Está en la página 1de 5

Arturo Andrés Roig - “Descubrimiento de América y encuentro de culturas”

Vamos a pensar la problemática del “encuentro de culturas” en relación con nuestra América y teniendo en
cuenta principalmente la noción de “Descubrimiento” desde el punto de vista del acto comunicativo y la problemática
del “casticismo” como ideología propia de ciertas políticas de lenguaje.
Con la expresión “nuestra América” nos referiremos, en este caso, al conjunto integrado por países del Norte,
Centro y Sud-América, así como del Caribe, que tienen como lengua de comunicación principal el idioma castellano.
Es decir, entenderemos “nuestra América” como sinónimo de “Hispanoamérica”.
Pues bien, la idea de esa América ha alcanzado una determinación conceptual justamente en relación con el
problema del lenguaje, a tal extremo que se ha llegado, en algunos casos, a entender la lengua de Castilla como el
eje de toda definición posible.
José Enrique Rodó, uno de los más destacados intelectuales que lucharon en favor de esta línea definicional,
nos dice que “no son las lenguas humanas ánforas vacías, donde pueda colocarse indistintamente cualquier
sustancia espiritual”. Y así el castellano, en nuestro caso, tendría una especie de fuerza conformadora de contenidos
a inclusive tendría capacidad Como para excluir aquellos que no le fueran compatibles. De ese poder conformador
surgen, según pensaba Rodó, nada menos quo nuestro ser como pueblos diferentes de otros pueblos. Y si algunas
ideas tenían lugar dentro de aquella “ánfora” no cabe duda que una de ellas era la de “nuestra América”, frente a otra
en la que una lengua distinta, con otro poder conformador, generaba una cultura diferente.
Ahora bien, esa relación, para muchos esencial, entre la lengua de Castilla y nuestro ser como pueblos, no es
invención reciente. Diríamos que ella constituye, tal vez, una de las vías definicionales más antiguas, a tal extremo de
que se encuentra ya implícita en el acto mismo del “Descubrimiento” de estas tierras por los navegantes colombinos.
En ese momento ya estaba planteada la diferencia entre lo propio y lo extraño, entre lo castizo y lo de
ignorado origen, entre las gentes que podían referirse a su propia estirpe y los que parecían no tenerla y, en caso de
que así lo fuera, no con la pureza de una sangre reconocida y de una lengua pulida. Y así, pues, el casticismo se nos
presenta como una de las ideologías más viejas dentro de nuestra nutrida historia de ideologías y es, además, una
de las que contiene, desde los inicios, una respuesta a la cuestión del “ser” de esa realidad que acabaría llamándose
“América Española” o “Hispanoamérica”, como también a la cuestión de lo que se entendió que era su cultura.
Lógicamente que la consideración de esa ideología arroja, particularmente, una interesante luz sobre el tema relativo
al “encuentro de culturas”.
Pero antes de ocuparnos del casticismo, añeja cuestión que nos viene transmitida de generación en
generación desde la llegada a estas tierras de los primeros descubridores y conquistadores hispánicos, veamos la
cuestión del denominado “Descubrimiento de América” en relación con el llamado “encuentro de culturas”.
La nutrida polémica que aquella cuestión ha levantado y no desde ahora, ha surgido, en buena medida, de la
ambigüedad del discurso, la que no es además casual sino que deriva de posiciones no siempre suficientemente
explícitas. Por otra parte, hay una serie de lugares comunes establecidos con verdades que integran al mundo
cotidiano de valoraciones, fruto de políticas culturales impuestas a través de la escuela pública, y de otros
organismos educativos, que ha sembrado en las mentes más de un absurdo. Lógicamente que este hecho no ha sido
uniforme ni en el tiempo, ni en todas las naciones de habla castellana, en función de factores diversos que no es del
caso enumerar aquí. De todas maneras, pocos discursos han alcanzado en ciertos momentos y aun dentro de
algunas tradiciones, la carga ideológica que ha mostrado ésta del “Descubrimiento”. Pensemos, por ejemplo, en lo
que fue la “celebración” del Cuarto Centenario, en 1892 y lo que ha sido y es dentro de ciertas academias, la
historiografía hispanista. En nuestros días nuevas voces, despertadas luego de un largo silencio de siglos han
venido, entre otros factores, a cuestionar fuertemente aquellos lugares comunes.
