Está en la página 1de 12

Lectura de la Palabra.

De la Carta de San Pablo a los Efesios

Hermanos, Yo, Pablo, el prisionero por amor al Señor, os ruego que os

comportéis como corresponde a la vocación a la que habéis sido

llamados. Sed humildes, amables y pacientes. Aceptaos los unos a los

otros con amor. Mostraos solícitos en conservar, mediante el vínculo de

la paz, la unidad que es fruto del Espíritu.

A cada uno de vosotros, sin embargo, se le ha dado la gracia

según la medida del don de Cristo. Así que no seamos niños

caprichosos que se dejan llevar de cualquier viento de doctrina,

engañados por esos hombres astutos, maestros en el arte del error.

Por el contrario, viviendo con autenticidad el amor, crezcamos en

todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo.

Os digo, pues, que no viváis como viven los no creyentes: vacíos

de pensamiento, entenebrecida la mente y alejados de la vida de Dios a

causa de su ignorancia y su obstinación.

Vosotros, como imitadores de Dios que sois, haced del amor la

norma de vuestra vida.

Palabra de Dios

:1 Yo, «el prisionero de Cristo», les exhorto, pues, a que se muestren dignos de la vocación que han
recibido. 2 Sean humildes y amables, sean comprensivos y sopórtense unos a otros con
amor. 3 Mantengan entre ustedes lazos de paz y permanezcan unidos en el mismo espíritu: 4 un solo
cuerpo y un mismo espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocación y una misma
esperanza.
5 Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, 6 un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de
todo, lo penetra todo y está en todo.
7 Cada uno de nosotros ha recibido su talento y Cristo es quien fijó la medida de sus dones para cada
uno. 8 Pues se dijo: Subió a las alturas, llevó cautivos, y dio sus dones a los hombres.
9 Estode subió, ¿qué significa sino que bajó al mundo inferior? 10 El mismo que bajó, subió después por
encima de todos los cielos para llenarlo todo.
11 Y diosus dones, unos son apóstoles, otros profetas, otros evangelistas, otros pastores y
maestros. 12 Así prepara a los suyos para las obras del ministerio en vista de la construcción del cuerpo
de Cristo; 13 hasta que todos alcancemos la unidad en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y
lleguemos a ser el Hombre perfecto, con esa madurez que no es otra cosa que la plenitud de Cristo.
14 Entonces no seremos ya niños zarandeados y llevados por cualquier viento de doctrina o invento de
personas astutas, expertas en el arte de engañar.
15 Por el contrario, estaremos en la verdad y el amor, e iremos creciendo cada vez más para alcanzar a
aquel que es la cabeza, Cristo. 16 El hace que el cuerpo crezca, con una red de articulaciones que le dan
armonía y firmeza, tomando en cuenta y valorizando las capacidades de cada uno. Y así el cuerpo se va
construyendo en el amor.
Revístanse del hombre nuevo

Lectio Divina a Efesios 4,1-16

Encuentro con los párrocos de Roma (23 de febrero de 2012)

por Benedicto XVI


2 de marzo de 2012
Traducción de la alocución completa del papa a los párrocos de Roma, en el inicio de
Cuaresma 2012.

El jueves 23 de febrero, recién iniciada la Cuaresma de este año, el papa


tuvo su encuentro anual con el clero de Roma, del que es obispo; en ese contexto
realizó una «lectio divina», una lectura meditada y orante, de un texto bíblico, de
Efesios 4,1-16. El texto original italiano está publicado en el sitio del Vaticano, y
algunos fragmentos se distribuyeron en los noticiarios religiosos de internet (Zenit,
Aci, y también, naturalmente, el de ETF). Sin embargo, es un texto riquísimo, y del
cual todos, sacerdotes -a quienes está originalmente dirigido-, pero también laicos,
nos podemos aprovechar, como meditación para este año que abrirá el «Año de la
fe»; como es poco probable que los servicios de traducción vaticanos lo pasen a
español (porque fue una alocución al clero romano), presento esta traducción, sin
ninguna pretensión literaria, sino solo tratar de percibir lo más literalmente posible el
pensamiento del papa. Los intertítulos no pertenecen al texto original, sino que se los
he agregado para organizar de alguna manera el extenso comentario. Precede a la
traducción el texto de Efesios, tomado de Biblia de Jerusalén. Abel DC.

