde había más luz y abrió la cartera.

—¿Qué hay ahí, capitán? — preguntó Letrier con ansiedad.

—Nada, absolutamente nada. También nos hemos engañado ahora —


respondió el otro fríamente, aunque su corazón latía con fuerza mientras lo decía.

»La cartera contenía resguardos de enorme valor. Sam Fire-gun había


depositado cantidades importantes de oro en diversos Bancos del Este y
conservaba los resguardos de aquellos depósitos. El que tuviera en su poder los
resguardos podía en cualquier momento recoger su valor en moneda corriente.
Pero el capitán no quería que Letrier se enterase de este hecho.

»Las cantidades que representaban los resguardos, no pertenecían


únicamente al coronel, sino también a toda la sociedad y por eso eran tan elevadas.
Aparte de ellas, había en la cueva una buena cantidad de polvo de oro y pepitas;
pero los bandidos no pudieron dar con ellos. Cuando estaban comunicándose sus
impresiones de desencanto, oyeron un ligero ruido. Era el centinela, que entraba en
la cueva. Sander que había cargado uno de los revólveres, lo derribó de un tiro.

—Ahora vámonos —dijo—. Tenemos que procurarnos caballos. Espero que


los encontraremos.

»Recogieron todo lo que pensaban llevar consigo y salieron por la entrada


ordinaria. Siguiendo el arroyo, llegaron pronto a un es trecho camino, que los llevó
a una pradera, donde encontraron los caballos de la sociedad.

»Sin perder un minuto ensillaron dos caballos con arreos de los que estaban
colgados en los árboles y salieron al galope.

»Entre tanto, todos los cazadores seguían las huellas de los jóvenes indios,
para libertar a Dick Hammerdull y Pitt Holbers. Sam Fire-gun, que había salido
antes, fue alcanzado pronto, pues, no sabiendo con cuántos indios tendría que
luchar, había preferido ir despacio para que se reunieran con él los suyos.
Prosiguieron todos la marcha, con el coronel y Winnetou a la cabeza, que iba
examinando las huellas. Estas estaban muy señaladas porque se habían señalado
por la noche, así es que no les costó trabajo alguno seguirlas. Al cabo de unas horas
de camino, llegaron a la vista del bosque donde habían acampado los pieles rojas y
adonde habían sido conducidos los dos trappers. No siguieron las huellas
directamente, por temor a ser vistos y así dieron un rodeo para entrar en el bosque
por otro lado, próximamente a una milla del punto en que aquéllas penetraban en
él.

»Una vez internados en el bosque, siguieron una dirección que formaba


ángulo con la que habían llevado los indios, de tal modo que se fueron acercando
al campamento, no de frente sino por uno de los lados. A cada paso que
avanzaban, aumentaban su cautela. Los hombres iban rápidamente de un árbol a
otro, para ocultarse lo más posible. De pronto Winnetou, que iba delante, hizo
señal a los otros de que se detuviesen: había oído voces. Se adelantaron solos él y
Fire-gun y pronto llegaron al lugar que buscaban. En seguida comprendió el
coronel que había extremado sus precauciones, pues junto a los prisioneros no
había más que tres hombres: dos, indios y el blanco que el día anterior había
incitado a los pieles rojas al asalto del hide-spot. Al cabo de unos minutos estaba
cercado el campamento. Los tres enemigos se hubieran rendido sin combatir; pero
fueron muertos contra la voluntad de Winnetou y del coronel y al momento se
quitaron las ligaduras a los dos cautivos.
—¡Qué descuido el vuestro, Dick Hammerdull, de haberos dejado coger por
tales muchachos! — dijo el coronel.

—Que hayamos sido descuidados o no ¿qué más da? —respondió Dick,


estirando sus entumecidos miembros—. Lo cierto es que nos han atrapado sin que
pudiéramos evitarlo. ¿Qué opinas de esto, Pitt Holbers, viejo zorro?

—¡Ejem! —respondió el largo Pitt—. Si lo que quieres decir es que no lo


hemos podido remediar, tienes razón, porque efectivamente no hemos podido
remediarlo.

—¡Y un blanco aquí! — dijo el coronel asombrado—. De manera que además


de Sander y de Letrier se nos había escapado otro.

—Sí —asintió Hammerdull— y precisamente este individuo es el que


descubrió nuestro hide-spot y guió allí al joven jefe; pero luego, en el momento del
asalto, prefirió quedarse aquí. ¿Qué pasó allí? Los rojos no han vuelto.

—Todos fueron muertos; ya te contaremos luego de qué modo, porque


ahora tenemos que volver en seguida a la cueva, pues hemos dejado allí un
hombre sólo.

»El coronel comprendió el error que había cometido en el momento en que


llegó al hide spot. Encontraron el cadáver del centinela y vieron que habían sido
registradas todas las habitaciones de la cueva, ya sabían por quién. Para su
tranquilidad el coronel comprobó antes de todo que el valioso depósito de polvo
de oro y pepitas no había sido descubierto; pero grande fue la impresión que
recibió al ver que faltaba la cartera con los resguardos La cólera que se apoderó de
él la experimentaron también, naturalmente, todos y no hubo más que una voz
para proclamar la necesidad de perseguir inmediatamente a Sander y su cómplice,
porque aparte de que nos interesaba apoderarse otra vez de ellos, se trataba de
recuperar la fortuna que habían robado.

»Los valores que llevaban encima debían facilitarles la huida en cuanto


llegasen a lugar habitado; por eso no había que dilatar un momento la persecución;
pero teníamos que proveernos de los medios necesarios para no vernos sin
recursos cuando tanto los necesitábamos para poder avanzar rápidamente. Así, fue
una suerte en medio de la desgracia que los ladrones no hubieran descubierto
también el oro.
***

»Y ahora, señores, ruego a ustedes que demos en sentido contrario el salto


de San Francisco al salvaje Oeste, que antes habían dado conmigo. Nos
encontramos pues, de nuevo, en «Frisco», o más bien en Oakland, al otro lado de la
bahía, pues el que viene del Este como veníamos nosotros, a caballo, tiene que
hacer alto en Oakland, detenido por los once kilómetros que mide la bahía de San
Francisco. La travesía no es difícil, pues hay medios sobrados para hacerla, con
caballos y todo. En aquellos tiempos los que iban a caballo, subían con él en los
ampliéis buques que hacían el recorrido entre Oakland y San Francisco.

»De uno de estos buques desembarcaron dos hombres que ni siquiera


durante la travesía habían desmontado. Sus caballos parecían de buena raza; pero
tenían el aspecto de estar extenuados. También los jinetes parecían hombres que
durante mucho tiempo habían estado privados de los beneficios de la civilización;
la larga e inculta barba les llegaba al pecho; el ala de los destrozados sombreros
que cubrían su cabeza, les cubría la mitad de la cara; los trajes que llevaban daban
la impresión de estar hechos de corteza seca de árbol y todo su exterior hacía
pensar en las terribles dificultades por que debian de haber pasado.

—¡Por fin! ¡Grace a Dieu! —dijo uno de ellos suspirando fuertemente—. Ya


estamos aquí, Juan, y creo que ya habrán acabado nuestras privaciones.

»El otro movió la cabeza con aspecto preocupado.

—Perdone, capitán, que no sea tan confiado. No me sentiré seguro por


completo hasta que me encuentre en una cubierta sólida, a algunas millas mar
adentro. Que el diablo me lleve si el coronel con su gente no viene pisándonos los
talones.

—Es posible; pero no lo creo. Le hemos desorientado de tal manera que


piensa que hemos ido en busca de los pasos de la montaña para dirigirnos a la
Columbia Británica. Sea como quiera, este enorme rodeo que hemos dado nos ha
sido bien útil.

—Deseo que no se equivoque usted; pero me figuro que esos malditos


trappers están a diez pasos de nosotras y creo lo mejor que nos embarquemos lo
antes posible en un buque que no vuelva a tocar por esta desdichada tierra.

—Lo primero que hemos de hacer es tomar otra vez aspecto, humano.

—Para eso necesitamos mucho dinero.

—Pues a procurárselo en seguida. Mira allá.

»Y diciendo esto señaló a una barraca en cuyo bajo tejado había una tabla con
esta inscripción: «Jonathan Livingstone, tratante en caballos».

—¿Un tratante en caballos? —dijo Juan—. ¡Mucho va a dar por nuestros


hambrientos animales!

—Ahora lo veremos.

»Dirigieron sus caballos a aquel lugar. En cuanto desmontaron, salió de la


barraca un hombre que a cien leguas olía a judío.

—¿A quién buscan ustedes señores? —.preguntó.

—Al honorable master Livingstone.

—Soy yo mismo.

—¿Compra usted caballos?

—¡Ejem!... Sí; pero no caballos como éstos —respondió dirigiendo una


mirada despreciativa, pero detenida, a la mercancía que le ofrecían.

—Well; entonces good bye, sir.

»Y diciendo esto, Sander montó a caballo e hizo ademán de alejarse.

—¡Poco a poco, master! Siquiera déjeme usted que vea a los animales.

—Si usted no compra caballos como éstos ¿para qué? No está hablando con
ningún greenhorn.
—Bien, bien. Desmonte usted otra vez. ¿A ver? ¡Malo, malo; muy malo!
¿Vienen ustedes de la pampa, naturalmente?

—Yes.

—Apenas se puede ofrecer nada por esto. Tengo que andarme con cuidado
para no perder — dijo, examinando cuidadosamente las cabalgaduras—. ¿Cuánto
quieren por ellos?

—¿Qué ofrece usted?

—¿Por los dos?

—Por los dos.

—Treinta dólares; ni más ni menos.

»Al oír esto, Sander montó otra vez a caballo y echó a andar.

—Stop, sir! ¿A dónde va usted? ¿No quiere vender los caballos?

—Sí; pero no a usted.

—Venga que le daré cuarenta.

—¡Sesenta!

—¡Cuarenta y cinco!

—¡Sesenta!

—¡Cincuenta!.

—¡Sesenta!

—Imposible. Cincuenta y cinco; mi un centavo más.

—¡Sesenta! Ni un centavo menos. Adiós.

—¿Sesenta? No, de ningún modo... O si no, espere usted. Tendrá los sesenta
aunque semejante ganado no lo vale.
»Sanders dio la vuelta riendo y bajó de nuevo del caballo.

—Tómelos, hasta con los arneses.

—Entre usted, master, el otro puede quedarse al cuidado de las bestias.

»El tratante le condujo a una pequeña habitación, dividida en dos por una
cortina de percal, detrás de la cual desapareció, volviendo a poco con el dinero.

—Aquí están los sesenta dólares. De mala manera los ha adquirido usted, se
lo aseguro.

—¡Bah! No sea ridículo. Oiga: ¿es usted conocido en la ciudad?

—Mejor que muchos.

—Entonces podría indicarme...

—¿Alguna casa de huéspedes?

—No; un Banco que dé facilidades para los negocios.

—¿Un Banco? ¿Y qué es lo que quiere usted?

—Eso no le interesa a usted.

—Al contrario, es esencial, si desea que yo le informe con exactitud.

—Quiero vender un resguardo.

—¿De qué?

—De un depósito de oro y pepitas.

—¡Hola! ¿Y de qué valor es el resguardo?

—Tengo varios.

—Entonces ha tenido usted una suerte enorme. Enséñemelo.

—No tiene objeto.


—¿Cómo que no? Si el papel es bueno, se lo compro yo mismo. A veces hago
estos negocios, claro que cuando hay algo que ganar en ellos.

—Aquí lo tiene.

»Sacó la cartera que había cogido en el hide-spot y eligió de ella un resguardo


que entregó al tratante. Este puso cara de gran asombro y echó después una
mirada respetuosa a aquel hombre destrozado y harapiento que poseía tal riqueza.

—¡Veinte mil dólares al portador, depositados en el Banco Charles


Brockmann, de Omaha! El resguardo es auténtico. Y ¿cuánto quiere usted por él?

—¿Cuánto me da?

—La mitad.

»Sander le quitó el papel de la mano y se dirigió hacia la puerta.

—Adiós, master Livingstone.

—Espere. ¿Cuánto quiere usted?

—Cualquier banquero me daría al momento dieciocho mil; pero ya que


estoy aquí y como tengo prisa, por dieciséis mil se queda usted con el resguardo.

—Imposible. No sé siquiera si es usted el...

—Well, sir. Si no quiere usted, no hay nada de lo dicho.

»El tratante le detuvo por el brazo y fue subiendo en sus ofertas más y más,
hasta que por fin trajo la cantidad pedida de detrás de la cortina. Era uno de esos
traficantes que comercian con todo y que a pesar de su aspecto miserable y de la
pobreza de su casa, nunca carecen del dinero que necesitan.

—Aquí tiene usted el dinero. Me ha cogido en un día de debilidad. ¿Vende


también los otros resguardos?

—No. Adiós.

»Livingstone salió detrás de él y cogió los caballos. Los dos forasteros se


alejaron mientras un criado del tratante desensillaba a los animales.
—He hecho un buen negocio —murmuró el tratante—. Bueno raza; bien
constituidos. Han pasado muchas privaciones; pero con buen cuidado pronto se
repondrán.

»Aun estaba ocupado con los caballos recién comprados cuando en la


estrecha calle re sonaron fuertes pisadas de caballo y aparecieron dos jinetes a todo
galope que habían llegado en el vapor siguiente al de los dos aventureros. Uno de
ellos era un indio, un jefe a juzgar por su cabello recogido y adornado con plumas
de águila. El otro era un blanco de complexión hercúlea y cabellos blancos que le
caían sobre la nuca. También tenían aspecto de haber pasado grandes trabajos;
pero ni ellos ni sus magníficos caballos demostraban la menor fatiga.

»Al pasar por delante de la barraca, el indio miró hacia el tratante


distraídamente y al momento detuvo su caballo.

—Que mi hermano blanco mire estos animales — dijo.

»El otro hizo lo mismo, miró luego la muestra y se acercó al tratante,


diciéndole;

—Good day, sir. Acaba usted de comprar estos caballos, ¿verdad?

—Yes, master — respondió aquél.

—¿A dos hombres de estas señas?

»Y a continuación dio las señas de Sander y Letrier.

—Exactamente.

—¿Están aún aquí esos hombres?

—No.

—¿Dónde están?

—No lo sé ni me importa.

—Por lo menos sabrá usted en qué dirección se han marchado.

—Doblaron aquella esquina; no sé más.


»El que hacia aquellas preguntas reflexionó un momento; dirigió una
escrutadora y penetrante mirada al tratante y prosiguió:

—¿Compra usted sólo caballos?

—Caballos y otras muchas cosas.

—¿También pepitas de oro?

—También. ¿Tiene usted?

—Aquí no; pero las traeré. ¿Quiere comprarlas?

—Si no es ahora mismo, sí. Acabo de dar todo el dinero que tenía por una
compra hecha ahora.

—¿A esos dos hombres?

—A uno de ellos.

—¿Le ha vendido a usted quizás algún resguardo?

—Sí.

—¿De cuánto?

—De veinte mil dólares.

—¿Quiere usted hacerme el favor de enseñarme el resguardo?

—¿Para qué?

—Para ver si ese hombre es el que buscamos.

—Bueno; lo verá usted; pero no lo pondré en su mano.

»Entró en la barraca y volvió a poco con el documento. El forastero lo miró


atentamente y después hizo un movimiento de aprobación con la cabeza.

—¿No ha comprado usted más que éste?

—Nada más.
—Muchas gracias. Esos hombres no volverán por aquí; pero si vuelven no
les compre nada más y hágalos detener. Los resguardos que llevan son míos y me
los han robado. Tal vez vuelva a hacerle una visita.

»El indio y él volvieron sus caballos y salieron al galope calle adelante.

»Ninguno de los dos pronunció palabra hasta que llegaron al muelle. Allí, el
coronel, que éste y no otro era el blanco, dijo al indio:

—Mi hermano rojo ha seguido conmigo las huellas de los ladrones a través
de la dilatada pampa. ¿Me acompañará también si me veo en la necesidad de
embarcarme en un buque?

—Winnetou, el jefe de los apaches, va con Sam Fire-gun por la tierra y por el
agua. ¡Howgh!

—Los ladrones tienen toda probabilidad de escapar por mar y lo primero


que harán será enterarse de los buques que están para salir. Vamos a hacer lo
mismo y vigilaremos los buques para sorprenderlos.

—Que mi hermano haga esto y me espere siempre a la orilla del agua, para
que yo lo encuentre a mi vuelta. Winnetou entre tanto va a situarse delante de las
casas de la gran ciudad para esperar y guiar a los cazadores que han quedado atrás
por el cansancio de sus caballos.

»Sam Fire-gun asintió y dijo:

—Mi hermano ha hablado cuerdamente. Que haga lo que ha dicho.

Desmontó y entregó el caballo a un mozo de una posada que había próxima,


mientras Winnetou recorría en sentido inverso el camino que habían traído.

»Mientras esto ocurría, Sander y Juan Letrier habían proseguido su camino.


Iban andando lentamente cuando observaron a un hombre que salió de una
callejuela y atravesó la calle por la que iban sin fijar la atención en ellos. Delgado y
de estatura menos que mediana, llevaba el traje de un digger que regresa de las
minas para descansar de su ímprobo trabajo y pasearse un poco por la ciudad. Un
destrozado sombrero de alas anchas le caía sobre la cara; pero no bastaba para
ocultar una extensa y repugnante mancha roja que le llegaba desde una oreja a la
nariz, cubriéndole la mejilla.
»Sander se detuvo, asombrado y cogió del brazo a su compañero.

—Juan ¿conoces a ése? — preguntó con voz alterada.

—¿A ése? No, capitán.

—¿De veras?

—De veras.

—Es que he preguntado mal. ¿Conoces a ésa?

—¿A ésa? ¡Mil diablos! ¡La figura, el modo de andar, los ademanes, todo...!
Pero no es posible.

—Te digo que es ella y no otra. Con el aspecto que tenemos ahora y a la
distancia que está de nosotros no puede reconocernos. Una feliz casualidad la pone
en nuestro camino. Vamos a seguirla.

»Así lo hicieron y vieron que el hombrecillo entraba en una barraca de tablas


sobre cuya puerta había un rótulo con esta inscripción en tiza: «Tavern of fine
brandy», delante y detrás de la cual se había dibujado en la tabla por el mismo
procedimiento un frasco de los que se usan para el aguardiente.

—¿Qué diablos vendrá a hacer aquí? Tiene dinero sobrado y vive


espléndidamente; de modo que el traje que lleva es un disfraz y debe de proyectar
alguna empresa misteriosa.

—Vamos a entrar detrás de ella, capitán.

—Nada de eso, Juan. Nos reconocería al momento, a pesar de lo destrozados


que vamos, sobre todo teniendo en cuenta que ya nos ha visto en traje de
cazadores por la pampa. Esta barraca está hecha de tablas delgadas; por delante no
podemos acercarnos a ella; pero tal vez encontremos en la parte de detrás algún
agujero o raja por donde podamos mirar al interior. Quédate por aquí y vigila la
salida. Si ella sale antes de que yo me reúna contigo, ven al, momento a decírmelo.

»Dicho esto, se separó de su compañero. Por fortuna para él, la barraca no


tenía salida posterior y estaba separada por un espacio de tres pies apenas de otra
construcción análoga. Sander se introdujo allí y pronto encontró un orificio por el
cual pudo ver una gran parte del interior de la taberna, que estaba llena de
parroquianos.

»El hombre de la mancha roja se había sentado cerca de una ancha estufa,
pero de pronto había desaparecido. Sander pensó que debía de haber alguna
habitación secreta por aquel lado, que servía para reuniones privadas. Se deslizó
hacia aquella parte de la barraca hasta llegar a un punto en que oyó varias voces
detrás de la delgada tabla. Aplicó el oído y escuchó.

—¿Dónde nos reuniremos? — oyó que decía una voz.

—Aquí no, porque sería imprudente, ni tampoco en el muelle, sino en la


pequeña ensenada que hay más allá de la última choza de pescadores.

—¿Y cuándo?

—No sé aún cuantío podré ir allá. A las once debéis estar reunidos todos;
pero no hagáis nada antes de que yo llegue.

—Bien. Habrá una terrible lucha antes de que podamos apoderarnos del
buque.

—No tanto como pensáis. Los oficiales y subalternos están en tierra esta
noche y además tendremos a bordo alguien que nos ayudará resueltamente en
nuestro trabajo.

—¿Es que hay algún amigo en el buque?

—Está allí esperándonos Tom el largo, con algunos otros.

—¡Diablo! ¡Qué bien ha preparado usted la cosa! ¿Y el «Capitán negro» se


encontrará también allí?

—Seguramente. Inmediatamente levaremos anclas. El viento es favorable y


la marea también, de modo que si no se presenta algún obstáculo imprevisto,
pronto se contarán otra vez del «Horrible», las mismas historias que antes.

—Puede usted confiar en nosotros, señor. Seremos unos treinta hombres y


con buenos oficiales y un velero como ese no hay que temer a toda la marina del
mundo.

—Así lo creo yo. Aquí tenéis vuestro anticipo y además alguna cosa para
que bebáis. Pero no os emborrachéis para que no nos falle el golpe de mano.

»Se oyó el ruido de una silla y el que había hablado en último lugar se
levantó. Sander lo habla reconocido en la voz, aunque hablaba con otra fingida,
más ronca que la suya habitual. Lo que acababa de oír era de naturaleza tan
extraordinaria que permaneció un rato inmóvil y hubiera estado más tiempo en
aquella actitud, si un ligero «Pst» no le hubiese sacado de su ensimismamiento.
Juan Letrier estaba a la entrada del estrecho callejón y le hacía señas.

—¡Ya ha salido! ¡Venga usted pronto!

»El capitán así lo hizo y llegó a tiempo para ver cómo desaparecía tras una
esquina la persona objeto de su vigilancia. Los dos hombres la siguieron de lejos
por una serie de sucias callejuelas del arrabal hasta llegar a un barrio más
distinguido, en una de cuyas calles se detuvo ante la verja de un solitario jardín.
Allí, después de mirar a un lado y a otro y no ver nada sospechoso, traspuso la
verja de un salto felino. Los dos hombres permanecieron de centinela una hora en
aquel sitio; pero en vano, pues no volvieron a ver a la persona espiada.

—Debe de vivir aquí, Juan. Vamos a ver la casa a que corresponde este
jardín.

»Con este objeto se dirigieron a una travesía próxima y al salir de ella vieron
un magnífico carruaje parado a la puerta de una casa que no podía ser otra que la
buscada por ellos. Una señora acababa de subir al coche y hacía señal al cochero de
echar a andar. Sander volvió a la travesía: el elegante carruaje pasó por delante de
él y pudo reconocer sin que le quedase duda, el rostro de la que lo ocupaba.

—¡Es ella! — exclamó Juan.

—Sí, ella es. No hay confusión posible. Voy a quedarme aquí y tú entra en la
casa y entérate del nombre que usa ahora.

»Juan obedeció y volvió al poco rato con el dato buscado y deseado.

—La señora De Boulettre.

—¡Ah! ¿Y dónde vive?

—Ocupa todo el piso primero.


—Vamos al puerto y allí te diré alguna otra cosa.

»Hacia allá se encaminaron y en el camino pasaron por un almacén de ropas


del cual salieron enteramente cambiados en su exterior. Recorriendo lentamente el
muelle por entré la multitud, se dibujó de pronto una expresión de terror en el
rostro de Letrier, que inmediatamente cogió por un brazo a Sander y lo arrastró
detrás de un montón de mercancías.

—¿Qué pasa? — preguntó Sander.

—Mire usted hacia allá y diga si conoce a aquel hombre que está debajo de
la grúa grande.

—¡Mil diablos! Es el coronel, Sam Fire-gun. No se han dejado engañar y nos


han venido pisando los talones. ¿Dónde estarán los otros?

—Seguramente los habrá repartido por la ciudad el maldito policía alemán


para que nos espíen y averigüen dónde paramos.

—Es posible. ¿Nos habrá visto el viejo?

—Creo que no. Miraba hacia otra parte y además con el traje que llevamos
ahora no es fácil que nos reconozca, de no estar muy cerca.

—Tienes razón. Mira ahora a la rada. ¿Conoces ese barco fondeado junto a la
fragata?

—¿Aquél? Aquél es... ¡Rayos y truenos! ¡Si es nuestro «Horrible»! En seguida


lo he reconocido a pesar de las modificaciones que han hecho en palos y velas.

—Pues ven conmigo.

»Abriéndose camino entre la apretada multitud buscaron una taberna


alejada de aquel sitio y pidieron un cuarto reservado, donde poder hablar sin ser
molestados.

—¿De modo que has reconocido a nuestro «Horrible»? — preguntó Sander.

—Al instante, capitán.

—¿Sabes quién lo manda ahora?


—No.

—¿Y sabes quién lo mandará mañana a estas horas?

—El mismo que lo manda hoy.

—No.

—¿Es que lo van a relevar?

—¡Ya lo creo! El que lo manda hoy irá a beber en la gran taza y en su lugar
se pondrá un tal Sander, o si te gusta más el «Capitán negro».

—No es mal castillo en el aire, capitán.

—¿Castillo en el aire dices? Ya verás si se realiza o no.

»Juan Letrier se echó a reír.

—Entonces será otra vez segundo Miss Admiral, naturalmente — dijo,


siguiendo lo que él creía broma.

—Ciertamente.

—¿Y barrerá la cubierta como antes con el gato de nueve colas?

—Oh, no. Ya domaremos a esa pantera; puedes estar seguro de ello.

—Y al fiel Juan Letrier ¿qué puesto se le dará?

—Ya se encontrará algo que le convenga.

—¡Qué lástima de castillo de naipes!

—¿Y si no fuese tal castillo de naipes, sino un sólido, firme e indestructible


edificio? ¿Eh?

»Letrier impresionado por el tono serio y confiado del capitán, miró a éste
con expresión interrogadora y murmuró:

—Claro es que en el mundo se pueden realizar muchos imposibles, sobre


todo por gente como nosotros.
—Así es. Oye, Juan, lo que te voy a decir.

»A continuación le contó lo que había oído a través de la pared de tablas de


la taberna y añadió las suposiciones y conclusiones a que había llegado y que
estaban fundadas en aquella conversación. Juan se quedó asombrado.

—¡Diablo! Esa mujer es verdaderamente capaz de hacer lo que se propone.

—Sí; puedes estar seguro de ello.

—Y nosotros ¿qué haremos?

—¿No te he dicho que esta noche mandaré el «Horrible»?

—Sí; pero ella no lo admitirá.

—¡Bah! He sido su superior antes y seguiré siéndolo ahora. Ella es siempre


la misma. ¡Mira que apoderarse de un buque en medio del puerto de San
Francisco! ¡Es colosal! A nosotros nos viene esto admirablemente. ¡Qué suerte
habernos tropezado con ella y haberla reconocido a pesar de su disfraz!

»Mientras se desarrollaba este animado diálogo, en casa de la señora De


Boulettre se hacían preparativos para una brillante soirée. Las más delicadas
viandas y golosinas de toda la tierra, los vinos de todas las latitudes, tenían allí su
representación. La dueña de la casa, que había vuelto de su paseo hacía largo rato,
estaba muy atareada abriendo una gran cantidad de botellas, en las cuales echaba
unos finos polvos blancos, volviéndolas a tapar después con gran cuidado.

»Cuando se hizo de noche, de las ventanas de la casa salía un resplandor


que iluminaba la calle mucho más que los faroles del alumbrado público.

