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RESUMEN
A partir del siglo XV se inicia un proceso de demonización de las actividades mágicas que
coincide con la Querella de las Mujeres y desencadena la persecución y deslegitimación de las
sanadoras y parteras que quedan asociadas al estereotipo simbólico de la bruja. El análisis de la
deslegitimación de estas mujeres se enfoca desde una triple perspectiva: como un enfrentamiento
entre el saber empírico de las mujeres y el conocimiento científico masculino que implanta la
medicina como una profesión vetada a las mujeres; como una reacción contra la visibilidad pública
femenina que plantea la Querella de las Mujeres; y como una criminalización de las prácticas
mágicas ante la proliferación de los movimientos heréticos y paganos y la aceptación escolástica del
aristotelismo cristiano.
ABSTRACT
A process of demonization about the magic activities begins in the Low Middle Ages. This
process coincides with the Complaint of the Women and triggers the persecution and
delegitimization of the healers and midwives, that remain associated with the symbolic stereotype
of the witches. The analysis of the delegitimization of the power of these women focuses from a
triple perspective: as a clash between the empirical knowledge of the women and the scientific
masculine knowledge; as a reaction against the public feminine visibility that raises the Complaint
of the Women; and as a criminalization of the magic practices before the proliferation of the
heretical and pagan movements and the scholastic acceptance of the Christian aristotelism.
1
Este trabajo se ha realizado dentro del Proyecto I+D+i HUM 2007-65586 “La Querella de las Mujeres (ss.
XIV-XVI) y sus repercusiones sociales y políticas”, dirigido por la Dra. Cristina Segura Graiño.
siglo XV el discurso teológico sitúa la brujería como una de las grandes preocupaciones
eclesiásticas. La promulgación de la bula Summis desiderantus affectibus expedida por Inocencio
VIII en 1484 y la publicación del Malleus Maleficarum recrudecen la percepción de las mujeres
como seres naturalmente inclinados al mal y a los asuntos diabólicos. Aunque el miedo a la brujería
no estuvo tan arraigado en los reinos hispánicos como en otros países europeos, la representación de
las mujeres como seres inclinados a los asuntos demonológicos, la persecución de las tradiciones
paganas y la reacción eclesiástica contra los movimientos heréticos recrudecieron el discurso
misógino imperante que se institucionalizará en el Concilio de Trento.
El demonio, por tanto, constituía una verdadera obsesión para los hombres y mujeres de la Edad
Media. El diablo era el punto de referencia al que se acudía para explicar todo aquello que carecía
de una explicación racional, desde condiciones climatológicas adversas hasta malas cosechas, el
padecimiento de enfermedades y el nacimiento de niños con deformidades físicas. La imagen del
demonio se asociaba a animales tales como machos cabríos, sapos, cerdos negros, lobos y gatos, y a
figuras humanas de aspecto lúgubre y rasgos grotescos; unas imágenes alimentadas por las
descripciones de predicadores y teólogos que alimentaron la imaginación popular y la inspiración
de los artistas que dieron forma plástica a este imaginario. En este contexto demonológico se inicia
la demonización de la naturaleza femenina que impregna todas las manifestaciones artísticas
difundiendo la imagen de un nuevo Satán con cuerpo femenino.
“(…) ¿No sabes que tú eres Eva? (…) Tú eres la puerta del diablo, tú eres la que
abriste el sello de aquel árbol, tú eres la primera transgresora de la ley divina. Tú eres la que
persuadiste a aquél a quien el diablo no pudo atacar; tú destruiste tan fácilmente al hombre,
imagen de Dios; por tu merecimiento, esto es, por la muerte, incluso tuvo que morir el Hijo de
Dios” (TERTULIANO, 2001: 27).
