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El lunes había tomado la decisión de suicidarme. Pero no como producto de una depresión
severa o de alguna deuda o de alguna mujer desalmada que me hubiera traicionado. No.
Simplemente la pura gana de llevarle la contraria a Dios, la naturaleza, el destino o como le
llamen ustedes. ¿Cómo es eso que yo no puedo decidir cuándo acabar con esta vida (iba a
decir de mierda pero mi vida no es de mierda)?
Ya con el apoyo de mis amigos y familia fui al puente El Incienso, el clásico punto de
suicidio. Quería que la última sensación fuera de vértigo. Ya situado en el puente, decidí
llamar a Humberto.
—Mira mano, ya estoy aquí en el puente, a punto de tirarme —le dije envalentonado.
—Yo estoy contigo bro, tú sabes que puedes contar conmigo para todo.
— Gracias, sólo llamaba para despedirme. Si voy al cielo o al infierno, vengo a contarte
cómo es la onda, así como habíamos quedado.
—Me canso ganso!!. Así cuando me encuentren los bomberos tendré la cabeza insertada en
el tronco, y no como con los morros que se tiran de pie, que tienen el fémur metido entre
los pulmones. Yo soy de los huevudos bro.
Al terminar la plática, no voy a negar que me entró un poco de tristeza, al fin y al cabo soy
un ser humano.
—Hola tío, soy Paoli —dijo una vocecita al otro lado de la línea—. ¿Qué estás haciendo
tío?
—¡Es cierto! El domingo cumples los cinco, gorda!!. Tal vez no voy a estar.
—Yo me voy a poner triste si no vas tío —dijo con voz apagada la Paoli.
—Sí claro.
Me quedé un rato viendo al vacío, con las palabras de la Paoli todavía sonando en mis
oídos. Me volteé, subí la baranda de regreso y me fui caminando a la oficina.
Otra vez que no lo hiciste, eres un tonto!!, me dijo el Humberto cuando le conté. Soy un
cobarde, qué le vamos a hacer, le contesté.