Efesios 4,1-16
1 Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la
vocación con que habéis sido llamados,
2 con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor,
3 poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.
4 Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido
llamados.
5 Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo,
6 un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.
7 A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los
dones de Cristo.
8 Por eso dice: 'Subiendo a la altura, llevó cautivos y dio dones a los hombres.'
9 ¿Qué quiere decir "subió" sino que también bajó a las regiones inferiores de la
tierra?
10 Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo
todo.
11 El mismo "dio" a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores;
a otros, pastores y maestros,
12 para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio,
para edificación del Cuerpo de Cristo,
13 hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo
de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo.
14 Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier
viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce
engañosamente al error,
15 antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la
Cabeza, Cristo,
16 de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de
junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes,
realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor.

Queridos hermanos:

Es para mí una gran alegría ver cada año, al inicio de la Cuaresma, a mi


clero, al clero de Roma, y es bello para mí ver hoy cuán numerosos somos. Yo había
pensado que en esta gran sala estaríamos como un grupo casi perdido, pero veo que
somos un fuerte ejército de Dios, y podemos con fuerza entrar en este nuestro tiempo,
en las batallas necesarias para promover, para hacer avanzar el Reino de Dios.
Hemos entrado ayer por la puerta de la Cuaresma, renovación anual de nuestro
bautismo; repetimos casi nuestro catecumenado, caminando de nuevo en la
profundidad de nuestro ser bautizados, retomando, retornando a nuestro ser
bautizados e incorporados a Cristo. De este modo, podemos también intentar guiar a
nuestras comunidades nuevamente a esta comunión íntima con la muerte y la
resurrección de Cristo, devenir siempre más conformes a Cristo, devenir siempre más
realmente cristianos.