»Los invitados, entre los que figuraban el comandante de la fragata y otros


oficiales de marina discurrían, por los salones y gustaban los exquisitos bocados
que se les ofrecían. Una multitud de desocupados se amontonaba delante del
portal, para echar una mirada al interior de la casa y recrear su olfato con los
perfumes que de ella salían.

»Entre ellos había dos hombres vestidos de marineros, que miraban a uno y
otro lado con la mayor indiferencia, sin decir palabra. Sus miradas parecían, sin
embargo, dirigirse con preferencia a una de las iluminadas ventanas. Mucho
tiempo estuvieron así hasta que por fin, cayó una cortina detrás de la ventana y se
vio la sombra de una mano que subía y bajaba, después de lo cual se apagó la luz.

—¡Es la señal! — murmuró uno de los hombres.

—Vamos — dijo el otro.

»Se separaron de aquel lugar y se internaron en la callejuela donde habían


estado Sander y Juan Letrier aquel mismo día. A la puerta del jardín había un cofre
y junto a él un hombre. Era tal la oscuridad que no se podían distinguir los objetos;
sin embargo, podía apreciarse que el hombre aquel era de estatura menos que
mediana y tenía una espesa barba. Aquel hombre era la señora Boulettre y el cofre
contenía sus valiosos instrumentos náuticos.

—¿Está el coche preparado? — preguntó el hombre de la barba.

—Sí — fue la respuesta.

—Pues vamos allá.

»Su voz tenía acento de mando, como si estuviese acostumbrada de siempre


a dar órdenes. Los hombres cogieron el cofre y echaron a andar, seguidos del que
los esperaba. En la esquina de una calle había un coche parado. Los hombres
subieron el cofre a lo alto del coche, montaron en él y el vehículo salió de la ciudad
al trote. Al llegar al campo libre, se detuvo. Los ocupantes saltaron a tierra,
cargaron con el cofre y se dirigieron a la orilla del mar.

»Aun no habían llegado a ella cuando se oyó una voz detrás de un matorral.

—¡Alto! ¿Quién vive?

—¡El «Capitán negro»!

—¡Bienvenido!

»Un tropel de hombres mal encarados salió al descubierto y rodeó con


actitud de respeto al hombre de la barba.

—¿Están los botes dispuestos? — preguntó éste.

—Sí.
—¿Y las armas?

—También.

—¿Falta alguien?

—Nadie.

—Entonces, come on. Yo iré en el primer bote.

»Embarcaron todos, llevando el cofre, se armaron los remos,


cuidadosamente envueltos en trapos y los botes se pusieron en movimiento sin
hacer el menor ruido.

»Primeramente hicieron rumbo mar afuera; pero al cabo de un rato viraron


en redondo y se fueron acercando por el lado de alta mar, con extraordinaria
cautela, al «Horrible», fondeado en medio de la mayor oscuridad y en el cual no se
veían otras luces que dos faroles, uno a proa y otro a popa.

»Estaban ya tan cerca del buque, que, dada la vigilancia acostumbrada a


bordo, tenían que ser vistos. El que se había dado el nombre de capitán estaba de
pie en el timón con la vista en la oscura forma del buque. Era aquel el momento
decisivo y que reclamaba toda su atención.

»De pronto se oyó el ronco graznido de una gaviota.

»La gente de los botes respiró: aquella era la señal convenida con Tom de
que todo iba bien a bordo. A popa colgaban algunas cuerdas.

—¡Atracad y luego arriba! — se oyó la orden en voz baja.

»Algunos minutos después estaban todos los hombres en la cubierta del


buque, donde los esperaba Tom.

—¿Qué hay? — preguntó el hombre de la barba.

—Todo marcha perfectamente. Yo y los nuestros tenemos la guardia. De los


demás, los que no están bebidos es porque han caído al suelo borrachos perdidos.

—Vamos abajo. No hacerles daño. Atadlos y encerradlos a todos, que luego


nos jurarán su adhesión. Cuantos más brazos tengamos, mejor.
»Esta orden se ejecutó rápidamente y sin ruido. Los tripulantes, que no
recelaban nada y estaban bajo los efectos del grog, fueron fácilmente dominados,
atados y encerrados en la bodega. Después, se subió a bordo el cofre, que quedó
depositado en el camarote del capitán y se soltaron los botes, que ya no servían
para nada. El buque estaba por completo en poder de los piratas.

»Entonces el hombre de la barba reunió a su gente y señaló a cada uno su


puesto.

—Vamos a hacernos a la mar. Echad aceite en los cabrestantes y poleas para


que no hagan ruido. No puedo dar voces de mando, porque se nos oiría desde la
fragata; pero supongo que todos sabéis lo que tenéis que hacer.

»Los hombres se separaron. El capitán iba de uno a otro para dar las órdenes
en voz baja. Levaron ancla, izaron velas y el viento favorable comenzó a
hincharlas. El magnífico buque obedeció al timón: viró lentamente y atravesando
las olas que se estrellaban en su casco, hizo rumbo a alta mar.

»Entonces de la fragata salió un cañonazo y luego otro y otro. En ella se


sabía que los oficiales del «Horrible» habían ido a tierra y se habla observado,
aunque tarde ya, el movimiento del buque. Inmediatamente, se pensó en que
ocurría en él algo extraordinario y se dispararon los tres cañonazos de alarma para
llamar la atención.

»El nuevo comandante del «Horrible» estaba en la toldilla con Tom a su


lado.

—¿Has oído, Tom? Han visto que nos escapábamos — dijo.

»El preguntado levantó la vista a las velas, que resaltaban sobre el cielo.

—De nada les servirá. Han abierto los ojos demasiado tarde. Pero, ¿cómo es
que sabe usted mi nombre?

—Estaría bueno que el «Capitán negro» no lo conociese. ¿Ya no te acuerdas


del tiempo que has navegado conmigo?

—¿El «Capitán negro» usted? No es por despreciarlo, que es un buen oficial,


como he podido ver en este corto tiempo; pero no es usted el «Capitán negro». Yo
le conozco perfectamente.
—Bien. Si no lo soy ahora, lo seré más tarde.

—Es imposible. La gente sólo quiere servir a las órdenes de él y el hombre


de la mancha roja, me refiero al agente que nos ha contratado, nos aseguró que
vivía y que hoy estaría aquí sobre cubierta.

—¿El hombre de la mancha roja? Pero, ¿no lo reconociste realmente?

—¿Reconocerlo? Si no lo había visto en mi vida.

—¡Mil veces, Tom! Te digo que lo has visto mil veces o más. Recuerda bien.

—¿El...? ¿Sería la...? ¡Diablos! ¡Si era miss Admiral!

—Era ella. ¿Y crees que no es de temple suficiente para representar el papel


de «Capitán negro»?

»Tom el largo retrocedió asombrado algunos pasos.

—¡Qué extraordinaria historia, sir, digo miss! Yo creía que la habían


ahorcado cuando se capturó el «Horrible».

—De ningún modo. Ahora, oye: tú eres el único a bordo que conoce al
capitán. Pues bien, no digas a nadie que yo soy el que hizo de agente y hazles creer
que soy el «Negro». ¿Estás conforme?

—Por completo.

—No te pesará hacerlo así.

—¡Bah! Lo mismo me da que sea un hombre o una mujer quien lleve el


mando, siempre que hagamos buenas presas. Puede usted confiar en mí.

—Bien. ¡Ah! Mira: se ve movimiento de luces en el puerto y en la bahía. Van


a perseguirnos; pero aunque fuese día claro, dentro de dos horas los habríamos
perdido de vista.

»Ordenó que se hiciese toda vela y el buque, inclinado sobre un costado,


surcó las olas con velocidad redoblada, mientras él, agarrado a los obenques,
gozaba la satisfacción sin mezcla, que por tanto tiempo le había sido negada, de
tener bajo sus plantas al famoso velero.
»Sólo cuando comenzó a clarear el día y ya no fue necesaria su presencia
sobre cubierta bajó a su camarote, donde estaba el cofre. Allí ardía una lámpara.

—¡Vaya! —dijo para sí, mirando con visible contento a un lado y otro—. No
estaba Jenner tan mal instalado como yo pensaba: se ha arreglado esto
admirablemente. Pero ante todo, quiero ver si existe aún mi departamento secreto,
que ni el mismo Sander conocía.

»Apartó un espejo y oprimió un botón que había detrás de él y que era casi
invisible. Se abrió una doble puertecita y dejó al descubierto un espacio en que
había amontonados muchos papeles. Inmediatamente los examinó y dijo:

—Nadie ha tocado aquí. El escondite es bueno y lo voy a utilizar


inmediatamente.

»Sacó una llave y abrió el cofre, un departamento del cual sólo contenía
rollos de dinero y paquetes de billetes de banco.

»Metió todo en el escondite, que cerró de nuevo y volvió a poner el espejo en


su sitio. Después sacó del cofre toda clase de ropa blanca y trajes, que fue
colocando en los armarios del camarote, así como los valiosos instrumentos de
náutica que el teniente Jenner había visto en casa de la señora De Boulettre.

—¡Si el teniente hubiese sabido por qué su hermosa dama se ocupaba en


estas «aburridas» cosas! ¡Por todos los santos, que es el mejor golpe de mi vida el
que acabo de dar y me gustaría saber qué diría Sander si estuviese aquí y...!

—Diría: ¡Bravo! — dijo una voz detrás de ella mientras se posaba una mano
en su hombro.

»Se volvió aterrada y con los ojos dilatados contempló el rostro de la


persona a quien acababa de nombrar.

—¡Sa...! ¡Sa...! ¡Sander! — tartamudeó.

—Sander — asintió éste con sonrisa fría y dominante.

—¡No es posible! ¡Su espíritu...! ¡Su...!

—¡Por Satanás! ¿Es que el segundo del «Horrible» cree en espíritus?


—Pero, ¿cómo...? ¿dónde...? ¿cuándo...? ¿Cómo has venido a San Francisco y
te encuentras a bordo?

—El cómo ya te lo explicaré después. El por qué, ya me figuro que lo sabes.

—Nada, absolutamente nada sé.

—¿Tampoco sabes nada de mi caja que desapareció cuando se te ocurrió


dejarme abandonado en. Nueva York como un miserable náufrago?

—Nada.

—Bueno. Por desgracia para ti, puedo presentarme ante tu vista con pruebas
completas. Tú te has apoderado del «Horrible».

»Ella permaneció muda.

—Y te has procurado gente...

»Tampoco contestó nada.

—A la cual has prometido que el «Capitán negro» tomaría el mando.

»Ella estaba materialmente temblando bajo a impresión de terror que su


aparición le había causado.

—Pues bien; para facilitarte el cumplimiento de tu palabra me he adelantado


a vosotros, he venido a nado hasta el buque y me he escondido en las jarcias hasta
que ha llegado el momento de presentarme a ti. Tú eres, en verdad, una mujer
diabólica, aun cuando el agente de la mancha roja era un poco más feo que la
señora De Boulettre, y ya que has realizado tu plan tan perfectamente te concederé
de nuevo tu antiguo puesto del «Horrible»; pero sólo provisionalmente y hasta que
hayamos saldado nuestra cuenta. Así, pues, fuera esa barba, que te debe molestar y
no te sirve para imitar al «Negro».

»Dijo todo esto con un tono de calma y de superioridad que la hizo enrojecer
de cólera. Con los ojos relampagueantes rugió:

—¿Segundo yo? ¿Y si dijese que no te conocía?

—Tom el largo y Juan Letrier me conocen y mejor se pondrán a mi lado que


al de la pantera cruel que se llamaba Miss Admiral.

—¡Juan Letrier! ¿Dónde está?

—Aquí a bordo. Ha venido conmigo y está arriba con Tom el largo y


diciéndole que estoy aquí en realidad o sea el Capitán Negro.

—¡De nada os servirá lo que habéis hecho! —exclamó ella con furia—. El
«Horrible» es un buque pirata y yo soy su capitán. ¡El que pone los pies en él sin
mi permiso, lo paga con la vida!

»Diciendo esto, sacó un revólver y apuntó a Sander. Un rapidísimo golpe del


brazo de éste hizo caer el arma al suelo. Después cogió a la menuda mujer por los
hombros y la apretó contra la pared como si la hubiese clavado.

—Oye, Miss Admiral, lo que voy a decirte de una vez para siempre. Yo
quería echar cuentas contigo y estaba dispuesto, a pesar de todo lo ocurrido, a
dejarte por ahora en tu antiguo puesto de segundo; pero acabas de intentar
matarme y mi vida está en peligro mientras me fie de ti. Yo soy el capitán de mi
buque y en este mismo momento te voy hacer inofensiva.

»De un terrible golpe de su puño cerrado la tendió sin conocimiento en el


suelo, como herida por el rayo. La ató con las mismas cuerdas que sujetaban el
cofre y subió a cubierta.

»Era ya de día enteramente y así pudo ver la situación de una ojeada. Los
marineros estaban todos en cubierta formando círculo alrededor de Tom y de
Letrier, que parecían referirles algo. Tan pronto como este último reparó en
Sander, Se adelantó, agitó el sombrero en el aire y gritó:

—¡Aquí está, muchachos! ¡Viva el «Capitán negro»!

»Todos los sombreros volaron por el aire y no hubo voz que no se sumase a
la aclamación.

»Sander hizo a todos un ademán benévolo y con orgulloso continente se


puso en medio de ellos. En un momento recibió el juramento de obediencia de
todos y dio a cada uno de ellos un importe adelantado sobre sus ganancias. Se
repartieron las armas y se establecieron las guardias; se determinó verbalmente el
reglamento de a bordo y cuando todo estuvo en orden, bajó el capitán con Letrier a
su camarote para ver qué hacía Miss Admiral.
»Esta había recobrado el conocimiento; pero tan pronto como vio entrar a los
dos hombres cerró los ojos. Sander se inclinó sobre ella y le preguntó:

—¿Dónde está el dinero que me robaste?

»Ella levantó los párpados y dirigió una mirada de odio al interpelante.

»Éste repitió su pregunta.

—¡Pregunta todo lo que quieras, que no tendrás respuesta! — dijo ella.

—Como gustes —replicó Sander sonriendo. —Ya supongo que una gran
parte habrá desaparecido, pues la señora De Boulettre tenía necesidades muy
costosas; pero el resto me consta que está a bordo.

—Pues búscalo.

—Ya lo haré y si no lo encuentro, medios hay de hacerte hablar. ¡Juan!

—Capitán.

—Esta mujer seguirá aquí atada como está, ahora. Sólo yo estaré encargado
de su vigilancia; nadie podrá acercarse a ella, ni tú mismo, y al que haga la menor
tentativa para hablarle le pego un tiro. Por otra parte, nadie más que tú sabe dónde
está. Ahora vete trayendo a los antiguos tripulantes del «Horrible» a cubierta, uno
a uno. Quiero ver qué se puede hacer con esa gente.

»Juan salió. Sander llevó a la prisionera a un camarote que daba al suyo y


redobló sus ligaduras. Sabía bien que lo que él había dicho era expresión de la
verdad: ella no tenía ya poder alguno contra él.

***
»Volvamos ahora a Sam Fire-gun, que se estaba informando de los buques de
pasaje que estaban listos para zarpar. Se enteró de que ni en el día ni al siguiente,
salía ninguno y en el curso de sus preguntas oyó el nombre del «Horrible». Sabía
que aquel era el buque que había mandado el «Capitán negro» y supuso que éste, o
sea Sander, también se habría enterado de que el «Horrible» estaba fondeado allí.
Esta idea ejerció sobre él tal sugestión que se puso a vigilar de modo que no saliera
nadie del buque ni entrara en él sin que lo viese.

»Eran las diez de la noche y aun estaba Sam Fire-gun paseándose arriba y
abajo por el muelle, para no perder de vista ningún bote que desatracase. Aquella
tarea era difícil, por no decir imposible, para un hombre solo y así hubo muchas
embarcaciones que salieron del muelle sin que el vigilante trapper pudiera llegar a
tiempo para ver quién las tripulaba. Reinaba por allí una profunda oscuridad que
sólo lograban disipar muy escasa mente los faroles del alumbrado público y las
luces de los buques. Fire-gun estaba parado al borde del muelle para descansar de
sus paseos cuando, justamente a sus pies atracó un bote sin pasajeros y el botero
subió por las escalerillas.

—Good evening, amigo. ¿De dónde viene usted? — le preguntó el trapper.

—De afuera.

—¿De qué buque?

—De ninguno.

—¿Cómo de ninguno? ¿Es que ha ido de paseo usted solo?

—No se me ha ocurrido semejante cosa — respondió el botero, parándose


junto a él y estirando sus brazos entumecidos de remar.

»El trapper redobló su atención.

—¿Entonces, ha llevado usted a alguien?

—Es posible que así sea, master.

—Pero no ha atracado usted a ningún buque y vuelve vacío. ¿Es que ha


ahogado a su pasajero?
»El botero se echó a reír.

—Algo parecido a eso. Pero si espera usted unas horas a hacerme sus
preguntas contestaré a ellas.

—¿Y por qué no antes?

—Porque no puedo hacerlo.

—¿Y por qué no puede hacerlo?

—Porque lo he prometido.

»El hombre parecía tener gusto en que le hicieran preguntas, a las que no
estaba dispuesto a contestar. El cazador, impulsado por un sentimiento que no
podría definir, siguió preguntando:

—¿Y por qué ha prometido usted eso?

—Porque... porque... Oiga usted, amigo, ¿sabe que es un preguntón? Pues,


porque a nadie le desagrada recibir una propina.

—¡Ah! ¿De modo que por una propina que le han dado no puede usted decir
a quién ha llevado?

—Así es.

—¿Entonces lo diría usted si yo le diera otra propina mejor?

»El botero lanzó una mirada de incredulidad al destrozado traje de cuero de


su interlocutor.

—¿Otra mejor? Difícil le sería a usted.

—¿Cuánto le han dado a usted?

—Mi trabajo, y un dólar encima.

—¿Y nada más?

—¿Cómo nada más? ¿Es que a usted le caen los dólares en el bolsillo a través
de esa remendada chaqueta?
—Dólares no; pero si no tengo dinero, en cambio tengo oro.

—¿De veras? Eso vale más que dinero.

»El pescador sabía por experiencia que muchos mineros cubiertos de


harapos llevaban a veces más valor encima que cien elegantes juntos.

—¿Cree usted? Pues mire esta pepita a ver qué le parece.

»Sam Fire-gun se acercó a un farol y enseñó al pescador un trozo de oro


lavado que sacó del bolsillo.

—¡Demonio, master! ¡Este trozo vale cinco dólares entre hermanos! —


exclamó el hombre.

—Verdad. Pues para usted será si me dice lo que tenía que callar.

—¿De veras?

—De veras. Con que, dígame, ¿a quién ha llevado usted?

—A dos hombres.

—¡Ah! ¿Y cómo iban vestidos? ¿De cazadores?

—No. De marineros, con trajes nuevos.

—También es posible. ¿Cuál era su aspecto?

»El botero hizo una descripción de los dos pasajeros, que correspondía
exactamente a Sander y a Letrier, con mejor traje del que llevaban cuando el trapper
los vio por última vez.

—¿Y a dónde los llevó .usted?

—Hasta cerca del «Horrible», que está anclado allí.

—¿Del «Horrible»? —repitió Sam Fire-gun con creciente interés—. ¿Y qué


hablaban en tre sí?

—No los pude entender.


—¿Por qué?

—Me preguntaron si yo sabía hablar francés y al decirles que no, se pusieron


a hablar en una jerga endiablada que me atormentó los oídos.

—¡Son ellos! ¿Y dónde desembarcaron?

—En medio del agua.

—No es posible.

—Pues así es la verdad. Dijeron que eran tripulantes del buque; que se
habían ido a divertir a tierra sin permiso y por eso querían volver a bordo sin que
se enterase nadie. Así es que se echaron al agua y nadaron hasta llegar al buque.

—Y por eso le hicieron prometer a usted...

—Que no diría nada hasta pasadas algunas horas.

»Iba Sam Fire-gun a hacer otra pregunta cuando sintió que le ponían una
mano en el hombro.

—Que mi hermano venga conmigo.

»Era Winnetou, que lo apartó unos pasos de allí y le dijo:

—¿Cómo se llama la canoa grande que está allí en medio del agua?

—El «Horrible».

—¿Y cómo se llama la canoa de que fue jefe el blanco que se llama Sander?

—El «Horrible». Es el mismo buque.

—¿No habrá ido el blanco a apoderarse otra vez de su canoa?

»Sam Fire-gun le preguntó asombrado:

—¿Y cómo se le ha ocurrido a mi hermano este pensamiento?

—Winnetou ha dejado su puesto para venir a ver qué hacías. En el mismo


barco que él venían algunos blancos que hablaban de la canoa. Cuando
desembarcaron, esperaron un rato y luego subieron con otros hombres y un cofre
en varios botes.

—¿Oyó mi hermano todo lo que decían?

—Decían que iban a ir a la canoa grande y a matar los hombres que había
allí, porque el «Jefe negro» iba a venir.

—El «Capitán negro», dirían.

—Mi hermano ha dicho la palabra, que es muy difícil para la lengua apache.

—¿De modo que han embarcado?

—Sí, Llevaban en el cinturón, cuchillos y hachas.

»Sam Fire-gun reflexionó un instante.

—Que mi hermano vuelva a su puesto. Los cazadores tienen que llegar antes
de que sea de día.

»El apache obedeció. También el botero se había alejado con su pepita, así es
que Sam Fire-gun se quedó solo.

»¿Ocurriría realmente algo extraordinario a bordo del «Horrible»?


Winnetou, en todo caso, no se había equivocado; pero, aun en el caso de que
aquella gente fuese a asaltar el barco, según decía, ¿cómo podían saber con tanta
certeza la llegada del perseguido Sander?

»Mientras estaba sumido en estas reflexiones, sonaron sucesivamente tres


cañonazos en medio de la rada y, a pesar de lo avanzado de la hora, al poco rato
estaba el muelle poblado por una curiosa muchedumbre deseosa de conocer el
motivo de la alarma. La oscuridad reinante no permitía distinguir a los buques
anclados en la rada; pero el movimiento de luces que se observaba en ellos era
indicio seguro de que había ocurrido algo inesperado.

»Una chalupa de la marina de guerra con seis remeros y mandada por un


guardiamarina atracó cerca del cazador. Un oficial que había por allí preguntó al
guardiamarina:

—¿Qué ocurre por ahí?


—El «Horrible» se ha hecho a la mar a toda vela.

—¿Y qué más?

—¿Qué más? Que todos sus oficiales están en tierra y tengo orden de ir a
buscarlos inmediatamente, pues parece que se trata de una cosa muy seria.

—¿Quién ha disparado los cañonazos?

—Nosotros, en la fragata. Nuestro capitán está con los señores del


«Horrible». Good night, sir.

»Dicho esto, se dirigió apresuradamente a casa de la señora De Boulettre.

»Sam Fire-gun oyó este breve diálogo; siguió maquinalmente al


guardiamarina y llegó ante la casa habitada por la señora De Boulettre. También
allí reinaba viva agitación. La señora había desaparecido hacía bastantes horas sin
dejar huellas y casi todos los invitados estaban tendidos sin conocimiento en el
salón, a consecuencia de un veneno mezclado con el vino, según habían dicho los
médicos llamados a toda prisa. Con la señora De Boulettre habla desaparecido una
valiosa colección de cartas marinas e instrumentos de náutica.

»De todo esto se enteró el trapper. Médicos, agentes de policía y marinos


entraban y salían, y delante de la casa había estacionada una compacta
muchedumbre. Sam Fire-gun estaba también poseído de gran excitación. No podía
explicarse la relación de Sander con aquella señora De Boulettre; pero tenía la
certeza de que el primero, con auxilio de ésta, se había apoderado del «Horrible»,
aunque le era imposible darse cuenta de los pormenores de aquel golpe de
audacia.

»¿Daría parte a la policía de lo que había visto y oído el apache? No, porque
aquello daría lugar a dilaciones que no liarían más que perjudicar el objeto que se
había propuesto. Únicamente había un medio rápido y seguro de proceder, que era
perseguir al «Horrible». La policía ya lo había decidido así; pero Sam quiso hacerlo
por su propia cuenta. Para ello, lo primero que necesitaba era procurarse dinero
con que fletar un vapor rápido y esto no podía hacerlo hasta que llegase su gente,
que traía todo el oro oculto en el hide-spot. Su misión en el muelle había terminado;
ya podía ir a reunirse con Winnetou.

»El cazador, obligado a dominar su impaciencia, se dirigió a Oakland, buscó


a Winnetou, a quien encontró durmiendo y se tendió a su lado. Winnetou dormía,
pero él no pudo conciliar el sueño. La idea de que Sander se encontraba en el mar,
casi en seguridad, mientras él, que lo había perseguido paso a paso hasta allí a
través de la pampa inmensa, a costa de indecibles esfuerzos y privaciones, tenía
que permanecer en tierra y dejarlo escapar, atormentaba al cazador de tal modo
que en toda la noche no hizo otra cosa que dar vueltas de un lado a otro contando
los minutos que le separaban de los suyos.t

»La impedimenta que traían éstos los había hecho caminar más despacio, y
por eso se habían adelantado Sam y el apache, con objeto de no perder de vista a
los perseguidos. Según sus cuentas, los cazadores llegarían hacia el amanecer y así
esperaba con febril impaciencia el momento del alba.

»Pero las estrellas no se mueven a la medida de los deseos humanos; siguen


tranquilamente el camino que tienen trazado desde hace millones de años, para
desaparecer, por fin, cuando la victoriosa luz del día inunda la tierra con sus rayos.
Comenzó a despuntar el alba. Sam Fire-gun envidiaba el profundo y descansado
sueño del apache y estaba pensando si sería ya hora de despertarlo cuando
súbitamente el apache se levantó, miró a su alrededor con ojos penetrantes y luego
se volvió a echar en tierra en actitud de escuchar. Después se levantó de nuevo y
dijo:

—Que mi hermano ponga el oído en el suelo.

»El trapper lo hizo así y oyó un rumor casi imperceptible, que se aproximaba
a la ciudad y que el hijo de la pampa había notado en medio de su sueño.
Winnetou continuaba escuchando.

—Se acercan jinetes montados en caballos cansados. ¿No oye mi hermano el


relincho de un caballo? Es el del caballo malo del forastero que ha viajado por el
agua grande.

»Con esta descripción aludía al potro de Dakota que montaba el piloto


Pedro Polter. Sam Fire-gun no se mostró asombrado de la extraordinaria
perspicacia del indio, pues estaba acostumbrado a verle hacer observaciones de
aquel género y aun más sorprendentes. Se puso en pie y miró hacia unos
matorrales que ocultaban la vista de los que llegaban.

»Al cabo de un rato, se presentaron éstos. Eran el sobrino del coronel y yo.
Detrás de nosotros venía el piloto, a quien, como siempre, traía a maltraer su
caballo, y a continuación los cazadores: Dick Hammerdull, Pitt Holbers, Bill Potter
y algunos otros. Cada uno de ellos traía de la rienda uno o más caballos y mulos,
que parecían muy cargados.

—¿Ves aquel nido? —exclamó Pedro Polter—. Creo que es por fin San
Francisco. No lo reconozco desde aquí, porque sólo lo he visto por el lado del mar.

—Que lo veamos o no, ¿qué más da? —dijo Hammerdull—, pero di, Pitt
Holbers, viejo zorro, ¿qué opinas de esto?

—Si tú crees que es San Francisco, Dick, no tengo nada que decir en contra
—respondió el preguntado, en el estilo que acostumbraba—. Cuando asaltamos el
campamento de los indios a las orillas de aquel río, poco pensaba que tendría que
venir por estas tierras.