Este cambio se ha puesto de manifiesto en un hecho que no se había presentado antes y que se caracteriza
por las dudas, los rechazos y la cautela con las que los diversos estado han decidido participar del próximo
Centenario. Por de pronto nadie habla de “celebrar” ni de “festejar”, que esa fue la tónica de las conmemoraciones
realizadas en 1892. No se queda, sin embargo, todo en eso en cuanto que lo que se ha venido planteando desde
hace ya tiempo es si verdaderamente cabe hablar de un “descubrimiento”. Al respecto basta con recordar los escritos
de O'Gorman y su teoría de la “invención” de América. Por cierto que es trivial afirmar, después de las razones del
escritor mexicano, que no puede decirse que América fuera “descubierta” en aquel 12 de octubre de 1492. A esa
crítica se han agregado todavía otra más fuertes. En efecto, aceptado que a la larga se haya dado un
“descubrimiento” ¿lo fue realmente? ¿No se produjo, como ha dicho Leopoldo Zea, a la vez un “encubrimiento”, por lo
mismo que se trató de un fenómeno de colonización que vino a postergar definitivamente el crecimiento social y
espiritual de grandes culturas, o simplemente a destruirlas? En función de esa misma idea del “encubrimiento” se ha
rechazado la propuesta de hablar de un “encuentro de culturas”, por lo mismo que se puede probar la profundidad del
“desencuentro”, tan brutal como lo fue para todas las poblaciones del globo colonizadas por la Europa de la época.
Así, ni “encuentro de dos mundos”, ni “encuentro de dos culturas” resultan ser expresiones aceptables, en particular
si se tiene presente la desigualdad de relación entre los pretendidos “mundos” y “culturas”, sometidos a lo contrario
de lo que se quiere significar, a saber, la “aculturación”, fenómeno que en sus formas extremas llegó a los límites de
“muerte cultural” y, en tal sentido, de etnocidio.
Por otra parte, si las antiguas poblaciones americanas y las que se formaron por obra del mestizaje se
beneficiaron del nivel tecnológico alcanzado por la Europa de la época, fácil es comprender que tal beneficio tenía,
sobre todo para las primeras, su costo y bien elevado ciertamente. En efecto, en ningún momento la relación dejó de
ser de explotación y de ganancia y el trato funcionó permanentemente dentro del sistema de relaciones establecidas
entre una metrópoli y sus colonias. Ante este hecho, por cierto que no cuadra una “celebración”, con lo que
ciertamente no pretendemos ignorar ni *despreciar aquellos aspectos culturales de origen hispánico que integran
nuestra propia cultura. Renunciar a ellos o añorar mundos perdidos sería absurdo. Sin perjuicio de regresar a lo que
acabamos de decir y a efectos de comprender de un modo más matizado tan compleja situación, es importante tener
en cuenta que no todas las poblaciones que vivieron la colonización posterior a la conquista, fueron objeto de los
mismos niveles de explotación y que no todas sufrieron las formas de aculturación y hasta de exterminio que
padecieron otras. Entre los metropolitanos (los europeos españoles) y los colonizados (los indígenas), estaban los
colonos (los españoles americanos), que si bien integraron la población colonial en general, no estuvieron al margen
de los beneficios, aun cuando entre ellos hubo estamentos y desigualdades y acabaran en bloque repudiando su
situación de dependencia. Fue la población propiamente americana, la indígena y, junto con ella, la negra arrancada
del Africa, la verdadera base económica productiva y el sector que sufrió la máxima violencia en todo sentido. Por
cierto que si nos dirigimos a los cuarenta millones de indígenas americanos que constituyen en nuestros días parte
significativa de nuestra población especialmente en los países hispanoamericanos de fuerte base indígena, no van
ellos a proponernos una “celebración” de la explotación y muerte de sus antepasados, ni la marginación y destrucción
de sus culturas, ni menos aun caer en el absurdo lugar común de hablar de “madre patria”, y todavía menos de un
“día de la raza”.