Una exhortación desde la comunión con Cristo

El fragmento de la Carta de San Pablo a los Efesios que hemos


escuchado (4,1-16) es uno de los grandes textos eclesiales del Nuevo Testamento.
Comienza con la autopresentación del autor: «Yo, Pablo, prisionero a causa del
Señor» (v. 1). La palabra griega «desmios» significa «encadenado»: Pablo, como un
criminal, está en cadenas, encadenado por Cristo, y asi inicia en comunión con la
pasión de Cristo. Este es el primer elemento de la autopresentación: él habla
encadenado, habla en la comunión de la pasión de Cristo y así está en comunión
también con la resurrección de Cristo, con su nueva vida. Siempre nosotros, cuando
hablamos, debemos hablar en comunión con su pasión, y aceptar nuestras pasiones,
nuestros sufrimientos y pruebas, en este sentido: son verdaderamente pruebas de la
presencia de Cristo, de que él está con nosotros y de que vamos, en comunión con su
pasión, hacia la novedad de la vida, hacia la resurrección. «Encadenado», es ante
todo una palabra de la teología de la cruz, de la comunión necesaria de cada
evangelizador, de cada pastor con el Pastor supremo, que nos ha redimido
«dándose», sufriendo por nosotros. El amor es sufrimiento, es un darse, es un
perderse, y sólo de ese modo es fecundo. Y así, en el elemento exterior de las
cadenas, de la libertad ya no presente, aparece y se deja ver aun otro aspecto: la
verdadera cadena que liga Pablo a Cristo es la cadena del amor. «Encadenado por
amor»: un amor que da libertad, un amor que lo capacita para hacer presente el
mensaje de Cristo, y al propio Cristo. Y esto deberá ser, también para todos nosotros,
la última cadena que nos libera, atados juntos con la cadena del amor a Cristo. Así
encontramos la libertad y el verdadero camino de la vida, y podemos, con el amor de
Cristo, guiar a este amor, que es la alegría, la libertad, también a los hombres que
tenemos confiados.Y después dice «Exhorto» (Ef 4,1): es su competencia exhortar,
pero no lo hace de modo moralista. Exhorta desde la comunión con Cristo: es el
propio Cristo, en último término, quien exhorta, quien invita con el amor de un padre y
de una madre. «Comportaos de manera digna de la llamada que habéis recibido» (v.
1); es decir, primer elemento: hemos recibido una llamada. Yo no soy anónimo y sin
sentido en este mundo: hay una llamada, una voz que me ha llamado, una voz que
sigo. Y mi vida debería ser un entrar siempre más profundamente en el camino de la
llamada, seguir esta voz y así encontrar la verdadera ruta, y guiar a los otros en esta
ruta.
Soy «llamado con una llamada». Diré que tenemos la primer gran llamada
del bautismo, de estar con Cristo; la segunda gran llamada es ser pastores a su
servicio, y debemos estar siempre más a la escucha de esta llamada, de modo de
poder llamar, o mejor dicho, ayudar a otros a fin de que sientan la voz del Señor que
llama. El gran sufrimiento de la Iglesia de hoy en Europa y en Occidente es la falta de
vocaciones sacerdotales, pero el Señor llama siempre, falta la escucha. Nosotros
hemos escuchado su voz, y debemos estar atentos también a la voz del Señor para
los demás, ayudar a que sea escuchado, y así sea aceptada la llamada, se abra un
camino de vocación a ser pastores con Cristo. San Pablo retorna sobre esta palabra
«llamada» al final de este primer versículo, y habla de una vocación, de una llamada
que es a la esperanza - la llamada misma es una esperanza - y así demuestra las
dimensiones de la llamada: no es sólo individual, la llamada es ya un fenómeno
dialógico, un fenómeno en el «nosotros»; en el «yo y tú» y en el «nosotros».
«Llamada a la esperanza». Veamos entonces las dimensiones de la llamada, que son
tres. Llamada, en último término, según este texto, hacia Dios. Dios es el fin; al final
arribamos simplemente a Dios, y todo el camino es un camino hacia Dios. Pero este
camino hacia Dios no es solitario, un camino solo en el «yo», es un camino hacia el
futuro, hacia la renovación del mundo, y es un camino en el «nosotros» de los
llamados, que llama a otros, les hace escuchar esta llamada. Por eso la llamada es
siempre una vocación eclesial. Ser fieles a la llamada del Señor implica descubrir este
«nosotros» en el cual y por el cual somos llamados, así como andar juntos y realizar
las virtudes necesarias. La llamada implica la eclesialidad, implica por tanto las
dimensiones vertical y horizontal, que van inescindiblemente juntas; implica
eclesialidad en el sentido de dejarse ayudar por el «nosotros» y de construir este
«nosotros» de la Iglesia. En este sentido, san Pablo ilustra esta llamada con esta
finalidad: un Dios único, solo, pero con esta dirección hacia el futuro; la esperanza
está en el «nosotros» de aquellos que tienen la esperanza, que aman al interior de la
esperanza, con aquellas virtudes que son propiamente los elementos del andar juntos.