—Sí, viejo mástil —observó el piloto—. Si Pedro Polter de Langendorf no


hubiera estado allí os habrían arrancado la piel y estaríais ahora desollados en el
seno de Abraham Pero mirad a sotavento. Que me pongan en el dique y me
calafateen con brea y estopa si no son el coronel y...

—Y Winnetou, el apache —terminé yo la frase, espoleando a mi caballo que


pronto me puso al lado de los que acabábamos de nombrar.

—¡Gracias a Dios que habéis llegado! —exclamó Sam Fire-gun—. Os hemos


esperado como el búfalo a la lluvia.

—No hemos podido venir más de prisa, tío —respondió Wallerstein—.


Hemos caminado toda la noche. Mira nuestros pobres caballos; apenas pueden
tenerse en pie.

—Qué, coronel, ¿los alcanzó usted? —pregunté yo.

—Por el momento se nos han escapado.

—¿Se han escapado? ¿Y cómo ha sido eso?

»Sam Fire-gun contó lo ocurrido. De los labios de los trappers se escaparon


variados juramentos.

—¿Han acudido ustedes a la policía? —dije yo.

—No; eso nos hubiera hecho perder tiempo.


—Tienen ustedes razón. Sólo hay un camino: fletar un buen vapor y salir en
su persecución.

—Esa es también mi idea y por eso os esperaba con impaciencia. No


tenemos moneda corriente y hemos de cambiar al momento nuestro oro.

—Nada se conseguirá así —manifestó el piloto, en tono de profundo


desprecio.

—¿Por qué?

—No puedo con los vapores; me parecen las peores embarcaciones que hay.
Un buen velero encuentra siempre viento; pero una de esas chalupas humeantes
necesita carbón y éste no lo hay en todas partes. Un vapor sin carbón tiene que
estar anclado o zarandearse en el mar de un lado para otro sin poder avanzar ni
retroceder.

—Pues, carguemos una buena cantidad de carbón.

—Dispénseme, coronel. Usted es un buen cazador; todo el mundo lo


reconoce; pero para marino no sirve. Lo primero que tendríamos que hacer es ver
si encontrábamos el vapor, que no siempre los hay disponibles. Pero, suponiendo
que lo encontremos, estos yanquis estarán un día entero hablando y regateando
antes de que lo tengamos a nuestra disposición.

—Daré lo que me pidan.

—Perfectamente; pero después tendremos que cargar provisiones pertrechos


y carbón para un largo viaje. Hay también que reconocer el buque para ver si se
halla en estado de hacerse a la mar. Con todo esto, pasan horas y días, de manera
que el «Horrible» habrá doblado el cabo antes de que nosotros hayamos salido de
aquí. ¡El diablo cargue con él!

»Los cazadores le oyeron en silencio, por que se veían obligados a reconocer


la razón que asistía al valiente marino.

—No tengo nada que decir en contra —dije yo entonces—, pero el estar aquí
mirando al mar no nos hará adelantar un paso. Lo único que puede consolarnos es
que seguramente tiene detrás bastantes perseguidores. Y nosotros también
debemos salir en su persecución.
—Pero, ¿hacia dónde?

»Todos se volvieron hacia el marino.

—Eso no es tan fácil de decir —contestó éste—. Si el «Horrible» estaba bien


provisto, habrá tomado el rumbo del Japón o de Australia. Si, por el contrario, no
tenía a bordo provisiones suficientes, se habrá dirigido al Sur, para reabastecerse
en algún puerto de la costa occidental.

»La justeza de esta conclusión se impuso a todos.

—Pues, entonces, lo primero que hemos de hacer es adquirir los informes


necesarios dije yo, animando a la gente—. Marchemos.

»Atravesamos Oakland y nos embarcamos para pasar a San Francisco.


Llegados a esta ciudad pregunté a Sam Fire-gun.

—¿Conoce usted alguna casa que compre pepitas de oro, coronel?

»Este respondió:

—La casa Bellhourst y Compañía. He tratado en otras ocasiones con ella y


seguramente se acuerdan allí de mí.

—¿Está lejos de aquí?

—No. Las oficinas están camino del puerto.

»Llegamos a la citada casa. El coronel desmontó. Entró en ella y salió al poco


rato. Todos los cazadores bajaron de sus caballos y depositaron el oro, que traían
en importante cantidad, en el mostrador. Una vez examinado y pesado el precioso
metal, se encontró Sam Fire-gun en posesión de una suma que representaba una
verdadera riqueza.

—Ya está hecho —dijo el coronel—. Ahora cada uno recibirá su parte.

»Entonces se adelantó Dick Hammerdull.

—Que la recibamos o no, ¿qué más da? Pero ¿para qué quiero yo esos viejos
papeles? Yo no los necesito y a usted en cambio le hacen falta. Pitt Holbers viejo
zorro, ¿qué opinas de esto?
—Si lo que piensas, Dick, es que debemos dejar al coronel esos papeluchos,
no tengo que decir nada en contrario. Por mi parte, no los puedo ver. Prefiero una
tierna pata de oso o un trozo de jugoso lomo de búfalo. ¿No te ocurre lo mismo,
Bill Potter?

—Conforme —asintió éste—. Ni yo ni mi caballo comemos papeles. ¡Je, je! El


coronel nos dará el dinero cuando ya no lo necesite.

—Os agradezco vuestra abnegada confianza —respondió el coronel— pero


no se sabe lo que puede ocurrir. Voy a pagar a cada uno lo que le corresponde; a
mí me queda más de lo que necesito; pero si me hiciese falta dinero, a mi lado os
tengo para pedíroslo, por lo menos a algunos, pues a todos no me atrevo a
embarcarlos.

—Que se atreva usted o no ¿qué más da? Yo voy con usted.

—Y yo también — dijo Holbers.

—¡Y yo! ¡Y yo! — dijeron todos.

—Ya veremos lo que se hace —repuso Sam Fire-gun, conteniendo a sus fieles
compañeros. —Ahora vamos a repartir el dinero antes de nada.

»En el mismo mostrador, recibió cada uno su parte y después salieron todos
de la casa, montaron a caballo y se dirigieron a toda prisa al puerto.

»Fuera de los veleros fondeados, en éste no se veía más que algunos pesados
remolcadores o vapores de carga. Todos los vapores ligeros habían salido para
asistir por algún tiempo a la persecución del «Horrible» por los buques de guerra
que habían quedado anclados en la rada. De éstos sólo había quedado allí la
fragata, cuyo comandante seguía en tierra sin conocimiento.

»La activa policía había logrado proyectar alguna claridad en la sombra de


lo acontecido durante la noche. Un vecino del piso bajo de La Boulettre estaba
casualmente en el jardín cuando vio pasar a tres hombres con un cofre. También se
tomó declaración al cochero que los había llevado. El habitante de la cabaña de
pescadores más alejada de la ciudad, se había presentado espontáneamente para
declarar que en la noche anterior habían atracado varios botes en la cercanía de su
casa; que había estado observando y vio subir en ellos unos cuarenta hombres,
cuyo jefe, acompañado de otros dos, que llevaban un cofre, se había reunido con
ellos y había respondido al quién vive del centinela con la frase:
—Él «Capitán Negro».

»Estas declaraciones, en relación con el rumor general de que el segundo


«Capitán Negro» era una mujer y el hallazgo de diversos documentos y otros
indicios en la vivienda de la señora De Boulettre, permitieron descifrar casi con
exactitud el misterio, que al principio parecía impenetrable, de todo el suceso. De
todo esto se enteraron los cazadores preguntando a la gente que en gran cantidad
se movía por el muelle, emocionada por la noticia de que el pirata en otro tiempo
tan famoso, se había apoderado en medio de un puerto tan seguro y concurrido, de
un buque de guerra con su tripulación a bordo.

»El piloto recorrió con la vista todos los buques que había en el puerto.

—¿Qué? —preguntó el coronel con impaciencia.

—No hay ninguno que nos sirva. No hay más que barricas de sal y toneles
de arenques, que apenas harían diez nudos en diez meses. Y allá afuera...

»Se interrumpió en medio de la frase. Seguramente iba a decir que fuera del
puerto tampoco se veía ningún buque que nos conviniese; pero la penetrante
mirada que echó hacia alta mar, debió de tropezar con algo que cortó lo que
pensaba decir.

—¿Allá fuera? ¿Qué hay allá fuera? —preguntó el coronel.

—O no soy Pedro Polter o que allí donde se ve aquel punto blanco no es otra
cosa que una vela.

—¿De modo que en el puerto no hay real mente ningún buque que nos
sirva?

—Ninguno. Esos tarugos son lentos como caracoles y tampoco podríamos


fletarlos. ¿No ven ustedes que están descargando?

—¿Y el que viene por allí?

—Tenemos que esperar tranquilamente. Tal vez entre en el puerto y tal vez
pase de largo. No se hagan ustedes ilusiones. Por cada buque de guerra llegan
treinta mercantes y éstos no valen para perseguir a un pirata, aun cuando el
naviero estuviese dispuesto a fletarnos el buque, cosa no muy fácil, pues la
probabilidad de que resulte averiado o destruido hará que lo piense mucho antes
de decidirse y que, una vez que haya decidido, pida una enormidad por el flete.

—Pues, a pesar de todo, hay que intentarlo, porque es el único recurso que
nos queda. ¿Cuánto podrá tardar el buque en llegar al puerto?

—Una hora y aun dos o tres, según sea el buque y el que lo manda.

—Entonces tenemos tiempo. Si encontramos buque, nos hacemos a la mar y


si no, esperaremos, tranquilamente el resultado de la persecución, antes de decidir
lo que hemos de hacer. Si hubiéramos llegado diez minutos antes, habríamos
echado mano a los tunantes. Ahora lo primero que hemos de hacer es guardar los
caballos y buscar un almacén de ropa para cambiar estos guiñapos por algo más
decente.

»Verdaderamente, más parecían bandidos que personas hornadas. Se


dirigieron a una posada donde dejaron sus caballos y apaciguaron el hambre y la
sed; luego entraron en un almacén de ropas donde se surtieron de todo lo
necesario.

»En todo esto emplearon algún tiempo, pasado el cual volvieron al puerto
para ver si llegaba el velero que antes divisaron de lejos.

»El piloto iba delante. Cuando llegó a un punto desde donde se dominaba el
puerto y toda la rada, se detuvo lanzando una exclamación de sorpresa:

—¡Behold, qué velero! En este mismo momento entra en el puerto como un...
Mil tonnerre!... sacrebleu! ¡Casco sagrado! ¡Un clíper con aparejo de goleta! ¡Si es el
«Swallow»! ¡Hurra! ¡Hurrrrra!

»Empezó a batir palmas de alegría, haciendo con sus musculosas manos un


ruido casi como el de una serie de disparos; cogió con un brazo al rechoncho
Hammerdull y con el otro al flaco Pitt Holbers y empezó a bailar en corro con ellos,
provocando la curiosidad de la gente que comenzó a arremolinarse en torno a los
cazadores que parecían todos locos.

—Hurra o no ¿qué más da? —gruñó Hammerdull resistiéndose a aquella


danza involuntaria—, ¡Suéltame, loco monstruo marino! ¿Qué nos importa tu
«Swallow»?

—¿Qué nos importa? ¡Mucho, muchísimo! —exclamó Pedro Polter, soltando


a los dos forzados bailarines—. El «Swallow» es un buque de guerra, el único que
existe más velero que el «Horrible». ¿Y quién es su comandante? El teniente
Parker, conocido mío. Os digo que ahora no se nos escapan los dos bribones. ¡Ya
son nuestros!

»La alegría del piloto se comunicó al momento a los demás. No había error
posible; se veía bajo el bauprés del esbelto buque que se acercaba una golondrina
tallada en madera, de cuerpo azul y alas doradas. El teniente Parker debía de ser
un marino osado y extraordinariamente experto, y absoluta su confianza en la
maestría de la tripulación que tenía a sus órdenes, pues no había arriado aun una
sola vela, aunque ya estaba el buque entrando en el puerto. El gallardo velero, muy
inclinado sobre una banda bajo el peso de su arboladura, volaba como impulsado
por el vapor. De pronto se vio una ligera humareda en su castillo y luego se oyeron
los cañonazos acostumbrados de saludo a la plaza, que contestó en la misma
forma. A poco se oyó la sonora voz del comandante;

—¡Timonel! ¡Caña a babor!

»El buque describió una breve y graciosa curva.

—Muchachos, prestad atención a las escotas. ¡Arriar!

»La lona quedó suelta al viento y cayó flameando contra los mástiles. El
buque se levantó de proa; luego de popa y después de algún balanceo quedó
parado en medio del amplio anillo que formaban las ondas producidas por él
contra los poderosos pilotes del puerto.

—¡Hurra por el «Swallow»! ¡Hurra! — gritaron mil voces. El que no conocía


el barco, había oído hablar de él y todos estaban seguros que emprendería la caza
que acaparaba por completo la atención de San Francisco.

»Dos hombres con uniforme de marinos de guerra, se abrieron paso entre la


multitud. Su aspecto era de una gran preocupación y parecían al mismo tiempo
muy excitados. Uno de ellos llevaba las insignias de teniente y el otro el distintivo
de piloto.

»Sin decir palabra saltaron a un bote, lo desamarraron, armaron los remos y


se dirigieron a toda velocidad al «Swallow» El comandante de éste, apoyado en la
barandilla, los estaba viendo acercarse.

—¡Ahoy! ¿Es usted, teniente Jenner? ¿Dónde ha dejado usted el «Horrible»?


— exclamó.
—¡Pronto; un cable o la escala! —respondió el interpelado—. ¡Tengo que
hablar al momento con usted!

»Cayó la escala y los dos hombres atracaron a ella y subieron a bordo.

—Perkins, mi segundo —presentó Jenner a su acompañante—. Tiene usted


que entregarme su buque temporalmente —prosiguió jadeante y con la mayor
excitación.

—¿Entregarle mi buque? ¿Cómo es eso? ¿Para qué?

—Para perseguir al «Horrible».

—Pero usted... No entiendo lo que quiere decir.

—¡Me lo han asaltado! ¡Me lo han robado!

»Parker lo miró como si estuviese hablando con un perturbado.

—¡Qué bromas tan extrañas, teniente!

—¿Bromas? ¡Al diablo con la broma! No es cosa de juego; envenenado,


atormentado por el médico, martirizado por la policía, mareado por las
autoridades de marina, esto no es precisamente pasar una noche de Carnaval.

—Me habla usted en enigmas.

—Ahora le contaré.

»Tembloroso de cólera, relató lo ocurrido: se encontraba en tal estado de


ánimo que en aquel momento habría sido capaz de cometer los actos más
sangrientos. Terminó diciendo:

—Como le he dicho, tiene usted que dejarme su barco.

—Eso no es posible.

—¿Cómo que no es posible? —exclamó Jenner echando chispas por los


ojos—. ¿Por qué?

—Porque el «Swallow» me ha sido confiado a mí, al teniente Parker, y no


puedo entregárselo a nadie sin orden superior.

—¡Eso es una vergüenza, es una cobardía, un...!

—¡Señor teniente!

»Jenner retrocedió ante el tono amenazador de Parker y con trabajo logró


dominar su excitación. Parker prosiguió, ya más tranquilo:

—Consideraré como no ocurrida esta ofensa: la cólera no permite meditar lo


que se dice. Usted conoce las leyes y reglamentos tan bien como yo y sabe
perfectamente que no puedo confiar a nadie, por decisión mía, el mando de mi
buque. Pero voy a tranquilizarle... Saldré en persecución del «Horrible». ¿Quiere
acompañarme?

—¿Que si quiero? Iré con usted, aunque fuese para atravesar mil infiernos.

—Bien. ¿Estaba el «Horrible» bien aprovisionado?

—Para una semana todo lo más.

—Entonces no puede ir más allá de Acapulco, pues ni a Guayaquil ni a Lima


podría llegar.

—Así, pronto lo encontraremos. Usted mismo me ha demostrado que el


«Swallow» es más velero que el «Horrible». Mande levar anclas. ¡Vamos, vamos!

—No se apresure tanto, compañero. La excesiva prisa es a veces más


perjudicial que la extremada lentitud. Ante todo, tengo que solventar algunos
asuntos aquí.

—¿Asuntos? ¡Dios mío! ¿Quién piensa en asuntos cuando nos encontramos


en esta situación? Tenemos que hacernos a la mar inmediatamente.

—No; yo tengo que ir a tierra, para poner de acuerdo mis instrucciones y


nuestra misión. Además, no tengo las provisiones necesarias; me faltan agua y
municiones; hay que buscar un remolcador que me saque del puerto con marea
contraria y... ¿Cuántos cañones tiene el «Horrible»?

—Ocho por banda; dos en la popa y una torre giratoria a proa.


—Entonces teniente más elementos de combate que yo. ¡Forter!

—Voy, señor —respondió el piloto, que des de el lugar en que se encontraba,


no había perdido palabra de esta conversación.

—Voy a tierra a presentarme y haré que nos dejen en el muelle lo que


necesitamos. Envíe usted un hombre al remolcador para que esté aquí dentro de
una hora No tardaré más en volver.

—Well, sir.

—¿Recuerda usted si hace falta algo más?

—Nada que yo sepa, capitán. Usted siempre está en todo.

»En el momento en que iba a dirigirse a Jenner, un marinero anunció:

—Bote al pie de la escala, señor.

—¿Qué clase de bote?

—Civil, con ocho personas, entre ellas un indio según parece.

»El teniente se acercó a la borda y preguntó:

—¿Qué quieren ustedes?

»Yo, en nombre de todos, le pedí permiso para subir a bordo, que nos fue
concedido en el acto. Una vez todos sobre cubierta, le expliqué nuestra pretensión.
Aunque apenas tenía tiempo que perder, me escuchó tranquilamente y accedió a
nuestros deseos de tomar parte en la persecución. Tramos ocho: el coronel, su
sobrino, el piloto, Holbers, Hammerdull, Potter, Winnetou y yo.

—El piloto les señalará su alojamiento. — dijo Parker—Yo voy ahora a tierra;
pero dentro de una hora levaremos anclas.

—Voy con usted —dijo entonces Jenner—. Puedo auxiliarle en su tarea y si


me quedase aquí me consumiría de impaciencia.

—Bien; venga usted.


»Pedro Polter se dirigió al piloto.

—¡Forster: Juan Forster, viejo swalker! ¿Es posible que seas va piloto?

»El interpelado miró con asombro a aquel hombre tostado y a la sazón con
barba corrida

—¿Juan Forster...? ¿Viejo swalker...? Tú... me llamas por mi nombre pero no


te conozco. ¿Quién eres?

—Heigh-day! Este sujeto no conoce a su antiguo piloto, que tantos buenos


golpes le dio en la nariz y... Pero ¡demonio!

»Y diciendo esto se acercó a Perkins, a quien no había visto hasta entonces.

—¡Si éste es master Perkins, o como se llame, a quien enseñé el «Swallow» en


Hoboken y que en recompensa casi me metió debajo de la mesa a fuerza de beber
en casa de la señora Thick!

»También Perkins se le quedó mirando con sorpresa. Nada de particular


tenía que no lo hubieran reconocido. Toda la tripulación se había reunido
alrededor del grupo y Pedro, lleno de alegría iba de uno a otro.

—Este es Plowis, éste Miller, éste Oldstone, éste Baldings el Torcido, éste...

—¡Es Polter el piloto! —gritó uno, que por fin logró reconocer al, gigantesco
forastero.

—¡Polter! ¡Polter! ¡Hurra por Pedro Polter! ¡Arriba con el hombre!, ¡Hurra!

»Todos gritaban, vitoreaban y vociferaban. Sesenta brazos se extendieron y


Polter fue levantado en hombros.

—¡Hol-la! ¡Hol-la! ¡Hol-la! — empezó a decir acompasadamente uno con voz


de bajo.

—¡Hol-la! ¡Hol-la! — siguieron todos en ritmo de marcha.

»La comitiva se puso en movimiento y así pasearon varias veces al querido y


antiguo compañero por toda la cubierta.
»El juraba, pugnaba por desasirse, los insultaba. Les pedía que lo dejaran. De
nada le sirvió, hasta que por fin Foster, riendo a mandíbula batiente, se abrió naso
hasta él y le ayudó a usar libremente de sus brazos y piernas,

—Baja del trono, Pedro Polter y ven conmigo al alcázar. Tienes que
contarme por dónde has navegado, viejo tiburón.

—Sí, sí, ya te contaré. ¡Dejadme en paz de una vez, malditos muchachos! —


exclamó apartándolos con sus membrudos brazos v echándolos a uno y otro lado
con la misma facilidad que si fueran niños.

»Entre risas y exclamaciones de alegría fue empujado por unos y arrastrado


por otros hacia el castillo, donde tuvo que contar a grandes rasgos su vida.

»A pesar de todo esto, no se descuidaba el servicio en lo más mínimo. El


piloto cumplió la orden que le habían dado y los hombres necesarios para los
trabajos corrientes se separaron del alegre grupo, aunque de buena gana habrían
escuchado la entretenida historia de Polter.

»Los cazadores habían sido mudos testigos de esta escena. Todos se


alegraron del triunfo del valiente marino a quien habían cogido afecto v se
acomodaron en la cubierta lo mejor que pudieron en aquella situación para ellos
tan fuera de lo acostumbrado.

»El indio no había estado nunca a bordo de un buque. Apoyado en su rifle


paseaba su mirada lenta e indiferente por todo lo que había a su alrededor, tan
extraño para él; pero el que lo conociera habría descubierto, bajo aquella aparente
indiferencia un profundo interés, que comprendía hasta los objetos más
insignificantes.

»No había aún transcurrido la mitad de la hora del plazo anunciado por el
teniente cuando ya estaban amontonadas en el muelle las provisiones y las
municiones encargadas por él, que fueron trasladadas a bordo en botes. Cuando
Parker volvió al buque, estaba terminado este trabajo y el remolcador se hallaba
preparado para sacar del puerto al «Swallow».

»Mientras duró el remolque, el comandante y la tripulación no dispusieron


de un momento; pero cuando salieron a mar abierto, se despidió el barco, se izaron
y orientaron las velas y entonces se pudo entablar conversación.

»Lo que los dos tenientes tenían que hablar, lo habían tratado ya durante su
ausencia del buque. Parker se acercó al timón, junto al cual estaba Pedro Polter
acompañando a Forster.

—¿Es usted Pedro Polter? — preguntó a éste.

—Pedro Polter de Langendorf —dijo el preguntado cuadrándose y haciendo


un saludo militar—. Primer contramaestre del buque de guerra de S. M. Británica
«Nelson»; después piloto del clíper de los Estados Unidos «Swallow»...

—Y ahora piloto honorario del mismo buque — añadió el teniente.

—¡Capitán! —exclamó Polter entusiasmado y ya se preparaba a pronunciar


un discurso de gracias cuando el comandante le detuvo con una señal—. Está bien,
piloto. ¿Qué opina usted acerca del rumbo que habrá tomado el «Horrible»?

»Pedro Polter se dio cuenta perfecta de que el teniente le hacía la pregunta


para someterle a una pequeña prueba de ciencia náutica. Se encontró por completo
en su elemento y respondió brevemente como corresponde al que habla con un
superior:

—Hacia Acapulco por insuficiencia de provisiones.

—¿Lo alcanzaremos antes de que llegue?

—Sí, porque el viento es favorable y nosotros hacemos más nudos que él.

—¿Quiere usted dividir con Forster la derrota del buque?

—Con mucho gusto.

—Pues entonces no pierda de vista compás y carta, para que llevemos el


mejor rumbo.

»Ya iba a separarse de allí, cuando le retuvo una inesperada pregunta de


Pedro:

—¿Para Acapulco o para Guayaquil?

—¿Por qué Guayaquil?

—Para adelantarnos a él y tenerlo más seguro, pues pensará que la


persecución sólo puede venir por detrás.

»Los ojos de Parker brillaron de alegría.

—Piloto, no es usted un marino ordinario Tiene usted razón y seguiré sin


vacilar su consejo, aunque se les puede ocurrir la idea de escapar a la persecución
tomando desde Acapulco el rumbo de las Islas Sandwich.

—Por eso debemos cruzar entre los rumbos Sur y Oeste, hasta que los
encontremos.

—Muy bien. ¡Dos puntos al Oeste, Forster! Voy a hacer izar todas las velas.
Mis instrucciones son volver sin pérdida de tiempo Nueva York y el asunto con el
«Horrible» sólo puede considerarse como un pequeño intermedio.

«Dijo esto con tanta tranquilidad como si el viaje a Nueva York por el Cabo
de Hornos y la captura de un buque pirata fuera una pequeñez de la vida
corriente. Después se acercó al grupo de los cazadores, a quienes dio la bienvenida
y dispuso que se les enseñase el alojamiento que les destinaban. El indio pareció
interesarle mucho.

—¿No tiene Winnetou añoranza del país de los apaches? — preguntó.

—¡El país de los apaches es la lucha! — fue la orgullosa respuesta.

—La lucha en el mar es peor que en la tierra.

—El jefe de la gran canoa no verá temblar a Winnetou.

»Parker asintió: Sabía que el indio había dicho la verdad.

»La agitación que había traído el día consigo fue cediendo poco a poco y la
vida de a bordo volvió a sus habituales y tranquilos cauces. Fueron pasando
algunos días, tan iguales unos a otros que los cazadores, acostumbrados a la
ilimitada libertad de la pampa, comenzaron a aburrirse.

»Habían pasado a la altura de Acapulco el día anterior y Parker ordenó que


se fuesen dando bordadas para poder vigilar a la vez la ruta de Guayaquil y la de
las Islas Sandwich.

»Se había levantado una fuerte brisa y el sol se hundía en el horizonte entre
pequeñas y oscuras nubecillas.

—Mañana por la mañana tendremos un puñado de viento, capitán — dijo


Pedro Polter a Parner, que paseaba por la cubierta cuando se acercó al timón.

—Eso nos convendría, si pusiera a nuestro alcance al pirata, que no puede


maniobrar con temporal tan bien como nosotros.

—¡Vela a la vista! — se oyó decir desde la cofa en que estaba el vigía.

—¿Por dónde?

—Por el Nornoroeste.

»El teniente subió a la cofa, inmediatamente y cogió el anteojo que tenía el


marinero en la mano, para observar la vela descubierta. Después bajó con visible
apresuramiento y se dirigió a la toldilla, donde Jenner esperaba.

—¡A las brazas! — ordenó.

—¿Qué buque es? — preguntó Jenner.

—Aun no se le ve bien; pero es un buque de tres palos como el «Horrible».


El nuestro es más pequeño y además estamos para él envueltos en el resplandor
del sol poniente, así es que no nos ha visto aún, con toda seguridad. Voy a hacer
cambiar las velas en seguida.

—¿Qué?

«Parker se echó a reír.

—Es una pequeña estratagema para hacerse invisible a gran distancia. ¡A las
vergas!

»En un momento, los expertos marineros treparon como gatos y se


encontraron en lo alto de los palos.

—¡Aferra el foque, la escandalosa de proa y el velacho!

—¡Las velas negras! ¡Atención!


»Algunas velas oscuras quedaron preparadas sobre cubierta.

—Cambia la mayor, el trinquete y la trinquetilla.

»En pocos minutos se sustituyeron las velas blancas con las oscuras. El
«Swallow» era ya invisible para el buque que se aproximaba a él.

—¡Piloto! ¡Rumbo al Sureste!

»El «Swallow» comenzó a navegar lentamente delante del otro buque. Toda
la tripulación se había reunido sobre cubierta, excepto Parker, que subió de nuevo
a la cofa para observar. Al cabo de media hora, próximamente, ya de noche
cerrada, bajó con expresión de gran contento en el rostro.