Por otra parte se ha intentado justificar todo ese mundo colonial recurriendo a un complejo de valores. Uno
de ellos, el religioso que habría permitido a una humanidad “pagana”, ingresar en el mundo de un determinado tipo
de “salvación” y, junto con esto, el de un lenguaje noble de por sí y del que luego hablaremos en particular. Pues
bien, nada de eso tiene valor por sí mismo y cualesquiera que hubiera sido el conquistador habría recurrido a los
mismos esquemas justificatorios puestos en marcha por la España de la época y sus beneficiarios en la Península y
en Hispanoamérica. Si España fue, por ejemplo, el “escudo de la catolicidad”, pues, la Alemania de Lutero fue
“escudo” de otros valores igualmente defendibles y así sucesivamente. Todos hablaban directamente con la divinidad
y tenían su bendición como pueblos portadores de una cultura avanzada y en tal sentido potencialmente
“civilizatoria”. Y cada uno de esos pueblos hablaba, además, el más hermoso lenguaje del mundo.
Ahora bien, lo cierto es que desde hace cinco siglos un conjunto de sociedades humanas, con todas las
miserias que puedan señalarse, comenzamos, para bien o para mal, a vivir una historia compartida, aun cuando no
siempre hayamos tenido el mismo lugar en ella. Es cierto, asimismo que esa historia la hemos ido haciendo en buena
medida con herramientas culturales comunes con las que nos identificamos y nos interrelacionamos de modo directo
y, cómo no decirlo, también de modo fraterno. Pues bien, frente a todo lo que venimos afirmando diremos dos cosas
que nos parecen de fundamentalísima importancia y que nos permiten sentarnos ante una mesa no a “conmemorar”,
ni menos aun a “celebrar” un pasado que únicamente merece ser estudiado para enriquecer nuestra memoria
histórica crítica. Una de ellas es la que los bienes culturales no valen por sí mismos, sino que son profunda y
radicalmente históricos y la otra, que esos valores culturales valdrán humanamente en la medida en que los sepamos
hacer valer por haberlos asumido desde nosotros mismos corno sujetos de nuestra propia historia y con un espíritu
liberador. No vamos, pues, a caer en el absurdo de una justificación post- factum, sino que lo que ha de hacerse es
asumir cada vez de nuevo la historia desde ese quehacer ineludible que es el de la reapropiación constante de los
“legados” sin caer en su hipóstasis. Y en esa tares de más vida, nos vamos a encontrar hermanados genuinamente
con todos aquellos otros pueblos que se identifican, como nosotros, mediante herencias culturales comunes y, entre
ellos, con todos los pueblos de España, esos mismos que hoy en día han comenzado a hacer precisamente su
historia, rompiendo con formas de un colonialismo que ellos, a su modo, también padecieron.
Pues bien, a más de lo que acabamos de afirmar, nuestra posición frente al tan debatido asunto no nos lleva
al extremo de negamos a hablar de un “Descubrimiento”, pero siempre y cuando entendamos que no se trata de un
hecho puntual, sino progresivo, en primer lugar y luego, que la relación que hay entre el “Descubrimiento” y la
“Conquista” no es de tipo externo, sino que se trata de un mismo fenómeno. Así, pues, la Conquista no fue la “etapa”
siguiente a los “viajes de descubrimiento”, sino que esos viajes fueron, a la vez y necesariamente de “descubrimiento
y conquista”, a tal extremo de que si no hubiera habido un acto conquistador, no se habría, dado el tal
“Descubrimiento”.
