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NORMAN TANNER

Breve historia
de la Iglesia católica

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SAL TERRAE
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realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con
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Grupo de Comunicación Loyola
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Título original:
New Short History of the Catholic Church

© Norman Tanner, 2011

Esta traducción se publica mediante un acuerdo con


Bloomsbury Publishing Plc.
www.bloomsbury.com

Traducción:
Isidro Arias Pérez

© Editorial Sal Terrae, 2017


Grupo de Comunicación Loyola
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39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
13-03-2017

Diseño de cubierta:
María José Casanova

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2662-8

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Visión panorámica, concisa y completa de la historia de la Iglesia, desde Pentecostés
hasta nuestros días.

El autor define la historia de la Iglesia católica como «el relato más fascinante de
una institución en el contexto de la historia mundial». Y con esa pasión e interés se
adentra en sus siglos de vida y va relatando lo esencial de sus luces y sombras. Un libro
traducido ya a siete idiomas por su equilibrio entre el rigor y la divulgación.

NORMAN TANNER, SJ, es un historiador de la Iglesia que se ha dedicado durante


muchos años a la enseñanza de esta disciplina, primero en Campion Hall (Universidad
de Oxford) y después en la Universidad Gregoriana de Roma, además de impartir
numerosos cursos breves en otros países. Desde 2015 reside en Nueva York, como
colaborador del semanario jesuita America Magazine. Entre sus publicaciones destacan
«The Church in Late Medieval Norwich»; «Decrees of the Ecumenical Councils» y «Los
concilios de la Iglesia: Breve historia».

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Índice

Portada
Créditos
Agradecimientos
Citas y abreviaturas
Introducción
1. De Pentecostés al siglo IV
1. La Edad Apostólica
Los Hechos de los Apóstoles
Otras fuentes
Las tumbas de Pedro y Pablo
2. Siglos II y III: continúan las persecuciones
Persecuciones
Cambios institucionales
La religión popular
Los teólogos
3. Reconocimiento oficial del cristianismo
La conversión de Constantino y sus consecuencias
Concilios de Nicea y Constantinopla
Crecimiento de la Iglesia visible
2. Temprana Edad Media: 400-1054
1. Expansión
2. Contracción
3. Concilios ecuménicos
Éfeso
Calcedonia
Constantinopla II y III
Nicea II
4. Teólogos
5. Roma y Constantinopla
6. Cambios institucionales
Una sola Iglesia
Jerarquía y ministerio
Concilios

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Las parroquias
7. Religión popular
Órdenes religiosas
Liturgia
3. Edad Media Central y Tardía
1. Contracción y expansión
2. Religión popular
Exigencias mínimas: conocimiento
Exigencias mínimas: sacramentos
Exigencias mínimas: diezmos; domingos y fiestas; ayuno y abstinencia
Devociones opcionales
Descanso, deporte y disfrute
3. Papas, concilios y príncipes
Gregorio VII
Siglo XII
Laterano IV
Bonifacio VIII
El papado de Aviñón
Cisma papal y conciliarismo
El papado del Renacimiento
4. Las órdenes religiosas y las beguinas
Cuatro órdenes de frailes mendicantes
Otras órdenes, números y críticos
Las beguinas
5. Progresos intelectuales
Cinco teólogos
Derecho canónico
Universidades
Obras de literatura
6. Liturgia, oración y misticismo
7. Arte, arquitectura y música
Iglesias y otros edificios
Pintura y escultura
Música
8. Desafíos planteados a la cristiandad occidental
Movimientos disidentes en la cristiandad occidental
La Inquisición y la persecución de la herejía
La Iglesia ortodoxa y otras Iglesias orientales
Judíos y musulmanes
Paganismo, magia y brujería
4. Catolicismo moderno temprano: 1500-1800
1. Extensión del catolicismo en Europa

7
2. El papado
3. El Concilio de Trento
4. Las órdenes religiosas
Nuevas órdenes religiosas
Reformas de las órdenes medievales
Síntesis
5. Acción misionera y catolicismo fuera de Europa
América
África
Asia
6. Religión popular y desarrollo de las artes
7. Conclusión
5. Siglos XIX y XX
1. Introducción
2. Desafíos intelectuales
3. Religión popular
4. Santos y pecadores
5. Los concilios Vaticano I y Vaticano II
Vaticano I
Vaticano II
6. Acontecimientos recientes: 1965-2010
Recepción del Vaticano II
Independencia y paz
Revoluciones tecnológicas: luces y sombras
Conclusión
Apéndice: Lista de los concilios ecuménicos
Antes del cisma Oriente-Occidente
Edad Media
Época moderna
Glosario
Bibliografía
Obras generales
Diccionarios y enciclopedias
Colecciones de fuentes
Otras obras generales
Capítulo 1 (y capítulo 2 hasta el 600 d. C.)
Capítulos 2 y 3
Capítulo 4
Capítulo 5

8

Para Angela y John,


Gerard y Jenny,
con profunda gratitud.

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Agradecimientos

Durante mucho tiempo el estudio de la historia, sobre todo de la historia de la Iglesia,


ha constituido una auténtica pasión de mi vida. Aprovecho ahora la oportunidad para
mostrar mi gratitud hacia las personas que de alguna manera estimularon y apoyaron este
carisma: a mis profesores de Historia en las escuelas de Woldingham Convent y
Avisford; a los del Ampleforth College, en particular a Thomas Charles-Edwards, Hugh
Aveling, William Price (tutor), W. A. Davidson y Basil (más tarde cardenal) Hume; a
profesores y colegas de la Universidad de Oxford, especialmente a James Campbell,
Peter y Jill Lewis, James O’Higgins y William Pantin, que dirigió mi tesis doctoral, y
recientemente a mis colegas de la Universidad Gregoriana de Roma. Agradezco a mis
superiores de la Compañía de Jesús que me hayan permitido dedicarme asiduamente al
estudio de la historia de la Iglesia y me hayan ofrecido oportunidades de ejercer la
docencia en diferentes países –lo que sin duda ha contribuido a que mi visión de la
historia de la Iglesia en el mundo sea hoy mucho más rica– y me hayan animado a
escribir sobre este tema. Por lo que a mis editores se refiere, siento enorme gratitud hacia
Martin Redfern, de la editorial Seed and Ward, que tuvo el coraje de publicar mi obra
Decrees of the Ecumenical Councils, y hacia Robin Baird-Smith, de la editorial
Continuum, que se comprometió a publicar esta obra y ha apoyado el proyecto con
decisión y paciencia.
De todas estas personas y de otras muchas me siento deudor por los impulsos que
me han hecho llegar para escribir este libro. La pequeña bibliografía que prácticamente
cierra el volumen permitirá al lector ver el amplio abanico de ayudas que he recibido en
este sentido. Aprovecho la oportunidad para hacerles llegar a todos mi sincero
agradecimiento. Más en particular, agradezco al doctor Frank Lawrence, del Trinity
College de Dublín, la ayuda que me prestó al tratar el tema de la música en el capítulo 3.
Destaco a continuación el nombre de algunas comunidades de diferentes instituciones

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que me acogieron y me estimularon durante la investigación y la puesta por escrito de
este libro: la Universidad Gregoriana de Roma, el Campion Hall de Oxford, el
Teologado Jesuita de Nairobi y, en la India, el Seminario Papal de Pune y el Seminario
Regional de Shillong.

NORMAN TANNER
Universidad Gregoriana (Roma)
20 de septiembre de 2010

La presente edición [*] ofrece un texto mejorado. En la mayoría de los casos se trata de
pequeñas correcciones en fechas, nombres de lugares y de personajes históricos citados
en la obra. Doy las gracias a quienes me han advertido de este tipo de errores y a la
editorial Continuum/Bloomsbury, que con gusto ha introducido los cambios
correspondientes en el texto de su edición.

NORMAN TANNER
Marzo de 2014

[*] La presente traducción al español sigue el texto mejorado de la edición de 2014 [N. del T.].

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Citas y abreviaturas

Citas de libros y de otros tipos de publicaciones. En esta obra, las alusiones o citas de
libros y artículos no quedarán reflejadas en notas a pie de página, sino que el lector
encontrará los datos necesarios para su identificación en el cuerpo mismo del texto. Las
fuentes citadas más a menudo en estas páginas se identifican por medio de las siglas o
abreviaturas que indico al final de este apartado. Para el resto de las citas procedo de la
siguiente manera: nombre del autor o, según los casos, primera(s) palabra(s) del título,
seguidos de la fecha de publicación y de las páginas (o números) a que se hace
referencia; p. ej. (Baur, 1998, 443). El lector encontrará el título completo del libro o
artículo aludidos en la bibliografía, bajo el capítulo en que aparece la cita.

Biblia. Las citas de la Biblia van acompañadas siempre del título del libro bíblico,
capítulo y versículo citados: p. ej., Génesis 4,13.

Fechas de nacimiento y muerte. De muchos de los personajes citados en este libro no


conocemos con certeza el año de su nacimiento ni, a menudo, el de su muerte. En
principio, en lugar de poner signos de interrogación (¿?) o de indicar fechas límite (p. ej.:
1370/75), he señalado siempre una fecha concreta, consciente de que a menudo esta es
solo aproximada.

Abreviaturas
c. = circa/aproximadamente
† = fecha de la muerte
Decrees = N. TANNER (ed.), Decrees of the Ecumenical Councils I-II, Georgetown-
London 1990. Ambos volúmenes tienen una paginación continua, por lo que

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únicamente se indica la página citada.
DzH = H. DENZINGER-P. HÜNERMANN (eds.), El magisterio de la Iglesia: Enchiridion
symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, traducción al
español de B. Dalmau, C. Ruiz Garrido y E. Martín, Herder, Barcelona 1999. Los
textos de los concilios se citan haciendo constar el número marginal que identifica
cada texto, sin indicación de la página.
Mansi, Conciliorum = J. D. MANSI y otros (eds.), Sacrorum conciliorum nova et
amplissima collectio, 53 vols., 1757-1927.

Migne, PG = J. P. MIGNE (ed.), Patrologia graeca, 162 vols., Paris 1857-1866.


Migne, PL = J. P. MIGNE (ed.), Patrologia latina, 221 vols., Paris 1844-1864

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Introducción

Desde un principio la historia fue crucial para el pueblo de Dios. Una parte importante
del Antiguo Testamento está dedicada a contar la historia del pueblo judío, mientras que
el Nuevo Testamento se preocupa de narrar la historia de Jesús y de la Iglesia primitiva.
La historia de la Iglesia católica, de la que se ocupa este libro, constituye tal vez el relato
más fascinante de una institución en el contexto de la historia mundial. Y para los
católicos esta historia no es solo interesante, sino sencillamente crucial, teniendo en
cuenta el papel normativo de la Tradición. Es decir, los católicos han creído firmemente
que la Biblia tiene que ir acompañada de la toma de conciencia de cómo ha sido vivido e
interpretado su mensaje a través de los siglos, de cómo los contenidos de la Escritura han
sido explicados por el magisterio eclesiástico y en la vida, la oración, el estudio y las
dificultades de los cristianos. Tradición e historia de la Iglesia constituyen vías
complementarias de desarrollo de la doctrina, de manera que ambas completan nuestra
comprensión de Cristo como plenitud de la Verdad y de la revelación de Dios a nosotros.
Afortunadamente, a través de los siglos han surgido escritores que, al dejar
constancia de la historia de la Iglesia, han puesto a nuestra disposición la Tradición
necesaria. Eusebio de Cesarea, que escribió en el siglo IV, ha sido proclamado «Padre de
la historia de la Iglesia». Tres siglos más tarde, Inglaterra y Francia produjeron dos
historiadores de la Iglesia de la más alta calidad: Beda y Gregorio de Tours.
Historiadores de este tipo abundaron en la Edad Media y, con una actitud más polémica,
en la época de la Reforma y la Contrarreforma. El siglo XIX fue testigo de numerosos
avances en el terreno de la investigación histórica que afectaron de manera significativa
al modo de escribir la historia de la Iglesia. Recogiendo los frutos de esos avances, el
siglo XX asistió a la publicación de historias de la Iglesia de todo tipo, tanto
enciclopédicas –de muchos volúmenes– como de tamaño más manejable. Mi libro encaja
de lleno en esta última clase de historias más breves de la Iglesia.

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El libro se divide, de forma natural y práctica, en cinco capítulos. El capítulo 1
abarca la historia de la Iglesia de los primeros cuatro siglos, cuando los confines del
cristianismo coincidían fundamentalmente con las fronteras del Imperio romano.
Durante los tres primeros siglos, la persecución no estuvo nunca lejos de la Iglesia y, sin
duda, dejó honda huella en su historia. En el siglo IV se produjo la conversión del
emperador Constantino al cristianismo; por de pronto, este hecho permitió a la Iglesia
disfrutar de libertad, y con el tiempo le granjeó una situación privilegiada, hasta el punto
de que el cristianismo fue declarado religión oficial del Imperio.
Los capítulos 2 y 3 están dedicados al amplio periodo de la Edad Media, que
aproximadamente representa la mitad de la historia de la Iglesia. Empieza con la caída
del Imperio romano de Occidente, al que pusieron fin las invasiones de los llamados
pueblos bárbaros. Los invasores se fueron convirtiendo gradualmente al cristianismo e
insuflaron nueva vida y energía en la Iglesia en la mayor parte de los países de lengua
latina de Occidente que habían constituido la mitad del antiguo Imperio romano. El
impulso de la evangelización y la consiguiente conversión alcanzaron también en esta
época a la Europa Central y del Norte. Mientras tanto, la parte oriental del Imperio, de
lengua griega, que había conseguido mantener a raya a los invasores bárbaros, empezó a
verse amenazada por el ascenso y rápida expansión del islam desde la primera mitad del
siglo VII. Gradualmente, la mayor parte del Imperio bizantino fue cayendo en poder de
los ejércitos musulmanes, que finalmente, en 1453, se apoderaron de su capital,
Constantinopla. En estas últimas regiones los cristianos vivieron cada vez más como una
minoría tolerada.

Para determinar el contenido de los capítulos 2 y 3 he escogido la fecha clave de


1054. Ese año se produjo el cisma entre la cristiandad oriental, con capital en
Constantinopla, y la cristiandad occidental, con capital en Roma: el cisma entre las
Iglesias católica y ortodoxa, que por desgracia sigue vigente. El capítulo 3 describe la
historia de la Iglesia católica en esta segunda mitad de la Edad Media. Es el capítulo más
extenso del libro. Aunque en muchas historias de la Iglesia la Edad Media se trata
deprisa y en términos despectivos, en mi opinión la Edad Media Central y la Tardía
representaron en la historia del cristianismo una etapa extraordinariamente rica y creativa
y, en este sentido, de crucial importancia para comprender los acontecimientos que se

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produjeron posteriormente en la Iglesia católica. Desde muchos puntos de vista, el
capítulo 3 es el eje en torno al cual gira todo el libro.
El capítulo 4 abarca los siglos XVI-XVIII. Para la Iglesia católica este largo periodo
estuvo claramente influido por su respuesta a la Reforma protestante. El capítulo podría
haberse titulado «La Contrarreforma», título que se ha hecho habitual en muchos
estudios históricos dedicados a esta época. Pero los historiadores son cada vez más
conscientes de que muchos de los fenómenos que entonces se produjeron dentro de la
Iglesia católica no se pueden explicar como respuesta obvia al protestantismo: p. ej., el
impulso que tomaron las misiones católicas fuera de Europa. A lo largo de estos tres
siglos, la Iglesia católica demostró de diversas maneras su propio dinamismo interno. De
ahí que, por tanto, este libro esté justificado al describir la historia de la Iglesia poniendo
de relieve sus valores propios, y no simplemente sus reacciones frente a otras Iglesias.
Por estas y otras razones he preferido para este período un título que desde hace poco se
abre paso entre los especialistas: «Catolicismo moderno temprano». Aunque más
insulso, me ha parecido un título más apropiado.
Cierra el libro el capítulo 5, que abarca los dos últimos siglos. En ellos el
catolicismo logra consolidarse como religión de alcance verdaderamente mundial. La
Iglesia católica ha pasado a ser, con mucho, la más numerosa de todas las Iglesias y
comunidades cristianas: sus más de mil millones de fieles equivalen aproximadamente,
según las estadísticas más recientes, al 17 por ciento de la población mundial. Estos dos
siglos han representado una etapa de gran energía y creatividad dentro de la Iglesia
católica, en niveles muy diferentes: religión popular, desarrollos intelectuales,
organización y esfuerzo misioneros. Al mismo tiempo, la Iglesia ha tenido que hacer
frente a muchos e importantes desafíos: secuelas de la Revolución francesa; presiones y
persecuciones; retos intelectuales y de otros tipos surgidos dentro de la misma Iglesia
católica, o planteados por otras Iglesias y comunidades cristianas y, en una escala
desconocida desde la Iglesia primitiva, por otras religiones y sistemas de pensamiento.
Ha sido una Iglesia de santos y de pecadores. La última parte del capítulo pasa revista a
los hechos posteriores al Concilio Vaticano II.

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1.
De Pentecostés al siglo IV

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1. La Edad Apostólica
¿Cuál debería ser el punto de partida histórico de este libro? Una fecha obvia es el año
del nacimiento de Cristo, fundador del cristianismo y estrella que marca su norte desde
entonces. Sin embargo, una breve historia de la Iglesia como esta no dispone de
suficiente espacio para pasar revista a la vida y la época de Jesucristo. La historia es bien
conocida como ha quedado registrada principalmente en los cuatro evangelios de Mateo,
Marcos, Lucas y Juan, y sus detalles han sido investigados ampliamente por numerosos
escritores. Sin duda, esta historia constituye el telón de fondo esencial, o mejor el primer
plano, de todo lo que se haya podido decir después.
Pentecostés ofrece un punto de partida más realista, especialmente teniendo en
cuenta que este libro está pensado como una historia de la Iglesia más que del
cristianismo.

Los Hechos de los Apóstoles

En Pentecostés, día quincuagésimo (pentēkostē en griego) después de la resurrección de


Cristo (Pascua), como nos dicen los Hechos de los Apóstoles, el Espíritu Santo
descendió sobre los discípulos reunidos en una casa de Jerusalén, convirtiéndolos,
principalmente al infundirles los dones de sabiduría y fortaleza, en una Iglesia duradera.
Tradicionalmente ese día ha sido recordado como día del nacimiento de la Iglesia
cristiana, por el don del Espíritu Santo, que sostiene y guía a la Iglesia; distinto de la
Navidad, día del nacimiento de Cristo. Parece conveniente, por tanto, empezar esta
historia con el relato de Pentecostés que leemos en Hechos 2,1-4 y 41-42:

«Cuando llegó el día de Pentecostés estaban todos reunidos. De repente vino del cielo un ruido, como de
viento huracanado, que llenó toda la casa donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego, repartidas y
posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas
extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse».

El apóstol Pedro tomó entonces la palabra y habló a la multitud. Y, como resultado:

«Los que aceptaron la palabra de Pedro se bautizaron y aquel día se incorporaron [al número de los creyentes]
unas tres mil personas. Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la solidaridad, en la

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fracción del pan y en las oraciones».

El tiempo transcurrido entre Pentecostés y la muerte del evangelista Juan, a quien


generalmente se considera el último en morir de los apóstoles escogidos por Jesús, se ha
denominado Edad Apostólica: es decir, el periodo, después de la muerte de Jesús,
durante el cual permaneció vivo uno, por lo menos, de los apóstoles. Es un espacio de
tiempo que sin duda merece que le dediquemos la primera parte de este capítulo. La
mayor parte de la información directamente relevante que nos ha llegado de este período
procede del Nuevo Testamento, en especial de los Hechos de los Apóstoles y de las
cartas de Pablo; alguna información adicional procede de otras fuentes de distinta
naturaleza, tanto de dentro como de fuera de la comunidad cristiana.
El libro de los Hechos de los Apóstoles es esencialmente una obra histórica, sin
esconder su carácter apologético. En realidad, tanto el término griego práxeis como el
término latino acta, que traducimos por hechos, eran utilizados habitualmente en los
títulos de libros históricos. Iniciar esta Breve historia de la Iglesia católica con los
Hechos de los Apóstoles es doblemente apropiado. En primer lugar, y por razones
evidentes, porque el libro de los Hechos constituyó el documento más importante sobre
la historia de la Iglesia durante esta primera etapa. En segundo lugar, empezar con los
Hechos puede ser especialmente estimulante para los lectores de este libro. Porque
muestra que el interés actual por la historia de la Iglesia enlaza con el interés de los
primeros cristianos. Para ellos, la historia era informativa e interesante, pero también les
transmitía el mensaje cristiano. Podemos decirlo con palabras que utilizarían mucho más
tarde los concilios de Trento y Vaticano II: la Tradición aclara el sentido de la Escritura.
El relato de Pentecostés del libro de los Hechos nos recuerda que entre la multitud a
la que Pedro dirigió su palabra había «partos, medos y elamitas, habitantes de
Mesopotamia, Judea y Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y de los
distritos de Libia junto a Cirene, romanos residentes, judíos y prosélitos, cretenses y
árabes» (2,9-11). Como resultado, «aquel día se bautizaron unas tres mil personas». Esta
descripción nos permite visualizar la rápida expansión del cristianismo por muchos
lugares del Imperio romano y más allá de él, a medida que estos bautizados volvían a sus
países de origen.

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El lugar y el momento en que Cristo hizo su aparición en el Imperio romano fueron
extraordinariamente favorables para la difusión del cristianismo, incluso desde un punto
de vista humano. Los cristianos pueden alabar la sabiduría que entrañan las decisiones de
la Divina Providencia. Las buenas comunicaciones por tierra y mar, así como la paz
relativa que reinaba entonces en todo el Imperio, contribuyeron a que, a pesar de los
casos de persecución, el mensaje cristiano fuera predicado y practicado, y de esta manera
pudiera expandirse por todo el mundo mediterráneo, e incluso más allá, durante cuatro
siglos ( véase el mapa ). Otro factor esencial que explica esta expansión fue la
profundidad y la sofisticación de la religión judía de la época, que proporcionó al
cristianismo su sólida fundamentación.

Tras el relato de Pentecostés, los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles
describen la expansión del cristianismo entre los judíos dentro de los países que Jesús
había conocido y la inmediata persecución de los cristianos por parte de las autoridades
judías. La historia culmina con la predicación y el martirio de Esteban, el primer mártir
cristiano, en Jerusalén hacia el año 35, y la dramática conversión de Pablo de Tarso en el
camino de Damasco.
A continuación, el relato de Hechos cambia de escenario y se sitúa decididamente
en un mundo más amplio, en lugares y pueblos distintos de Judea y los judíos. Esta
expansión comportó las difíciles y cruciales decisiones de admitir en la comunidad
cristiana a personas no judías, a las que se dispensaba de obligaciones tan importantes
para los judíos como la circuncisión y las normas relativas a la comida. Tales decisiones
podían verse como transgresiones de las enseñanzas y la práctica explícitas de Jesús.
Aunque en la toma de estas decisiones se atribuye un papel clave a las figuras de Pedro y
de Pablo, también se recuerda la importante contribución de Santiago, «el hermano del
Señor», y de Bernabé, compañero de Pablo. Tras ser discutidas, estas decisiones fueron
aprobadas en el concilio «de los apóstoles y los ancianos» celebrado en Jerusalén hacia
el año 49 (v. capítulo 15 de Hechos).
Tras el Concilio de Jerusalén, Pablo pasa a ser la figura predominante en el relato
de los Hechos de los Apóstoles. Se separa de Bernabé tras una discrepancia sobre la
elección de los colegas que debían acompañarlos, y Timoteo se convierte en su
colaborador más estrecho. Sus admirables viajes de misión, ya iniciados antes del

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Concilio de Jerusalén con visitas a Chipre y a diversos lugares de la moderna Turquía, lo
llevan ahora a ciudades de Siria y Grecia y de nuevo a Turquía. Después Pablo recala de
nuevo en Jerusalén, donde es arrestado por las autoridades romanas a consecuencia de
los conflictos religiosos que provoca su presencia en la ciudad. Una vez detenido,
haciendo uso de sus derechos como ciudadano romano, apela al emperador y es
trasladado preso a Roma. El libro concluye con la historia de su azaroso viaje por mar a
Roma, sin llegar a describir la muerte del apóstol. Además del libro de los Hechos, han
llegado hasta nosotros diversas cartas, atribuidas tradicionalmente a Pablo y dirigidas a
individuos y a comunidades como tales: los cristianos de Corinto y Tesalónica son los
destinatarios de dos cartas en cada caso; otras comunidades, como las de Roma, Galacia,
Éfeso, Filipos y Colosas, figuran como destinatarias de una sola carta; dos se las dedica a
su compañero Timoteo y una a su discípulo Tito. Estas cartas, muchas de las cuales son
extensas, ofrecen un contenido realmente sustancial, por ofrecernos valiosa información
tanto sobre la teología cristiana, tal como la predicaba Pablo, como sobre las
comunidades e individuos a los cuales iban dirigidas. En conjunto, el libro de los Hechos
y las cartas de Pablo ponen a nuestra disposición un relato excepcionalmente completo y
vivo del desarrollo de la Iglesia durante las tres décadas –o algo así– que siguieron a la
muerte de Jesús.
Dos citas, ambas del libro de los Hechos de los Apóstoles, bastan para ilustrar la
vitalidad descrita por esta literatura temprana. La primera cita, tomada del capítulo 4,
describe cómo vivía la primera comunidad cristiana inmediatamente después de
Pentecostés:

«La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón. No llamaban propia a ninguna de sus
posesiones, antes lo tenían todo en común. Y con gran energía daban testimonio de la resurrección del Señor
Jesús y eran muy estimados. Entre ellos no había indigentes, pues los que poseían campos o casas los
vendían, llevaban el precio de la venta y lo depositaban a los pies de los apóstoles. A cada uno se le repartía
según su necesidad».

El cuadro que dibuja este texto puede pecar de idealismo, especialmente por lo que
respecta a la propiedad común, pero, en cualquier caso, refleja la energía y la dedicación
de los primeros cristianos. También la segunda cita retrata la energía y entrega de los
creyentes, y al mismo tiempo la novedad que entraña el mensaje cristiano, esta vez en el
contexto de la predicación de Pablo. Esta cita, tomada del capítulo 17 de Hechos,

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corresponde a la etapa final del ministerio de Pablo, y describe su discurso en un lugar
de encuentro de Atenas situado cerca de la Acrópolis, el llamado Areópago:

«Pablo se puso en pie en medio del Areópago y habló así: “Atenienses, observo que sois en extremo
religiosos. Pues paseando y observando vuestros lugares de culto, sorprendí un ara con esta inscripción: al
dios desconocido. Pues bien, al que veneráis sin conocerlo yo os lo anuncio. Es el Dios que hizo cielo y tierra
y cuanto contienen. El que es Señor de cielo y tierra no habita en templos construidos por hombres ni pide
que le sirvan manos humanas, como si necesitase algo. Pues él da vida y aliento y todo a todos [...] Sin
embargo, no está lejos de ninguno de nosotros, ya que en él vivimos, y nos movemos y existimos [...] Pues
bien, Dios, pasando por alto la época de la ignorancia, exhorta ahora a todos los hombres en todas partes a
que se arrepientan; pues ha señalado una fecha para juzgar con justicia al mundo por medio de un hombre
[Jesucristo] designado. Y lo ha acreditado ante todos resucitándolo de la muerte”».

Otras fuentes

La información histórica acerca de la Iglesia primitiva que nos ofrecen los otros libros
del Nuevo Testamento es escasa. La Carta a los Hebreos (atribuida hoy día
mayoritariamente a alguien distinto de Pablo) y el Apocalipsis (Libro de la Revelación)
son importantes tratados teológicos, pero dan pocos detalles sobre la vida de los
primeros cristianos. Las siete cartas restantes (atribuidas respectivamente a Santiago,
Judas, dos a Pedro y tres a Juan) son documentos dirigidos a los cristianos en general, y
no a Iglesias particulares; de ahí que se las designe con el nombre genérico de cartas o
epístolas «católicas» (es decir, «universales»). En consecuencia, aunque se trate de
documentos significativos como tratados teológicos y exhortaciones morales, ofrecen
pocos detalles sobre las primitivas comunidades cristianas. En cualquier caso, subrayan
la vitalidad y la entrega religiosa de la Iglesia primitiva.

No han llegado hasta nosotros otras obras escritas por cristianos que pertenezcan
claramente a la que hemos convenido en llamar Edad Apostólica. Sin embargo, algunos
escritos que mencionaré en la segunda parte de este capítulo tal vez fueron redactados ya
hacia el final de este periodo. No resulta sorprendente esta ausencia de otras obras en
este momento. Los cristianos pusieron especial cuidado al establecer qué libros debían
formar parte del Nuevo Testamento. La principal lista (o «canon») de estas obras se
aprobó durante el siglo II de la era cristiana y se completó durante los siglos IV o V. Al
parecer, los libros que entraron a formar parte de esta lista fueron seleccionados por su
calidad y, en la mayoría de los casos, se tuvo en cuenta el conocimiento privilegiado que
el autor había tenido de Jesús. Sin duda, en conjunto, los libros incluidos son de una

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altísima calidad, incluso desde un punto de vista humano. Otros escritos posiblemente
contemporáneos, que quedaron excluidos del canon, se perdieron.
También fueron excluidos del canon del Nuevo Testamento un número
considerable de «evangelios», «hechos», «cartas/epístolas» y «apocalipsis» que hablan
de la vida de Jesús y de la Iglesia primitiva y que, según la investigación moderna,
fueron redactados a partir del siglo II. Es el grupo de los llamados «Libros Apócrifos»,
escritos después de la Edad Apostólica y cuya fiabilidad es por eso mismo dudosa; por
estas y otras razones, fueron finalmente excluidos del canon. Es difícil saber lo que
hemos de hacer con ellos. Muestran un interés excesivo por lo extraño y lo difícil, en
evidente contraste con la total sobriedad de los libros canónicos. Aunque constituyen
lectura obligada para los estudiosos de este periodo, no deberían acaparar nuestra
atención.

