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1.Poemas vanguardistas.
4. Miguel Hernández.
9. Realismo mágico:
- Julio Cortázar: La casa tomada, Continuidad de los parques, la noche boca arriba.
12. Poesía desde 1975: Ángel González, Francisco Bejarano, Felipe Benítez Reyes,
Juana Castro, Luis García Montero.
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DE LAS VANGUARDIAS A LA ACTUALIDAD
VANGUARDIAS
SURREALISMO
«Allo» — Benjamin Péret
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mi cofrecillo de sol mi fruto de volcán
mi risa de estanque oculto donde se ahogan los profetas distraídos
mi inundación de casis mi mariposa de morilla
mi cascada azul como una ola de fondo que hace nacer la primavera
mi revólver de coral cuya boca me atrae como la boca de un pozo reverberante
helado como el espejo en que contemplas la huida de los colibríes de tu mirar
perdido en una exposición de lencería enmarcada de momias te amo.
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Tan leve, tan voluble, tan lijera El día de ayer no es sino un sueño y el de mañana es sólo una visión.
cual estival vilano... ¡Sí! Imprecisa Pero un hoy bien empleado hace de cada ayer un sueño de felicidad
como sonrisa que se pierde en risa... y de cada mañana una visión de esperanza. ¡Cuida bien, pues, de
¡Vana en el aire, igual que una bandera! este día!
GENERACIÓN DEL 27
Conjunto de cuatro elegías que Lorca compuso para su amigo Ignacio Sánchez
Mejías, torero, escritor y miembro destacado de la Generación del 27, muerto
de gangrena en 1934 a causa de una cornada en la plaza de toros de
Manzanares.
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a las cinco de la tarde. Que mi recuerdo se quema.
Y un muslo con un asta desolada ¡Avisad a los jazmines
a las cinco de la tarde. con su blancura pequeña!
Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde. ¡Que no quiero verla!
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.
La vaca del viejo mundo
En las esquinas grupos de silencio
pasaba su triste lengua
a las cinco de la tarde.
sobre un hocico de sangres
¡Y el toro, solo corazón arriba!
derramadas en la arena,
a las cinco de la tarde.
y los toros de Guisando,
Cuando el sudor de nieve fue llegando
casi muerte y casi piedra,
a las cinco de la tarde,
mugieron como dos siglos
cuando la plaza se cubrió de yodo
hartos de pisar la tierra.
a las cinco de la tarde,
No.
la muerte puso huevos en la herida
¡Que no quiero verla!
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la tarde. Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
Un ataúd con ruedas es la cama
y el amanecer no era.
a las cinco de la tarde.
Busca su perfil seguro,
Huesos y flautas suenan en su oído
y el sueño lo desorienta.
a las cinco de la tarde.
Buscaba su hermoso cuerpo
El toro ya mugía por su frente
y encontró su sangre abierta.
a las cinco de la tarde.
¡No me digáis que la vea!
El cuarto se irisaba de agonía
No quiero sentir el chorro
a las cinco de la tarde.
cada vez con menos fuerza;
A lo lejos ya viene la gangrena
ese chorro que ilumina
a las cinco de la tarde.
los tendidos y se vuelca
Trompa de lirio por las verdes ingles
sobre la pana y el cuero
a las cinco de la tarde.
de muchedumbre sedienta.
Las heridas quemaban como soles
¡Quién me grita que me asome!
a las cinco de la tarde,
¡No me digáis que la vea!
y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde. No se cerraron sus ojos
¡Ay qué terribles cinco de la tarde! cuando vio los cuernos cerca,
¡Eran las cinco en todos los relojes pero las madres terribles
¡Eran las cinco en sombra de la tarde! levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
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ni corazón tan de veras.
Como un rio de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
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III. Cuerpo presente V. Alma ausente
Alma ausente
La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo No te conoce el toro ni la higuera,
con árboles de lágrimas y cintas y planetas. ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.
Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida No te conoce el lomo de la piedra,
que desata sus miembros sin empapar la sangre. ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.
Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego, El otoño vendrá con caracolas,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros. uva de niebla y monjes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.
Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres Porque te has muerto para siempre,
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro. como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.
Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve No te conoce nadie. No. Pero yo te
se calienta en la cumbre de las ganaderías. canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Tu apetencia de muerte y el gusto de tu
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
boca.
con una forma clara que tuvo ruiseñores
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
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Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.
La aurora
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La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la
leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?
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En un carrito tirado
¿Por qué me desenterraste
del mar? por un salmón, ¡qué alegría
vender bajo el mar salado,
amor, tu mercadería!
En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar. --¡Algas frescas de la mar,
algas, algas!
