Está en la página 1de 7

Cómo doblar una hoja.

Puede parecer superfluo, pero la mayor parte del tiempo se cometen los errores más
garrafales cuando nos pasamos por alto las instrucciones más sencillas.
Las hojas necesitamos ser plegadas para adaptarnos a un sin fin de necesidades. De vez en
cuando deseamos obtener líneas rectas, márgenes, límites internos, guías o encontrar
nuestro centro y coincidir con otras de distintos tamaños y formas.
Dependiendo de lo que se desea (otro gran tema) buscaremos alinear los límites físicos de
nuestra hoja. Esto es un trabajo individual para encontrar nuestro centro. Reconocer los
limites es también expandir y conocer nuestro núcleo, nuestro punto de equilibrio, el
espacio que mostrará el trabajo creativo, nuestro ser, nuestras palabras, un espacio lleno de
vitalidad y flexibilidad. Los borden deben coincidir exactamente. Hay que ser en extremo
precavidos con la alineación si lo que se pretende es tener un buen resultado. La mínima
variación, en un principio imperceptible al ojo poco entrenado o carente de cautela, hará
que al progresar con nuestro doblez, se pierda el rumbo y terminemos con una línea tatuada,
cicatriz, de rumbo errático, sin dirección; en el peor de los casos podríamos rompernos.
Un buen comienzo es vital.
No todas las hojas somos del mismo tamaño, pero todas podemos coincidir en el centro, un
punto de equilibrio, de común acuerdo. Sería un error alinear solo un par de bordes de una
hoja A5 y otra A4, plegar la mayor y pretender que empaten en un mismo corazón. Cada
hoja tiene su propio centro. Si la suerte lo decide, ambas hojas serán del mismo tamaño,
pero todos sabemos que no existe tal cosa como dos hojas idénticas.
Tal vez te preguntes si se podría trabajar en total libertad, sin márgenes, sin centro, sin guía,
sin planes. La respuesta es un rotundo sí, pero con la limitante de que esa hoja existirá sola,
excluida del enorme potencial de un libro, un diario, ser portadora de un fragmento de
historia, sin consecuencia. Podrá ser una carta de auxilio en una botella, un recado atado al
magneto de un refrigerador, un avioncito que se deslice besando el viento durante algunos
segundos. Esa hoja anárquica vivirá sin la posibilidad de compartir la historia de un Quijote
o de un Conde.
La mayor parte de las hojas queremos hacer historia y compartir tiempo con otras. Eso es lo
que nos impulsa a conectar con los borde, vértices y centro.
No todas compartimos el mismo color, gramaje, olor, transparencia o intención. El duro
cartón de una portada es la cálida protección del papel cultural empleado en la poesía. Si no
encuentran punto en común, la dura opalina de 120 gramos puede romper el fino papel
interior de 15 gramos, lastimar sus bordes o dejar expuesto al contentillo de los elementos la
noble labor de un cuentista.
Todo inicia reconociendo el tamaño, los limites y hacer coincidir con cuidado, delicadeza,
tacto y mucho amor el corazón de las hojas. Un buen pliegue, ese espacio en donde
debemos ser flexibles, marcará la partida de una buena relación entre las hojas que
pretenden contar una gran historia.
Sé lo que estás pensando y tienes razón. Hay hojas rotas, con formas aleatorias y
caprichosas, dobleces acumulados de miles de intentos fallidos por coincidir. Pocas, quizá
ninguna hoja viene, pero siempre se pueden limar asperezas, hacer limites, algunos cortes,
alineaciones, restaurar y reciclar para tener un nuevo comienzo, otra oportunidad. Siempre
que exista voluntad, inteligencia y creatividad se puede comenzar de nuevo; trabajo de cada
quien.
Cada hoja encuentra su centro para después alinear sus bordes con otra. Eso es el paginado
de la vida.
Nos flexionamos, alineamos y coincidimos para poder decir, con surte: "En algún lugar de
la mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..."
La infidelidad siempre debe ser una posibilidad (parte 1)

La siguiente narración es sobre una infidelidad. Sé que es un tema sensible, que muchas
personas han vivido circunstancias similares y que cada quien puede resolverlo de maneras
distintas. No intento que este texto sea una guía o un manual de superación. Lo que vas a
leer a continuación es una historia con personajes que pueden o no ser reales. UNA
HISTORIA...