No han llegado hasta nosotros estudios exhaustivos de la Iglesia primitiva escritos por
autores no cristianos –que podrían ofrecernos una evaluación externa del movimiento
cristiano– de la Edad Apostólica. Parece poco probable que tales estudios hayan existido.
De todos modos, contamos con una serie de testimonios diseminados en los escritos de
diversos autores no cristianos del siglo I y de principios del siglo II. Aunque la
información que contienen es muy limitada, gracias a ellos disponemos de una valiosa
prueba independiente de la existencia de la Iglesia primitiva. Daré aquí una visión de
conjunto de los mismos.

El testimonio más antiguo procede de las Antigüedades de los judíos, obra que el
historiador judío Flavio Josefo escribió hacia el año 94. En ella se narra el martirio de
Santiago, «el hermano de Jesús», en Jerusalén, probablemente el año 62. La sentencia de
muerte fue dictada por el sumo sacerdote judío, aunque tenemos razones para pensar que
fue una decisión impopular. Aunque el martirio de Santiago no se menciona ni en los
Hechos de los Apóstoles ni en ningún otro texto del Nuevo Testamento, el relato de
Josefo parece fiable, y en este sentido ofrece una importante prueba independiente en
favor de la existencia de la Iglesia primitiva. Escribe Josefo:

«El sumo sacerdote Anás reunió al sanedrín de jueces y presentó ante ellos a Santiago, el hermano de Jesús –
el llamado Cristo–, y a algunos otros. Tras acusarlos de haber actuado contra la ley, los entregó para que
fuesen apedreados. Pero tanto a los ciudadanos que parecían más equitativos como a los más expertos en
cuestiones legales les disgustó esta acción».

25
Dos historiadores romanos que escribieron sus obras entre los años 110 y 120
describieron la persecución de los cristianos por parte del emperador Nerón: Tácito, en
los Anales, y Suetonio, en la Vida de Nerón. Tácito nos recuerda cómo los cristianos se
convirtieron en los chivos expiatorios que cargaron con las consecuencias del incendio
que asoló Roma el año 64. El historiador reconocía que la firmeza que mostraban los
cristianos sometidos a tortura provocaba la admiración de los ciudadanos: «Todos estos
castigos suscitaron un sentimiento de piedad, incluso con respecto a personas [los
cristianos] cuya culpa se había hecho merecedora del castigo más ejemplar; se tenía
efectivamente la sensación de que esas personas eran sacrificadas no porque así lo
exigiese el bien público, sino para satisfacer la crueldad de un personaje [Nerón]».
También Suetonio narra los sufrimientos que Nerón infligió a muchos cristianos, aunque
describe a estos, en términos despreciativos, como «individuos que han abrazado una
superstición novedosa y malévola».
También obtenemos interesante información del intercambio de cartas que hacia el
año 112 se produjo entre el emperador Trajano y Plinio el Joven, su legado en la
provincia de Bitinia (actual Turquía). Al informar al emperador sobre los asuntos de la
región, Plinio observaba que los cristianos «se habían extendido no solo por las
ciudades, sino también por las aldeas y los distritos rurales». Plinio resumía las prácticas
y el estilo de vida de los cristianos de la siguiente manera:

«Tienen la costumbre de reunirse un día señalado [¿domingo?] antes de la salida del Sol, de recitar
alternativamente un himno dedicado a Cristo como a un dios y de comprometerse con juramento no a
cometer un delito, sino a abstenerse de todo hurto, latrocinio, estafa, adulterio, a no faltar a la palabra y a no
negarse a devolver un depósito que les haya sido reclamado. Concluida esta ceremonia, suelen despedirse y
encontrarse de nuevo para tomar alimento [¿eucaristía?]».

Así pues, estos son los principales testigos que hablan de la Iglesia del siglo I de la
era cristiana: autores, principalmente aquellos cuyas obras forman hoy día parte del
Nuevo Testamento, que escribieron durante el siglo I, o poco después. A ellos les
debemos la inmensa mayoría de los conocimientos fiables que hoy poseemos sobre la
Iglesia primitiva, tras la ascensión de Jesús, durante el citado siglo.

Las tumbas de Pedro y Pablo

26
Un acontecimiento del que estamos informados por documentos posteriores es el asunto
de la tumba del apóstol Pedro. Ni del ministerio de Pedro en Roma ni de su martirio se
habla en los Hechos de los Apóstoles ni en ningún otro lugar del Nuevo Testamento; no
obstante, la «Babilonia» mencionada en 1 Pedro 5,13 podría referirse a Roma, lo que
señalaría la presencia de Pedro en la ciudad. Dos cartas, escritas por Clemente de Roma
e Ignacio de Antioquía exactamente antes y después del año 100, hablan de la presencia
y la muerte de Pedro en la capital del Imperio. El primer texto que afirma que Pedro
murió crucificado se lo debemos a Tertuliano, que escribe en la primera parte del
siglo III. En su Historia eclesiástica, escrita a principios del siglo IV, Eusebio de
Cesarea precisa que su martirio tuvo lugar durante la persecución del emperador Nerón:
probablemente el año 64, aunque el mismo Eusebio apunta que posteriormente hubo otra
persecución el año 68. Sobre su tumba nos informa parcialmente la carta de un tal
Proclo, que al parecer se escribió en torno al año 200 y fue recogida en la misma
Historia eclesiástica de Eusebio. Proclo afirma que el «trofeo» (trophaeum en latín) de
Pedro –es decir, el lugar en que fue enterrado– se encuentra en la colina del Vaticano.
Por otra parte, sabemos que cuando el emperador Constantino inició la construcción de
la primera iglesia de San Pedro en Roma (que continúa siendo la base de la actual
basílica vaticana) escogió un lugar aparentemente inconveniente: tuvo que rellenar una
charca y excavar una colina para contar con el espacio adecuado para el templo. Un
motivo evidente para aceptar estos inconvenientes, como generalmente se ha reconocido
durante siglos, fue la necesidad de incluir en la cripta del templo algo muy especial, a
saber, la tumba de Pedro. Posteriormente, las amplias excavaciones llevadas a cabo en
dicha cripta a mediados del siglo XX por un equipo de arqueólogos (bajo la dirección de
los profesores Kirschbaum, Ferrua, Ghetti y Josi) pusieron al descubierto una tumba que
parecía corresponder a la descripción que Proclo había hecho del trophaeum. De esta
manera, la arqueología moderna pareció confirmar la antigua tradición.
Los Hechos de los Apóstoles hablan de la cautividad de Pablo en Roma, pero no
dicen nada de su muerte en dicha ciudad. Sin embargo, las cartas de Clemente de Roma
y de Ignacio de Antioquía afirman que tanto Pablo como Pedro murieron en Roma.
Pablo era ciudadano romano (Hechos 22,25-30), y generalmente los ciudadanos romanos
condenados a muerte eran decapitados. Y Tertuliano afirma explícitamente que Pablo
fue decapitado. Como fecha de esta ejecución suele señalarse la persecución de Nerón en

27
la que también pereció Pedro, aunque no todos están de acuerdo: algunos estudiosos la
sitúan antes y otros pocos después. La tradición antigua sitúa la ejecución de Pablo en el
lugar conocido como Tre Fontane (de acuerdo con la leyenda según la cual la cabeza de
Pablo rebotó tres veces tras la decapitación, surgiendo una fuente en cada uno de los
lugares en que la cabeza había tocado el suelo), a unos 5 kilómetros al sur de Roma. La
tumba en que fue enterrado se encuentra hoy dentro de la cripta de la basílica de San
Pablo Extramuros, como han confirmado excavaciones recientes llevadas a cabo en la
zona. En fecha reciente esta tumba ha sido cuidadosamente restaurada.

28
2. Siglos II y III: continúan las persecuciones
Durante estos dos siglos la persecución constituyó un problema central en la vida de la
Iglesia. Esta circunstancia ha dejado una impronta permanente en buena parte de la
documentación que ha llegado hasta nosotros de la época. Ello explica también muchas
de las lagunas que presenta dicha documentación, y consiguientemente nuestro
conocimiento del periodo, debido a que los cristianos se mostraron reacios a conservar
documentos que los incriminaban. La sección se abre con un análisis de las
persecuciones de la época y sus efectos. Recuerdo a continuación los principales
desarrollos institucionales, hablo de la religión popular y, finalmente, enumero algunos
de los teólogos más importantes de ambos siglos.

Persecuciones

Ya hemos visto que la persecución –fuese real o solo una amenaza– dejó una huella
claramente visible en la vida de la Iglesia durante el siglo I. En gran medida esta
situación persistió durante los dos siglos siguientes y a comienzos del siglo IV, cuando la
conversión del emperador Constantino al cristianismo cambió radicalmente la situación.
Las persecuciones fueron intermitentes y, en la mayoría de los casos, cada vez
alcanzaban solo a determinadas regiones. No obstante, su influencia en la historia del
cristianismo fue profunda, al menos de tres distintas maneras. Para empezar, fueron
muchas las personas que soportaron terribles torturas. En segundo lugar, las
posibilidades de hacer realidad muchas formas normales de vida eclesial que hoy
daríamos por sentadas –p. ej., la construcción de edificios religiosos– eran muy limitadas
o estaban absolutamente descartadas. En tercer lugar, siguiendo el ejemplo de Jesucristo,
los mártires cristianos de la época dejaron una impronta que desde entonces ha
permanecido indeleble en la historia del cristianismo: el ideal heroico del martirio quedó
firmemente establecido en la tradición cristiana. A consecuencia de estas persecuciones
la vida cristiana se vio fuertemente coartada, pero a la vez grandemente enriquecida.
Muchas de las persecuciones que hoy nos resultan más conocidas fueron
promovidas por emperadores romanos. Las actitudes de estos emperadores variaron

29
considerablemente. Así, p. ej., el año 112, en su respuesta a Plinio el Joven, el emperador
Trajano recurrió a la persecución como último recurso, al contrario de lo que había
sucedido medio siglo antes con el emperador Nerón, que había ordenado la persecución
de forma inhumana y directa. Trajano respondió a las preguntas de Plinio con estas
palabras:

«Has actuado como es debido, mi querido Plinio, al analizar los casos de quienes son denunciados ante ti
como cristianos, porque en este terreno no cabe establecer normas duras y rápidas de aplicación universal.
Los cristianos no deben ser buscados. Pero si son denunciados, y se demuestra la veracidad de la acusación,
han de ser castigados, con la siguiente reserva: que si alguien niega ser cristiano y efectivamente lo demuestra
–p. ej., rindiendo culto a nuestros dioses– debe ser perdonado a consecuencia de su abjuración, por
sospechoso que haya sido con respecto a su pasado».

Durante el imperio de Trajano, Ignacio, obispo de Antioquía, fue condenado por ser
cristiano y enviado a Roma para ser arrojado a las fieras en el anfiteatro (identificado
tradicionalmente como el Coliseo), destino que Ignacio suspiraba por alcanzar en su
famosa carta a los cristianos de Roma:

«Vengan sobre mí fuego y cruz, enfrentamientos con bestias salvajes, mutilación de miembros, trituración de
todo mi cuerpo, suplicios atroces del diablo, todo con tal de que me sea dado alcanzar a Jesucristo».

Adriano (117-138) y Antonino Pío (138-161), sucesores de Trajano, fueron


emperadores tolerantes, al menos oficialmente. De todos modos, fue probablemente
durante el reinado de Antonino Pío cuando se produjeron los martirios, bien
documentados, de Policarpo, obispo de Esmirna, y once compañeros suyos. Tras negarse
a abjurar de su fe, Policarpo fue quemado vivo en la ciudad de la que era obispo. El
reinado de Marco Aurelio (161-180) conoció persecuciones en diversos lugares. La más
famosa fue la que se desarrolló en la ciudad de Lyon el año 177, durante la cual fueron
condenados a muerte cuarenta y ocho cristianos. Entre ellos se encontraba Blandina, una
joven esclava que murió heroicamente.
El género y la igualdad ante Dios se pusieron sutilmente de relieve también en el
relato del martirio de Perpetua y su esclava Felicidad en el anfiteatro de Cartago,
ocurrido en el año 203. El grupo de mártires incluía al marido de Perpetua y a otros dos
varones, pero el relato centra su atención en las dos mujeres. Al parecer, el relato del
tiempo que pasaron juntos en prisión esperando la muerte, así como de las visiones que
allí tuvieron, fue redactado por Perpetua, mientras que la cruel historia de su martirio fue

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añadida –o retocada, ya que Perpetua había presagiado la inminente condena– por
Tertuliano. Lo cierto es que la Pasión de los mártires de Cartago es una obra maestra
desde el punto de vista literario y ha ejercido gran influencia en la espiritualidad
cristiana. Felicidad y Perpetua (en este orden) eran recordadas en el canon romano de la
misa y actualmente son mencionadas en la primera plegaria eucarística.

A mediados del siglo III asistimos a un incremento significativo de las persecuciones. El


brevísimo reinado de Decio (249-250) conoció la primera persecución general de los
cristianos en el Imperio romano. Este emperador publicó un edicto que obligaba a todos
los súbditos del Imperio a participar en algún acto de culto pagano, como ofrecer una
libación, o participar en alguna comida sacrificial, o quemar incienso ante una estatua
del emperador. Muchos cristianos obedecieron el edicto en cuestión, otros compraron
documentos que afirmaban que ellos ya habían cumplido el mandato. Otros se opusieron.
El papa Fabián fue condenado a muerte en Roma, el teólogo Orígenes fue encarcelado y
torturado, el sacerdote Pionio fue quemado vivo en Esmirna, el obispo Bábilas de
Antioquía murió en prisión, el obispo Cipriano de Cartago se ocultó. A Decio le sucedió
como emperador Galo y la persecución continuó. El papa Cornelio fue confinado en
Civitavecchia, donde murió el año 253. El emperador Valeriano (253-260) favoreció
inicialmente a los cristianos, pero posteriormente promulgó varios edictos persecutorios.
Como resultado, el papa Sixto II y cuatro de sus diáconos fueron martirizados en el
cementerio de Calixto en Roma, Cipriano de Cartago fue decapitado en su ciudad, el
obispo Fructuoso y dos de sus diáconos fueron ejecutados en Tarragona. Galieno, que el
año 260 sucedió en el trono imperial a su padre, Valeriano, puso fin a la persecución y
publicó la primera declaración oficial de tolerancia en favor del cristianismo en todo el
Imperio romano.
A finales del siglo III asistimos a otro recrudecimiento de las persecuciones, y esta
situación se prolongó hasta comienzos del siglo IV. Ya al final de su reinado, el
emperador Diocleciano (284-305) ordenó una purga de los soldados de su ejército que se
negaban a abandonar el cristianismo, y a continuación promovió en todo el Imperio una
amplia persecución contra los cristianos. Publicó varios edictos en los que ordenaba la
destrucción de las iglesias, la quema de los libros sagrados, la prohibición de los ritos
religiosos y la obligación de ofrecer sacrificios no cristianos. En la provincia de Palestina

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se tiene constancia de ochenta y cuatro mártires, y en la Tebaida de Egipto se produjeron
ejecuciones de hasta más de 100 cristianos de una vez. El historiador Beda dató el
martirio de san Albano, protomártir de Inglaterra, en el reinado de Diocleciano, si bien
algunos historiadores modernos lo sitúan más bien a mediados o comienzos del siglo III.
Después del año 305, en que Diocleciano renunció al trono imperial, la persecución se
mantuvo viva, mientras varios rivales luchaban por sucederle al frente del Imperio.
Finalmente, el cristianismo gozó de paz –al menos temporalmente– con el triunfo de
Constantino sobre sus enemigos el año 324.

Hay tres comentarios, o cuestiones, con los que se puede dar fin a esta sección. Primero:
repitiendo lo ya dicho, fueron muchos los cristianos que sufrieron horrorosamente.
Como hemos visto, procedían de muchos grupos sociales. Entre los mártires hubo
varones y mujeres, jóvenes y ancianos, esclavos y soldados, esposas y papas.
Desconocemos cuál fue el número exacto de las personas que murieron. En cualquier
caso, debido al alto aprecio con que los cristianos honraron a sus mártires, estamos
particularmente bien informados acerca de ellos. La fuente particular más importante de
que disponemos es la Historia eclesiástica, de Eusebio de Cesarea. Pero abundaron las
actas y registros de martirios concretos: p. ej., la Pasión de Perpetua.
Segunda: Tal vez el número de mártires cristianos no tuvo nada de excepcional.
Dentro del Imperio romano la vida era brutal desde muchos puntos de vista y la pena
capital era frecuente. Además de los cristianos, fueron perseguidos otros grupos
religiosos. Mencionaré solo dos casos: durante el primer siglo de la era cristiana las
autoridades romanas condenaron a muerte a muchos judíos, principalmente en su propio
país; por su parte, la persecución del emperador Diocleciano no estuvo dirigida solo
contra los cristianos, sino también contra los maniqueos. Es más, cuando a partir del
siglo IV los gobernantes cristianos dispusieron de poder se mostraron a veces tan
intolerantes con respecto a quienes profesaban otra fe o religión como el Imperio romano
lo había sido con respecto a ellos. Para disculpar en parte la dureza de actitudes de la
época, tal vez convendría recordar que la vida era entonces más comunitaria –y en este
sentido menos individual– que ahora, por lo que la disidencia religiosa, más que ser un
asunto estrictamente personal, podía entrañar una afrenta para toda la comunidad.

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Tercera: Algunos historiadores han sostenido que determinados gobernantes
cristianos mostraron mayor severidad aún que los mismos emperadores romanos, ya que
exigieron asentimiento interior, al menos a los cristianos bautizados, mientras que las
autoridades romanas únicamente habían exigido conformidad externa. La conducta de
estos gobernantes cristianos la valoraré más adelante, pero la excusa de que las
autoridades romanas actuaron con benevolencia no podría tomarse como norma de su
actuación; los cristianos a quienes se les ordenaba realizar determinados gestos externos
de culto a un ídolo o a la estatua del emperador entenderían razonablemente que
semejante acción implicaba para ellos una traición interior a su fe cristiana, y no solo una
conformidad externa.

Cambios institucionales

Las persecuciones dejaron en la Iglesia una impronta que todavía hoy está viva. Esa
experiencia fortaleció y enriqueció a la comunidad cristiana antigua de muchas maneras.
Al mismo tiempo, la realidad o la perspectiva de sufrir persecución restringió la libertad
de la Iglesia y, consecuentemente, limitó sus posibilidades de desarrollo institucional. En
la consideración de estos hechos, el papado constituye un evidente punto de partida..
Ya hemos señalado el papel especial que desempeñó Pedro en la Iglesia primitiva y
sus vínculos con Roma. El ministerio y el martirio de Pedro en Roma se han señalado
habitualmente al lado del ministerio y del martirio de Pablo en la misma ciudad. El
siguiente obispo de Roma del que tenemos información directa fue Clemente de Roma,
de cuya carta, escrita alrededor del año 96 y en la que menciona la muerte de Pedro,
hemos tomado nota. Tal vez pueda sorprendernos que Clemente no se identifique
claramente en su carta como obispo de Roma. En este estadio inicial de desarrollo, tras
la muerte de Pedro es posible que la Iglesia de Roma no estuviera gobernada por un solo
obispo, sino por un grupo de obispos, del que Clemente formaba parte, tal vez como el
de mayor edad de todos. Entre los documentos que sugieren una solución colegial de
este tipo en Roma hemos de mencionar las cartas de Ignacio de Antioquía, escritas a
comienzos del siglo II. En la mayoría de sus cartas, Ignacio menciona por su nombre al
obispo de la comunidad a la que envía sus cartas; esta mención no aparece precisamente
en la carta que envía a la Iglesia de Roma. La concepción más claramente monárquica de
la autoridad episcopal, que llevaba consigo el que en cada ciudad hubiese un solo obispo,

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parece haberse originado en Oriente, desde donde se pudo extender más tarde, a
principios del siglo II, a Roma y Occidente. Ireneo de Lyon nos transmite la lista de los
obispos de Roma hasta Eleuterio (174-189), aunque tal vez sugiriendo que los primeros
obispos (después de Pedro y Pablo) habían desempeñado esa función de forma más
solitaria que los obispos de su tiempo. Ireneo, que escribía hacia el año 180, afirma que
Pedro y Pablo «habían encomendado el episcopado» a Lino, a quien sucedieron en el
cargo Anacleto, Clemente, Evaristo, Alejandro, Sixto –«sexto desde los apóstoles»–,
Telesforo –«que fue gloriosamente martirizado»–, Higinio, Pío, Aniceto, Soter y
Eleuterio –«que ahora ocupa el puesto decimosegundo después de los apóstoles»–.
Durante el siglo III, la autoridad del obispo de Roma se extendió más allá de su
ciudad y de Italia, principalmente gracias a intervenciones de dos papas, Esteban I y
Dionisio. El título de «papa», que esencialmente significa «padre», empezó a utilizarse
en el siglo VI, adquirió un carácter más oficial a partir del siglo VIII y se aplicó
exclusivamente al obispo de Roma, al menos en la Iglesia latina, desde el siglo XI. Sin
embargo, para no complicar demasiado las cosas, tanto el término papa como el de la
institución que representa –es decir, papado– serán utilizados en este libro para
referirnos también a los anteriores obispos de Roma.
Esteban I (254-257) intervino en controversias relacionadas con dos cuestiones muy
sensibles: el retorno a sus sedes de obispos que habían apostatado durante las
persecuciones o habían incurrido en otras irregularidades y se habían arrepentido de sus
caídas; y, en segundo lugar, la controversia de la validez del bautismo administrado por
herejes. En ambas cuestiones, Esteban adoptó la postura más suave, permitiendo que los
mencionados obispos pudieran recuperar sus diócesis y reconociendo la validez de los
citados bautismos siempre que los bautizantes hubiesen actuado de buena fe. Tomaron
parte en estos debates obispos de España y Francia, así como del norte de África y de
Asia. Muchos de ellos se opusieron a la actitud benevolente de Esteban; entre otros, el
reputado Cipriano, obispo de Cartago. No obstante, estos debates demostraron que la voz
del obispo de Roma empezaba a ser escuchada en todo el mundo mediterráneo.
La intervención del papa Dionisio (260-268) dio lugar a una correspondencia con el
obispo de Alejandría en Egipto, que también se llamaba Dionisio. Las cartas tocaron dos
cuestiones importantes. Para empezar, el papa Dionisio, como el papa Esteban, insistió
en la validez del bautismo administrado por herejes, siempre que estos hubieran actuado

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correctamente. En segundo lugar, para resolver una controversia teológica en la que
había participado el obispo de Alejandría, el papa Dionisio sugirió el término griego
homooúsios («consustancial») para expresar la relación existente entre el Padre y el Hijo
en la Trinidad –este término se incluirá más tarde en el credo niceno–. Gracias a esta
correspondencia comprobamos que la autoridad del obispo de Roma se extiende más allá
de Italia, concretamente a la Iglesia de África, mientras que, por otra parte, el hecho de
que Nicea adoptase el término homooúsios dio más peso a la previsión del papa.

Los roles de los obispos y sacerdotes se desarrollaron de varias maneras durante los
siglos II y III. La información directa y contemporánea acerca de estos desarrollos es
limitada. En su mayor parte, dicha información nos ha llegado a través de los relatos
conservados de obispos y sacerdotes que fueron martirizados. Por lo tanto, no
deberíamos olvidar que nos encontramos ante casos muy destacados, principalmente de
obispos, tales como Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna y Cipriano de Cartago.
Carecemos en buena medida de información más sistemática y ordinaria, en buena parte
por la razón obvia de que las comunidades cristianas susceptibles de ser perseguidas
prefirieron no dejar pruebas que pudiesen incriminarlas. Afortunadamente, el siglo IV,
cuando la Iglesia dejó atrás las persecuciones, pone a nuestra disposición información
muy valiosa que nos permite conocer, indirectamente, cuál era su situación en el periodo
anterior.
Esta información posterior, junto con los datos fragmentarios del mismo periodo,
nos demuestra que, en la segunda mitad del siglo III, o quizá antes, la Iglesia ya había
desarrollado una sofisticada organización, basada principalmente en las diócesis. Los
cristianos hicieron suyo el término diócesis, que formaba parte de la terminología
administrativa romana: el Imperio romano estaba dividido en trece «diócesis»
gigantescas; así, p. ej., tras las reformas administrativas que el emperador Diocleciano
llevó a cabo a finales del siglo III, una de esas diócesis era Bretaña, aunque el territorio
que comprendía era mucho más pequeño. En la Iglesia cristiana, el tamaño medio de las
diócesis se parecía más al de lo que hoy es un arciprestazgo o parroquia de grandes
dimensiones. De hecho, antes del siglo IV no existía todavía en muchas regiones una
clara distinción entre «diócesis» y «parroquia». A efectos de comparación, hoy día la
Iglesia cuenta con 2.600 diócesis para atender a una población católica mundial de más

35
de mil millones de fieles; en el año 325 eran menos, aunque no llamativamente menos
(no conocemos su número exacto; las diócesis eran particularmente numerosas en África
del Norte), para tal vez veinte millones de cristianos.

La organización concreta variaba algo de una región a otra, pero a finales del
siglo III era ya visible un episcopado organizado en un triple nivel: obispos de diócesis;
obispos metropolitanos que vivían en las grandes ciudades (mētrópolis = gran ciudad) y
ejercían cierta autoridad sobre los obispos del área, y obispos de las tres sedes mayores
de Roma, Alejandría y Antioquía (a las que posteriormente se unirían Constantinopla y
Jerusalén, para formar la «pentarquía» de las cinco sedes patriarcales). Los sacerdotes y
los diáconos aparecen ya en la época del Nuevo Testamento, aunque la distinción entre
sacerdote y obispo no era clara entonces. Las diversas funciones de sacerdotes y
diáconos como cooperadores del obispo se reforzaron durante la época de las
persecuciones de la Iglesia antigua, y sus responsabilidades continuaron precisándose
ulteriormente durante el siglo IV.

Concilios. Ya he mencionado el Concilio de Jerusalén, del año 49 aproximadamente.


Los concilios continuaron desempeñando una función en la vida de la Iglesia durante los
siglos II y III, aunque como asambleas públicas su frecuencia y libertad se vieron
gravemente menoscabadas por la amenaza de persecución. Mansi, Conciliorum (v.
supra, p. XIV), la colección monumental de los documentos conciliares, nos ofrece la
mayor parte de la información que ha llegado hasta nosotros acerca de ellos, y subraya
su vitalidad, aunque en la mayoría de los casos casi la única información que ha llegado
hasta nosotros es el hecho de que el concilio se celebró. Algunas de las informaciones
más completas se refieren al concilio o concilios que se celebraron en Antioquía en la
década del 260 (no conocemos exactamente el número de concilios ni las fechas de su
celebración). Este hecho pone de relieve la habilidad de la Iglesia para organizar
encuentros sustanciales y su disponibilidad para hacer frente a cuestiones enojosas, en
este caso el estilo de vida y la enseñanza del obispo de la ciudad, Pablo de Samosata.
Antioquía era una de las grandes sedes, y Pablo un personaje con mucho poder. No
obstante, el obispo fue condenado, tanto por su conducta inapropiada –se le condenó por
vivir en contacto excesivamente estrecho con mujeres jóvenes y llevar una vida
demasiado mundana– como por su errónea enseñanza sobre la Trinidad. Como resultado,

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fue depuesto de su sede. Algunos años antes se habían celebrado varios concilios
importantes en Cartago, en el norte de África, presididos por Cipriano, el docto y santo
obispo de la ciudad. Estos concilios abordaron delicadas cuestiones, como la penitencia
que debía exigirse a los cristianos que hubiesen abjurado de su fe durante la persecución
y si era necesario rebautizar a quienes ya habían sido bautizados por los herejes. Sobre
ambas cuestiones, los concilios africanos, dirigidos por Cipriano, se opusieron a la línea
de exigencias más suave defendida por el papa Esteban. El más pleno florecimiento de
los concilios de la Iglesia se produciría en el siglo IV, cuando la Iglesia dejó de ser
perseguida.

