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Opinión

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TRIBUNA:

¿Votar?

ANTONIO ESCOHOTADO
25 MAY 1991 - 00:00 CEST

El sistema democrático nació con la expresa finalidad de


impedir que el poder político correspondiera a una clase
social -cualquier clase-, y para evitarlo arbitró varias
garantías. Entre ellas estaba que los cargos políticos no
fuesen remunerados (el funcionario, sencillamente, recibiría
un estipendio igual a sus ingresos privados previos), que no
fuesen renovables más allá de uno o dos mandatos, que se
persiguiera como delito grave hasta él más insignificante
lucro económico derivado de la función pública
desempeñada y que su gestión estuviera presidida por una
escrupulosa transparencia.En definitiva, la meta era hacer
imposible que el Gobierno fuera el robo vitalicio de otras
eras, devolviéndolo a su naturaleza de temporal engorro para
hombres honrados. Ciertas tareas seguían siendo necesarias,
y desempeñarlas con esmero tendría como compensación el
respeto de los demás. Así sigue funcionando este principio en
Suiza, donde el presidente de la Confederación es un
ciudadano indiscernible de cualquier otro, prácticamente
desconocido, que cede su puesto cada año y viaja en autobús
por Berna como los demás, sin el menor asomo de pompa
protocolaria y privilegio a su alrededor.

Que en casi todo el resto del mundo el poder político haya


conseguido volver por sus antiguos fueros, reconvirtiéndose
en un medio y un modo de vida perpetuo es cosa inseparable
de las organizaciones llamadas partidos. Dejando de lado la
diferencia original entre reformistas, revolucionarios y
conservadores, la aparición de los partidos llamados de
masas -por contraste con los partidos llamados de cuadros-
define un cambio decisivo de estrategia. Ahora el núcleo es
una facción orientada a recibir donaciones de simpatizantes
singulares o colectivos, que ayudan a montar con más lujo
sus periódicas carpas electorales, prometiendo devolver esos
favores desde los despachos conseguidos en la
Administración local o central. El esquema ha funcionado
tan satisfactoriamente que hoy no sólo las carpas, sino una
amplia infraestructura de personal y servicios son sufragados
también con generosidad por el erario público.

En justa correspondencia, la facción pasa a ser un


compromise party, o partido de compromiso, que se
caracteriza por una camaleónica flexibilidad. Debe encontrar
un líder algo carismático, pero no mucho; un programa
nuevo, pero no demasiado; unos eslóganes atractivos, pero
inconcretos, y concurrir a los comicios con el invariable lema
de conservar y ampliar poder. Adherirse resueltamente a
cualquier propuesta distinta del tópico podría aumentar el
número de votos entregados a competidores, reduciendo la
clientela propia.
:
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.

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"Es sano", escribió ya en 1961 Willy Brandt, "que los partidos


presenten propuestas similares o incluso iguales en
diferentes campos, pues las prioridades y acentos son cada
vez más importantes para la formación de opinión".
Evidentemente, es sano si por salud se entiende ampliar las
zonas de influencia y las arcas de una determinada empresa
mercantil, y mortalmente insano para sociedades que en vez
de lavados cerebrales (formación de opinión) necesitan
gestores honrados e independientes de su patrimonio
común.

A pesar de la cháchara insultiva que reclaman los mítines en


época de elecciones, hace falta ser muy obtuso para no
percibir que los partidos de masas -y los aspirantes a tal
estatuto- poseen intereses por completo idénticos. Son
gremios que representan la quintaesencia del inmovilismo, y
por eso no sólo aspiran a conservar y ampliar poder, sino a
:
que los competidores se mantengan en su misma actitud, si
es posible como parientes pobres o minusválidos de turno.
Dado que unos y otros prometen por prometer y hablan por
hablar -pues en eso consisten las cuestiones de acento-, la
discusión entre programas distintos se resuelve en ruidos
con distinto timbre.