Era el cumpleaños de Michelle y había preparado una pequeña reunión con sus amigos.
Teníamos tres años de relación. Su cumpleaños siempre se convertía en un caos. Michelle,
aunque una chica tierna, desenvuelta, cariñosa y sumamente inteligente (el atributo que más
me atraía de ella) tenía problemas con la bebida, serios problemas con la bebida. Ella era,
como le gustaba llamarse, una alcohólica funcional. Podía tener una borrachera de marinero
ruso, de mariachi poseído y al día siguiente llegar a tiempo a su trabajo, cumplir con sus
obligaciones y atender sin falta alguna sus deberes diarios. Bajo el cobijo del perfecto
desempeño en su rutina y deberes, ella hacía ejercicio del alcoholismo funcional sin
intenciones de realizar un cambio. Si hay personas que tienen problemas con los vicios,
Michelle ya había resuelto los problemas y llevado a buen término su matrimonio con el
alcohol. Por algún motivo que desconozco, todo en su vida se mantenía en perfecta armonía
con la bebida, todo excepto yo. Algo en su mente comenzaba a diluirse y evaporarse con la
ingesta de la droga, algo que me convertía a mí, su pareja, en el principal objetivo de
ataque. Aunque traté de aceptarlo como parte de ella, como parte de nosotros, la distancia
que vino a dibujar se transformó rápidamente en un abismo, un muro fronterizo que me
negaba la cercanía, la ciudadanía en su vida. Tampoco me doy golpes de pecho, si tenía un
vicio era por su tremenda intensidad, por la pasión desenfrenada y el violento arrebato que
solo poseen los espíritus que se agigantan con el soplo de vida. Era complicado, era
doloroso, pero por eso la amaba.

Intenté prever la situación que se avecinaba con su cumpleaños, evitar mi asistencia para no
encontrarme con el monstruo en el que se transformaría bajo el efecto de las bebidas,
cocteles y mezcales. Porque, además, al ser su cumpleaños, no se permitiría beber menos
que cualquier fin de semana. Su advertencia fue clara: “Si no estás conmigo en la reunión,
no vuelvas a venir”.

Con anterioridad ya había sufrido algunos embates devenidos de su estado de ebriedad.


Hubo violencia, hubo golpes, hubo humillaciones. No es que yo haya estado exento de tener
comportamientos fuera de lugar, no, pero traté de modular mi actuar y ceder en todo lo que
puede. Si lo logré o no, solo Michelle puede decirlo.

Me negué a asistir hasta el último momento, pero decidí ir, comer, platicar con sus invitados
y retirarme antes de que otra cosa sucediera. Pero como todo, uno pone y Dios dispone.

Me recibió no sin cierto disgusto. Creí que lo que le molestó fue mi falta de confirmación y
que eso movió de alguna manera su agenda del evento. Comencé a platicar con sus amigas,
con las que creí que fui agradable y cordial. Pensé que eso le agradaría, porque soy una
persona cerrada, callada, poco sociable. Puse todo mi esfuerzo en ser divertido e incluirme
con todos los ahí presentes. Incluso con su exnovio, quien iba con su pareja y me hizo un
comentario que no alcancé a entender en el momento: “Lo que pasó entre Michelle y yo, ya
quedó atrás. ¿Estamos bien?”. Respondí que sí, aunque un par de nubes negras ya dibujaban
el horizonte que se avecinaba. Un par de palabras, que, si me lo preguntan, encierran un
machismo medieval. ¿Por qué tendría que solucionar con él cualquier cosa de la relación
que antaño habían tenido? Como si Michelle pasara a ser un objeto, una cosa y su propiedad
se arregla entre los dueños, en un contrato de compra-venta. Él no se refería a su noviazgo,
sino a que habían tenido sexo un par de meses atrás. Y, aun así, por qué tendría que
arreglarlo con él y no con Michelle. Un tipo tonto y muy ignorante, no hablé más con él.

