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VIDA LÍQUIDA

Zygmunt Bauman

La vida en un mundo moderno líquido

La «vida líquida» y la «modernidad líquida» están estrechamente ligadas. La primera es la


clase de vida que tendemos a vivir en una sociedad moderna líquida. La sociedad «moderna líquida»
es aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de
actuar se consoliden en unos hábitos y en una rutinas determinadas. La liquidez de la vida y la de la
sociedad se alimentan y se refuerzan mutuamente. La vida líquida, como la sociedad moderna
líquida, no puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo.
En una sociedad moderna líquida, los logros individuales no pueden solidificarse en bienes
duraderos porque los activos se convierten en pasivos y las capacidades en discapacidades en un
abrir y cerrar de ojos. Las condiciones de la acción y las estrategias diseñadas para responder a ellas
envejecen con rapidez y son ya obsoletas antes de que los agentes tengan siquiera opción de
conocerlas adecuadamente. De ahí que haya dejado de ser aconsejable aprender de la experiencia
para confiarse a estrategias y movimientos tácticos que fueron empleados con éxito en el pasado: las
pruebas anteriores resultan inútiles para dar cuenta de los vertiginosos e imprevistos (en su mayor
parte, y puede incluso que impredecibles) cambios de circunstancias. La extrapolación de hechos del
pasado con el objeto de predecir tendencias futuras no deja de ser una práctica cada vez más
arriesgada y, con demasiada frecuencia, engañosa. Cada vez resulta más difícil realizar cálculos
fidedignos y los pronósticos infalibles son ya inimaginables: si, por una parte, nos son desconocidas
la mayoría (si no la totalidad) de las variables de las ecuaciones, por otra, ninguna estimación de su
evolución futura puede ser considerada plena y verdaderamente fiable.
En resumidas cuentas, la vida líquida es una vida precaria y vivida en condiciones de
incertidumbre constante. Las más acuciantes y persistentes preocupaciones que perturban esa vida
son las que resultan del temor a que nos tomen desprevenidos, a que no podamos seguir el ritmo de
unos acontecimientos que se mueven con gran rapidez, a que nos quedemos rezagados, a no
percatarnos de las fechas «de caducidad», a que tengamos que cargar con bienes que ya no nos
resultan deseables, a que pasemos por alto cuándo es necesario que cambiemos de enfoque si no
queremos sobrepasar un punto sin retorno. La vida líquida es una sucesión de nuevos comienzos,
pero, precisamente por ello, son los breves e indoloros finales —sin los que esos nuevos comienzos
serían imposibles de concebir— los que suelen constituir sus momentos de mayor desafío y
ocasionan nuestros más irritantes dolores de cabeza. Entre las artes del vivir moderno líquido y las
habilidades necesarias para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas (…)
[Un] columnista del Observer, bromeando sólo a medias, elaboró una lista actualizada de las
reglas para «cerrar definitivamente» las relaciones de pareja (que son, sin duda, los episodios más
difíciles de «clausurar», pero también aquellos que las personas implicadas más desean y se empeñan
en cerrar, y en los que, por consiguiente, mayor es la demanda de ayuda experta). El inventario
empieza con un «Recuerda lo malo. Olvida lo bueno» y termina con un «Conoce a otra persona»,
pasando por un «Borra todo el correo electrónico». Lo que se enfatiza en todo momento es el olvidar,
el borrar, el dejar y el reemplazar. Quizás la descripción de la vida moderna líquida como una serie
de nuevos comienzos sirva inadvertidamente para encubrir una especie de conspiración: al reproducir
una ilusión compartida en común ayuda a ocultar su secreto más celosamente guardado (por
vergonzoso, aunque sólo lo sea residualmente). Quizás un modo más adecuado de narrar esa vida sea
contando una historia de finales sucesivos. Y quizás la gloria de la vida líquida vivida con éxito
pudiera expresarse mejor a través de la discreción de las tumbas que jalonan su progreso que
mediante la ostentación de las lápidas que conmemoran el contenido de dichas tumbas.
(…) Las mayores posibilidades de victoria corresponden a las personas que circulan en las
proximidades de la cumbre de la pirámide de poder global, individuos para quienes el espacio
importa poco y la distancia no supone molestia alguna; son personas que se sienten como en casa en
muchos sitios, pero en ninguno en particular. Son tan ligeras, ágiles y volátiles como el comercio y
las finanzas cada vez más globalizadas que las ayudaron a nacer y que sostienen su existencia
nómada. (…) En diverso grado, todas ellas dominan y practican el arte de la «vida líquida»: la
aceptación de la desorientación, la inmunidad al vértigo y la adaptación al mareo, y la tolerancia de
la ausencia de itinerario y de dirección y de lo indeterminado de la duración del viaje. Se esfuerzan,
aunque con éxito desigual, por seguir las pautas marcadas por Bill Gates, prototipo del éxito
empresarial, de quien Richard Sennett destacó «su disposición a destruir lo que él mismo ha
construido» y su «tolerancia de la fragmentación», así como el hecho de que se tratara de «alguien
que tiene la confianza necesaria para vivir entre el desorden, alguien que prospera en medio de la
desarticulación» y que se sabe posicionar «en una red de posibilidades» en lugar de «enquistarse» en
«un mismo trabajo concreto» (…).