Las virtudes en el camino hacia Dios

La primera [de estas virtudes] es «con toda humildad» (Ef 4,2). Quisiera
detenerme un poco en esta, porque es una virtud que en el catálogo de las virtudes
precristianas no aparece; es una virtud nueva, la virtud del seguimiento de Cristo.
Pensemos en la carta a los Filipenses, en el capítulo 2: Cristo siendo igual a Dios se
ha humillado aceptando forma de siervo y obedeciendo hasta la cruz (cfr. Fil 2,6-8).
Este es el camino de la humildad del Hijo que nosotros debemos imitar. Seguir a
Cristo quiere decir entrar en este camino de la humildad. El texto griego dice
tapeinofrosyne (cfr Ef 4,2): no pensar en grande de sí mismo, tener la medida justa.
Humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, como la raíz de todos los
pecados. La soberbia que es arrogancia, que quiere sobre todo poder, apariencia,
aparecer a los ojos de los otros, ser alguien o algo, no tiene la intención de agradar a
Dios, sino de agradarse a sí mismo, de ser aceptado por los otros y - digamos -
venerado por los otros. El «yo» en el centro del mundo: se trata de mi yo soberbio,
que sabe todo. Ser cristiano quiere decir superar esta tentación originaria, que es
también el núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin Dios; ser cristiano es
ser verdadero, sincero, realista. La humildad es sobre todo verdad, vivir en la verdad,
conocer la verdad, conocer que mi pequeñez es propiamente mi grandeza, porque
soy importante para el gran tejido de la historia de Dios con la humanidad. Sólo
reconociendo que yo soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su mundo, y
soy insustituible así, en mi pequeñez, y solamente de ese modo soy grande. Este es
el inicio del ser cristiano: vivir la verdad. Y sólo viviendo la verdad, el realismo de mi
vocación por los otros, con los otros, en el cuerpo de Cristo, vivo bien. Vivir contra la
verdad implica siempre vivir mal. ¡vivamos la verdad! reparemos en este realismo: no
querer aparecer, sino querer agradar a Dios y hacer cuanto Dios ha pensado de mí y
por mí, y así aceptar también al otro. Aceptar al otro, que quizás es más grande que
yo, supone propiamente este realismo y el amor a la verdad; supone aceptarme a mí
mismo como «pensamiento de Dios», así como soy, en mis límites y, de este modo,
en mi grandeza. Aceptarme a mí mismo y aceptar al otro van juntos: sólo
aceptándome a mí mismo en el gran tejido divino puedo aceptar también a los otros,
que forman conmigo la gran sinfonía de la Iglesia y de la creación. Yo pienso que las
pequeñas humillaciones que día a día debemos vivir son saludables, porque ayudan a
cada uno a reconocer la propia verdad y ser así libres de la vanagloria, que es
contraria a la verdad y no me puede hacer feliz y bueno. Aceptar y aprender esto, es
también aceptar mi posición en la Iglesia, mi pequeño servicio como grande a los ojos
de Dios. Y propiamente esta humildad, este realismo, me hace libre. Si soy arrogante,
si soy soberbio, querré siempre agradar, y si no lo consigo, me siento miserable; soy
infeliz y tengo siempre que buscar este agrado. Cuando, en cambio, soy humilde,
tengo la libertad también de estar en contradicción con una opinión prevalente, con
pensamientos de otros, porque la humildad me da la capacidad, la libertad de la
verdad. Y entonces, diré, pidamos al Señor para que nos ayude, nos ayude a ser
realmente constructores de la comunidad de la Iglesia; que crezca, que nosotros
mismos crezcamos en la gran visión de Dios, del «nosotros», y seamos miembros del
Cuerpo de Cristo, perteneciendo así, en unidad, al Hijo de Dios.

La segunda virtud - pero seamos más breves - es la «dulzura», según


dice la traducción italiana; en griego es «praus», es decir «docilidad, mansedumbre»;
y también es una virtud cristológica: así como la humildad es seguir a Cristo en el
camino de su humildad, así también la «praus» -ser dócil ser manso-, es el
seguimiento de Cristo que dice: venid a mí, yo soy manso de corazón (cfr Mt 11,29).
Lo que no quiere decir blandura. Cristo puede ser incluso duro, si es necesario, pero
siempre con un corazón bueno, permanece siempre visible la bondad, la
mansedumbre. En la Sagrada Escritura, a veces, «los mansos» es simplemente el
nombre de los creyentes, de la pequeña grey de los pobres que, en todas las pruebas,
permanecen humildes y firmes en la comunión del Señor: procurar esta docilidad, que
es lo contrario de la violencia. La tercera bienaventuranza: el Evangelio de San Mateo
dice: felices los mansos, porque poseerán la tierra. No poseerán la tierra los violentos,
al final permanecerán los mansos: esta es la gran promesa, y nosotros debemos estar
completamente seguros de la promesa de Dios, de la docilidad que es más fuerte que
la violencia. En esta palabra «mansedumbre» se esconde el contraste con la
violencia: los cristianos son los no violentos, son los opositores de la violencia.

