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Sólo dos semanas más, papito, aguánteme nomás. Y volverá a oír los chillidos
románticos de las guaguas del futuro, se lo prometo por la misma Santísima Virgen de la
Cochinada.
Los niños han desaparecido. Un día estaban aquí, jugando en sus jardines,
comiéndose sus gusanos, haciéndose caca en sus pantalones. Y al otro ya no estaban. Fue
un fenómeno mundial. Años atrás se había pronosticado que algo similar iba a ocurrir. En
ciertos países europeos, paulatinamente, la cantidad de infantes iría disminuyendo. Cada
metro cuadrado sería ocupado por dos o tres o cuatro ejecutivos de cuentas, una abogada
recién recibida y medio niño. Un niño mutilado por cada cinco adultos completos. Estas
palabras salían de la boca de los más destacados científicos del planeta. Pero no fue así
cómo ocurrió. Fue en Europa y en Asia y en los Estados Unidos de América. Y en
Latinoamérica. Los niños estaban, aquí, aquí mismito desde donde les estoy contando,
sobre estas mismas tumbas olvidadas. Los niños aprendían a escribir, rayando su nombre
sobre el nombre de los muertos. Y al otro día ya no estaban.
Clarita, apoya el codo sobre el mantel plástico que cubre la mesa de la cocina.
Dibuja sobre una hoja del diario del año pasado. Antes pasaba un hombre en motocicleta
entregando diarios casa por casa. Impresiones sueltas e incoherentes. Noticias que se
repetían interminablemente. Nombres que cambiaban pero que sufrían los mismos robos,
las mismas violaciones, los mismos matrimonios. Nadie se molestaba en alegar. Los diarios
servían para matar el tiempo. Para olvidar el paso del tiempo. Hacía mucho de ese mismo
tiempo que los niños habían desaparecido. Era necesario matarlo. Se hacía imprescindible
algún tipo de entretención. La señal de la televisión no llegaba hacía mucho tiempo. Así,
los escándalos de las celebridades locales servían para avivar una discusión que se
mantenía por horas. Para completar el contenido de los colegios. Para crear bibliotecas. La
iglesia de la Santísima Virgen de la Cochinada fue la primera en instaurar los diarios como
el sustituto oficial a las sagradas escrituras.
Se dice que hubo cierta malversación de fondos en los sectores públicos del
gobierno. Se dice que hubo una mala gestión. Lo cierto es que al poco tiempo los diarios
comenzaron a escasear. Desaparecían a pedazos. Recordaba un proceso similar del que
habían sido víctima los niños. El hombre en motocicleta rara vez visitaba el pueblo y
cuando lo hacía sólo llevaba un par de pasquines deportivos bajo el brazo. Bajaba la
cabeza en gesto de pesar, cuando veía a los pobladores acercarse a su vehículo.
Tristemente. Como muertos vivientes.
Clarita dibuja sobre la mesa de la cocina. Come tierra. Se orina encima. Llora en la
mitad de la noche. Todo esto, a los dieciocho años y once meses de edad. Clarita es,
basándose únicamente en su comportamiento, la única niña de Poconchile y de sus
alrededores. El cabo Contreras, quien ahora toca la puerta de entrada, se ha encargado
de criarla y cuidarla como tal. Se complace al pensar que ha actuado como un verdadero
padre para ella. La observa a través de la ventana. Clarita se baja de la silla. Gatea. Abre
la puerta. Le sonríe con una mancha de baba seca en la boca. Él y la Zorra entran. El cabo
Contreras siempre ha sospechado que la conducta de Clarita tiene una relación directa con
el viaje que tuvo ella junto al hombre en motocicleta. No le gusta ahondar en esos
pensamientos. Ha sido una noche de vigilia agotadora. Le pregunta a la niña si el camión
ha dejado alguna película. Clarita dice que sí. Le hace cosquillas en la guata.
El resto de los pobladores no son ajenos al hecho de que Clarita es lo más cercano
a una niña en todos los alrededores. Desde hace dos años, cada tarde, en la entrada
principal de la Primera Comisaría de Poconchile, se forma una fila de unas treinta personas
esperando poder encargarse de los cuidados de la criatura. Una vez pagado un precio
razonable, los clientes son conducidos a la sala de interrogación, donde una Clarita,
correctamente embutida en su pijama rosa de algodón, los espera. Es usual que algunos
hombres lleven largos textos escritos durante la noche anterior sobre hojas de diario viejo
y le lean, pretendiendo que son cuentos para dormir. Otros sujetan sus pantalones con
sendas correas de cuero negro y al momento de entrar a la sala lo utilizan como una
herramienta correctiva al servicio de un supuesto mal comportamiento de la niña. Las más
apasionadas son las ancianas: motivadas quizás por la añoranza de sus amamantamientos
pasados, hacen la fila, ansiosas, mientras masajean sus senos descubiertos esperando
escurrir hasta la última gota de leche.
Podría decirse que el cabo Contreras había logrado establecer una sólida economía
familiar. Vivían tranquilos. La mayoría de sus necesidades eran satisfechas. Eran
moderadamente felices.
Sentados sobre el sillón familiar, construido a partir de unos cojines mohosos que
cayeron de uno de los camiones de limpieza tóxica, esperan que el DVD cargue la película.
La luz del día penetra por la ventana. Clarita aplaude. Como acompañando el aullido de
los perros que son heridos por los rayos del sol. La Zorra se levanta para cerrar las
cortinas. Entonces lo ve. El dibujo sobre la puerta del refrigerador. Primero cree ver otra
cosa. Primero se dice que es otra cosa, que no puede ser. Que no es posible. Luego mira
hacia el sillón familiar. El cabo Contreras y Clarita juegan a las manitos calientes. Los
imagina desnudos. Aquejados por inmundas yagas. Como intentando buscar un ancla. Una
piedra enorme que la lleve de vuelta a la realidad. Esto es otra cosa, se dice, esto no
puede ser. Se acerca al refrigerador y toma el dibujo sobre la hoja de diario. El labio
inferior le tirita. Balbucea. ¿En qué momento hizo esto la pendeja?, pregunta la Zorra al
aire, con un grito. Los dos, desde el sillón, la miran con sorpresa. ¿Viste esto que dibujó la
pendeja, en qué momento hizo esto la pendeja? El cabo Contreras no responde. La Zorra
de una zancada cruza la cocina, toma un paraguas y tira a Clarita del pellejo del
antebrazo. Sigue siendo temprano, la niña todavía está desnuda. Salen por la puerta.
No comprendo, alcanza a decir el cabo Contreras cuando las dos ya enfilan rumbo
hacia la calle principal. Ya casi desaparecen. La Zorra lee sus pensamientos y le grita: ¡A
abrir a esta pendeja vamos, papito, a la Gloriosa Iglesia de la Santísima Virgen de la
Cochinada!