En efecto, lo que no se ha subrayado suficientemente, es que sin la Conquista, el hecho hubiera quedado
como un “descubrimiento” más, como habría sido el que habrían realizado naves fenicias en alguna etapa de la
Antigüedad, o como fue, siglos más tarde, el de los normandos. ¿Quién duda de que todos esos osados navegantes
no dieron con algo que para ellos era “nuevo” o “distinto”? Fueron, pues, en ese sentido “descubrimientos”. De todos
modos no fueron “el Descubrimiento”, simplemente porque no se trató de lo que podríamos considerar en alguna
medida, como un hecho “vacío” --valga la expresión-- por no estar acompañado de un acto de conquista. Por el
contrario, el “Descubrimiento” de América por los españoles alcanzó sentido de un acto de posesión y de imposición
y construcción de formas culturales, del mismo modo que muchos siglos antes, el “Descubrimiento” de las tierras
americanas por desconocidas poblaciones asiáticas, generó las grandes culturas que los europeos encontraron en
América, unas extinguidas, otras en plena vida, como fueron las de los mayas, los aztecas y los quichuas.
Pues bien, dentro de la memoria histórica europea ha sido tendencia común la de glorificar ese
“descubrimiento” mediante diversas tretas ideológicas y una de ellas a la que se ha recurrido ha sido la de separarlo
del acto de conquista, momento, diríamos, de un ejercicio puro de la fuerza y de la astucia. De este modo, el
“Descubrimiento”, aliviado de la violencia con la que estuvo radicalmente consustanciado, quedaba reducido a una
especie de acto contemplativo. Colón y sus gentes, gracias a su audacia, llegaron, vieron y admiraron mares, tierras,
selvas, gentes, en una especie de estado de desprendimiento que no explica por qué, desde un primer momento se
intentó averiguar, por cualquier medio posible, donde estaba el oro y se abusó sexualmente de las mujeres indígenas
sin reparos de ninguna clase. Admiración y conquista serían, pues, dos actos separados. La acción vendría después
del acto gratuito y generoso del asombro y para aquella ya se buscaría la justificación, que no sería nada difícil
encontrarla, pues, venía preparada. En cuanto al acto de “descubrir” no hacía falta justificación alguna.
Pero sucede que al no poder ser escindido el momento de la Conquista, del momento del “Descubrimiento”,
este es a la vez contemplación y acción, y posiblemente más lo segundo que lo primero, y tanto el uno como el otro
necesitan ser justificados. El hecho fue complejo desde un primer momento y no se ensució moralmente después por
culpa de algunos hombres perversos. Y la justificación ya estaba construida, tal como dijimos. Las naves salieron de
Puerto de Palos, con un mundo ideológico a cuestas, fruto de una elaboración muy antigua, de la que si queremos
encontrar antecedentes, deberíamos ir a buscarlos en la época de organización y expansión de la ecumene
grecorromana.
Esa justificación venía ya dada como una especie de a priori de la conducta de los
descubridores-colonizadores. Se relaciona con aquella historia mundial que tenía un sujeto que la venía
construyendo, colocado como centro de la misma y con su mundo de razones debidamente asegurado. Y por cierto
que no se trataba de justificaciones históricas, humanas, sino trascendentes. Nunca esa historia mundial dejó de
tener un apoyo teológico, ni siquiera en el intento aparentemente secularizador de un Hegel. Tenía además esa
historia señalado el sentido de su marcha, un derrotero desde el Oriente hacia el Occidente, así establecido por una
sabia providencia y sobre todo en beneficio de ese sujeto que estaba colocado como centro de ella.
De esto que decimos surge aquella especificidad del acto de conquista que acompañó al “Descubrimiento”
que los europeos hicieron de América y que lo constituyó en un acto propiamente tal. En efecto, se dio acompañado
de un continuo mensaje, de un discurso que tenía como emisor al “descubridor-conquistador” y por receptor, aquella
cultura organizada sobre su propia autoimagen mundial. Los “descubrimientos” que hicieron los antepasados de los
aztecas, los mayas o los quichuas no estuvieron acompañados del acto de mensaje que se inicia con las célebres
cartas de Cristóbal Colón. Y así podríamos decir que se produjo un hecho de “descubrimiento” llevado adelante por
un sujeto histórico que había alcanzado un desarrollado nivel de autoconciencia precisamente por el hecho mismo de
aquel “descubrimiento”. Unos siglos más tarde Hegel dará la fórmula histórica a este largo proceso del mundo
mediante su conocida figure del “Amo y el Esclavo”, como momento de afirmación de autoconciencia por paste de
dominadores y dominados, cada uno en su papel histórico.