Michelle adelantó su horario y bebió más rápido de lo que calculé. Para antes de comenzar
la comida ella ya estaba borracha. Para no complicar mi situación, me senté en una mesa
con sus amigos. La mayoría eran mujeres, pero había un matrimonio con los cuales me
llevaba bien. Jaime, un ingeniero eléctrico con el que me gustaba sostener conversaciones
sobre tecnología, fue mi acompañante. Siempre trato de mantener diálogos de temas que me
parecen relevantes. De alguna u otra forma llegamos a la política y la religión. Nuestra
conversación se tornó rápidamente en el foco de atención y las amigas de Michelle,
personas cultas y leídas,, comenzaron a hablar conmigo. Sin quererlo terminé siendo el
núcleo de atención y centro de preguntas. No era mi intención, pero creo que mi trabajo me
ha proporcionado herramientas como conferencista y mi habilidad para hacer
cuestionamientos controversiales afloró. Es lo que soy, es quien soy, no puedo evitarlo.
Michelle se acercó, se sentó a un lado de mí y con aliento a margarita soplo en mi oreja:
“Te lo advierto, es mi cumpleaños y nadie brilla más yo”. Un escalofrío me recorrió la
espalda, ascendió a mi nuca, cruzó mi cerebro y floreció en un capullo de sudor en mi
frente, llovió en mi boca y la sal me soldó los labios. No quise hablar más. Los demás
comensales siguieron la conversación y la aterrizaron de nueva cuenta en temas más
llevaderos, más superfluos. Había llegado el momento de que yo me fuera echando humo de
su casa.

Efraín, un nombre que no había escuchado jamás, llegó a la fiesta. Michelle lo recibió en la
puerta y se sentaron en la antesala, distantes a todos. Me estaba parando para retirarme
cuando vi que Michelle se sentó en sus piernas y habló en su oído. La sangre comenzó a
hervirme, igual que ahora al escribirlo. No sabía qué hacer. Las manos me temblaban.
Nunca he sido una persona que sufra de celos, pero ahí los sentí. Tuve ganas de tomar una
de las velas en las mesas y vaciar la cera caliente en los ojos de Efraín, tomarlo de las
asquerosas rastas y trapear el vómito de los que ya habían descargado el exceso de alcohol
en el baño. Me puse de pie y me acerqué a ellos, Michelle se paró rápidamente y se sentó a
un costado de él. Ella dijo que se había caído sobre sus piernas debido a la falta de
equilibrio que su estado de ebriedad le acarreaba. Me presenté con Efraín, le extendí la
diestra y apreté fuertemente su mano, con intención de destrozarla. La conversación que
estaban teniendo se ahogó en un mar de incomodidad. No me moví un centímetro. Tres
minutos y seguíamos callados. Jaime, amigo de Efraín, se acercó y comenzaron a platicar
estupideces. Decidí que sí era hora de irme. Me despedí de todos excepto de Michelle, que
subió a su habitación y colocó el seguro de la puerta. Pensé que estaría dormida. En el
momento que crucé el umbral de la entrada, apareció y me gritó que lo nuestro había
terminado porque estaba cansada de que coqueteara a sus amigas. Todos en la casa estaban
pasmados, se volteaban a ver los unos a los otros preguntándose a quién le había estado
coqueteando. Una de sus amigas le ayudó a subir a su cuarto y me dijo que no hiciera caso,
que aquella escena era resultado del alcohol.

La realidad es que me fui tranquilo porque estaba acostumbrado a que ese tipo de eventos
sucedieran. Es malo que lo diga, pero es verdad, no me sorprendió, era habitual y al día
siguiente todo estaría bien, como tantas otras veces.
La siguiente narración es sobre una infidelidad. Sé que es un tema sensible, que muchas
personas han vivido circunstancias similares y que cada quien puede resolverlo de maneras
distintas. No intento que este texto sea una guía o un manual de superación. Lo que vas a
leer a continuación es una historia con personajes que pueden o no ser reales. UNA
HISTORIA...

