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Cuando hablamos de filantropía, corremos el riesgo de pensar en grandes

fundaciones, personas o corporaciones que prestan su ayuda a quienes la


requieren; lo cual pudiera inducirnos, erróneamente, a pensar que alguno de
nosotros no puede ser un filántropo o minimizar el alcance de nuestra buena
intención, paralizándonos en nuestra acción.

Ante esta situación, la primera pregunta que debemos hacernos es qué es la


filantropía; a lo cual, con apoyo del Diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española respondemos, que es, el “amor por el género humano”. Una palabra
cuya raíz proviene del griego y que a nuestro entender implica empatía, humildad
y amor incondicional por el otro, sin esperar nada a cambio.

Como apreciamos, este concepto implica, necesariamente, hablar del amor, que
es el sentimiento más poderoso que existe; pero también una virtud que involucra
la compasión, la bondad y la preeminencia de la preservación del género humano,
por encima del pensamiento individualista. Ahora bien, la filantropía no puede
apreciarse como un concepto inerte que subsiste solo en la intención o el deseo
del bien por el otro, sino que el mismo involucra, necesariamente, la acción, es
decir, materializar ese amor por la humanidad en acciones concretas.

La segunda interrogante que podemos formularnos es, por qué practicar la


filantropía; y como parte de su respuesta argumentamos que amar al prójimo nos
permite ver el amor que sentimos por nosotros mismos. Solo podemos dar lo que
tenemos, no en sentido material, sino de la esencia que nos constituye como
seres humanos. Así, la filantropía constituye un camino hacia la plenitud, una
experiencia biunívoca que genera bienestar en ambas partes, ya que se nutren
por igual, el que recibe esa muestra de amor como quien ejercita la actividad.

Practicar siempre la filantropía, es decir, cuándo y dónde nos sea posible,


responde la tercera y cuarta interrogante. No se trata de tiempo o espacio, sino
que debe erigirse como una rutina intrínseca del masón, exteriorizar, a través de
acciones, su amor por la humanidad.
Para qué practicar la filantropía, resulta, quizás, la interrogante más difícil de
responder, ya que implica conocer quiénes somos, de dónde venimos y hacia
dónde vamos, hacernos conscientes de nuestro camino, reconocernos e identificar
el sentido de nuestras vidas; y de esta forma, amando nuestro camino, amaremos
al prójimo, brindándole ayuda sin intención de controlarlo o esperar recompensas.

Debemos cuidarnos de practicar filantropía solo para tener identificación con


nuestra augusta orden. A pesar de que la masonería se consagra como una
institución, esencialmente, filantrópica, esto debe nacer de nuestra condición de
ser humano y no del grupo del cual formamos parte, para que esta actividad
enriquezca, realmente, el sentido de nuestras vidas. El amor por la humanidad no
es impuesto y por ello la masonería es un medio que facilita las herramientas para
hacer esto posible.

La filantropía debemos practicarla, aún más, en tiempos de crisis; recordando que


no se trata solo de entrega de dinero o bienes materiales, sino de la atención del
otro, que no es solo el hermano masón, sino de la viuda, el mendigo o de todo
aquel que pueda aquejarlo un problema y que pueda estar a nuestro alcance
brindarle una mano amiga y fraternal para superarlo. Concibamos, libres de
constreñimiento, el amor por los demás como un concepto dinámico que crece y
se transforma, constantemente, en su forma; pero que mantiene su esencia
inalterable y reside en nuestro corazón, desde donde lo propagamos, diariamente,
a los demás.

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