Y este es uno de los motivos por el cual no podemos hablar de “encuentro de culturas”, pues, por más que se
haya hablado de que los europeos traían un “mensaje de salvación”, como si las poblaciones americanas hubieran
sido un sujeto receptor, de hecho, el único receptor del mensaje, estaba en Europa. Y ese mensaje fue el que hizo
del acto de “descubrimiento-conquista”, un acto cabal, pues, se trataba de una relación entre un emisor y un receptor
puestos en pie de igualdad y que hablaban un mismo lenguaje: el de la dominación del mundo. Mensaje, pues,
intracultural y no de una cultura a otra distinta, cuyas poblaciones estarían en condiciones, a su vez, de recibirlo,
cuando fueran debidamente aculturalizadas, es decir, transformadas, en contra de su voluntad, en sujetos receptores.
Pues bien, si la doctrina del “Descubrimiento” implica un encuentro de una cultura consigo misma, es doctrina
del lenguaje castizo es, sin más, la del “desencuentro de culturas”. Nos ocuparemos, pues, siquiera brevemente, del
casticismo, una de las ideologías que tuvieron su origen en el “Descubrimiento-conquista” y que se ha prolongado
más allá de aquellos tiempos, a tal punto de que fue realimentada en la etapa republicana, llegando en algunos casos
hasta nuestros días. El casticismo que tiene su raíz en el mantenimiento de pretendidos valores esenciales del
lenguaje hablado por el primitivo conquistador ibérico, tiene que ver con el problema de una lengua utilizada como
herramienta de dominación por paste de los primeros europeos que llegaron a estas tierras, luego, heredada como
marca de superioridad por los administradores coloniales y, junto con ellos, por los integrantes de la clase
terrateniente criolla, en pugna contra aquellos administradores, pero también con la masa de población campesina y
la plebe de las ciudades, de origen indígena o hispanoindígena. Y otro tanto, si bien con aspectos que le son
específicos, deberemos decir de la población de origen africano que integró la densa población esclava. Primero fue
ideología de peninsulares y luego lo fue de gamonales los que la prolongaron y extendieron hasta el presente siglo.
Una ideología que con sus altibajos ha durado cinco siglos y que en nuestra época ha entrado en un proceso de
agotamiento.
Es importante dejar aclarado que ningún lenguaje es de por sí dominador o dominado, sino que esta
situación le deriva de factores extralingüísticos y su estudio corresponde, por eso mismo, a una sociolingüística, más
que a una lingüística. Conocido es el pasaje aquel de La Tempestad de Shakespeare en el que Calibán, el “salvaje”
colonizado por el europeo, amenaza a su amo con la propia lengua que éste le ha enseñado, revirtiendo de este
modo los valores. Los dominados han llevado a cabo de muy diversas maneras, formas de reversión del lenguaje, es
decir, han puesto en juego como contraideología sus propias políticas de lenguaje.
Se trata, pues, no tanto de estudiar el desarrollo histórico del castellano en América, como el de las políticas
de lenguaje movilizadas. El casticismo, que tiene sus raíces en la Conquista tal como lo hemos dicho, alcanzó un
particular momento de consolidación en el siglo XIX, especialmente en su segunda mitad y se mantuvo con fuerza
durante las primeras décadas del actual. La doctrina del “ánfora” de la que hablara José Enrique Rodó, fue utilizada
para justificar lo que era la verdadera y única cultura, ya fuera para fundar el desprecio por la población indígena
americana tal como se dio crudamente en los países andinos, y ya para rechazar al proletariado surgido de la
inmigración europea en el Río de la Plata. Siempre, en un caso y otro, el discurso se organizó sobre las antiguas
categorías de “civilización” y “barbarie”, usadas en un sentido próximo al clásico, en cuanto que la categoría de
“barbarie” era señalada a propósito del lenguaje, aun cuando esto no fuera más que otro modo de designar conflictos
de clase, con lo que las políticas de lenguaje adquieren su verdadero significado.