—¡Todo el mundo sobre cubierta!

»Aquella orden no era necesaria, pues toda la tripulación estaba ya a su


alrededor.

—¡Muchachos, es el «Horrible»! ¡Atención a lo que voy a deciros!

»Con impaciente expectación todos se acercaron más a él.

—Quiero evitar el combate de buque a buque. Ya sé que ninguno de


vosotros lo teme; pero es que deseo apoderarme de él intacto. Se ha puesto fuera
de la ley y hay que tratarlo como se trata a los bandidos. Vamos a apresarlo por
astucia.

—Sí, sí, capitán; nada más justo.

—Estamos en luna nueva y la oscuridad es completa. Navegamos sólo con


algunas velas delante de los piratas; ellos creerán que sufrimos alguna avería y
caerán sobre nosotros.

—¡Muy bien! — dijeron todos.

—Antes de que se acerque, echamos los botes al agua. El segundo quedará


en el «Swallow» con seis hombres solamente y los demás iremos a asaltar el buque
en los botes; de manera que cuando ellos estén ocupados con el «Swallow» por
babor, trepáremos nosotros por estribor a su cubierta. Ahora a prepararse.
»Era un osado plan el que el valiente marino había trazado; pero confiaba en
las favorables circunstancias y en su buena estrella, que nunca le había
abandonado.

»Mientras el «Swallow» navegaba lentamente, avanzaba el «Horrible» con


su acostumbrada velocidad. Era ya de noche y no se había visto ninguna vela, así
que la tripulación se sentía enteramente tranquila. Sander había celebrado una
entrevista con sus prisioneros, sin resultado como las anteriores, y se preparaba a
acostarse cuando se oyó a lo lejos un cañonazo.

»Inmediatamente subió a cubierta. Sonó otro cañonazo y después un tercero.

—Petición de socorro, capitán — dijo Tom el largo, que estaba cerca de él.

—Si se oyesen detrás de nosotros podríamos pensar en una estratagema de


nuestros perseguidores: pero es imposible, porque suenan delante de nosotros.
Debe de tratarse de algún buque desarbolado, pues de no ser así habríamos visto
sus velas antes de hacerse de noche. ¡Cabo de cañón: un cohete y tres cañonazos!

»Subió el cohete por el aire y retumbaron los tres cañonazos. Las señales de
petición de socorro del otro buque se repitieron.

—Vamos a acercarnos, Tom; es una presa y nada más. —Miró con el anteojo
de noche y prosiguió—: Ya lo veo. No lleva más que una vieja vela mayor. La brisa
es bastante dura; pero voy a ponerme a la capa, para hablar con él.

»Dio las órdenes necesarias; las velas cayeron y el buque, después de


cambiar de rumbo, siguió a poca distancia el que llevaba el «Swallow»

—¡Ahoy! ¿Qué buque? — se oyó gritar en éste.

»Casi toda la tripulación del «Horrible» se había agrupado a babor.

—¡Crucero de los Estados Unidos! ¿Y ése?

—Clíper de los Estados Unidos, «Swallow», teniente Parker — dijo una voz
sonora, no en el otro buque, sino en la misma banda de estribor del «Horrible».

»Al mismo tiempo, una descarga bien dirigida hizo blanco en los bandidos
que se vieron atacados por un numeroso grupo de hombres. Los tripulantes del
«Horrible» no pensaban siquiera en la posibilidad de un asalto a su buque y así el
ataque les cogió absolutamente desarmados. Parker había llevado a cabo su plan,
arrimándose con sus botes al costado del «Horrible» que no estaba vigilado y
trepando con su gente por allí hasta llegar a la cubierta.

»Una sola persona se había dado cuenta de la aproximación de los botes:


Miss Admiral. Apenas había cerrado el capitán la puerta detrás de sí, se puso en
pie con indecible trabajo y se acercó a la pared del camarote donde hacía algunos
días había descubierto un largo clavo de aristas cortantes. Llevaba ya varias noches
frotando sus ligaduras contra él y había logrado desgastarlas tanto que esperaba en
aquélla quedar libre. Estaba ocupada en su trabajo cuando oyó los tres cañonazos y
al poco rato percibió el ruido de remos que se acercaban.

»¿Qué sería aquello? ¿Un ataque? ¿Una lucha? ¿El salvamento de los que
pedían auxilio? En todo caso, aquello podía venir en ayuda de su liberación. Cinco
minutos de esfuerzos sobrehumanos dejaron sus manos libres y con la ayuda de
éstas acababa de desatar las cuerdas que sujetaban sus pies, cuando sobre cubierta
sonaron tiros de revólver, seguidos de un espantoso ruido de lucha cuerpo a
cuerpo. No se preguntó por la causa de aquella lucha: sólo sabía que Sander estaba
a bordo. De un fuerte puntapié echó abajo la puerta del camarote de Sander y
cogió apresuradamente de las armas que había colgadas en la pared todas las que
creyó necesarias para su seguridad. Después echó una mirada escrutadora al mar
por la escotilla de estribor. Había tres botes amarrados a un cable que, por
descuido no se habían izado a bordo al hacerse la noche.

—¡Atacados! —murmuró—. ¿Por quién? ¡Ah! Este es el castigo. El


«Horrible» se ha perdido de nuevo y yo misma entregaré a este Sander a su
destino. La tripulación prisionera aun no se ha pasado a su partido. Voy a ponerlos
en libertad y luego huiré. Nos encontramos a la altura de Acapulco. Si consigo
llegar a un bote sin que me vean, dentro de dos días estoy en tierra.

»En un rincón del camarote había un saquito de viaje. De una mesa cogió un
puñado de bizcochos y dos botellas de gaseosa: después abrió el escondite y sacó
de él su tesoro que también metió en el saquito. Se acercó a la escotilla y desde allí
vio la situación: Los piratas habían sido acorralados hacia la popa y no tenían otro
recurso que rendirse.

»Rápidamente bajó otra vez, se dirigió a la bodega y descorrió el cerrojo de


la escotilla que daba acceso a ella.

—¿Estáis despiertos? — preguntó a los anteriores tripulantes del «Horrible».


—Sí. ¿Qué pasa ahí arriba?

—Que los piratas han sido vencidos. ¿Estáis atados?

—No.

—Pues arriba, a cumplir vuestro deber. Pero esperad un momento. Si el


«Capitán negro» vive aún, dadle recuerdos de Miss Admiral.

»Volvió apresuradamente al camarote, cogió el saquito y subió a cubierta.


Con el saco en una mano, se preparaba para deslizarse por el cable cuando se sintió
sujeta: Pedro Polter la había visto y se había lanzado sobre ella por detrás.

—¡Alto, muchacho! —exclamó—. ¿Adónde vas con ese saco? Quédate ahí un
momento.

»Ella no respondió y procuró con todas sus fuerzas librarse de su sujeción;


pero en vano. Contra el vigor del marino no podía nada. Pedro Polter la tenía
sujeta tan fuertemente que no le permitía hacer el menor movimiento. Llamó a
algunos de sus compañeros que la ataron, sin saber la importancia de la captura
que habían hecho.

»El ataque había producido a Sander una sorpresa sin límites; pero pronto se
rehízo.

—¡A mí! — gritó corriendo al palo mayor para buscar para él y los suyos
una posición fuerte.

»Su gente obedeció a la llamada.

—¡El que tenga armas, que se resista; los demás, a buscar hachas de abordaje
por la escotilla de popa.

»El único medio de salvación era el que indicaban aquellas palabras.


Mientras los pocos que tenían armas se arrojaban sobre el enemigo que atacaba, los
demás echaron a correr y volvieron al momento armados de puñales y hachas de
abordaje.

»Aunque el primer ataque había causado víctimas, aun eran inferiores en


número los marinos del «Swallow» y la lucha que se desarrolló fue tanto más
terrible guanta que no se podían ver ni sus detalles, ni siquiera el terreno que se
pisaba.

—¡Vengan antorchas! — rugió Sander.

»También esta orden fue obedecida. Pero apenas se difundió el resplandor


de la luz por la sangrienta escena, el capitán retrocedió como si hubiera visto un
espectro. ¿Era posible? Delante de él, con el tomahawk en la derecha y el cuchillo de
cortar cabelleras en la izquierda estaba Winnetou, el jefe de los apaches y a su lado
flotaba la blanca melena de Sam Fire-gun, aquel hombre al que había burlado otras
veces.

—¡La serpiente blanca va a soltar su veneno! —exclamó el primero y


apartando a los que se interponían entre él y el pirata cogió a Sander por el cuello.
Este quiso desprenderse de su enemigo; pero no lo logró, porque también el
coronel había acudido a sujetarlo. Se sintió levantado por el aire y arrojado luego
contra el suelo, donde quedó sin sentido.

»El asalto había producido en los piratas el efecto de una terrible pesadilla;
la sorpresa había paralizado sus fuerzas y la caída de su jefe les quitó a la vez el
influjo de la disciplina y el último restó de valor.

»En aquel momento se abrió la escotilla de popa y por ella salieron los
tripulantes del «Horrible» que estaban prisioneros. El que iba delante vio al
teniente Jenner.

—¡Hurra, teniente Jenner, hurra! ¡A esos canallas! — gritó.

»Todos ellos cogieron de las armas que había por el suelo la primera que les
vino a la mano y así los piratas se vieron entre dos fuegos. Estaban perdidos.

»Luchando contra ello había dos hombres, espalda con espalda; el que se les
acercaba, pagaba su osadía con la muerte. Eran Hammerdull y Holbers. Este
último volvió la cabeza hacia el amigo para hacerse oír de él.

—Dick, si piensas que aquél que está allí es el bribón que se llama Pedro
Wolf, nada tengo que decir en contrario.

—¿Pedro...? ¡Maldito nombre! No puedo lograr pronunciarlo. ¿Dónde dices?

—Allí, junto al tronco de nogal que esta gente tan extraña llama mástil.
—Que se llame mástil o no ¿qué más da? Ven, viejo zorro, vamos a cogerlo
vivo.

»Otra persona había descubierto también a Letrier: Pedro Polter el piloto.


Este había arrojado cuchillo, revólver y hacha de abordaje y había cogido un
espeque, que estaba más acostumbrado a manejar y de cada golpe tendía en tierra
a un enemigo. Se había abierto así camino entre el apretado tropel de piratas,
cuando vio a Letrier y al instante se acercó a él.

—Mil tonnerre! ¡Si está aquí Juan! ¿Me conoces, tunante? — gritó.

»El otro dejó caer el brazo que tenía levantado y se quedó lívido, porque se
encontraba frente a un enemigo contra el cual no podía emprender una lucha que
tuviera la menor probabilidad de victoria.

—¡Ven, jovencito, que voy a darte tu merecido!

»Lo cogió por los cabellos y por las corvas, lo levantó en alto y lo lanzó con
tal fuerza contra el palo de mesana, alrededor del cual aun se luchaba, que se oyó
un crujido y el bandido cayó destrozado al suelo: los dos cazadores llegaron ya
tarde.

»Los piratas comprendieron finalmente que no había esperanza de salvación


para ellos y rindieron las armas, aun en la seguridad de que con ello no alcanzarían
derecho alguno al perdón.

»Un múltiple hurra atronó la cubierta; el «Swallow» respondió con tres


cañonazos. Había justificado su fama y aumentado la historia de sus hazañas con
otra mayor aún...

***
»Y ahora, señores, vamos a dar un tercer salto, el último; pero el más largo,
porque nos va a llevar desde el Océano Pacífico al Atlántico, hasta dejarnos en la
ciudad de Hoboken, la hermana de Nueva York. En ella hay, como aquí, una
buena y amable señora Thick, a quien respeta en alto grado toda la gente de mar
que frecuenta su casa, y que jamás olvida la fisonomía del que haya estado alguna
vez en ella. La coincidencia no es de extrañar, pues el marino americano tiene la
costumbre de llamar con el sobrenombre de «Señora Thick» a toda posadera a
quien aprecia. El piloto Pedro Polter había sido siempre uno de los huéspedes
favoritos de esta posadera de Hoboken.

»En el día a que se refiere mi narración, el objeto de la conversación general


en la posada de la señora Thick eran las novedades políticas y bélicas del día. El
alzamiento de los Estados del Sur había ido ganando en extensión y la suerte había
favorecido hasta entonces de un modo sorprendente a los esclavistas. Sólo algunos
pequeños episodios aislados, de escasa importancia, permitían suponer que el
Norte aun podría obtener la preferencia de la mudable diosa y cuanto más raros
eran estos acontecimientos con tanta mayor alegría eran saludados por los
partidarios de la política humanitaria y al mismo tiempo firme del Presidente
Abraham Lincoln.

»Se abrió la puerta y entraron algunos marineros, poseídos de una visible


excitación.

—¡Eh, amigos! ¿queréis saber la novedad que hay? — preguntó uno de ellos,
que, para atraer la atención de los presentes, dio tan fuerte puñetazo en la mesa
más próxima que la hizo crujir.

—¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¡Cuenta! — se oyó decir por todos lados.

—¿Que qué hay, o mejor dicho, que qué ha habido? Pues nada más que un
combate naval como no ha habido otro.

—¿Un combate naval? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Entre qué buques?

—¿Dónde? A la altura de Charlestown. ¿Cómo? Endiabladamente audaz.


¿Cuándo? No sé en qué día; pero en todo caso, hace muy pocos. ¿Entre qué
buques? Adivinad.

—Entre los nuestros y los de los rebeldes.

»Todos se echaron a reír. El recién llegado rió también y exclamó después:


—¡Qué chico tan listo! ¡Qué pronto lo ha adivinado a pesar de ser tan difícil!
Que tenía que ser entre nuestros buques y los del Sur era una cosa tan clara como
el agua; pero tu sabiduría no acertará tan pronto los nombres de los buques que
han combatido.

—¿Cuáles han sido? ¿Cómo se llaman y quién ha vencido? — preguntaron


todos a la vez con grandes voces.

—El buque de espolón «Florida»...

—¿Ha combatido el «Florida»? —le interrumpió la señora Thick, abriéndose


paso con sus gruesos brazos para acercarse al narrador—. El «Florida» es el buque
más moderno, más grande y más fuerte del Sur y tiene que ser irresistible con su
espolón del demonio. Está construido de hierro macizo. ¿Quién se ha atrevido a
combatir contra este Leviatán?

—¿Quién? Un tenientillo con un barquito, con un clíper, que ha venido


doblando trabajosamente el Cabo de Hornos. Me refiero al «Swallow», que manda
el teniente Parker.

—¿El «Swallow»? ¿El teniente Parker? ¡Imposible! Contra el «Florida» no


pueden nada ni diez buques de línea. ¿Cómo se le ha ocurrido a un clíper atacar a
ese monstruo que...?

—¡Alto! —interrumpió la señora Thick al que esto decía—. No hables de ese


clíper, del cual no sabes nada. Yo conozco el «Swallow» y al teniente Parker, que
vale él solo más que los diez buques de línea juntos. Un buen marino sabe que el
tamaño solo no supone ventaja; hay otros muchos factores que tener en cuenta. Así
fue posible que el pequeño David venciese al gigante Goliat, como se lee en la
Biblia. Pero ¿no está el «Swallow» en aguas de California?

—Estaba; pero recibió orden de volver a Nueva York por el Cabo de Hornos.
Debe de ser un buque formidable. Todos vosotros habéis oído la historia del
«Horrible», que el «Capitán negro» se llevó de la bahía de San Francisco y que
Parker recuperó tan preciosamente. Los dos buques, el «Swallow» y el «Horrible»
han venido viajando juntos, y al llegar a la altura de Charlestown tropezaron con él
«Florida», que en seguida comenzó a darles caza. Parker tomó el mando de los dos
veleros; ordenó al «Horrible» que se dirigiese a alta mar como si huyera y quitó al
«Swallow» algunos masteleros, vergas y botavaras como para darle el aspecto de
haber quedado tan averiado por los temporales que apenas podía navegar y para
que el «Florida» creyese su captura empresa fácil.

—¡Qué diablo de Parker! — dijo la señora Thick—. Sigue, sigue.

—El «Florida» se dejó realmente engañar y persiguió al «Swallow» hasta los


bancos de arena de Blackfoll, y allí encalló el «Florida». Entonces armó Parker otra
vez los masteleros, vergas y botavaras, llama al «Horrible» y los dos comienzan a
bombardear al indefenso coloso, hasta que apagan sus fuegos. Uno de los primeros
cañonazos le destrozó el timón. Se llegó al abordaje, que fue muy sangriento; pero
lo cierto es que el «Florida» está hundido y los otros dos en camino de aquí y de un
momento a otro fondearán.

—¡Es increíble! ¿Quién te lo ha contado?

—Lo he sabido en el Almirantazgo, donde seguramente hubieran tenido


hace tiempo noticias de lo ocurrido, si los rebeldes no, hubieran cortado el
telégrafo.

—¿En el Almirantazgo? Entonces es verdad y me alegro mucho de que el


pobre Jenner haya tenido esta ocasión de buscar el desquite a la desagradable
aventura del «Capitán negro».

—Sí, es una noticia que alegra el corazón y levanta el ánimo —dijo la


posadera—. ¡Oíd, muchachos, os voy a convidar! Voy a abrir para vosotros un
barrilito, del cual podéis beber cuanto queráis a la salud de los Estados Unidos, del
Presidente, del «Swallow» y... y...

—¡Y a la salud de la señora Thick! — exclamó uno levantando su vaso.

—¡Hurra! ¡Viva la señora Thick! — respondieron de todos lados.

—¡Hurra por la señora Thick! ¡Viva la vieja chalupa!— gritó una tonante voz
debajo de la puerta.

»Todos se volvieron hacia el hombre que estaba dotado de una garganta tan
extraordinariamente vigorosa. Pero apenas lo vio la posadera cuando se lanzó a su
encuentro con una exclamación estruendosa de alegre sorpresa.

—¡Pedro, Pedro Polter! ¡Mil veces bien venido a Hoboken! ¿De dónde
vienes, chico? ¿Del Oeste?
—¡Sí, mil veces bien venido a Hoboken! — respondió él—. Ven, que te voy a
estrujar una vez más entre mis brazos. Dame un beso. ¡Eh, buena gente, dejadme
pasar! Ven, que te apriete contra mi chaleco, mon bijou.

»Apartó a los que estaban delante de él, como si hubieran sido de paja, cogió
a la posadera por el amplio talle, la levantó en el aire, a pesar de su volumen e
imprimió un sonoro beso en sus labios.

»Ella se dejó saludar de este modo, a pesar de la mucha gente que habla
presente, con tanta tranquilidad como si se tratase de un saludo corriente y natural
y luego repitió la pregunta.

—¿Que de dónde? Nada menos que del Cabo de Hornos, a bordo del
«Swallow».

—¿A bordo del «Swallow»? — repitieron todos.

—Sí, si no les sirve a ustedes de molestia.

—¿Entonces tomó usted parte en la acción contra el «Florida»?

—Naturalmente. ¿O es que creen ustedes que Pedro Polter de Langendorf


tiene miedo al «Florida»?

—¡Cuente, cuente usted, master! ¿Qué hacía usted a bordo del buque? ¿Está
ya aquí o...?

—¡Alto! A ustedes les brotan las preguntas de la boca como los gorgoritos al
grumete cuando le aporrean. Voy a ir largando a ustedes cable en buen orden. Yo
soy Pedro Polter de Langendorf, primer contramaestre en el buque de guerra de S.
M. Británica «Nelson»; después piloto en el clíper de los Estados Unidos
«Swallow»; luego teniente de policía alemán en la pampa; más tarde piloto otra
vez (y ésta, honorario) en el «Swallow» y ahora...

—Bueno, bueno, Pedro —le interrumpió la señora Thick—. Ya te quedará


tiempo después para eso; pero lo primero has de responder a mis preguntas que
son más importantes que todo. Me escribiste desde Valparaíso una carta en la que
había tantos nombres, tantas historias y tantas faltas de ortografía, que al principio
ni entenderla casi pude, ¿Qué hacen las gentes que estaban contigo? ¿Dónde están
ahora Wallerstein, Enrique Sander y Pedro Wolf? ¿Qué es del «Horrible» y del
«Capitán negro»? Yo estaba en la creencia de que lo buscabais por el Oeste y tú me
dices que el «Swallow» lo ha cogido en el mar. ¿Encontrasteis a Sam Fire-gun o
como se llame? ¿Era el verdadero tío? ¿Qué hay del policía alemán? ¿En qué país
habéis...?

—¿Acabarás de una vez, vieja —exclamó riendo el piloto—, o tienes resuello


para seguir hablando de este modo algunas horas? ¡Por vida del diablo! ¡Qué
máquina de charlar tiene esta mujer! Venga un buen vaso lleno; antes de que me lo
beba no tendrás respuesta; pero primero contaré a estos señores el caso del
«Florida». Lo otro no es para todos; ya te lo contaré allá dentro en el cuarto
reservado.

—No probarás una gota si antes no me dices algo de lo que deseo saber.

—Eres la curiosidad misma. Bueno, pregunta; pero sencillamente y con


brevedad.

—¿Dónde está Wallerstein?

—En el «Swallow».

—¿Y el policía?

—En el «Swallow».

—¿Y el «Capitán negro»?

—Prisionero en el «Swallow».

—¿Y el malvado Juan?

—También.

—¿Y el tío Sam Fire-gun?

—También está en el buque.

—¿Y el teniente Parker?

—También, naturalmente, aunque herido.

—¿Herido? ¡Dios mío! Supongo que no será...


—¡Bah! Un par de arañazos y nada más. Tendrá que pedir permiso por
algún tiempo. Hubo bastante jaleo en el «Florida»; pero ratos peores hemos pasado
en la maldita pampa. Entre otras cosas, tuve allí un caballo que era un verdadero
asesino, un demonio, un dragón, que todavía no sé si me dejó hueso alguno de mi
cuerpo en su sitio. Pero aun quieres preguntar más, ¿verdad?

—¿Dónde está el «Swallow»?

—Está cruzando con poco viento ahí fuera con Forster al timón. Para ganar
tiempo, el capitán y yo hemos embarcado en una lancha de vapor. El va a
presentarse y hemos quedado en que yo le esperaría aquí.

—¿Le esperas aquí, en mi casa? ¿De modo que va a venir?

—Claro está. Un valiente marino tiene que ir lo primero de todo a visitar a la


señora Thick en cuanto fondea en Nueva York. Dentro de una hora estará en el
puerto el «Swallow» y también vendrán por aquí otros; Pitt Holbers...

—¡Pitt Holb...!

—Dick Hammerdull...

—¡Dick Hammer...!

—El coronel Sam Fire-gun...

—¡Coronel Fire-gun...!

—Wallerstein, Treskow, el pequeño Bill Potter, Winnetou, el jefe de los


apaches y...

—¡Winnetou, el jefe de...

»La buena señora Thick no podía acabar de pronunciar los nombres, de la


sorpresa que le producía la idea de tener en su casa un grupo de hombres tan
interesantes. Pero al momento se acordó, felizmente, de sus deberes de ama de
casa.

—...los apaches! —prosiguió su interrumpida frase—. Pero estoy aquí mano


sobre mano y dentro de una hora tengo que servir a esos señores. Voy corriendo.
Pedro, voy volando para hacer mis preparativos. Cuenta mientras tanto a estos
señores la historia del «Florida» que habéis echado a pique.

—Sí; voy a hacerlo; pero cuida de que tenga siempre algo en mi vaso, pues
como se trata de un combate en el mar, hay que remojar constantemente la
narración.

—No tenga usted cuidado, piloto —respondieron los otros— ya le


ayudaremos nosotros a regarla.

—Está bien. Pues oigan ustedes lo que pasó con el «Florida»; Habíamos
atravesado el Ecuador y teníamos ya las Antillas muy detrás de nosotros, cuando
doblamos la punta de la Florida y nos acercamos a Charlestown. Naturalmente,
nos mantuvimos mar afuera todo lo posible, pues Charlestown pertenece a los
Estados del Sur, que envían a sus corsarios y cruceros muy lejos para apresar a
todos los buques honrados del Norte que se ponen a su alcance.

—¿Iba con ustedes el «Horrible»?

—Claro que sí. Desde el primer momento fue detrás de nosotros, que íbamos
sólo con la mitad del velamen, por ser más andador nuestro buque que él. Así
fuimos avanzando con toda felicidad sin ser vistos y como ya habíamos pasado la
altura de Charlestown, nos acercamos más a tierra.

—Y entonces tropezaron ustedes con el «Florida».

—¡Espérese un poco, señor chorlito! Una mañana estaba yo al timón (porque


han de saber ustedes que el capitán me nombró piloto honorario del buque) y
estaba pensando precisamente en la señora Thick y en lo contenta que se pondría
cuando me volviese a ver en su casa. Íbamos un poco adelantados y nos seguía el
«Horrible» a toda vela, cuando nuestro vigía que oteaba el horizonte desde una
cofa.

—¡Humo por el Este-Nordeste!

»Como ustedes comprenderán, subimos todos a cubierta, porque no es


conveniente bromear con un vapor que lleva pabellón enemigo. El capitán subió
inmediatamente a la cofa y sacó el anteojo; después movió la cabeza, bajó y ordenó
que se tomase un rizo, para dar lugar a que el «Horrible» se pusiera al habla.
Cuando este momento llegó, preguntó al comandante del otro buque:

—¿Ha visto usted el vapor, teniente?


—Sí.

—¿Qué clase de buque será?

—No lo sé —respondió el teniente Jenner. —Es un buque que al parecer no


tiene mástiles ni casco. Va muy hundido.

—Debe de ser uno de los buques de espolón de los Estados del Sur. ¿Piensa
usted evitar su encuentro?

—Haré lo que usted haga.

—Bien, pues vamos a verlo de cerca.

—Well, sir, pero tenga usted en cuenta que somos diez veces más débiles.

—Más débiles, sí; pero también más rápidos. ¿Quién va a llevar el mando?

—Usted.

—Gracias. Vamos a dejar que se acerque. Si enarbola pabellón enemigo.


Vaya usted despacio delante de él por sotavento; yo cuidaré de que venga contra
mí y lo llevaré a un sitio donde encalle. Entonces, viene usted y le hace probar el
gusto de sus balas.

—Well, Well. ¿Nada más?

—Nada más.

»Entonces izamos la mayor, quitamos algunos masteleros y vergas y


botavaras como si hubiéramos sufrido averías en la arboladura por un temporal y
apenas pudiéramos navegar y dejamos que el buque se nos acerque y ponga a tiro.
Nos hace la señal de izar bandera: nosotros sacamos las franjas y las estrellas y él
iza el trapo de los Estados, del Sur. Era el nuevo buque de guerra «Florida», de
doble coraza y con un espolón capaz de echar a pique la mejor fragata.

—Y ¿se atrevieron ustedes con él?

—¡Bah! Yo soy Pedro Polter de Langendorf; he andado a trastazos con los


ogellallahs ¿y me iba a asustar de una alcuza como esa? Un buen buque de madera
es mucho mejor que un arca de hierro de ese género, de la cual ni siquiera se puede
sacar un mondadientes. Nuestro almirante Farragut dice también lo mismo. Bien;
nos hace señales de que nos rindamos y nosotros nos reímos de él y salimos a toda
vela bajo sus cañonazos. Vira entonces para acercarse a nosotros y meternos el
espolón; yo maniobro para evitar su acometida y él vuelve a intentarla. Así nos
estamos un rato hasta que él se acalora y pierde la serenidad. Sus balas no nos
habían tocado; todas habían pasado por encima de nosotros. En esta situación,
pierde la cabeza hasta el punto de seguirnos a las proximidades de la costa y allí
encalla en un banco de arena, que nosotros pasamos sin novedad por nuestro
menor calado.

