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EL ÁNGEL NEGRO. Por Pablo Montoya.

El ángel negro*

1
Me horroriza la patria, decía Arturo. Y los pasajeros miraban sin entender los perfiles de esa confesión. El
viaje había iniciado horas antes en Medellín. El bus, después de subir hasta el Alto de la Sierra, planeó bajo la
oscuridad de Santuario. Luego se precipitó por entre las curvas que terminan en las llanuras del Magdalena. El
cielo se veía iluminado por una exhalación parda que parecía una baba. La noche poseía algo de garganta
abierta. Arturo la miraba fijamente desde la ventanilla. Estrellas de espanto, mascullaba incansable. Y, de lo
hondo de su memoria, brotaba otro delirio. Escribí silencios y noches, decía para sí, y anoté lo inexpresable.
Una música de mariachis flotaba alrededor de los pasajeros. Las luces de los ranchos del monte se confundían
con cucuyos que Arturo veía agigantados. En Dorada, el chofer se detuvo. Algunos pasajeros bajaron a orinar.
El calor era inmenso y asordinado y se medía por la humedad que aplastaba la ropa sobre los cuerpos. Arturo
no descendió. Una mujer pasó a su lado. Ofrecía mecato, gaseosas frías, cervezas. Tras ella, una sombra se
irguió como un reflejo intenso. Arturo creyó ver esa misma sombra alrededor de quienes fueron subiendo al
bus minutos más tarde. Entonces volvió a hablar, pero esta vez lo hizo con fuerza; y no para que fuera
escuchado, sino porque así conjuraba lo descomunal que le nombraba el mundo desde hacía días. El bus
avanzaba, veloz, mientras Arturo repetía sin pausa, la senté sobre mis rodillas y la encontré amarga y la injurié.
El chofer frenó. Acompañado por algunos pasajeros, preguntó por lo qué pasaba. Vieron estrago en el rostro de
Arturo. Obtuvieron una vaga respuesta hecha de sustantivos impenetrables. Lo amenazaron con bajarlo si no
cesaba la habladera. Pero Arturo siguió mirando las estrellas y percibiendo que la oscuridad estaba suspendida
en el filo de un puñal que quería cercenarle el corazón. Fue atravesando el puente cuando se levantó. El
infierno, dijo, estoy en el infierno, y una sonrisa se extravió en el rostro. Sus gritos despertaron a los pocos
pasajeros que aún dormían. Un pánico incontrolable le sacudía las venas. Rogó que lo bajaran. Dijo que al bus
se lo iba a tragar un abismo. “¡Drogo hijueputa!”, exclamó alguien desde las bancas de atrás. El motor volvió a
ronronear y se sumergió en las tinieblas. Arturo acomodó la mochila en su hombro. Caminó en dirección
contraria al bus. Sintió el piso caliente bajo sus pies. Al cruzar el río, escuchó el cauce. Voces y suspiros se
desprendían de él.

La cantina tenía una atmósfera desvaída. La música, roída por un acordeón, brotaba de la vitrola. En la puerta
dos mujeres susurraban somnolencias. Arturo entró, puso la mochila en la mesa y buscó una silla. Una de las
mujeres preguntó algo y Arturo sintió que esa voz caía como un agua opaca pero fresca. La mujer alzó los
hombros ante la falta de respuesta. Arturo reaccionó. La siguió, la detuvo de un brazo, pero lo hizo con
suavidad. ¿Dónde estamos?, preguntó. En Honda, respondió ella. Y Arturo pensó otra vez en el vértigo. Creyó
que estaba en una llanura poblada de tumbas y paladas de fango se trazaron en su mente. Cerró los ojos para
expulsar la visión. Se pasó las manos por las mejillas sudorosas. Déme una cerveza, dijo. Cuando la mujer
puso la botella en la mesa, Arturo la tomó de la mano. Le pidió que se quedara. La mujer hizo un gesto de
molestia. Tenía sueño y ya se iba, explicó. Me bajé del bus, replicó Arturo, tuve miedo de los hombres y me
bajé del bus. La mujer enarcó las cejas. Arturo siguió hablando de una comarca verde, tan lejana que parecía
un espejismo. Mencionó jóvenes caballos y una vaca en medio de paisajes lunares. Habló de una anciana que
cantaba en las noches para hacer dormir a niños asustados por la enormidad del silencio. ¿Qué le pasa?, dijo
ella riéndose. Arturo describió hombres de torsos desnudos, olientes a hierba, que amanecían radiantes y
anochecían taciturnos. Yo puedo hablar mientras llega el amanecer, dijo Arturo, sólo necesito que esté sentada
a mi lado. La mujer volvió a reír, pero esta vez hubo un fulgor tenue en sus ojos. Estoy rodeado de muertos,
continuó Arturo. Todos lo estamos, dijo ella. Soltó la mano y se sentó. Entonces de afuera terminó por llegar la
voz. Hubo una mirada entre las mujeres y ellos entraron. Lo habían seguido, ocultos bajo la oscuridad pegajosa
forjada por el río. Lo habían visto gritar en el puente con las manos en las orejas. Se rieron, pero en sus risas
había inquietud al ver que lanzaba manotazos a los árboles que bordeaban el parque. Rara esa caspa, había
dicho el más bajo en tanto vigilaban la penumbra de Honda y controlaban el sosiego sofocante en las flotas de
los buses. El más bajo empuñaba el akacuarentaisiete a todo momento. El otro, mientras caminaba, miraba
hacia la punta de sus botas. En la cantina preguntaron. La mujer levantó los hombros, dobló la boca y cerró los
ojos haciendo un gesto de displicencia. El bajo insistió agresivo. Tiene miedo, dijo ella, sólo tiene miedo y
quiere que lo escuche. La mujer trató de regresar a la mesa, pero una mano se interpuso.