Me levanté sin llamadas telefónicas y mensajes, cosa extraña, porque los accesos de ira de
Michelle se traducían en, al menos, cincuenta llamadas perdidas y otros tantos mensajes de
texto, versión digital de correos bomba en medio oriente.

Los inconvenientes derivados de las juergas de mi pareja venían a remarcar que la relación
aún existía, al no tenerlos, me preocupé. Por algunos minutos comencé a creer que esta vez
en serio habíamos terminado. Me tranquilicé a mí mismo con el pensamiento de que
hablaríamos en algún momento, pero al llegar el medio día, perdí la cordura y digité su
número en mi celular; sonó un par de veces, nadie respondió. Esperé veinte minutos,
definición de eternidad si has estado en una relación toxica, y solo para estar seguro marqué
unas ciento cincuenta veces, las ultimas cien fueron desviadas a buzón. Ya sea por
terquedad mía o por error suyo, tuve éxito con la última llamada. Escuché su voz
pidiéndome que habláramos después.

El mundo se fue al suelo, mi estómago se transformó en un agujero de volumen


incalculable, perdí la sensación en las manos y me dije “ya está. Esta vez sí terminó”.
Reelaboré la historia en mi cabeza, recorrí segundo por segundo cada espacio de su fiesta.
¿De verdad había coqueteado con alguien?, ¿había dicho algo inapropiado?, ¿sería que no
confirmé mi asistencia?, ¿qué he hecho? Y aunque la relación fuera espantosa, la seguía
amando profundamente y pensarla perdida fue un dolor espantoso.

Ahora pienso que las relaciones tan intensas, tan enraizadas en el núcleo de lo que somos
solo pueden existir gracias a un desbordamiento de nuestras emociones y es justamente lo
que las vuelve toxicas e insufribles. Es curioso que la palabra insufrible defina exactamente
el desbordamiento. Si se puede sufrir, significa que hay una canal mediante el cual se
procesa y se vive. Lo insufrible no se puede sufrir ni soportar, no hay canal, no hay un
medio por el cual experimentar y regular el sentimiento. Lo insufrible te revienta, te
explota. Lo que yo sentía por Michelle era insufrible y me gustaba, me gustaba mucho, la
amaba.

En un acto desesperado, tomé mi auto y conduje a su casa. Me recibió en la sala, cosa que
nunca hacía, siempre pasábamos a su habitación. Me mantuve calmado. Ella guardó
silencio. Estaba claramente sufriendo una terrible resaca. Dijo que lo sentía, que no
pretendía hacerme sentir mal y que ciertamente no recordaba muchas de las cosas que
sucedieron, pero que tenía la seguridad de que yo estuve coqueteando con sus amigas.
Reafirmó que la relación no estaba funcionando y que necesitaba un espacio. Estaba
devastado. Muchas veces le falté, no estaba ahí, con ella. Muchas veces no respondía a sus
llamados y pocas veces aceptaba conocer a sus amigos. Pero qué podía hacer, si siempre
que entraba en contacto con su mundo me tocaba soportar las consecuencias de estar
demasiado cerca. Nuestra relación era sin duda un dilema de dos erizos que se acercan y se
hieren, se alejan y la soledad los devasta.

Michelle se sentía terrible, vomitó en dos ocasiones. La ayudé a llegar a su recamara, se


recostó y se quedó perdidamente dormida. La arropé y entre las sabanas encontré una
pequeña basura de un sobre metálico, color dorado, con los bordes dentados, una tirita de
unos dos centímetros de largo. Me quedé mirándola. Tomé una silla y me senté a su
costado. Tenía el estómago revuelto, una gota de sudor frío me recorrió la frente, se me
congelaron los pies. Aquello, la pequeña basura, no podía ser otra cosa que la envoltura de
un condón.