Y san Pablo prosigue: «con magnanimidad» (Ef 4,2): Dios es magnánimo.


A pesar de nuestras debilidades y nuestros pecados, siempre comienza de nuevo con
nosotros. Me perdona, incluso si sabe que mañana caeré de nuevo en el pecado;
distribuye sus dones, incluso sabiendo que a menudo somos malos administradores.
Dios es magnánimo, de gran corazón, nos confía su bondad. Y esta magnanimidad,
esta generosidad es también parte del seguimiento de Cristo, nuevamente.

En fin, «soportandoos unos a otros mutuamente en el amor» (Ef 4,2); me


parece que a la humildad sigue esta capacidad de aceptar al otro. La alteridad del otro
es siempre un peso. ¿Por que el otro es diverso? Pero esta diversidad, está alteridad
es necesaria para la belleza de la sinfonía de Dios. Y debemos - con la humildad en la
cual reconozco mis límites, mi alteridad en el contraste con el otro, el peso que yo soy
para el otro - llegar a ser capaces no sólo de soportar al otro, sino, con amor,
encontrar en la alteridad también la riqueza de su ser y de las ideas y de la fantasía
de Dios.

Todo esto, entonces, sirve como virtud eclesial para la construcción del
Cuerpo de Cristo, que es el Espíritu de Cristo, para que vuelva a ser de nuevo
ejemplo, de nuevo cuerpo, y crezca. Pablo lo dice después en concreto, afirmando
que toda esa variedad de dones, de temperamentos, del ser hombres, sirve para la
unidad (cfr Ef 4,11-13). Todas estas virtudes son también virtudes de la unidad. Por
ejemplo, para mí es muy significativo que la primera carta posterior al Nuevo
Testamento, la primera carta de Clemente, esté dirigida a una comunidad, la de los
Corintios, dividida y sufriendo por la división (cfr PG 1, 201-328). En esta carta, la
palabra humildad es una palabra clave: están divididos porque falta humildad, la
ausencia de humildad destruye la unidad. La humildad es una fundamental virtud de la
unidad y sólo así crece la unidad del cuerpo de Cristo, llegamos a estar realmente
unidos y recibimos la riqueza y la belleza de la unidad. Por esto es lógico que el
elenco de estas virtudes, que son virtudes eclesiales, cristológicas, virtudes de la
unidad, se encamine a la unidad explícita: «un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo. Un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4,5). Una sola fe y un solo bautismo,
como realidad concreta de la Iglesia que está bajo el único Señor.

Bautismo y fe

Bautismo y fe son inseparables. El bautismo es el sacramento de la fe y la


fe tiene un doble aspecto. Es un acto profundamente personal: yo conozco a Cristo,
me encuentro con Cristo y le doy mi confianza. Pensemos en la mujer que toca su
vestido con la esperanza de verse salvada (cfr Mt 9, 20-21); se confía a Él totalmente
y el Señor dice: eres salva, porque has creído (cfr Mt 9, 22). También a los leprosos,
al único que retorna, dice: tu fe te ha salvado (cfr Lc 17, 19). Por tanto la fe
inicialmente es sobre todo un encuentro personal, un tocar el vestido de Cristo, un ser
tocado por Cristo, estar en contacto con Cristo, confiarse al Señor, tener y encontrar el
amor de Cristo y, en el amor de Cristo, también la llave de la verdad, de la
universalidad. Pero precisamente por esto, porque es llave de la universalidad del
único Señor, la fe no es sólo un acto personal de confianza, sino un acto que tiene un
contenido. La «fides qua» exige la «fides quae», el contenido de la fe, y el bautismo
expresa este contenido: la fórmula trinitaria es el elemento sustancial del credo de los
cristianos. Esto, de por sí, es un sí a Cristo, y así al Dios Trinitario, con este contenido,
con esta realidad que me une a este Señor, a este Dios, que tiene un rostro: vive
como Hijo del Padre en la unidad del Espíritu Santo y en la comunión del Cuerpo de
Cristo. Por eso esto me parece muy importante: la fe tiene un contenido y no es
suficiente, no es un elemento de unificación, si no está y no viene visto y confesado
este contenido de la única fe.