El derecho canónico, la ley de la comunidad cristiana, afectaba tanto a las diversas


instituciones eclesiales ya mencionadas como a muchos otros aspectos de la vida
cristiana. El cristianismo surgió del judaísmo, que siempre mostró un profundo respeto
por la ley, tanto divina como humana. El orden dentro de la comunidad cristiana se
subraya en el Nuevo Testamento, especialmente en el Evangelio de Mateo y en algunas
cartas de Pablo. El Imperio romano, en cuyo seno cual nació el cristianismo, se
distinguió por la atención que prestó a la ley civil. No debe sorprendernos, por tanto, que
incluso durante los tres primeros siglos de la era cristiana, cuando la persecución era
dominante y los cristianos llevaban una vida un tanto clandestina, la ley canónica
desempeñase un importante papel en la vida de la Iglesia. No existía entonces un código
universalmente admitido de derecho canónico, como el que actualmente regula la vida
de la Iglesia, que no se aprobaría hasta el siglo XX. En muchos aspectos, el concepto (no
el contenido, que era diferente) de ley canónica se parecía entonces más a lo que en los
países de lengua inglesa, especialmente Gran Bretaña y los Estados Unidos, se denomina
common law. Era un «derecho consuetudinario». Es decir, era una ley que ofrecía
respuestas –siempre dentro del marco, al menos en teoría, de las enseñanzas de Cristo en
el Nuevo Testamento– a casos concretos problemáticos que se presentaban. Era bastante
ecléctica en las áreas que abarcaba: liturgia, oración y ascetismo y, lo que es más obvio,
asuntos legales.
Tanto la importancia como la naturaleza ecléctica de la ley canónica cristiana
antigua se ponen de manifiesto en las tres principales obras de este tipo anteriores al año
300 que han llegado hasta nosotros: la Didajé («Enseñanza» en griego, escrita

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probablemente en Siria, c. 90-100, en griego), la Tradición apostólica (escrita en griego,
probablemente por Hipólito en Roma, a comienzos del siglo III; cabe también la
posibilidad de que procediera de Egipto; de ahí que su título alternativo sea Orden de la
Iglesia egipcia), y la Didascalia apostolorum («Enseñanza de los apóstoles», escrita
probablemente en el norte de Siria, a comienzos del siglo III). Hablan de la Escritura,
especialmente del Sermón de la Montaña en el caso de la Didajé; de la libertad de los
cristianos con respecto a las observancias y el ceremonial judíos; de los sacramentos del
bautismo y la eucaristía –el núcleo de la actual segunda plegaria eucarística de la Iglesia
católica se encuentra ya en la Tradición apostólica– y de las expectativas de quienes los
reciben; de la ordenación y deberes de los obispos, sacerdotes y diáconos; del
matrimonio y de los estilos de vida de los maridos y esposas (especialmente la
Didascalia); de las viudas y las diaconisas; del ayuno y la oración (el texto del
padrenuestro aparece en la Didajé); de la penitencia y la reconciliación de los pecadores;
de los juicios de las épocas de persecución. Por lo general, las tres obras recuerdan
normas y prácticas ya existentes, más que prescribir leyes nuevas. Y las tres estaban
destinadas a ser utilizadas en comunidades particulares, más que en la Iglesia universal.
En conjunto, esta trilogía nos permite formarnos una idea de cuáles eran las alegrías y las
penas, las esperanzas y las expectativas de la Iglesia antigua.

La religión popular

Para comprender a fondo la vida de cada día de los cristianos de estos tres primeros
siglos hemos de echar mano de nuestra imaginación. La eucaristía, que terminó
celebrándose preferentemente en domingo, día de la resurrección del Señor, se convirtió
en centro de la vida del cristiano. Esto parece indudable. La amenaza de persecución
significó que en muchos casos resultara poco práctico convertir los templos en lugares
de reunión; de ahí que normalmente la eucaristía se celebrase en casas privadas o en
lugares secretos, como las catacumbas.
Las catacumbas (redes de galerías y cámaras excavadas en el subsuelo) de Roma
contienen muchas de las obras de arte que han llegado hasta nosotros de los primeros
siglos de historia cristiana. En varias de esas obras de arte se representa la eucaristía. La
más antigua, de finales del siglo II, se encuentra en la catacumba de San Calixto. Cristo
está simbolizado en un pez: las letras que forman el término griego que significa «pez» –

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es decir, ICHTHYS– sirvieron para resumir los títulos de Cristo: I(esoûs), Ch(ristós),
Th(eoû) U(iós), S(ōtēr); es decir: Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador. Solo los
cristianos captaban este significado oculto. En la pintura aparecen dos peces: uno de
ellos transporta sobre sus espaldas una cesta de panes; y el otro, varios vasos de vino. El
motivo eucarístico está claro; la calidad artística de la pintura tampoco deja lugar a
dudas. Otras dos catacumbas, la de Priscila y la de Pedro y Marcelino, contienen pinturas
murales que representan la eucaristía de forma más realista. Estas pinturas datan
probablemente del siglo III y muestran figuras femeninas (principalmente) y masculinas
sentadas o reclinadas alrededor de una mesa, con diversos signos que presentan la
eucaristía como banquete de amor –ágape– y paz. Una vez más, Cristo es representado
como un pez. Se discute si aquí las mujeres están presentadas como ministras de la
eucaristía.
De todos modos, aunque las catacumbas se utilizaran en ocasiones para celebrar la
eucaristía, fundamentalmente estaban destinadas a acoger los cuerpos de los difuntos. Al
parecer, los cristianos concedían mucha importancia a la sepultura. Esta cuestión suscitó
quizá cierta tensión entre los creyentes. En el Evangelio de Lucas, dos ángeles preguntan
a las mujeres que se acercan al sepulcro de Jesús el día de Pascua: «¿Por qué buscáis
entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lucas 24,5). El caso de
Cristo fue, sin duda, excepcional. Los demás muertos humanos deberán esperar
normalmente hasta que sus cuerpos resuciten. Aun así, teniendo en cuenta que la
resurrección del cuerpo y la vida perdurable posterior eran doctrinas básicas de la nueva
religión cristiana, era de esperar que la atención a los sepulcros y las tumbas fuera
moderada. Por otra parte, haciendo contrapeso a estas consideraciones más eternas, el
amor y la preocupación por los propios hermanos y hermanas en Cristo eran factores
humanos, enraizados en esta vida, y comportaban el adecuado cuidado de sus cuerpos.
En Roma y alrededores se han descubierto unas cuarenta catacumbas (cada una presenta
una red diferente de galerías y cámaras subterráneas), pero las hubo también en Nápoles,
Siracusa (Sicilia), Malta, la isla de Melos, Siria, la región de Jerusalén, Alejandría y
otros lugares del norte de África. En la formación de estos espacios han intervenido
diversos factores climáticos y geológicos específicos de estas regiones; las tumbas y a
veces los mismos cadáveres se conservaron llamativamente bien. De todos modos, las
catacumbas fueron excepcionales.

39
Probablemente los cristianos fueron enterrados mayoritariamente en cementerios
bastante parecidos a los actuales, unas veces al lado de difuntos no cristianos y otras en
cementerios dedicados exclusivamente a cristianos. Muchas tumbas han llegado hasta
nuestros días, y los arqueólogos amplían constantemente nuestros conocimientos sobre
las mismas. La preocupación por los enterramientos caracterizó a la mayor parte de las
religiones que precedieron al cristianismo, y muchas de ellas proclamaron cierta
esperanza en la vida futura. La costumbre de rodear el cadáver con ajuares funerarios ha
sido generalizada. A veces, las tumbas de los cristianos pueden identificarse por ciertos
ajuares funerarios típicos que pueden contener, p. ej., crucifijos. En el siglo IV, una vez
pasado el tiempo de las persecuciones, sobre tumbas de mártires se edificaron a veces
templos. Estas tumbas son justamente las que mejor conocemos hoy día. Ya he
mencionado las tumbas de Pedro y Pablo, pero sobre las supuestas tumbas de muchos
otros mártires de la Iglesia antigua también se han construido templos. En Inglaterra, el
ejemplo más conocido es la iglesia (hoy catedral) de San Albano, que fue edificada sobre
la tumba de Albano, protomártir de dicho país.
Como rito de iniciación cristiana que es, el bautismo desempeñó siempre un papel
central en la vida de la Iglesia. Durante siglos, estuvo normalmente reservado a los
adultos, pero con el paso del tiempo fue creciendo el número de niños que lo recibían. La
información más completa que ha llegado hasta nosotros del siglo IV, inmediatamente
después del final de las persecuciones, arroja mucha luz sobre la práctica del bautismo
durante los siglos II y III de la era cristiana. Algo parecido se puede decir de muchas
otras prácticas religiosas, de las cuales tenemos escasa información directa del tiempo de
las persecuciones. Así pues, sobre el tema de la religión popular insistiré de nuevo en la
tercera parte de este capítulo.

Los teólogos

A pesar de la amenaza de los juicios de persecución, durante los siglos II y III surgieron
varios teólogos excepcionales. Ciertamente, su fuerte identificación con la vida real y los
problemas de la vida cristiana de entonces vigoriza y enriquece sus escritos. Ya he
mencionado a algunas de estas personas y obras. Clemente de Roma e Ignacio de
Antioquía; la Didajé, la Tradición apostólica y la Didascalia apostolorum, que eran a la
vez tratados teológicos y obras sobre la práctica cristiana; la correspondencia

40
intercambiada por los papas Esteban y Dionisio; Perpetua, cuya Pasión es a la vez un
tratado teológico y espiritual; Policarpo y Cipriano, que fueron escritores y teólogos y
también obispos y mártires. Tres teólogos merecen mención especial.

Justino Mártir (100-165). Provenía de una familia no cristiana de Samaría (Tierra


Santa). Tras estudiar filosofía se convirtió al cristianismo, y a partir de entonces se
consideró a sí mismo maestro de filosofía y de cristianismo. Enseñó en Éfeso y más
tarde en Roma, donde abrió una escuela cristiana. Escribió las siguientes obras: Primera
apología, audazmente dirigida al emperador Antonino Pío y a sus hijos (adoptivos);
Diálogo con Trifón, un judío; Segunda apología, que dirigió al Senado romano. Justino
es considerado el «apologista» cristiano antiguo más importante, por haber tenido la
osadía de ofrecer una exposición y defensa del cristianismo para uso de los no cristianos
de su tiempo. Enseñó que el cristianismo es la verdadera filosofía, aunque reconoce que
otras filosofías contienen sombras de verdad. Su razonamiento es el siguiente: la Palabra
«germinativa» había sembrado la semilla de la verdad en todos los hombres, y más tarde
el Verbo se encarnó en Cristo para enseñarnos la plena verdad y de esa manera
redimirnos del poder del mal. También escribió sobre temas como el bautismo, la
eucaristía y la relación existente entre el Antiguo y el Nuevo Testamentos; fue partidario
de aprovechar la filosofía platónica para defender el cristianismo. En este sentido,
Justino encarnó una actitud de apertura del cristianismo hacia otras religiones y
filosofías, y siempre se mostró dispuesto a dialogar con ellas. Hacia el año 165, él y
algunos de sus discípulos fueron denunciados como cristianos y, tras negarse a ofrecer
sacrificios a los dioses, fueron flagelados y decapitados.

Tertuliano (160-225). Su nombre latino completo era Quintus Septimus Florens


Tertullianus. Hijo de un centurión del ejército romano, fue educado como pagano en el
norte de África, probablemente en Cartago. Recibió una buena educación y en Roma
ejerció con éxito la carrera de abogado, al tiempo que llevaba una vida licenciosa. Tras
convertirse al cristianismo y cambiar su estilo de vida, hizo de catequista en Cartago. No
sabemos con certeza si fue ordenado sacerdote. Finalmente dejó la Iglesia católica para
unirse a los montanistas, grupo sectario de carácter apocalíptico con fuertes tendencias
ascéticas. Tertuliano fue un autor prolífico y provocativo; escribió habitualmente en

41
latín, aunque en ocasiones utilizó el griego. Cambió (o desarrolló) su manera de pensar
sobre diversas cuestiones. Hizo un llamamiento en favor de la tolerancia con el
cristianismo, alegando que los cristianos eran ciudadanos buenos y serviciales, y que,
por tanto, no representaban peligro alguno para el Estado. Por otra parte, urgió a los
mismos cristianos a apartarse de la sociedad pagana, para no contaminarse con su
inmoralidad e idolatría. Escribió copiosamente sobre temas teológicos y eclesiales. Entre
otros, sobre la interpretación de la Escritura, la Trinidad, la vida y las enseñanzas de
Cristo, y el discipulado cristiano. Era contrario al bautismo de los niños y, como
montanista, escribió contra los cristianos que servían en el ejército romano. Antes he
mencionado ya su posible contribución a la Pasión de Perpetua y Felicidad. El amplio
alcance y la profundidad de sus reflexiones, junto con su brillante estilo literario,
explican el hecho de que Tertuliano siga siendo hoy uno de los Padres de la Iglesia más
leídos e influyentes.

Orígenes (185-254). Puede equipararse a Tertuliano, e incluso superarlo, por la amplitud


y la profundidad de su pensamiento: sabio bíblico, teólogo y escritor espiritual. Fue
educado como cristiano por sus devotos padres en Alejandría de Egipto. Durante la
persecución que se desencadenó en la ciudad el año 202, en la que su padre fue
asesinado, su madre evitó que Orígenes buscase el martirio al ocultarle sus ropas y de
esa manera impedir que saliese de casa. Enseñó en Alejandría y consiguió dirigir con
éxito la influyente escuela catequística de la ciudad. Al mismo tiempo llevó una vida
ascética de ayuno, oración y pobreza voluntaria. Según Eusebio de Cesarea, Orígenes se
castró personalmente, por interpretar en sentido literal la recomendación que Jesús dirige
a sus discípulos en el Evangelio de Mateo 19,12: «Hay eunucos que se han castrado por
el reinado de Dios». El abanico de las lecturas de Orígenes era muy amplio, pues incluía
las obras de Platón y de otros filósofos, así como literatura clásica. En sus viajes visitó
Roma y Arabia. Posteriormente se trasladó a Palestina y fue ordenado sacerdote. En
torno al año 231 fijó su residencia permanente en Cesarea, donde fundó una escuela que
pronto se hizo famosa. El año 250, durante la persecución del emperador Decio,
Orígenes fue encarcelado y torturado, muriendo poco después.
Orígenes fue un escritor prolífico, aunque muchas de sus obras han desaparecido,
debido principalmente a las diversas condenas que pesaron sobre algunas de ellas; otras

42
se han conservado solo parcialmente y en traducciones latinas poco fiables (Orígenes
escribió en griego). Por encima de todo, Orígenes fue un exégeta –es decir, un estudioso
de la Biblia–, como lo demuestra el hecho de que escribiese comentarios sobre casi todos
los libros de la Sagrada Escritura. Según él, en los textos bíblicos podía distinguirse un
triple significado: literal, moral y alegórico; este último era el que él mismo prefería.
Han llegado hasta nosotros algunas de sus homilías y dos escritos de carácter espiritual
que fueron muy leídos: la Exhortación al martirio y Sobre la oración. Su principal obra
teológica, conservada principalmente en su versión latina, es De principiis; destaca por
el amplio abanico de temas que aborda, por sus admirables intuiciones y por la
profundidad de su pensamiento. Entre las doctrinas que él defiende y que fueron objeto
de diversas condenas están la subordinación del Hijo y del Espíritu al Padre dentro de la
Trinidad, su creencia en la eternidad del mundo, la transmigración de las almas, y la
salvación final de todas las criaturas, incluido el diablo. En cualquier caso, no hay que
olvidar que en su tiempo estos temas eran todavía cuestiones abiertas. Orígenes sigue
fascinando a los lectores actuales.

43
3. Reconocimiento oficial del cristianismo
El siglo IV trajo consigo un cambio radical para el cristianismo. Sus efectos son todavía
perceptibles entre nosotros. El desencadenante fue la conversión del emperador
Constantino al cristianismo. A consecuencia de esta conversión y, sin duda, de otros
muchos factores, el cristianismo, hasta entonces la religión de una minoría perseguida,
pasó a ser la religión oficial del vasto Imperio romano. La paz trajo consigo muchas
posibilidades para el desarrollo de las instituciones de la Iglesia e influyó decisivamente
en las formas de practicar la religión por parte de los mismos cristianos. De hecho, la
Pax Constantiniana (Paz de Constantino) supuso para el cristianismo una revolución que
ha dejado hondas huellas en la historia del mundo.

La conversión de Constantino y sus consecuencias

El año 306, Constantino († 337) fue proclamado emperador por sus tropas en York
(Inglaterra). El lugar más probable de este acontecimiento histórico tal vez sea visible
todavía hoy: en la zona de la entrada principal al praetorium (fortaleza) del ejército
romano en la ciudad, que actualmente forma parte de la cripta de la catedral de York.
Tras años de lucha, Constantino logró imponer su candidatura al trono imperial frente a
otros pretendientes. Un hecho crucial en esta lucha se produjo el año 312, cuando
Constantino derrotó a Majencio en la batalla del Puente Milvio, cerca de Roma. Se dice
que, la noche antes de la batalla, Constantino tuvo una visión en la que Cristo le
prometió la victoria si él y su ejército combatían bajo el signo de la cruz. Así lo hizo él –
no está claro cómo fue llevada la cruz– y efectivamente su ejército ganó la batalla. Al
año siguiente (313) Constantino alcanzó un acuerdo con su coemperador Licinio sobre
una política de libertad religiosa que quedaría plasmada en el llamado Edicto de Milán.
Más tarde Constantino se distanció de nuevo de Licinio, que volvió a emprender
persecuciones intermitentes contra los cristianos, de manera que hasta el año 324, tras
vencer a Licinio en la decisiva batalla de Crisópolis, Constantino no gobernó el Imperio
como emperador único.

44
La victoria obtenida en Crisópolis le permitió a Constantino proclamar de nuevo la
libertad del cristianismo en todo el Imperio romano. Se discute el momento exacto en
que se produjo el bautizo del emperador. Según un antiguo relato, al recibir el bautismo
de manos del papa Silvestre (314-335) Constantino quedó curado de la lepra que
padecía. Muy probablemente, ya al final de su vida aceptó ser bautizado por el obispo
Eusebio de Nicomedia (al que no debe confundirse con Eusebio de Cesarea); sin
embargo, fue considerado cristiano desde el año 312.
Los sucesores de Constantino al frente del Imperio mantuvieron casi sin
interrupción el estatuto de religión permitida otorgado al cristianismo, aunque algunos de
esos sucesores en el siglo IV fueron cristianos arrianos. El conflicto más serio se produjo
durante el corto reinado de Juliano «el Apóstata», sobrino de Constantino. Precoz e
intelectualmente brillante, Juliano se negó decididamente a convertirse personalmente al
cristianismo, y prefirió adoptar una mezcla de paganismo, neoplatonismo e ideas de los
misterios eleusinos. El año 361, Juliano, convertido en emperador único, pretendió
restaurar la religión tradicional dentro del Imperio, degradando al cristianismo y en
ocasiones persiguiendo a los cristianos. Sin embargo, Juliano murió dos años más tarde,
durante una campaña militar en Mesopotamia. Tras su muerte, el cristianismo recuperó
su estatuto de religión privilegiada.
Otro paso importante en el reconocimiento del cristianismo se dio con la
promulgación del Código Teodosiano el año 438/9. Esta compilación legal, denominada
teodosiana por haber sido promulgada por el emperador Teodosio II (408-450), elevó la
categoría del cristianismo de religión permitida –o favorecida– a la de única religión
permitida. El paganismo fue prohibido, y la herejía, penalizada. Aunque este código fue
preparado en Constantinopla (donde Teodosio II era emperador), está redactado en latín.
Fue aceptado como código legal autoritativo en las dos mitades en que ahora estaba
dividido el Imperio: plenamente autoritativo en Oriente (capital, Constantinopla), y
oficialmente, si bien más fragmentariamente, en Occidente (capital, Roma), donde las
invasiones de diversas tribus bárbaras habían reducido significativamente la autoridad
imperial.

Concilios de Nicea y Constantinopla

45
Los concilios Niceno I (325) y Constantinopolitano I (381) nos permiten penetrar a
fondo en la vida de la Iglesia del siglo IV, tanto en su desarrollo doctrinal como en sus
formas concretas de vivir la fe. Indirectamente, ambos concilios nos invitan a echar una
mirada retrospectiva a la situación de los cristianos durante los dos siglos anteriores. Con
el tiempo vinieron a denominarse «ecuménicos», esto es, concilios de la Iglesia entera:
los dos primeros de la lista de veintiuno, hasta el Vaticano II, que la Iglesia católica
reconoce como ecuménicos (v. infra, apéndice, pp. 241-242). El concilio de Nicea nos
resulta conocido sobre todo por el credo que nos dejó. [La versión española del texto
original griego es la siguiente (DzH, nn. 125-126)]:

«Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, creador de todas las cosas visibles e invisibles.
Y en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado unigénito del Padre, es decir, de la sustancia
del Padre, Dios de Dios, luz de luz, verdadero Dios de verdadero Dios, verdadero engendrado, no hecho,
consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la
tierra, el cual por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, y
resucitó al tercer día, [y] subió a los cielos y viene a juzgar a los vivos y a los muertos.
Y en el Espíritu Santo.
Los que, en cambio, dicen “Hubo un tiempo en que no fue” y “Antes de ser engendrado, no era”, y que
fue hecho de la nada, o dicen que el Hijo de Dios es de otra hipóstasis o sustancia, o creado, o cambiable o
mudable, los anatematiza la Iglesia católica».

¿Cómo se llegó a la formulación de este credo o confesión de fe? No ha llegado a


nosotros ningún texto oficial (ni minuta) de las actas de este concilio, por lo que nuestra
información se basa en relatos posteriores y en conjeturas. Parece claro que la causa del
concilio fue Arrio. El conocimiento que tenemos de este personaje proviene en gran
parte de sus adversarios, es decir, de quienes le condenaron. Este es, por otra parte, un
problema fundamental de la historia de la Iglesia. Especialmente durante el primer
milenio de la era cristiana, nuestro conocimiento de los autores que fueron condenados
por la Iglesia proviene en gran parte de los «ortodoxos», es decir, de personas cuyas
enseñanzas fueron aprobadas por la jerarquía eclesiástica. Se hicieron notables esfuerzos
para destruir las obras de los autores condenados, por lo que no es extraño que hayan
sobrevivido pocas pruebas que los representen tal como eran. La historia de la Iglesia fue
escrita por los vencedores.
Sabemos que Arrio fue sacerdote y popular predicador en la ciudad de Alejandría,
importante ciudad del norte de África. Como todos los cristianos de su tiempo, Arrio
creía en la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que forman un solo Dios. Ahora bien,
deseoso de subrayar la unicidad de Dios, el monoteísmo, él identificaba de alguna

46
manera a Dios con el Padre, y atribuía al Hijo una función subordinada. Su obispo,
Alejandro, que era consciente de la importancia del problema, condenó su enseñanza en
uno o más concilios diocesanos a principios de la década del 320. Entonces intervino el
emperador Constantino. Habiendo unificado el Imperio políticamente tras derrotar a
Licinio, no deseaba que una controversia religiosa volviera a dividirlo ahora; porque, a
pesar de las prohibiciones de su obispo, Arrio seguía contando con un amplio apoyo para
sus enseñanzas, sobre todo entre los cristianos de la parte oriental del Imperio.
Constantino invitó a los obispos a reunirse en concilio en su palacio imperial de
Nicea. Respondieron a la invitación entre 250 y 300 obispos, además del mismo
Constantino. El número tradicional de 318 asistentes, que Atanasio señaló por primera
vez al final de su vida (Carta sinodal a los egipcios, escrita en 368/72, capítulo 2),
resulta difícil de explicar, sobre todo habiéndose indicado anteriormente otras cifras. Tal
vez el número de Atanasio alude a los 318 siervos o criados que reunió Abrahán para
salir al encuentro de su sobrino Lot (Génesis 14,14). Una amplia mayoría de los obispos
que acudieron provenía de la parte oriental del Imperio, y era, por tanto, de lengua
griega. Entre ellos estaban Alejandro de Alejandría, acompañado de su joven secretario y
diácono Atanasio, y un grupo de aproximadamente veinte obispos de Egipto. La media
docena de obispos que procedían de la parte occidental Imperio hablaban latín.
Silvestre, obispo de Roma, no asistió, aunque es importante señalar que envió dos
legados como representantes suyos.
El concilio celebró sesiones durante un mes (no conocemos con certeza las fechas
exactas) en el verano del año 325. Al parecer, Arrio –que estaba presente– y sus
partidarios fueron invitados a hablar en primer lugar y a proponer una confesión de fe. El
texto que propusieron fue rechazado, porque atribuía al Hijo un papel subordinado, lo
que equivalía a negar su plena divinidad. Fueron presentadas otras confesiones de fe –
que en aquel momento se utilizaban principalmente para el rito del bautismo– y
finalmente el concilio escogió una de ellas, que modificó añadiendo varias cláusulas
antiarrianas. Estas añadiduras están indicadas en letra normal (es decir, no cursiva) en la
cita anterior. Las añadiduras son, en concreto, el párrafo final, con una serie de anatemas,
y en el segundo párrafo el término consustancial (homooúsios, en griego), que se
introdujo para expresar la estrecha relación del Hijo con el Padre. Aunque este término
no se utiliza nunca en la Sagrada Escritura, la Iglesia aceptó que fuese incorporado al

47
credo; se reconocía así, por una parte, el papel de la Tradición y, por otra, la necesidad
de utilizar un lenguaje nuevo para expresar la plenitud de la revelación en Cristo. En
conjunto, el credo es una obra maestra de doctrina y concisión.

Cánones. Además del credo o confesión de fe, el Concilio de Nicea promulgó veinte
cánones. Abordan diversas cuestiones disciplinares y a nosotros nos ofrecen una rica
información sobre la vida de la Iglesia antigua. No sabemos con exactitud cuál fue el
proceso seguido por el concilio para componerlos y promulgarlos; en cualquier caso,
fueron considerados decretos del concilio. Escritos originalmente en griego, fueron
pensados sobre todo para la Iglesia oriental. Su recepción en Occidente se produjo sin
prisas y fue debida principalmente a Dionisio el Exiguo († 526/556), que tradujo dichos
decretos al latín y los incluyó en su Corpus de derecho canónico. De estos veinte
cánones, algunos se basan en cánones de concilios locales anteriores, y todos parecen
responder a casos concretos que se planteaban en la vida de las comunidades cristianas.
Todos ellos refuerzan el carácter de «derecho consuetudinario» –juicios sobre casos
concretos– del primitivo derecho canónico, y su objeto no era constituir un «código»
legislativo global. Merece la pena examinar cada uno de ellos individualmente.
El canon 1 trata de la castración. Reconoce que a aquellos varones que hayan sido
castrados en contra de su voluntad «por los bárbaros o por los propios amos..., los
cánones lo(s) admiten en el clero». «Pero si alguien, siendo sano, se ha castrado, si
pertenece al clero, conviene que sea excluido de él y en adelante nadie que haya obrado
así sea ordenado» [DzH, n. 128a]. Este canon declara la santidad del cuerpo humano.
Probablemente, en él resuena el eco de la castración voluntaria de Orígenes y de otros
hombres de fe. Lo que hace ahora el concilio es emitir un dictamen contra esta práctica.
Los cánones 2-4 giran también en torno al clero. El canon 2 ordena que, antes de
que un varón sea promovido al sacerdocio o al episcopado, pase por un «tiempo y
periodo de prueba después de haber recibido el bautismo». Había excepciones a esta
norma, como en el caso de Ambrosio, que fue ordenado obispo de Milán cuando todavía
no había pasado una semana desde su bautismo. En cualquier caso, la norma era clara. El
canon 3 «prohíbe que un obispo, sacerdote o diácono mantenga a una mujer que ha sido
llevada para que viva con él, excepto naturalmente si se trata de su madre, hermana o tía,
o cualquier otra persona que esté libre de sospecha». El texto de este canon podría aludir

48
al caso bien conocido de Pablo de Samosata, ya mencionado en este libro, que acogió a
varias jóvenes en su casa, al parecer con la disculpa de ofrecerles dirección espiritual.
¿Por qué no se menciona en este canon a las esposas? Aunque el celibato del clero era
muy apreciado, el matrimonio era común, incluso la norma, especialmente en la Iglesia
oriental, que era la más representada en el concilio. Probablemente, en este canon se da
por sentado que las esposas de los sacerdotes están legitimadas para vivir con sus
esposos, por lo que mencionarlas en este contexto no solo era superfluo, sino incluso
insultante para las interesadas. Un discurso supuestamente pronunciado en el concilio y
atribuido al obispo Pafnucio apoya esta interpretación. El canon 4 obliga a los obispos de
las diócesis cercanas a asistir a la ordenación de un nuevo obispo: norma sabia, que sigue
observándose en nuestros días y trata de evitar elecciones disputadas.
El canon 5 trata de la excomunión y de los recursos de apelación. Los concilios
provinciales debían celebrarse dos veces cada año, para que las excomuniones impuestas
por un obispo pudieran ser confirmadas por los obispos de toda la provincia o
modificadas por estos en el caso de que la sentencia pareciese demasiado dura. La
regularidad de los concilios y de los recursos de apelación es sorprendente, y pone de
manifiesto una Iglesia católica que en muchos aspectos era más democrática y
representativa que la actual. Uno de esos concilios tenía que celebrarse antes de la
Cuaresma, y el otro en otoño: dos épocas climáticamente adecuadas, entre el frío del
invierno y el calor del verano. Tenemos aquí una nueva indicación del respeto que la
Iglesia antigua tenía por la naturaleza. El término griego utilizado aquí para referirse a la
Cuaresma es tessarákonta, que literalmente significa «cuarenta» días. Es la primera vez
que en un documento eclesiástico se dice que la Cuaresma dura cuarenta días. En la
Iglesia primitiva, la preparación inmediata para la Pascua duraba, al parecer, como
mucho algunos días. Ahora, una vez terminada la persecución, fue posible prolongarla
públicamente durante toda una temporada, a imitación de los cuarenta días que Cristo
pasó en el desierto. Es la rica tradición que sigue vigente actualmente.
Los cánones 6 y 7 tratan del episcopado y de la autoridad especial que compete a
las sedes de Alejandría, Roma y Antioquía. Los cánones 8-14 abordan diversos aspectos
de la penitencia y la reconciliación. Las persecuciones, que no habían terminado hasta
hacía muy poco, continuaban siendo una cuestión candente para los cristianos. De estos,
algunos habían sido martirizados, otros habían perdido sus bienes y otros habían

49
contemporizado con las autoridades romanas, logrando así salvar sus vidas y bienes
materiales. Había, además, otros pecados graves que no tenían nada que ver con la
persecución. Estos cánones, redactados en un lenguaje a la vez firme y compasivo,
ofrecen hábilmente la reconciliación para situaciones sociales y religiosas problemáticas.
Para quienes imploran el perdón se enumeran tres etapas de penitencia pública, todas
principalmente en el contexto de la liturgia del domingo: los «oyentes» –o «auditores»–
asistían a la liturgia de la palabra, pero luego se retiraban; los «prosternantes» se
postraban ante el celebrante y la comunidad durante el ofertorio, y después se iban; los
«orantes» asistían a toda la celebración, pero no recibían la comunión. Cada una de estas
etapas podía durar varios años, aunque se acortaba, o incluso podía omitirse, si se
comprobaba que un determinado pecador estaba sinceramente arrepentido. Otros textos
penitenciales de la época mencionan la etapa preliminar de los «llorosos», que
permanecían de pie a la puerta del templo y «lloraban» cuando los fieles plenamente
integrados en la parroquia entraban en el templo. Tales prescripciones tal vez nos
parezcan duras y excesivamente públicas actualmente. Sin embargo, cierto grado de
reconocimiento público de los pecados graves, especialmente de aquellos que afectan a
terceras personas, puede ser saludable. Tal vez los cristianos eran entonces más fuertes
que hoy día y estaban más dispuestos a reconocer sus debilidades y la necesidad que
sentían del perdón de sus prójimos. Tal vez, además, se debería apreciar cierto sentido
del humor y de la nivelación en la vida, un reconocimiento cristiano de nuestra igualdad
ante Dios. Codo con codo, entre quienes lloraban y quienes se postraban podía haber,
por ejemplo, generales del ejército, hombres de negocios, políticos, mujeres, obreros y
esclavos.
Los cánones 15-18 tratan de nuevo temas relacionados con la vida de los clérigos,
con las nuevas y a veces peligrosas oportunidades que les ofrecía el final de las
persecuciones. Los obispos, sacerdotes y diáconos deben llevar una vida «estable», no
desplazarse «imprudentemente» de una diócesis o ciudad a otra. Los varones deben ser
ordenados para la diócesis en la que viven. Los clérigos no deben «dejarse tentar por la
codicia y la avaricia» hasta el punto de ser extorsionados por los prestamistas de dinero.
«Los diáconos no deben excederse de sus funciones, sabiendo que son ministros del
obispo y están subordinados a los sacerdotes». Durante la liturgia se sientan separados de
los sacerdotes y reciben la comunión después del obispo.