Una parte de mí gritaba en mi cabeza que revisara la habitación, que confirmara el acto
sexual de una noche anterior. Ella y yo no usábamos preservativo, aquello no era nuestro.
Otra parte de mí me decía que no estábamos juntos como pareja, aún si habíamos cortado
hace no más de veinticuatro horas, que tuviera dignidad y me marchara para siempre. Su
celular descasaba en una cómoda, los destellos tornasol de la pantalla me pedían a gritos
que lo tomara y revisara conversaciones, mensajes, rede sociales, llamadas, pero no lo hice,
no pude moverme. La llamé un par de veces, quería gritarle, reclamarle, deseaba saber la
verdad. Está de más decir que no despertó.

Tomé un bote de basura cercano y lo coloqué junto a la cama, por si se despertaba y tenía
ganas de vomitar. Pensé que tal vez aquella envoltura fuera de otra cosa y mi mente me
jugaba sucio. Del bote de basura surgió la respuesta a mis dudas. Como ojos de serpiente
dos destellos, dos envolturas de condón, de color dorado, de una marca china. Dos
envolturas de condones baratos que regalan en el seguro social. Me pude haber marchado en
ese momento, pero no, metí la mano y revolví todo lo que había allí. La piel de la serpiente
se extendía a lo largo del fondo. Dos condones anudados por el extremo guardaban el
líquido producto de la noche anterior. Regresé todo al interior, lo cubrí con algunos papeles
y me marché. Fui al baño y me lavé las manos tantas veces como pude, con jabón, con
cloro, con una piedra pómez. Mis manos dieron gracias de que no encontré lejía o sosa
caustica, porque ahora tendría cicatrices de quemaduras químicas…
Me quedé sentado a su costado un par de minutos. Me hervía la sangre de verla tan
tranquila, pero no hice ningún sonido para despertarla, no quería hablar con ella. Quería
gritarle, quería venganza, pagarle con la misma moneda.
El celular de Michelle sonó un par de veces, en la pantalla apareció el contacto de Susana,
una de sus amigas que estuvieron en la fiesta del día anterior. No respondí, no quería un
pretexto para tomar el celular. Nunca he considerado esa clase de pantomimas a la altura de
mi persona. Silencié la llamada. Hubo una segunda y tercera, pero fue hasta la cuarta
llamada que respondí.
—Hola, Mich, por qué no me contestabas. El coche de José esta en tu casa —habló
rápidamente.
El corazón me rompía a patadas las costillas.
—Sí, aquí estoy, Susy. ¿Por qué no pasas? Mich está dormida.
—Ay… hola, José. Prefiero regresar después.
—Susana, por favor, necesito hablar contigo.
—No sé si sea lo correcto.
—No tenemos que hablar de nada en específico, sé que Mich es tu amiga y cuando
despierte va a necesitar de tu ayuda; se va a sentir mal y yo no me pienso quedar.
No recibí respuesta, Susana terminó la llamada y después escuché el timbre.
Tomé una botella de tequila de entre los residuos de la fiesta y dos vasos, los llené hasta el
borde. Susana dijo que no deseaba tomar. Bebí lo de ambos de un trago.
—Susana se acostó con Efraín, encontré condones en su habitación —dije.
Susana tomó la botella de tequila, bebió un gran y profundo sorbo.
—Yo estaba saliendo con Efraín.
—Michelle es mi pareja… bueno, era.
—Michelle es mi amiga… y lo sigue siendo.
—¿Qué es lo que sabes? ¿qué pasó ayer? —pregunté.
—Dijiste que no hablaríamos de eso…—Suspiró profundamente— Los vi besándose.
Después de que tú te fuiste ella continuó tomando. Todos sabemos cómo se pone con el
alcohol y comenzaron a retirarse despistadamente. Yo prometí que me quedaría a cuidarla,
pero cuando la vi con Efraín, preferí que se cuidara sola. Venía a hablar con ella, a pesar de
todo es mi amiga. No sé por qué, te juro que no sé por qué es mi amiga, pero aquí estoy.
Vine porque me sentí mal, la dejé sola en un estado muy vulnerable. No quiso hablar
conmigo, estaba molesta porque creyó que te estaba coqueteando. No ha respondido mis
llamadas...
—Ahora todo tiene sentido
—Sí, se refería a mí.
—Me siento terrible. Estoy enojado, triste, confundido. No sé qué voy a hacer —. Bebí
directo de la botella, bebí hasta que me lloraron los ojos, luego me desplomé sobre el sofá.
Susana se sentó a mi costado, me abrazó y bebió.
—No fue tu culpa. —Tomó mi rostro entre sus manos, limpió un par de lágrimas de mis
mejillas y me besó—. Todo va a salir bien.
No hubo manera alguna de frenar la carrera que el beso de Susana comenzó. Fue medicina,
venganza, romance, perdón y equilibrio. Un pacto de silencio se promulgó en la búsqueda
de la justicia. Una balanza primitiva y cruda comenzó a oscilar. Ojo por ojo y diente por
diente. Pero no lo hice simplemente por venganza, lo hice buscando el perdón, buscando
una manera de igualar condiciones con Michelle, para poder perdonarla, para no sentirme el
santo de la historia, para poder seguir con ella. Aquella traición era el núcleo de la alianza,
del juramento que hice con Michelle, representaba la fortaleza de nuestra unión, la
sinceridad de mi amor. Para bien o para mal, Michelle, aún hoy, es el amor de mi vida. Y si
era necesario descender al infierno para estar con ella, más hubiera hecho. Y si Susana tuvo
sexo conmigo solo fue como herramienta para el mismo objetivo, perdonar a su amiga.
Una vez terminamos, como si despertáramos de un trancé, nos vestimos en silencio. No
cruzamos la mirada ni palabra alguna que no fuera una fría despedida. Susana salió de la
casa sin mirar atrás.
Tomé el condón, lo anudé y lo dejé en el bote de basura de la cocina, la envoltura negra del
preservativo, sobre el sillón de la sala. Caminé en dirección a la puerta y Michelle apareció
al pie de las escaleras, me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Estás bien? —pregunté.
—sí. ¿Ya se fue Susana?
—sí, ya se fue —. No sé cómo debí haberme sentido, qué emoción era la correcta, pero me
sentí tranquilo, en paz conmigo mismo y con Michelle.
—Okay. ¿Estamos bien?
—Sí, estamos bien.
—Te amo, flaco.
—Y yo a ti, Michi.
Michelle se fue a su habitación a seguir durmiendo y yo fui a hacer lo mismo a mi
departamento. Nuestra relación duraría unos cuantos años más gracias a que siempre
dejamos que la infidelidad fuera una posibilidad.