San Agustín sienta las bases del “pacto diabólico” entre la bruja y el diablo que esté en el
núcleo de las persecuciones de brujas en la Europa Moderna y reconoce la capacidad del diablo para
adoptar formas corporales y mantener relaciones sexuales con las mujeres (SAN AGUSTÍN, 1984:
354-356). Y Santo Tomás de Aquino asegura que las mujeres pueden engendrar hijos del diablo
(SANTO TOMÁS, 1951: 17 y ss). Otros autores como San Antonio, San Buenaventura, San Jerónimo,
San Gregorio el Grande, San Juan de Damás o San Juan Crisóstomo definen a las mujeres como
armas del diablo, lanzas del demonio y centinelas avanzados del infierno. No obstante, la exaltación
de la naturaleza diabólica de las mujeres se sitúa en un segundo plano en la Alta Edad Media y
resurge con fuerza a finales del siglo XIV reforzando los argumentos androcéntricos que
deslegitiman las reivindicaciones de la Querella de las Mujeres. Hasta el siglo XV se mantiene la
idea agustiniana de que las mujeres son instrumentos mediadores entre el diablo y los hombres; los
demonios masculinos –íncubos- podían seducir a las mujeres y tener hijos con ellas extendiendo así
el mal entre la sociedad, pero no se concebía un origen femenino del mal. Esta idea surge con la
figura de los demonios femeninos –súcubos- y con los pactos entre las mujeres y los demonios que
difunde la literatura medieval a finales del siglo XIV como una estrategia de desautorización
femenina. La misoginia medieval radicaliza su discurso ante el cuestionamiento crítico que la
Querella de las Mujeres realiza sobre los postulados patriarcales.
“La razón natural explica que es más carnal que el varón, como se demuestra por sus
múltiples torpezas carnales. Podría notarse además, que hay como un defecto en la
formación de la primera mujer porque fue formada de una costilla curva, es decir, de una
costilla del pecho, que está torcida y es como opuesta al varón. De este defecto procede
también, que como es animal imperfecto, siempre engaña (…) Todas estas cosas de brujería
provienen de la pasión carnal, que es insaciable en estas mujeres. Como dice el libro de los
Proverbios: hay tres cosas insaciables y cuatro que jamás dicen bastante: el infierno, el seno
estéril, la tierra que el agua no puede saciar, el fuego que nunca dice bastante. Para nosotros
aquí: la boca de la vulva. De aquí que, para satisfacer sus pasiones, se entreguen a los
demonios. Podrían decirse más cosas, pero para quien es inteligente, parece bastante para
entender que no hay nada de sorprendente en que entre las mujeres haya más brujas que
entre los hombres. En consecuencia, se llama a esta herejía no de los brujos, sino de las
brujas” (KRAMER & SPRENGER: 2004, 106-107).
Como señala Girard, los perseguidores acaban por convencerse de que un pequeño grupo
de individuos, o incluso uno solo, puede llegar a ser extremadamente nocivo para la sociedad pese a
su debilidad relativa. Las acusaciones estereotipadas y conjuntas permiten focalizar con precisión la
culpabilidad de los chivos expiatorios y sirve de puente entre la pequeñez del individuo y la
enormidad del cuerpo social. La acusación acerca a los transgresores a los mecanismos
sancionadores y confiere unidad a la sociedad a través de la elección de un grupo claramente
definido sobre el que volcar el descontento social. Para que la deslegitimación del grupo social sea
efectiva “han de herirle directamente en el corazón o en la cabeza” o bien iniciar el proceso de
persecución a escala individual hasta extender el miedo a la transgresión a escala global.