—¡Bravo! ¡Viva el «Swallow»!

—¡Sí, sí, muchachos! ¡Viva! Bebed a su salud.

»Después de que él también hubo echado un trago sin igual, que hizo ver el
fondo del vaso, prosiguió;

—Entonces nos ponemos a popa de él y mientras todos sus hombres están


bajo cubierta, le destrozamos el timón a cañonazos, con lo cual le dejamos
completamente inutilizado. Se acerca el «Horrible»; el «Florida» no puede
defenderse; se le abre una vía de agua por el choque contra el banco; nosotros
ayudamos todo lo que podemos... y por fin arría la bandera y se rinde. Tomamos
su tripulación a bordo y apenas lo hemos hecho, el buque se acostó sobre una
banda y las olas se lo comieron.

—[Qué bien! ¡Tres hurras por el «Swallow!

—Gracias, muchachos; pero no olvidéis al «Horrible» que también hizo lo


suyo.

—¡Bien! ¡Hurra por el Horrible»! ¡Choquemos!

»Al mismo tiempo que los vasos se juntaban, se oyeron algunos cañonazos
de saludo, indicio de que algún buque entraba en el puerto, y poco después un
confuso vocerío y el ruido de gente que corría por la calle anunció algún suceso
extraordinario. Pedro Polter se acercó a una ventana y la abrió.

—¡Eh, amigo! ¿Por qué corre la gente? — preguntó a uno que pasaba,
deteniéndole por el brazo.

—Una gran noticia, master: en este momento entra en el puerto el


«Swallow» que ha tenido el famoso encuentro con el «Florida». Todos los buques
han empavesado en honor del valiente capitán y la gente corre para presenciar el
desembarco.

—Gracias, master.

»Cerró la ventana y vio que todos los parroquianos habían abandonado sus
sitios al oír la noticia, dejando sus vasos a medio vaciar, para asistir al desembarco
de la tripulación de la valiente goleta.

—Corred, corred —dijo riendo—. Poca cosa veréis. El capitán está ya en


tierra y los que desembarquen no son verdaderos marinas, aunque también han
ayudado a hacer ruido. Yo me quedó con la señora Thick, donde esperaré a mister
Parker.

»Transcurrió un rato bastante largo antes de que éste llegase y aun no había
cerrado la puerta de entrada cuando se oyó un estrépito de aclamaciones y gritos
que se acercaban. Era una multitud que venía del puerto, detrás de los hombres
que habían desembarcado del «Swallow». Estos entraron en la sala detrás de
Parker y la gente se metió también empujando a los héroes del audaz combate
naval, hasta el punto de que el local no podía contener a tantas personas. La
resuelta posadera, que ya había terminado sus preparativos, puso inmediato
remedio a la situación; abrió la puerta de la habitación reservada, a la cual pasó
con los huéspedes que esperaba y encerrándose con ellos allí, dejó a su personal el
cuidado de servir a los demás.

—Welcome, sir —dijo alegremente a Parker, que, como antiguo conocido de


ella, le alargó la mano amistosamente.

»También los otros fueron saludados con fuertes apretones de manos. Todos
se sentaron y no tuvieron que hacer más que empezar a comer y beber: la amable
previsión de la señora Thick había preparado todo lo que se pudiera desear.

—Señora Thick, eres el más hermoso bergantín que me ha tenido a bordo en


toda mi vida —exclamó el piloto—. En la miserable pampa no había más que
carne, pólvora y pieles rojas; tampoco en el mar anduvimos muy sobrados, pues
embarcamos muchos estómagos hambrientos; pero en tu casa se come y se bebe
como en la del Gran Mogol, o como se llame, y si estoy aquí aunque no sea más
que una semana, que me ahorquen si no echo una barriga como la de este gordo
master Hammerdull.
—Que esté gordo o no ¿qué más da? —dijo el aludido, sirviéndose
abundantemente—. Lo importante es tener Un buen bocado entre los dientes, cosa
que necesito más que cualquiera de vosotros, pues desde que me vi obligado a
dejar mi buena y vieja yegua en San Francisco, he sentido tal añoranza per el
querido animal, que he perdido muchas carnes. ¿No es verdad, Pitt Holbers, viejo
zorro?

—Si lo que quieres decir, Dick, es que echas de menos a la yegua, nada tengo
que decir en contrario. Con mi caballo me pasa a mí lo mismo. ¿Y tú, Bill Potter?

—¿Yo? No me importa nada dónde esté ahora mi caballo. ¡Je, je! Lo esencial
es que me encuentro muy a gusto en casa de la señora Thick.

—Me alegro —dijo entonces la posadera—. Coma y beba cuanto le venga en


gana, y tú, Pedro, no olvides tu promesa.

—¿Cuál?

—La de contarme tus aventuras.

—Ah, sí. Pues bien: si tú escancias abundantemente, no me importa decir


unas cuantas palabras más.

»Mientras el piloto alternaba la narración con la comida, Winnetou


participaba muy moderadamente de los manjares de los rostros pálidos, a los que
no estaba acostumbrado. No probó el vino, pues sabía que el «agua de fuego»
había sido el peor enemigo de su raza y por eso lo odiaba y lo despreciaba. Su
atención estaba concentrada en la conversación que los demás sostenían en esa
media voz que es siempre señal de que se trata de asunto de importancia.

—¿Qué le han dicho en el Almirantazgo? —preguntó Sam Fire-gun al


teniente.

—Lo que yo esperaba —respondió éste, que llevaba un brazo en cabestrillo,


como también los otros mostraban señales de haber recibido heridas—. Me
ascienden a capitán y me dan permiso hasta la completa curación.

—¿Y qué va a ser del «Swallow»?

—Ha sufrido bastante en el combate y será reparado en el dique seco.


—Y ¿nuestros prisioneros?

—Los van a ahorcar, como corresponde a piratas.

—¿Piratas? Pues, Sander afirma que se apoderó del «Horrible» nada más
que para hacer guerra de corso contra los Estados del Sur. ¿No escapará a la
muerte con eso?

—No, porque no tiene patente de corso. Pero aun cuando la tuviese, no por
eso dejaría de ser el «Capitán negro», y sería ahorcado por su anterior trata de
negros y por los actos de piratería realizados al mismo tiempo.

—¿Y Miss Admiral?

—También será ahorcada, como igualmente parece que sufrirán la misma


suerte todos los prisioneros que ayudaron a Sander a apoderarse del «Horrible» y
que no murieron cuando lo asaltamos nosotros, pues los consideran como piratas.
Seguramente no estarán tan satisfechos de su destino como usted lo va a estar con
la noticia que le traigo del Almirantazgo.

—¿Entonces, es buena?

—Muy buena. Consta de tres partes: primera: la gran cantidad que


encontramos en poder de Miss Admiral, y con la cual quería huir, se considera
como presa nuestra y es para nosotros; segunda: se nos concederá una cuantiosa
recompensa por haber rescatado el «Horrible» de manos del «Capitán negro»;
tercera: vamos a recibir un importante premio por nuestra victoria sobre el
«Florida», que, aunque está ahora hundido, será más tarde puesto a flote. Todo
este dinero lo repartiremos y a cada uno le tocará tanto que...

—A mí nada — interrumpió Sam Fire-gun.

—¿Por qué no?

—Porque no he sido más que un invitado en el buque de usted. Los premios


por las presas corresponden a la tripulación.

—Usted no ha sido invitado, sino combatiente, y por eso merece usted


también su parte.

—Es posible; pero no la aceptaré. He recuperado los resguardos que me robó


Sander del hide-spot. Verdad es que había vendido ya uno de ellos; pero apenas
había gastado nada de su importe, así es que estoy enteramente recompensado de
lo que había perdido. Winnetou tampoco admitirá nada y en cuanto a mis
valientes trappers, ni por un momento se les ocurrirá despojar a los marineros de su
premio. Somos nosotros, por el contrario, los que debemos estar agradecidos a
usted y los suyos, por habernos ayudado a recobrar nuestro dinero. Oye, Dick
Hammerdull, ¿admitirás tú ese dinero?

—Que lo admita o no, ¿qué más da? Pero lo cierto es que no lo admitiré —
respondió Dick el gordo—. ¿Qué dices a esto, Pitt Holbers, viejo zorro?

»El largo respondió con indiferencia:

—Si lo que piensas es que no lo voy a tomar no tengo nada que decir en
contrario. Ninguno de nosotros lo aceptará. Y si se nos obliga a tomarlo a la fuerza,
cederé mi parte a Pedro Polter, para que le entren ganas de volver con nosotros al
Oeste. Me gustaría verle montar otra vez a caballo.

—Dejadme en paz con vuestros caballos —exclamó a esta sazón el piloto—.


Prefiero que me pulvericen y hagan luego galleta conmigo, a volver a montar en
una bestia como el potro que me llevó molido y derrengado a reunirme con
vosotros esta última vez. No quiero hablar más de esto, porque diría cosas que vale
más que no las diga, de tan mal humor me puso aquello.

—No es necesario que haga usted otra vez el hombre del Oeste —dijo
Parker—. Ya he informado en el Almirantazgo de lo que tenemos que agradecer a
usted y de su valiente comportamiento. Cuando ocurra la primera vacante se
pensará en usted y se le confiará un puesto del que estará orgulloso.

—¿Es verdad? ¿Ha hablado usted de mí a esos altos señores?

—Sí.

—¿Y se me dará un buen puesto?

—Así se me ha prometido formalmente.

—¡Gracias, gracias, señor! ¿De modo que haré carrera? ¡Hurra! ¡Hurra!
Pedro Polter...

—¿Por qué gritas tanto, vieja foca? —le interrumpió la posadera, que entraba
en aquel momento.

—¿Y me lo preguntas? —respondió él—. Ya que soy una foca, tengo que
bramar como ellas. Y no me faltan motivos para hacerlo. ¿Sabes, vieja señora Thick,
que por mis grandes méritos me van a hacer almirante?

—¿Almirante? —dijo ella riendo—. Lo creo porque tienes madera de ello y


deseo que así sea en realidad. ¿Y qué vas a hacer con tu nueva profesión, de la que
estás tan orgulloso y que te entusiasma tanto?

—¿Mi nueva profesión? ¿Cuál?

—Hombre del Oeste, trapper, cazador de castores...

—¡Cállate! Ni una palabra más, si no quieres que perdamos la amistad para


siempre. Cuando monto en un caballo, no sé adónde me va a llevar; en cambio, si
estoy sobre las planchas de un buen buque, sé muy bien el rumbo que va a llevar y
no hay miedo de que me caiga de la silla. Así, pues, sea cruz y raya al oficio de
cazador; he dado Un tropezón en él y quiero seguir siendo el lobo de mar que he
sido siempre.
CUARTA PARTE
LAS DOS TOSTADAS VUELTAS

Cuando Treskow terminó la narración, sus oyentes comenzaron a hacerle


una serie de preguntas a las que se vio obligado a contestar. La historia,
especialmente el final, no les había parecido lo bastante detallada y cada uno
quería que le dijesen lo que echaba de menos en ella. Lo que más les chocó fue que
Winnetou hiciera un viaje por mar. Que un indio, y sobre todo aquél, se embarcase
para navegar por el mar era incomprensible para ellos. No así para mí, que conocía
aquel suceso hacía bastante tiempo y sabía, además, que no era aquella la única
vez que el apache se había embarcado.

Mientras hablaban todos, unos con otros, llegaron nuevos parroquianos:


eran seis hombres que entraron haciendo ruido y que parecían llevar encima más
alcohol del que podían resistir. Buscaron un sitio y aunque había otras mesas
vacías, prefirieron sentarse a la mía.

De muy buena gana me habría levantado; pero esto hubiese sido


considerado por ellos una ofensa y como yo no quería dar lugar a disputas,
continué allí. Pidieron aguardiente y les sirvió la señora Thick, pero de un modo
por el cual se podía comprender que vería marchar a aquellos parroquianos con
más gusto que los había visto llegar.

No debían de ser habitantes de la ciudad, porque llevaban rifles además de


cuchillos y revólveres. Su aspecto era el de verdaderos rufianes; apestaban,
materialmente, a aguardiente y me costó un verdadero esfuerzo permanecer
sentado a la misma mesa que ellos. Hablaban desvergonzadamente y en tono tan
alto, que era casi imposible oír lo que decían los demás parroquianos. Con su
entrada desapareció la paz y el contento que había reinado hasta entonces.

El más ruidoso de todos ellos era un individuo corpulento y desgarbado con


cara de perro dogo, que parecía enteramente tallado de madera a hachazos. Era el
que parecía representar el papel de jefe de los otros y se veía que éstos le trataban a
su manera, con cierto respeto.
Hablaban de hazañas que habían realizado y pensaban realizar, de fortunas
que habían poseído y dilapidado y que pronto iban a rehacer; vaciaban vaso tras
vaso y cuando la señora Thick les aconsejó que bebiesen más lentamente, se
pusieron groseros y la amenazaron con tomar posesión del mostrador y servirse
por sí mismos.

—Eso no lo consentiría yo —respondió la anciana posadera—. Aquí tengo


un revólver y al primero que toque algo mío, se encontrará con una bala en el
cuerpo.

—¿De ti, quizá? — preguntó riendo el de cara de dogo.

—Sí, de mí.

—No te pongas ridícula. En tus manos está bien la aguja; pero no el


revólver. ¿Es que crees de verdad que vas a asustarnos?

—Lo que yo crea o deje de creer debe tenerles a ustedes sin cuidado. En todo
caso, no soy yo la que tiene miedo y si tuviese necesidad de auxilio, aquí hay
bastantes caballeros que defenderían a una mujer desamparada.

—¿Bastantes caballeros? —repitió él riendo con desdén, y levantándose de la


silla paseó a la redonda una mirada provocativa—. Pues que vengan y veremos
quién saca la paja más corta, si ellos o yo.

Nadie le respondió, ni yo tampoco, naturalmente. No pareció contar, ni por


un momento, con una oposición por mi parte, pues a todos miró menos a mí. Se
conoce que mi cara tranquila le pareció tan sumisa, que no creyó que valía la pena
de dirigirse a mí. Yo soy de las personas cuyo rostro puede tomar una expresión
apacible, aún cuando en su interior fermente la emoción. Uno que se tenía por gran
psicólogo me explicó este fenómeno una vez, diciéndome que cuando el espíritu se
reconcentra en el interior, se pierde toda expresión y se pone cara de tonto.

Cuando el perro dogo vio que nadie recogía su provocación, creció en


audacia.

—Ya me lo figuraba; ninguno se atreve — dijo riendo—. Me gustaría ver


quién es el que se atreve a medirse con Toby Spencer. Le volvería la cara del revés.
Ya lo saben ustedes: Toby Spencer es mi nombre y el que quiera saber qué clase de
sujeto es este Toby, que salga aquí en medio.
Diciendo esto, adelantó sus puños y volvió a mirar a la redonda desafiando
a todos. Fuese realmente temor, o sólo repugnancia hacia aquel hombre, lo cierto
es que nadie se movió. Rió él entonces más fuertemente que antes y exclamó:

—Ya veis, muchachos, cómo se les baja el corazón a las botas cuando Toby
Spencer dice una sola palabra. Pero ¿es que realmente no hay uno, uno sólo de
ustedes que se atreva a resollar? ¡Y dicen que todos esos son caballeros!

Entonces se levantó uno, el narrador de la primera historia, que había dicho


ser Tim Kroner, el hombre del Colorado. Lo que le movió a tomar la palabra no fue
un impulso de verdadero valor, sino únicamente el deseo de que le tomasen por
hombre de empuje. Avanzó unos pasos y dijo:

—Se equivoca usted de medio a medio, Toby Spencer, si cree que aquí no
hay nadie que se atreva a medirse con usted. Eso puede rezar con todos los
presentes, pero no conmigo.

—¿Con usted no? ¡Vaya, vaya! —respondió el rufián en tono desdeñoso—.


¿Y por qué se queda usted ahí parado, si tiene tanto valor? ¿Por qué no se acerca
un poco?

—¡Allá voy! —respondió el otro, dando algunos pasos más, con lentitud y
vacilación. Su voz, sin embargo, no tenía el mismo tono de seguridad que cuando
se había acercado a mi mesa para armar camorra conmigo. Como Toby Spencer
también se había adelantado algo, estaban a muy corta distancia uno de otro

—Well. ¿De modo que es usted el hombre que no tiene miedo? —preguntó
este último. — ¡Un hombrecillo a quien puedo hacer perder el equilibrio con un
dedo! Pero antes de merendármelo, quisiera en verdad saber cómo se llama usted.

—Pues lo va usted a saber. Me llamo Tim Kroner.

—¿Tim Kroner? Ha tomado usted un nombre bien famoso.

—¿Cómo tomado? Es el mío.

—Eso se lo hará usted creer a otro; pero no a mí.

—Le digo que es mi nombre.

—¡Ejem! Es posible que se llame usted así; pero no pretenderá ser el hombre
del Colorado.

—Ya lo creo que lo soy.

—¡Rayos y centellas! ¡Un conejillo como usted adornarse con el nombre de


un león! Le digo a usted que ese nombre no le pertenece y que es un impostor.

—¡Oh! ¿Un impostor? Cuidado con su lengua, pues es sabido que el hombre
del Colorado no permite que se le hable así. ¿Hace falta que lo pruebe?

—¡Pruébalo, pigmeo!

Y al mismo tiempo que le lanzaba esta provocación, Spencer avanzó dos


pasos hacia él con ademán amenazador; pero el contrario se retiró prudentemente
otros dos y respondió:

—No es necesario. Lo que todo el mundo sabe no es menester probarlo.

—Es verdad, porque el verdadero Tim Kroner es hombre de pelo en pecho,


pero como tú no eres ése, tienes que mostrar si tu valor te permite llegar hasta mí.
¡Así, pues, go on!

Y dio dos pasos hacia adelante.

—¡Sí, come on! —exclamó el otro, si bien retrocediendo otros dos pasos.

—¡Pero estate firme, héroe de boquilla! ¿Por qué te retiras? ¡Hacerse pasar
por el hombre del Colorado, a quien conozco tan bien como a mí mismo! Hay que
castigar esta insolencia; espérame a pie firme y defiéndete, o si no te dejo pegado a
la pared.

Siguió avanzando y el falso Tim Kroner retrocediendo, mientras se defendía,


únicamente con la lengua, diciendo:

—Soy el verdadero hombre del Colorado y si hay otro que se hace pasar por
mí es un embustero.

—¡Bah! Me gustaría ver qué otro hombre razonable tendría la idea de


hacerse pasar por ti. Si has creído que bastaba con ese nombre para asustarme, no
sólo has creído mal, sino que el resultado ha sido todo lo contrario del que
esperabas. Te voy a colgar de un sitio alto para que la gente vea qué hombre del
Colorado tan famoso y tan valiente eres. Ven, pues, jovencito, atrévete conmigo.

Diciendo esto, de dio dos rapidísimos y tremendos puñetazos en los


hombros y manteniéndolo después con los brazos pegados al cuerpo, lo apretó
contra la pared y lo levantó hasta dejarlo colgado por el cuello de la chaqueta de
una escarpia que allí había. Aquello era un despliegue de fuerza nada común y lo
realizó sin que se observase en él esfuerzo alguno. Cuando el otro se vio colgado
de tal manera, empezó a gritar y a patalear, haciendo la figura más rara del mundo
con su largo y seco cuerpo, hasta que se rasgó el cuello de su chaqueta de cuero de
búfalo cayó al suelo. Spencer se echó a reír a carcajadas; sus compañeros le hicieron
coro y los presentes no pudieron guardar la seriedad, aunque el rufián no tenía en
modo alguno su aprobación. Este continuó riéndose del hombre del Colorado, que
volvió a ocupar su sitio, y pareció haberse puesto con aquello de humor más
pacífico, pues no siguió con sus provocaciones y se sentó de nuevo junto a sus
camaradas a proseguir su ruidosa conversación. Entonces tuve la gran suerte de
que se dignase fijar su atención en mí. Se me quedó mirando fijamente con
curiosidad y me hizo la siguiente pregunta:

—¿Es usted también un hombre del Colorado como ése?

—No creo, serlo, señor — respondí tranquilamente.

Se hizo el silencio en todas las mesas, para poder oír bien lo que se iba a
hablar: tal vez habría algún nuevo motivo para reír.

—¿Dice usted que no? —continuó él—. Pues tampoco me parece usted
ningún héroe.

—¿Es que me hago pasar por tal? No me gusta adornarme con plumas
ajenas.

—Esa es la suerte de usted, porque si no, también lo colgarla de un clavo.

En vista de que yo callaba, dijo:

—¿Es que no lo cree usted?

—¡Ejem! Lo creo de muy buena gana.

—¿En serio? Porque Toby Spencer no es hombre con el cual se juegue.


Era evidente que buscaba pendencia conmigo. Vi que la señora Thick me
miraba con inquietud y, por consideración a ella, conteste cortésmente:

—Estoy convencido de ello, señor. El que tiene la fuerza de clavar tan alto a
un hombre tan largo como ése, no debe permitir que se rían de él otras personas.

Se dulcificó la malévola mirada que tenía fija en mí y su rostro tomó una


expresión casi amistosa para decirme, en tono satisfecho:

—Tiene usted razón. No me parece un hombre cualquiera. ¿Quiere decirme


qué clase de oficio tiene?

—En realidad, ninguno.

—¿Cómo es eso?

—Porque ahora no trabajo en nada.

—¿Entonces está usted de vacaciones?

—Yes.

—Le sobrará a usted mucho tiempo.

—Mucho.

—Pero, ¿a qué se dedica usted cuando no tiene vacaciones? Alguna cosa


hará. ¿O es que no trabaja absolutamente en nada?

—Sí que trabajo, ciertamente.

—Bien; pero ¿en qué?

—He ensayado diferentes ocupaciones.

—¿Pero no ha tenido usted éxito en ellas?

—Desgraciadamente, no.

—¿Qué ha sido usted últimamente?

—He andado por la pampa.


—¿Por la pampa? ¿Entonces ha sido cazador?

—Una cosa parecida.

—¿Sabe usted tirar?

—Un poco.

—¿Y montar a caballo?

—Lo suficiente para no caerme.

—Pero me parece que es usted de naturaleza algo temerosa.

—¿De veras?

—Sí.

—Depende de las circunstancias. Hay que demostrar el valor cuando hace


falta; si no, es fanfarronería.

—Muy bien. ¿Sabe usted que empieza a gustarme? Es usted un chico


modesto, del que se puede sacar partido. Claro que no es un gran hombre del
Oeste; eso puede verlo cualquiera a primera vista; pero si yo estuviera seguro de
que no era usted un perfecto greenhorn...

—¿Qué? —pregunté al ver que no terminaba la frase.

—Le diría si tenía gusto en venir con nosotros.

—¿Adónde?

—Al Oeste.

—Eso es muy vago. Me gustaría que señalase usted una región determinada.

—Ya se la diré. ¿De manera que dispone de su tiempo y que no hay nada
que lo retenga aquí?

—Absolutamente nada.

—Entonces diga si quiere venir con nosotros.


—Antes tengo que saber adónde van ustedes y qué es lo que van a hacer allí.

—Well. También esto es justo y razonable. Vamos a ir al Colorado, hacia el


Parque de San Luis o por allí. ¿Ha estado usted quizá en aquella comarca?

—Sí.

—¿Tan lejos ha ido usted? No lo habría creído. ¿Conoce usted la región de la


cascada de espuma?

—No.

—Pues allí queremos ir. En aquellos parques se ha vuelto a encontrar


recientemente tal cantidad de oro, que no hay que desperdiciar la ocasión.

—¿Entonces van ustedes a cavar?

—¡Ps!... sí — dijo vagamente.

—¿Y si no encuentran ustedes nada?

—Otros encontrarán — contestó encogiéndose de hombros


significativamente—. No hace falta ser pionner para ganar algo, en los diggins.

Aunque no quiso explicarse más claramente, comprendí bien lo que quería


decir: se proponía recolectar donde no había sembrado.

—No se preocupe porque crea que no vamos a encontrar nada —prosiguió


para atraerme. Tenía el firme propósito de llevarme consigo, pues cuanto más
numerosa fuera su compañía, tanto mejores serían los negocios que hiciera, y creía
que yo era un hombre a quién se podría utilizar y luego despedir, si no algo peor—
. Estamos seguros de tener buenas ganancias, porque irá con nosotros un hombre
que entiende el negocio.

—¿Algún geólogo?

—Mejor que geólogo, porque posee toda clase de conocimientos y


experiencias necesarios en los diggins. No dudará usted de ello cuando le diga que
es un militar de alta graduación, un general.

—¿Un general? —pregunté, mientras se me ocurría una idea—. ¿Y cómo se


llama?

—Douglas. Ha tomado parte en multitud de batallas y después ha hecho en


las montañas profundos estudios científicos, de los cuales ha deducido que
encontraremos oro, mucho oro. Y ahora, ¿tiene usted deseo de venir con nosotros?

Si su propósito hubiera sido realmente buscar oro, se habría guardado


mucho de decirlo delante de tantos testigos; así, pues, proyectaba otra cosa, y esta
cosa no debía de ser buena cuando el «prestigioso» general estaba asociado a la
empresa. Que éste conservase el nombre de Douglas y no hubiera tomado otro, era
una imprevisión incomprensible para mí.

—Pues no; no deseo ir con ustedes — respondí.

—¿Por qué?

—Muy sencillo; porque no me gusta el asunto.

—¿Y por qué no le gusta?

Su expresión, amistosa hasta entonces, se fue cambiando en sombría para


llegar a tomar un aspecto amenazador.

—Porque no es de mi gusto.

—¿Y qué clase de gusto tiene usted?

—El gusto que no está reñido con la honradez.

Se puso en pie de un salto y gritó:

—¡Mil diablos! ¿Quiere usted decir que no soy honrado?

También se levantaron algunos de los parroquianos, para ver mejor la


disputa que se iba a entablar sin duda.

—Ni tengo que preocuparme de su honradez, ni usted de mis gustos —le


contesté, mientras seguía sentado tranquilamente, aunque sin quitarle la vista de
encima—. A ninguno de los dos le importa el otro y debemos dejarnos en paz.

—¿En paz? No se lo figure. Usted me ha ofendido y de tal manera, que


tengo que enseñarle quién es Toby Spencer.

—No necesita usted enseñármelo.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Es que lo sabe ya?

—Sí.

—Bien; ¿y quién soy?

—Es usted lo que soy yo, un parroquiano de la señora Thick, que, como tal,
debe conducirse decentemente, si quiere que se le trate con decencia.

—¡Ah! ¿Y cómo me va usted a tratar?

—Como usted se merece. Yo no le he invitado a mi mesa: había bastantes


más vacías. Tampoco le he dicho que hablase conmigo; pero una vez que me ha
hecho entablar conversación, mis respuestas han sido corteses y adecuadas. Sus
planes y sus propósitos me son absolutamente indiferentes; pero usted me
pregunta si quiero ir con ustedes al Colorado y le contesto tranquilamente que no
tengo ganas de ir. No comprendo, pues, por qué se ha enfurecido usted.

—Es que ha hablado usted de honradez, amigo, y eso no lo tolero.

—¿No? ¡Vaya! Pues yo creo que un hombre honrado puede oír hablar de
honradez con entera tranquilidad, sin caer en semejante furia.

—¡Cuidado con lo que se dice! ¡Esta es una nueva ofensa que yo...!

