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El racismo de la inteligencia (1)

Pierre Bourdieu
Quisiera decir, en primer lugar, que hay que tener presente que no hay un racismo, sino
racismos: hay tantos racismos como grupos que tienen la necesidad de justificarse por existir como
existen, constituyendo esto la función invariante de los racismos.

Me parece muy importante centrar el análisis en las formas de racismo que son sin duda las
más sutiles, las más irreconocibles y, por tanto, las menos denunciadas, quizá porque los
denunciadores habituales del racismo poseen algunas de las propiedades que inclinan a esta forma de
racismo. Me refiero al racismo de la inteligencia. El racismo de la inteligencia es un racismo de clase
dominante que se distingue por una multitud de propiedades de lo que se designa habitualmente
como racismo, es decir, el racismo pequeñoburgués, que constituye el objetivo central de la mayoría
de las críticas clásicas del racismo, empezando por las más vigorosas, como la de Sartre.

Este racismo es propio de una clase dominante cuya reproducción depende, en parte, de la
transmisión del capital cultural, capital heredado que tiene la propiedad de ser un capital
incorporado y, por tanto, aparentemente natural, innato. El racismo de la inteligencia es lo que
utilizan los dominantes con el fin de producir una «teodicea de su propio privilegio», como dice
Weber, es decir, una justificación del orden social que dominan. Es lo que hace que los dominantes
se sientan justificados de existir como dominantes, que se sientan de una esencia superior. Todo
racismo es un esencialismo y el racismo de la inteligencia es la forma de sociodicea característica de
una clase dominante cuyo poder se basa en parte en la posesión de títulos que, como los títulos
escolares, se consideran garantía de inteligencia y que han suplantado en muchas sociedades, incluso
para el acceso a las posiciones de poder económico, a los antiguos títulos, tales como los títulos de
propiedad o los títulos nobiliarios.

Asimismo, este racismo le debe algunas de sus propiedades al hecho de que, habiéndose
reforzado las censuras respecto a las formas de expresión burdas y brutales del racismo, la pulsión
racista ya sólo pueda expresarse en formas muy eufemizadas y tras la máscara de la negación (en el
sentido del psicoanálisis): el GRECE sostiene un discurso en el que dice el racismo, pero de una
manera tal que no lo dice. Así, llevado a un grado muy alto de eufemización, el racismo se hace casi
irreconocible (2). Los nuevos racistas se ven ante un problema de optimización: o bien aumentar el
contenido de racismo declarado del discurso (afirmándose, por ejemplo, a favor del eugenismo),
pero arriesgándose a chocar y a perder en posibilidad de comunicación, de transmisión, o bien
aceptar decir poco y de una forma muy eufemizada, en conformidad con las normas de censura en
vigor (hablando, por ejemplo, en estilo genético o ecológico) y aumentar así las probabilidades de
«colar» el mensaje haciéndolo pasar inadvertido.

El modo de eufemización más extendido en la actualidad es evidentemente la cientifización


aparente del discurso. Si se recurre al discurso científico para justificar el racismo de la inteligencia
no es únicamente porque la ciencia representa la forma dominante del discurso legítimo; es también
y sobre todo porque un poder que se cree fundamentado en la ciencia, un poder de tipo tecnocrático,
le exige naturalmente a la ciencia fundamentar el poder; cuando la inteligencia es lo que legitima
para gobernar, el gobierno se pretende fundamentado en la ciencia y en la competencia «científica»
de los gobernantes (basta con pensar en el papel de las ciencias en la selección escolar, donde las
matemáticas se han convertido en la medida de toda inteligencia). La ciencia tiene intereses comunes
con lo que se le pide justificar.

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Dicho esto, pienso que hay que rechazar pura y simplemente el problema, en el que se han
dejado encerrar los psicólogos, de los fundamentos biológicos o sociales de la «inteligencia». Y, más
que intentar zanjar científicamente la cuestión, tratar de hacer la ciencia de la propia cuestión;
intentar analizar las condiciones sociales de la aparición de este tipo de interrogación y del racismo
de clase que introduce. En realidad, el discurso del GRECE no es sino la forma límite de los
discursos que sostienen desde hace años algunas asociaciones de antiguos alumnos de las escuelas de
élite, declaraciones de jefes que se sienten autorizados por su «inteligencia» y que dominan una
sociedad basada en una discriminación a base de «inteligencia», es decir, basada en lo que mide el
sistema escolar con el nombre de inteligencia. La inteligencia es lo que miden los tests de
inteligencia, es decir, lo que mide el sistema escolar. Esta es la primera y la última palabra de un
debate que no puede zanjarse mientras se permanezca en el ámbito de la psicología, porque la propia
psicología (o, al menos, los tests de inteligencia) es producto de las determinaciones sociales que
constituyen el principio del racismo de la inteligencia, racismo propio de «élites» vinculadas a la
elección escolar, propio de una clase dominante que obtiene su legitimidad de los clasamientos
[classements] escolares.

