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La Teoría Social Contemporánea: el modelo fenomenológico.

1. El Siglo XX y los nuevos escenarios

Iniciamos esta clase teórica dando una primera coordenada temporal:


las principales corrientes del pensamiento sociológico contemporáneo
corresponden al Siglo XX. Este siglo es caracterizado por el
historiador inglés Eric Hobsbawm como un “siglo corto” pues hace
emerger sus principales cualidades en 1914 -con el estallido de la
Primera Guerra Mundial- y se hunde para dar paso a nuevas
configuraciones sociales, políticas y culturales en el año 1991 con el
colapso final de la Unión Soviética, la consecuente caída de la
mayoría de los llamados socialismos reales y la mundialización de la
economía de mercado. Teniendo en cuenta, entonces, esta
caracterización de Hobsbawm, podemos afirmar que la centuria
comienza con un acontecimiento de escala planetaria que precipita a
la humanidad a enfrentarse con lo peor de sí misma. La Gran Guerra
del catorce fue una guerra de masas. La confianza decimonónica en
que la ciencia y el desarrollo tecnológico eran la vía segura para el
orden y el progreso o la creencia en que la historia no era más que
un tránsito hacia la felicidad y la libertad humanas; todo ese
horizonte de expectativas con el que se cierra el siglo anterior,
decíamos, empieza a desgarrarse desde la primera década del SXX y
eclosiona en las trincheras de la Primera Guerra. Finalmente, la
tecnología -prometedora de alivios para el ser humano- terminó
siendo un huracán arrasador. Pensemos solamente en el desarrollo
de la aviación y lo que eso significó en términos de bombardeos sobre
territorios o en la aparición del tanque blindado sobre el teatro de las
operaciones de combate. No se trata sólo de un cambio en la

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capacidad de fuego de los estados sino además (y sobre todo) de
profundas transformaciones en las matrices de subjetividad ¿A dónde
nos había terminado conduciendo la modernidad con todo su cortejo
de creencias en la razón organizada como fundamento de una vida
común equilibrada y cuyos exclusivos portadores (los de la razón)
eran hombres y mujeres, todos por igual?  La propia ciencia, atributo
de una sola especie -la humana-, concluyó jugando para el lado de la
muerte en lugar de potenciar de la vida. Y toda experiencia hasta
entonces acumulada (plausible de transmisión entre generaciones)
acabó siendo negada por el hecho inenarrable del horror bélico. Con
una amargura que lo singulariza, el pensador alemán Walter
Benjamin, en un escrito de 1933, lo recuerda así:

“La cosa está clara: la cotización de la experiencia ha bajado y


precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una
de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es
quizás tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las
gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino
más pobres en cuanto a experiencia comunicable. Y lo que diez años
después se derramó en una avalancha de libros sobre la guerra era
todo menos experiencia que mana de boca a oído. No, raro no era
(...) Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por
caballos se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos
las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas
de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo,
quebradizo cuerpo humano.” (Benjamin, 1994)