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acá? 15
¡Qué altos
2 los balcones de mi casa!
Pero no se ve la mar.
Gimiendo por ver el mar, ¡Qué bajos!
un marinerito en tierra
iza al aire este lamento:
Sube, sube, balcón mío,
trepa el aire, sin parar:
"!Ay mi blusa marinera! sé terraza de la mar,
Siempre me la inflaba el viento sé torreón de navío.
al divisar la escollera".
A un capitán de navío
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todos los litorales amarrados del mundo
pedimos que nos lleves en el surco profundo
de tu nave, a la mar, rotas nuestras cadenas.
1. Tema.
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Un manotazo duro, un golpe helado, Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
Un hachazo invisible y homicida, Ella pondrá dos piedras de futura mirada
Un empujón brutal te ha derribado. Y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
En la carne talada.
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Volverás al arrullo de las rejas
De los enamorados labradores.
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Como el aire que exigimos trece veces por minuto,
Para ser y en tanto somos, dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas sí nos dejan
Decir que somos quien somos, TÚ, QUE HIERES
Nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo. Arrebatadamente te persigo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo Arrebatadamente, desgarrando
Cultural por los neutrales Mi soledad mortal, te voy llamando
Que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. A golpes de silencio. Ven, te digo.
Maldigo la poesía de quien no toma partido, partido
Hasta mancharse. Como un muerto furioso.Ven. Conmigo
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren. Has de morir. Contigo estoy creando
Y canto respirando. Mi eternidad. (De qué. De quién.) De cuando
Canto y canto y cantando más allá de mis penas, de mis Arrebatadamente esté contigo.
Penas
Personales, me ensancho, me ensancho. Y sigo, muerto, en pie. Pero te llamo
Quiero daros vida, provocar nuevos actos, A golpes de agonía. Ven. No quieres.
Y calculo por eso, con técnica, que puedo. Y sigo, muerto, en pie. Pero te amo
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
Que trabaja con otros a España, a España en sus aceros. A besos de ansiedad y de agonía.
No es una poesía gota a gota pensada. No quieres. Tú, que vives. Tú, que hieres
No es un bello producto. No es un fruto perfecto. Arrebatadamente el ansia mía.
Es lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos. HOMBRE
Porque vivimos a golpes, porque apenas sí nos dejan
Decir que somos quien somos, Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
Nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. al borde del abismo, estoy clamando
Estamos tocando el fondo, estamos tocando el fondo. a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.
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y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche,
en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.
Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una
aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del
viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de
asombro miraba la gran Estación de Francia y los grupos que estaban esperando el expreso y
los que llegábamos con tres horas de retraso.
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran
encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una
ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.
Empecé a seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de
maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi
lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa
expectación.
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Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la
ciudad: una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de faroles como centinelas
borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la
madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al
Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.
Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la
brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos
“camàlics”.
Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a
coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.
Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo
delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de
él desesperado, agitando el sombrero.
Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón
de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me
pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió
con un grave saludo de bienvenida.
Enfilamos la calle Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de
espeso verdor y su silencio vívido de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del
coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y
balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil-
Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían
iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude
adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco
temblorosa di unas monedas al vigilante, y cuando él cerró el portal detrás de mí, con un gran
temblor de hierros y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi
maleta.
Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas
desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando
antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos
de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:
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Luego, me pareció todo una pesadilla.
De la taberna le tiran un par de perras y tres o cuatro aceitunas que el niño recoge del suelo,
muy de prisa. El niño es vivaracho como un insecto, morenillo, canijo. Va descalzo y con el
pecho al aire, y representa tener unos seis años (...)
Al niño que cantaba flamenco le arreó una coz una golfa borracha. El único comentario fue un
comentario puritano:
- ¡Caray, con las horas de estar bebida! ¿Qué dejará para luego?
El niño no se cayó al suelo, se fue de narices contra la pared. Desde lejos dijo tres o cuatro
verdades a la mujer, se palpó la cara y siguió andando (...)
El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de
pervertida bestia de corral. Son pocos sus años para que el dolor haya marcado aún el
navajazo del cinismo –o de la resignación- en su cara, y su cara tiene una bella e ingenua
expresión estúpida, una expresión de no entender nada de lo que pasa. Todo lo que pasa es un
milagro para el gitanillo, que nació de milagro, que come de milagro, que vive de milagro y que
tiene fuerzas para cantar de puro milagro.
Detrás de los días vienen las noches, detrás de las noches vienen los días. El año tiene cuatro
estaciones: primavera, verano, otoño, invierno. Hay verdades que se sienten dentro del
cuerpo, como el hambre o las ganas de orinar (...)
