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FALLECE JOVEN PROMESA LITERARIA CHILENA

Artículo aparecido en el diario universitario El Aullido de la Facultad de Periodismo y


Comunicación de la Universidad de Concepción.

Hoy, viernes 27 de junio, la joven novelista y dramaturga Leticia Vorphal, fue


encontrada muerta en el departamento que compartía con algunos compañeros
universitarios en el centro de Concepción.
Fue pocos meses luego de haber sido sometida a una operación correctiva del
tabique nasal de carácter ambulatorio y encontrarse saliendo de su convalecencia. Virginia
Vorphal, la madre, encontró el cuerpo sin vida de su hija yacido en la terraza del
departamento.
Todavía no se determinan las causas del fallecimiento de la precoz escritora, pero
se espera que las autoridades penquistas se refieran al hecho en los próximos días.
Leticia Vorphal, de tan sólo 22 años de edad, se dedicó la mayor parte de su
adolescencia a escribir. Había terminado recientemente su segunda novela Estatuas sin
Cabeza ni Torso y una selección de obras cortas de teatro, con la que se mereció el primer
lugar en el concurso de literatura joven Aquí te las traigo 2008 de la editorial Animita
Cartonera. No alcanzó a publicar en vida.
El velorio se realizará el próximo lunes 7 de julio en las dependencias del Colegio
Alemán a las 13.00 horas. Por Felipe Gálvez

Fragmento de la novela de Leticia Vorphal, Estatuas sin Cabeza ni Torso

El cabo Contreras, perteneciente a la Primera Comisaría de Poconchile, 37


kilómetros al este de Arica, se amaneció contemplando el extraño color verde
fosforescente que producían los residuos tóxicos en la lejanía. Pretendía ver figuras
escondidas entre el vapor y la luminiscencia. Murciélagos. Helicópteros. Damas antiguas a
caballo. Escenas narradas en programas de radio que había escuchado cuando pequeño
en su casa a orillas del lago Calafquén, en el sur de Chile, y que entonces no había podido
imaginar, pero que ahora, quizás producto del efecto radioactivo que emitían los desechos
a lo lejos, podía elucubrar a la perfección. Con lujo de detalles. El cabo Contreras apenas
sintió la puerta detrás de él abrirse. Las estrellas desaparecen débiles en lo alto. Llegas
tarde, se le escucha decir al cabo Contreras. No hay signos de movimiento.

Depende de cómo se mire, papito, le responde la Zorra. Viste un traje de


lentejuelas y lana. La grasa abdominal fluye a través de la apertura trasera de su vestido.
Su piel es morena. Roza la negritud. No hay forma de controlar tus deseos, Zorra, no
tienes límites, le dice el cabo Contreras. Vuelve la cabeza. Diverges, le dice. Y la Zorra:
Sabes que lo hago por AMOR. La Zorra entona fuerte esa última palabra. Hace que
parezca menos manoseada. ¿Amor?, yo no quiero el amor, replica el cabo Contreras. Hace
un gesto brusco que lo hace perder el equilibrio. Cae al suelo, como desprovisto de toda la
energía que le infunde su lustroso uniforme de barquillo y esmeralda. La Zorra corre hacia
él. Se pone de rodillas. Le susurra al oído: Amor, amor a nosotros, a este pueblo, a los
niños eternos de este pueblo. El cabo Contreras abre los ojos (¿cuándo los había
cerrado?). Todos los niños están muertos, dice. Como recitando el comienzo de un
horrible poema. Como abriendo un libro al azar y encontrar un poema horrible y leer las
primeras líneas de ese poema en voz alta. Frente a una sala vacía. No todos, papito, le
contesta la Zorra, ¿por qué cree que he tardado tanto en regresar? Un breve temblor
sacude los muebles de la oficina.

La Zorra toma la mano del cabo Contreras y la lleva a su vientre. No siente


palpitaciones. Es todavía muy temprano, piensa el cabo Contreras. El proceso reproductivo
solía tomar nueve meses, piensa el cabo Contreras. Se han producido avances, avances
médicos, piensa el cabo Contreras, que apresuran el desarrollo embrionario, que le han
dado fuerza. Y poder. Y esperanza. Y Amor, dice la Zorra. No leas mis pensamientos, le
dice el cabo Contreras en un tono brusco, sabes que detesto cuando haces eso. La Zorra
se lleva la mano del cabo Contreras a la boca. Liba sus dedos. Pronto estaremos rodeados
de pequeños seres, le dice, idénticos a nosotros hasta en el más nimio detalle morfológico.
Ya lo puedo oler. Serán las nuevas huellas que continuarán las nuestras, ya tan
desgastadas por el paso de la historia. La voz de la Zorra parece tiritar. Como si estuviese
al borde de estallar en lágrimas. O en carcajadas desmesuradas. El cabo Contreras la
observa. Aprieta los ojos. Su figura se mantiene impertérrita.

