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Como todas las madrugadas, la luz del sol era apenas una intuición en el horizonte, una posibilidad

cierta pero aun lejana. La oscuridad latente se abatía sobre la figura encorvada de los primeros
transeúntes que, ya a caballo, ya caminando, se dirigían a sus labores con la resignación que da la
costumbre.
Entre ellos iba un hombre bien parecido, de aspecto simple. Entrado en años y saberes, sus huesos
acusaban recibo de una vida entera de temporales a duras penas capeados, de trabajo a sol y sombra,
de manos callosas y camisas mojadas. Ibrahim llevaba por nombre, aunque todo el mundo lo
conocía por “El Turco”. En un irónico corte de mangas a su sino, no se le conocía descendencia
alguna. Asentía con media sonrisa cuando le preguntaban por antiguos amoríos, pero nunca desde
que llego al pueblo se le había visto acompañado de mujer alguna.
Si bien ya hacia tiempo que le había llegado la hora del descanso, cada mañana se levantaba de su
catre, tomaba su te amargo y caliente (“como la vida”, solía decir a quien quisiera escucharle) y se
echaba a la calle, siempre con el mismo derrotero.
Los paisanos que recorrían el viejo camino lo veían llegar, paso firme y sin apuro, a la caseta de
piedra que señalaba la parada de ómnibus. Todos los días, sin faltar uno, el Turco se paraba al
abrigo de la caseta, dejaba a un lado su sombrero, y se disponía a esperar. Saludaba al paso de la
gente, y no parecía tener mas ocupación ni afición que esperar allí, pendiente de la venida del
coche, entrecerrados los ojos observando en lontananza.
Solo había un detalle que prefería pasar por alto. Cuando algún forastero acertaba a pasar por allí y
lo veía recostado sobre la pared de piedra, tenia la precaución de avisarle:
-vea caballero, no es asunto mio, pero sabe usted que este bus dejo de pasar hace unos 10 años,
verdad? No sea cosa que lo espere en vano...
Ibrahim sonreía y saludaba.
-Vendrá, este usted seguro.
La gente del pueblo se cuidaba muy bien de intervenir, sabedores de la obsesión del buen hombre
para con el transporte ausente. En general, por deferencia, se limitaban a guardarle un sitio en la
barra del único bar del pueblo, al que acudía al bajar el sol, sudoroso y cansado de estar allí parado
esperando. Los parroquianos le pagaban las cañas a condición de que les contara historias de
juventud, muchas de las cuales tomaban por desvarios propios de una mente que empieza a declinar.
Ibrahim bebía, contaba y sonreía; sabiéndose escuchado. Su vida era rica en anécdotas, y el no le
escatimaba a la lengua mientras la cerveza fría siguiera corriendo. Entrada la noche, se dirigía a su
casita en los margenes del poblado, se acostaba nuevamente en su catre y dormía el sueño de los
justos hasta llegar el alba.
Todos los días durante años se repitió el mismo circulo. Ya formaba parte del patrimonio del pueblo,
de sus costumbres, de su quehacer diario.
Un día de abril, el cielo amaneció rojizo. Los animales se revolvían, inquietos, y los pájaros
graznaban mas de lo usual. Alguna nube se veía en el horizonte, ya trayendo noticias de las lluvias
venideras. El viento brillaba por su ausencia, y quizá por ello el aire estaba pesado, turbio.
Ibrahim se levanto sonriendo. Tomo su te, y se echo a la calle.
Los labriegos somnolientos se sorprendieron al verlo avanzar por la calle mayor rumbo al viejo
camino: algo en su mirada había cambiado. Sonreía, como siempre, pero había un destello en sus
ojos que hacia tiempo estaba apagado.
Se paró en el mismo lugar de siempre, mientras el día comenzaba a clarear.
Esperó. Esperó. Esperó.
Saludo a los acostumbrados paseantes, mascullo algo entre dientes, y siguió esperando, la vista fija
en el camino.
Esperó, esperó, esperó.
Las horas pasaron, y nada hacia suponer que el día fuese a ser distinto. Otra vez iría al bar, otra vez
contaría historias, otra vez bebería por la cara, otra vez iría a dormir. A los ojos del pueblo, nada
había cambiado.
Esperó, esperó, esperó.
Con el ultimo rayo de sol guardándose tras la montaña, le pareció avistar una luz a la distancia.
Su sonrisa se transformo en una mueca de alegría al divisar la silueta de un viejo colectivo que a
paso cansino avanzaba hacia el. Ajada la pintura, mellados los vidrios, humeante el motor, todo en
el parecía remitir a la decadencia misma.
Con un trabajoso chirrido de frenos, se detuvo en la caseta.
Ibrahim espero.
Se abrió la puerta, oxidados los goznes, sucias las barandillas.
- hace tiempo esperaba – comento dirigiéndose al conductor
- el destino no tiene horarios – dijo la voz gutural que emanaba del bus
- ya no importa, sabia que vendrían.
- Suba de una vez, esta es la ultima parada
Ibrahim sonrió.
Una polvareda envolvió el coche al arrancar, desapareciendolo tras una densa nube. Cuando el aire
se aquieto, el cielo había vuelto a su color ordinario, y ya el viento corría libre por el valle.
Al anochecer, extrañados por la falta de su osamenta recostada en la barra, los parroquianos
acudieron en masa a la caseta, dispuestos a encontrar a su Anciano.
Su cuerpo frio yacía en la piedra, despojado de alma. Una sonrisa pintaba sus labios aun escapando
al dominio de la muerte, dejando ver su inquebrantable espíritu hasta el ultimo suspiro.
Nada se supo sobre el autobús. Nadie lo vio pasar, nadie lo oyó, nadie noto siquiera el cambio del
ambiente. Solo unas huellas marcadas en el camino dieron la pista, dejando ver a los mas sabios que
por fin aquel hombre, en su fe infinita, había llegado a su ultimo destino.
Los días siguieron siendo igual de apacibles en aquel pueblito del valle, la gente siguió
levantándose al alba para ganarse el pan, y el mundo siguió siendo mundo.
Dicen, eso si, que cada cierto tiempo, alguno de los viejos del pueblo se asoma por la caseta,
esperando ver la silueta fantasmal acercándose.

Nunca se sabe cuando el destino se detendrá en tu parada...

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