2. Modelo fenomenológico: la conciencia siempre es


conciencia de algo

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En este contexto que acabamos de describir, surge un nuevo modelo
de pensamiento llamado “Fenomenología”. No vamos a detenernos en
especulaciones metafísicas porque aquí nos interesa, ante todo, los
modos en que este sistema de ideas fue traducido, adaptado al
método de las Ciencias Sociales. No obstante, para arribar a nuestro
objetivo no nos quedará otro camino más que serpentear por algunos
prolegómenos propios del pensar filosófico. Pero volvamos al
contexto ¿Qué salidas ofrecer a la encerrona del sujeto moderno que
creyendo marchar hacia la libertad guiado por la razón se precipitó
hacia la barbarie de la destrucción? Una posible fue el irracionalismo
bajo distintas formas, incluso bajo la forma de esa corriente de ideas
y sensibilidades que definió un clima de época y que pasó a ser
conocida como “vitalismo”. Ustedes tendrán presente que en las
primeras décadas de la centuria hubo, por ejemplo, grandes
demostraciones de voluntad deportiva: desde la creación de la
mayoría de los clubes de fútbol hasta hombres dedicados a batir
récords o realizar insólitos desafíos contra la naturaleza. Puede
gustarnos o no semejante culto a la fuerza física pero de lo que no
podemos dudar es de que se trata de una reivindicación de todo
aquello que se contrapone a la razón. Tan estrepitoso resultó ser el
incumplimiento de sus promesas de libertad. No es un desatino ubicar
al fascismo (a pesar de que uno de sus gritos más tristemente
célebres haya sido “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”) también
en esta saga vitalista. 
Sin ser del todo ajeno a esta verdadera atmósfera epocal, el
pensador y matemático checo Edmund Husserl funda y consolida un
proyecto filosófico al que llamará “Fenomenología Trascendental”. Su
objetivo fue entonces renovar a la filosofía y hacer de ella una ciencia
estricta. En los hechos, la fenomenología recoge el guante caído de la

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conciencia (en la que ya era difícil creer) para resistir a la fácil
tentación de embestir contra la razón. De esta manera, y desde el
plano de la creación conceptual, se logra resituar al sujeto como
soporte de la acción y le devuelve al mismo tiempo una dimensión
ética, es decir, la posibilidad de componer un orden social. Estaba
claro que aquella empresa filosófica no podía simplemente reponer
los ideales de la Ilustración, caídos por entonces en desuso, por no
decir en desgracia. Por lo tanto, si bien la conciencia vuelve a ocupar
el centro de la escena debe entenderse que, para la fenomenología,
la conciencia no es independiente de su contexto; no es -como sí lo
era para el pensamiento ilustrado del Siglo XVIII- algo indeterminado
que preexiste a los objetos que piensa; la conciencia no es, para la
fenomenología, el espíritu que desembarca en el mundo para hacer la
historia. No. Para la fenomenología, la conciencia es siempre
conciencia de algo; es decir, existe en tensión y determinada por la
coordenada espacio-temporal que define al sujeto en su “aquí” y
“ahora”. Vemos de esta manera que la pregunta por el “ser”,
característica de la especulación filosófica, es reemplazada en este
modelo por una indagación sobre las condiciones del “existir” o del
“estar siendo”. Esta simple proposición que hoy puede parecernos
casi obvia dio inicio a una de las aventuras intelectuales más
caudalosas de su siglo. Iniciada por Husserl, continuada por Martin
Heidegger (quien hizo del Dasein -o sea, el ser ahí- el concepto
central de su obra), ramificada en los franceses Sartre y Merleau-
Ponty y en general permeando en todos los pensadores más
importantes que atravesaron el siglo llegando incluso a influir en
Michel Foucault, la fenomenología supo también ser adaptada al
método sociológico. La principal figura de la sociología
fenomenológica fue el asutríaco Alfred Schütz y el conocimiento de

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sus dimensiones teóricas se lo debemos mucho a sus discípulos Peter
Berger y Thomas Luckmann. 

