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El pito de la fábrica

A la una de la tarde sonaba la sirena de la fábrica del Pilar y la ciudad entera ordenaba su ritmo.
Aún hoy echo en falta aquel reloj sonoro que va, irremediablemente, unido a la memoria
olfativa de la melaza perfumando el aire de un dulzor inconfundible, y que me devuelve al verde
mar de mi infancia.
El paisaje y la memoria son a la par molde de la conciencia humana. La seña de
identidad que nos devela qué fue de lo que hemos sido. “La memoria —opinaba Jean Paul— es
el único paraíso del que no podemos ser expulsados”, pero si nos quedados sin paisaje que mirar
y donde reconocernos, vagamos con la identidad perdida.
Nunca recogí turrillos ni fui a sacar tarquín, a lo sumo chupaba cañas entre amigos de
correrías cuando aún había quien guardara la vega, pero perderse en aquel mar de cañas que
ahora no está, marcó mi memoria, esa fotografía sentimental que nos nutre de aquellos lugares
que fueron el norte y el sur de los juegos infantiles. Igual que aquellos hombres renegridos que
volvía de la vega y las pavesas que pintaban negro sobre azul el cielo de la primavera, plasman
ahora el daguerrotipo de la pérdida irremediable.
Como señala Zimmer “ante tanta fragmentación, consumo y banalización del territorio
se necesita un reforzamiento publicitariamente intelectual y afectivo de los nexos de unión con
el paisaje como memoria que se intenta desesperadamente de no perder”.
Quizás otras generaciones futuras anhelen construir el recuerdo y recuperar ese paisaje
de azúcar e identificarse con algo de lo que nosotros con tanta futilidad no hemos desprendido.

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