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El canon 19 regula, entre otras materias, la función de las diaconisas. Aquí están
presentadas claramente como pertenecientes al «laicado», porque «no reciben ninguna
imposición de manos». Sin embargo, el canon 15 del Concilio de Calcedonia, celebrado
en el 451, habla más claramente de la ordenación de mujeres como diaconisas: el
término clave utilizado es cheirotonía (de cheír, que significa «mano», y tonía,
«imposición»). De ahí que la Iglesia católica actual procure no excluir la posibilidad de
la ordenación de mujeres como diaconisas.
Finalmente, el canon 20 trata de la postura corporal durante la oración. Manda que
los domingos y durante el tiempo pascual (aquí llamado «estación de Pentecostés») los
fieles «deberán orar al Señor de pie», no arrodillados. Porque oramos con nuestros
cuerpos y no solo con nuestras almas, y la postura de pie es especialmente apropiada
para celebrar la Resurrección, tema específico de los domingos y del tiempo pascual. De
hecho, varios decretos subrayan la importancia y dignidad del cuerpo humano, mientras
que otros, especialmente el canon 5, presta atención al mundo natural. De esta manera,
las doctrinas de la Creación y la Encarnación inspiran estos veinte prácticos cánones de
Nicea.

Medio siglo después del Concilio de Nicea, el año 381, el Concilio de Constantinopla
promulgó una versión nueva y mejorada del credo niceno. Más que un cambio, esta
nueva confesión de fe se consideró un desarrollo del credo de Nicea, soslayando así
diversas prohibiciones de introducir cambios en el credo anterior. De ahí que la nueva
versión se conozca normalmente con el nombre de credo niceno, aunque sería más
exacto denominarlo credo constantinopolitano, o niceno-constantinopolitano. La
traducción del original griego [DzH, n. 150] es como sigue. Las palabras añadidas al
credo del 325 están en tipo normal (es decir, letra no cursiva); los pasajes del credo
del 325 que desaparecen del credo del año 381 están indicados por los signos ^_^.

«Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de cielo y tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, engendrado del Padre ^_^ antes de todos los siglos,
^_^ luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia que el
Padre, por quien todo fue hecho ^_^; por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por
obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. Por nuestra causa fue crucificado
bajo Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, subió al cielo y está
sentado a la derecha del Padre; de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino
no tendrá fin.

51
Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre [y del Hijo], que con el Padre y el
Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.
En la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Reconocemos un solo bautismo para el perdón de los
pecados. Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.
^_^».

Si nos preguntamos cómo hemos de explicar estas omisiones y adiciones, en la


mayoría de los casos tendremos que contentarnos con suposiciones más o menos
probables. Al igual que ocurre con el Concilio Niceno I, no han llegado hasta nosotros
minutas de las actas que expliquen los cambios. La omisión más significativa respecto al
credo del 325 es el párrafo final de los anatematismos. En el año 381 la controversia
arriana estaba en franca decadencia; de ahí que los anatemas de Nicea dejaran de parecer
necesarios, además de ser francamente engorrosos de recitar en público. Por otra parte,
gran parte del contenido del párrafo omitido fue elegantemente incorporado en el texto
de la nueva confesión de fe; p. ej., con la adición de «antes de todos los siglos» en la
primera frase sobre el Hijo. En conjunto, el credo del 381 se adapta mejor a la recitación
y es más rico en contenido. Trata de manera más completa tanto la humanidad como la
divinidad de Cristo y, sobre todo en el párrafo final, el tema de las esperanzas y el
destino de los cristianos.
También el Espíritu Santo está mejor tratado y su divinidad más ampliamente
explicada en el credo del 381, en contraposición con la lacónica afirmación que le dedica
el credo del 325. Esta expansión se produjo en el momento en que el concilio se
enfrentaba a otro reto doctrinal, el de los llamados pneumatómacos (literalmente
«enemigos del Espíritu»), que atribuían una divinidad menor al Espíritu. Una vez más
debemos agradecer que el debate teológico haya sido vehículo de desarrollo doctrinal.
Posteriormente –y, como veremos, no sin suscitar controversia–, la Iglesia latina añadió
la palabra Filioque («y del Hijo») al texto latino del credo de Constantinopla,
explicitando que el Espíritu procede «del Padre y del Hijo».
En conjunto, el texto de la nueva confesión de la fe revela una notable habilidad de
redacción. Hoy día continúa siendo, de manera casi inalterada, la confesión de fe más
importante no solo para la Iglesia católica, sino también para la Iglesia ortodoxa y para
las Iglesias protestantes, lo que no deja de constituir un nuevo testimonio de la brillantez
y la creatividad de la Iglesia antigua.

52
Crecimiento de la Iglesia visible

Los concilios de Nicea y Constantinopla se cuentan entre los frutos más destacados que
la paz aportó a la Iglesia en el siglo IV. Tales asambleas públicas y numerosas de
cristianos habrían sido imposibles durante los siglos anteriores. El reconocimiento de la
Iglesia trajo consigo otros cambios.
En cuestión de números, la precisión total es imposible. La población cristiana
parece haber crecido rápidamente a partir del año 250. Se calcula que la población
cristiana rondaría los 20 millones del total de los aproximadamente 70 millones de
habitantes del Imperio romano cuando el año 324 llegó la Pax Constantiniana.
Probablemente, la población total del Imperio era la misma al comienzo que al final del
siglo IV, pero, mientras tanto, el número de cristianos había crecido hasta superar la
mitad de la población del Imperio, tal vez hasta los dos tercios de la misma.
Aunque una amplia mayoría de cristianos vivían dentro de las fronteras del Imperio
romano, se produjeron también acontecimientos importantes fuera de dichas fronteras.
En Oriente, el rey Tiridates III (298-330) de Armenia fue bautizado por Gregorio «el
Iluminador», y el cristianismo se convirtió en religión oficial del país algunos años antes
de que Constantino venciese a Licinio. Por eso se considera que Armenia fue la primera
nación cristiana. Existe también una antigua tradición según la cual el apóstol Tomás
alcanzó la India, o al menos el valle del Indo, donde fue martirizado. Otra información
sugiere que el cristianismo había penetrado mucho más allá de la frontera oriental del
Imperio romano. Manes († 276) enseñó en Persia, la India y otras regiones de Asia. Su
doctrina, el maniqueísmo, se difundió a lo largo y lo ancho de Asia y en el Imperio
romano. Aunque en su predicación resonaban numerosas ideas cristianas, el rechazo por
parte de Manes del mundo material como malo, con el dualismo consecuente a que esta
postura daba lugar, fue rápidamente declarado herético por la Iglesia. Eusebio de
Cesarea calificó a Manes de serpiente venenosa, pero, a fin de cuentas, cristiana. Etiopía,
situada al sur del Egipto romano, recibió el cristianismo a través del ministro de la reina
Candaces, que fue bautizado por Felipe (Hechos de los Apóstoles 8,27). En el siglo III,
Orígenes, que escribió sobre la evangelización del país, indicaba que la tarea
evangelizadora seguía incompleta. Llegó un nuevo impulso con Frumencio (300-380),
que fue consagrado obispo de Axum, capital de Etiopía, por Atanasio, obispo de
Alejandría. Los etíopes veneran a Frumencio como san Abuna Salama («nuestro Padre

53
de Salvación»). Probablemente, el cristianismo también había traspasado ya
esporádicamente las fronteras septentrionales y occidentales del Imperio romano.

Durante el siglo IV se construyeron muchas iglesias, como fruto de la nueva situación de


libertad que disfrutaban los cristianos. Estas nuevas construcciones transformaron el
paisaje y, lo que es más importante, la práctica de la liturgia. El mayor de estos templos
–por designio expreso de sus constructores– fue la basílica de San Pedro en Roma,
construida para honrar las reliquias del apóstol Pedro. La basílica de San Pablo
Extramuros, construida en las afueras de Roma, sirvió para acoger las reliquias de san
Pablo. La construcción de esta última se inició quizá durante el reinado de Constantino,
pero probablemente no quedó completada hasta más tarde, entre el 395 y el 403, bajo la
dirección del emperador Honorio. En Roma se conservan otras iglesias más pequeñas del
siglo IV. También en Constantinopla, la nueva capital del Imperio, se construyeron
durante este siglo diversas iglesias, aunque la mayor y más conocida, Santa Sofía (Hagia
Sophia), es del siglo VI. En otras villas y ciudades del Imperio romano se conservan
restos de numerosas iglesias del siglo IV. Al contar con estos nuevos edificios, los
servicios de la Iglesia –principalmente la celebración eucarística de los domingos–
adquirieron un carácter mucho más público, solemne y regulado. De alguna manera, los
cánones mismos del Concilio de Nicea nos permiten vislumbrar algunos de estos
cambios, al sugerirnos que ya al final de la época de persecución las asambleas de fieles
eran de dimensiones considerables y que, si no iglesias, contaban con otras estructuras
que hacían las veces de templos. Por otra parte, se mantenía vigente la tradición de los
oratorios domésticos y de las liturgias más familiares, típica de las épocas de
persecución. En Inglaterra se han descubierto restos de delicados ejemplos de este tipo
de capillas u oratorios, que en su día formaron parte de villas romanas, p. ej., en
Lullingstone y Hinton St. Mary: construidas a mediados y finales del siglo IV, al llegar
la paz habían pasado a la Iglesia.

Como fruto de la paz, a los cristianos les fue posible también trazarse y hacer realidad
nuevos estilos de vida. Las órdenes religiosas, que con el tiempo desempeñarían un
importante papel en la historia de la Iglesia, pueden hacer remontar muchas de sus raíces
a los llamados «Padres del Desierto» del siglo IV. El más antiguo de todos, Pablo de

54
Tebas (227-340), huyó al desierto, siendo todavía muy joven, para escapar de la
persecución. Según la Vida que de él escribió con gran imaginación san Jerónimo, Pablo
vivió siempre como ermitaño en el desierto egipcio, alimentándose de los dátiles que
recogía de una palmera y de la comida que le traía un cuervo. Una vez al año lo visitaba
san Antonio (250-356), que finalmente lo encontró cuando estaba a punto de morir. Dos
leones que se habían amistado con Pablo excavaron con sus garras la tumba en la que
Antonio introdujo el cadáver del santo ermitaño. En la iconografía, Pablo está
representado, ya de edad avanzada, bajo una palmera, con un cuervo y dos leones a su
lado: se quiere subrayar su larga y frugal vida, así como su cercanía a los mundos natural
y animal. Un redescubrimiento de la vida en el paraíso, antes de la caída de Adán y Eva.
De esta y otras maneras tomamos conciencia de que en la Iglesia primitiva muchos
cristianos tuvieron ya preocupaciones ecológicas muy parecidas a las que hoy pueden
sentir los cristianos actuales. La Vida de san Antonio fue escrita por Atanasio, también
con mucha imaginación. Sus tentaciones como ermitaño fueron descritas detalladamente
por Atanasio y pintadas con realismo por el Bosco (1450-1516) en el cuadro Las
tentaciones de san Antonio, que se conserva en el Museo del Prado, de Madrid. La Vida
de san Antonio describe con realismo las dificultades que tiene que superar un ermitaño
para sobrevivir en el desierto. De hecho, las formas de vida eremítica y monástica
llegaron a ser exaltadas como «martirio seco», porque sustituyeron al martirio con
derramamiento de sangre, que se hizo imposible al cesar la persecución: un compromiso
más profundo y más radical con el estilo de vida cristiano, un segundo bautismo.
Antonio fundó más tarde una comunidad de ermitaños. De esta manera se pasó del
estilo de vida eremítica al estilo de vida monástica. Pacomio (290-346), también de
Egipto, desarrolló aún más el monaquismo. Fundó siete comunidades para varones y dos
para mujeres. Para ellas escribió una Regla, la más antigua regla monástica que ha
llegado hasta nosotros, que ha influido en el desarrollo del monaquismo mucho más allá
de África. El liderazgo de ese continente al frente del movimiento monástico pasó a
Asia. Basilio de Cesarea (330-379), también conocido como Basilio el Grande, descolló
como predicador y teólogo y durante algún tiempo vivió como ermitaño antes de ser
nombrado obispo de su ciudad natal, en la moderna Turquía. También él escribió para
sus monjes una Regla, que, aun cuando inspirada en parte en la de Pacomio, ejerció gran
influencia y todavía hoy sigue siendo la regla monástica básica para la Iglesia ortodoxa.

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Su hermana Macrina fundó una floreciente comunidad religiosa de mujeres en una
propiedad que su familia poseía en el Ponto. Macrina es considerada la fundadora del
monaquismo femenino en la Iglesia oriental. Finalmente, Juan Casiano (360-433) vivió
como monje en Belén, Egipto y el sur de Francia, cerca de Marsella, donde fundó dos
monasterios. En sus dos obras principales, tituladas Instituciones y Colaciones –es decir,
Conferencias–, recogió la sabiduría monástica de los diversos países en que vivió. Más
tarde, Benito de Nursia conoció estas obras y las utilizó en su propia Regla. En este
sentido, Casiano representa un importante puente entre el monacato de los tres
continentes de África, Asia y Europa.

Tanto la vida eremítica como la monacal fueron consideradas itinerarios del alma,
aunque, como veremos, ambas podían implicar también considerable peregrinaje físico.
Las peregrinaciones eran a la vez parecidas y diferentes: itinerarios en dirección a un
lugar particular que suscitaba devoción y enriquecía el alma. La Pax Constantiniana
posibilitó, o facilitó, los desplazamientos necesarios, así como las devociones públicas
en los santuarios de peregrinación. El año 326, Helena, madre del emperador
Constantino, emprendió una peregrinación a Tierra Santa, donde mandó construir
iglesias en el monte de los Olivos y en Belén y, según una tradición posterior, descubrió
la cruz en la que Cristo había sido crucificado. A finales de ese mismo siglo, una mujer
piadosa, procedente probablemente de España o Francia y que habitualmente es
identificada como Egeria, hizo un largo peregrinaje de aproximadamente tres años de
duración que la llevó a Egipto, Tierra Santa, Edesa y Constantinopla. Esta mujer
procuraba asistir a las celebraciones litúrgicas de los lugares por donde pasaba, y las
abundantes observaciones que recogía sobre este y otros temas las dejó consignadas en
un libro fascinante, titulado Itinerario o Peregrinación de Egeria. En Roma, las iglesias
de San Pedro y San Pablo fueron importantes centros de peregrinación. Santuarios de
este tipo surgieron casi por doquier.

El arte religioso adquirió un carácter más público, aunque continuó siendo ampliamente
simbólico (es decir, no «realista»). Los mosaicos que cubrían el suelo en la capilla
doméstica descubierta en Hinton St. Mary, en Inglaterra, nos ofrecen un exquisito
ejemplo en el nivel familiar. Cristo está representado como un varón bien afeitado, con

56
las letras griegas ji (chi) y ro mayúsculas (X y P) detrás de él, y a sus lados sendas
granadas, símbolo de vida eterna. En el mismo mosaico está representada una escena de
la mitología pagana: Belerofonte sobre Pegaso matando a la Quimera, que parece aludir,
como las granadas, a la victoria de Cristo sobre la muerte. En conjunto la composición es
sofisticada y está bellamente ejecutada. Se conservan algunas obras de arte de las nuevas
iglesias construidas durante el siglo IV. En ellas Cristo continúa siendo representado
simbólicamente, sobre todo como maestro o pastor. Las representaciones de Cristo
crucificado y los crucifijos no se popularizan hasta más tarde, concretamente hasta el
siglo VII.

Los concilios de Nicea y Constantinopla revelan la viveza del debate teológico durante
el siglo IV. Entre los teólogos, Atanasio, que fue obispo de Alejandría del 328 al 373,
defendió incansablemente el credo de Nicea y fue el teólogo africano de más peso del
siglo IV. Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla del 398 al 407, el año de su muerte,
fue famoso como predicador –de ahí que le pusieran el sobrenombre de Crisóstomo, es
decir, «boca de oro»– y sus sermones se anotaban y circulaban en manuscritos. Versaban
principalmente sobre la instrucción y la reforma moral de la sociedad cristiana e incluían
comentarios de diversos libros de la Sagrada Escritura: el Génesis, los Salmos, Isaías,
Mateo, Juan, los Hechos de los Apóstoles y las cartas de Pablo. Su obra temprana Sobre
el sacerdocio es una cuidadosa descripción de las responsabilidades del ministerio
cristiano. Siempre combativo, Crisóstomo se creó muchos enemigos y murió en el exilio.
Pronto fue considerado un santo. A Basilio «el Grande», su hermano menor Gregorio de
Nisa y el contemporáneo de ambos Gregorio de Nacianzo se les llama «Padres
Capadocios», porque los tres nacieron en Capadocia. Brillantes filósofos y teólogos, los
tres desempeñaron un papel crucial en la defensa del credo de Nicea y en la fijación de la
ortodoxia cristiana. En sus escritos los tres hicieron amplias y profundas aportaciones a
diversas áreas de la teología y la espiritualidad. También de origen oriental, aunque no
escribieron en griego sino en siriaco, fueron Afrates, cuya obra incluye tratados sobre
ascetismo y una visión general de la fe cristiana, y Efrén, que destacó sobre todo como
comentarista de la Biblia y autor de himnos litúrgicos. Ambos habían nacido y vivido
fuera del Imperio romano, en Persia, aunque más tarde Efrén se estableció en Edesa,

57
dentro del Imperio. De Agustín de Hipona (354-430), el gigante de la teología
occidental, hablaré en el próximo capítulo.
¿En qué medida se interesaban los fieles cristianos por la teología? Un famoso
comentario de Gregorio de Nisa sugiere que el interés por la teología no era exclusivo de
los teólogos, sino que era compartido por muchos cristianos. Con ocasión de una visita a
Constantinopla poco después de que en la ciudad se hubiese celebrado el concilio del
año 381, Gregorio observó –no sin cierta ironía– que cuando había ido a cambiar dinero,
o a comprar pan, o a visitar los baños públicos, el cambista de dinero, el panadero y el
encargado de los baños habían insistido en discutir con él la doctrina de la Trinidad y las
relaciones existentes entre las tres Personas divinas, antes de satisfacer sus necesidades
materiales (Migne, PG, 46, col. 557). Se reconocía que la doctrina implicaba cuestiones
cruciales para la vida cristiana y la inmortalidad, y no solo especulaciones teológicas
sobre la naturaleza de Dios.

Una pregunta final: el tratamiento favorable que recibió la Iglesia en el siglo IV


¿benefició realmente a la cristiandad? Eusebio de Cesarea, amigo de Constantino e
influyente historiador de la Iglesia, que logró imponer su punto de vista en la
interpretación de la época, confiaba en que el cambio sería para mejor. Otros no estaban
tan seguros. De hecho, los cánones del primer concilio de Nicea sugieren que la libertad
trajo consigo beneficios, pero también dificultades y tentaciones.

58
2.
Temprana Edad Media: 400-1054

Durante este largo periodo el cristianismo experimentó una notable expansión,


principalmente por la conversión de las tribus que habían invadido el Imperio romano y,
más tarde, por el avance de la evangelización del centro y del norte de Europa. Sin
embargo, la contracción fue mayor que la expansión, debido principalmente a que tanto
el norte de África como el occidente de Asia se convirtieron al islam. Tendemos a ver el
cristianismo como un fenómeno en estado de constante expansión; de ahí que nos
convenga recordar este largo periodo de contracción generalizada, que se prolongó hasta
el año 1500, y analizar las posibles causas de esa situación.
Los apartados 1 y 2 de este capítulo estudian más de cerca el fenómeno de la
expansión y la contracción. El apartado 3 estudia los concilios ecuménicos del periodo.
Cuatro de ellos –Éfeso, Calcedonia, Constantinopolitano II y III– fueron cruciales para el
desarrollo de la enseñanza de la Iglesia sobre la humanidad y la divinidad de Cristo,
mientras que el concilio II de Nicea salió en defensa del arte religioso. En conjunto,
estos concilios se han situado en el corazón mismo de la Tradición eclesiástica. El
apartado 4 hace un repaso de los teólogos más importantes de la época, muchos de los
cuales asistieron a los concilios ecuménicos o influyeron en ellos. El cisma del año 1054,
que dividió a la cristiandad en dos Iglesias, la católica y la ortodoxa, y los
acontecimientos que desembocaron en esa ruptura se tratan en el apartado 5. En el
apartado 6 se resumen los principales acontecimientos institucionales, y en el 7 se
resume el tema de la religión popular.
La Edad Media recibió ese nombre porque los historiadores consideraron que esos
siglos habían transcurrido «en medio» del mundo «antiguo», representado por Grecia y
Roma, y el mundo «nuevo», que había iniciado su andadura en el siglo XVI.

59
1. Expansión
Las tribus que desde poco antes del año 400 empezaron a invadir la parte occidental del
Imperio romano se fueron convirtiendo, gradualmente –pero sin excepción–, al
cristianismo. Estas conversiones produjeron una verdadera convulsión en la historia
europea, o más exactamente en la historia mundial. De ellas nació una Europa que no
solo se mantuvo fundamentalmente cristiana hasta bien entrado el siglo XX, sino que
durante siglos, por turno, se convertiría en centro neurálgico del cristianismo en el
mundo. Los pueblos recién llegados fueron calificados de «bárbaros», nombre que
todavía hoy se sigue utilizando a menudo; nótese, sin embargo, que esta palabra no
deriva del término latino barba, sino de bárbaroi, término inventado por los griegos para
referirse al balbuceo de los extranjeros, que, según ellos, solo eran capaces de articular
sonidos como «bar-bar». Aunque con ciertas dudas, por razones de simple conveniencia,
en este libro continuaré hablando de «bárbaros».
Curiosamente, el motivo exacto por el que estas tribus se convirtieron al
cristianismo continúa siendo un misterio. En cualquier caso, tres factores parecen haber
sido decisivos para que se produjese este cambio. Primero: el ejemplo en esta vida y la
promesa de vida eterna que Cristo nos ofreció. Casi todas las religiones del mundo
mediterráneo que hoy conocemos –p. ej., el mitraísmo o los numerosos cultos religiosos
egipcios– contenían una determinada promesa de vida futura. Ahora bien, el cristianismo
parecía prometer la vida eterna de una forma más plena y coherente. A esta promesa hay
que añadir el ejemplo de la propia vida de Cristo y la naturaleza violenta de su muerte.
Para personas que vivían en un mundo violento y precario, el cristianismo parecía
ofrecer el relato más satisfactorio de la vida presente, con sus alegrías y sus penas, y una
sorprendente esperanza de vida futura. Es importante tomar en serio esta motivación
religiosa.
Segundo: el nexo percibido entre el cristianismo y el Imperio romano. Aquí la
motivación puede parecer desconcertante. Normalmente, los invasores que conquistan
un país tratan de imponer su propia religión al país conquistado. Con las tribus que
invadieron el Imperio romano sucedió, en cambio, lo contrario. Los invasores abrazaron

60
la religión dominante del pueblo que ellos habían conquistado. Una clave para
comprender este giro inesperado parece haber sido la admiración que los invasores
sentían por el estilo de vida del Imperio romano, uno de cuyos componentes era el
cristianismo como religión oficial. Los invasores no pretendían destruir el Imperio
romano –aunque, de hecho, la invasión estuvo acompañada de mucha destrucción–, sino
más bien incorporarse a él, y, por tanto, abrazar el cristianismo. Un detalle revelador de
la popularidad de que gozaba el Imperio romano en sus colonias nos lo ofrece Beda
(673-735), en su Historia eclesiástica del pueblo de los anglos, 1.11-12. Según él cuenta,
cuando el gobernador romano anunció la retirada de sus tropas de Gran Bretaña para
defender Roma de los invasores bárbaros, los británicos suplicaron a los romanos que
permaneciesen donde estaban.
Tercero: los contactos anteriores entre las tribus bárbaras y el cristianismo. Las
fronteras del Imperio romano en Occidente no eran infranqueables; había contactos en
ambas direcciones. En particular, muchos jóvenes del este del Rin servían como
soldados mercenarios en los ejércitos romanos. Algunos de ellos se convirtieron al
cristianismo, la mayor parte se familiarizarían con el cristianismo, y muchos –de entre
los cuales, presumiblemente, algunos ya eran cristianos– volvían a sus lugares de origen
una vez concluido el servicio militar. Estas fronteras las cruzaban, además, los
comerciantes y otras personas. Todos estos contactos, variados pero escasamente
documentados, sirvieron para preparar de antemano las conversiones en masa de los
invasores.