El gitanillo cena, siempre que puede, en una taberna que hay por detrás de la calle de
Preciados, bajando por la costanilla de los Ángeles; un plato de alubias, pan y un plátano le
cuestan tres veinte.
El gitanillo se sienta, llama al mozo, le da las tres veinte y espera a que le sirvan.
Después de cenar sigue cantando, hasta las dos, por la calle de Echegaray, y después procura
coger el tope del último tranvía. El gitanillo, creo que ya lo dijimos, debe andar por los seis años
(...)
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El niño que canta flamenco duerme debajo de un puente, en el camino del cementerio. El niño
que canta flamenco vive con algo parecido a una familia gitana, con algo en lo que, cada uno
de los miembros que la forman, se las agencia como mejor puede, con una libertad y una
autonomía absolutas.
El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes
de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios del Sinaí.
El niño que canta flamenco tiene un pie algo torcido; rodó por un desmonte, le dolió mucho,
anduvo cojeando algún tiempo...
REALISMO MÁGICO
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas
sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros
bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa
podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos
a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer
fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y
silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era
ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se
me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta
años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos
moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al
suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba
el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las
mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene
no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas
y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo
no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a
perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe
en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba
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esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en
literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba
tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego
la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la
vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El
sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado
susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo
del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de
que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba
puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a
Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
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Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me
acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada
muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en
la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en
invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de
muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos
algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos
cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo
pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos
para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que
abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en
el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a
causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de
estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno
en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces
Irene decía:
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el
mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no
pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa
voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que
mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la
casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador,
los mutuos y frecuentes insomnios.
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Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce
metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de
roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte
tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una
cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy
pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living,
entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto
voz, me desvelaba en seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le
dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio
(ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del
pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino
a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que
eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde
empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta
cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas
nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta
el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el
tejido sin mirarlo.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio.
Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la
cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve
lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún
pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a
abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el
dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con
el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
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izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión
novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a
línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la
sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo
de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las
caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía
la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de
la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió
un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y
los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa.
Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba.
Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada.
En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del
salón, y entonces el puñal en la mano.la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar
la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la
esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se
filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no
tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus
piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de
la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una
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calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines
hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por
la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día
apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente.
Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces
verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a
la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse
de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de
debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó,
porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a
las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la
confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer,
tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba
hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en
la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”;
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo
dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo
tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de
un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una
cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para
beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que
me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó
buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas
hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó
estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital,
llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían
cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no
hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta
sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y
delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la
cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez,
sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a
alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un
olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales
de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y
oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía
que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
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esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que
solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se
revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
“Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor
de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener
miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un
arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían
estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se
repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor
a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el
olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva
evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de
la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada
del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras
trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El
brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado
corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y
hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los
otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito
blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara
anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un
frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le
ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran
reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y
pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan,
más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía
nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente
y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que
no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los
labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas
o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo
cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la
calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que
las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a
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pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con
la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano
que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta
su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria
del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes
motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el
barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra
florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse
en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá
los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían
hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los
sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del
tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el
horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja
de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire
una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una
lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser,
respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero
no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a
mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente.
Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía
tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra
vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así?
Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco,
un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían
levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía
la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo,
más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias
inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo
negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del
brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al
volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de
la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan
blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de
veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a
poco.
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Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en
cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a
comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad
absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado
en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las
piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían
arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como
filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al
teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era
él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el
grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras
mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo
sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si
fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas
que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se
hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó
antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron
manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los
cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante,
alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos
debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro
del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en
vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y
danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el
aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja,
tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo
rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de
noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada
de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo
que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto
hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y
el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca
de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara
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donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al
otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la
noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo,
y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la
piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que
arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza
apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,
porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a
muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él
con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora
sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el
otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas
de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un
enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño
también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la
mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
FIN
La larga vida de Úrsula y los augurios de su muerte. Muere con más de 100 años: "La
última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la
compañía bananera, le había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós
años". Antes de fallecer, aparece una fila de luminosos discos anaranjados por el cielo,
las rosas huelen a quenopodio y los garbanzos se caen al suelo en forma de estrella de
mar.