Por esto, «año de la fe», año del catecismo - para ser muy práctico - están
imprescindiblemente unidos. Renovaremos el Concilio sólo renovando el contenido -
condensado después de nuevo - del Catecismo de la Iglesia Católica. Un gran
problema de la Iglesia actual es la falta de conocimiento de la fe, es el «analfabetismo
religioso», como han dicho los Cardenales el viernes pasado acerca de esta realidad.
«Analfabetismo religioso»; y con este analfabetismo no podemos crecer, no puede
crecer la unidad. Por eso debemos nosotros mismos apropiarnos de nuevo de este
contenido, como riqueza de la unidad y no como un paquete de dogmas y
mandamientos, sino como una realidad única que se revela en su profundidad y
belleza. Debemos hacer lo posible por una renovación catequística, para que la fe sea
conocida y así Dios sea conocido, Cristo sea conocido, la verdad sea conocida y
crezca la unidad en la verdad.

Después de todas estas cosas, la unidad termina en: «un solo Dios y
Padre de todos». Todo cuanto no es humildad, todo cuanto no es fe común, destruye
la unidad, destruye la esperanza y vuelve invisible el rostro de Dios. Dios es uno y
único. El monoteísmo era el gran privilegio de Israel, que ha conocido al único Dios, y
permanece como elemento constitutivo de la fe cristiana. El Dios Trinitario - lo
sabemos - no son tres divinidades, sino un único Dios; y vemos mejor qué cosa quiere
decir unidad: unidad es unidad del amor. Y así: precisamente porque es el círculo del
amor, Dios es uno y único.

Para Pablo, como hemos visto, la unidad de Dios se identifica con nuestra
esperanza. ¿Por qué? ¿de qué modo? La unidad de Dios es esperanza, porque esta
nos garantiza que, al final, no hay diversos poderes, al final no hay un dualismo entre
poderes diversos y contrastantes, al final no permanece la cabeza del dragón que
podría levantarse contra Dios, no permanece la inmundicia del mal y del pecado. ¡Al
final permanece sólo la luz! Dios es único y es el único Dios: ¡no hay otro poder contra
el de Él! Sabemos que hoy, con los males siempre crecientes que vivimos en el
mundo, muchos dudan de la omnipotencia de Dios; y así diversos teólogos - incluso
buenos - dicen que Dios no sería omnipotente, porque no sería compatible con la
omnipotencia cuanto vemos en el mundo; y así quieren crear una nueva apología, y
«disculpar» a Dios de estos males. Pero este no es el modo justo, porque si Dios no
es omnipotente, si hay y permanecen otros poderes, no hay verdaderamente Dios y
no hay esperanza, porque al final permanecerá el politeísmo, al final permanecerá la
lucha, el poder del mal. Dios es omnipotente, es el único Dios. Es verdad que en la
historia Él se ha dado un límite a su omnipotencia, reconociendo nuestra libertad.
Pero al final todo retorna y no permanece otro poder; esta es la esperanza: ¡que la luz
vence, el amor vence! Al final no permanece la fuerza del mal, permanece solo Dios.
Y así estamos en camino de la esperanza, caminando hacia la unidad del único Dios,
que se revela por el Espíritu Santo, en el único Señor, Cristo.

