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El veneno de la

salamanquesa
La salamanquesa torció su boca en un gesto depredador y sacó la lengua para
lamer su hocico. Permaneció perpleja en una extensión de tiempo que le pareció
infinita, sujetada como estaba en la ingravidez del techo. Como hipnotizada por el tedio
de la atmósfera que respiraba, olvidada del resto del mundo e inerte durante horas y
horas, meditaba la absurda naturaleza de su existencia, emparentada con los vestigios
más lejanos de la vida, desabastecida de admiración y condenada a su repugnante
condición de saurio. Y más allá del desafecto adquirido por su forma de ser, la
inquietante soledad de su meditación cartilaginosa, aplastada y cenicienta.

«Mordedura de suerte y poquito de miseria. Conjuro de pata de cabra viuda y


madrecita del alma que no me falte tu aliento, mientras me acuerde de todas las veces
que me has socorrido. Troncho de col y agua de colonia, noviecita mía haremos un
nidito de amor con poca cosa. Para adentro las lágrimas, para adentro, que no se note la
copla triste, que la vida te empuje como miel sobre hojuelas, que te soporte tanto como
tú a mí, y que, en silencio, volvamos a nacer de nuevo en nuestras cosas pequeñas y en
las horribles muestras de sinceridad. Que tu sonrisa me lave por la mañana y que tú,
virgencita, me compongas el ánimo al ir a trabajar. Que no me faltes nunca, nunca, que
no me faltes, con tu carita de ángel recién lavada y tu acento de azucena».

Miró hacia atrás y no vio nada, sólo un dolor agudo, como de aguja ahilada que
traspasara su nuca, un dolor crónico de paso de tiempo reumático. Agachó la cabeza y
entendió de repente, como si hubiera adivinado en la superficie de un charco formado
en el suelo, los días huidos cuando era una niña. Aquella decisión de vivencias
pretéritas la trasmutó en otra persona y desde entonces, comprendió, que cada escalón
había sido una miseria más. Una tristeza más en su hondo pesar. Recordó aquel sueño
que le contó su madre, cuando mandó, al fantasma aparecido de su padre, "a arrancar
esparto" que era como decirle "vete al infierno y que Dios no te haya perdonado por
todo lo que nos has hecho pasar".