En nada.
Es la juventud una bella expresión,
dulce negación de la muerte,
embriagante ficción,
revitalizante mentira.
Ya sean tus labios rojos,
tus firmes muslos, la altivez de tus senos,
o la mágica maquinaría que irriga de sangre tus mejillas,
todo habla de inmortalidad, de permanencia.
¡Oh mi Diosa!
¿Son tus labios el horizonte del tiempo?
¿Puedes reconciliar el pasado y el futuro con tu beso?
No, no puedes.
La mentira de la que soy presa
posee el rostro de la verdad
y la verdad es la muerte de todo lo que vive.
¿Es un regalo o una acusación?
¿Prometes eternidad o aseguras la muerte?
Prometes vida eterna, pero me disuelvo en la inexistencia.
La comunión con la eternidad es muerte.
Qué dulce puede llegar a ser el abismo,
la oscuridad tejida en tus cabellos,
el vacío que se oculta entre tus pechos,
la muerte entre tus piernas.
Es mentira tu joven figura,
una mentira verdadera,
una fantasía real,
de la que ya no tengo miedo.
—¿En qué piensas cuando hacemos el amor? Te ves distante. —Me preguntas
—En nada, guapa. Pienso en nada. Ven, abrásame. —respondo. No notas que lo pronuncio
con ese.

También podría gustarte