Liberados por Cristo

Después de esta gran visión, san Pablo desciende un poco a los detalles
y dice de Cristo: «ascendido a lo alto ha llevado consigo a los prisioneros, ha
distribuido dones a los hombres» (Ef 4,8). El apóstol cita el salmo 68, que describe de
modo poético la salida de Dios con el Arca de la Alianza hacia la altura, hacia la cima
del Monte Sión, hacia el templo: Dios como vencedor que ha superado a los otros,
que son prisioneros, y, como un verdadero vencedor, distribuye dones. El judaísmo ha
visto en esto sobre todo una imagen de Moisés, que sale hacia el Monte Sinaí para
recibir en la altura la voluntad de Dios, los Mandamientos, no considerados como
peso, sino como el don de conocer el Rostro de Dios, la voluntad de Dios. Pablo, en
cambio, ve aquí una imagen del ascenso de Cristo que sale hacia lo alto después de
haber descendido; sale y tira consigo la humanidad hacia Dios, hay lugar para la
carne y la sangre en Dios mismo; nos tira hacia la altura de su ser Hijo y nos libera de
la prisión del pecado, nos hace libres porque es vencedor. Siendo vencedor,
distribuye los dones. Y así hemos arribado de la ascensión de Cristo a la Iglesia. Los
dones son la «Charis» como tal, la gracia: estar en la gracia, en el amor de Dios. Y
por tanto los carismas que concretan la «Charis» en funciones y misiones singulares:
apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros para edificar así el Cuerpo de
Cristo (cfr Ef 4,11).

No quisiera entrar ahora en una exégesis detallada. Es muy discutido lo


que querría decir «apóstoles, profetas...», en todo caso, podríamos decir que la Iglesia
se construye sobre el fundamento de la fe apostólica, que permanece siempre
presente: los apóstoles, en la sucesión apostólica, están presentes en los pastores,
que somos nosotros, por la gracia de Dios y a pesar de toda nuestra pobreza. Y
somos gratos a Dios que ha querido llamarnos para estar en la sucesión apostólica y
continuar la edificación del Cuerpo de Cristo. Aquí aparece un elemento que me
parece importante: los ministerios - los así llamados ministerios - son nombrados
como «dones de Cristo», son carismas; es decir, no hay una oposición: de una parte
el ministerio, como una cosa jurídica, y de la otra los carismas, como don profético
vivo, espiritual, como presencia del Espíritu y su novedad. ¡No! Propiamente los
ministerios son dones del Resucitado y son carismas, son articulaciones de su gracia;
uno no puede ser sacerdote sin ser carismático. Es un carisma ser sacerdote. Esto -
me parece - debemos tenerlo presente: ser llamado al sacerdocio, ser llamado con un
don del Señor, con un carisma del Señor. Y así, inspirados por su Espíritu, debemos
tratar de vivir este nuestro carisma. Sólo de este modo pienso que se podrá percibir
que la Iglesia en Occidente haya unido indisolublemente el sacerdocio y el celibato:
vivir en una existencia escatológica hacia el último destino de nuestra esperanza,
hacia Dios. Puesto que el sacerdocio es un carisma, puede estar unido con un
carisma: si no fuese esto y fuese solamente una cosa jurídica, sería absurdo imponer
un carisma que es un verdadero carisma; mas si el propio sacerdocio es carisma, es
normal que conviva con el carisma, con el estado carismático, de la vida escatológica.
Pidamos al Señor que nos ayude a percibir cada vez más esto, a vivir
siempre más en el carisma del Espíritu Santo y a vivir así también este signo
escatológico de la fidelidad al Señor Único, que precisamente en nuestro tiempo es
necesario, con la descomposición del matrimonio y de la familia, que pueden
componerse sólo a la luz de esta fidelidad a la única llamada del Señor.

