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¡Todo se ha consumado!
Los senderos cofrades llevan ahora
al mismísimo rostro, en su Retiro,
de la Virgen de Los Dolores.
No cabe mejor broche
para los días de pasión.
Las lágrimas derramadas de María
son lienzo donde se dibuja la Fe de un pueblo
que espera ansioso las horas de la resurrección.
Venerable Señor Cura Párroco de San Lorenzo, Señor Presidente de la Junta Parroquial
de Semana Santa, Sra. Concejala de San Lorenzo – Tamaraceite, Señoras y Señores,
¡Pueblo de San Lorenzo!
Sin embargo, aquí si volverá, ha vuelto ya, una Semana Santa que, en su lustre
de acción parroquial, es también semana grande para un pueblo con siglos de sentir y
latidos de semana mayor. Que no hay dicha tan grande, ni se percibe fervor igual, que
una mañana de Domingo de Ramos y bendición de palmas y olivos como la que
disfrutan los mas pequeños, al socaire del fervor de sus mayores, en este secular
templo, que hizo de la plaza su pasillo mayor. Y en ese Domingo de Ramos, en el
esplendor de la media mañana, se puede comprobar como bajo un palio de palmas la
fina luz atlántica va enhebrando las figuras, que siglo tras siglo, han compuesto la
peculiar y personalísima identidad de este pueblo en su “semana mayor”, en esa
Semana Santa que también tiene, por unos días al año, en San Lorenzo su particular y
sugerente Jerusalén pasionista.
Y es que aún hoy, como antaño, todo eclosiona en la mañana del Domingo de
Ramos, que también se ha conocido como “Domingo de las palmas”, cuando un
enorme gentío, palmitos y ramas de olivo en mano, tras su bendición en el Patio de los
Naranjos de la Catedral por el señor Obispo, en parroquias y ermitas de todo este
municipio, como también acontece en San Lorenzo, tras asistir a la eucaristía, vistiendo
las mejores galas posibles, pues siempre se dijo que “quién no estrena en Domingo de
Ramos, se le caen las manos”, se arremolina para acompañar jubilosos al Señor de la
Burrita por las calles isleñas.
En todo ello se mostraba, una vez más en el devenir de los siglos
“laspalmeños”, que si algo hay arraigado en Las Palmas de Gran Canaria esto es su
Semana Santa, que como recuerda el cronista Domingo J. Navarro “…era siempre
esperada con avidez…”, que como destaca el gran memorialista José Miguel Alzola
“…constituía cada año un acontecimiento que, por repetido, no dejaba de ser
esperado con deseo por los vecinos…” que a lo largo de la Cuaresma se preparaban
“…para tener acomodadas sus conciencias y también sus indumentarias a la grandeza
de los días solemnes por venir…”, y que como reseñó en la prensa Domingo Doreste
Fray Lesco era en sí misma “…la semana grande, los días de los recuerdos sublimes y
de las esperanzas eternas…”. Y a esa historia, una vez más, el pueblo de San Lorenzo
aporta una buena parte de ese sentimiento y tramoya de Semana Mayor del año.
En el alba y a contraluz
se presiente la silueta,
esbelta y nostálgica,
de una palma en su memoria.
En la distancia difuminada
su imagen se confunde
recortada en el firmamento
y en el azul atlántico.