La primera incursión importante de pueblos procedentes del exterior la sufrió la mitad


oriental del Imperio, no la mitad occidental. El hecho desencadenante fue el movimiento
de los hunos, que de Asia Central se desplazaron hacia Europa Oriental durante los
primeros años de la década del 370. A consecuencia de este movimiento, los hunos
presionaron a los godos, que vivían cerca del mar Negro. Los visigodos, una rama de los
godos, decidieron entonces desplazarse hacia el sur. Cruzaron la frontera del imperio el
año 376 y dos años más tarde su ejército infligió una aplastante derrota al ejército
romano en Adrianópolis. Valente, a la sazón emperador romano-oriental, murió en la
batalla. Sin embargo, en lugar de atacar Constantinopla, que se encontraba cerca, los
visigodos se encaminaron hacia el oeste, para terminar estableciéndose finalmente en

61
España. El Imperio oriental quedó a salvo y la presión pasó entonces a la parte
occidental. Desde comienzos del siglo V diversas tribus cruzaron esta última frontera y
se establecieron en el interior del Imperio: los ostrogodos y lombardos se dirigieron al
norte de Italia; los hunos se asentaron en Hungría; los vándalos cruzaron Francia, España
y finalmente alcanzaron el norte de África; los suevos escogieron el noroeste de España;
los francos penetraron en la Galia, que con el tiempo se llamaría Francia; anglos, sajones
y juntos se instalaron en Gran Bretaña.
Entre los siglos V y VII, cada una de las tribus que se habían ido estableciendo en
territorios del antiguo Imperio romano fue convirtiéndose al cristianismo. Al mismo
tiempo, la fe cristiana había sobrevivido entre la población indígena de dichos territorios,
aunque con distinto éxito y con marcos institucionales muy diferentes. Las situaciones
eran complejas y variadas desde el punto de vista geográfico, pero por todas partes y
gradualmente lo viejo y lo nuevo se estaban mezclando: la Iglesia de los primeros cuatro
siglos asimilaba la fresca energía y creatividad de los pueblos recién convertidos.
Muchas de las tribus se convirtieron primero a una forma arriana de cristianismo, y
ello a pesar de que el arrianismo se había difuminado en Oriente a finales del siglo IV.
La doctrina que presentaba a Cristo como Dios, pero subordinado al Padre, les sonaba
bien a los recién llegados a Occidente. El primer rey tribal de gran importancia que se
convirtió al cristianismo ortodoxo fue Clodoveo, rey de los francos. En su conversión
influyó decisivamente la actitud de su mujer cristiana, la reina Clotilde. Como fecha
tradicional de su bautismo se señala el año 496, que tal vez podría retrasarse unos años.
Gracias a su enérgico gobierno, a sus éxitos militares y a su alianza con los obispos
católicos y otras autoridades eclesiásticas, Clodoveo dio un gran impulso al
establecimiento del cristianismo como religión oficial de la Francia moderna. Nuestro
conocimiento de la evangelización de Francia durante su reinado y a lo largo de todo el
siglo siguiente se apoya principalmente en la Historia Francorum (Historia de los
francos) de Gregorio de Tours (538-594).
En España, los acontecimientos decisivos tuvieron lugar durante el reinado de
Recaredo, que fue rey de los visigodos del 596 al 601. El país había quedado dividido
entre cristianos ortodoxos, descendientes de la población autóctona, y cristianos arrianos,
que formaban parte de la tribu de los visigodos invasores. Recaredo se bautizó como
cristiano ortodoxo el año 587 y dos años más tarde el tercer concilio nacional de Toledo

62
lo confirmó como tal. Este concilio fue el primero que introdujo el término Filioque («y
del Hijo») en la versión latina del credo niceno –así, en lugar de «Y en el Espíritu
Santo..., que procede del Padre», se pasó a decir «que procede del Padre y del Hijo»–,
con el fin de subrayar la plena divinidad del Hijo dentro de la Trinidad, y de esa manera
salir al paso de un arrianismo ya en franca decadencia. El bautismo de Recaredo y el
Concilio de Toledo lograron la unificación religiosa de la península ibérica,
convirtiéndose así en punto de partida de un notable renacimiento religioso que se
prolongó hasta que, a principios del siglo VIII, se produjo la invasión musulmana del
país. Coinciden en esta época una serie de hechos dignos de mención: la celebración de
varios concilios eclesiásticos nacionales en Toledo, la consolidación de la liturgia
mozárabe, el desarrollo del derecho canónico con la llamada «Colección canónica
hispana». También floreció el monaquismo. El sabio más notable de la Iglesia española
fue Isidoro de Sevilla (560-636), que se esforzó por transmitir a los cristianos medievales
el saber anterior y las tradiciones de la Iglesia.
Bretaña –o Inglaterra, el país de los anglos, como entonces empezó a ser llamada–
es el país de cuya re-conversión estamos mejor informados, gracias sobre todo a la
Historia eclesiástica de Beda. La obra narra la misión de Agustín y sus compañeros, que
fueron enviados desde Roma por el papa Gregorio para evangelizar el país. De camino,
«empezaron a sopesar la idea de volverse a casa, en lugar de viajar a una nación bárbara,
feroz e incrédula cuyo lenguaje ni siquiera comprendían» (1,23). Pero perseveraron y el
año 597 alcanzaron su destino. El trabajo de evangelización comenzó en Kent, uno de
los siete reinos («heptarquía») en que entonces estaba dividido el territorio de Inglaterra,
y a finales del siglo VII todo el país había recibido el cristianismo. Beda pone de relieve
el papel de los misioneros de Roma: Agustín y sus compañeros y otros, especialmente
Teodoro de Tarso, que, siendo originario de la ciudad grecohablante de Tarso, en el sur
de Turquía, se había hecho monje en Roma, donde el papa Vitaliano lo había consagrado
arzobispo de Canterbury el año 668. Teodoro ocupó esta sede hasta su muerte, el año
690, y su mandato correspondió a un importante período de desarrollo de la Iglesia de
Inglaterra. En Beda está subyacente la tesis de que Inglaterra estaba volviendo al Imperio
romano, contribuyendo de hecho, por su aceptación de la religión de Roma, a resucitar el
Imperio. Se nos da poca información sobre la supervivencia del cristianismo entre la
población nativa bretona, o sobre el atractivo del paganismo, aunque tenemos motivos

63
para pensar que ambos factores fueron más importantes de lo que Beda da a entender.
Beda menciona otros dos grupos de misioneros, uno de ellos procedente de Francia y el
otro del mundo céltico, principalmente de Irlanda.

El relato sofisticado y brillantemente escrito de Beda, con sus gráficas


descripciones de acontecimientos y personalidades, era idealmente apropiado para una
lectura en voz alta frente a un grupo de oyentes –ya fuera en una corte real (Beda
pensaría especialmente en la corte del rey de Northumbria), en un monasterio o en
reuniones sociales, durante las comidas o en otros momentos–, como era práctica normal
en aquel tiempo. El libro, destinado a ser una obra de evangelización y edificación,
influyó en las actitudes de los cristianos en Inglaterra y en otros lugares a lo largo de
toda la Edad Media. Beda describe con gran sensibilidad el papel de las mujeres. Varios
reyes, concretamente Etelberto de Kent el año 597 y Edwin de Northumbria el año 627,
se convirtieron al cristianismo, en parte, por estar casados con mujeres cristianas; la
abadesa Hilda de Whitby gobernó un monasterio que, además de acoger a varones y a
mujeres, llegó a ser un famoso centro de estudios, en el que se celebró, entre otros
acontecimientos, el sínodo de Whitby del año 664. Las fuentes nos permiten hacernos
una idea del papel religioso atribuido a las mujeres tanto en la familia como fuera de
ella. Beda valora positivamente el celo y el saber de los misioneros irlandeses, y más aún
el buen orden y los vínculos de los misioneros romanos con el papado. Él tenía sus
intereses, incluso sus prejuicios, pero su obra es una historia notablemente informativa.
Según todas las apariencias, el arrianismo no representaba problema alguno en el país. El
sínodo de Whitby decidió la discutida cuestión de la fecha de la Pascua, lo que
contribuyó a que entre los diversos grupos misioneros reinase la calma. Pronto Inglaterra
se convirtió en exportadora del cristianismo, en una fuerza motriz para la expansión
misionera en el exterior.

Mucho antes de que Agustín llegase a Inglaterra habían abrazado el cristianismo Irlanda
y Escocia. Ambos países habían permanecido fuera del Imperio romano. El gran
misionero de Irlanda fue Patricio (c. 400-460), aunque existen pruebas de una presencia
cristiana anterior en el país. Próspero de Aquitania afirma que el papa Celestino (422-
432) envió a Paladio como «primer obispo de los creyentes irlandeses en Cristo».
Patricio resumió su propia vida sobre todo en su Confesión autobiográfica. Su padre era

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funcionario local en el noroeste de Inglaterra y al mismo tiempo diácono. A la edad de
dieciséis años, Patricio fue capturado por unos piratas irlandeses, que lo trasladaron a
algún lugar de Irlanda, donde durante seis años tuvo que dedicarse a cuidar animales.
Finalmente logró huir y alcanzar de nuevo Inglaterra, donde se formó para ejercer el
ministerio cristiano, siendo nombrado «obispo en Irlanda». Patricio pasó el resto de su
vida en este último país, donde llevó a cabo una enorme tarea como predicador
evangélico y organizador de la Iglesia.
En Irlanda el cristianismo mantuvo una línea de actuación dinámica durante el
siglo VI. Uno de sus rasgos sobresalientes fue la vida monástica, y muchos monjes se
hicieron a su vez misioneros. Columba (521-597) navegó desde Irlanda «como un
peregrino de Cristo», al decir de su biógrafo, Adomnán, y fundó un monasterio en la isla
escocesa de Iona. Más tarde fundó otros monasterios e iglesias tanto en Escocia como en
Irlanda. Emparentado él mismo con la casa real irlandesa, conservó siempre buenas
relaciones con los reyes y otras autoridades. Según Beda, él convirtió al cristianismo al
rey Bridei de los pictos del norte de Escocia. Columbano († 615) fue un monje irlandés,
cuyos viajes lo llevaron más lejos aún. Una de sus ideas preferidas era que la vida
cristiana era una peregrinación ininterrumpida. Primeramente vivió como monje en
Bangor, en Gales; posteriormente fundó varios monasterios de estricta observancia en
Francia; finalmente se estableció con sus compañeros en Bobbio, en el norte de Italia.
Entre las mujeres, fue venerada especialmente santa Brígida. Han llegado hasta nosotros
dos antiguas vidas de Brígida en latín y una en irlandés antiguo, aunque los detalles de
su biografía no son fáciles de desenmarañar.

Los monjes irlandeses desarrollaron el penitencial como código de disciplina


monástica. En él a cada falta o pecado se le asigna la penitencia correspondiente. El uso
de los distintos códigos escritos se aplicó enseguida a los laicos. Muchas de las
penitencias eran crueles. El penitencial representó una etapa intermedia importante en el
desarrollo de la penitencia cristiana, sustituyendo a la penitencia pública de los primeros
siglos cristianos y luego dando paso al sacramento de la confesión.
En Escocia, la actividad de Columba se centró en los pictos del norte.
Anteriormente, en fechas debatidas, pero en cualquier caso probablemente durante el
siglo V, Niniano, que era natural de Inglaterra, había evangelizado a los pictos del sur.
Beda lo describió como un obispo «que había recibido instrucción ortodoxa en Roma» y

65
que construyó una iglesia de piedra en un lugar denominado «Ad Candidam Casam» –
que podría identificarse con Whithorn–, donde fue enterrado. Su tumba se convirtió en
lugar de peregrinación durante la Edad Media. Así pues, al menos algunas zonas de
Escocia fueron cristianizadas mucho antes de la llegada de Agustín a Inglaterra.
El mundo céltico de Irlanda, Escocia, Gales y parte del oeste de Inglaterra han
tenido una historia bastante parecida en lo que a etnicidad y cristianismo se refiere.
Abundaron los intercambios de personas e ideas. El mar de Irlanda proporcionó los
medios básicos de transporte y comunicación; de ahí que con razón haya recibido el
nombre de «Mediterráneo céltico».

A partir del último cuarto del siglo VII, Inglaterra y Francia se convirtieron en
importantes fuentes de actividad misionera en aquellas partes de Europa que no habían
llegado a formar parte del antiguo Imperio romano. El misionero más destacado en esos
territorios fue Bonifacio (675-754), al que todavía hoy se venera como patrono de
Alemania. Nacido en Devon, entró muy joven en el monasterio de Nursling, cerca de
Southampton, donde fue ordenado sacerdote y se formó como hombre de amplia cultura.
Cuando tenía aproximadamente cuarenta años emprendió la que sería su admirable
carrera de misionero. Se dirigió en primer lugar a Frisia, en los Países Bajos, pero,
viendo que la situación no le era propicia, se dirigió a Germania, donde muy pronto
destacó como misionero predicador y profesor. El año 722 viajó a Roma, donde el papa
Gregorio II lo consagró obispo para toda la zona de Germania. Bonifacio demostró
poseer una increíble capacidad organizadora, pero además fue una persona amistosa y
leal. El trazado de las diócesis que él diseñó en Germania sigue en buena parte vigente
hoy día. Directamente o a través de sus discípulos, intervino en la fundación de
numerosos monasterios. En una famosa carta que dirigió a los ingleses, les pidió que
rezaran y le ayudaran en la conversión de quienes «comparten con vosotros la misma
sangre y huesos». De hecho, los cristianos ingleses apoyaron la obra de Bonifacio con
hombres y mujeres –muchos de ellos se hicieron monjes o monjas, y algunos accedieron
al episcopado, en Germania–, así como con libros y obsequios litúrgicos y de otros tipos.
Bonifacio podía ser inflexible. En una etapa temprana de su trabajo misionero en
Germania, su decisión de talar una encina –o roble– consagrada al dios Thor (Donar),
situada en la aldea de Geismar, con el consiguiente sentimiento de liberación para los

66
habitantes de la zona, hizo que muchos se convirtieran al cristianismo. Bonifacio
mantuvo estrecho contacto con los papas de la época, que apoyaron sus esfuerzos.
Gregorio III lo nombró arzobispo el año 732, con poder para consagrar obispos en toda
Germania. El año 738 visitó de nuevo Roma, donde se le juntaron nuevos compañeros
dispuestos a colaborar con él en la misión de Germania: romanos, francos y bávaros, así
como los hermanos ingleses Winebaldo y Willibaldo. Procuró mantener buenas
relaciones con las autoridades seculares, convencido de que el apoyo de estas últimas era
decisivo para el trabajo de evangelización. Durante cierto tiempo, con el asentimiento de
los mayordomos de palacio Carlos Martel y Carlomán y del rey Pipino el Breve, se
interesó por la situación de Francia, donde presidió una serie de concilios de reforma en
la década del 740. Al envejecer, Bonifacio tuvo la sabiduría y la humildad de compartir
responsabilidades con otras personas. Volvió como misionero a Frisia, donde fue
martirizado por un grupo de paganos a orillas del río Borne, cerca de Dokkum. Su
cuerpo fue recuperado y enterrado en el monasterio de Fulda, donde su tumba sigue
siendo venerada hoy día. Bonifacio ha sido tal vez el inglés que mayor influencia ha
ejercido en la historia de Europa.
Willibrordo (658-730) era natural de Northumbria, en el norte de Inglaterra. El año
690, él y doce compañeros se fueron como misioneros a los Países Bajos. Trabajó allí, en
Luxemburgo y en Dinamarca el resto de su vida. Nombrado arzobispo por el papa
Sergio, fijó su sede en la ciudad de Utrecht, que todavía hoy sigue siendo la sede
primada de los Países Bajos. Willibrordo mantuvo estrechas relaciones con los sucesivos
papas. De hecho, él y Bonifacio, junto con Agustín y sus compañeros en Inglaterra,
fueron instrumentos clave en la difusión de la autoridad papal al norte de los Alpes
durante la Temprana Edad Media. Sus relaciones fueron también excelentes con Pipino,
el rey de Francia que había extendido su gobierno hasta incluir las tierras de Frisia.
Murió y fue enterrado en el monasterio de Echternach, en Luxemburgo, que él mismo
había fundado. Willibrordo es el santo patrono de los Países Bajos y de Luxemburgo, en
reconocimiento de su decisiva contribución a la evangelización de ambos países.
Óscar (801-865), el «apóstol del norte», nació en Picardía, en el norte de Francia, y
se hizo monje en la cercana abadía de Corbie. Como Bonifacio, dejó el monasterio para
trabajar como misionero. Se dirigió en primer lugar a Westfalia, en Germania.
Posteriormente, el rey Harald de Dinamarca, que había abrazado la fe cristiana durante

67
su exilio en Picardía, invitó a Óscar a ir a Dinamarca para evangelizar el país. Sin
embargo, encontró mucha oposición y se marchó a Suecia, donde construyó la primera
iglesia cristiana. El papa Gregorio IV lo nombró obispo de Hamburgo en torno al año
832. Tras el saqueo de la ciudad por los vikingos el año 845, el papa Nicolás I lo nombró
arzobispo de Hamburgo y Brema, otorgándole además amplia autoridad sobre
Dinamarca, Noruega y Suecia. El año 854, Óscar volvió a Dinamarca y contribuyó a la
conversión del rey Erik de Jutlandia. Austero y dado a la oración, Óscar impulsó la
educación fundando diversas escuelas y fue famoso como predicador. Destacó
especialmente por su caridad hacia los pobres y trató de mitigar los males del comercio
de esclavos, que era ampliamente practicado entre los vikingos.
Gran parte del trabajo de Óscar se perdió tras su muerte, y el paganismo volvió a
ganar terreno. Sin embargo, entre finales del siglo X y mediados del XI tuvo lugar una
segunda evangelización, esta vez con resultados duraderos. La conversión de Noruega se
gestó durante el reinado del rey Olaf (1016-1028). Él mismo había sido bautizado en
Francia y posteriormente fue nombrado rey de Noruega. Durante su reinado se esforzó
por promover el cristianismo, aunque finalmente fue expulsado del país por sus rudas
maneras; murió luchando el año 1030. Sin embargo, poco después fue proclamado santo
y Noruega permaneció cristiana. El cristianismo alcanzó Islandia y Groenlandia durante
los siglos X-XI, y el Althing (asamblea nacional) de Islandia aceptó formalmente el
cristianismo el año 999/1000.
Polonia aceptó el cristianismo durante el siglo X. El príncipe Mieczyslaw,
gobernador del país, fue bautizado el año 966 y Gniezno fue designada sede arzobispal
el año 1000. Sin embargo, la confirmación del cristianismo en Polonia llevó su tiempo: a
principios del siglo XI se produjeron fuertes estallidos anticristianos, durante los cuales
fueron martirizados muchos creyentes.
Gran parte de Hungría había formado parte del Imperio romano, con el nombre de
provincia de Panonia, lo que tal vez explique el hecho de que recibiese el cristianismo en
fecha temprana, aunque aparentemente con resultados poco duraderos. Durante los siglos
IX y X llegaron a Hungría algunos misioneros, pero los acontecimientos cruciales no se
produjeron hasta la llegada del rey Esteban. Este se hizo cristiano el año 985 y al acceder
al trono de Hungría el año 997 se propuso cristianizar el país. Gran defensor del papado,
Esteban recibió la corona real del papa Silvestre II el año 1001. Dividió el país en diez

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diócesis y una archidiócesis, la de Esztergom, que hoy día continúa siendo (junto con
Budapest) la sede primada del país.

Más al sur, en las fronteras que separan a las Iglesias de Roma y Constantinopla,
trabajaron los hermanos Cirilo (826-869) y Metodio (815-885), «apóstoles de los
eslavos». Tuvieron que enfrentarse con las pretensiones de Roma y Constantinopla, ya
que ambas creían tener jurisdicción sobre la obra misionera que se realizase en la región,
pero ya en vida ambos hermanos terminaron siendo muy respetados, y posteriormente
honrados como santos, en ambas Iglesias. La contribución más notable de Cirilo fue la
invención de la escritura «glagolítica», que sirvió para que las lenguas eslavas pasasen
del lenguaje oral al lenguaje escrito. Cirilo consiguió utilizar esta nueva escritura para
redactar obras sobre la Sagrada Escritura y textos litúrgicos. Tras la muerte de su
hermano, el papa nombró a Metodio arzobispo de Sirmio, en Serbia.
Bulgaria había formado parte del Imperio romano, y por ese motivo había recibido
el cristianismo en fecha temprana. La recristianización del país empezó bajo el príncipe
Boris, que fue bautizado el año 864/5. Trabajaron en el país misioneros bizantinos y
alemanes, pero finalmente Boris optó por ponerse al lado de Constantinopla. Clemente
de Ochrid († 916) fue un notable evangelizador. El cristianismo floreció durante el
reinado del zar Simeón (893-927) y la Iglesia búlgara fue declarada patriarcado. Como
Bulgaria, también Rusia se puso del lado de Constantinopla cuando el año 1054 se
produjo el cisma entre las Iglesias oriental y occidental. Los misioneros cristianos
predicaron ampliamente en Rusia durante los siglos IX y X. Hacia el año 988 recibió el
bautismo el príncipe Vladimir, que declaró el cristianismo religión oficial de sus
dominios. Las relaciones institucionales se establecieron principalmente con
Constantinopla, pero la influencia del monte Athos fue muy importante por lo que al
monaquismo se refiere. En cualquier caso, la Iglesia rusa rápidamente desarrolló su
propia singularidad y dinamismo.
En África, Nubia se encuentra situada entre Etiopía, que había sido evangelizada
por Frumencio en el siglo IV, y Egipto. Durante el siglo VI llegaron a Nubia misioneros
de Constantinopla y Alejandría. Los vínculos con Alejandría fueron más fuertes y Nubia
siguió a la Iglesia egipcia en el cisma que la separó tanto de Roma como de
Constantinopla. A partir del reinado del rey Mercurio (697-710), el cristianismo

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experimentó en Nubia una edad de oro que se prolongó hasta comienzos del siglo XIII,
cuando se impuso la influencia musulmana.

Concluyo aquí este breve informe sobre la expansión del cristianismo. La información
de que disponemos nos habla principalmente de los cambios institucionales y de los
grandes santos y misioneros de la época. No obstante, estamos bastante bien informados
sobre el cristianismo popular, sobre la motivación y la práctica religiosas por parte de la
amplia mayoría de cristianos. Esta información nos ha llegado, en primer lugar, a través
de algunos de los libros de historia de autores de la época, entre los que destacan Beda y
Gregorio de Tours; y en segundo lugar, gracias a los indicios y perspectivas que nos
ofrecen otros documentos de aquel tiempo que hoy conocemos. En conjunto, se trata de
una extraordinaria historia de éxitos. Casi todos los países de Europa Occidental y
Central se mantuvieron en la órbita del cristianismo o fueron atraídos a ella. En general,
parece que se alcanzó un aceptable equilibrio entre la exposición de los desafíos del
Evangelio y el respeto a las personalidades y circunstancias de los individuos y los
pueblos. Evangelización e inculturación funcionaron armónicamente. Llama la atención
el escaso número de misioneros que fueron martirizados, lo que indica que tanto ellos
como su actividad eran bien valorados. Ciertamente, los resultados de su acción fueron
profundos y muy duraderos.

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2. Contracción
A la vez que se expandía, el cristianismo experimentó un movimiento aún mayor de
contracción, que continuó hasta comienzos del siglo XV. En Europa Occidental, la
contracción tuvo como principal teatro España. A comienzos del siglo VIII cruzaron
desde África ejércitos musulmanes que en poco tiempo ocuparon no solo el sur sino la
mayor parte de la península ibérica (incluido Portugal). Durante algún tiempo, las únicas
zonas que escaparon a esta conquista fueron algunas regiones montañosas y costeras del
norte. El cristianismo fue generalmente tolerado en los territorios ocupados, aunque de
vez en cuando se produjeron episodios de persecución, como en Córdoba a mediados del
siglo IX. El avance musulmán traspasó los Pirineos y penetró en Francia, aunque por
breve tiempo, porque la victoria del ejército cristiano, dirigido por Carlos Martel, en la
batalla de Tours/Poitiers (la batalla se produjo en algún lugar situado entre estas dos
ciudades, pero desconocemos su ubicación exacta) del año 732 fue decisiva. El avance
musulmán quedó frenado y Francia no volvió a verse seriamente amenazada. A
mediados del siglo XI la reconquista cristiana de España estaba en marcha en el norte,
aunque más de la mitad del país continuaba bajo control musulmán. Las experiencias de
la ocupación musulmana y la reconquista son fundamentales para comprender la historia
del cristianismo en la península ibérica. Sin embargo, la convivencia y el
enriquecimiento mutuo en el arte, la vida intelectual y muchos otros campos deberían
tenerse también en cuenta, junto con las tensiones y el conflicto.

En África del Norte, el avance musulmán fue rápido. Mahoma murió el año 632 y, antes
de que se hubiese cumplido una década de su desaparición, sus partidarios se habían
apoderado de la capital, Alejandría, y a finales del siglo VII toda la región costera de
África del Norte estaba bajo control musulmán. Aunque durante algún tiempo los
cristianos continuaron siendo mayoría, gradualmente el equilibrio numérico cambió, de
manera que a finales de la Edad Media la inmensa mayoría de la población era
musulmana. En Egipto y Nubia se conservó un alto índice de población cristiana,
perteneciente a la Iglesia copta, que se había independizado tanto de Roma como de
Constantinopla. Más al sur, en Etiopía, esta misma Iglesia copta logró mantener el vigor

71
de su vida religiosa durante toda la Edad Media. Ello se debió en parte a la especial
promesa que Mahoma había hecho de salir en defensa de los cristianos de la zona, por la
protección que estos habían ofrecido a los seguidores de Mahoma que se habían
refugiado durante algún tiempo entre ellos.
Si tenemos en cuenta el vigor del cristianismo de África del Norte durante los
primeros cinco siglos, llama de alguna manera la atención la posterior conversión al
islam de los habitantes de esa zona. La conversión resultó ser duradera y constituye uno
de los grandes cambios de rumbo en la historia de la Iglesia, o mejor, de la historia del
mundo. Varios factores ayudan a explicar hasta cierto punto este cambio. Parece que el
cristianismo en África del Norte alcanzó su apogeo durante el siglo IV y comienzos del
siglo V. A partir de entonces surgieron serios problemas que debilitaron la Iglesia ya
bastante antes del comienzo de la invasión musulmana. Tras el éxito de la Iglesia de
Alejandría en los concilios de Nicea (325) y Éfeso (431), esta comunidad cristiana vivió
la humillación de su Iglesia en el concilio de Calcedonia (451), cuando Dióscoro, obispo
de Alejandría, condenado por herejía y conducta irregular, fue depuesto de su sede. Más
al oeste, los invasores vándalos se plantaron ante las puertas de Hipona cuando san
Agustín estaba moribundo y poco después completaron su conquista del noroeste de la
zona costera de África. Los vándalos se convirtieron al cristianismo, pero según una
versión arriana del mismo, y los países que conquistaron no recuperaron nunca la energía
y el esplendor cristianos de sus orígenes. Dentro de las Iglesias de África del Norte
había, además, muchas divisiones. Existían comunidades de arrianos, melecianos,
donatistas, monofisitas, montanistas, gnósticos y otros muchos pequeños grupos
disidentes. La Iglesia de África del Norte era muy dinámica, pero este dinamismo iba
acompañado de cierto desinterés por la unidad de la Iglesia, de manera que los invasores
musulmanes se enfrentaron a comunidades divididas, más que a una comunidad cristiana
unida.
Otro factor crucial fue que los habitantes de la península arábiga que primero se
convirtieron al islam eran vecinos de los egipcios. El gobierno bizantino en Egipto,
especialmente desde la época del enérgico emperador Justiniano (527-565), era percibido
de alguna manera como extranjero y duro. Estos factores contribuyeron a que los
invasores árabes se presentasen como liberadores amistosos, más que como
conquistadores. Además, en muchos aspectos el islam era cercano al cristianismo. Los

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musulmanes aceptaban el Antiguo Testamento, Cristo era respetado como gran profeta,
y María era honrada como madre de Jesús. A muchos cristianos el islam, más que una
nueva religión, les pareció una forma de cristianismo. Los nuevos gobernantes
musulmanes se mostraron generalmente tolerantes y bastante respetuosos con el
cristianismo. Aparte de todo esto, la conversión al islam llevaba consigo ciertas ventajas
materiales, como la exención de los impuestos que tenían que pagar los cristianos y otros
grupos religiosos no musulmanes, y mayores posibilidades de ascenso en la vida social y
política. A medida que los cristianos fueron quedando reducidos a una minoría, la vida
fue más difícil para ellos.

Se ha sugerido a veces que el cristianismo no se había integrado suficientemente en


la cultura del norte de África, y que su teología era demasiado elevada y abstracta,
mientras que, por el contrario, la teología más directa y sencilla del islam resultó más
fácil de asimilar. Por lo que a la teología se refiere, anteriormente he recordado la
observación de Gregorio de Nisa sobre el interés que despertaban en el pueblo los
debates sobre la Trinidad y la Encarnación en la Constantinopla de finales del siglo IV
(véase p. 39). Abunda la información que sugiere que el interés por los debates
teológicos era parecido entre los cristianos de África del Norte, especialmente en
ciudades como Alejandría, Cartago y la Hipona de san Agustín. Desde el punto de vista
de la inculturación, tal vez no le falte algo de verdad al razonamiento. Mientras que,
según parece, el cristianismo estuvo bien arraigado en el norte de África hasta
aproximadamente el año 450, a partir de esa fecha hubo cierto grado de alejamiento
cultural y religioso. Tras el Concilio de Calcedonia del año 431, la Iglesia egipcia se fue
separando gradualmente del resto de la Iglesia. La reafirmación del control bizantino
sobre el norte de África durante el reinado del emperador Justiniano, llevada a cabo
principalmente gracias a las campañas militares de Belisario, dio al cristianismo un
carácter más colonial y menos indígena. El griego y el latín, las dos lenguas oficiales
principales de la Iglesia del norte de África, procedían ambas de fuera del continente. Sin
embargo, no parece que la gente pusiese objeciones al uso de estas lenguas, ni antes ni
después del 450. Ambas lenguas se habían convertido en los principales vehículos de
comunicación para todo el mundo cristiano, por lo que pareció razonable que también en
África del Norte cumpliesen este cometido. La mayor parte de las lenguas locales,
incluido el bereber, no eran lenguas escritas, lo que suponía una nueva dificultad para

73
una utilización más amplia de las mismas. De todos modos, todavía necesitamos saber
más acerca del uso de las lenguas locales en la comunicación oral y la práctica del
cristianismo. Por otra parte, si bien es cierto que los nuevos gobernantes árabes se
preocuparon de poner en marcha ciertas medidas de inculturación, no sucedió lo mismo
en el caso de la lengua. El árabe, un idioma extranjero, se convirtió en lengua oficial de
los países conquistados de África del Norte, además de seguir siendo la lengua
irreemplazable del Corán.

En Asia el fenómeno de la contracción del cristianismo afectó a un área geográfica aún


mayor, aunque por lo que toca a las razones de este declive existieron muchos
paralelismos con el norte de África. En ambos continentes el cristianismo se topó en el
islam con un mensaje coherente y global, formulado en el Corán y en otros textos
escritos, que era proclamado por seguidores ardorosos y bien organizados. Los
musulmanes proclamaban asiduamente su fe, y los éxitos militares que cosechaban no
hacían sino confirmar su aplomo. En Asia, como en África del Norte, el cristianismo
estaba afectado por una serie de cismas –nestoriano, monofisita y otros– y el gobierno de
Constantinopla era considerado por muchos creyentes como extraño y duro. La
expansión del islam fue muy rápida. Los ejércitos musulmanes se apoderaron de
Jerusalén y Antioquía el año 638 y Constantinopla se vio amenazada varias veces ya en
fecha temprana. Posteriormente el Imperio bizantino reaccionó y su autoridad siguió
teniendo un alcance bastante amplio, extendiéndose hacia el este a través de la moderna
Turquía e incluso más allá, hasta el siglo XI. En las áreas conquistadas por los ejércitos
musulmanes, los cristianos gozaron de cierta libertad y durante varios siglos continuaron
siendo numerosos, incluso una mayoría de la población en algunos casos. Cuando el
número de musulmanes creció, para los cristianos la vida se volvió más difícil, y los
alicientes de la conversión al islam, más obvios.
Aunque la cristiandad oriental conservó su importancia durante toda la época
estudiada en este capítulo, el balance en cuanto a influencia y número de fieles fue cada
vez más favorable a Occidente a partir del año 600, aproximadamente.

