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La paz total, el discurso utópico de Gustavo

Petro
La grandilocuencia de los lemas del presidente muestra que
ofrece a sus electores proyectos radicales que encierren una
visión optimista de futuro
Gustavo Petro ha dado pasos muy rápidos para implementar los cambios
prometidos, entre ellos una reforma tributaria que fue aprobada en un tris tras,
y que pretende obtener recursos suficientes para adelantar sus políticas
sociales; una reanudación necesaria de las relaciones bilaterales con
Venezuela; y la entrada en negociaciones con los grandes terratenientes para
que le vendan al Estado tres millones de hectáreas que servirán para llevar a
cabo la reforma agraria con la que el presidente aspira a combatir la pobreza
campesina. Su apuesta más importante hasta ahora, sin embargo, parece ser la
de “la paz total”, que ha comenzado por las conversaciones con el ELN, un
grupo guerrillero especialmente violento, que ha causado daños ecológicos
inmensos y cometido graves delitos contra los Derechos Humanos, y que
aunque sufre desde hace mucho un desgaste ideológico significativo, no puede
decirse que esté acabado, pues tiene casi cinco mil miembros y ocho frentes de
guerra. A las conversaciones con esta guerrilla, en un gesto audaz e
inteligente, el gobierno ha incorporado al líder de derechas más recalcitrante
de la élite agraria, José Félix Lafaurie, quién muy seguramente terminará
pateando la mesa y de paso posibilitando que el gobierno afirme que con los
intransigentes poderes de siempre no se pueden lograr acuerdos.

La retórica de Gustavo Petro es muy propia del populismo de izquierda. En


cierto momento de su campaña habló, por ejemplo, de la necesidad de una
“política del amor”, un concepto que pareciera articular un valor cristiano (el
presidente se reconoce cercano a la Teología de la liberación, y ha
mencionado en su discurso a Jesús y a San Francisco de Asís) con ciertos
postulados freudianos, lacanianos o desarrollados por Badiou; una mezcla
ideológica que revela lo que en parte es: un líder mesiánico en el que perdura
el espíritu romántico de sus años de militancia guerrillera. Petro tiende
también a la hipérbole, algo que se ve en algunas de sus consignas. La más
rimbombante de todas propone hacer de Colombia “una potencia mundial de
la vida”, un lema que suena muy deseable desde lo ecológico (Colombia es
uno de los países con uno de los índices más altos de biodiversidad) y también
desde la conquista de los derechos humanos, pero que como promesa resulta
desmesurada, al menos para cumplirla en cuatro años, por la complejidad
inmensa de nuestras violencias. Una desmesura que también se advierte en la
“paz total”, una consigna ambiciosa que aspira a diferenciarse de “la paz con
legalidad” de Iván Duque (un palo en la rueda de los acuerdos de La Habana,
a los que estuvo torpedeando durante todo su mandato) pero también de la paz
pragmática de Santos, que desde el comienzo fue planteada como una paz que
se haría en firme pero paso a paso.

La grandilocuencia de los lemas de Petro se explica hasta cierto


punto, porque después del gobierno indolente y sin vuelo de Iván
Duque él sabe que lo que debe ofrecer a sus electores, hartos de la
política tradicional, son proyectos radicales que encierren una
visión optimista de futuro. Pero cierto efectismo muy suyo hace
que los comunique —como tantas otras veces en la historia
latinoamericana— por medio de un discurso utópico que resulta
de improbable cumplimiento dadas las circunstancias actuales.
Porque las dificultades que enfrenta la paz para que sea total son
muchas. Entre ellas, la tradicional marrullería del ELN,
movimiento dentro del cual hay fuerzas considerables que se
oponen a los diálogos; la probabilidad muy baja de que las bandas
criminales y las disidencias aliadas con el narcotráfico encuentren
más ventajoso pactar con el gobierno que seguir con su próspero
negocio; lo poco plausible que resulta, aun cuando se logre la
rendición de armas de algunos de los actores de la guerra, que el
Estado logre en un período de gobierno hacer presencia integral en
las regiones más violentas, donde hay minería ilegal, despojo de
tierras y corrupción de las autoridades locales; y el riesgo de que
las estrategias usadas en la mesa no sean las correctas – como ya
han advertido muchos- y que, una vez más, el ELN use ese
escenario sólo para hacerse propaganda internacional y chantajear
al gobierno. Lo que muchos colombianos temen, también, es que
el gobierno de Gustavo Petro, bienintencionado pero a menudo
errático e improvisador, no encuentre cómo aterrizar sus
ambiciosas propuestas. Al fin y al cabo, el exalcalde tiene fama de
pésimo administrador. Nadie quiere, por supuesto, que a Colombia
le vaya mal con este gobierno, pero las expectativas no dejan de
estar atravesadas por una inevitable incertidumbre.
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