Ante la amenaza de desestabilización del sistema patriarcal que conlleva la Querella de las
Mujeres, las autoridades androcéntricas responden desencadenando una reacción visceral contra las
mujeres que se dirige a dos esferas con una fuerte carga cultural: el ámbito puramente social y el
ámbito de lo inconsciente o imaginario simbólico. En el primero de ellos, se inicia un proceso
gradual de control social para recluir a las mujeres en espacios controlados por la autoridad
masculina -integración de los movimientos religiosos femeninos vinculados a la “devotio moderna”
en las órdenes religiosas-. En el segundo, se produce un recrudecimiento de la misoginia patrística
para revitalizar la impureza de la naturaleza femenina de la mano de la figura de Eva e intervenir
directamente sobre el cuerpo femenino para anular cualquier atisbo de autonomía femenina. En
esta segunda forma de control social, el cuerpo de las mujeres ocupa un lugar central. El control del
cuerpo femenino se convierte en una pugna social e ideológica que pretende cosificar a las mujeres
en una visión de su propio cuerpo como un elemento naturalmente impuro y sexual. La
deslegitimación de las curanderas y parteras en la Baja Edad Media constituye un primer ataque
contra el conocimiento empírico que tienen las mujeres sobre su cuerpo, y responde a una
deslegitimación entendida como un enfrentamiento entre el conocimiento empírico de las mujeres y
el conocimiento científico masculino; un enfrentamiento clave en la medida en que acaece en un
contexto marcado por la implantación de la medicina como profesión y para cuyo ejercicio se exigía
una formación universitaria que excluía a las mujeres de su práctica.
Vetar el conocimiento sobre el cuerpo limita la capacidad de respuesta de las mujeres ante
las interpretaciones androcéntricas de la naturaleza femenina. El traspaso del conocimiento
empírico femenino a la autoridad médica, que como toda autoridad es exclusivamente masculina,
supone no sólo la marginación de un saber ancestral transmitido generacionalmente entre las
mujeres, sino un conflicto de poder que vino acompañado de la demonización del chivo expiatorio a
quien se quería perseguir. En este caso, las mujeres. Por tanto, no es de extrañar que la
deslegitimación femenina en la Baja Edad Media fuera acompañada de la desvalorización de
aquellas mujeres conocedoras de los “misterios” de la naturaleza femenina: curanderas y parteras.
De este modo, y como una reacción represiva ante la Querella de las Mujeres, el imaginario
androcéntrico atenta contra el conocimiento del cuerpo femenino mediante la creación de la figura
mítica de la bruja-curandera cuyas características y “capacidades maléficas” se detallan en el
Malleus Maleficarum.
Durante la Baja Edad Media la acusación de brujería abarcó numerosos delitos, desde la
subversión política y herejía religiosa hasta la inmoralidad y la blasfemia. Pero todas las
acusaciones tenían como nexo de unión su condena a la naturaleza femenina. Tales acusaciones
partían de un núcleo normativo que demonizaba a las mujeres por el simple hecho de serlo. Los
autos de fe recogen tres acusaciones principales que se repiten sistemáticamente en los procesos
contra las brujas en la mayor parte de Europa: lascivia, organización y conocimientos mágicos o
saberes médicos empíricos. La acusación de lascivia responde al miedo androcéntrico a la
capacidad “castradora” de las mujeres y se erige como uno de los miedos primarios del imaginario
patriarcal. La simbología de las mujeres como castradoras de la masculinidad y la percepción de la
feminidad como una negación y mutilación de la virilidad despertó al mismo tiempo el deseo y el
temor masculino hacia la sexualidad de las mujeres. El deseo de ser poseídos por mujeres
sexualmente activas y el temor a ver mermada su masculinidad -mito de la vagina dentata- impulsa
una redefinición de la sexualidad femenina que bascula entre ambas pulsiones primarias, el deseo
hacia lo femenino y el temor hacia la sexualidad castradora.
Pero la mentalidad patriarcal no perfiló a las brujas sólo como mujeres sexualmente activas
sino que, además, estaban organizadas. La posibilidad de que las mujeres pudieran organizarse para
compartir y hacer uso de un conocimiento empírico que podía rivalizar con el saber médico
masculino que se impartía en las universidades suponía una transgresión peligrosa. El imaginario
simbólico patriarcal fomentó el temor a la capacidad de actuación colectiva de las mujeres
deslegitimando todas aquellas actividades grupales que se realizaban al margen de la autoridad
masculina. La creación de un imaginario poblado de aquelarres, sabbats y pactos colectivos con el
diablo fomentó la deslegitimación de las mujeres al incidir en el carácter demoníaco de la
naturaleza femenina.