− ¡Mata al bicho!− y el primer escobazo sonó zas contra la pared encalada. La


salamanquesa zigzagueó con movimientos eléctricos por el dédalo del destino nuevo e
imprevisto y adivinó una grieta oscura y clandestina para zafarse de sus agresivos
perseguidores, hundiéndose en la frontera de la luz y desapareciendo como para sus
adentros.
− Has fallado − farfulló irritada la niña.
− Ha sido por tu culpa − replicó el desatinado cazador excusando su ineptitud pueril
que con los años sería una cualidad de su persona.
− Otra vez lo hago yo, torpe − Le reprochó Anabella, con ese enojo de muñequita
linda y rubia que aparentaba, mientras los rizos le colgaban por el cuello. La puesta en
duda de su puntería y el calificativo hiriente, provocaron en Lucio una animosidad de
gallito impúber, mientras su redonda y mofletuda cara enrojecía y se hinchaba, y con
actitud amenazante de escoba, le espetó un a que te doy. Terció, en ese momento
crispado de la discusión, un timbrazo seco y largo, cuyo eco arrastró el ring por el
corredor de la casa hasta donde beligeraban los niños extinguidores de animales, su
sonido fue como la convocatoria de una diana. Una disputada carrera de codazos y
empellones, descolocando muebles, precedió a un papá unísono, antes de alcanzar la
puerta de la casa para descorrer el pestillo.
La figura alta, de oscura delgadez, enmarcada en un uniforme azul militar,
presentó a un hombre treintañero en el umbral de la puerta. Los polluelos se
abalanzaron sobre él para besuquearlo y el hombre se encorvó para abrazar a la pareja
de niños, mientras esbozaba una leve sonrisa cariacontecida. Le brillaban con tenuidad
las estrellas sujetas a sus hombreras rojas, mientras con actitud protectora interrogaba a
sus hijos sobre qué hacían antes de su llegada. Caminaron los tres por un corredor
laminado de maderas nobles, entre objetos dorados, cristales bruñidos y muebles de
presencia barroca y mal gusto.
Los tres se sentaron a charlar sobre las próximas vacaciones. Germán mantenía
sus brazos estirados sobre los hombros de sus hijos, en una muestra de ternura paternal
que descargaba todo su traumatismo militar, gangrenado en las horas de trabajo y en los
ratos oscuros de vacía soledad. Lucio se obstinaba en meterse un dedo en la nariz sin ser
visto y Anabella se arrebujaba cariñosamente contra su padre.
− Alquilaremos una cabaña en la sierra y daremos grandes paseos − decretó
Germán con voz solemne-. Después iremos a visitar a los abuelos.
− Pero yo quiero ir al parque de atracciones y entrar en la bóveda del terror −
rezumó caprichosa Anabella.
Lucio que no se inquietaba por los pronósticos vacacionales imaginaba la
cantidad de salamanquesas y lagartijas, a las que el emparentaba con la misma familia
de los gecónidos, que podría cazar en el bosque, pero también pensó que quizás en el
mar hubiera otras especies acuáticas más llamativas y se le ocurrió decir:
− También podríamos ir al mar y visitar a mamá.
La última sílaba 'ma' resonó en varios ecos dentro de la habitación. Anabella
estuvo a punto de gritar imbécil pero el gesto adusto de su padre que se incorporaba la
frenó.
− Te he dicho muchas veces Lucio − pronunció con empaque y solemnidad
Germán − que tu madre no tiene una vida normal y que lo mejor es dejarla que viva a su
aire. Podría estar aquí si ella quisiera... − Y las últimas palabras ya sólo sonaron en su
pensamiento: «pero es un mal bicho y tiene que morirse aplastada».

Rosario levantó la cabeza para mirar el televisor por encima de la luz


concentrada de su lamparilla, en un reflejo brusco, buscando la referencia de la pantalla
iluminada. «¡Qué guapo es!», pensó entristecida chupando el aire para adentro, mientras
distraía su concentrada atención del desgarrón de la camisa que zurcía. Las siguientes
imágenes le llevaron hasta la interrogante metafísica de dónde se acumulaba más la
celulitis, ¿en las nalgas? ¿en el pompis? ¿en las caderas? "Este verano pasa de celulitis.
Lea la revista Sex Virgen y denúdese al sol que más calienta". Desconectó su atención
de las secuencias y obligó a sus manos a continuar la tarea de pasar la aguja enhebrada
por el tejido roto.
Sobre el aparador fotos antiguas devolvían su imagen más joven, más enigmática,
más alegre. Rostros que se mostraban en diferentes tiempos, adultos y niños en
decorados distintos, casi ensoñecidos por la humedad del tiempo. Todo enmarcado bajo
el signo de lo irreconciliable, de lo que fue y no volverá a ser. Penosa y solitaria,
distraía las horas ocupada en quehaceres para los que no había una insumisión
doméstica de cacerolas, acostumbrada a sobrevivir en los médanos de la dificultad.
Rosario era una mujer de grandes ojos fijos que hablaban desde su profundidad oscura,
pelo castaño que se tornaba moreno al atardecer, deshacedora de entuertos y abogada de
los sentimientos que por poderle a veces se la comían.
Recluida en su rincón del mundo se sentía útil a los demás que la comprendían
benefactora pero de rara presencia, rehecha de aquella amputación dolida de su dos
hijos. − Nada pude hacer contra aquella sentencia injusta − se lamentaba Rosario −,
todo fue preparado para que el magistrado dijera su veredicto a favor de mi marido.
Gemir en silencio fue lo que hice, después de envenenar a los niños con artimañas. En
privado Luis me pidió que volviera con él, que retiraría todo lo dicho. Y volver a qué, a
ser su fregantina, la señora de un militar domeñado por una madre que mandaba en su
apocado hijo como si fuera un general.
Liliana y Miguel mantenían presta la atención, como en confesión, en el relato
de Rosario. − Me acusó de ser una puta, de tener varios padres para mis hijos, como si
fuera una cualquiera que recorriera las esquinas de las calles en busca de hombres y el
juez le creyó, le creyó porque era su causa de hombre, pero no era verdad. Me dijo que
era como una salamanquesa que escupía veneno.
− Pero las salamanquesas no escupen veneno, eso son sólo supersticiones
populares que no tienen fundamento alguno − replicó Miguel −, además de que su
efecto en los hogares es beneficioso, ya que limpian de insectos la casa −. Luego
permanecieron mudos los tres durante unos largos instantes. Rosario buscaba la
complacencia de la pareja y continuó hablando con la vista medio nublada y sumergida
en los recuerdos, esos mismos recuerdos que a veces la devoraban poco a poco.

