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La censura llegó hace rato


Sergio Olguín

Entre mis lecturas de infancia se cuentan muchos libros de Julio Verne, Las aventuras de
Huckleberry Finn de Mark Twain, La Iliada, La Odisea, las Mil y una noches, entre muchos otros.
Leía sobre todo libros publicados en la Colección Roja de Billiken. Muchos años después descubrí
que realmente no había leído esos libros sino versiones resumidas y editadas de esas obras. No solo
eran versiones más cortas, sino que también habían perdido en el camino las escenas de sexo (Las
mil y una noches), las de violencia explícita (las de Homero), el lenguaje brusco (Mark Twain), etc.
Debo reconocer que cuando lo supe me sentí estafado y que al día de hoy me queda un poco de
resentimiento en contra de los editores que adaptaban y censuraban a la vez.

Es muy probable que muchos supongan que eso está bien. No hay por qué entregarle a un chico un
libro que no se ajuste a la educación que le quieren dar sus padres, que seguramente quieren evitar
escenas fuertes. Cuando mis hijos eran pequeños les adelantaba y omitía el comienzo de Buscando
a Nemo para que no sufrieran con la muerte de la madre y sus hermanitos. Lo habría seguido
haciendo hasta los veinte años, pero aprendieron a manejar el reproductor de DVD mucho antes y
me dejaron afuera de las películas que veían o de sus videojuegos (intenté retrasar la llegada del
GTA todo lo que pude).

Tal vez por todo esto, no me sorprendió el anuncio de que se iba a “suavizar” la obra de Roald Dahl
para mantenerla en el mercado de libros infantiles. Expresiones que no nos preocupaban a nosotros
o a nuestros padres hoy resultan molestas, hacen ruido a padres jóvenes. Las reacciones negativas
a esta censura vinieron de lectores que analizaban la situación desde la edad adulta: “cómo nos van
a censurar a Roald Dahl”. Tal vez si a esas mismas personas les preguntaran qué les dan a leer o
ver a sus hijos, sabríamos que en otros casos la censura no les preocupa tanto como creen.

No es mi intención defender los cambios a los libros infantiles de Roald Dahl. Muy por el contrario,
me parece una estupidez que se edite a un autor para aggionarlo a la infancia actual. Si a los padres
no les gusta cómo escribe Dahl, que no sean perezosos y busquen a otros escritores más acordes
con sus intereses. No arruinen la literatura, ni siquiera por una buena causa.

Más preocupante es la ridícula propuesta de quitar referencias que puedan resultar molestas para
las almas de cristal contemporáneas en la obra de Ian Fleming, el creador de James Bond. A ver si
se entiende: en esas novelas de espionaje, lo que resulta inquietante o disruptivo es alguna
expresión de tipo racista, pero no que el protagonista tenga licencia para matar a los enemigos del
imperio británico. La propuesta no es que ahora James Bond recurra a la Corte de La Haya para
resolver sus problemitas con otros espías, sino que antes de matar no vaya a decirle negro a su
víctima. Este mundo de pavos es el que propone la cultura de la corrección. El camino del infierno
está lleno de buenas intenciones editoriales.
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Las bellas historias de Dahl y las aventuras de muy moderado erotismo del polifacético James Bond,
a punto de ser censurada por sus editores, hicieron mucho ruido. Pero sería muy inocente pensar
que se trata de dos casos aislados. Vivimos en un mundo en el que la censura es la norma, como en
los tiempos de Torquemada y su simpático equipo de inquisidores. Es cierto, antes a los artistas se
los sometía a tormentos físicos y se los quemaba, hoy se los acosa por redes sociales, se los
cancela, se les quita la posibilidad de seguir mostrando y difundiendo sus obras. Nada más.
Indudablemente, hay una mejora en el humanismo de los millennials y centennials con respecto a la
sociedad medieval.

En un terreno donde la censura y la sobreprotección del público adulto las hemos asumido y tomado
con toda naturalidad es en las traducciones. Entren a una película de Netflix, o de Amazon. No solo
les van a avisar si hay escenas de “tabaquismo” para que preparen su espíritu antitabaco, sino que
los subtitulados van a cuidar de no ofenderlos. Si un personaje insulta fuerte en su idioma, se van a
encontrar con que el subtitulado suaviza sus palabras con un esfuerzo que hubiera emocionado a
Miguel Paulino Tato. Las plataformas nos cuidan del lenguaje malsonante.

Pero esto ocurre incluso en la traducción de literatura contemporánea. Tomemos un ejemplo, ente
muchos otros posibles: la novela El país de los otros (Le pays des autres), de la franco marroquí
LeÏla Slimani (aprovecho y les digo: lean todo lo que puedan de Slimani, una autora joven brillante y
muy lúcida). “En cierto modo era como una hija”, dice la narradora sobre un personaje femenino,
pero la traductora decide quitar la línea siguiente (ni siquiera la traduce, la hace volar), que
simplemente decía “porque la había visto salir de la vagina de la madre” (elle l´avait vue sortir du
vagin de sa mère). Por lo visto, la traductora Malika Embarek López nos quiso evitar una imagen tan
elocuente. Más adelante, un guía varón delante de un grupo de chicas tiene las manos “cruzadas
sobre el bajo vientre”. Habría que discutir hasta donde llega el bajo vientre porque Slimani escribió
que tenía las manos “delante de su sexo” (devant son sexe). La traductora podría alivianar la obra de
Roald Dahl. Haría bien el trabajo.

Un artículo de Ernesto Hernández Busto en Letras libres cuenta en detalle cómo se suavizaron las
expresiones y escenas sexuales de Lolita de Vladimir Nabokov en la traducción de Enrique Pezzoni.
El libro y su traducción son clásicos indiscutibles.

¿A quiénes creemos cuidar cuando el mundo editorial o audiovisual hace estos desastres? ¿Por qué
pensamos que al público adulto hay que tratarlo como a chicos? ¿Realmente alguien piensa que hay
que dejar de pasar canciones que sean agresivas contra algún colectivo o grupo social? ¿Tenemos
que dejar de leer libros que cuenten historias que se dan de culo con la corrección política, tanto de
derecha como de izquierda?

Lo más grave no es que le cambien las palabras a la obra infantil de Dahl, o se metan con las
historias de Fleming. Ellos ya escribieron los libros como quisieron y van a sobrevivir a los intentos
de censura. Lo grave es que con esto alimentan (editores y lectores) un mundo de censura previa.
Les dicen a los escritores “ojo con lo que escriben, porque les vamos a caer si no comparten nuestro
pensamiento”. Nos enojamos por lo de Dahl porque es correcto hacerlo, pero nos callamos cuando
los censurados son tipos desagradables, que escriben libros o canciones indefendibles desde el
código penal o hacen películas alejadas de nuestra ideología. Y pretendemos entender la cultura
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desde nuestra mirada, que consideramos siempre la correcta. Los escritores tienen el desafío de
volar más alto que el dedo acusador de las redes sociales y del temor de los editores. Pero el
lector/espectador tiene un desafío más difícil: dejar de ser parte de la trama censora.

Página 12 - 11 de marzo de 2023

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