Sólo dos semanas más, papito, aguánteme nomás. Y volverá a oír los chillidos
románticos de las guaguas del futuro, se lo prometo por la misma Santísima Virgen de la
Cochinada.

Salen el cabo Contreras y la Zorra de la comisaría. Van de la mano. El denso olor


de la mañana penetra sus fosas nasales. No hay nadie en las calles. Se puede oír el
tintineo de la campanilla del camión que distribuye las películas. Un pájaro cruza el cielo
plateado. Un pájaro negro. O quizás un pájaro amarillo. El cabo Contreras y la Zorra
toman la calle principal. A las tres cuadras, doblan a la izquierda. Se internan en una
especie de bosque evaporado. Una cabaña junto a un matadero. Tocan la puerta. Una
jovencita de unos dieciocho años les abre. Se limpian el musgo de la suela de los zapatos.
Pasan.

Los niños han desaparecido. Un día estaban aquí, jugando en sus jardines,
comiéndose sus gusanos, haciéndose caca en sus pantalones. Y al otro ya no estaban. Fue
un fenómeno mundial. Años atrás se había pronosticado que algo similar iba a ocurrir. En
ciertos países europeos, paulatinamente, la cantidad de infantes iría disminuyendo. Cada
metro cuadrado sería ocupado por dos o tres o cuatro ejecutivos de cuentas, una abogada
recién recibida y medio niño. Un niño mutilado por cada cinco adultos completos. Estas
palabras salían de la boca de los más destacados científicos del planeta. Pero no fue así
cómo ocurrió. Fue en Europa y en Asia y en los Estados Unidos de América. Y en
Latinoamérica. Los niños estaban, aquí, aquí mismito desde donde les estoy contando,
sobre estas mismas tumbas olvidadas. Los niños aprendían a escribir, rayando su nombre
sobre el nombre de los muertos. Y al otro día ya no estaban.

Clarita, apoya el codo sobre el mantel plástico que cubre la mesa de la cocina.
Dibuja sobre una hoja del diario del año pasado. Antes pasaba un hombre en motocicleta
entregando diarios casa por casa. Impresiones sueltas e incoherentes. Noticias que se
repetían interminablemente. Nombres que cambiaban pero que sufrían los mismos robos,
las mismas violaciones, los mismos matrimonios. Nadie se molestaba en alegar. Los diarios
servían para matar el tiempo. Para olvidar el paso del tiempo. Hacía mucho de ese mismo
tiempo que los niños habían desaparecido. Era necesario matarlo. Se hacía imprescindible
algún tipo de entretención. La señal de la televisión no llegaba hacía mucho tiempo. Así,
los escándalos de las celebridades locales servían para avivar una discusión que se
mantenía por horas. Para completar el contenido de los colegios. Para crear bibliotecas. La
iglesia de la Santísima Virgen de la Cochinada fue la primera en instaurar los diarios como
el sustituto oficial a las sagradas escrituras.

Se dice que hubo cierta malversación de fondos en los sectores públicos del
gobierno. Se dice que hubo una mala gestión. Lo cierto es que al poco tiempo los diarios
comenzaron a escasear. Desaparecían a pedazos. Recordaba un proceso similar del que
habían sido víctima los niños. El hombre en motocicleta rara vez visitaba el pueblo y
cuando lo hacía sólo llevaba un par de pasquines deportivos bajo el brazo. Bajaba la
cabeza en gesto de pesar, cuando veía a los pobladores acercarse a su vehículo.
Tristemente. Como muertos vivientes.

La Zorra le ofreció a Clarita como forma de pago al hombre en motocicleta por un


sustento regular de diarios. Lo intentó seducir evocando locas noches de sexo, de orgías
que afirmó la joven podría reproducir. Incluyó posiciones de todo tipo. Algunas, prometió
la Zorra, provenían de países orientales perdidos en la altura de las montañas. Se refirió a
una Pirámide Polar con la forma de un falo en el corazón del Himalaya. Muchas de ellas,
imposibles de llevar a cabo en la realidad. El hombre en motocicleta aceptó con un gesto
indiferente. La sentó en el asiento trasero, retrocedió un par de metros y partió. La última
vez que lo vieron fue cuando trajo a la niña de vuelta. Tres semanas después.

