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Voy a contar una historia de cuando la luna se chupaba a los niños con un canutero en
las noches de plenilunio y teníamos que andar por las calles debajo de los aleros y
cornisas de las casas, por el angosto corredor que formaban las sombras angulosas de
las limatesas, temerosos a ser absorbidos hasta un paraje lunar de donde, nos decían,
jamás se torna. Eran tiempos con viviendas deshabitadas que hospedaban espantos y
que a los niños nos gustaba distinguir marcando cruces de tiza en sus puertas, y en las
noches, al tañido de las doce campanadas, las ánimas benditas recorrían, en procesión
espectral, el Camino del Cementerio hasta el camposanto y pobre del mortal que se
topara con ellas pues lo arrastrarían hasta su morada. También era común entonces que
en los hogares se alojara algún tipo de duende que unas veces resultaban ser un huésped
maleducado o travieso, otras benefactor o simpático y, en ocasiones, lo había charlatán
o martirizador, según la especie a la que perteneciera. Aunque de los muchos relatos que
yo escuché, los más comunes y domésticos eran unos llamados martinicos.
Pregunté entonces, aún más angustiado: "¿Los martinicos? ¿Quiénes son esos
martinicos?". Mi madre, toda candor, me explicó con la voz dulce y las palabras blandas
que las madres tienen para sus hijos, que se trataba de unos duendecillos que vivían en
las paredes de las casas, rara vez avistados por persona humana y que al anochecer
golpeaban con sus martillos en el seno de los muros. No debió serenarme lo suficiente
su respuesta ya que se apresuró a decir que no me preocupara, porque aquellos seres
misteriosos no hacían mal a nadie. Aquella noche mi inquietud me hizo dormir mal y
me fui a la cama con el alma en vilo. Ni que decir tiene que recé con más fervor que
nunca el "cuatro esquinas tiene mi cama, cuatro angelitos me la guardan...", con el
anhelo de que aquel cuarteto celestial hiciera la más férrea de las custodias sobre mis
inocentes sueños. A pesar de ello me sumergí en un duermevela con la imagen de una
descomunal factoría, donde interminables escaleras en miniatura se confundían en un
dédalo de direcciones arriba y abajo y una miriada de hombrecitos, provistos de
diminutos martillos, picaba incansables hasta el amanecer las paredes de la casa.
Pasaron los días y mi ensoñadora cabeza retenía ese recuerdo hasta que una noche de
verano, cuando buena parte del vecindario acudía, al refrescar la jornada canicular, a la
puerta de doña Micaela, arrastrando sus sillas de anea para mezclar las palabras con el
olor dulzón de jazmines y azahares que flotaban en el aire, volvió a surgir la
conversación. Doña Micaela, una mujer septuagenaria, casada con don Miguel, era la
abuela del barrio. Repartía entre todos los niños de la calle Comedias el cariño y las
chucherías que no pudo darle a sus hijos nonatos. Don Miguel era un hombre de
presencia afable, sonrisa casi perpetua y cara de abuelito bonachón, con una paciencia a
prueba de santos. Se había ganado la vida realizando infinidad de oficios y por sus
manos casi mágicas, en su recogido taller, pasaban cuantos utensilios domésticos habían
paralizado su funcionamiento mecánico. A los niños nos gustaba curiosear con la
mirada entre sus cachivaches ya que sobre nosotros pesaba la prohibición tajante de
tocar los objetos de aquel su santuario.
Todos los vecinos escuchaban atentos sus explicaciones y yo, sin parpadear apenas,
permanecía embobado, ansioso por conocer cualquier por menor de los duendecillos.
Don Miguel prosiguió: "No es sencillo ver a uno de estos duendes, pues cuentan que tan
sólo a los limpios de corazón y mente cándida les está permitido encontrarse con ellos.
Hay quienes opinan que su tamaño es el de una pulgada de altura, mientras otros los
suponen tan pequeños como una hormiga y que al salir de tabiques y cerramientos,
donde habitan en colonias quincuágenas, alcanzan una corporeidad muchísimo mayor,
llegando hasta la mitad de una cuarta. Los martinicos suelen salir por las rendijas de las
citaras, los registros dejados en las mamposterías, por los recalzos de los cimientos y los
dentellones de las bovedillas, incluso en algunas ocasiones lo hacen por los albañales.
Mi abuelo me contaba que sólo salen en las noches porque son albinos y huyen de la
luz".
Al llegar a este punto de la narración, don Miguel, interrumpió el relato para mojar con
su labios irisados el papel de arroz del cigarrillo de tabaco de hebra que, mientras
hablaba, había estado liando con sus manos escabrosas y gastadas, para proseguir una
vez lo tuvo encendido con su mechero de yesca y hubo dado la primera chupada: "Los
martinicos prefieren las construcciones añejas donde abundan los entabicados de
cañaveras, las cubiertas de madera y así andar por los tornapuntas y los tirantes, y las
medianerías de gran espesor a las que llegan desde los cimientos por los azunches que
los conducen a las entrañas de la tierra donde custodian celosamente todas las pequeñas
piezas de oro y plata que desaparecen de los hogares. Valiosos tesoros que algunos
hombres buscan con vana fortuna".
A partir de aquella noche fueron reiteradas las visitas que efectué al taller de don
Miguel, siempre con el deseo contenido de oírle hablar sobre los duendecillos de las
paredes. Un atardecer a la salida del colegio que era cuando solía merodear en sus
tareas, el abuelo Miguel me confesó un secreto que a nadie debería revelar. Durante
varios años se entretuvo en construir lo que el denominaba trampa de duendes y que
consistía en una especie de minúsculo laberinto de espejos que conducía hasta una cajita
forrada de terciopelo en su interior, y que don Miguel había probado eficazmente entre
ratones y cucarachas. Aquel invento me colmó de felicidad y de incertidumbre ante la
idea de poder ver al fin uno de aquellos diminutos seres. Únicamente restaba el
mecanismo automático de cierre para culminar la industria.
El ingenioso artilugio no fue concluido porque la muerte llamó al poco tiempo al bueno
de don Miguel, pero de mis continuadas visitas pude conocer algunos de los hábitos más
comunes que rodeaban a los martinicos y que a él le gustaba detallarme. Decía de estos
duendes que tienen por costumbre atender a todos nuestros diálogos para luego
reproducirlos a modo de parodias y chanzas de la condición humana, en mitad de sus
fiestas, a las que son muy proclives. En opinión de unos, los más seniles alcanzan los
tres siglos de existencia, aunque para otros es mucho más razonable que sean
inmortales.
Muchos testimonios orales recogí con el paso de los años y continúo haciéndolo, pero
aquella prueba de la presencia histórica de mis pequeños amigos me conmovió y me
sigue impresionando a pesar de que estos tiempos actuales no sean los más apropiados
para creer en duendes, ni las arquitecturas modernas convenientes para cobijarlos. Pero
mi pareció que esta si era una buena ocasión para exponerlo relatado, en un intento de
rescatar una de nuestras señas de identidad.