3. La Sociología Fenomenológica

Berger y Luckmann han escrito en conjunto un libro ineludible para


comprender el enfoque fenomenológico en Sociología. Se trata de La
construcción social de la realidad de 1966. 
Ahora bien, ustedes ya se estarán preguntando ¿cómo es posible que
para un modelo de pensamiento que hace prevalecer la conciencia y
el modo en que ésta es tensada por todo aquello que se le presenta
(habíamos dicho que “la conciencia siempre es conciencia de algo” y
que por lo tanto no existe una conciencia indeterminada ni un objeto
enteramente fuera de ella); cómo es posible -decíamos- hablar de
realidad -como si se tratase de un hecho- cuando en verdad de lo
único que podemos dar cuenta es de la experiencia subjetiva de las
cosas y no de su facticidad? Pues bien, si se piensa nuevamente en el
título del libro de Berger y Luckmann, veremos que propone todo tipo
de desafíos. Por ejemplo, que la realidad no es lo meramente dado
sino que es algo construido socialmente. ¿Y en qué momento se
incorporó la dimensión social al análisis si hasta ahora no nos
habíamos movido de la dimensión individual; es decir, de las maneras
en que yo -en mi aquí y ahora- soy afectado por las cosas que se me
presentan y tensionan mi conciencia? Vamos por partes: mi
conciencia (y esto es algo que lo sé sin necesidad de constatarlo a
cada paso) se mueve entre diferentes esferas de realidad que la
tensan con distintos grados de intensidad. Muy bien puedo distinguir
entre el modo en que se me presentan los sueños (con sus figuras
descarnadas) del modo en que se me presentan otros sujetos en la

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vida cotidiana. ¿Cuál de estas experiencias les parece que requiere
todos mis sentidos en alerta? ¿Cuál exige de mí un máximo de
atención? ¿Cuál se convierte para mí en el motivo pragmático que
guía mi conducta? Sin dudas, la realidad de la vida cotidiana. He aquí
que llegamos a uno de los nudos más importantes de la sociología
fenomenológica: la realidad que se impone de manera imperiosa
como si en efecto no fuera una experiencia subjetiva sino una pura
objetividad es, para la fenomenología, la realidad de la vida cotidiana.
Todo adquiere sentido para mí a partir de la vida cotidiana, a la cual
no experimento desde otra coordenada que no sea la del aquí de mi
cuerpo y el ahora de mi presente. Pero no estoy solo en la vida
cotidiana. Comparto tiempo y espacio con otros que, a su vez
experimentan subjetivamente -desde sus respectivos aquíes y
ahoras- la misma realidad, sobre la cual podemos ponernos de
acuerdo gracias a que seguramente hemos sido socializados en una
misma lengua y con similares códigos culturales. Esta relación “cara a
cara” que mantengo con los otros es la más importante para mí y
ocupa toda mi atención, como también lo es para él o para ella,
ocupando a su vez toda su atención. Por lo tanto, no es que la
realidad sea objetiva sino que se trata, antes bien, de una
experiencia intersubjetiva que mi conciencia, en el mismo acto de
experimentarla, termina objetivando; es decir, naturalizando como si
fuese algo que siempre estuvo allí. Pero soy yo, en mi relación “cara
a cara” con los otros quien, desde mi “aquí” y mi “ahora”, hace el
enorme esfuerzo de asignarle un sentido al mundo que me rodea o,
como le dicen los fenomenólogos, “el mundo de la vida”. 
Desde ya que el “mundo de la vida” no se agota sólo en lo que se me
presenta en el “aquí y ahora” de la situación “cara a cara”. Aún
cuando no está inmediatamente a mi alcance, sé perfectamente que
tengo un primo, una madre, un hermano que en este mismo

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momento deben estar en sus respectivas casas. Son mis
contemporáneos y acaso puedo pensar en ellos. Pero sólo como si se
tratase de un paseo imaginario. Porque lo imperioso para mí, y que
mediante alguna señal me pide que vuelva a la realidad, es el mundo
de la vida cotidiana que comparto con aquellos que se me presentan
“cara a cara”. Tampoco quiere decir esto que todo aquello que
experimento en la vida cotidiana sea ya conocido. Desde ya que se
me presentarán cosas de índole problemática. Por ejemplo, alguien a
quien creo conocer en sus expresiones me hace un gesto desconocido
hasta entonces. Quizás recuerden una publicidad de vinos en la que
un muchacho no lograba entender por qué su jefe había arqueado
inesperadamente una ceja ante cierta propuesta. Si tal situación
(problemática, por cierto) se nos presenta, el sentido común en el
que fui socializado junto a otros actores de la misma comunidad me
provee de una serie de herramientas que me permiten ir
decodificando aquello que en principio puede parecer un obstáculo
pero que iré disolviendo hasta incorporar en la zona de lo no
problemático y lo ya conocido. 
Tomemos otro ejemplo, en este caso un ejemplo que dan los propios
Berger y Luckmann: supongamos que tengo que cerrar cierto trato
con un cliente de nacionalidad alemana a quien aún no conozco. El
sentido común me indica que el hecho de no conocerlo puede ser
problemático a la hora de generar una corriente de confianza que
pueda facilitar el acuerdo. Sin embargo, también puedo saber
(gracias otra vez al sentido común) que en tanto que alemán, a mi
cliente puede gustarle que lo invite con una cerveza. Estos
conocimientos de receta provistos por el sentido común y que
generalmente están constituidos por prejuicios o estereotipos, son
llamados por Berger y Luckmann “esquemas tipificadores”. Y si bien
son útiles para dar un ordenamiento al mundo que se me presenta y