Refugiarse en la caja de Pandora, o miedo e inseguridad en la ciudad

«A falta de comodidad existencial, hoy nos conformamos con la seguridad o con un trasunto
de esta», escriben los editores del Hedgehog Review en la introducción a un número especial de la
revista dedicado al miedo. El terreno sobre el que supuestamente descansan nuestras perspectivas de
vida es sin duda inestable, como también lo son nuestros empleos y las empresas que los ofrecen,
nuestros compañeros/compañeras y nuestras redes de amigos, la situación de la que disfrutamos en la
sociedad, y la autoestima y la autoconfianza que se derivan de aquella. El «progreso» (…) representa
ahora la amenaza de un cambio implacable e inexorable que, lejos de augurar paz y descanso,
presagia una crisis y una tensión continuas que harán imposible el más mínimo momento de respiro
(algo así como un juego de las sillas en el que un segundo de distracción puede comportar una
derrota irreversible y una exclusión inapelable). En lugar de grandes expectativas y de dulces sueños,
el «progreso» evoca un insomnio repleto de pesadillas en las que uno sueña que «se queda
rezagado», pierde el tren o se cae por la ventanilla de un vehículo que va a toda velocidad y que no
deja de acelerar.
Incapaces de aminorar el vertiginoso ritmo del cambio (para cuánto más de prever y controlar
su dirección), nos centramos en aquello sobre lo que podemos (creemos que podemos o se nos
asegura que podemos) influir: tratamos de calcular y minimizar el riesgo de que nosotros mismos (o
aquellas personas que nos son más cercanas y queridas en el momento actual) seamos personalmente
víctimas de los incontables e indefinibles peligros que este mundo impenetrable y su futuro incierto
nos deparan. Nos sumergimos en el escudriñamiento de «los siete signos del cáncer» o de «los cinco
síntomas de la depresión», o en la exorcización de los fantasmas de la hipertensión arterial y de los
niveles elevados de colesterol, el estrés o la obesidad. Buscamos, por así decirlo, blancos hacia los
que dirigir nuestro excedente de temores a los que no podemos dar una salida natural y los hallamos
tomando elaboradas precauciones contra todo peligro visible o invisible, presente o previsto,
conocido o por conocer, difuso aunque omnipresente: nos encerramos entre muros, inundamos los
accesos a nuestros domicilios de cámaras de televisión, contratamos vigilantes armados, usamos
vehículos blindados (como los famosos todoterrenos), vestimos ropa igualmente blindada (como el
«calzado de suela gruesa») o vamos a clases de artes marciales (…). Cada cerradura adicional que
colocamos en la puerta de entrada como respuesta a sucesivos rumores de ataques de criminales de
aspecto foráneo, cada revisión de la dieta en respuesta a un nuevo «pánico alimentario», hace que el
mundo parezca más traicionero y temible, y desencadena más acciones defensivas (que, por
desgracia, están condenadas seguramente a desembocar en el mismo resultado). Nuestros miedos se
perpetúan y se refuerzan cada vez más a sí mismos. Además, han adquirido ya impulso propio.
De la inseguridad y del temor se puede extraer un gran capital comercial, como, de hecho, se
extrae. «Los anunciantes», comenta Stephen Graham, «han explotado deliberadamente los miedos
extendidos al terrorismo catastrófico para aumentar las ventas de todoterrenos altamente rentables».
Estos auténticos monstruos engullidores de gasolina, mal llamados «utilitarios deportivos», se alzan
ya con el 45% de todas las ventas de coches en Estados Unidos y se están incorporando a la vida
urbana cotidiana como verdaderas «cápsulas defensivas». El todoterreno es

…un símbolo de seguridad que, como los vecindarios de acceso


restringido por los que a menudo circulan, aparece retratado en los
anuncios como algo inmune a la arriesgada e impredecible vida urbana
exterior […] Estos vehículos parecen disipar el temor que la clase media
urbana siente cuando se desplaza por su ciudad de residencia o se ve
obligada a detenerse en algún atasco.

(…) El capital del miedo puede ser transformado en cualquier forma de rentabilidad, ya sea
económica o política, como así ocurre en la práctica. La seguridad personal se ha convertido en un
importante (puede que, incluso, en el más importante) argumento de venta en toda suerte de
estrategias de marketing. «La ley y el orden», reducidos cada vez más a una mera promesa de
seguridad personal, se han convertido en un importante (si no el más importante) argumento de venta
en los programas políticos y las campañas electorales. La exhibición de amenazas para la seguridad
personal ha pasado a ser un importante (quizás el más importante) recurso en las guerras de los
medios de comunicación de masas por los índices de audiencia (lo que ha redundado aún más en el
éxito de los usos comercial y político del capital del miedo). Como dice Ray Surette, el mundo que
se ve por televisión se parece a uno en el que los «ciudadanos/ovejas» son protegidos de los
«delincuentes/lobos» por «policías/perros pastores».

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