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3. Concilios ecuménicos
Entre los siglos V y VIII se celebraron cinco concilios ecuménicos: Éfeso, año 431;
Calcedonia, año 451; Constantinopla II, año 553; Constantinopla III, años 680-1; Nicea
II, año 787. En conjunto, estos concilios contribuyeron a fondo a clarificar y desarrollar
la doctrina cristiana. En tanto que Nicea I y Constantinopla I habían enseñado sobre la
Trinidad, los siguientes cuatro concilios, de Éfeso a Constantinopla III, centraron su
atención en Jesucristo y en la relación existente entre su divinidad y su humanidad, o,
para decirlo con un término técnico de teología, en la «cristología». Nicea II condenó el
iconoclasmo: su enseñanza puede considerarse una aplicación de la enseñanza de los seis
primeros concilios al ámbito del arte religioso.

Éfeso

La preocupación inmediata del concilio de Éfeso giró en torno a un título de María:


Theotókos. Esta palabra griega significa «Madre de Dios» o «Generadora de Dios», y
está formada por dos términos griegos: Theós, que significa «Dios», y tókos,
«generadora». Por lo tanto, directamente la controversia era en torno a María, pero se
daba por sentado que el concilio debatía temas cristológicos.
Theotókos era un título popular dado a María en el ámbito de la Iglesia egipcia,
especialmente en Alejandría. Nestorio, discípulo de Teodoro de Mopsuestia, el aclamado
teólogo de Antioquía, fue nombrado obispo de Constantinopla el año 428 y casi
inmediatamente empezó a criticar este título atribuido a María. Según él, podía sugerir
que María era una diosa; sería, por tanto, preferible sustituirlo por el título de
Christotókos, «madre de Cristo». La controversia dejó de lado el título de Christotókos,
que es, sin duda, un título plenamente ortodoxo de María, y centró su atención en las
objeciones de Nestorio al uso de Theotókos. Cirilo, el enérgico obispo de Alejandría,
respondió a las críticas de Nestorio con una encendida defensa del título discutido.
Evidentemente, argumentó Cirilo, el título no significaba que María fuese una diosa –en
su crítica del título, Nestorio daba a entender que el cristianismo egipcio mantenía
posiciones demasiado cercanas a la antigua religión pagana egipcia, en que abundaban

75
los cultos femeninos y la veneración de diosas–, sino más bien que el hijo nacido de
María era verdadero Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, que se había
encarnado, y verdadero hijo de María.

Esta controversia podemos verla como expresión de la rivalidad entre las dos
grandes ciudades del Imperio de Oriente. Alejandría poseía ya una larga tradición como
ciudad importante y centro intelectual, pero el emperador Constantino había preferido
establecer su capital en Constantinopla. Y, lo que es más importante aún, la disputa
enfrentaba a las dos escuelas teológicas de Antioquía y Alejandría. Se trataba de una
disputa con profundas implicaciones para la piedad cristiana y la práctica del
cristianismo. La escuela alejandrina, siguiendo especialmente la tradición de Atanasio,
subrayaba la divinidad de Cristo, «Palabra de Dios hecha hombre» (Juan 1,14). Se ha
calificado esta postura de cristología «desde arriba», en el doble sentido de que Cristo
«descendió» de la Trinidad a la tierra y de que, por lo que al hombre se refiere, su papel
consiste en aceptar esta salvación que le es ofrecida «desde arriba». Los teólogos de la
escuela antioquena, encabezados por Teodoro y Nestorio, criticaban a los teólogos
alejandrinos por minimizar el papel de la humanidad de Cristo. Ellos sostenían que
Cristo no simplemente se había encarnado, sino que se había hecho hombre. En Cristo
conviven la humanidad y la divinidad, sin que esta última domine a la primera. Y,
consecuentemente, nuestra salvación procede más «de abajo», de nuestro seguimiento de
Cristo en su obediencia a la voluntad del Padre y en su aceptación de los juicios y de los
sufrimientos y alegrías de esta vida.

La controversia entre Nestorio y Cirilo se puso al rojo vivo, con el intercambio de


cartas entre ellos. Ambas partes apelaron a Celestino, obispo de Roma, lo que por otra
parte demuestra la primacía atribuida a la sede de Roma en ese momento. Celestino se
pronunció enseguida en favor de Cirilo, afirmando que Theotókos era un título legítimo
para María, siempre, naturalmente, que se entendiera correctamente. De paso, podemos
apuntar que Cirilo actuó aquí con un poco más de discreción: mientras que Nestorio
escribió su carta de explicación en griego, que pocos entendían entonces en Roma, Cirilo
hizo llegar, con el original de la carta escrita en griego, una traducción latina de la
misma, pero, además, envió a un traductor que pudiese aclarar personalmente los puntos
oscuros de la carta.

76
El papa Celestino encargó a Cirilo que convocase un concilio en Oriente para que
este se pronunciase finalmente sobre la cuestión, siguiendo su propia decisión en favor
del título Theotókos. Y, efectivamente, el emperador oriental Teodosio II anunció la
celebración de un concilio en Éfeso. La elección de esta ciudad pareció muy apropiada,
teniendo en cuenta la antigua tradición que decía que María había vivido los años finales
de su vida en ella, en casa del apóstol Juan. Cirilo y sus partidarios –obispos y
numerosos monjes de Egipto– llegaron a la ciudad para la fecha fijada para la apertura
del concilio, la fiesta de Pentecostés. De hecho, también Nestorio se encontraba en la
ciudad. Sin embargo, los partidarios de Nestorio, encabezados por Juan, el obispo de
Antioquía, estaban todavía de camino, en la ruta que los conducía a Éfeso a través de
Turquía. Cirilo esperó algún tiempo, pero finalmente abrió el concilio antes de que
hubiese llegado el grupo de Antioquía. El primer día, el 22 de junio del año 431, el
concilio condenó a Nestorio por negarse a asistir a la asamblea, y lo depuso de la sede de
Constantinopla que entonces ocupaba. Después, cuatro días más tarde, llegó el grupo de
Antioquía. Como Cirilo no aceptó que se retirase la condena ya lanzada contra Nestorio,
los antioquenos se negaron a unirse al concilio y optaron por celebrar su propia asamblea
en otro lugar de la misma ciudad. Los dos legados enviados por el papa Celestino
llegaron algunos días más tarde y se unieron al concilio dirigido por Cirilo. Ambos
grupos se intercambiaron condenaciones durante un mes, hasta que finalmente el
funcionario imperial que presidía el concilio, siguiendo instrucciones del emperador,
disolvió a ambos grupos y ordenó la detención tanto de Cirilo como de Nestorio.
Nestorio aceptó ser detenido, pero Cirilo volvió a Alejandría, donde fue recibido en
triunfo.
Así pues, el concilio terminó en un callejón sin salida. Aunque técnicamente era un
proscrito, Cirilo consiguió apaciguar a los cortesanos de Constantinopla con costosos
obsequios de dinero, mobiliario y –curiosamente– dieciséis avestruces. Se le permitió
seguir en libertad en Alejandría. Dos años más tarde, Juan de Antioquía escribió una
carta a Cirilo, conocida como «fórmula de unión», en la que tácitamente aceptaba la
deposición de Nestorio de la sede de Constantinopla y reconocía explícitamente el título
de Theotókos, aunque interpretándolo en un sentido antioqueno. Cirilo le contestó por
escrito a Juan aceptando alegremente la Fórmula y añadiendo algunas reservas

77
personales. No obstante, los resultados fueron provisionales. La aprobación definitiva de
Éfeso se produciría con el Concilio de Calcedonia.

Calcedonia

Entre las asambleas de Éfeso y el siguiente concilio ecuménico, celebrado en Calcedonia


el año 451, pasaron veinte años. Mientras tanto, como telón de fondo inmediato de
Calcedonia, tuvo lugar el llamado «Latrocinio» de Éfeso, o Éfeso II. Cirilo había muerto
el año 444. Como obispo de Alejandría le sucedió Dióscoro, que superaba la devoción
que Cirilo tenía por la «cristología desde arriba», pero carecía de su habilidad
diplomática. El emperador oriental Teodosio II convocó el año 449 un concilio en Éfeso,
que estuvo controlado por Dióscoro y su amigo Eutiques, abad de un monasterio de
Constantinopla. Este pretendido concilio enseñó que en Cristo la divinidad era tan
dominante que había absorbido su naturaleza humana, de manera que en Él solo había
una persona y una única «naturaleza» (phýsis, en griego; de ahí el nombre de
monofisismo y monofisitas). El obispo Flaviano de Constantinopla, que ya antes había
condenado la enseñanza de Eutiques, no solo no fue tenido en cuenta en el concilio, sino
que incluso fue atacado, muriendo poco después. El papa León había escrito una larga
carta, o Tomo, en defensa de las ideas de Flaviano y en contra de Eutiques, pero la carta
fue ignorada y los legados papales enviados al concilio fueron rechazados. Vueltos a
Roma los legados, el papa León no tuvo inconveniente en declarar que el pretendido
concilio había sido en realidad un «latrocinio» (latrocinium, en latín) y exigió la
celebración de un nuevo concilio para superar la situación. Por su parte, el emperador
Teodosio consideró que el concilio había sido válido y se negó a convocar otro nuevo
concilio.
Intervino entonces la Providencia. Teodosio murió en un accidente de caza el año
450 y le sucedió en el trono imperial su hermana Pulqueria. Para acceder al trono, esta
tuvo que contraer matrimonio y se casó con un militar, el general Marciano. Más
decidida que su hermano y descontenta con lo acaecido en Éfeso II, Pulqueria, con la
colaboración de su marido, convocó rápidamente el nuevo concilio. Eligieron como
lugar de celebración el palacio imperial de Calcedonia, que se encuentra cerca de
Constantinopla, en la orilla asiática del mar del Bósforo. Mientras tanto, el papa León
había dejado enfriar la polémica, temiendo que el nuevo concilio reabriese las heridas y

78
convencido de que su Tomo era suficiente para resolver la crisis. Finalmente, accedió a
las súplicas de Pulqueria, bajo la estricta condición de que sus legados presidiesen la
asamblea y de que su Tomo pudiese servir de base del decreto del concilio.
Entre 500 y 600 obispos acudieron a la cita, lo que convirtió a Calcedonia en la
asamblea conciliar más numerosa hasta entonces. Una amplia mayoría de ellos
provenían de Oriente, aunque la Iglesia occidental estuvo representada por los legados
del papa León –cinco en total, de los cuales dos eran obispos y tres sacerdotes–, que
puntualmente presidieron las sesiones. La primera cuestión fue rectificar los errores del
«Latrocinio» de Éfeso II. Dióscoro, que estaba presente en Calcedonia, fue condenado
por su gestión irregular del concilio y por su enseñanza monofisita, y fue depuesto de su
sede. Esta dolorosa iniciativa dejó amargos recuerdos en Egipto y contribuyó a que la
Iglesia copta, que es como entonces empezó a designarse la Iglesia egipcia (el término
copto deriva de la palabra griega utilizada para designar a Egipto: Aígyptos), decidiese
separarse tanto de Roma como de Constantinopla.
Tras abordar la cuestión de Dióscoro y la doctrina monofisita, el concilio se puso a
trabajar en su propia declaración. Con notable rapidez –el concilio empezó el 8 de
octubre y duró aproximadamente un mes–, un comité de obispos preparó el borrador de
una «definición de fe», que fue aprobada por todo el concilio. Este documento
reafirmaba los símbolos de la fe aprobados por los anteriores concilios de Nicea y
Constantinopla, hablando de ellos con de un solo credo. Confirmaba el controvertido
(primer) concilio de Éfeso, junto con su defensa del título de Theotókos y la deposición
de Nestorio. Finalmente, afirmaba la doctrina de la única «persona» de Cristo en dos
«naturalezas», humana y divina, que desde entonces ha continuado siendo fundamental
para la ortodoxia cristiana. En esta enseñanza, la definición alabó y usó el Tomo de
León, y a continuación añadió un párrafo nuclear que seguía de cerca la fórmula de
unión enviada por Juan de Antioquía a Cirilo de Alejandría el año 433. Este párrafo de la
definición dice lo que sigue:

«Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo
Hijo y Señor nuestro Jesucristo, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios, y
verdaderamente hombre, de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la divinidad, y
consustancial con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado;
engendrado del Padre antes de los siglos según la divinidad y en los últimos días, por nosotros y por nuestra
salvación, engendrado de María Virgen, la madre de Dios, según la humanidad; que se ha de reconocer a un
solo y mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin
separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a

79
salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en una sola persona y en una sola hipóstasis,
no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo,
como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el
Símbolo de los Padres» [DzH, nn. 301-302].

Podemos observar el fuerte y hermoso énfasis que pone este documento en la


solidaridad de Cristo con nosotros, con la expresión «consustancial con nosotros según
la humanidad». Así, la misma palabra consustancial (homooúsios, en griego), que había
sido introducida en el credo de Nicea para subrayar la íntima relación del Hijo con el
Padre, se utiliza ahora para expresar la estrecha relación y solidaridad de Cristo con
nosotros. La virginidad de María, proclamada en el credo de Constantinopla I, se ve
reafirmada ahora al reservar para ella el título de Theotókos (Madre de Dios).
Me parece oportuno hacer aquí algunas observaciones sobre el lenguaje. El lenguaje
humano, sobre todo cuando se habla de lo divino, es siempre imperfecto. Hemos de
reconocer que los primeros cristianos, decididos a proclamar el Evangelio a todas las
gentes, estuvieron dispuestos a dejar de lado el arameo y el hebreo, lenguas utilizadas
por Jesús y sus primeros discípulos, y se pasaron al griego, una lengua entonces de uso
mucho más amplio. Pero ¿cómo podía utilizarse el griego –lengua dominante del
Imperio de Oriente y ya complicada desde el punto de vista cristiano por haber estado al
servicio de la sofisticada filosofía de Platón y Aristóteles– para expresar los conceptos
relativamente nuevos de la teología cristiana? Podemos hacernos una idea de las
dificultades que ello entraña si en un diccionario de griego clásico comprobamos el
significado de tres palabras que finalmente fueron aceptadas para expresar conceptos
clave y que aparecen en el texto de Calcedonia que acabo de citar: prósōpon, traducida
en el texto por «persona»; hypóstasis, que podría traducirse por «ser subsistente» o
«persona (interior)», pero que en el texto simplemente se transcribe como hipóstasis; y
finalmente, phýsis, traducido por «naturaleza». En los tres casos el diccionario ofrece al
lector una larga lista de posibles significados, pero gradualmente la Iglesia fue asignando
a cada una de ellas el sentido que mejor expresaba el misterio de la encarnación de
Cristo. En cierta medida, los debates de la Iglesia primitiva fueron ejercicios de análisis
lingüístico.

Constantinopla II y III

80
El segundo y el tercer concilios de Constantinopla, celebrados los años 553 y 680-681,
trataron de explicar con mayor precisión la relación entre la divinidad y la humanidad de
Cristo.

Constantinopla II podría considerarse una desafortunada aventura del emperador


oriental Justiniano I. El emperador, cuyos dominios incluían Egipto y la mayor parte del
norte de África, tratando de calmar a la Iglesia egipcia y de poner fin a su deriva hacia el
cisma, condenó a tres hombres asociados con Nestorio: Teodoro de Mopsuestia († 428),
Teodoreto de Ciro († 460) e Ibas de Edesa († 457). Pocos vieron con buenos ojos esta
idea. Se consideró especialmente inaceptable el hecho de condenar a tres hombres que
habían muerto hacía ya mucho tiempo. Es más, Teodoro había muerto antes incluso de
que se celebrase el controvertido concilio de Éfeso, y tanto Teodoreto como Ibas se
habían reconciliado con la Iglesia en Calcedonia. Justiniano era un gobernante poderoso
y finalmente su voluntad se impuso. Los tres hombres y/o sus escritos fueron
condenados en los «Tres capítulos», el decreto clave del concilio. El papa Vigilio (537-
555) aceptó de mala gana la medida. Aunque pueda ser considerado inoportuno y de mal
gusto, el decreto es doctrinalmente ortodoxo y, por tanto, no echa por tierra la función
teológica de los concilios ecuménicos.
Paradójicamente, el decreto de los «Tres capítulos» de este concilio sometido a
presión empieza con unas delicadas palabras sobre la importancia del debate franco
dentro de la Iglesia:

«Los santos padres, que se han reunido a intervalos en los cuatro santos concilios (de Nicea a Calcedonia),
han seguido el ejemplo de la antigüedad. Se han ocupado de herejías y de problemas corrientes, debatiéndolos
en común, pues está visto que cuando la cuestión disputada es planteada por cada una de las partes para ser
debatida en común, la luz echa fuera la sombra de la mentira. La verdad no puede aclararse de otra manera
cuando se debaten cuestiones de fe, dado que cada uno necesita la ayuda de su prójimo... y, como dice el
Señor, “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”» (Decrees, 108).

Constantinopla III, que se celebró un siglo más tarde (680-681), desarrolló aún más
la doctrina de Calcedonia sobre las dos naturalezas en la única «persona» de Cristo,
declarando que Cristo poseía una voluntad humana, correspondiente a su naturaleza
humana, y una voluntad divina, correspondiente a su naturaleza divina, precisando
además que se trataba de «dos voluntades, no contrarias…., sino que su voluntad
humana sigue a su voluntad divina y omnipotente, sin oponérsele ni combatirla, antes
bien, enteramente sometida a ella». De esta manera se subraya la plena humanidad de

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Cristo, así como su solidaridad con los seres humanos en las pruebas y dificultades de la
vida. La oración de Jesús en el huerto de Getsemaní antes de su pasión, «Padre, si es
posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya», sería
interpretada como expresión de la conformidad de la voluntad humana de Cristo con su
voluntad divina –y no como un conflicto entre ambas voluntades–, y a la vez como signo
de la plenitud de su humanidad, que se mostraba temerosa ante el sufrimiento inminente.
Entre los condenados en el decreto de Constantinopla III por enseñar el
«monotelismo» –la doctrina que atribuía a Cristo una sola voluntad (de los términos
griegos mónos, «uno», y thélēma, «voluntad»), la divina, de tal modo que esta voluntad
divina controlaba su humanidad– estaba el papa Honorio (625-638). En dos cartas a
Sergio, patriarca de Constantinopla, el papa apoyó el monotelismo, la enseñanza herética
que defendía el patriarca. Su error sería citado durante el debate sobre la infalibilidad
papal en el Concilio Vaticano I, el año 1870. Las dos cartas son de carácter oficial, pero
parece claro que Honorio está expresando su opinión, más que tratando de dictar una
doctrina concluyente, del tipo que cumpliría los requisitos de la declaración del Concilio
Vaticano I sobre la infalibilidad. En la lista de los monotelitas condenados por el
concilio III de Constantinopla aparecen el papa Honorio, el patriarca Sergio y otros tres
obispos de Constantinopla, y los obispos Ciro de Alejandría y Macario de Antioquía. Ya
hemos mencionado anteriormente las condenaciones que recayeron sobre Nestorio de
Constantinopla y Dióscoro de Alejandría. Otros obispos de estas dos últimas sedes
cayeron en este error. Sin embargo, la condena de Honorio es excepcional. Casi siempre
el obispo de Roma terminó defendiendo la doctrina correcta sobre cuestiones teológicas
delicadas durante el primer milenio de la era cristiana. Para explicar este logro
excepcional parece necesaria una guía especial del Espíritu Santo.

Nicea II

Nicea II, celebrado el año 787, será el último de los siete concilios reconocidos como
ecuménicos tanto por la Iglesia católica como por la Iglesia ortodoxa. Su tema central
fue la defensa del arte religioso contra las críticas de los iconoclastas. Lo convocó y
organizó la astuta emperatriz Irene, que había sucedido en el trono bizantino a su marido,
muerto el año 780. Recibió el apoyo del papa Adriano I, que envió dos legados para
presidir la asamblea. Reconocemos que de hecho, en este caso, existió una estrecha

82
cooperación entre Roma y Constantinopla. El concilio publicó una breve «definición»,
que desde entonces ha establecido el criterio fundamental para el arte y la devoción en el
catolicismo:

«El arte representativo... está plenamente en armonía con la historia de la propagación del Evangelio, en la
medida en que confirma que la encarnación de la Palabra de Dios fue real, no simplemente imaginaria, y ese
mismo beneficio nos lo aporta a nosotros. Ya que las cosas que mutuamente se explican la una a la otra, es
porque una posee el mensaje de la otra... Así pues, definimos con toda exactitud y cuidado que de modo
semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz han de exponerse las sagradas y santas imágenes,
tanto las pintadas como las de mosaico o de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los
sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y en cuadros, en las casas y caminos: tanto las de nuestro Señor
Dios y Salvador Jesucristo como las de nuestra Señora inmaculada la santa Madre de Dios, de los preciosos
ángeles y todos los varones santos y justos.
Porque cuando con más frecuencia son contemplados por medio de su representación en la imagen, tanto
más se mueven los que estas miran al recuerdo y deseo de los originales y a tributarles el saludo y adoración
de honor, no ciertamente la latría verdadera que según nuestra fe solo conviene a la naturaleza divina; sino
que, como se hace con la figura de la preciosa y vivificante cruz, con los evangelios y con los demás objetos
sagrados de culto, se las honre con la ofrenda de incienso y de luces, como fue piadosa costumbre de los
antiguos. Porque el honor de la imagen se dirige al original, y el que adora una imagen, adora a la persona en
ella representada» [DzH, nn. 600-601].

El párrafo introductorio de la definición de Nicea II ofrece una adecuada conclusión


a esta sección sobre los concilios ecuménicos. Empieza citando el credo de
Constantinopla I (381), reconociendo así que este texto es la versión oficial del credo
niceno. Resume a continuación las decisiones de los seis concilios ecuménicos
anteriores, poniendo de manifiesto la importancia que la historia y la tradición tienen
para la Iglesia. En ocasiones el leguaje es fuerte: la doctrina auténtica se consideraba
vital para la salvación; de ahí que las herejías fueran muy peligrosas. El único cambio
significativo de la historia que hemos esbozado se refiere al relato de Constantinopla II.
En lugar de los «Tres capítulos» nos encontramos con la condena de una serie de
individuos, entre ellos Orígenes. Sus enseñanzas fueron condenadas probablemente al
comienzo del concilio, sin que las censuras lograsen abrirse paso y ser aceptadas en el
único decreto del concilio que ha llegado hasta nosotros, los «Tres capítulos». La
«especulación mítica» de Orígenes probablemente incluía su enseñanza sobre la
transmigración de las almas: una interesante indicación del influjo del pensamiento
oriental –incluido el hindú– sobre los teólogos cristianos. De esta manera, después de
citar al completo la versión constantinopolitana del credo niceno, el párrafo continúa
como sigue:

«Execramos y anatematizamos a Arrio y a quienes piensan como él, habiéndose hecho partícipes de su loco
error; lo mismo que a Macedonio y a quienes piensan como él, llamados propiamente los pneumatómacos.

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Confesamos que nuestra Señora, la santa Virgen María, es real y verdaderamente Madre de Dios, porque dio
a luz en la carne a Cristo, uno de la Trinidad, nuestro Dios, como decretó el primer sínodo reunido en Éfeso.
Ese mismo sínodo expulsó de la Iglesia a Nestorio y a sus seguidores, porque pretendían introducir una
dualidad de personas. En unión de estos sínodos, también nosotros confesamos las dos naturalezas de aquel
que se encarnó, para nuestra salvación, en las entrañas de María, Virgen sin mancha antes y después del
parto, reconociendo que él es perfecto Dios y perfecto hombre, como proclamó el sínodo de Calcedonia
cuando hizo salir del recinto sagrado a los malhablados Eutiques y Dióscoro. Junto con estos, expulsamos a
Severo, a Pedro y a sus partidarios, por sus muchas blasfemias, en compañía de los cuales anatematizamos las
especulaciones míticas de Orígenes, Evagrio y Dídimo, como hizo el quinto sínodo reunido en
Constantinopla. Además, declaramos que hay dos voluntades y principios de acción, de acuerdo con lo que es
más propio a cada una de las naturalezas que conviven en Cristo, como proclamó el sexto sínodo, reunido en
Constantinopla, cuando públicamente rechazó a Sergio, Honorio, Ciro, Pirro y Macario, desinteresados de la
verdadera santidad, y a los seguidores que piensan como ellos. Resumiendo, declaramos que estamos
decididos a defender libres de toda innovación las tradiciones eclesiásticas escritas y no escritas que nos han
sido confiadas» (Decrees, 134s).

84
4. Teólogos
La teología ha sido tema central en esta última sección, dedicada a la historia de los
concilios ecuménicos. Por medio del debate colectivo se elaboraron declaraciones
teológicas de altísima calidad y perdurable importancia. Esta colectividad demostró ser
una poderosa fuerza, que reaparecería en la teología con idéntica energía en otros
concilios de la Iglesia, especialmente en Trento y el Vaticano II. Nacieron credos y
definiciones que superaban la capacidad individual de cualquier obispo o teólogo. El que
enseguida se les atribuyera gran autoridad se debió al hecho de que se consideraba que
eran declaraciones de obispos que hablaban en nombre de toda la Iglesia. Hemos
vislumbrado, además, la importancia de los concilios locales: el tercer concilio de
Toledo del año 589, el Sínodo de Whitby del 664, concilios convocados en Francia por
Bonifacio a lo largo del siglo VIII. Los pronunciamientos de estos concilios,
principalmente de los de carácter ecuménico, pueden considerarse como las cumbres
más altas de una cadena de montañas. Las reflexiones y escritos de teólogos concretos
proporcionaron las laderas y otras cumbres altas.
En Oriente, incluido Egipto, destacaron varios personajes en los concilios de Éfeso
y Calcedonia. Algunos obtuvieron aprobación y otros fueron condenados. Los dos
teólogos más valorados fueron Cirilo de Alejandría y Teodoro de Mopsuestia. Con sus
escritos contra el monotelismo, Máximo el Confesor (580-662) influyó en el tercer
concilio de Constantinopla, celebrado en 680-681. Autor de numerosas obras sobre
temas doctrinales, litúrgicos y bíblicos, se le considera mártir por los sufrimientos que
tuvo que soportar.
Entre los siglos VIII y IX, el teólogo más importante de la Iglesia de Oriente fue
Juan de Damasco (660-750, también llamado Juan Damasceno). Convencido defensor
del arte religioso, influyó en el decreto de Nicea II contra el iconoclasmo. Su obra
principal, Fuente inagotable de conocimiento, estaba dividida en tres partes: un manual
de lógica, una lista de herejías y una exposición de la fe ortodoxa. El autor demuestra
poseer un amplio conocimiento de los escritores cristianos, pero trata también de
filósofos antiguos, como Aristóteles y Porfirio, así como del nuevo reto que planteaba el

85
islam. La obra, escrita en griego, fue traducida muy pronto al árabe, al eslavo antiguo, al
georgiano y al armenio, y más tarde al latín. Ejerció un amplio influjo. Juan fue un
predicador famoso, aunque solo han llegado hasta nosotros algunos de sus sermones.
También fue famoso por los himnos litúrgicos que escribió, especialmente los de Pascua,
Navidad, la Transfiguración y la Dormición de María (Asunción).
En la frontera que marcaba la línea divisoria entre Oriente y Occidente, ya he
mencionado la extraordinaria obra de Cirilo y Metodio. En Europa Occidental, los dos
autores papales más importantes fueron León I, cuyo Tomo tuvo gran importancia para el
concilio de Calcedonia, y Gregorio I, que envió a Agustín como misionero a Inglaterra y,
además, fue un prolífico escritor de libros y cartas que contienen muchas y muy buenas
propuestas sobre lo que hoy llamaríamos teología pastoral. Hoy día es bien conocido
como historiador de la Iglesia de Inglaterra Beda, aunque fue también autor de obras de
teología que ponen a disposición de su generación el conocimiento teológico de la
Iglesia antigua. De manera parecida, en España Isidoro de Sevilla se esforzó por
preservar el conocimiento de la Iglesia antigua para que pudieran disfrutar de él sus
contemporáneos y los cristianos del futuro.