Entonces fue interrumpido por la posadera, que le advirtió que se estuviese


tranquilo. El la amenazó con el puño.

—No se ponga usted en peligro por mí, señora Thick —dije yo—. Estoy
acostumbrado a cuidar de mí mismo y a defenderme sin necesidad de nadie.

Aquello irritó aún más al rufián que lanzó estas palabras:

—¿A defenderte solo? ¡Pues defiéndete! ¡Toma, por tu ofensa!

Diciendo esto, levantó el brazo para pegarme; pero yo estaba ya prevenido.


Cogí instantáneamente el vaso de cerveza y con él paré el golpe, que lo hizo
pedazos. Al mismo tiempo me puse en pie y le di tal puñetazo de abajo arriba en la
barbilla, que, a pesar de su corpulencia, rodó al suelo, derribando al caer una mesa
y varias sillas.

Aquél ya tenía bastante, así es que no tuve que preocuparme más de él. Me
volví entonces hacia sus compañeros, que, seguramente querrían vengar su
derrota. Efectivamente, se lanzaron sobre mí, dando gritos salvajes. De dos
puñetazos salieron despedidos dos de ellos, una hacia la derecha y el otro hacia la
izquierda; al tercero le di tan fuerte golpe con los puños en el estómago, que cayó
al suelo, exhalando un quejido ahogado; los otros dos retrocedieron
desconcertados.

Entre tanto, Spencer se había levantado; su mano sangraba de la herida que


se había hecho con mi vaso y también le salía sangre de la boca, porque al recibir
mi puñetazo, se había mordido la lengua. Escupiéndome la sangre, rugió:

—¡Perro, has firmado tu sentencia de muerte! ¡Un sujeto que ni siquiera sabe
qué»lirio tiene atreverse a pegar a Toby Spencer! ¡Te voy a ...

—¡Alto! ¡Fuera esa mano del cinturón! —le interrumpí, pues él iba a sacar el
revólver. Tiré del mío y lo apunté.

—¡Al revés! ¡Mano al cinturón! —gritó, echando espumarajos por la boca—


¡Mi bala te va a...

—¡Te digo que sueltes el armo o tiro! — le dije otra vez.

No me hizo caso y sacó el revólver. Yo le apunté a la mano, disparé y en el


mismo instante lanzó un grito y su mano cayó inerte y el arma rodó por el suelo.

—¡Arriba las manos! ¡Instantáneamente, arriba las manos todos! ¡Al que no
obedezca le pego un tiro! — ordené.

«Arriba las manos» es una frase peligrosa en el Oeste. El que primero tiene
el arma en la mano, se encuentra en situación de ventaja y para salvar la vida no ha
de dar cuartel al enemigo. Si dice «Arriba las manos» y no es obedecido
inmediatamente, tira sin reparo; eso lo sabe todo el mundo. También lo sabían
aquellos seis individuos. Yo había armado rápidamente un segundo revólver y
ellos debían estar convencidos de que cumpliría mi amenaza. Como obraba en
legítima defensa, podía matarlos con todo derecho; ellos lo comprendieron así y al
momento se levantaron doce brazos en alto, incluso el de Toby Spencer. Sin dejar
de apuntarlos con los revólveres, les dije lo siguiente:

—Conservad las manos en alto hasta que hayamos liquidado; todavía tengo
once balas. ¿Qué dice ahora Toby Spencer, el héroe famoso? Ahora no tiene que
vérselas con ningún falso hombre del Colorado y comprenderá que conozco bien
mi oficio. Señora Thick, quite a estos individuos rifles, revólveres y cuchillos y
guárdelos. Que envíen mañana por la mañana a buscarlos, o vengan ellos mismos.
Regístrelos usted, a ver el dinero que tienen; quédese con el gasto que han hecho
más el precio del vaso que ha roto Spencer y luego que salgan trotando.

La señora Thick cumplió la orden con toda prontitud, y era en verdad


altamente cómico ver a los seis hombres con los brazos levantados alrededor de la
mesa, sin atreverse a hacer el menor movimiento. Las riquezas que se encontraban
en sus bolsillos demostraban a qué clase de gente pertenecían; descontando el
importe del gasto que habían hecho, apenas quedaban unos centavos. Después que
la posadera hubo cobrado su dinero, le dije:

—Ahora, señora Thick, abra usted la puerta; pueden marcharse. Una vez
fuera, pueden bajar los brazos; pero no antes, pues, de lo contrario, les pego un
tiro.

Se abrió la puerta.

—¡Fuera de aquí! Ahora ya sabéis si soy de naturaleza temerosa o no.

Salieron, uno tras de otro, con las manos levantadas. El último fue Spencer,
que en el momento de franquear la puerta, se volvió y me dijo en voz
amenazadora, que tenía a la vez algo de rugido y de silbido:

—¡Hasta la vista! ¡La primera vez que nos veamos serás tú el que levante las
manos, perro!

Cuando la posadera cerró la puerta, volví a guardar los revólveres en el


cinturón, me senté de nuevo y pedí otro vaso. La ansiedad que dominaba a los
presentes se resolvió en un suspiro de satisfacción, que se oyó por toda la sala.
Aquella buena gente no había pensado en que el final de la reyerta fuese así.
Cuando la señora Thick me trajo la cerveza, me dio la mano y dijo:

—De nuevo tengo que dar a usted las gracias: me ha librado de estos
hombres que Dios sabe lo que habrían podido hacer. ¡Y cómo lo ha hecho! He
tenido realmente miedo por usted cuando empezó la cosa; pero ahora estoy
convencida de que no necesita que le proteja ninguna mujer. Voy a darle la mejor
habitación que tengo. Pero guárdese de esos hombres, porque en la primera
ocasión que tengan caerán sobre usted.

—¡Bah! No les tengo miedo.

—No lo tome a broma, pues esa gente no ataca de frente, sino por la espalda.

Vi después que muchos huéspedes le preguntaban quién era yo y que ella


no sabía contestar. Aquella gente tenía muchos deseos de conocer qué clase de
persona era yo; pero yo no quería entablar amistades que sólo tendrían dos o tres
días de duración, pues no pensaba permanecer más tiempo en Jefferson.

Cuando pregunté por mi habitación, vi que la señora Thick había cumplido


su palabra: era tan cómoda y limpia que más no se podía pedir y así dormí mucho
mejor de lo que había pensado, pues, cuando un hombre del Oeste duerme por
primera vez en un cuarto cerrado suele no pegar los ojos en toda la noche.

A la mañana siguiente lo primero que hice fue dar a mi persona un aspecto


mejor y luego busqué la casa de banca de Wallace y Cía., para enterarme de dónde
se hallaba Old Surehand. Tenía impaciencia por saber la relación que tenía Old
Surehand con aquella casa y por recibir noticias de él.

No tuve que alejarme mucho de la casa de la señora Thick, pues el


establecimiento estaba en la misma calle. Al preguntar por mister Wallace en las
oficinas, debería haber dado mi nombre; pero como no sabía cuál era la situación,
preferí callármelo. A veces conviene no ser conocido: muchas de las ventajas que
he obtenido en mis andanzas obedecieron solamente a la circunstancia de no ser
conocido.

—Diga a mister Wallace que soy un amigo de Old Surehand — dije.

Apenas hube pronunciado este nombre, cuando todos los empleados


volvieron la cabeza para mirarme. Fui anunciado del modo indicado por mí y me
introdujeron en una habitación, en que había un señor sentado a una mesa
escritorio y que se levantó al entrar yo. Era un yanqui de cara simpática y de edad
regular. Dirigiéndome una mirada interrogadora y curiosa, se me presentó
diciéndome:

—Mi nombre es Wallace, señor.


—Y a mí me llaman Old Shatterhand. No sé si habrá usted oído hablar de mí
alguna vez.

—Mucho y siempre, en tal forma que su presencia aquí constituye una


honra para mí. Sea usted bien venido, de todo corazón, y tome asiento. ¿Acaba de
llegar a Jefferson City?

—No, llegué ayer.

—¡Cómo! ¿Y no ha venido usted a verme en seguida? ¿Dónde se ha alojado


usted?

—En casa de la señora Thick, en esta misma calle.

—La conozco; es una honrada y simpática mujer; peso su casa no es sitio


apropiado para un caballero como Old Shatterhand.

—Pues estoy allí muy bien tratado y me hallo muy contento.

—Porque está usted acostumbrado a acampar al aire libre con toda clase de
tiempos y por eso sus aspiraciones son tan modestas; pero ya que se encuentra en
un lugar civilizado, debe usted aprovechar la ocasión y gozar de todas las
comodidades que están a su disposición. Es una obligación que tiene usted para
con su salud corporal y mental.

—Precisamente en consideración a la salud es por lo que no quiero hacer


vida muy diferente de la anterior.

—Es posible que tenga usted razón. Pero supongo que aceptará mi
invitación de vivir conmigo el tiempo que esté usted en esta ciudad.

—Perdóneme que, agradeciendo mucho su ofrecimiento, no lo acepte.


Probablemente mañana mismo saldré de aquí. Además, prefiero estar
completamente independiente y poder moverme con libertad, cosa que no me
ocurriría si fuera su huésped. Por otra parte, no quiero molestar a usted, por
deferencia a mister Surehand.

—¿Cómo es eso?

—¿Usted lo conoce bien?


—Sí.

—¿Pero bien de veras?

—Mejor que nadie. Le diré con toda sinceridad que somos parientes.

—¡Well! Pues me ha rogado que no haga nada por enterarme de sus


circunstancias personales. Si yo habitase con usted, probablemente me enteraría de
muchas cosas o las adivinaría, que no debo saber,

—¡Ejem! —exclamó, asintiendo con un movimiento de cabeza—. Cedo a esos


motivos y a lo que dice usted de su independencia; así, pues, no insistiré en mi
ofrecimiento; pero le digo con toda franqueza que en mi casa sería usted
cordialmente recibido.

—Gracias, mister Wallace. La razón de mi visita es sólo preguntar a usted si


sabe hacia dónde se halla ahora Old Surehand.

—Está por allá, por los parques.

—¿En cuál?

—Fue primeramente al de San Luis.

—¡Ah! ¿Fue cuando salió de aquí?

—Sí. Hace tres días.

—Entonces puedo alcanzarlo.

—¿Va usted también hacia allá? ¿Quiere ir a reunirse con él?

—Sí; Winnetou vendrá conmigo.

—¿También Winnetou? Eso me alegra mucho. Siempre estamos


preocupados con él, por razones que no puedo decir a usted y ahora sabiendo que
van a estar a su lado dos hombres como ustedes nos quedamos mucho más
tranquilos. Usted le ha salvado la vida en una ocasión, y así, creo...

—Perdone usted —le interrumpí cortando el elogio que iba a comenzar—.


No quiero, como ya he dicho a usted, penetrar en sus secretos; pero ¿podría usted
decime si encontró en el Fuerte Terrel a aquel Dan Etters a quien buscaba?

—No. Dan Etters no había estado allí.

—¿Entonces se trataba de una mentira del general?

—Sí.

En aquel momento entró un empleado y le enseñó un documento,


preguntándole si se podría pagar.

—Un cheque de cinco mil dólares de Grey y Word, de Little Rock —leyó
Wallace—. Está en debida forma y puede pagarlo.

El empleado salió de la habitación. Al cabo de un rato pasó un hombre por


delante de la ventana que había en la habitación. Tanto el banquero como yo lo
vimos perfectamente.

—¡Cielos! —exclamé—. ¡Es el general!

—¿Cómo? ¿Es el general que ha enviado intencionadamente a Old Surehand


a Fort Terrel?

—Sí.

—Cuando ha pasado por aquí es que ha estado en esta casa. Permítame


usted que vaya a enterarme de lo que quería.

—Y yo voy a ver si averiguo a dónde se dirige.

Salí corriendo; pero ya había desaparecido. Llegué hasta el cruce con la


primera bocacalle; pero tampoco lo encontré. Aquello no me preocupó, pues ya
nada tenía que ver con él y mi único cuidado habría de ser, en el caso de que él me
viese, estar en guardia para no caer en algún lazo tendido por semejante hombre.
Cuando volví a reunirme con Wallace, me dijo que era el general el que había
presentado el cheque y que nadie lo había reconocido.

Wallace me dijo que, ya que no quería ir a alojarme en su casa, por lo menos


fuese a desayunarme, con él. Fui recibido por su familia en tal forma que accedí a
quedarme también a comer y después me entretuve tan largo rato, que ya iban a
cenar cuando salí de la casa. Eran aproximadamente las nueve de la noche cuando
emprendí el regreso a casa de la señora Thick, no sin haber prometido a Wallace
volver a verlo, si me era posible, antes de salir de la ciudad.

La posadera estaba incomodada conmigo por haber pasado todo el día fuera
de su casa. Me dijo que había hecho para mí un asado especial, que había sido para
mister Treskow en vista de que yo no iba. Estaban allí los parroquianos del día
anterior y había entablada una conversación análoga a la que yo había
presenciado.

Contestando a mis preguntas, me dijo que Toby Spencer había enviado a


buscar las armas inmediatamente de salir yo por la mañana. Elegí sitio en una
mesa, de modo que pudiese ver la puerta de entrada y así fui uno de los primeros
en observar la entrada de dos hombres, que pronto atrajeron la atención de todos
los presentes. Su aspecto era, en realidad, lo más propio para despertar la mayor
curiosidad.

Uno de ellos era bajo y grueso; el otro, alto y delgado. El primero tenía una
cara barbilampiña, curtida por el sol; la de su compañero estaba igualmente
tostada y adornada con una barba que consistía en unos cuantos cabellos que le
salían del labio superior, de las mejillas y de la barbilla y le caían casi hasta el
pecho, dándole la apariencia de un hombre comido por la polilla. Si por su aspecto
físico los dos hombres se separaban de los corrientes, el modo como iban vestidos
los hacía doblemente chocantes, pues llevaban traje y tocado de un mismo color
verde chillón: chaqueta corta y ancha; pantalones cortos y anchos, polainas,
corbata, guantes y gorra de dos viseras, una por delante y otra por detrás, a la
manera de los cascos orientales; todo del mismo tono que las plumas del verderón.
Sólo les faltaba el monóculo para haber pasado por los inventores o los primeros
representantes del tipo del gomoso moderno, sobre todo teniendo en cuenta que
también llevaban enormes paraguas verdes.

Todos los ojos se dirigieron, naturalmente, hacia ellos. Yo los reconocí a


pesar de su atavío, mejor podía decirse de su disfraz, y como quería prepararles
una sorpresa, me volví con mi silla, de manera que no pudiesen ver mi cara. Ni
siquiera se les ocurrió saludar; se tenían por personas que no necesitaban rebajarse
a semejante cosa. Tampoco creyeron que debían hablar más que en voz alta.
Dirigieron una breve mirada en derredor y luego el rechoncho Dick se paró
delante de una mesa vacía y preguntó al largo Pitt Holbers, que le seguía con gran
prosopopeya:

—Pitt, viejo zorro, ¿te parece que acampemos junto a esta cosa de cuatro
patas?

—Si crees que así nos conviene, nada tengo que decir en contrario, viejo Dick
—respondió el flaco.

—Well! Sentémonos, pues.

La posadera se acercó a ellos y les preguntó que querían.

—¿Es usted el ama de este palacio de la bebida y el alojamiento? — dijo Dick


Hammerdull.

—Yes. ¿Quieren ustedes alojarse aquí?

—Que queramos o no, ¿qué más da? Ya tenemos una cabaña en la cual
habitamos. ¿Qué tiene usted de beber?

—Toda clase de licores. Especialmente recomiendo a ustedes mi aguardiente


de menta y alcaravea, que es excelente.

—No bebemos aguardiente. ¿Es que no tiene cerveza?

—Ya lo creo, y muy buena.

—Pues tráiganos dos vasos llenos; pero que sean grandes.

Cuando se los trajeron, Hammerdull bebió el contenido del suyo de un


trago. Cuando Pitt Holbers vio esto, vació el suyo también hasta la última gota.

—¿Qué te parece, Pitt; nos remojamos por dentro otra vez?

—Si lo que quieres decir es que aunque lo hagamos no nos ahogaremos,


estoy conforme contigo. Esto sabe mejor que el agua de la pampa.

Les volvieron a traer sendos vasos de cerveza y entonces se dignaron pasear


la mirada por el local y los parroquianos que en él había. Al hacerlo, los ojos de
Dick se fijaron en el antiguo agente mirando a los dos compañeros con sorpresa y
curiosidad.

—¡Mil truenos! — exclamó—. Pitt, viejo zorro, mira quién está detrás de
aquella mesa larga. ¿No conoces a aquel caballero que está sentado en la esquina
de la derecha y nos sonríe como si fuéramos sus suegros u otros parientes por el
estilo?

—Si tú crees que lo conozco, querido Dick, nada tengo que decir en
contrario.

—No es el agente que... ¡Cielos! —se interrumpió al ver a Treskow—. Pitt


Holbers, mira aun más a la derecha. Allí hay uno a quien tú has visto antes de
ahora. Reconcéntrate en ti mismo y recuerda.

—¡Ejem! Si piensas que aquél es el policía que iba en persecución de Sander,


tienes razón. ¿Qué te parece? ¿Vamos a estrecharle las patas delanteras?

—Que me parezca o no, es lo mismo; pero vamos a hacerlo. Ven, viejo zorro.

Se acercaron a la mesa y de ella se levantaron para ir a su encuentro los dos


personajes nombrados, con expresión de gran alegría. No habían querido ir a
saludar a los dos cazadores hasta ver si ellos los reconocían. ¡Dick Hammerdull y
Pitt Holbers, de quien se había hablado en dos ocasiones el día anterior, allí mismo!
Aquél era un acontecimiento extraordinario. Todos los que estaban sentados a la
mesa les estrecharon la mano y se les obligó a cambiar el sitio que ocupaban por un
lugar en la mesa de sus antiguos y nuevos conocidos.

—Ayer mismo hemos hablado de ustedes — dijo Treskow—. Estuvimos


contando nuestras aventuras con ustedes y así nada tiene de extraño que estos
caballeros sepan quienes son ustedes. ¿Cómo les fue después de separarnos en
Nueva York, luego de haber presenciado la ejecución de Sander, Miss Admiral y
sus compañeros?

—¿Que cómo nos fue? Pues muy bien — respondió Hammerdull—. Nos
fuimos directamente al Oeste, como es natural, a nuestro hide-spot.

—¿Existía todavía?

—Yes. ¿Por qué no había de existir?

—Por causa de los ogellallahs, que lo habían descubierto.

—No, porque matamos a todos y los compañeros nuestros que quedaron allí
cuando emprendimos el viaje a San Francisco borraron cuidadosamente todas las
huellas. ¿No se fijó usted que cuando nos embarcamos en San Francisco algunos de
los nuestros quedaron en tierra?

—Sí, ya lo recuerdo.

—Que lo recuerde usted o no ¿qué más da? Es absolutamente lo mismo.


Pero lo cierto es que aquellos hombres no se quedaron en San Francisco esperando
nuestra vuelta, sino que volvieron al hide-spot, así es que cuando llegamos allí, nos
encontramos con nuestros caballos.

—¿Y también su yegua?

—Naturalmente. El viejo animal casi se volvió loco de alegría al volver a ver


a su querido Dick Hammerdull. También Winnetou encontró allí a su caballo
negro.

—¿Es que Winnetou fue también al hide-spot?

—Yes. Fue con Old Shatterhand.

—¡Old Shatterhand! Cuántas ganas tengo de conocerlo y cuánto envidio a


ustedes por ello.

—Que nos envidie usted o no, es igual. Yo llego a envidiarme a mí mismo


por esto con que ya ve usted. Les digo a ustedes que es un hombre de empuje. Yo
siempre me he tenido por un buen cazador y tú también, Pitt Holbers, viejo zorro
¿no es verdad?

—Si así lo crees, Dick, nada tengo que decir en contra.

—Así es, efectivamente. Siempre nos habíamos figurado que éramos dos
hombres extraordinarios; pero ese Old Shatterhand nos sacó de nuestro error: todo
lo que nosotros hacíamos era equivocado y torpe; él tenía una manera tan especial
de hacer las cosas que cuanto emprendía lo llevaba a cabo con éxito. El y Winnetou
estuvieron casi tres meses con nosotros y les aseguro que en aquel tiempo cogimos
diez veces más pieles que nosotros solos en medio año. Así ganamos un montón de
dinero. Poco tiempo después de marcharse todos conocimos a otro cazador que
casi es tan célebre como él, ¿verdad Pitt Holbers, viejo zorro?

—Si te refieres a Old Surehand, no quiero contradecirte, querido Dick.

—Sí, a Old Surehand me refiero. ¿Han oído ustedes hablar de él, señores?
—Ese es también un hombre digno de respeto. Desgraciadamente, tiene la
particularidad de que no se detiene mucho en ningún punto. Mata sólo lo
necesario para su subsistencia, así es que no se le puede decir que es un cazador
propiamente dicho, aunque su rifle jamás erró un tiro. No pone trampas; no busca
oro; no se sabe por qué ni para qué vive en el Oeste. Apenas se le ha visto, ya ha
desaparecido. Parece como si buscase algo que no puede encontrar. Pues sí, mister
Treskow, nos ha ido muy bien; hemos hecho cazas magníficas y nuestra bolsa se ha
llenado de tal modo que no sabemos qué hacer con el dinero.

—Es usted digno de envidia mister Hammerdull.

—¿Digno de envidia? No diga usted bobadas. ¿De qué sirve tener mucho
dinero si no se sabe qué hacer con él? ¿Qué puedo hacer con mis pepitas, con mis
cheques y con mis resguardos en el Oeste Salvaje?

—Vaya usted al Este a gozar la vida.

—¡Gracias! ¿Qué goces hay allí? ¿Voy a ir a vivir a un hotel para comer los
platos de una lista, ninguno de los cuales se ha asado en una hoguera de
campamento, sino en una cocina de carbón? ¿Voy a meterme entre el apretado
auditorio de una sala de conciertos, a tragar el peor aire del mundo y poner a mis
oídos en peligro de que me los destrocen los timbales y trompetas, cuando al
mismo tiempo Dios me ofrece en los rumores del bosque y en las misteriosas voces
de la llanura un concierto que, para el que tiene un poco de sentimiento, no admite
comparación con vuestros violines y vuestro tambores? ¿Voy a ir al teatro a meter
mis narices en la peste de almizcle y pachulí que allí se nota, a ver representar una
función que perjudique a mi salud porque o me pone malo de risa o me hace
estremecer de indignación? ¿Voy a vivir en una habitación en la que no se mueva
el viento ni caiga lluvia? ¿Voy a dormir en una cama sobre la cual no esté el cielo
con sus estrellas y sus nubes y donde me estoy dando vueltas sobre las plumas
hasta que llego a figurarme que soy un ave medio desplumada? No: quedaos con
vuestro Este y sus placeres. Los únicos, los verdaderos placeres están para mí en el
Oeste Salvaje y los tengo de balde. Por eso no necesito allí ni oro ni dinero y ya
pueden ustedes figurarse qué cosa tan irritante es ser un hombre rico y no poder
sacar de la riqueza placer ni utilidad. En vista de esto, hemos estado pensando qué
podríamos hacer con ese dinero, que no nos sirve para nada. Meses enteros hemos
estado reflexionando sobre ello y por fin a Pitt Holbers se le ocurrió una idea
verdaderamente genial. ¿No es verdad, Pitt, viejo zorro?

—Si tú crees que es una idea genial, tendré que estar conforme contigo. ¿Te
refieres a mi anciana tía? Supongo que es de ella de quien se trata.

—Si es tu tía o no ¿qué más da? Pero lo cierto es que vamos a realizar tu
idea. Han de saber ustedes que Pitt Holbers se quedó huérfano de padre y madre
cuando era niño y fue criado por una anciana tía, de cuya casa se escapó porque el
método de educación que tenía la buena señora era muy doloroso para él. Como
ustedes comprenderán, señores, hay sentimientos de los que no puede uno librarse
sobre todo si Se los mantiene vivos a fuerza de palos y bofetadas, día tras día. A es
tos penosos sentimientos se sustrajo Pitt Holbers escapándose de casa de su tía. En
un discernimiento juvenil, los procedimientos de educación de su tía le parecían
más rigurosos de lo que conviene a ciertas partes del cuerpo muy sensibles. Pero
ahora ha entrado en razón y ha visto que en realidad merecía muchos más golpes
de los que le dieron. La buena tía ya no se le aparece como un dragón, sino como
un hada benéfica, que le sacudía la envoltura humana para hacerle más feliz por
dentro. Este convencimiento ha despertado en él el sentimiento de la gratitud y la
idea de averiguar si vive su tía. Si ha muerto, seguramente habrá descendientes de
ella, pues además de este sobrino tenía hijos, a quienes educó con arreglo a los
mismos principios y por eso merecen ciertamente que se les haga felices ahora,
como es nuestro propósito. Si encontramos a la tía, le daremos todo nuestro dinero,
también el mío, porque yo no lo necesito y para mí es igual que sea tu tía o que sea
la mía. Ya saben ustedes, pues, a qué hemos venido aquí a los confines del Este.
Vamos a buscar a la buena hada de Pitt Holbers y como delante de un ser así no
puede tino presentarse con la vestimenta que llevamos en el Oeste, hemos tirado
nuestras polainas y nuestras chaquetas de caza y nos hemos hecho estos preciosos
trajes verdes, que nos recuerdan el color de las praderas y de los bosques.

—¿Y si no encuentran a la tía? — preguntó Treskow.

—Buscaremos a sus hijos y les daremos el dinero.

—¿Y si hubieran muerto también?

—¿Muerto? ¡Qué tontería! Tienen que vivir. Niños educados por ese
procedimiento tienen la vida dura y no mueren tan fácilmente.

—¿Entonces han traído ustedes su dinero?

—Yes.

—Lo tendrán ustedes bien guardado ¿eh mister Hammerdull? Les digo esto
porque sé que hay hombres del Oeste que demuestran con respecto al dinero una
cándida despreocupación.

—Despreocupados o no ¿qué más da? Pero lo tenemos tan bien guardado


que el ladrón más astuto no nos lo puede quitar.

Llevaba colgado de la cintura un bolsillo verde rabioso, lo mismo que Pitt


Holbers: dio varios golpecitos en él con la mano y dijo:

—Siempre lo llevamos encima; aquí está en este bolsillo y por la noche lo


ponemos debajo de nuestra almohada. Hemos puesto toda nuestra fortuna en
buenos cheques y resguardos de la casa Gray y Wood, de Little Rock, de modo que
cualquier Banco nos los paga cuando queramos. Mírenlos ustedes, se los voy a
enseñar.

Cuando nombró a la casa Gray y Wood inmediatamente pensé en el


«General» que había cobrado aquel mismo día en casa de Wallace y Cía. un cheque
de aquel Banco. Dick Hammerdull abrió el bolsillo, metió la mano en él y sacó una
cartera de cuero, que abrió con una llavecita.

—Aquí está el dinero, señores —dijo— guardado como ven ustedes en un


doble bolsillo, de modo que nadie pueda llegar hasta él. Si quieren ustedes...

Se interrumpió de pronto, quedando sus palabras como atascadas en la


garganta. Pensaba haber sacado cheques de la cartera y yo vi desde mi sitio que lo
que tenía en la mano era un paquetito de color claro. Su rostro tomó una expresión
mezcla de sorpresa y de consternación.

—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Es que envolví ayer los cheques en un


periódico cuando los tuve en la mano? ¿Lo recuerdas tú, Pitt Holbers?

—No recuerdo nada de periódicos — respondió Pitt.