Clarita dibuja sobre la mesa de la cocina. Come tierra. Se orina encima. Llora en la
mitad de la noche. Todo esto, a los dieciocho años y once meses de edad. Clarita es,
basándose únicamente en su comportamiento, la única niña de Poconchile y de sus
alrededores. El cabo Contreras, quien ahora toca la puerta de entrada, se ha encargado
de criarla y cuidarla como tal. Se complace al pensar que ha actuado como un verdadero
padre para ella. La observa a través de la ventana. Clarita se baja de la silla. Gatea. Abre
la puerta. Le sonríe con una mancha de baba seca en la boca. Él y la Zorra entran. El cabo
Contreras siempre ha sospechado que la conducta de Clarita tiene una relación directa con
el viaje que tuvo ella junto al hombre en motocicleta. No le gusta ahondar en esos
pensamientos. Ha sido una noche de vigilia agotadora. Le pregunta a la niña si el camión
ha dejado alguna película. Clarita dice que sí. Le hace cosquillas en la guata.

El gobierno no tardó en implantar un sistema que desplazó rápidamente la


demanda de diarios en el país. Las películas. Una por familia. Una vez a la semana. El
camión las reparte. El tintineo de su campana lo diferencia de los camiones de la limpieza
tóxica. No hay nada como sentarse en familia y dejarse llevar por la fantasía de las
películas. La Zorra prepara las palomitas de maíz con caramelo. El cabo Contreras conecta
el DVD. Clarita ha terminado su dibujo y lo cuelga sobre la puerta del refrigerador.

El resto de los pobladores no son ajenos al hecho de que Clarita es lo más cercano
a una niña en todos los alrededores. Desde hace dos años, cada tarde, en la entrada
principal de la Primera Comisaría de Poconchile, se forma una fila de unas treinta personas
esperando poder encargarse de los cuidados de la criatura. Una vez pagado un precio
razonable, los clientes son conducidos a la sala de interrogación, donde una Clarita,
correctamente embutida en su pijama rosa de algodón, los espera. Es usual que algunos
hombres lleven largos textos escritos durante la noche anterior sobre hojas de diario viejo
y le lean, pretendiendo que son cuentos para dormir. Otros sujetan sus pantalones con
sendas correas de cuero negro y al momento de entrar a la sala lo utilizan como una
herramienta correctiva al servicio de un supuesto mal comportamiento de la niña. Las más
apasionadas son las ancianas: motivadas quizás por la añoranza de sus amamantamientos
pasados, hacen la fila, ansiosas, mientras masajean sus senos descubiertos esperando
escurrir hasta la última gota de leche.

Podría decirse que el cabo Contreras había logrado establecer una sólida economía
familiar. Vivían tranquilos. La mayoría de sus necesidades eran satisfechas. Eran
moderadamente felices.

No sería arriesgado suponer que la Zorra pensaba algo diferente.

Sentados sobre el sillón familiar, construido a partir de unos cojines mohosos que
cayeron de uno de los camiones de limpieza tóxica, esperan que el DVD cargue la película.
La luz del día penetra por la ventana. Clarita aplaude. Como acompañando el aullido de
los perros que son heridos por los rayos del sol. La Zorra se levanta para cerrar las
cortinas. Entonces lo ve. El dibujo sobre la puerta del refrigerador. Primero cree ver otra
cosa. Primero se dice que es otra cosa, que no puede ser. Que no es posible. Luego mira
hacia el sillón familiar. El cabo Contreras y Clarita juegan a las manitos calientes. Los
imagina desnudos. Aquejados por inmundas yagas. Como intentando buscar un ancla. Una
piedra enorme que la lleve de vuelta a la realidad. Esto es otra cosa, se dice, esto no
puede ser. Se acerca al refrigerador y toma el dibujo sobre la hoja de diario. El labio
inferior le tirita. Balbucea. ¿En qué momento hizo esto la pendeja?, pregunta la Zorra al
aire, con un grito. Los dos, desde el sillón, la miran con sorpresa. ¿Viste esto que dibujó la
pendeja, en qué momento hizo esto la pendeja? El cabo Contreras no responde. La Zorra
de una zancada cruza la cocina, toma un paraguas y tira a Clarita del pellejo del
antebrazo. Sigue siendo temprano, la niña todavía está desnuda. Salen por la puerta.

No comprendo, alcanza a decir el cabo Contreras cuando las dos ya enfilan rumbo
hacia la calle principal. Ya casi desaparecen. La Zorra lee sus pensamientos y le grita: ¡A
abrir a esta pendeja vamos, papito, a la Gloriosa Iglesia de la Santísima Virgen de la
Cochinada!

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