Agustín de Hipona merece un tratamiento especial. Su vida la conocemos principalmente


a través de su autobiografía, titulada Confesiones. Nació en Tagaste, que actualmente
estaría enclavada en Argelia. Su padre era pagano y su madre, Mónica, cristiana. Ella fue
la que de pequeño lo puso en contacto con el cristianismo. Recibió una educación clásica
en literatura y retórica latinas; también tuvo un conocimiento básico del griego. En su
adolescencia perdió la fe cristiana y durante unos quince años vivió con una concubina.
Durante casi una década fue maniqueo; en esa época enseñó en ciudades como Cartago,
Roma y Milán. En esta ciudad entró en contacto con el obispo Ambrosio, por cuya
influencia volvió a integrarse en la Iglesia católica: Ambrosio lo bautizó en la vigilia de
Pascua del año 387. Poco después volvió a África. Allí, visitando la ciudad de Hipona, la
comunidad cristiana lo eligió para que fuera su sacerdote, y se quedó en la ciudad. El año
396 fue nombrado obispo de Hipona, y como tal permaneció hasta su muerte, que tuvo
lugar el año 430.
Agustín fue un autor extraordinariamente prolífico (en latín), hasta el punto de ser
considerado el más profundo e influyente teólogo de la Iglesia occidental. Su figura la

86
reclama como propia la Iglesia occidental, debido a que Hipona, ciudad del norte de
África que hablaba latín, estaba enclavada en el patriarcado de Roma. En sus
Confesiones, refutó detalladamente las doctrinas dualistas maniqueas, a las que durante
algún tiempo había dado su adhesión personal. Contra los donatistas, defendió la validez
del bautismo y de la ordenación, incluso en aquellos casos en que tales sacramentos
hubieran sido administrados por ministros pecadores; enseñanza que había tenido
profundas implicaciones para la práctica de la vida y del ministerio cristianos. En sus
escritos contra Pelagio, que originalmente procedía de Inglaterra, Agustín desarrolló sus
doctrinas del pecado original y de la necesidad absoluta que tiene el hombre de la gracia:
los seres humanos no podemos alcanzar la vida eterna únicamente por nuestro propio
esfuerzo, ni pretender que Dios nos la otorgue como algo debido. Agustín adoptó una
visión pesimista con respecto al número de los que se salvan, pero es discutible que
defendiera una doctrina estricta de la predestinación, sosteniendo, p. ej., que la mayor
parte de las personas vayan al infierno, independientemente de lo que cada una de ellas
haga o crea. También sus puntos de vista sobre el sexo y el matrimonio tendieron a ser
pesimistas, fruto, sin duda, de sus propias luchas internas. Agustín fue, sin duda, el
teólogo occidental al que más clara y reiteradamente apelaron los protestantes en la
época de la Reforma, sobre todo por lo que a sus enseñanzas sobre la predestinación y la
justificación por la fe se refiere. Pero también la Contrarreforma reclamó la figura de
Agustín para los católicos. Su tratado Sobre la Trinidad, que situó el amor en el centro
de la vida trinitaria, ha representado durante siglos el estudio teológico por excelencia de
la Iglesia occidental sobre este sublime misterio. La ciudad de Dios ejerció una profunda
influencia en la teoría política en Occidente. Agustín insta a los cristianos a que respeten
a las autoridades civiles, pero sin dejar de luchar, sobre todo, por el reinado de Dios, que
solo en la vida futura tendrá plena realidad. El obispo de Hipona escribió amplios
comentarios sobre varios libros de la Escritura, entre los que destaca su tratado sobre el
Evangelio de Juan. Además, dejó escritas copias de muchos de los espléndidos sermones
que predicó a sus feligreses. Agustín fue considerado un gigante teológico ya en vida en
la Iglesia de Occidente; su fama, entonces y ahora, fue menor en la Iglesia de Oriente.
Invitado a asistir al Concilio de Éfeso, del año 431, murió antes de que la invitación
llegase a sus manos.

87
5. Roma y Constantinopla
Esta sección describe las relaciones entre las Iglesias de Roma y Constantinopla desde el
año 400 hasta el año 1054, fecha en que se produjo el cisma. Ya durante el siglo IV, el
emperador Constantino había elegido la ciudad de Bizancio como nueva capital del
Imperio romano. Cambió el nombre de la ciudad, que pasó a llamarse «Constantinopla»,
es decir, la «ciudad [pólis, en griego] de Constantino [nombre del emperador]».
Inicialmente fue la capital exclusiva del Imperio. Sin embargo, poco después de la
muerte de su fundador, el año 337, se vio claramente que el Imperio era demasiado
extenso, y que Constantinopla quedaba demasiado alejada al este para que continuase
siendo la única capital del Imperio. De ahí que Roma, una vez restaurada, recuperase su
condición de capital, aunque solo de la mitad occidental del Imperio; Constantinopla
continuó siendo la capital de la mitad oriental. La división política tuvo en cuenta la
división lingüística del Imperio: en la mitad oriental predominaba la lengua griega,
mientras que en la mitad occidental la lengua predominante era el latín. Esta situación se
complicó durante el siglo V, cuando las invasiones de numerosas tribus bárbaras
destruyeron el Imperio romano occidental, al paso que Constantinopla y la mitad oriental
del Imperio resistieron la embestida. Después el equilibrio se perdió de nuevo. Las tribus
bárbaras se convirtieron al cristianismo e inyectaron nueva vida a la cristiandad
occidental, mientras que la cristiandad oriental se vio amenazada por el naciente poder
del islam. Durante el siglo VII, los ejércitos musulmanes conquistaron las ciudades de
Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Es decir, únicamente dos de las cinco sedes
patriarcales continuaron gozando de libertad para gobernar la Iglesia: Roma y
Constantinopla.
En mi opinión, nos equivocaríamos si considerásemos inevitable el cisma que
finalmente se produjo. Incluso entre los historiadores existe la tendencia a escribir la
historia a la luz que sobre ella proyectan acontecimientos posteriores: se sabe que el
cisma finalmente se produjo y, consecuentemente, se escribe la historia del primer
milenio como si inevitablemente tuviese que terminar en ruptura. En su tiempo, este
resultado fue menos previsible. Entre Roma y Constantinopla existían las diferencias que
ya he ido señalando en este libro. Por otra parte, ambas Iglesias se sintieron

88
estrechamente unidas con ocasión del decisivo Concilio de Calcedonia, del año 451. El
cisma de Acacio empezó ya a finales del siglo V y se prolongó intermitentemente por
espacio de unos cuarenta años, del 482 al 519. Acacio, patriarca de Constantinopla, con
el fin de aplacar a la Iglesia egipcia, que rechazaba las decisiones del Concilio de
Calcedonia, optó por minimizar el alcance de las enseñanzas de dicho concilio. No
compartiendo este enfoque conciliador, varios papas insistieron en la necesidad de
aceptar en su integridad las enseñanzas de Calcedonia y excomulgaron a Acacio y a
varios de sus sucesores por negarse a seguir esta misma línea de conducta. Finalmente, la
comunión entre ambas sedes quedó restaurada y durante los dos siglos siguientes Roma
y Constantinopla cooperaron estrechamente en los concilios de Constantinopla III y
Nicea II.

Ya he mencionado la introducción de la cláusula Filioque –precisando que en la


procesión del Espíritu Santo intervienen el Padre «y el Hijo»– en el credo niceno por el
Concilio de Toledo del año 589. En Occidente, la aceptación de esta misma cláusula se
amplió cuando el año 794 la añadió al credo el Concilio de Fráncfort, que había sido
convocado por el emperador Carlomagno. Como en el caso de Toledo, en Fráncfort la
adición se consideró necesaria únicamente para la Iglesia occidental, que de esa manera
trataba de contrarrestar los restos de arrianismo. De todos modos, la introducción le
pareció ofensiva a la Iglesia oriental. Aparte de las objeciones teológicas que la
añadidura pudiera suscitar, se trataba de un procedimiento que unilateralmente
manipulaba un texto aprobado en un concilio ecuménico. Al principio, el papado no
mostró el menor interés por introducir la cláusula, pero poco a poco fue cambiando de
opinión. De ahí que, finalmente, se plantease la cuestión de la autoridad papal. ¿Estaba el
papa por encima de un concilio ecuménico, hasta el punto de poder alterar los decretos
doctrinales de este último? Para la Iglesia de Constantinopla, una autoridad papal de este
tipo era del todo inaceptable. Puedo señalar aquí el reciente descubrimiento de que la
más antigua inserción de la cláusula Filioque tal vez se produjese en un concilio oriental
celebrado en Seleucia-Ctesifonte, en Persia, alrededor del año 410 (Annuarium Historiae
Conciliorum 32 [2000], 10).
La coronación de Carlomagno como emperador por el papa León III, el día de
Navidad del año 800 en Roma, también irritó a Bizancio (como continuaban siendo

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designados a veces Constantinopla y el Imperio oriental). Allí se tenía la sensación de
que con el colapso del Imperio occidental en el siglo V, con las invasiones bárbaras,
únicamente el gobernante del Imperio oriental podía pretender realmente el título de
emperador. Carlomagno podía ser considerado rey, pero nunca emperador. El hecho de
que el papa hubiese sido el responsable de iniciativa tan inoportuna provocó cierto
distanciamiento de Roma por parte de los cristianos orientales y que pusiesen cada vez
más sus ojos en el patriarca de Constantinopla como cabeza principal y única de su
Iglesia. En cualquier caso, no habría que exagerar la magnitud de la ofensa; la comunión
entre ambas Iglesias se mantuvo.

La tensión volvió a subir en el siglo IX, durante el llamado cisma de Focio. Había
dos pretendientes a la sede de Constantinopla, Ignacio y Focio. Al principio el papa no
intervino en la disputa, por considerar que se trataba de una cuestión interna de la Iglesia
oriental. Con el tiempo, fue viendo con buenos ojos la candidatura de Ignacio, el
ocupante original de la sede, y finalmente se pronunció en su favor. Basilio, el
emperador oriental, apoyó igualmente a Ignacio. El resultado fue el concilio IV de
Constantinopla, del 869-870, que ratificó la elección de Ignacio y la deposición de Focio.
El papa Adriano II envió legados para presidir el concilio y aprobó las decisiones de este
último, aunque la convocatoria y la ratificación del concilio correspondían en primer
lugar al emperador oriental. El año 877, al morir Ignacio, Focio ocupó de nuevo la sede
de Constantinopla, y sus relaciones con el papa Juan VIII pasaban por un buen momento.
Focio era profundo teólogo y brillante escritor –y polémico en sus críticas de la Iglesia
occidental–; de ahí que la Iglesia ortodoxa lo haya considerado un santo. Su deposición
constituyó un episodio penoso en el contexto de la historia de la ortodoxia. Habría que
recordar aquí, de todos modos, que gran parte de la responsabilidad de la deposición de
Focio recayó en las autoridades orientales, y que la amistad entre Focio y Juan VIII
demostró la recuperación de las buenas relaciones entre ambas Iglesias.

Antes de la ruptura definitiva del año 1054 iban a pasar todavía dos siglos. En este
tiempo, el patriarca decisivo de Constantinopla fue Cerulario. Su actitud crítica con
respecto a la Iglesia occidental abarcó ahora un amplio abanico de cuestiones: rechazó el
uso del pan sin levadura en la eucaristía, en lugar del pan con levadura; condenó la
introducción en la fórmula del credo de la cláusula Filioque; afirmó que las

90
reivindicaciones papales de la autoridad carecían de fundamento en la Escritura y en la
Tradición primitiva; criticó que en Occidente la Cuaresma apenas durase una semana.
Incluso la barba se convirtió en una cuestión disputada. La práctica occidental de que los
clérigos se afeitasen la barba fue criticada como afeminada y aconsejable para varones
en constante movimiento, como los soldados; pero los clérigos deberían ser más bien
contemplativos, y por este motivo les conviene dejarse crecer la barba, siguiendo el
ejemplo de Cristo y los apóstoles, así como de Platón y Aristóteles y, en general, de los
filósofos de la antigüedad. En Constantinopla, algunos templos católicos fueron cerrados
por orden del patriarca. El papa León IX envió al cardenal Humberto como legado suyo
a Constantinopla para que buscase una solución, aunque también le confió una bula de
excomunión contra Cerulario, que sería promulgada de no encontrarse una solución a la
crisis. La actitud de Humberto resultó ser tan conflictiva como la de Cerulario. Incapaz
de convencer a este último de que cambiase de mentalidad, promulgó la bula de
excomunión dejándola en Santa Sofía, la iglesia catedralicia de Constantinopla, y acto
seguido volvió precipitadamente a Roma. A su vez, Cerulario excomulgó a Humberto y
a los miembros de su séquito.
En realidad, sin saberlo Humberto, el papa León había fallecido antes de que su
legado promulgase la bula de excomunión de Cerulario. Es opinión ampliamente
compartida que los legados papales pierden su autoridad cuando un papa muere, por lo
que es muy posible que, de acuerdo con el derecho canónico occidental, Cerulario no
fuera nunca excomulgado. Se pensaba entonces que la crisis sería pasajera, menos seria
que la de Focio, pero pronto se pasó de las excomuniones personales al cisma entre
ambas Iglesias. Por desgracia, el cisma no fue resuelto nunca de manera satisfactoria y
todavía hoy continúa siendo la línea divisoria más profunda que separa en dos la
comunidad cristiana.

Hemos trazado las relaciones entre Roma y Constantinopla sobre todo en el nivel
institucional. Pero no deberíamos perder de vista las diferencias culturales y religiosas
subyacentes: el lenguaje, la geografía y otros muchos factores habían ido ensanchando la
distancia existente entre ambas Iglesias. Ninguna de ellas sentía la necesidad obvia o
inmediata de contar con la otra. Solo después de la separación fue quedando cada vez
más claro el común empobrecimiento resultante.

91
6. Cambios institucionales
Ya he descrito una serie de cambios institucionales, especialmente en los apartados 3
(«Concilios ecuménicos») y 5 («Roma y Constantinopla») de este mismo capítulo. Las
instituciones eran una dimensión esencial de la religión popular, tema del próximo
apartado 7. En el presente apartado describiré los principales cambios institucionales que
no hayan sido tratados en otro lugar y pasaré revista, de una manera general, a las
dimensiones institucionales de la Iglesia durante este largo periodo de seis siglos y
medio.

Una sola Iglesia

Durante este periodo se multiplicaron los cismas, algunos de los cuales fueron serios y
de larga duración, especialmente aquellos que estuvieron asociados con las doctrinas
arriana, nestoriana y monofisita.
El cisma arriano quedó fundamentalmente solucionado en Egipto y Asia a finales
del siglo IV. En Occidente, como ya hemos visto, muchas de las tribus bárbaras se
convirtieron al principio a una forma arriana de cristianismo, antes de abrazar la fe
ortodoxa; todavía en el año 794 el concilio de Fráncfort insertó la cláusula Filioque en el
credo para contrarrestar el arrianismo residual que continuaba vivo en algunas partes de
Europa. En cualquier caso, no parece que el arrianismo constituyera por entonces una
seria amenaza para el cristianismo ortodoxo, y, de hecho, desapareció como Iglesia
numerosa y organizada.
La Iglesia nestoriana se difundió en Oriente, concretamente en la India y China, y
ha influido en el cristianismo de algunas regiones de Asia hasta nuestros días. Sin
embargo, el surgimiento del islam desconectó esta Iglesia de sus raíces en el mundo
mediterráneo, convirtiéndola en algo periférico con respecto a la corriente principal del
cristianismo.
Tres comunidades importantes rechazaron la definición del Concilio de Calcedonia
y se adhirieron a la doctrina monofisita. En primer lugar, la Iglesia armenia, que jamás

92
estuvo representada en el concilio y, en buena parte debido a esta ausencia, rechazó
formalmente la enseñanza de Calcedonia en el siglo VI. En segundo lugar, la Iglesia
ortodoxa siria, organizada por Jacob Baradeus (500-578), enérgico obispo de Edesa
(Siria); de ahí que a veces reciba el nombre de Iglesia jacobita. Esta Iglesia se difundió
por diversas partes de Asia, incluida la India, y sobrevive actualmente con una presencia
significativa en muchas partes del mundo. En tercer lugar, la Iglesia copta de Egipto (el
término copto deriva de la palabra griega que designa a Egipto, Aígyptos), que desde el
principio se opuso en bloque a Calcedonia. Aunque ha ido perdiendo peso por las
continuas conversiones al islam, esta comunidad sigue siendo actualmente la principal
Iglesia cristiana de Egipto, con una diáspora de florecientes comunidades coptas en otros
países. Vinculadas a los coptos como Iglesias filiales, y manteniendo su rechazo a
Calcedonia, surgieron las Iglesias de Etiopía y Nubia.
A pesar de estas importantes separaciones, el mantenimiento de la unidad básica
dentro de la Iglesia cristiana durante el primer milenio es realmente digno de admiración.
Como hemos visto, entre las Iglesias de Roma y Constantinopla hubo tensiones y épocas
de recíproca excomunión. A pesar de todo, ambas Iglesias, que reunían en su seno a la
gran mayoría de los cristianos, se mantuvieron fundamentalmente en comunión la una
con la otra, y en este sentido formaron una Iglesia única durante más de mil años.

Jerarquía y ministerio

Ya en el siglo IV, tras la conversión de Constantino y la declaración del cristianismo


como religión oficial del Imperio romano, la autoridad papal fue reconocida amplia y
abiertamente en la Iglesia. Los papas desempeñaron un importante papel en la mayoría
de los cinco concilios ecuménicos celebrados entre Éfeso y Nicea II, ambos incluidos. El
apoyo del papa León I fue decisivo para el éxito del Concilio de Calcedonia. El papa
Gregorio I fue muy respetado por sus escritos y santidad de vida. Es considerado el
fundador de los Estados Pontificios, por haber hecho donación de sus amplias
propiedades al papado. La misión que le encomendó a Agustín resultó crucial para la
evangelización del norte de Europa, así como para la extensión de la autoridad papal al
norte de los Alpes. León I y Gregorio I son los dos únicos papas de la historia de la
Iglesia a quienes unánimemente se les ha reconocido el título de «grandes».

93
Los siglos IX y X fueron tiempos difíciles para el papado. Durante esos siglos se
sucedieron en la silla de Pedro unos cuarenta y cuatro papas, lo que implica que el
pontificado medio de cada uno de ellos no llegó a los cinco años de duración. Abundaron
los antipapas y las elecciones disputadas. Algunas poderosas familias de Roma
dominaron el papado, que ellas consideraban poco menos que como su propiedad
personal. A esa época pertenece la legendaria figura de la papisa Juana. La leyenda –
claramente inventada– hizo su primera aparición en el siglo XIII. Su pontificado se situó
a mediados del siglo IX, porque la confusión reinante durante esos años permitió
insertarlo sin contradecir claramente la cronología conocida. Según la leyenda, Juana
disfrutó de un corto y exitoso papado mientras pudo vivir disfrazada de varón, pero
cuando se descubrió su verdadero sexo al dar a luz a un hijo, los romanos la apedrearon
hasta matarla.
La recuperación del papado a lo largo del siglo XI, conocida a menudo con el
nombre de reforma gregoriana, en honor de Gregorio VII (1073-1085), el papa que la
impulsó con mayor empeño, será estudiada en el próximo capítulo. León IX (1048-
1054), el primer papa asociado con la reforma, ya ha sido mencionado al hablar del
comienzo del gran cisma entre Oriente y Occidente del año 1054.

El título de «cardenal» deriva de la palabra latina cardo, que significa «gozne» o


«bisagra». En la Iglesia antigua, para referirse a los principales sacerdotes y obispos que
trabajaban en la ciudad de Roma y sus suburbios se utilizaba a veces el término
cardenales y, entre otras cosas, tomaban parte en la elección del papa. Se dice en algunas
fuentes que el número de estos clérigos era a veces de veinticuatro o veinticinco. El
Liber pontificalis, antigua colección de biografías papales, afirma que el sínodo
celebrado en Roma el año 769 decidió que el papa tenía que ser elegido de entre los
diáconos y «sacerdotes cardenales». La misma obra, aproximadamente por la misma
fecha, menciona «obispos cardenales» que dirigían la liturgia en la iglesia catedralicia de
la diócesis, San Juan de Letrán. Para referirse a los principales diáconos de la ciudad se
utiliza a veces la etiqueta de «diáconos cardenales». De todos modos, los pasos decisivos
en el desarrollo del colegio de cardenales se produjeron durante la reforma gregoriana y
con posterioridad a la misma, por lo que serán tratados en el próximo capítulo.

94
Ya he señalado que en la Iglesia antigua el episcopado estaba distribuido en tres
niveles. Esta estructura se mantuvo durante todo el primer milenio. El nivel superior de
los cinco patriarcados se vio afectado por las conquistas musulmanas de Alejandría,
Antioquía y Jerusalén, que vieron cómo la libertad de sus patriarcas quedaba
severamente limitada. El nivel medio, habitualmente conocido como sedes
metropolitanas en Oriente y como arzobispados en Occidente, no sufrió cambios
sustanciales. Por debajo de los patriarcas y metropolitanos se situaban los obispos del
tercer nivel: estos continuaron siendo piezas fundamentales en la organización de la
Iglesia. Tras las invasiones bárbaras en Occidente y la conversión de estos pueblos al
cristianismo, algunos obispos fueron nombrados para atender a una determinada tribu,
sin quedar adscritos a una población o ciudad determinada. La Historia eclesiástica de
Beda nos informa de cómo esta solución se aplicó en la Inglaterra del siglo VII. Pero
gradualmente se fue imponiendo el sistema de sedes fijas, asignadas a ciudades o
poblaciones concretas.
También los sacerdotes conservaron los rasgos esenciales que habían desarrollado
en la Iglesia antigua. Continuaron desempeñando un papel clave para la organización y
la práctica de la vida cristiana. Los diáconos fueron más apreciados en Oriente que en
Occidente, donde muchas de sus funciones fueron asumidas por los sacerdotes. Los
ministerios menores de subdiáconos, acólitos, exorcistas, cantores, lectores y ostiarios se
conservaron, al menos en su forma rudimentaria, tanto en Oriente como en Occidente, si
bien muchas de sus obligaciones fueron asumidas por los sacerdotes o los diáconos, o
simplemente fueron desempeñadas por laicos que no poseían título oficial alguno para
cumplir esos ministerios.

Hemos encontrado las diaconisas en el canon 19 del concilio de Nicea, y la ordenación


de diaconisas en el canon 15 de Calcedonia (v. supra, p. 32). Ambos concilios permiten
que las mujeres ejerzan ciertos roles, sin mostrar excesivo entusiasmo por el asunto. Con
el tiempo, el bautismo de los adultos fue siendo sustituido por el bautismo de los niños,
con la consecuencia práctica de que una función clave de las diaconisas casi
desapareciese: a saber, la de ayudantes mientras las mujeres, despojadas de sus vestidos,
eran bautizadas por inmersión. A pesar de todo, las diaconisas continuaron siendo
bastante numerosas en la Iglesia Oriental. No así en Occidente, aunque también en esta

95
Iglesia algunas mujeres continuaron prestando ciertos servicios en los templos durante la
Edad Media. No está del todo claro si hemos de acusar a la Iglesia Occidental de
suprimir el diaconado femenino o si más bien fueron las mujeres las que con el tiempo
optaron por prestar otros servicios y ministerios distintos del diaconado en favor de la
vida cristiana.

Concilios

El tema de los concilios ecuménicos de este periodo ya ha sido tratado con cierto detalle.
También han sido citados algunos concilios diocesanos, provinciales y nacionales. El
canon 5 de Nicea I manda que los concilios provinciales se celebren dos veces al año.
Las recomendaciones de Constantinopla II con respecto a la importancia del «debate en
común» se referían directamente a los concilios ecuménicos, pero tal vez tuvieran en
cuenta también lo que sucedía en los concilios locales. En conjunto, podemos decir que
la Iglesia del primer milenio fue fundamentalmente conciliar.
Mansi, Conciliorum, informa de un considerable número de concilios regionales
celebrados durante el primer milenio y permite que nos hagamos una idea tanto de las
cuestiones debatidas como de la viveza de las discusiones. Solo en la ciudad de Cartago,
la obra dirigida por C. Munier, Concilia Africae (Corpus Christianorum, vol. 149),
recoge información sobre dieciocho concilios regionales celebrados entre los años 393 y
419. Seguramente se celebraron otros muchos concilios locales de los que no nos ha
llegado información.

Las parroquias

Tal vez el cambio institucional más significativo producido durante este periodo fuera el
desarrollo del sistema parroquial en la cristiandad occidental. Durante el siglo IV se
construyeron muchos templos cristianos, pero estas construcciones tuvieron lugar
principalmente en las ciudades o grandes poblaciones. En las zonas rurales se utilizaron
a menudo capillas domésticas, como en Lullingstone y Hinton St. Mary, en Inglaterra.
Tras las nuevas conversiones al cristianismo que se produjeron en Occidente a partir del
siglo V, gran parte de la atención pastoral estuvo centrada en la tribu. La eucaristía y
otros servicios religiosos se celebraron a menudo en edificios ya existentes, como

96
auditorios o salas. Y en algunas regiones se celebraron regularmente al aire libre: las
hermosas cruces ornamentales que se conservan en el mundo céltico sirvieron para
señalar y santificar esos espacios.

Sin embargo, poco a poco fue surgiendo una red de templos parroquiales, que
finalmente abarcó la mayor parte del territorio de la Europa Occidental y Central. El
párroco era el responsable de la atención pastoral que se prestaba a los feligreses. Del
mantenimiento de los edificios se preocupaban los laicos, lo que generaba en ellos la
sensación de que la parroquia y su templo les pertenecían. Globalmente hablando, en la
solución de este problema predominó una actitud constructiva, que combinaba
eficiencia, responsabilidad y sentido de pertenencia. En el templo parroquial los fieles se
reunían para asistir a misa, principalmente los domingos –pero también los días de entre
semana–, para bautizar a los nuevos creyentes, y a veces para contraer matrimonio; pero,
además de estos servicios típicamente religiosos, los templos parroquiales prestaban
otros servicios de diversa naturaleza. En el espacio adyacente al templo se enterraba
normalmente a los fieles de la parroquia. De esta manera, el templo parroquial se asoció
con la vida y el destino después de la muerte de los feligreses. En la parroquia y su
templo podemos ver las principales razones del profundo enraizamiento de la fe cristiana
en la cristiandad occidental.
En Francia, los templos parroquiales empezaron a construirse en fecha temprana.
En su Historia Francorum (Historia de los francos), Gregorio de Tours nos informa
puntualmente de la iniciativa de Martín de Tours de construir templos parroquiales en las
zonas rurales ya a finales del siglo IV. En Inglaterra, este desarrollo tuvo lugar bastante
después del periodo descrito por Beda en su Historia eclesiástica. De todos modos, en la
época del registro Domesday, de 1086, figuran ya unas 9.000 parroquias, cada una
de ellas con su propio templo parroquial (y a veces con más de un templo); esta red de
parroquias, que ya entonces cubría todo el territorio de Inglaterra, se mantuvo
prácticamente inmutable hasta el siglo XIX. Algunos de los templos parroquiales de la
Inglaterra anglosajona podemos admirarlos todavía hoy; p. ej., la iglesia de San Lorenzo
de Bradford-on-Avon, en Wiltshire, y la iglesia de Todos los Santos de Brixworth, en
Northamptonshire.

97
7. Religión popular
Durante este periodo, la «religión popular» –tema de tratamiento obligado y difícil de
definir, si bien, por lo que al presente libro se refiere, tal vez baste con decir que es
simplemente la religión del pueblo de Dios– fue a la vez tradicional e innovadora. Las
experiencias de la Iglesia primitiva siguieron siendo muy influyentes. Inicialmente, la
continuidad con este periodo más antiguo siguió siendo especialmente fuerte en la
cristiandad oriental, que consiguió repeler las distintas incursiones bárbaras y preservar
bien las tradiciones más antiguas. En parte, esta continuidad se vino abajo con las
conquistas musulmanas, que obligaron a muchos cristianos orientales a practicar su
religión en condiciones radicalmente distintas. Sin embargo, como sucede a menudo con
las personas que sufren discriminación y persecución, el respeto por el pasado se reforzó
en ellas de múltiples formas.
En Occidente, las conversiones de las tribus bárbaras aportaron nueva savia y
creatividad al cristianismo, dentro y más allá de las fronteras del antiguo Imperio
romano. Al mismo tiempo, los nuevos convertidos se mostraron notablemente
respetuosos con respecto a muchas tradiciones cristianas. El resultado, por lo que a la
religión popular se refiere, fue una mezcla extraordinaria de viejas y nuevas tradiciones,
de continuidad e innovación.
La teología y los cambios institucionales, de los que ya he hablado en los apartados
4 y 6 de este mismo capítulo, tuvieron amplias consecuencias para la religión popular.
Las tres facetas de la vida de la Iglesia se influyeron entre sí. Por lo que a la religión
popular y a la teología se refiere, anteriormente he recordado los comentarios de
Gregorio de Nisa sobre el interés que tenían por los temas teológicos los cambistas de
moneda, los asiduos a los baños y los dependientes comerciales de la Constantinopla de
finales del siglo IV. De manera parecida, en época algo posterior, una de las
características de las tribus que abrazaron el cristianismo en Occidente fue la fascinación
que sintieron por las doctrinas de la Trinidad y la Encarnación, y por otros misterios de
la fe cristiana. Los vínculos entre religión popular y cambios institucionales son
especialmente claros en la puesta a punto de la red de iglesias parroquiales, como ya he

98
subrayado en la sección 6. Estos vínculos son igualmente claros en el desarrollo de las
órdenes religiosas.

