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Los martinicos

En memoria de mi mamica Carmen

Voy a contar una historia de cuando la luna se chupaba a los niños con un canutero en
las noches de plenilunio y teníamos que andar por las calles debajo de los aleros y
cornisas de las casas, por el angosto corredor que formaban las sombras angulosas de
las limatesas, temerosos a ser absorbidos hasta un paraje lunar de donde, nos decían,
jamás se torna. Eran tiempos con viviendas deshabitadas que hospedaban espantos y
que a los niños nos gustaba distinguir marcando cruces de tiza en sus puertas, y en las
noches, al tañido de las doce campanadas, las ánimas benditas recorrían, en procesión
espectral, el Camino del Cementerio hasta el camposanto y pobre del mortal que se
topara con ellas pues lo arrastrarían hasta su morada. También era común entonces que
en los hogares se alojara algún tipo de duende que unas veces resultaban ser un huésped
maleducado o travieso, otras benefactor o simpático y, en ocasiones, lo había charlatán
o martirizador, según la especie a la que perteneciera. Aunque de los muchos relatos que
yo escuché, los más comunes y domésticos eran unos llamados martinicos.

Las largas noches de invierno, guardados al rescoldo del brasero de la mesa-camilla,


cuando las personas mayores concurrían en derredor de su calor con amigable charla,
eran las más socorridas para alimentar nuestras pueriles y ensoñadoras mentes. Fue en
una de esas veladas ventosas y frías de febrero cuando tuve la primera noción de la
existencia de los martinicos. Decaía la conversación en tópicas referencias de hechos
cotidianos y algunos de los contertulios habían abandonado camino del lecho, cuando
unos repentinos golpes, distantes y casi irreales, que provenían del interior de la pared
que sostenía el reloj de cu-cú, me estremecieron. Como la tertulia había sido pródiga en
narraciones sobre espectros y fantasmas, mis ojos temerosos buscaron una complicidad
sosegadora que diera explicación a los ruidos. Advirtieron pronto mi temor infantil
porque mi abuela sentenció, como si nada, "son los martinicos".

Pregunté entonces, aún más angustiado: "¿Los martinicos? ¿Quiénes son esos
martinicos?". Mi madre, toda candor, me explicó con la voz dulce y las palabras blandas
que las madres tienen para sus hijos, que se trataba de unos duendecillos que vivían en
las paredes de las casas, rara vez avistados por persona humana y que al anochecer
golpeaban con sus martillos en el seno de los muros. No debió serenarme lo suficiente
su respuesta ya que se apresuró a decir que no me preocupara, porque aquellos seres
misteriosos no hacían mal a nadie. Aquella noche mi inquietud me hizo dormir mal y
me fui a la cama con el alma en vilo. Ni que decir tiene que recé con más fervor que
nunca el "cuatro esquinas tiene mi cama, cuatro angelitos me la guardan...", con el
anhelo de que aquel cuarteto celestial hiciera la más férrea de las custodias sobre mis
inocentes sueños. A pesar de ello me sumergí en un duermevela con la imagen de una
descomunal factoría, donde interminables escaleras en miniatura se confundían en un
dédalo de direcciones arriba y abajo y una miriada de hombrecitos, provistos de
diminutos martillos, picaba incansables hasta el amanecer las paredes de la casa.
Pasaron los días y mi ensoñadora cabeza retenía ese recuerdo hasta que una noche de
verano, cuando buena parte del vecindario acudía, al refrescar la jornada canicular, a la
puerta de doña Micaela, arrastrando sus sillas de anea para mezclar las palabras con el
olor dulzón de jazmines y azahares que flotaban en el aire, volvió a surgir la
conversación. Doña Micaela, una mujer septuagenaria, casada con don Miguel, era la
abuela del barrio. Repartía entre todos los niños de la calle Comedias el cariño y las
chucherías que no pudo darle a sus hijos nonatos. Don Miguel era un hombre de
presencia afable, sonrisa casi perpetua y cara de abuelito bonachón, con una paciencia a
prueba de santos. Se había ganado la vida realizando infinidad de oficios y por sus
manos casi mágicas, en su recogido taller, pasaban cuantos utensilios domésticos habían
paralizado su funcionamiento mecánico. A los niños nos gustaba curiosear con la
mirada entre sus cachivaches ya que sobre nosotros pesaba la prohibición tajante de
tocar los objetos de aquel su santuario.