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asignarle un primer sentido, los esquemas tipificadores no pueden ser
tan rígidos que no me permitan adaptaciones y ajustes. Imaginemos
que nuestro buen cliente alemán está haciendo alguna dieta o
cursando un tratamiento para dejar de beber alcohol y yo no soy
capaz de modificar el esquema tipificador mediante el cual lo había
encasillado en la gaveta “alemán = cerveza”... ¿Cómo terminaría esa
situación? En lugar de estabilizar un vínculo, el vínculo se hubiera
vuelto imposible. 
A modo de cierre, como pudimos ver hasta acá, la sociología
fenomenológica tiene una poderosa base filosófica pero al momento
de verla funcionando es puramente descriptiva de lo que todos y cada
uno de nosotros hace para desenvolverse a través de la realidad de la
vida cotidiana. A esta destreza práctica para desenvolvernos en el
mundo de la vida cotidiana, mundo que si bien doy por establecido no
es en verdad otra cosa más que la objetivación de un proceso
subjetivo en el que también hay otros que salen a mi encuentro; a
esta destreza práctica para habitar al mundo de la vida, decíamos, los
fenomenólogos la llaman “actitud natural”. 
¿En qué consiste, pues, la sociología fenomenológica? En hacer de la
“actitud natural” un objeto de reflexión, compleja palabra esta que
indica doblarse sobre sí mismo para volver a pensar lo ya pensado.
Será necesario para ello “poner entre paréntesis” todas las
tipificaciones y prejuicios que organizan la aprehensión del mundo en
la experiencia de la vida cotidiana y así, mediante este procedimiento
intelectual que recibe el nombre de “reducción fenomenológica”,
alcanzar una actitud teórica que me abra las puertas al conocimiento
de las cosas y de todo aquello que las vincula entre sí. Sin dudas que,
como toda tradición teórica ha deja su legado, y por caso, un ejemplo
relevante es el del interaccionismo simbólico representado por
ejemplo en la obra de Erving Goffman y su análisis dramatúrgico.

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Esperamos que les haya sido de interés la clase. La fenomenología,
pues, no es tan sólo un sistema de ideas sino acaso, sobre todo, una
actitud que nos impulsa a pensar en nuestras prácticas diarias, en la
trama de estereotipos que organizan nuestro “mundo de la vida” y la
interacción con los otros, en los sentidos cristalizados de una cultura
y en todo aquello que en el hacer cotidiano hemos naturalizado y
que, en pos de ampliar nuestro horizonte ético, estamos
comprometidos a seguir pensando.

Bibliografía citada
- BENJAMIN, W. (1994), “Experiencia y Pobreza” en Discursos
Interrumpidos, Buenos Aires, Ed. Planeta Argentina
- BERGER, P. y LUCKMANN, T. (1989), La construcción social de la
realidad, Buenos Aires, Amorrortu.
- GOFFMAN, E. (2001). La presentación de la persona en la vida
cotidiana, Buenos Aires: Amorrortu.

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