Si tuviéramos que definir al casticismo en su aspecto cultural deberemos decir que fue la permanente
ideología del “desencuentro de culturas” en cuanto que su discurso se organizó sobre los principios de lo superior y
de lo inferior, puestos en juego a propósito de un lenguaje cuyo valor “esencial” ya había sido así establecido por los
conquistadores. Tal ha sido la historia de las políticas de lenguaje de las clases -dominantes, en su relación con las
dominadas, que únicamente adquirieron un cierto valor positivo cuando esos mismos dominadores, poseedores de la
“lengua más pulida del mundo” y con la que deberíamos “hablar con Dios”, como decía Juan Montalvo, se
descubrieron dominados. Momento en el que Rodó intentó revertir el uso de la doctrina del “ánfora”, utilizándola no ya
para justificar formas de opresión --aun cuando la opresión lingüística ejercida entre nosotros y en particular con la
población campesina indígena no fuera ni denunciada ni discutida-- sino para enfrentar, armado de nuestros valores
“esenciales”, la opresión del nuevo imperio heredero de un poder mundial que España había perdido definitivamente
en el siglo XIX. Y aun en este caso, el rodoniano, seguía vigente la categoría del “desencuentro de culturas”.
Se ha dicho y con justa razón que el llamado “Descubrimiento” es un hecho que más vale mirarlo hacia
adentro y hacia adelante. Hacia nosotros mismos en cuánto que es indispensable tarea y siempre urgente
descubrirnos en lo que somos, a tal extremo que el “Descubrimiento” comenzó con los primeros intentos de
comprensión de nuestra propia identidad. Nos animaríamos a enunciar la curiosa paradoja de que Cristóbal Colón no
nos descubrió, pero que abrió con su acto fallido, la lenta, permanente y a veces dolorosa tarea de nuestro
descubrimiento. Lógicamente que lo primero que se ha de plantear en este sentido es como hemos construido hasta
ahora nuestra propia identidad y si ella no ha estado afectada, del mismo modo, por desencuentros graves,
principalmente en relación con etnias y clases sociales, resueltos mediante la violencia de unas formas culturales
sobre otras. La cuestión de la identidad, nuestro descubrimiento es, pues, también un intento de diálogo intracultural.
Y mirando hacia adelante en cuanto a la posibilidad de establecer un diálogo intercultural entre americanos y
europeos, dejando de lado todos los mitos de la antigua España imperial, vivos casi hasta nuestros días, como
asimismo la vocación misionera, “civilizatoria”, de la Europa colonialista a la que no fue ajena la propia España. Mirar
hacia adelante significa, además, partir desde nosotros mismos, desde nuestra diversidad y de nuestras formas
culturales asumidas en el mejor sentido dialéctico del término a efectos de alcanzar el establecimiento real de sujetos
de diálogo que cumplan con los requisitos que justamente fundan la posibilidad misma del diálogo.
Una vez más diremos que para todo esto será necesario tomar plena conciencia acerca de que todo legado
cultural y con él todo lenguaje, adquiere valor no de sí mismo, sino de la actitud que adoptemos frente a él y con él.
Todas las ideologías de dominación y todas las prácticas que son justificadas mediante ellas, se apoyan en una
tendencia permanente hacia la deshistorización del legado cultural. Para que aquel diálogo sea posible, en los
términos en que entendemos que podrá ser considerado válidamente como tal, habrá que enfrentar a las hipóstasis y
reconocer el papel condicionado, pero también condicionante del ser humano, pues, si las circunstancias nos hacen,
nosotros también hacemos a las circunstancias.
 
[Presentado originalmente en el V Congreso Nacional de Filosofía de la Sociedad Venezolana de Filosofía,
Octubre de 1991. Se imprimió en formato de libro en Problemática indígena. Ed. Freddy Ordóñez Bermeo. Loja,
Ecuador: Universidad Nacional de Loja, 1992. 37-50. Edición digital de Marina Herbst.]

También podría gustarte