Se animaba la conversación en la noche estival cuando un ruido de caída de cacharros


que provenía del obrador, sorprendió a todos y creó una atmósfera muda. Ante el
silencio súbito y expectante, puestas las miradas en el interior del caserón desde donde
llegó el estruendo, don Miguel comentó: "otra vez me están trasteando los martinicos en
el taller". Hubo risas y carcajadas entre la veintena de personas congregadas de toda la
callejuela en la puerta de doña Micaela, pero mi corazón palpitó más aprisa y mis orejas
se levantaron enhiestas como las de una liebre. Fue entonces que el viejo artesano, a fin
de acallar a los incrédulos, comenzó a narrar uno de sus fantásticos relatos mientras se
me erizaba la piel: "No sé a que vienen esas risas. En mi taller son continuadas las
correrías de los martinicos. Algunas noches de insomnio, cuando bajo a la oscuridad de
mi cuarto de trabajo para fumarme un cigarrillo y vencer el tedio angustioso de una
larga velada, he podido divisar la silueta escurridiza de algunos de estos hombrecitos.
En ocasiones desaparecen partidas de clavos, pequeños tornillos y piezas mecánicas
ligeras; del costurero de Micaela siempre faltan botones, alfileres, broches, agujas y
hasta bobinas de hilo. En cierta ocasión tuve que desistir de la reparación de un antiguo
reloj de esfera nacarada y números romanos, porque manecillas, volantes y tres ruedas
dentadas se perdieron como alma que esconde el diablo", y dicho esto se santiguó.

Todos los vecinos escuchaban atentos sus explicaciones y yo, sin parpadear apenas,
permanecía embobado, ansioso por conocer cualquier por menor de los duendecillos.
Don Miguel prosiguió: "No es sencillo ver a uno de estos duendes, pues cuentan que tan
sólo a los limpios de corazón y mente cándida les está permitido encontrarse con ellos.
Hay quienes opinan que su tamaño es el de una pulgada de altura, mientras otros los
suponen tan pequeños como una hormiga y que al salir de tabiques y cerramientos,
donde habitan en colonias quincuágenas, alcanzan una corporeidad muchísimo mayor,
llegando hasta la mitad de una cuarta. Los martinicos suelen salir por las rendijas de las
citaras, los registros dejados en las mamposterías, por los recalzos de los cimientos y los
dentellones de las bovedillas, incluso en algunas ocasiones lo hacen por los albañales.
Mi abuelo me contaba que sólo salen en las noches porque son albinos y huyen de la
luz".

Al llegar a este punto de la narración, don Miguel, interrumpió el relato para mojar con
su labios irisados el papel de arroz del cigarrillo de tabaco de hebra que, mientras
hablaba, había estado liando con sus manos escabrosas y gastadas, para proseguir una
vez lo tuvo encendido con su mechero de yesca y hubo dado la primera chupada: "Los
martinicos prefieren las construcciones añejas donde abundan los entabicados de
cañaveras, las cubiertas de madera y así andar por los tornapuntas y los tirantes, y las
medianerías de gran espesor a las que llegan desde los cimientos por los azunches que
los conducen a las entrañas de la tierra donde custodian celosamente todas las pequeñas
piezas de oro y plata que desaparecen de los hogares. Valiosos tesoros que algunos
hombres buscan con vana fortuna".