El Martes Santo fue siempre uno de los días más sugerentes de la Semana
Mayor en Gran Canaria. Y en ello no fue ajeno San Lorenzo con sus cultos y su
posterior procesionar del tan venerado, con fervor de siglos, “Señor Atado a la
Columna”. Y es que, desde el siglo XVI este fue un culto insertado con gran arraigo en
la semana pasionista insular, que a finales del siglo XVIII se realzó con la impresionante
talla realizada por el gran artista Tomás Calderón de la Barca, que creó cofradía y
patronazgo. Una medida que a partir de entonces trazó, por la calles y plazas
vegueteras, la procesión del Cristo Atado a la Columna o “Cristo del Granizo”, como se
le denominó por los vecinos pues, como recoge el cronista Isidoro Romero Ceballos,
inesperadamente tras procesionar por las calles y entrar en la iglesia de Santo
Domingo, donde fue entronizada en 1779, al año siguiente de su primera salida
procesional, “…estando el cielo y la luna clara, con sólo algunos celajones tendidos en
la mitad de nuestra atmófera, repentinamente se abrieron sus pozos para arrojar sobre
la ciudad una granizada tan terrible, …”. Sin olvidar su inefable tarde de Martes Santo
se nos aparece de nuevo en el hermoso trono de plata cuadrilongo, plagado de
cristlinas tulipas encendidas en luminosas velas, y nos llegan con su paso aquellas
viejas coplas que, en un suspiro, sintetizan todo un hondo sentir: “Por las calles de
Vegueta/ sube el Cristo del Granizo,/ La Virgen de las Angustias/ y San Juan el
Morenito…”
Y creo que en todo esto, seguro que en mucho más, reside la íntima persuasión
legendaria que da a nuestra Semana Santa, a nuestras procesiones, su peculiar
carácter, esa misma identidad e idiosincrasia que ha tomado aquí en San Lorenzo,
asentada en el hondo sentimiento pasionista de su vecindario, de sus parroquianos.
Y así, en el aire suave del clima isleño en primavera, cualquier día de nuestra
Semana Mayor, pude siempre comprender que esta Semana Santa grancanaria tiene
también una palpable y atractiva singularidad. Es más, si cada pueblo tiene una forma
diferente de comprender y expresar la pasión de Cristo, la del nuestro es esta que
pudo, y puede hoy también, considerarse de las mejores. Y a ese Cristo, a ese Jesús
cuya humildad, y los propios agravios del Martes Santo en su Columna, engrandecen
en su misericordiosa divinidad, parecen alzados los versos de Alonso Quesada cuando
canta, en sus célebres versos, a Jesús de Nazaret,
Así, es esta una Semana Santa llena de intimidad, de solemne fervor, acariciado
en la memoria y la nostalgia de una y otra generación; de niños que portan navetas e
incensarios, de ciriales y cruces de guía –que aquí también se les llama “cruces
alzadas”-, de mantillas blancas y negras según la edad y la ocasión, del rosario rezado
por callejuelas y plazoletas detrás de un Cristo en procesión, de personajes
entrañables e inolvidables, como la figura de Anita Carvajal, que Fray Lesco recordaba,
en cada Semana Santa, no siguiendo a uno u otro paso, pero si discretamente en su
Plaza de Santo Domingo viendo la salida de la procesión del Miércoles Santo, y sobre
todo el trono de la Virgen. Y es que “Anita, tan experta en vestir las imágenes de su
parroquia, (…) había sido la autora de la toca de la Virgen, y de la posición de la mano
derecha de la escultura, que tan sabiamente acentúan la laxitud y abandono de la
imagen. Había sido una gran colaboradora de Luján Pérez”.
¡Ay! Y ahora queda por encontrarnos quizá una de las escenas con mayor
dramatismo, pero también con más hondo significado. Jueves y Viernes Santo son las
horas de la Última Cena; del Lavatorio de los pies; de la institución de la Eucaristía y del
Sacerdocio, la noche turbulenta de la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní.
Horas de oración silente, de recogimiento absoluto, tiempo de la “Hora Santa”, del
velo que se desgarrá en el Templo. Pero también serán las horas en que, en los
caminos de esta Jerusalén atlántica, en los senderos más personales de nuestras vidas,
nos encontremos, una vez más, las figuras serenas en el más hondo de los
sufrimientos, calladas cuando mucho tendrían que decir, y lo dicen con una sola
mirada. Es el paso pausado, cadencioso, cansado de tanto sufrimiento, de Nuestra
Señora de los Dolores y de San Juan Evangelista, ambas de candelero y señera historia
en este pueblo, que con tan entrañable cariño y devoción siempre las ha recibido
generación tras generación.
Y en estas horas sugestivas de la semana mayor de San Lorenzo, me vienen a la
mente los versos a modo de oración de uno de los grandes poetas grancanarios del
siglo XX, el teldense Saulo Torón, que ve como “En la calle”:
Pero éste pregonar desea ser sólo una llamada, un convocar con un pequeño
apunte de un ambiente, de un carácter, de un estilo propio y arraigado que define a un
pueblo y a sus gentes, a unas costumbres y a unas tradiciones que hacen muy propia la
expresión de algo tan universal como la pasión, muerte y resurrección de Cristo.