Soy un fantasma, contestó Arturo. Y los encaró con la mirada intensa, les sonrió irónico y, antes de que ellos
reaccionaran, levantó las dos manos. Trazó con ellas una rápida cruz y los señaló a los dos. He dejado las
regiones de la luz, dijo, y ahora desciendo a las tinieblas donde ustedes son sus prelados. Sepultureros
insomnes, lo sé, pueblan las orillas de este río, yo logro verlos en sus ojos, y el horizonte es un mar de fuego
negro y en el cielo el humo planea como un pájaro agorero. La mujer le puso la mano en los hombros.
Cálmese, hombre, le dijo, por lo que más quiera. Arturo la miró y, con un tono que de pronto se tornó leve y
tembloroso, dijo que él era un maldito, pero que no quería adorar ninguna bestia. Y le tomó otra vez la mano.
Le rogó que se quedara. Usted es la claridad y ellos el légamo, continuó. El más alto, de pronto, lo empujó
hacia la silla. El otro pidió los papeles de identidad. Arturo rió de nuevo. Soy un fantasma, güevón, gritó. ¿No
se dan cuenta? Soy nadie, soy el que canta en el suplicio, el despedazado en las palabras y no comprendo las
leyes de ustedes. Mis ojos están sellados a la lava de sus armas. El bajo lo tomó del cuello, lo levantó hasta
tenerlo cara a cara. ¡Loco malparido!, le escupió. Enseguida, entre los dos, lo arrastraron hacia fuera. ¿Qué es
lo que estás diciendo?, preguntó el más alto. Las mujeres intervinieron y halaron a Arturo de un brazo. No ven
que está desjuiciado, alegaron. Pero en el forcejeo el delirio seguía. He llamado a los verdugos y aquí están,
siguió, he llamado a todos los flagelos y aquí están. Me ahogo en el barro, me asfixio en la sangre, estoy de
crímenes empapado y me horroriza la patria. Un golpe brutal de la culata interrumpió las incoherencias. Arturo
se fue de bruces contra el suelo. Las dos mujeres intentaron hacer un cerco protector. Una de ellas alcanzó a
pasar su pañoleta. La sangre rodaba desde la nariz hasta el mentón. En vano intentaron socorrerlo. Ambas
fueron empujadas contra las mesas. A Arturo entonces lo levantaron de los cabellos, lo tomaron de las axilas y
lo lanzaron a la calle. Frente a la noche, la luz de una lámpara los delineó durante un trayecto. Al fondo, en
dirección del río, una callejuela con muros descascarados finalmente los borró.

El negro preguntó por ellos. Había estado en las flotas de los buses y los había buscado en los tenderetes donde
vendían tinto. Las mujeres lo miraron con estupor, parado, como un inmenso ídolo negro, a la entrada de la
cantina. El temor hizo surgir la respuesta. Ellas contaron lo que sucedió. Él también había escuchado, mientras
seguía el rastro de sus hombres, algo del que hablaba solo. El camino fue indicado. Apartó a las mujeres y
ordenó sin palabras que se quedaran. Sus botas resonaron hasta desvanecerse en la oscuridad. Inmerso en ella,
y al borde del río, Arturo estaba arrodillado. Las sombras de los guardias, a su lado, se mezclaban a las
sombras de los árboles. Arturo buscaba sus raíces como si estuviera buscando un asidero. Indagaba en sus
follajes intentando un escape, pero sólo percibía un hoyo oscuro desde donde brotaba y se sumergía todo.
Quiso respirar pero no había viento. El mundo estaba detenido y un olor a aguas podridas inundaba el espacio.
Arturo sintió que lo agarraban de la cabeza. El acero del fusil le refrescó la frente. En su rostro la sangre se
había tornado grumos. La desdicha ha sido mi dios. Y ustedes son los progenitores de todas las desdichas, les
dijo una vez más. Pero los hombres lo tumbaron, la boca pegada al pantano. El bajo quitó el seguro del arma y
el otro lanzó la mochila al cauce. Fue entonces cuando el ámbito se iluminó. Un resplandor arrasó la mirada de
Arturo. Oyó pedazos de palabras que discutían, como hechas de ecos lejanos. Tenía las manos maniatadas,
pero logró voltearse. Cuando el chorro de luz se desvaneció, vio la figura a sus pies. Era más alta que las otras
y poseía un aura negra que brillaba en la oscuridad. Pensó en el primer nacido de entre los muertos, en el
príncipe de los reyes de la tierra, en el ángel que libera de la sangre y del pecado. Dos manos vigorosas lo
levantaron. Váyase, le dijo el negro. Y en las aguas del Magdalena un reflejo de sol tocó por fin los ojos de
Arturo.

* Este cuento forma parte del libro “Réquiem por un fantasma”, Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2006.

Pablo Montoya
(Barrancabermeja, Colombia, 1963)

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