Desde luego, la actitud hace aguas aquí y allá, generando la


certeza de que el sistema parlamentarlo ha llegado a un
atolladero desde el que sólo se fabrican demagogia y
corrupción. La informática actual, pongamos por caso,
permite sin problema alguno instaurar formas de
democracia directa donde hoy reina la indirecta, con la
consiguiente y drástica reducción de representantes. Sin
embargo, el negocio aparejado a presentar una mera
apariencia de pluralismo es tan descomunal que los
compromise parties siguen creciendo en número y tamaño.
Para evitar que los pequeños dejen de serlo, secciones de los
grandes inscriben diversas formaciones amparadas bajo
siglas análogas; gracias a ello, por ejemplo, tenemos media
docena de partidos verdes.
:
Tal como la Ley del Suelo acosa a quienes deciden hacer o
rehacer una casa con sus propias manos mientras transige
con especuladores que destruyen la tierra construyendo
montañas de chalés adosados, la Ley Electoral acosa a
quienes tratan de preparar futuros viables mientras apoya a
quienes hipotecan y vuelven a hipotecar la vitalidad de un
país. De ahí un desencanto generalizado, que expresan
índices crecientes de abstención a la hora de votar; hace va
tiempo, casi todos los países llamados democráticos son
gobernados -incluso con mayoría absoluta- por facciones que
muy rara vez cosechan una quinta parte de los votos posibles.
:
Como correctivo al desencanto, sucesivos contubernios del
Ejecutivo, el legislativo y el judicial han revocado una a una
las garantías que el sistema democrático arbitró para evitar
el surgimiento de una clase gobernante. Primero se hicieron
remunerados -y bien remunerados- los cargos políticos, de
manera que sus ostentadores no los aceptaran con un
espíritu de responsabilidad y pulcritud, sino con el ánimo de
quien ha sido invitado a forrarse y mangonear; un hito en
semejante línea fue el boicoteo de legisladores y gobernantes
a la encuesta sobre patrimonio de los políticos. Luego se
blindaron esos cargos, otorgando a sus titulares grandes
ventajas procesales y sustantivas si resultaran estar
implicados; en delitos. Por último, es inminente la
aprobación de un paquete legislativo que incluye la
sacralización del secreto oficial, negando a los ciudadanos el
derecho de conocer -y corregir en caso de error- la
información que sobre ellos almacena la Administración
cuando semejante cosa interfiera con cuestiones de
seguridad.

Hemos llegado así a una situación tan segura para jerarcas y


compromisarios como insegura para los demás. Ahora la
propaganda oficial aconseja olvidar este conjunto de cosas y
darnos el gustazo de elegir representantes. Pero ni siquiera la
exigua prerrogativa de votar cada dos años está libre de
radical manipulación, porque el procedimiento de las listas
cerradas vincula las posibilidades de salir elegido al puesto
ocupado en cada tema; dicha circunstancia eleva al máximo
la discrecionalidad del partido y reduce al mínimo la del
elector.
:
Nada conviene tanto a los actuales representantes del Estado
como que se mantenga la farsa de una voluntad popular,
libremente formada y periódicamente expresada. Nada
contribuye tanto a exponer la farsa como no participar -o
acudir con una elocuente papeleta en blanco- a esa fiesta de
las urnas que periódicamente legitima a una clase política
incompatible con la propia democracia.

Algún aspirante a alcalde o concejal podrá objetar que peor


sería seguir siendo nombrados a dedo por Franco. Sin
embargo, aquello se pudrió solo, como quizá le toque a esto
algún día, y si recordamos hoy el ayer es desde la perspectiva
del viejo dicho: "No me pesa tanto la enfermedad que pasó
como la mana que le quedó". Este refrán se adapta bien al
estado actual de la cosa pública, especialmente si se liga con
aquel otro que dice: "Es preferible la guerra a la gorra,
porque la guerra se acaba, pero la gorra no se acaba nunca".

Antonio Escohotado es profesor titular de Sociología de la


UNED.
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