El clasamiento [classement] escolar es un clasamiento [classement] social eufemizado y, por


tanto, naturalizado, absolutizado, un clasamiento [classement] social que ya ha sufrido una censura,
por tanto una alquimia, una transmutación que tiende a transformar las diferencias de clase en
diferencias de «inteligencia», de «don», es decir, en diferencias de naturaleza. Nunca las religiones
lo habían hecho tan bien. El clasamiento [classement] escolar es una discriminación social
legitimada y que recibe la sanción de la ciencia. Es aquí donde se encuentra la psicología con el
refuerzo que le ha proporcionado desde sus orígenes al funcionamiento del sistema escolar. La
aparición de tests de inteligencia como el test de Binet-Simon está vinculada a la llegada al sistema
de enseñanza, con la escolarización obligatoria, de alumnos con los que el sistema escolar no sabía
qué hacer porque no estaban «predispuestos», «dotados», es decir, dotados por su medio familiar de
las predisposiciones que presupone el funcionamiento habitual del sistema escolar: un capital
cultural y una buena voluntad respecto a las sanciones escolares. Estos tests que miden la
predisposición social exigida por la escuela -de ahí su valor predictivo de los éxitos escolares- están
bien hechos para legitimar de antemano los veredictos escolares que los legitiman.

¿Por qué esta recrudescencia en la actualidad del racismo de la inteligencia? Quizá porque
numerosos docentes, intelectuales -que han sufrido de lleno las repercusiones de la crisis del sistema
de enseñanza- están más inclinados a expresar o dejar expresarse en formas más brutales lo que hasta
ahora no era sino un elitismo de buena sociedad (quiero decir de buenos alumnos). Pero también hay
que preguntarse por qué ha aumentado también la pulsión que conduce al racismo de la inteligencia.
Pienso que ello se debe, en gran medida, al hecho de que el sistema escolar se ha visto enfrentado en
fechas recientes a problemas relativamente sin precedentes con la irrupción de personas desprovistas
de las predisposiciones socialmente constituidas que tácitamente exige; especialmente de personas
que, por su número, devalúan los títulos escolares y devalúan incluso los puestos que van a ocupar
gracias a esos títulos. De ahí el sueño, ya realizado en ciertos ámbitos como la medicina, del
numeras clausus. Todos los racismos se parecen. El numerus clausus es un tipo de medida
proteccionista análoga al control de la inmigración, una respuesta contra la aglomeración suscitada
por el fantasma del número, de la invasión por el número.

Siempre estamos dispuestos a estigmatizar al estigmatizador, a denunciar el racismo


elemental, «vulgar», del resentimiento pequeñoburgués. Pero es demasiado fácil. Debemos jugar a
los cazadores cazados y preguntarnos cuál es la contribución que aportan los intelectuales al racismo
de la inteligencia. Habría que estudiar el papel de los médicos en la medicalización, es decir, en la

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naturalización de las diferencias sociales, de los estigmas sociales, así como el papel de los
psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas en la producción de eufemismos que permiten designar a los
hijos de subproletarios o de inmigrantes de una manera tal que los casos sociales se convierten en
casos psicológicos, las deficiencias sociales en deficiencias mentales, etc. En otras palabras, habría
que analizar todas las formas de legitimación de segundo orden que duplican la legitimación escolar
como discriminación legítima, sin olvidar los discursos de aspecto científico, el discurso psicológico,
así como las afirmaciones mismas que nosotros hacemos (3).

NOTAS

* (Epígrafe 21 del libro Cuestiones de Sociología, 1999, Editorial Istmo, Madrid). El traductor ha
optado por traducir Classement como “clasamiento”, solamente quisiéramos subrayar que la palabra
en francés también significa clasificación (en el doble sentido del término, lingüístico y social).

1
Intervención en el Coloquio del MRAP en mayo de 1978, publicada en Cahiers Droit et liberté
(Races, sociétés et aptitudes: apports et limites de la science), núm. 382, pp. 67-71.

2
«Méconnuhsable»: término que significa habitualmente «irreconocible», pero que viene de
méconnaitre, «desconocer», «no reconocer». Bourdieu subraya la palabra para subrayar su
parentesco con la méconnaissance, con el des-conocimiento, término muy utilizado por el autor para
subrayar una dimensión esencia] de las sociedades: la negación de intereses, coacciones, etc., que
resulta imprescindible para el mantenimiento de la legitimidad de instituciones, grupos o agentes y
que suele ser fruto, como la represión freudiana, de un trabajo continuo de ocultamiento, de
negación (N. del T-).
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3
Se pueden encontrar desarrollos complementarios en P. BOURDIEU, «Classement, déclassement,
reclassement», Actes de la recherche en sciences sociales, núm. 24, noviembre 1978, pp. 2-22.

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