A partir de aquella noche fueron reiteradas las visitas que efectué al taller de don
Miguel, siempre con el deseo contenido de oírle hablar sobre los duendecillos de las
paredes. Un atardecer a la salida del colegio que era cuando solía merodear en sus
tareas, el abuelo Miguel me confesó un secreto que a nadie debería revelar. Durante
varios años se entretuvo en construir lo que el denominaba trampa de duendes y que
consistía en una especie de minúsculo laberinto de espejos que conducía hasta una cajita
forrada de terciopelo en su interior, y que don Miguel había probado eficazmente entre
ratones y cucarachas. Aquel invento me colmó de felicidad y de incertidumbre ante la
idea de poder ver al fin uno de aquellos diminutos seres. Únicamente restaba el
mecanismo automático de cierre para culminar la industria.

El ingenioso artilugio no fue concluido porque la muerte llamó al poco tiempo al bueno
de don Miguel, pero de mis continuadas visitas pude conocer algunos de los hábitos más
comunes que rodeaban a los martinicos y que a él le gustaba detallarme. Decía de estos
duendes que tienen por costumbre atender a todos nuestros diálogos para luego
reproducirlos a modo de parodias y chanzas de la condición humana, en mitad de sus
fiestas, a las que son muy proclives. En opinión de unos, los más seniles alcanzan los
tres siglos de existencia, aunque para otros es mucho más razonable que sean
inmortales.

Los años de mi infancia pasaron como un suave céfiro y yo me hice un mozalbete


entregado a los estudios de álgebra y lengua española, pero ciertas noches accedían a
mí, como un eco brumoso perdido en la memoria, las palabras de don Miguel. La
casualidad hizo que entablara amistad con don Salvador Huertas, párroco de la Iglesia
Mayor de la Encarnación, hombre de pequeña estatura y conversación vivaraz, con
quien trataba de las muchas dudas que mi mente estudiantil acumulaba. Cierto día,
mientras debatíamos largamente sobre la cuestión de los anatemas, salió a relucir el
asunto de los martinicos, al hilo de unos ruidos que provenían del retablo de la
Esperanza y que eran, según don Salvador producidos por los martinicos que llegaban
desde los contrafuertes de la calle Sacristía. Ante mi interés él me remitió a la existencia
de un manuscrito anónimo, conservado en el archivo de la Iglesia Mayor y que fue
utilizado por don Antonio Ramón Micas para la redacción de su Cuaderno de Apuntes
de la Historia de Motril en 1796. Pedí permiso para bucear entre escritos y legajos y
hallé aquel librito, sin cubiertas y amarillo, que con trabajosa lectura, dado su antiguo
lenguaje, el grafismo curvado de sus caracteres y el deterioro encargado al paso del
tiempo, intenté descifrar hasta descubrir un capítulo que mencionaba al Consejo de
Ancianos de la ciudad y al alguacil don Fernando de Castilla, citando el mercado de los
viernes donde se comerciaba con trigo, cebada, cañaduz y otros productos, así como un
suceso que aconteció a un vecino que bajaba al mercado desde Pataura, fragmento que
por lo interesante reproduzco aquí literalmente:
... en tiempo de los moros, en la villa de Motril,
hazia la parte de Pataura, huvo un honbre que iva e
venia a la dicha villa de Motril, por pescado, e açucar
e arroz e cañas duces e otras cosas. Ansy havia sienpre
de passar la alqueria de Pataura a que esto fue noche
de ynvierno, cuando acontecio gran ruido de tañidos de
ferro que ficieronlo entrar en gran temor que por caso
fueran salteadores o matadores o otros cualquier
trayçion, entro e vio hasta diez o doze honbrecitos...

Muchos testimonios orales recogí con el paso de los años y continúo haciéndolo, pero
aquella prueba de la presencia histórica de mis pequeños amigos me conmovió y me
sigue impresionando a pesar de que estos tiempos actuales no sean los más apropiados
para creer en duendes, ni las arquitecturas modernas convenientes para cobijarlos. Pero
mi pareció que esta si era una buena ocasión para exponerlo relatado, en un intento de
rescatar una de nuestras señas de identidad.

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