Pestes de insomnio y amnesia. Nadie en el pueblo puede conciliar el sueño por tanto
tiempo que "se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie
volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir". Pero luego llega la peste de
amnesia y todos comienzan a olvidarse de las cosas, por lo que José Arcadio pone
pequeños letreros por toda la casa para recordar los nombres de objetos básicos como
mesa, silla, pared, cama, vaca, etc. El pueblo no se cura hasta que Melquíades se
resucita de la muerte ("había regresado porque no pudo soportar la soledad") y trae
una bebida que cura la peste.
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Pergaminos que levitan. Mientras Aureliano está en la cocina, cuatro niños traviesos
entran en su cuarto para destruir los pergaminos, pero una "fuerza angélica" los
levanta del suelo y los mantiene suspendidos en el aire hasta que regresa Aureliano.
Lluvia de flores. Cuando muere José Arcadio Buendía caen del cielo minúsculas flores
amarillas. "Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una
colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera
pasar el entierro".
Lluvia (casi) incesante. Llueve por cuatro años, once meses y dos días.
La gallina degollada
[Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y
volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba
paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.
Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz
enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se
reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el
sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico.
Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la
lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un
sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las
piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se
notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres
meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y
mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos
enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de
un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas
posibles de renovación?
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Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta
que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones
terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó
con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la
inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su
madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en
todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a
la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un
poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el
pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,
sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven
maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació
éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los
dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el
segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban
malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada
ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e
inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de
redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y
punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión
por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus
almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta
de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían
entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en
cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
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Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres
años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo
transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de
su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la
parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención
ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad
de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la
insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos
—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba
más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería
decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones,
sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre
otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su
complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala
crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que
la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo
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mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija
echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida.
Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al
menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado
habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel
fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se
contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro
habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los
lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda
remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún
escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna
llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos
de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a
tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos
tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al
médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón
picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han
amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto
infames fueran los agravios.
31
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las
emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada
largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una
palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron
a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la
sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había
aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó
sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los
hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón,
olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más
irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a
pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a
sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos,
más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco
horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla
desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su
instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre
la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar
apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en
sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula
bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco.
La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse
del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos
clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse
del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
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—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando
los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la
cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la
vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló
de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la
cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y
lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre,
oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como
la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la
cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
FERNANDO.—No es nada.
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recuestan en la pared del «casinillo». Mientras hacen los pitillos.) ¡Que estoy harto de todo
esto!
FERNANDO.-Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (Breve pausa.) En fin,
¡para qué hablar! ¿Qué hay por tu fábrica?
FERNANDO.—No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esta
sordidez en que vivimos.
FERNANDO. —¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros
os metéis en el sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero ese no es camino
para mí. Yo sé que puedo subir y subiré solo.
URBANO.—(Sonriendo.) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar
todos los días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como has hecho hoy…
FERNANDO.—¿Cómo lo sabes?
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URBANO.—(Riendo.) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no lo has hecho desde ayer, o desde
hace un mes? (Breve pausa.) Porque no puedes. Porque eres un soñador. ¡Y un gandul!
(FERNANDO le mira lívido, conteniéndose, y hace un movimiento para marcharse.) ¡Espera,
hombre! No te enfades. Todo esto te lo digo como un amigo.
(Pausa.)
(Pausa)
FERNANDO.—No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace
sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años…, sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo
dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos… ¡Y hace ya diez años!
Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los
padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes
murmuramos… Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la
luz… y las patatas. (Pausa.) Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día,
como han pasado estos últimos…, ¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una
escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el
trabajo,.., perdiendo día tras día… (Pausa.) Por eso es preciso cortar por lo sano.
FERNANDO.—Solo.
POESÍA HISPANOAMERICANA
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PABLO NERUDA
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En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
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Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza
"Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los
pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las
ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o
malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por
aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota
y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuán poco va quedando de cada
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individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no
se calla se recuerda después tan solo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria
individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia."
NUEVA POÉTICA
Mientras tú existas,
mientras mi mirada
te busque más allá de las colinas,
mientras nada
me llene el corazón,
si no es tu imagen, y haya
una remota posibilidad de que estés viva
en algún sitio, iluminada
por una luz—cualquiera...
Mientras
yo presienta que eres y te llamas
así, con ese nombre tuyo
tan pequeño,
seguiré como ahora, amada
mía,
transido de distancia,
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bajo ese amor que crece y no se muere,
bajo ese amor que sigue y nunca acaba.
Y sin embargo
a ese engaño debemos lo que al fin
será la vida cierta, y a ese engaño
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debemos ya lo mismo que a la vida.
Juana Castro
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