Una fe adulta, que ve y hace ver

Un último punto. San Pablo habla del crecimiento del hombre perfecto,
que toma su medida de la plenitud de Cristo: que no seamos más niños a merced de
las olas, llevados por cualquier viento de doctrina (cfr Ef 4,13-14). «Al contrario,
realizando la verdad en la caridad, buscamos crecer en cada cosa, tendiendo hacia
Él» (Ef 4,15). No se puede vivir en una infancia espiritual, en una infancia de la fe: no
obstante, en este nuestro mundo, vemos esa infancia. Muchos, después de la primera
catequesis, no han ido más adelante; ya sea que permanezca ese núcleo, o que se
haya destruido. Y del resto, están sobre las olas del mundo; no pueden, como adultos,
con competencia y con convicción profunda, exponer y hacer presente la filosofía de
la fe - por así decir - la gran sabiduría, la racionalidad de la fe, que abre también los
ojos de los otros, que abre los ojos sobre cuanto es bueno y verdadero en el mundo.
Falta este ser adultos en la fe y permanece la infancia en la fe.

Es verdad que en estos últimos decenios hemos visto también otro uso de
la expresión «fe adulta». Se habla de «fe adulta», en el sentido de emancipada del
Magisterio de la Iglesia. En tanto estoy bajo la madre, soy un infante, debo
emanciparme: emancipado del Magisterio, soy finalmente adulto. Pero el resultado no
es una fe adulta, el resultado es la dependencia de las olas del mundo, de las
opiniones del mundo, de la dictadura de los medios de comunicación, de las opiniones
de lo que todos piensan y quieren. ¡No es verdadera emancipación la emancipación
de la comunión del Cuerpo de Cristo! Al contrario, es caer bajo la dictadura de las
olas, del viento del mundo. La verdadera emancipación es precisamente liberarse de
esta dictadura, en la libertad de los hijos de Dios que creen juntos en el Cuerpo de
Cristo, con el Cristo Resucitado, y ven así la realidad, y son capaces de responder a
los desafíos de nuestro tiempo.

Me parece que debemos orar mucho al Señor, para que nos ayude a
emanciparnos en este sentido, ser libres en este sentido, con una fe realmente adulta,
que ve, hace ver y puede ayudar también a los otros a llegar a la verdadera
perfección, a la verdadera edad adulta, en comunión con Cristo.
En este contexto tenemos la bella expresión de «aletheuein en te agape»,
ser verdaderos en la caridad, vivir la verdad, ser verdad en la caridad: los dos
conceptos van juntos. Hoy el concepto de verdad está un poco bajo sospecha porque
se combina verdad con violencia. Por supuesto en la historia encontramos episodios
donde se buscaba defender la verdad con la violencia. Pero las dos son contrarias. La
verdad no se impone con otros medios, si no se da ella misma, la verdad sólo puede
llegar a través de sí misma, de su propia luz. Pero tenemos necesidad de la verdad;
sin verdad no conocemos los verdaderos valores, ¿y cómo podríamos ordenar el
cosmos de los valores? Sin verdad estamos ciegos en el mundo, no tenemos camino.
El gran don de Cristo es precisamente que veamos el rostro de Dios y, aunque de un
modo enigmático, muy insuficiente, conozcamos el fondo, lo esencial de la verdad en
Cristo, en su Cuerpo. Y conociendo esta verdad, crezcamos también en la caridad
que es la legitimación de la verdad y nos muestra la verdad. Diríamos que la caridad
es el fruto de la verdad - el árbol se conoce por los frutos - y si no hay caridad,
tampoco la verdad es apropiada, vista; y dónde está la verdad, nace la caridad.
Gracias a Dios, lo vemos en todos los siglos: a pesar de los hechos negativos, el fruto
de la caridad siempre ha estado presente en la cristiandad, y lo está hoy. Lo vemos en
los mártires, lo vemos en tantas hermanas, hermanos y sacerdotes que sirven
humildemente a los pobres, a los enfermos, que son presencia de la caridad de Cristo.
Y así son el gran signo de que aquí está la verdad.

Pidamos al señor para que nos ayude a llevar el fruto de la caridad y ser
así testimonios de su verdad. Gracias.

También podría gustarte