—Yo tampoco y sin embargo ahora veo que están envueltos en un papel de
periódico. Esto es extraño, muy extraño.

Desenvolvió el paquete y al punto gritó, poniéndose pálido:

—¡Mil diablos! ¡No están aquí los cheques! ¡Dentro del periódico no hay
nada! —Registró apresuradamente los otros departamentos de la cartera, que
estaban también vacíos—. ¡Los cheques han desaparecido! No están aquí, ni aquí
ni aquí. ¡Mira a ver los tuyos Pitt Holbers! Supongo que estarán en su sitio.
Holbers abrió su bolsillo y respondió:

—Si lo que piensas es que han desaparecido también, querido Dick, lo único
que puedo decirte es que no sé cómo puede haber ocurrido.

Pronto se vio que también faltaban los cheques de Pitt Holbers. Los dos
hombres se pusieron en pie y. se quedaron mirando el uno al otro, sin saber qué
hacer. La cara de Pitt Holbers, tan estrecha y larga de suyo, se había alargado aun
más y Dick Hammerdull, que se había olvidado de cerrar la boca después de sus
últimas palabras aun la tenía abierta desmesuradamente.

No sólo los que estaban sentados a la mesa, sino también todos los demás
parroquianos tomaron parte en el sentimiento de los robados, pues a nadie cabía
duda, ni a mí tampoco, de que se trataba de un robo. Yo llegaba hasta a presumir
cuál era el ladrón. Todos dirigían a la vez preguntas a Hammerdull y Holbers, que
ni responder podían, hasta que Treskow puso fin a la confusión, diciendo con
fuerte voz:

—¡Silencio, señores! Con este barullo no conseguiremos nada. Hay que


tomar la cosa de otra manera. Como es asunto de mi profesión, ruego a usted
mister Hammerdull, que responda tranquila y reflexivamente a algunas preguntas
que le voy a hacer. ¿Está usted seguro de que los valores estaban en esa cartera?

—Tan seguro cómo de que me llamo Dick Hammerdull.

—¿Y este periódico no estaba con ellos?

—No.

—Entonces es que el ladrón ha quitado los valores y ha puesto en su lugar el


periódico doblado para mantener a usted el mayor tiempo posible en la idea de
que aquéllos estaban en su sitio: la cartera hacía el mismo bulto que antes y así
cuando la ha tenido en la mano, no podía sospechar que había sido abierta. Pero
¿quién puede haber sido el ladrón?

—Sí; ¿quién... puede... haber... sido? —repitió Hammerdull con vos


entrecortada de emoción.

—¿No sospecha usted de nadie?

—Absolutamente de nadie. ¿Y tú, Pitt?


—Tampoco yo, querido Dick —respondió Holbers.

—Pues ya averiguaremos quién ha sido — dijo Treskow—, ¿Sabía alguien


que ustedes guardaban dinero o valores en su bolsillo?

—No — respondió Dick.

—¿Desde cuándo tenían ustedes los documentos guardados ahí?

—Desde, anteayer.

—¿Cuándo abrieron ustedes la cartera por última vez?

—Ayer, al ir a acostarnos.

—¿Estaban en ella aun?

—Sí.

—¿Dónde están ustedes alojados?

—En la casa de huéspedes de Hilley, Waterstreet.

—El dueño es un hombre honrado; de él no puede sospecharse. Pero en esa


casa no hay habitaciones separadas, sino un gran dormitorio común.

—En ése estaban nuestras camas.

—¡Ah! ¿Y en el dormitorio es donde abrieron ustedes la cartera?

—No. En el comedor.

—¿Había alguien delante cuando lo hicieron?

—No. En aquel momento éramos los únicos huéspedes que había en la


habitación y no había nadie que pudiera vernos. Desde allí luimos a acostarnos y
guardamos los bolsillos debajo de la almohada.

—Eso no nos da luz alguna. Vamos a ir en seguida a casa de Hilley, para que
yo examine el lugar del suceso y busque algún indicio. Pronto, señores
Hammerdull y Holbers; marchemos.
Entonces, yo sin levantarme de mi sitio y mientras todos los parroquianos se
arremolinaban alrededor de la mesa hice con la mano un gesto autoritario y dije:

—No vaya usted, mister Treskow, porque no encontrará allí al ladrón.

Todas las miradas se dirigieron hacia mí y Treskow preguntó vivamente:

—¿Quién dice eso? ¡Ahí ¿Es usted? ¿Por qué lo dice?

—Por los indicios que tengo.

—¿Es usted abogado?

—No.

—¿Policía?

—Tampoco; pero creo que no hace falta ser lo uno ni lo otro para poder
darse bien cuenta de un asunto. Permítame que haga algunas preguntas a mister
Hammerdull y mister Holbers.

Me levanté y fui hacia su mesa. Al hacerlo, los dos cazadores pudieron


verme la cara, a pesar de las muchas personas que los rodeaban y sucedió lo que
yo me esperaba. Dick Hammerdull extendió ambos brazos, me señaló con los dos
índices y gritó:

—¡Heavens! ¿Qué es lo que veo? ¿Es realidad o me engañan mis ojos? Pitt
Holbers, viejo zorro ¿no ves a este caballero?

—¡Ejem! Si piensas que lo veo, estás en la cierto, querido Dick —respondió el


largo, radiante de alegría.

—Pero ¿lo reconoces?

—¡Ya lo creo! Precisamente es el hombre que nos hace falta en este


momento. Ahora se hará luz en este endiablado asunto; estoy seguro.

—Y yo también. ¡Welcome, welcome, mister Shatterhand! ¡Qué sorpresa y qué


alegría ver a usted por aquí! ¿Ha llegado ahora?

—No. Estaba aquí cuando entraron ustedes.


—¿Y cómo es que no lo hemos visto?

—Porque me volví de espaldas para que no me reconocieran ustedes al


principio.

—¿Entonces ha oído usted todo lo que he hablado y sabe quiénes nos han
robado?

—Sí.

—¿Quiere usted ayudarnos?

—¡Qué pregunta tan curiosa! — dije yo riendo.

—Es posible; pero estamos acostumbrados a ver que no hay situación para la
cual Old Shatterhand no encuentre salida.

Desde el momento en que se pronunció mi nombre, reinó en la amplia sala


el más profundo silencio. Los huéspedes se habían apartado algo de la mesa para
dejarme sitio y me encontraba en medio de un círculo de personas que me miraban
con curiosidad. Entonces la posadera se abrió paso a través del grupo, me alargó
las manos y exclamó:

—¿Con que es usted Old Shatterhand? ¡Bien venido, señor, mil veces bien
venido! Hoy es un día de honor para mi casa, que no olvidaré jamás. ¡Old
Shatterhand se aloja en mi casa! ¿Lo oyen ustedes, señores? Old Shatterhand está
en esta casa desde ayer y yo no me había enterado... Claro es que cuando ayer echó
de aquí a los seis rufianes, debíamos haber pensado en que podría ser él. Pero
ahora...

—Ya hablaremos de eso más tarde, señora Thick —dije interrumpiéndola—.


Diré a usted de paso que me agrada su casa y que estoy muy contento en ella. Más
tarde le contaré de mí cuanto quiera saber; pero ahora tenemos todos que
ocuparnos del robo. ¿Quiere permitirme, mister Treskow, que agregue algunas
preguntas a las suyas?

El policía, que se había retirado modestamente, respondió:

—¿Permitir? Quisiera saber quién es la persona que puede negar este


permiso a Old Shatterhand.
—¡Well! Vamos a ver, Dick Hammerdull: usted puso anteayer los
documentos robados en la cartera ¿no es eso?

—Sí — respondió el preguntado.

—¿Y por qué no antes?

—Porque antes no teníamos los bolsillos, que compramos anteayer.

—¿Y cuándo metieron ustedes los papeles en ellos?

—En la misma tienda.

—¿Eran ustedes los únicos compradores que había en ella?

—No. Había un hombre que iba a comprar no sé qué. Le agradaron tanto los
bolsillos que se compró otros dos iguales que los nuestros.

—¿Vio que ustedes metían los documentos en los suyos?

—Sí.

—¿Sabía o sospechaba qué clase de documentos eran?

—Saberlo, no lo sabía. En cuanto a sospecharlo, cualquiera lo averigua.


¿Verdad Pitt Holbers, viejo zorro?

—Si lo que piensas es que no podíamos averiguarlo estás equivocado,


querido Dick —respondió Pitt Holbers, contradiciéndole por primera vez.

—¿Equivocado? ¿Por qué?

—Porque tú mismo dijiste lo que eran.

—¿Yo?

—Sí.

—No es cierto. Yo no hablé una palabra con aquel hombre.

—Con él no; pero sí con el que nos despachó, a quien dijiste que esta clase de
bolsillos es muy a propósito para guardar cheques de tanto valor como los que
poseíamos.

—Aquello fue una gran imprudencia —intervine yo—. ¿Compró el hombre


los bolsillos antes de decir usted esas palabras?

—No, después — respondió Holbers.

—¿Quién salió antes de la tienda, ustedes o él?

—Nosotros.

—¿Observaron ustedes si los seguía?

—No.

—Sin embargo, yo estoy en que los siguió, ocultándose, claro está para
enterarse de donde vivían.

Entonces dijo Hammerdull vivamente:

—Que nos siguiera o no, es igual; pero lo cierto es que estaba también donde
nosotros.

—¿En la casa de huéspedes?

—Sí.

—¿Estaba alojado allí?

—Sí.

—¿Dormía también allí?

—Sí.

—¿En la misma habitación que ustedes?

—Naturalmente, pues no hay otro dormitorio.

—Entonces él es el ladrón.

—¡Mil diablos! ¡Con qué seguridad lo dice usted! Claro es que cuando Old
Shatterhand lo dice, tiene que ser verdad. Pero ¿cómo ha podido registrar nuestra
cartera?

—De ningún modo.

—Pues tiene que haberlo hecho para llevarse los papeles.

—No.

—¿No? Pues no lo entiendo a usted.

—Los documentos están en la cartera en que estaban, con excepción de uno,


que ha hecho efectivo.

—¿Qué están donde estaban? Pues yo no los tengo.

—Pero ¿cómo es usted tan corto de vista, mister Hammerdull? Las carteras
que tienen ustedes no son las suyas.

—¿Que no...? —preguntó mientras sus facciones, de ordinario tan


inteligentes, tomaban una expresión enteramente opuesta.

—No. Son otras que él compró. Ha metido periódicos en ella y después,


probablemente mientras dormían ustedes las ha cambiado con las suyas.

—¡Ahí El canalla ha tenido que hacerlo con extraordinaria habilidad.

—Desde luego, tiene que estar dotado de unas grandes condiciones de


ladrón para quitar de debajo de la almohada las carteras a dos hombres del Oeste,
que están acostumbra, dos a tener el sueño ligero.

—En cuanto a eso, hemos dormido como marmotas. El mal aire de la


habitación y el olor a petróleo, que eran terribles, nos atontaron por completo.

—Entonces el robo le habrá sido más fácil. ¿Saben ustedes su nombre?

—No.

—En la casa de huéspedes lo averiguaremos —dijo Treskow.

—Probablemente no —respondí yo—. Seguramente habrá dado un nombre


falso, como usted puede comprender mejor que yo. Así, pues, de nada nos sirve
saber qué nombre ha tomado.

—Pero nos dará un indicio para buscarlo.

—¿Es que cree usted, mister Treskow, que está todavía en Jefferson City?

—No. Voy inmediatamente a avisar a la policía y...

—No piense usted en la policía —le interrumpí—. De ella no tienen nada


que esperar los robados.

—¿Cómo que no?

—Absolutamente nada. Lo que no hagamos nosotros no lo hará la policía.


Vamos a tratar de este asunto; pero no aquí, sino en el cuarto reservado. La señora
Thick hará el favor de traernos los vasos.

Entramos en la habitación de dónde había salido Treskow el día anterior,


éste, Hammerdull, Holbers y yo. No quería que nadie oyese lo que hablásemos,
pues entre tanta gente, pudiera muy bien haber alguna persona poco
recomendable, que echase a perder nuestro trabajo. Ninguno de los que estaban en
la sala hizo ademán de seguirnos.

Cuando estuvimos los cuatro solos, dije resueltamente:

—Señores, yo conozco al ladrón y les he traído aquí para decirles su nombre.


No he querido decirlo ahí fuera, por si había alguien que fuese a advertírselo.

—¿Qué conoce usted al ladrón, mister Shatterhand? —exclamó con alegría


Dick Hammerdull—. Ya no temo por mi dinero. Cogeremos a ese bribón. Una vez
que Old Shatterhand está sobre sus huellas, ya no se nos puede es capar.

—Verdaderamente, es usted un hombre extraordinario, mister Shatterhand


—asintió Treskow.

—No lo piensen ustedes. Ha sido una pura casualidad que lo haya visto.

—¿De modo que ha llegado usted a verlo?

—Sí, cuando cobraba un cheque de cinco mil dólares.


—¿Cómo? ¿Cinco mil dólares? —dijo furioso Dick Hammerdull—. Como no
le ayude el diablo, hemos de echarle mano antes de que se los gaste. ¿Y cómo se
llama ese individuo?

—Ha usado muchos nombres. Yo lo conocí con el de Douglas.

—¿Douglas? Entre nuestros conocidos no hay ninguno que se llame


Douglas. ¿Qué dices a esto Pitt Holbers, viejo zorro?

—¡Ejem! Si piensas que no hemos tenido nada que ver con ningún Douglas
estás en lo cierto, querido Dick.

—Pues yo sí he tenido que ver con un Douglas —dijo Treskow—. ¡Si éste
fuese el Douglas a quien busco...!

—¿Es que buscaba usted a una persona de ese nombre? — pregunté yo.

—Sí, es decir, ese nombre es uno de los muchos que ha tomado. Como usted
lo ha visto puede darnos sus señas.

—Y con todo detalle, porque he estado dos días enteros con él.

Les hice una descripción del «general» y cuando la hube terminado, dijo el
policía:

—Concuerda exactamente con la persona a quien busco; pero para estar más
seguro, necesito que me conteste usted a algunas preguntas. ¿Cuándo estuvo usted
dos días en su compañía le llamó la atención alguna circunstancia especial de él?

—¿Algo de su persona?

—No, de su posición.

—¡Ah, sil ¿Se refiere usted al hecho de que se hace pasar por general?

—Sí. ¿Lo hizo también con usted?

—Sí.

—Entonces es el mismo seguramente. Le diré a usted en confianza que he


venido a Jefferson City para detenerlo, pues hemos sabido que probablemente
vendría por aquí. ¿Dónde lo conoció usted?

—En el Llano Estacado.

—¡Ah! ¿En el desierto?

—Sí. También salió de allí por ladrón.

—¿Cómo fue? Cuéntemelo.

Le referí en breves palabras lo ocurrido.

—¿De modo que sólo cincuenta palos? — dijo con expresión de sentimiento
Treskow—. ¡Qué poco castigo! Ese tiene más cosas sobre su conciencia de las que
usted se figura. Si lo hubiesen matado a golpes, no se habría perdido nada. Tengo
que echarle mano; no quiero que se me escape. Voy a procurar por todos los
medios descubrir sus huellas y no las abandonaré hasta dar con él.

—No hace falta que se moleste usted en ello; las huellas ya están
descubiertas.

—¿Quién las ha descubierto?

—Yo.

—¿Y dónde se dirige?

—Lejos, muy lejos de aquí. Tan lejos que tal vez desista usted de perseguir a
ese hombre.

—Eso no. En otro tiempo seguí a Sander a través de todo el continente y


para detener al «general» no haré menos. Diga, pues, hacia dónde se ha ido.

—A las Montañas Rocosas.

—¿De veras? ¿Con tanto dinero en el bolsillo?

—Sí, porque es demasiado astuto para quedarse en el Este gastándolo


alegremente y que lo cojan en seguida.

—Pero las Montañas Rocosas atraviesan todos los Estados Unidos. ¿Sabe
usted con exactitud el sitio adonde se dirige?

—Sí.

—¿Cuál es?

—No es preciso que se lo diga, porque usted ya lo sabe.

—¿Yo? — preguntó asombrado.

—Sí.

—¿Y quién ha podido decírmelo?

—El mismo que me lo ha dicho a mí, Toby Spencer.

—Spencer... Spencer... ¿quién será? ¡Ah! ¿Se refiere usted al bribón que eché
ayer de aquí tan bonitamente?

—Sí. ¿Oyó lo que me decía?

—Sí.

—Me hizo una proposición.

—Sí, la de ir con él al parque de San Luis.

—Pues allí va también el «general».

—¿Lo dijo Spencer?

—Sí. ¿Cómo no se fijó usted en eso?

—No me enteré. Se conoce que en aquel momento algo distrajo mi atención


de lo que ustedes hablaban. ¿Así, pues, el «general» va hacia allá?

—Naturalmente. Es el guía de ese individuo que parece tener el propósito


de formar una cuadrilla de bandidos. ¿Se atreve usted a seguir a esa gente, mister
Treskow sin desmayos?

—Por apresar a ese sujeto, me atrevo a cualquier cosa. Tengo instrucciones


de no dejarlo escapar, dondequiera que lo encuentre.
—Debe de ser un criminal de importancia, aparte de lo que yo sé de él.

—Lo es, sin duda. Podría contarle mil cosas de él; pero no es éste lugar, pues
no tenemos tiempo que perder.

—Pero ¿piensa usted en lo que representa ir a caballo hasta el parque? Tiene


que atravesar el territorio de los osagas.

—No se meterán conmigo.

—¿Lo cree usted así? Se han sublevado recientemente. Son una rama de los
sioux y ya sabe usted lo que esto significa: los ogellallahs se lo han enseñado a usted
en aquella ocasión. Otra pregunta: ¿Tiene usted quien le acompañe?

—Estoy solo; pero creo que puedo contar con mister Hammerdull y mister
Holbers.

—¿Por qué lo cree usted? — preguntó Dick el gordo.

—Porque ese sujeto les ha robado a ustedes. ¿O es que quiere dejarlo escapar
con su dinero?

—De ningún modo. Si fuera nuestro, podríamos renunciar a él; pero se lo


hemos destinado al hada; ya le pertenece y por eso vamos a recobrarlo para ella.

—Entonces tienen que ir ustedes detrás de él, claro.

—Claro está.

—Pues así tenemos ustedes y yo el mismo objeto y no creo que vayan


ustedes a trabajar por su cuenta y me dejen ir solo.

—Sea o no el mismo objeto, lo cierto es que iremos con usted.

—Perfectamente. Eso triplica mi esperanza de echar el guante al «general».

—Que sea triple o no, me es igual; pero como caiga en nuestras manos, no
saldrá de ellas. ¿No es verdad, Pitt Holbers, viejo zorro?

—Si así lo quieres, querido Dick, iremos con este señor, quitaremos el dinero
a ese tunante y le daremos una buena paliza. Después se lo entregaremos a mister
Treskow que ya buscará una buena horca para él. Pero ¿cuándo nos vamos?

—Eso hay que pensarlo un poco. Tal vez mister Shatterhand pueda darnos
un buen consejo — dijo Treskow.

—Con mucho gusto—respondí— y creo que lo seguirán ustedes.

—¿Sí? ¿Cuál es?

—Este: no vayan ustedes los tres solos; tomen otro compañero.

—¿Y quién podría ser ese compañero?

—Yo.

—¿Usted? — exclamó vivamente.

—Sí.

—¿Pero de veras quiere usted venir con nosotros?

—Positivamente.

—¡Magnífico! Eso es todo lo que se podía desear. Si viene usted con nosotros
ya podemos decir que el «general» es nuestro.

—No hay que ser tan optimista. Usted me tiene por un hombre de más valía
de lo que soy en realidad. Si usted supiera cuántas cosas me han salido mal, sus
esperanzas disminuirían bastante. De todos modos, puede usted contar conmigo y
estar convencido de que haré cuanto pueda; pero además vendrá con nosotros uno
que vale mucho más que yo.

—¿Más que usted? ¿Y quién puede ser?

—¿No lo adivina usted?

—No.

—Winnetou.

—¡Winnetou! ¿Es que está en Jefferson City?


—No; pero muy cerca.

—¿Y cree usted que se nos unirá?

—Con toda seguridad. Irá dondequiera que yo vaya.

—¿Es que ustedes tenían la idea de ir al parque de San Luis?

—No. Nuestro pensamiento era informarnos aquí del paradero de una


persona y buscarla después, si no se encontrase muy lejos de aquí. Hemos sabido
que está en el Colorado y vamos a ver si damos con ella. Llevamos, pues, el mismo
camino que ustedes, de suerte que no tiene que echamos en cara que nos
sacrificamos por usted.

—Lo que hace usted es prestarnos un servicio tan grande, que nunca se lo
podremos agradecer bastante. ¿De modo que somos cinco personas?

—Y seremos seis más adelante.

—¿Seis? ¿Quién será el sexto?

—La persona de quien hemos venido a informarnos. Cuando yo le diga su


nombre, también se va a alegrar usted mucho.

—Díganos quién es.

—Old Surehand.

—¿Cómo? ¿Va usted a encontrar a Old Surehand?

—Así lo espero.

—¿Y nos lo va a traer?

—Sí.

—Pues ahora sí que puede irse ese «general» adonde quiera, que ya lo
encontraremos. ¿No se alegra usted Dick Hammerdull, de tener a estos tres
hombres con nosotros?

—Que me alegre o no ¿qué más da? Pero lo cierto es que estoy encantado de
poderme encontrar en tal compañía. Es un honor que nunca se estimará bastante.
¿Qué dices a esto. Pitt Holbers, viejo zorro?

—Si tú crees que es un honor, estoy conforme contigo y propongo que no


perdamos más tiempo en este nido que se llama Jefferson City.

El buen Pitt Holbers no acostumbraba a hablar más que cuando su «querido


Dick» le hacía alguna pregunta y aun en aquellos casos, no hacía más que
mostrarse de acuerdo con él; pero ahora se lanzaba nada menos que a hacer una
proposición. Yo Je respondí:

—No estaremos aquí más tiempo que el necesario; pero tampoco dejaremos
de hacer lo que nos convenga. Ante todo, hay que adquirir caballos. Supongo que
al venir hacia el Este, no habrán traído ustedes los suyos.

—¿Que no? No conoce usted a Dick Hammerdull, mister Shatterhand. Sólo


se separa de su vieja yegua cuando no tiene otro remedio. La he traído y también
Pitt Holbers ha traído su cabalgadura. Íbamos a dejarlas aquí en pensión y
recogerlas a nuestra vuelta pero ya no es necesario.

—Bien. ¿De modo que ustedes tienen sus caballos? ¿Y sus trajes de
cazadores?

—Los hemos despedido definitivamente. Iremos tal como estamos.

—¿Y los paraguas? — pregunté en tono de broma.

—También los llevaremos. Ya están pagados y lo que yo he pagado es mío y


puedo llevármelo sin que la policía tenga derecho a mezclarse en ello.

—¡Well! ¿Y las armas?

—Las tenemos en la casa de huéspedes.

—Perfectamente. Y usted, mister Treskow ¿tiene armas?

—Sólo un revólver; compraré todas las demás que necesite. ¿Quiere usted
ayudarme en esto?

—De muy buena gana. Puede usted comprar aquí rifle y municiones; pero el
caballo cómprelo en Kansas City o en Topeka.
—¿Vamos a ir por allí?

—Sí. No iremos a caballo desde aquí, sino que tomaremos el vapor, primero
penque así se gana tiempo y después porque no cansaremos a nuestros caballos. Si
Old Surehand lo ha hecho bien, habrá remontado el río Republicano como
haremos nosotros. Para ello se necesitan buenos caballos.

—¿Sabe usted cuando sale de aquí el vapor?

—Creo que mañana poco después de mediodía. Tenemos, pues, toda la


mañana para nuestros preparativos. Pero hemos de procurarnos informes que
podemos obtener hoy mismo.

—¿Cuáles?

—El «general» seguramente se ha ido ya de aquí, así es que no tenemos que


molestarnos en buscarlo por la ciudad; pero bueno sería saber cuándo ha salido y
qué camino ha seguido.

—De eso me encargo yo. Voy a ponerme al habla con la policía.

—Es inútil.

—¿Por qué?

—Porque no conseguirá usted nada.

—¿Cree usted?

—Sí. Usted ha venido aquí en su busca ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Lo ha notificado usted a la policía?

—Naturalmente.

—Sin embargo, ni usted ni la policía lo han encontrado, a pesar de que


estaba en la ciudad. ¿Cree usted que habrá dado con él en el último momento?

—¿Y por qué no? ¿Es que no es posible?


—Posible sí que es; pero no ha ocurrido así.

—¿Por qué lo dice usted?

—Muy sencillo. ¿Sabe la policía que está usted alojado en casa de la señora
Thick?

—Sí.

—Pues de haber averiguado algo ya se lo habrían comunicado, porque está


bastante entrada la noche y él ha debido salir de la ciudad antes del mediodía. ¿No
cree usted que tengo razón en lo que afirmo?

—Por completo. A esa conclusión debería yo haber llegado antes, por mi


condición de detective; pero cuando se está junto a usted parece que se le deja la
tarea de pensar por todos.

—¡Well! De manera que no molestaremos a la policía. Ahora tenemos que


enterarnos de dónde ha estado alojados Toby Spencer y su gente y de si se han ido
de aquí.

—Esto último se lo puedo decir yo; se han marchado ya. Una vez que
sabemos esto no; es indiferente el sitio en que se hayan alojado ¿verdad?

—Sí. ¿De modo que se han marchado?

—Sí.

—¿Cuándo?

—En el tren de las dos.

—¡Ah! ¿En el tren? Entonces es seguro que han ido a San Luis.

—¿Y no se habrán quedado en algún punto intermedio?

—No.

—Por supuesto, que lo mismo nos da. Han salido por la línea del Missouri
hacia San Luis, es decir en la dirección opuesta a lo que decían. ¿Ha pensado usted
en que el «general» puede ir con ellos?
—Sí, y usted también lo ha pensado.

—Pero eso no puede ser.

—¿Por qué?

—Porque él se propone ir al parque, es decir hacia el Oeste y ellos han salido


en dirección Este.

—Pues puede ser perfectamente. Van en dirección opuesta para volver


después rápidamente en la que pensaban seguir definitivamente. Es evidente que
desde San Luis pueden ir en tren a Kansas.

—¡Mil diablos! ¿Entonces dónde irán a reunirse con el «general»?

—No piensan en tal cosa.

—¿No? ¿Por qué?

—No, porque ya están con él.

—¿Cómo? ¿Cree usted que... que? —preguntó el detective sorprendido.

—Siga usted hablando porque va usted a decir exactamente lo que ha


ocurrido.

—...que han salido juntos de aquí?

—Sí. ¿Dónde ha visto usted a Toby Spencer?

—En la estación. Estaba ya sentado en el vagón con sus cinco compañeros.

—¿Le vieron ellos a usted?

—Sí y debieron de reconocerme, porque me miraron y se sonrieron


desdeñosamente.

—Pues hubo uno que no sonrió, sino que se guardó muy bien de asomarse á
la ventanilla.

—¿Se refiere usted al «general»?


—Justamente. Estoy convencido de que ha salido con ellos, mister Treskow.

—Si fuese así...

—Así es. Puede usted estar seguro de ello.

—¿De modo que he estado buscando en vano a ese sujeto y me he


encontrado a cinco pasos nada más del vagón en que estaba?

—Precisamente.

—¡Qué rabia! ¡Me daría de bofetadas!

—No lo haga usted, porque no tiene objeto. Además de que las bofetadas
que se da uno mismo no son tan fuertes como las que se reciben de mano ajena.