“(…) Ahora bien, la causa de los deseos se percibe a través de los sentidos o del
intelecto, ambos sometidos al poder del demonio. En efecto, como dice San Agustín en el Libro
83, este mal, que es parte de demonio, se insinúa a través de todos los contactos de los sentidos;
se oculta bajo figuras y formas, se confunde con los colores, se adhiere a los sonidos, acecha
bajo las palabras airadas e injuriosas, reside en el olfato, impregna los perfumes y llena todos los
canales del intelecto con determinados efluvios (KRAMER & SPRENGER, 2004: 42).
La alianza entre la Iglesia, el Estado y la profesión médica alcanzó su mayor vínculo con
motivo de la deslegitimación del saber empírico femenino que desembocó en los procesos de
brujería. El papel de los médicos en los procesos inquisitoriales contras las sanadoras y curanderas
acusadas de brujería manifiesta la complicidad del discurso científico con la deslegitimación de la
Querella de las Mujeres. El Malleus subraya la importancia del asesoramiento médico para
determinar las acusaciones de brujería cuando afirma lo siguiente:
La finalidad de la deslegitimación del saber empírico femenino fue, por tanto, invisibilizar
la proyección pública de las mujeres en un momento histórico en el que el sistema patriarcal debe
hacer frente a varias amenazas que cuestionan sus cimientos ideológicos, políticos, sociales y
religiosos: la Querella de las Mujeres, la rivalidad del empirismo femenino frente al saber médico
universitario y la emergencia de movimientos heréticos que amenazan la unidad de la Iglesia. Para
eliminar su influencia progresiva en el ámbito público, el patriarcado recurre no sólo a la
persecución del saber femenino sino que, además, deforma la identidad social de las sanadoras,
curanderas y parteras a través de un complejo proceso simbólico que les convierte en “monstruos
femeninos”. De esta manera, el saber empírico y las mujeres sabias quedan estigmatizados como
elementos monstruosos y diabólicos capaces de alterar el orden social y desestabilizar el sistema;
son trasladados a los límites de la cultura y a la marginalidad social.
La mujer sabia cede paso al monstruo femenino que encarna todos los miedos
androcéntricos del sistema patriarcal. Es necesario, por tanto, analizar brevemente la categoría de lo
monstruoso y su relación con la proyección simbólica de las mujeres y el saber femenino. El
sistema social penaliza la transgresión de la norma mediante la exclusión de los sujetos
transgresores fuera de los límites de la cultura. La frágil línea que separa la cultura de la “nada”
expulsa al individuo al estado de naturaleza despojándole de todo aquello que le hacía socialmente
reconocible. La exclusión de la cultura supone el abandono progresivo de las convenciones sociales
y de todas aquellas cualidades que definen al individuo como un sujeto cultural. La cultura define y
delimita lo que somos, en la medida en que los referentes mediante los cuales el individuo se
percibe así mismo son de origen sociocultural. El género, la adscripción social, la educación o la
sexualidad son construcciones socioculturales que permiten que los sujetos se doten de una
identidad que les define en el entramado social y cuyo origen es igualmente cultural. Si el individuo
es cultura, su exclusión de la misma le despoja de todo atisbo de identidad, arrebatándole los
referentes sobre los que se había definido así mismo.
El sistema patriarcal penaliza la transgresión pero no ofrece alternativas para que las
mujeres puedan desarrollarse libremente como individuos autónomos sin caer en las redes de la
transgresión. En este punto, sería conveniente plantear hasta qué punto el sistema social se beneficia
de las transgresiones femeninas. Ya he mencionado con anterioridad que el sistema mantiene
reductos que permiten la ruptura de los límites socioculturales, en la medida en que la transgresión
refuerza el carácter punitivo y autoritario del sistema. Pero es conveniente analizar el papel
simbólico que juegan los monstruos femeninos –en este caso las brujas- en el imaginario
androcéntrico, enlazando así con el segundo nivel de aculturación que se sitúa en el plano
ideológico.
BIBLIOGRAFÍA