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Una historia 1

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto
graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra
o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que
ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para
todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de
la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches


leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del
mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la
fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de
pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates
imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia
más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que
ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por
medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria
de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho
bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que
todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos
estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y
robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo
de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de
Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento
de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en
todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde
acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio
de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño
gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero
que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de
orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un
rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y
era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria,
porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión,
hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el
primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de
parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este
peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de
tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva
experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su
rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela,
que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el
del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le
podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero
tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba
acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que
mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de
estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y
así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a
hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su
parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo
que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto
nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este
pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de
donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia,
que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero
acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse
Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y
se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre
de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer
declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

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