—¿Todavía tiene usted ganas de broma? Pero aun se puede reparar el error
si variamos nuestro plan.

—¿Cómo?

—En lugar de salir en el vapor nos vamos a San Luis esta misma noche en el
primer tren.

—No pienso lo mismo.

—¿Por qué?

—Tenemos que renunciar al tren por causa de los caballos. Además,


Winnetou no está aquí. Voy a enviar a buscarlo. Por otra parte, es muy posible que
esos individuos no salgan inmediatamente de San Luis, sino que permanezcan allí
algún tiempo, por una causa u otra. Entonces nos adelantaríamos a ellos y no
sabríamos adonde ir.

—Tiene usted razón.

—De modo que está usted conforme conmigo, ¿verdad? Cuando queramos
echar mano a alguno debemos procurar que vayan siempre delante de nosotros y
no detrás; así podemos seguir sus huellas sin equivocarnos. ¿Están todos ustedes
de acuerdo conmigo, señores?
—Sí — respondió Treskow.

—Que estemos o no de acuerdo, ¿qué más da? Es absolutamente lo mismo


—declaró Dick Hammerdull—. Pero se hará todo lo que usted diga. Es mejor que
obedezcamos a usted que no a nuestras estúpidas cabezas. ¿Qué dices a esto, Pitt
Holbers, viejo zorro?

Pitt respondió en su acostumbrado estilo:

—Si lo que opinas es que tú eres un estúpido, nada tengo que decir en
contrario, querido Dick.

—¡Qué tontería! He hablado de nuestras cabezas, no de la mía.

—Pues has hecho muy mal. ¿Cómo puedes hablar de una cabeza que no te
pertenece a ti sino a mí? Nunca me permitiré decir de tu cabeza que es estúpida,
pues tú mismo lo dices y tienes más motivos que yo para saberlo, querido Dick.

—Que yo sea tu querido Dick o no ¿qué más da? Pero ya que me ofendes, no
quiero serlo más. Diga usted, mister Shatterhand, si podemos hacer nosotros dos
alguna otra cosa ahora.

—Nada, que yo sepa. Estén mañana con sus caballos en el embarcadero; esto
es todo lo que tengo que encargarles. Pero se me olvidaba una cosa importante.
Como les han robado, me figuro que no tendrán dinero.

—¿Es que quiere usted prestarnos?

—Sí, con mucho gusto.

—Gracias. Somos nosotros los que podemos prestarle a usted, si lo necesita.


Pongo esta bolsa a su entera disposición y consideraré como un gran honor que
usted lo acepte cono regalo mío.

Diciendo esto sacó de su bolsillo una bolsa grande de cuero y la echó encima
de la mesa sobre la cual cayó produciendo legítimo ruido de oro.

—Pero si lo tomo se quedará usted sin nada — repliqué.

—No importa nada, porque Pitt Holbers tiene otra del mismo tamaño y tan
repleta como ésta. Tuvimos la suerte de no poner en la cortera, más que los
papeles. Habíamos convertido en monedas de oro algunos miles de dólares y aquí
están, de modo que podemos pagar todo lo que necesitemos. Ahora haríamos bien
en dormir, pues desde aquí a Kansas City poco podremos hacerlo porque en el
vapor apenas hay manera de cerrar los ojos.

—Entonces pueden ustedes marcharse, pues ya no tenemos más que hablar.

—Bien. Vámonos, Pitt Holbers, viejo zorro. ¿O es que prefieres quedarte?

—Pienso que la cerveza del barril que se encuentra en casa de la señora


Thick es un líquido en que no puede uno bañarse en las Montañas Rocosas. ¿Es
que a ti no te gusta, querido Dick?

—Que me guste o no me guste, ¿qué más da? Pero es ciertamente una


bebida riquísima y si tienes ganas de quedarte aquí más tiempo, no te abandonaré,
pues has de saber que todavía tengo sed.

Los dos se quedaron, pues, sentados a la mesa y Treskow y yo no nos


sentimos lo bastante inhumanos para dejarlos solos en el confortable cuarto. Se
entabló una animada conversación, en la cual me divirtieron mucho las originales
ocurrencias de los dos trappers. Tanto Treskow como el antiguo agente de in dios
habían hablado de si se les conocía y que era el de «las dos tostadas vueltas»,
debido a la manera de combatir que tenían los dos cazadores, espalda con espalda,
al revés de como se colocan juntas las tostadas, por la cara que tiene la manteca.

Si no me hubiera tropezado con ellos, habría tenido que ir solo a las


Montañas Ro cosas, así es que me alegró mucho aquel encuentro. El vehemente
Dick y el frío Pitt eran dos acompañantes con los cuales era imposible el
aburrimiento y como valían mucho más que por ejemplo Old Wabble, Sam Parkers
y Jos Hawley, tenía la seguridad de que no me harían perder el buen humor con
sus torpezas. Treskow no era en verdad cazador; pero se trataba de un verdadero
caballero, que me interesaba, por ser hombre de experiencia y de conocimentos y a
pesar de ello, modesto. Era, por todo esto, de esperar que lo pasaríamos muy bien
juntos.

La señora Thick me proporcionó un mensajero de confianza, que envié a


Winnetou y que se dio tal prisa, que a la mañana siguiente, cuando estaba
tomando el café, se presentó en la posada el jefe de los apaches, con mi caballo. Me
causaron gran alegría las muestras de respeto y admiración con que los presentes
lo miraron y la consideración con que lo trató la señora Thick, aun cuando solo
pidió un vaso de agua: parecía que había entrado un rey en la casa.

Le conté lo que había ocurrido y por qué lo había mandado llamar y, como
siempre, se manifestó conforme con lo que yo había hecho. Inmediatamente
reconoció a Treskow e hizo alusión al error que se había cometido en la aventura
en que participaron los dos, diciendo:

—Sam Fire-gun era el jefe de sus rostros pálidos y por eso Winnetou, desde
el momento en que pisó el hide-spot dejó de mandar y se limitó a obedecerlo.
Tampoco estaba allí mi hermano Shatterhand. Ahora, cuando vayamos en busca de
Old Surehand será otra cosa; derramaremos menos sangre y evitaremos todo paso
en falso. ¿Qué camino ha seguido Old Surehand?

—No lo sé; pero voy a saberlo, porque volveré a ver a mister Wallace, para
despedirme de él.

»Antes de hacerlo, salí con Treskow para ayudarlo en sus compras. De rifles
no entendía nada y seguramente le hubieran encajado un arma muy brillante, pero
inútil o poco menos. En cuanto a la pólvora, a mí mismo me costó trabajo encontrar
una que no tuviese por lo menos un veinte por ciento de ceniza de madera.

Una vez que terminamos nuestras compras fui a casa del banquero, para
decirle que me marchaba. Del «general» y de los sucesos de la noche pasada no le
dije nada; no tenía ningún motivo para ello y siempre es mejor callar que hablar sin
necesidad. Pero sí le hice una pregunta de interés para mí:

—¿Sabe usted que Old Surehand, en su viaje al Fuerte Terrel fue


acompañado por Apanatschka, el joven jefe de los comanches?

—Sí, me lo dijo — respondió Wallace.

—¿Dónde está ahora ese indio? ¿Dónde se separó de Old Surehand?

—Desde el Fuerte Terrel fueron juntos a caballo hacia el río Pecos, donde
Apanatschka se despidió de él para volver a su tribu.

—Bien. ¿Y sabe usted qué camino ha seguido ahora Old Surehand?

—Ha ido embarcado hasta Topeka y desde allí quiere remontar a caballo el
río Republicano.
—Me lo figuraba. ¿Qué caballo tiene?

—El que usted le regaló.

—Entonces va admirablemente montado. Pronto espero encontrar sus


huellas.

—En cuanto a esto, puedo darle una indicación. Cuando llegue usted a
Topeka vaya a la taberna de Pedro Lebrun. Allí habrá estado seguramente, porque
conoce al dueño. Otra cosa: a dos jornadas a caballo de Topeka hay una casa de
labor con muchas tierras. El dueño tiene grandes rebaños de caballos y de bueyes;
se llama Fenner y siempre que Old Surehand pasa por allí va a visitarlo.
Desgraciadamente no puedo suministrar a usted otros datos, mister Shatterhand.

—Tampoco los necesito. Con lo que usted me ha dicho, tengo más que
suficiente para seguir practicando averiguaciones. Ya verá usted como encuentro a
nuestro amigo Surehand con tanta seguridad como si me hubera usted descrito
paso a paso el camino que ha seguido.

»Me despedí de él y cuando llegó la hora de ir al vapor, pedí la cuenta a la


señora Thick. La buena mujer se sintió con ello tan ofendida que casi se le saltaron
las lágrimas. Me dijo que era un agravio ofrecerle dinero por haber tenido la
inolvidable fortuna de ver a Old Shatterhand en su casa. Yo por mi parte le
manifesté que sólo podía considerarme como convidado cuando se me invitaba y
que mi carácter no me permitía admitir como regalo lo que yo había pedido y
tomado en la creencia de que lo iba a pagar. Ella comprendió que no me faltaba
razón y me hizo la siguiente propuesta de transacción que me dejó sorprendido:

—Bueno: usted quiere pagarme a toda costa y yo no quiero que usted me


pague. Vamos a partir la diferencia, deme usted una cosa que no es dinero.

—¿Y qué es?

—Algo que para mí vale más que todo el dinero y que conservaré
religiosamente mientras viva, como recuerdo de Old Shatterhand: un mechón de
su cabello.

Yo retrocedí algunos pasos, presa del mayor asombro:

—¡Un me... un mechón de... de mi cabello! ¿He oído bien? ¿Es eso lo que
usted pide, señora Thick?
—Sí, sí. Le pido un mechón de su cabello.

A pesar de ello, me costaba trabajo creerlo. ¡Un mechón de mi cabello! Era


cosa de risa. Mi cabello forma un verdadero bosque espeso y fuerte; muchas veces,
por broma, me he dejado coger por él y levantarme del suelo, sin experimentar el
menor dolor. Siempre lo he tenido así de fuerte. Recuerdo que cuando iba a la
escuela, me puse una vez en manos de un peluquero de Leipzig, que después del
primer tijeretazo exclamó asustado: «¡Demonio! Nunca había visto nada semejante.
Esto no es cabello; esto son cerdas». ¡Y de ese pelo me pedía la señora Thick un
mechón! ¡Si siquiera hubiera dicho una gavilla! Ella tomó mi silencio por
aquiescencia y corrió en busca de unas tijeras.

—¿De modo que me permite usted? — preguntó buscando con la vista el


sitio de dónde cortaría el mechón.

—Si verdaderamente lo desea usted, señora Thick, coja usted lo que quiera.

Incliné la cabeza y la buena anciana (tenía más de sesenta años) me paseó la


mano por todo el pelo, hasta que descubrió un punta en que el bosque era más
espeso, metió la tijera en la maleza y... ¡ris! Se oyó un ruido como si se hubieran
cortado hebras de cristal y se quedó con el ansiado mechón en la mano. Me lo
presentó triunfalmente y me dijo:

—Le doy las gracias de todo corazón, mister Shatterhand. Voy a ponerlo en
un medallón y lo enseñaré a todos mis parroquianos que quieran verlo.

Su rostro estaba radiante de alegría; el mío no tanto, pues lo que ella tenía en
la mano, más que un mechón era un puñado de pelo tan abundante que de él se
habrían podido sacar dos brochas grandes. ¡Un medallón! ¡Qué modestia de
expresión! Si aquel cabello se hubiera puesto en un pote de conserva, lo habría
llenado sin dejar espacio para más. Asustado, me llevé la mano al sitio donde
habían segado las tijeras y encontré una calva tan grande como una moneda de
plata de cinco marcos. ¡Qué tremenda señora Thick! Me encasqueté
apresuradamente el sombrero y desde entonces no me he dejado cortar un mechón
por ninguna señora, ni señorita.

Después de aquella pérdida, me fue más fácil de lo que me había figurado la


despedida de la buena posadera y coleccionista de medallones y, una vez llegado
al vapor, busqué un sitio solitario, donde sin ser molestado pude hacer un cálculo
planimétrico para averiguar cuántos tijeretazos como aquél bastarían para
convertir la cabeza de un belicoso cazador en una calva pacífica.

El buque en que navegábamos no era uno de esos palacios flotantes en que


se piensa cuando se habla de los viajes por el Mississippi o por el Missouri, sino un
ancho y pesado paquebote, que impulsaba lentamente una máquina asmática. No
necesitamos menos de cinco días para llegar a Topeka, y en cuanto me vi en
aquella ciudad corrí a la taberna de Pedro Lebrun para preguntar por Old
Surehand. Me dijeron que había estado allí tres días antes. Compramos un buen
caballo para Treskow y salimos por la «pampa de olas», a lo largo del río
Republicano. El este de Kansas es muy accidentado y el suelo forma elevaciones y
depresiones que parecen enteramente olas, hasta donde la vista alcanza, haciendo
el efecto de que se hubiera petrificado súbitamente un mar agitado. De aquí el
nombre de «pampa de olas» que aquel paraje recibe.

Al atardecer del segundo día llegamos a la granja de Fenner. Nos habíamos


informado de su situación preguntando a los innumerables cow-boys que
guardaban rebaños en las praderas que atravesábamos. Fenner era un hombre
amable que al principio nos miraba con desconfianza; pero que, en cuanto
mencionamos a Old Surehand nos invitó a su casa.

—No les choque, señores —nos dijo—, que no les haya invitado desde el
primer momento, pero es que por aquí pasa toda clase de gente. Anteayer mismo
acamparon aquí siete individuos a quienes acogí hospitalariamente. A la mañana
siguiente habían desaparecido con siete de mis mejores caballos. Hice que los
persiguieran; pero no se consiguió alcanzarlos por la delantera que llevaban y por
lo bien montados que iban.

Cuando dio las señales de aquellos sujetos, quedamos todos convencidos de


que se trataba del «general», Toby Spencer y los otros cinco. Old Surehand había
pasado la noche en la granja y nosotros decidimos hacer lo mismo.

Como manifestamos que preferíamos estar al aire libre que permanecer


dentro de la casa, sacaron de ésta una mesa y sillas. Allí comimos y estuvimos
charlando. No lejos de nosotros pacían nuestros caballos y a lo lejos los cow-boys
reunían los rebaños para tenerlos recogidos por la noche.

De pronto vimos un hombre que se acercaba a caballo precisamente en


dirección a la granja. Parecía tener una melena blanca que flotaba al viento y yo al
punto pensé en Old Wabble.
—¡Ah! Ya está aquí —dijo Fenner al verlo—. Ahora van ustedes a conocer a
un hombre sumamente interesante que hace años era célebre y a quien llamaban el
«rey de los cow-boys».

—¡Uf! — dijo al oír esto Winnetou.

—¿Está ese hombre empleado en su granja, mister Fenner? — pregunté yo.

—No. Ha venido hoy al mediodía con un pequeño grupo de cazadores, y


han acampado en aquel bosquecillo, para salir de aquí mañana por la mañana.
Tiene más de noventa años y sin embargo monta a caballo como un joven. Mírenlo,
aquí lo tienen.

Sí, era él. Sin fijarse en nosotros llegó casi hasta donde estábamos, paró su
caballo y se preparaba a desmontar cuando su vista se detuvo en nosotros. Al
instante volvió a poner en el estribo el pie derecho que ya había levantado y
exclamó:

—¡A thousand devils! ¡Old Shatterhand y Winnetou! Mister Fenner ¿se van a
quedar aquí hoy estos individuos?

—Yes — respondió el granjero.

—Entonces nos vamos nosotros. Donde están pillos como estos, no hay sitio
para los hombres honrados. Quede usted con Dios.

Volvió su caballo y salió al galope. El granjero estaba asombrado, no sólo


por la conducta del viejo, sino también por los nombres que había pronunciado.

—¿Es usted Old Shatterhand? ¿Y este señor indio es Winnetou, el jefe de los
apaches?

—Sí, mister Fenner.

—¿Por qué no me lo han dicho antes y hubiera recibido a ustedes muy de


otro modo?

—Porque nosotros somos hombres como todos los demás y no tenemos


derecho a que se nos dé un trato especial.

—Tal vez tenga usted razón; pero la hospitalidad que reciban en mi casa es
cuestión mía y no de ustedes. Voy a decir a mi mujer a qué huéspedes tiene que
atender.

Dicho esto penetró en la casa. Winnetou no separaba la vista de la dirección


en que aun se veía la blanca melena de Old Wabble.

—Su mirada era odio y venganza —dijo—. Old Wabble ha dicho que se
marchaba; pero esta misma noche ha de volver. Winnetou y sus hermanos blancos
tienen que estar muy prevenidos.

Aun no habíamos acabado de comer cuando Fenner salió de nuevo y


quitándonos de delante carne, pan, platos, todo lo que había encima de la mesa,
nos dijo:

—Les ruego que suspendan la comida. Mi mujer prepara dentro otra mesa.
No protesten y denme la alegría de poderles demostrar cuánto aprecio su visita a
mi casa.

No había nada que decir a esto y así nos dispusimos a obedecerlo. Cuando
su mujer nos condujo a la nueva mesa, vimos allí que nos habían preparado todas
las viandas más delicadas que pueden procurarse en una casa de labor que está a
dos jornadas de la ciudad y la comida comenzó de nuevo, en una segunda edición
corregida y aumentada. Mientras comíamos, explicamos a nuestro anfitrión los
motivos a que obedecía la conducta, para él tan singular de Old Wabble,
contándole el robo de los rifles y el castigo que había sufrido el culpable. A pesar
de ello, no acababa de comprender el odio que nos tenía el viejo «rey de los cow-
boys», pues, a su modo de ver, Old Wabble tenía que estarnos agradecido por
haberlo tratado tan misericordiosamente, ya que no había sido castigado, a pesar
de haber tomado parte en el robo y de haber llevado al «general» a casa de Bloody-
Fox.

Cuando estábamos cenando, se hizo de noche. Al decir al granjero que


estábamos preocupados por la seguridad de nuestros caballos, nos hizo la
siguiente proposición:

—Si ustedes no quieren dejarlos al aire libre por miedo a Old Wabble y sus
compañeros, pueden atarlos en un cobertizo que hay detrás de la casa donde se les
dará agua y buen pienso. Como el cobertizo está abierto por un lado, pondré de
centinela un hombre de mi confianza.

—En cuanto a esto último —dije yo—, preferimos encargarnos nosotros


mismos del servicio de vigilancia. Dividiremos la noche en guardias de dos horas
que haremos primero Pitt Holbers, después Dick Hammerdull, luego yo y por
último Winnetou.

—Well. Podrán dormir en una habitación inmediata donde les prepararé


buenas camas y así estarán a cubierto de toda intentona. Por otra parte, tengo
bastantes cow-boys en las praderas de por aquí, que también ayudarán a ustedes.

Adoptamos aquellas precauciones porque estábamos acostumbrados a estar


prevenidos en ocasiones en que cualesquiera otros Se hubieran sentido seguros.
Bien pensado, no era de temer un ataque del viejo Wabble, sobre todo desde el
momento en que un cow-boy nos trajo la noticia de que él y su gente se habían
marchado.

En consecuencia, se llevaron los caballos al cobertizo y Pitt Holbers salió de


la casa para montar la guardia que le correspondía. Los demás nos quedamos
charlando alrededor de la mesa. No estábamos cansados y Fenner nos llevó de una
narración a otra, pues no se cansaba de oír nuestras aventuras. Lo que más le
divirtió a él y a su mujer fue la gracia con que el gordo Dick contó algunos
episodios de su accidentada vida.

Al cabo de dos horas salió éste para relevar a Pitt Holbers, quien nos dijo
que todo estaba tranquilo y que nada sospechoso había visto ni oído. Pasó otra
hora. Estaba yo contando un episodio cómico que se había desarrollado en la
tienda de un lapón y no prestaba atención más que a la cara de risa que ponían mis
oyentes, cuando de pronto Winnetou me cogió por el cuello de la chaqueta y tiró
de mí con tal fuerza que casi me hizo caer de la silla al suelo.

—¡Uf! ¡Un rifle! — exclamó señalando a la ventana.

Al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras sonó un tiro: la bala


destrozó uno de los cristales de la ventana y fue a incrustarse detrás de mí en uno
de los pies derechos de madera que sostenía el techo. Estaba destinada a mí y a no
ser porque Winnetou me apartó violentamente, la habría recibido en medio de la
cabeza. Al instante cogí mi carabina y corrí a la puerta. Los demás me siguieron.

Por precaución no abrí la puerta del todo, para evitar que una segunda bala
hiciese blanco en mí y únicamente la entreabrí lo suficiente para mirar hacia fuera.
No se veía nada. Entonces la abrí rápidamente y salí de la casa, seguido de Fenner
y de mis compañeros.
Nos pusimos a escuchar y oímos detrás de la casa piafar y relinchar los
caballos. Al mismo tiempo sonó la voz de Dick Hammerdull:

—¡A mí! ¡Que nos roban los caballos!

Dimos la vuelta a la casa y vimos a varios hombres luchando por llevarse


nuestros caballos, que se resistían. Dos de los ladrones, montados ya, intentaron
pasar por delante de nosotros para escapar.

—¡Alto! ¡Abajo de los caballos! — gritó Fenner.

Los apuntó con un rifle de dos cañones, que había descolgado de la pared
cuando me hicieron el disparo y de dos tiros echó a tierra a los dos hombres. Los
otros, que pugnaban en vano por llevarse nuestros caballos abandonaron la
empresa y huyeron de allí. Disparamos sobre ellos, pero sin hacer blanco.

—¡Así, así! —Oímos de nuevo la voz de Dick—. Metedles buenas balas en la


cabeza y venid luego aquí, porque este tunante no quiere estarse quieto.

Obedeciendo a este llamamiento fuimos adonde estaba y lo vimos sujetando


con las rodillas a un hombre tendido en el suelo, que hacía esfuerzos por desasirse.
Aquel hombre era... el viejo Wabble. Claro es que inmediatamente fue apresado.

—¿Cómo ha sido esto? — dije a Dick, que estaba ya en pie, jadeante por la
reciente lucha y que me respondió así:

—Que haya ocurrido de un modo u otro, ¿qué más da? Pero lo cierto es que
yo estaba echado en el cobertizo junto a los caballos cuando me pareció oír hablar
en voz baja. Salí fuera y me puse a escuchar. Entonces oí un tiro delante de la casa
y al instante vi venir hacia mí un hombre que llevaba un rifle en la mano. A pesar
de la oscuridad pude ver el pelo blanco del individuo y reconocí a Old Wabble.
Salté sobre él, lo derribé y pedí auxilio. Mientras tanto sus compañeros, que
estaban escondidos detrás del cobertizo, entraron en él para llevarse nuestros
caballos. El de usted, el de Winnetou y mi vieja y astuta yegua se resistieron; pero
el de Pitt Holbers y el de mister Treskow no fueron tan inteligentes. Dos de los
bribones montaron en ellos y ya iban a escapar cuando ustedes llegaron y con sus
balas los echaron abajo. Esto es todo. ¿Qué haremos ahora con el «rey de los cow-
boys», que mejor deberíamos llamar «rey de los pillos»?

—Métanlo en esa habitación, que en seguida volveré.


Nuestros tiros habían atraído a varios de los cow-boys de Fenner, con ayuda
de los cuales volvimos a atar a nuestros caballos en el cobertizo y se quedaron allí
de guardia. Registramos los alrededores de la granja pero inútilmente; los ladrones
habían escapado. Sólo los dos que recibieron los disparos de Fenner, yacían
muertos.

Cuando entré en la habitación, vi a Old Wabble fuertemente atado al poste


en que se había incrustado su bala. No bajó los ojos al verme; por el contrario, me
miró con el mayor descaro. ¡Cuánta bondad y cuánta indulgencia había tenido yo
en tiempos anteriores con aquel hombre! Su avanzada edad me habla merecido
respeto; pero ahora no sentía por él más que aversión. Se estaba hablando del
castigo que habría de llevar, pues en el momento en que yo entraba decía Pitt
Holbers:

—No sólo es un ladrón, sino un asesino peligroso. Hay que ahorcarlo.

—Ha disparado sobre Old Shatterhand — replicó Winnetou—, por


consiguiente éste es el que debe decir lo que se ha de hacer con él.

—Es verdad; este hombre me pertenece y lo reclamo para mí —dije yo


entonces—. Que pase la noche atado al poste y mañana por la mañana dictaré su
sentencia.

—¡Hazlo ahora mismo! —me dijo el asesino con voz estridente—. Méteme
una bala en la cabeza para que luego, como piadoso pastor que eres, puedas gemir
y rezar un poco por mi pobre alma perdida.

Le volví la espalda sin contestar. Fenner salió para ordenar a sus cow-boys la
persecución de los ladrones. Toda la noche la pasaron en esta tarea; pero no
pudieron dar con ninguno de ellos. Como se comprenderá todos dormimos muy
poco y apenas era de día cuando estábamos ya en pie. Encontramos a Old Wabble
muy risueño; la noche pasada junto al poste pareció haberle sentado
admirablemente. Mientras nos desayunábamos, estaba tan tranquilo como si no
corriese peligro alguno y fuese el mejor de nuestros amigos. Aquello indignó a
Fenner en tales términos, que exclamó furioso:

—¡En mi vida he visto semejante cinismo! Siempre que este hombre ha


acudido a mí lo he tratado con consideración, por su edad avanzada; pero ahora
creo que se le debe juzgar con arreglo a la ley de la pampa. A los que son ladrones
de caballos y asesinos se les ahorca. ¡Que vaya a la tumba en la que tiene un pie
hace tanto tiempo!

El viejo le contestó con desprecio:

—No se preocupe usted de mi tumba, que no es para usted. ¿Qué más da


que mi cuerpo viva aún algunos años o se pudra en la tumba? Me importa un
comino de esto.

Todos nos enfurecimos al oírle.

—¡Qué hombre! —exclamó Treskow—. Merece la cuerda y nada más. Dicte


usted su sentencia, mister Shatterhand y la ejecutaremos sin vacilar.

—Sí, la voy a dictar; pero no hace falta que ustedes la ejecuten —respondí—.
A él le es indiferente vivir o morir: yo, sin embargo, le voy a ofrecer la oportunidad
de que aprenda que cada segundo de vida tiene un valor superior al de todas las
riquezas del mundo. Pedirá a Dios con lamentos que le prolongue la vida algunos
minutos y si no se convierte, su alma gemirá de angustia ante la divina justicia de
que ahora se burla y cuando la mano de la muerte retuerza su cuerpo, sus alaridos
implorarán el perdón de los pecados que le abruman.

Dicho esto lo desaté. El, sin moverse de allí, estiró sus entumecidos brazos y
me interrogó con le mirada.

—Puede usted marcharse — le dije.

—¡Ah! ¿Estoy libre?

—Sí.

Se echó a reír desdeñosamente y cínicamente me dijo;

—Lo mismo que dice la Biblia: amontonar carbones ardientes sobre la


cabeza del enemigo. Es usted un cristiano modelo, mister Shatterhand. Pero eso no
sirve de nada conmigo, porque esos carbones no me queman. Es posible que sea
sumamente conmovedor representar el papel de pastor magnánimo que deja
escapar a su corderito malo; pero a mí no me conmueve nada. ¡Adiós, señores!
Cuando volvamos a vernos será en muy otras circunstancias.

Salió de la casa con la cabeza alta. ¡Cuán pronto habían de cumplirse sus
últimas palabras! Volvimos a encontrarnos, en efecto, ¡y en qué distintas
circunstancias para él...!

FIN

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