«Hola Anabella, soy mamá...Cómo van tus clases de danza... ¿Sí?...Yo estoy bien,
guapita. He encontrado un trabajo y vivo en una casita frente al mar. Esto es bonito. Si
vienes con tu hermano en vacaciones podréis bañaros en la playa, ¿Qué tal tiempo hace
ahí?… ¿Frío?… Aquí tenemos un poquito de calor... Que este verano vais con vuestro
padre a la montaña... ¿No podréis venir?... ¿Y tu hermano?... Dile que se ponga...
¿Cómo estás Lucio?... Discutes con Anabella... Pero tú sabes que eso no es cierto... ¿Y
tus clases de kárate?... No, no eso no es verdad, son las cosas de papá. No tengo ningún
novio... Adiós... Cuidaros mucho... Os quiero... pi-pi-pi-pi».

− Mis hijos ya no son mis hijos − les sentenció a Liliana y Miguel −, él se ha


encargado de hacerles creer todas las mentiras que inventó para arrebatármelos. Soy
para ellos un ser despreciable y monstruoso que los emponzoña si los toca y mi cariño
no deja de ser inofensivo. Cada vez que los busco los traslada de un lugar a otro para
evitar que los encuentre. Pero sé que me quieren, sobre todo Lucio, mi pequeño
desvalido, él me sigue adorando. Anabella en cambio cada vez pertenece más a ellos, a
su padre y sobre todo a su abuela que la adoctrina en esos terribles modales para
convertirla en una señoritinga. Hace como si los hubiera abandonado pero yo aún los
encierro en mi corazón.
«Ay ánimas del purgatorio que no me falten las fuerzas, que mañana despierte
cuando el sol me salude, que vele el sueño de mis pequeñines. Todo el día en la cocina
con la sal y el perejil, con el almirez y el alioli. Santa Rita bendita, patrona de los
imposibles dame fuerzas para seguir que no se me quiebre este aliento. Y san Antonio,
cara de rosa, cásame a mi hija que tengo moza. Tocino de cielo y arroz con leche que le
gusta a mi niño, niñito bueno. Flan con natillas y virgencita del Perpetuo Socorro
alíviame esta tristeza».

Lanzó un suspiro acuoso como de glu la salamanquesa mientras, con sus dos
ojillos fijos como cabezas negras de alfileres, observaba la película de gelatina
traslúcida que cubría su par de huevecillos y pensó aliviada en la gestación tranquila e
inocente de sus saurios nonatos. Comenzaron a crispársele las escamas tuberosas con un
chasquido de crisp-crisp que le desasosegaba hasta el punto de hacerla salir de su
receptáculo, para mirar el mundo inverso de las cosas absurdas, sórdidas. Abandonó la
oquedad y con el plof-plof silente de sus ventosas al sujetarse en la superficie lisa, fue a
establecerse sobre el ángulo de la habitación oblonga de realidades aplastadas y quedó
inmóvil, petrificada frente a la vórtice velocidad de los seres cambiantes.

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