Órdenes religiosas

Ya hemos visto cómo la inspiración que provocó el crecimiento temprano de la vida


consagrada en la Iglesia, que fue especialmente intenso en Egipto durante los siglos III y
IV, constituyó en parte una reacción contra la Iglesia institucional de la época: una huida
al desierto, lejos de la vida eclesial que se vivía en las ciudades. Sin embargo, la vida
eremítica no tardó en dar paso a comunidades religiosas, de manera que la vida
consagrada se convirtió de nuevo en parte integral de la Iglesia institucional, aunque
siempre conservó cierta actitud crítica. En Egipto, la vida monástica continuó siendo
floreciente hasta que en el siglo VII la conversión de los cristianos al islam empezó a ser
un fenómeno masivo en el país. Más al sur, el monaquismo fue especialmente fuerte en
Etiopía, pero este país siguió el ejemplo de Egipto y rompió su comunión tanto con
Roma como con Constantinopla.
Hacia el este, en la Iglesia leal a Constantinopla, y por tanto en comunión con
Roma, hemos llamado la atención sobre la figura fundacional del monacato en el
siglo IV, Basilio de Cesarea, y sobre la importancia de su Regla, así como sobre el papel
de su hermana Macrina en la organización de la vida religiosa para mujeres. También
fueron importantes las llamadas «lauras» (grupos de celdas de ermitaños que vivían bajo
la dirección de un abad), fundadas en Palestina entre el siglo IV y principios del siglo VI,
especialmente las fundadas por san Eutimio († 473) y su discípulo san Sabas († 532).
Las conquistas musulmanas afectaron negativamente al monacato en diversas regiones.
Sin embargo, también bajo gobiernos musulmanes se produjeron casos positivos de
desarrollo del monacato. El comienzo del monacato en el monte Athos (Grecia) se
remonta a la laura fundada por san Atanasio el Athonita el año 961. El monte Athos
influyó decisivamente en la introducción del monacato en la Iglesia rusa, y
paulatinamente se ha convertido en el corazón de la vida monástica de gran parte de la
Iglesia ortodoxa.
Por lo que se refiere a la cristiandad occidental, ya se ha señalado la importancia
que han tenido muchos monjes y algunas monjas. Entre otros estos, Agustín y sus

99
compañeros, que dejaron el monasterio de Roma para iniciar la reconversión de
Inglaterra; los monjes celtas, que tuvieron un importante papel en la evangelización de
Inglaterra y de otros países; Teodoro de Tarso, monje en Roma y posteriormente
arzobispo de Canterbury; Hilda y el monasterio mixto de Whitby; las comunidades
masculinas y femeninas fundadas en tierras germánicas por Bonifacio, monje a su vez de
Nursling; Óscar, monje de Corbie, en Francia, y evangelizador de Escandinavia; Cirilo y
Metodio, «apóstoles de los eslavos», que durante algún tiempo vivieron como monjes.

Benito de Nursia (480-550) es considerado padre, o patriarca, del monacato occidental.


La mayor parte de la información que poseemos sobre su vida se la debemos a los
Diálogos del papa Gregorio I. Nacido y educado en Roma, Benito se apartó de la vida
mundana y se fue a vivir como ermitaño a Subiaco. Se le unieron algunos discípulos y se
establecieron comunidades en los alrededores, pero no prosperaron. Benito se trasladó
entonces hacia el sur, a Montecasino, donde fundó un monasterio que ha perdurado hasta
nuestros días. Su contribución más importante fue la Regla que escribió para esta
comunidad. Caracterizada por el magistral equilibrio que establece entre los grandes
ideales y la comprensión de la condición humana, esta norma de vida ha ejercido una
profunda influencia sobre el monacato occidental, e indirectamente sobre otros estilos de
vida religiosa. El papa Pablo VI reconoció esta contribución nombrando a san Benito
patrono de Europa.
Discuten los historiadores hasta qué punto existieron una dependencia y
continuidad directas entre Montecasino y los monasterios fundados en Europa entre los
siglos VI y VIII, y hasta qué punto la Regla de san Benito fue conocida en esa época.
Benito de Aniano (751-821) fue la figura clave de este tiempo en la propagación de la
forma de vida benedictina en Alemania y Francia. De lo que no cabe duda es de que a
finales del siglo X la Regla de san Benito se había convertido en normativa para el
monacato en la mayor parte de la cristiandad occidental.
En sus Diálogos, cuenta el papa Gregorio que Escolástica, la hermana de Benito,
había fundado un monasterio para mujeres en Plombariola, a unos nueve kilómetros de
Montecasino. De ahí que Escolástica sea considerada fundadora de la forma de vida
benedictina para mujeres.

100
Liturgia

En el cristianismo la liturgia (término derivado de dos palabras griegas, laós y érgon,


que significan respectivamente «pueblo» y «obra») fue configurada por dos
comunidades distintas, la monacal y la parroquial. El monacato fue especialmente
importante para el desarrollo del oficio divino (officium divinum, en latín).
Gradualmente, esta oración litúrgica –en la que sobre todo se cantaban salmos del
Antiguo Testamento– fue tomando en Occidente la forma de las siete «horas» de
maitines (oración de la mañana), laudes (alabanza), tercia (tercera hora tras la salida del
Sol), sexta (sexta hora), nona (novena hora), vísperas (oración de la tarde) y completas
(oración de final del día). A estas siete horas se añadió en algunos lugares la prima
(primera hora). Este programa de oración constituyó el corazón de la vida diaria del
monje benedictino.
La aportación del monacato también fue decisiva –tanto en Oriente como en
Occidente– para el desarrollo del calendario litúrgico: el ciclo anual de «fiestas»,
dedicadas a conmemorar sobre todo acontecimientos de la vida terrena de Cristo y vidas
de santos cristianos. Ya ha sido mencionado el tiempo litúrgico de Cuaresma, citado en
el canon 5 del Concilio de Nicea. La paz de que disfrutó en el siglo IV permitió a la
Iglesia desarrollar aún más el calendario litúrgico. Posteriormente sería el monacato el
que se encargase de cumplir esa tarea, hasta que con el tiempo todo el año quedó
planificado. Había dos tiempos principales dedicados a conmemorar la vida de Cristo:
Adviento, seguido de Navidad, y Cuaresma, seguida de Pascua. En ellos se intercalaron
la conmemoración en días concretos de los principales santos y mártires cristianos, o de
grupos de ellos, y algunos «misterios divinos» más, como la Ascensión y Pentecostés.
En el oficio divino y en la misa se incorporaron textos apropiados a cada fiesta,
consiguiéndose de esa manera que la liturgia cotidiana mostrase a la vez estabilidad y la
adecuada variedad.
Las iglesias parroquiales posibilitaron que este calendario litúrgico fuese celebrado
por el conjunto de la comunidad cristiana, asistiendo a la misa los domingos y otros días
de la semana y participando al menos parcialmente en el oficio divino, sobre todo en
maitines y vísperas. Había otros servicios litúrgicos, como los bautismos y los funerales,
que normalmente se celebraban también en las parroquias. En la Iglesia oriental el
idioma más utilizado en la liturgia era el griego, aunque en algunas regiones se usaron el

101
siriaco y otras lenguas minoritarias. En la cristiandad occidental, la principal lengua
escrita era el latín; de ahí que, con razón, terminase convirtiéndose también en la lengua
litúrgica predominante. Las lenguas locales, como el francés antiguo y el inglés
anglosajón, se utilizaron en los sermones y en algunas oraciones, pero en general parece
que la mayoría aceptó de buen grado que los textos principales de la liturgia debían
leerse o cantarse en latín. Se trataba de una lengua que la mayoría de la gente entendía, al
menos en cierta medida. Así pues, en la liturgia se mantuvo la diferencia lingüística
básica que había existido en la Iglesia casi desde el principio, entre el Oriente de habla
griega y el Occidente de habla latina. Dentro de cada una de estas dos áreas existieron
muchas diferencias y variaciones en la ejecución de los ritos. Y esta diversidad se
explica en parte por motivos geográficos y en parte por la necesidad de amoldarse a las
diferencias existentes entre las comunidades monásticas y las comunidades de laicos.
Esta variedad fue hasta cierto punto inevitable –no olvidemos que todavía faltaban siglos
para que llegase la imprenta– y, por otra parte, bien valorada. En cualquier caso, la
unidad era mucho más esencial que las diferencias: una creencia compartida en los
misterios centrales del cristianismo y el respeto por las tradiciones que esta fe había
transmitido durante siglos.

102
3.
Edad Media Central y Tardía

Este capítulo trata de la Iglesia occidental –también llamada, a partir de aquí, Iglesia
católica– durante la segunda parte de la Edad Media: desde mediados del siglo XI hasta
finales del siglo XV. Este periodo está delimitado por los dos cismas más serios que ha
padecido la Iglesia: empieza con el cisma de la Iglesia ortodoxa, y termina en vísperas de
la Reforma protestante. Representa una etapa crucial y muy fructífera en la peregrinación
de la Iglesia. Muchos de los rasgos distintivos de la Iglesia católica actual tomaron forma
durante esos siglos. Correspondiendo a esta importancia central, este capítulo es el más
largo del libro. La primera mitad del periodo, hasta aproximadamente el año 1300, se
denomina a veces Alta Edad Media: «alta» en el sentido de que se sitúa entre la
Temprana Edad Media y la Tardía, y porque fue un periodo de grandes logros. La
segunda mitad suele denominarse Edad Media «Tardía», por situarse al final del periodo
e, implícitamente, porque muchos historiadores consideran que es una etapa de
decadencia con respecto a los extraordinarios logros de los siglos anteriores. En
cualquier caso, por lo que a la primera mitad se refiere, personalmente he preferido el
término más neutro de Edad Media «Central», principalmente porque considero que la
Edad Media Tardía fue un periodo de notables logros, pero a la vez de dificultades.
El capítulo se abre con un breve informe sobre la extensión de la Iglesia católica
durante este periodo, que para la cristiandad occidental fue de contracción y expansión,
como reza el título del apartado 1. En el capítulo 2, la religión popular quedó resumida
en el apartado 7, ya al fin del capítulo, aunque impregnaba muchas de las cosas
recordadas en los apartados anteriores. En cambio, en este capítulo la religión popular
será tratada al principio, en el apartado 2, y detenidamente, con el fin de subrayar la
centralidad del tema: el hecho de que en el centro de la Iglesia, y por tanto de su historia,
está el pueblo de Dios. A partir de ahí, el capítulo se mueve entre los aspectos más

103
institucionales de la Iglesia, otros más cercanos a la religión popular y otros que son una
mezcla de estos y aquellos. El apartado 3 se centra en el papado, los concilios generales
y los gobernantes laicos. Fueron temas indisolublemente vinculados entre sí a lo largo
del periodo, y entre sus protagonistas hubo cooperación y tensión. Las órdenes religiosas
fueron rasgos descollantes de la Iglesia a lo largo de todo el periodo, tanto las órdenes
monásticas antiguas como las nuevas fundaciones, principalmente las cuatro órdenes
mendicantes. A estas últimas y a algunos movimientos religiosos paralelos,
principalmente al de las beguinas, está dedicado el apartado 4. Otros rasgos importantes
y parcialmente innovadores de la Iglesia medieval que tuvieron efectos de larga duración
son tratados en los tres apartados siguientes: «Acontecimientos intelectuales», sobre las
universidades, los teólogos y el derecho canónico; «Liturgia, oración y misticismo», y
«Arte, arquitectura y música». El último apartado, «Desafíos planteados a la cristiandad
occidental», aborda los movimientos disidentes en el seno de la Iglesia occidental, las
tentativas de reunión con la Iglesia ortodoxa y otras Iglesias separadas, y las actitudes
frente a otras creencias.

104
1. Contracción y expansión
La principal contracción que afectó a la Iglesia católica durante este periodo estuvo
asociada al cisma entre Roma y Constantinopla. Este cisma, que empezó el año 1054,
jamás fue solucionado satisfactoriamente. La Iglesia de Constantinopla, mejor conocida
como Iglesia ortodoxa, se sintió cada vez más amenazada por la expansión del islam,
amenaza que culminó con la toma de Constantinopla por los ejércitos musulmanes el año
1453. Sin embargo, existieron también importantes áreas de expansión para la Iglesia
ortodoxa, sobre todo en Rusia. Las Iglesias que ya antes se habían separado tanto de
Roma como de Constantinopla, principalmente las de carácter nestoriano y monofisita,
continuaron en su gran mayoría separadas de la Iglesia católica durante este periodo.
Existieron tentativas de reunión con grupos de dentro de estas Iglesias, y con la Iglesia
ortodoxa, con ocasión del Concilio de Florencia del año 1439.
La expansión musulmana supuso una amenaza también para la Iglesia católica,
aunque de naturaleza mucho menos grave que la amenaza que sufrieron la Iglesia
ortodoxa y otros grupos cristianos separados. El control cristiano de Jerusalén, de Tierra
Santa y de algunas otras regiones limítrofes se restableció en favor de la Iglesia católica
con ocasión de la primera cruzada de 1098/99 y de las campañas posteriores. Pero se
trató de un control efímero. Jerusalén fue reconquistada por los turcos selyúcidas el año
1177, y la ciudad de Acre, último baluarte cristiano en Tierra Santa, la recuperaron
definitivamente los musulmanes el año 1291. Hacia el oeste, la amenaza musulmana
llegó hasta Italia. El año 1480 las fuerzas turcas se apoderaron de Otranto, ciudad del sur
de Italia, y la retuvieron durante un año.
Durante algún tiempo, también fueron una amenaza para la cristiandad occidental
las incursiones de los tártaros. Procedentes de las estepas rusas, estas tribus penetraron
profundamente en Europa Central. Sus ejércitos de guerreros a caballo parecieron
invencibles durante mucho tiempo. En 1242 conquistaron y saquearon la ciudad de
Budapest, en Hungría. Tres años más tarde, el concilio general de Lyon publicó esta
solemne advertencia:

105
«La malvada raza de los tártaros, tratando de someter, o más bien de destruir totalmente al pueblo cristiano,
tras haber reunido hace ya mucho tiempo la fuerza de todas sus tribus, ha penetrado en Polonia, Rusia,
Hungría y otros países cristianos. La devastación que han provocado ha sido tan salvaje que su espada no ha
perdonado a nadie por razón de su sexo o edad, sino que ha descargado su furia con terrible brutalidad contra
todos sin excepción... Con el paso del tiempo, atacaron a los ejércitos cristianos y emplearon a fondo toda su
fiereza contra ellos. De esta manera, cuando –Dios no lo quiera– el mundo se vea privado de creyentes, la fe
puede retirarse del mundo para llorar a sus seguidores destruidos por la barbarie de este pueblo» (Decrees,
298).

La extinción del cristianismo se presentaba casi como una posibilidad. Hungría fue
el país occidental más alejado al que llegaron los tártaros, pero, en aquel momento,
pocos esperaban este desenlace. Los tártaros continuaron dominando durante mucho
tiempo gran parte de Rusia y amenazando los países orientales de la Iglesia católica. En
el siglo XIV, cuando los tártaros abrazaron la religión musulmana, esta amenaza se
identificó con el islam.

A pesar de esta contracción, la Iglesia católica contó con dos áreas significativas de
expansión. En primer lugar, los territorios que los cristianos recuperaron del dominio
musulmán, principalmente en Sicilia y España. Sicilia, cuya lealtad eclesiástica se habían
disputado Roma y Constantinopla, fue conquistada por árabes musulmanes durante el
siglo IX. En el siglo XI, los normandos (de Normandía [Francia]) recuperaron la isla en
una serie de campañas llevadas a cabo entre 1061 y 1091, y la incorporaron
decisivamente a la Iglesia occidental. En España, la reconquista de la península ibérica
quedó completada en 1492, año en que el ejército de los Reyes Católicos, Fernando e
Isabel, se apoderó de Granada, el último bastión musulmán.

La segunda área de expansión estaba en el norte de Europa. Finlandia se convirtió


al cristianismo en el siglo XII, por la acción de misioneros llegados de Suecia y de
Rusia. En Lituania, el gran duque Mindaugas y su familia recibieron el bautismo
cristiano en 1251, y muchos lituanos siguieron su ejemplo. Sin embargo, al finalizar su
reinado, el paganismo recuperó parte del terreno perdido. El siguiente paso decisivo se
produjo en 1386, cuando el gran duque Jogaila de Lituania contrajo matrimonio con
Eduviges, heredera del trono polaco. Jogaila recibió el bautismo juntamente con parte de
su nobleza. A partir de ese momento el cristianismo echará hondas raíces en el país.
A esta expansión hay que añadir una serie de iniciativas misioneras católicas de
diversa naturaleza. Francisco de Asís y algunos compañeros viajaron a Egipto en 1219.

106
Fueron recibidos con respeto por el sultán Al Kamil, que incluso escuchó el mensaje que
le dirigió Francisco de Asís, aunque no se habla de que se produjesen conversiones al
cristianismo. Marco Polo, viajero veneciano, informó sobre la existencia de
comunidades nestorianas en China a mediados del siglo XIII y expresó la esperanza de
que pronto llegasen allí misioneros católicos. Poco después, algunos frailes franciscanos,
dirigidos por Juan de Montecorvino, fundaron una floreciente comunidad católica en la
región de Khanbaliq (más tarde Beijing), que cuando en 1328 murió Juan de
Montecorvino contaba con unos 30.000 cristianos. Más tarde esta comunidad decayó,
debido en parte a que en 1368 ocupó el trono de China la hostil dinastía Ming. Juan de
Montecorvino visitó también Persia y la India, y el fraile dominico Jourdan Catalani
viajó a la India a comienzos del siglo XIV, pero no lograron convencer a los cristianos
de esas regiones para que abandonasen sus convicciones nestorianas. En su viaje a
China, los franciscanos visitaron también algunas zonas de Indonesia, pero parece ser
que las pequeñas comunidades cristianas allí establecidas –la más antigua, situada en
Baros, en la costa occidental de Sumatra, podría remontarse al siglo VII– desaparecieron
antes del final de la Edad Media.
El comienzo de la evangelización del «Nuevo Mundo» coincidió exactamente con
el final de este periodo. Algunos descubridores portugueses navegaron hacia el sur,
siguiendo la costa occidental de África, y Cristóbal Colón alcanzó América en 1492.
Esta expansión del cristianismo, que con el tiempo se demostrará decisiva, será tratada
en el próximo capítulo.

La población de la cristiandad occidental alcanzó su cota más alta en torno al año


1300. La epidemia de la Peste Negra, entre los años 1347 y 1350, y sus reapariciones
redujeron seriamente esta población, tal vez hasta en una tercera parte. Aunque durante
el siglo XV la situación mejoró de alguna manera, la cota de 1300 probablemente no se
había alcanzado de nuevo en 1500. Para el año 1300 podemos calcular –
aproximadamente, puesto que no disponemos de datos exactos– que la población total de
la Iglesia católica rondaría los 60 millones, a los que habría que sumar otros 20 millones
más de cristianos pertenecientes a la Iglesia ortodoxa y a otras Iglesias separadas de
Roma. También en términos de creatividad, tanto en el ámbito teológico como en el
devocional, el centro se ha desplazado de Oriente y del norte de África. Con todos sus
defectos –que sin duda fueron muchos–, puede afirmarse que la cristiandad occidental

107
representa la corriente principal del cristianismo durante la Edad Media Central y la
Tardía.

108
2. Religión popular
Tal vez la mejor manera de abordar el amplio y complejo tema de la religión del laicado
sea pasar revista a las obligaciones religiosas mínimas. Completada esa revisión, hablaré
de las devociones opcionales, para finalmente decir una palabra sobre el papel del
descanso y el disfrute. A las órdenes clericales y religiosas les prestaré atención en otros
apartados del capítulo, por lo que, de momento, el interés central girará en torno a los
laicos. El lector encontrará información completa sobre las citas en Tanner (1996 y
2006).

Exigencias mínimas: conocimiento

Durante los siglos XII y XIII se planteó a menudo el problema de hasta dónde debía
alcanzar el conocimiento de los laicos y de qué relación tenía este conocimiento con la
fe. La actitud tolerante de la mayoría de los escritores se basaba en la distinción entre
conocimiento implícito y conocimiento explícito. El papa Inocencio IV (1243-1254)
contribuyó a aclarar y precisar la autoridad que podía atribuirse a esta distinción,
afirmando que «la medida de la fe que era obligatoria para los laicos» consistía en creer
explícitamente que Dios existe y premia a quien hace el bien, e implícitamente los
artículos de la fe. Argumentaba el papa que los laicos pueden tratar de conocer más a
fondo su fe, pero que no cometían pecado si de hecho no lo hacían, porque les bastaba
con dedicarse ellos mismos a las buenas obras. En la misma línea, Tomás de Aquino
afirmó que el estudio intelectual no era necesario para la salvación, y que la fe implícita
de la mayor parte de los creyentes contaba con la aceptación y la garantía de la fe de la
Iglesia. Duns Scoto fue algo más exigente, argumentando que quienes están dotados de
razón han de conocer «los artículos de la fe más fácilmente comprensibles». Entre los
laicos que han abordado esta cuestión, el rey Luis IX de Francia recordaba a sus
cortesanos que «la religión cristiana tal como está expresada en el credo es algo en lo
que hemos de creer implícitamente, aunque nuestra fe en él pueda estar basada en un
testimonio de oídas». El devoto rey exhortaba, no legislaba, y confiaba en que sus
cortesanos creyeran implícitamente incluso en un aspecto tan fundamental de la fe como

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es el credo. Una fe sólida de este estilo, argumentaba el rey Luis, defendería al creyente
contra las insidias del diablo, que «hace todo lo que está a su alcance para que la gente
muera con dudas mentales sobre ciertos puntos de la religión».

La mayor parte de la legislación eclesiástica adoptó un enfoque igualmente


tolerante. En el nivel más alto, los decretos de los concilios generales de la Iglesia
católica celebrados durante este periodo, desde el Laterano I (1123) hasta el de Basilea-
Florencia (1431-1445), no contienen textos legislativos que obliguen a investigar el
saber religioso de los laicos, a no ser que se trate de personas de ortodoxia dudosa.
Tampoco aparecen regulaciones de este tipo en el Corpus iuris canonici, la otra gran
fuente de legislación eclesiástica. Los especialistas en derecho canónico se mostraron
generalmente de acuerdo con este enfoque tolerante. Se expresaron algunas
recomendaciones de carácter local, por medio de leyes que exhortaban a los párrocos a
instruir a sus parroquianos. A mediados del siglo XIII, Roberto Grosseteste, obispo de
Lincoln, indicó que los laicos deberían conocer los diez mandamientos y los siete
pecados capitales y poseer una «comprensión rudimentaria» de los siete sacramentos.
Peter Quinel, obispo de Exeter, exigió que los laicos tuviesen cierto conocimiento de los
siete sacramentos y de sus efectos, la oración del padrenuestro, los artículos del credo y
el avemaría. En el siglo XIV, el Concilio de Valladolid del año 1322 exhortó al clero
español a transmitir a los laicos los aspectos básicos de la fe. Aunque abundaba la
legislación eclesiástica que obligaba al clero a conocer y enseñar los elementos básicos
de la fe, en la mayoría de los casos esa misma legislación se despreocupaba de averiguar
cuál era la respuesta de los laicos.

Varios investigadores han centrado su atención en el tema del escepticismo y la


incredulidad. Alexander Murray (1984) indicó que en algunas ciudades del norte de
Italia había en el siglo XIII incredulidad y también desconocimiento. Incredulidad y
creencias estrafalarias, en algunos casos compatibles con un considerable saber, han sido
puestas de manifiesto por Emmanuel Le Roy Ladurie (1978, 306-326) en su estudio
sobre Montaillou, una aldea de los Pirineos, a finales del siglo XIII y principios del XIV;
este mismo tema lo ha investigado John Edwards (1990) con respecto a la diócesis de
Soria-Osma, en el norte de España. Susan Reynolds (1991) llegó incluso a insinuar un
escepticismo más difundido en la Europa medieval. Es posible que casos como los aquí
señalados fuesen excepcionales y, por tanto, no constituyesen la norma, pero, de todos

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modos, hacen pensar que el estrato más bajo del conocimiento religioso fue frágil, y que
habitualmente las autoridades eclesiásticas prefirieron no escarbar demasiado a fondo en
la situación. Esta reticencia de las autoridades parece haber tenido una doble causa: por
una parte, la dificultad práctica que implicaba la supervisión a fondo de un cuerpo tan
amplio como era la cristiandad occidental, y, en segundo lugar, el deseo de proteger a los
laicos tanto de fáciles acusaciones de herejía como de exigencias imposibles de cumplir
para alcanzar la salvación.

Exigencias mínimas: sacramentos

En el concilio II de Lyon, del año 1274, la Iglesia había declarado de manera definitiva,
por primera vez, que el número de los sacramentos era siete, y los enumeraba: bautismo,
confirmación, penitencia, eucaristía, matrimonio, orden y extremaunción. Aparte del
sacramento del orden, que tenía que ver con la ordenación de diáconos, sacerdotes y
obispos, estos sacramentos ofrecían un marco para muchas de las obligaciones religiosas
básicas del laicado.

Por lo que respecta al bautismo, los historiadores han supuesto que, hablando en general,
el bautismo de niños fue una práctica muy difundida durante la Edad Media. Los
registros bautismales que han llegado hasta nosotros empiezan a generalizarse solo a
partir del siglo XVI, por lo que es imposible verificar si ese supuesto es realmente
concluyente. De todos modos, poseemos bastantes pruebas indirectas que hablan en
favor del mismo: sobre todo, la sensación de que los padres comprendían y deseaban
para su hijo el rito que le aportaría la salvación. En la Temprana Edad Media existió de
hecho una legislación que imponía obligatoriamente el bautismo. Son tristemente
célebres las leyes de Carlomagno, que amenazaban con la muerte a quienes evitasen
activamente el bautismo y exigían que todos los niños fuesen bautizados en su primer
año de vida. Los penitenciales y códigos legales anglosajones imponían castigos y
multas a los padres que no bautizasen a sus hijos. Semejante interés, con la implicación
de que el rito del bautismo no debía de ser una práctica universal, fue característico sobre
todo de esta época temprana de misión. Nada nos hace pensar que en el siglo XII la
gente necesitase ese tipo de coacción; se daba por sentado que todos cumplían el deber
de bautizarse. En la Edad Media Tardía, cuando el hecho de no haber recibido el

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bautismo aparece como una falta que de vez en cuando hacen constar los visitadores de
las parroquias, en la mayoría de los casos se trata de un descuido o de una disputa acerca
de quién era el responsable del bautismo de un determinado niño, más que de una
oposición a practicar el rito. Por ejemplo, con ocasión de las amplias visitas de
parroquias en las diócesis inglesas de Lincoln y Hereford, las únicas quejas de
incumplimiento las formularon los laicos contra el clero: que el baptisterio no se
mantenía cerrado o adecuadamente cuidado, o que el párroco no bautizaba a los niños.
Los escritores eclesiásticos se preocuparon menos de exhortar o explicar la necesidad del
bautismo que de asegurarse de que los laicos comprendiesen que cualquier persona –
incluida una comadrona musulmana– podía bautizar a un niño en peligro de muerte y
que, por tanto, era importante conocer las palabras exactas que había que pronunciar para
que el rito fuese válido. Parece que el bautismo, el más fundamental de los sacramentos,
gozó de un apoyo y una observancia generalizados.

La confirmación continuó siendo un sacramento enigmático durante toda la Edad Media.


Sin un precedente claro en el Nuevo Testamento, por lo general hasta el siglo VIII no se
separó plenamente del bautismo, y durante mucho tiempo después continuaron
debatiéndose dos cuestiones: si era un sacramento, y a qué edad exacta debía recibirse.
Probablemente, la mayoría de los fieles no lo recibieron nunca, ni siquiera durante la
Edad Media Tardía, aunque para entonces su recepción empezó a ser menos rara. La
mayoría de los teólogos no lo consideran necesario para la salvación y, en este sentido,
tampoco obligatorio. En el siglo XIII, Tomás de Aquino escribió que la confirmación
contribuye a la perfección de la salvación, pero sin ser indispensable, siempre que no se
rehúse por desprecio. En la cristiandad occidental, la administración de este sacramento
corrió normalmente a cargo del obispo diocesano, o de su sufragáneo, lo que dificultó,
sin duda, su recepción, particularmente en las grandes diócesis que eran tan comunes al
norte de los Alpes. Apenas quedan documentos que sugieran que la recepción de este
sacramento se llevó a cabo de manera regular. El obispo Grosseteste de Lincoln se
propuso confirmar a todos los niños de su diócesis, deanato tras deanato, pero reconoció
que esta práctica era poco común. A partir del siglo XIII fue aumentando la legislación
eclesiástica que insistía en la importancia de la confirmación, aunque fue siempre de
carácter local o estuvo dirigida a grupos específicos. El decreto del concilio II de Lyon,

112
por ejemplo, declaró que la confirmación era un sacramento, pero no dijo ni una sola
palabra sobre su práctica. Poco después, un sínodo de Colonia dictaminó que la
confirmación era un requisito para acceder a la condición de clérigo. Aunque cada vez
más recomendada, la confirmación estuvo aún lejos de ser una práctica muy extendida
durante los siglos XV y XVI, y, desde luego, las autoridades eclesiásticas en ningún
momento recordaron a los fieles que fuese un sacramento obligatorio en sentido estricto.
Tampoco disponemos de suficiente información para afirmar que los laicos presionasen
de alguna manera para que este sacramento fuese impartido a más fieles cristianos.
Para el sacramento de la confesión (penitencia), la legislación decisiva era el canon
21 del concilio IV de Letrán de 1215. El canon ordenaba que todos los cristianos –el
texto dice «todos los de ambos sexos» (omnis utriusque sexus), pero Richard Helmslay,
ocurrente fraile dominico de Newcastle-on-Tyne, fue rotundamente censurado por
afirmar que el decreto solo afectaba a los hermafroditas– que hubiesen alcanzado la
«edad de la discreción» estaban obligados a confesar sus pecados una vez al año a su
párroco o, con permiso de este (posteriormente los papas eliminaron la necesidad de este
permiso) a otro sacerdote. Muchos teólogos pensaron que la confesión anual solo era
necesaria si se había cometido un pecado grave o «mortal», pero el concepto de pecado
grave se interpretó en sentido amplio, de manera que se pensaba que únicamente los muy
devotos estaban en condiciones de pasar un año entero sin cometer semejante pecado.
El acercarse a la confesión no significaba necesariamente que se tratase de una
confesión exhaustiva. Por lo general, el encuentro se producía en la iglesia parroquial, a
menudo con otras personas que esperaban su propio turno para hablar con el sacerdote,
en público y, como sugería el Confesional (anónimo, aunque muchos lo atribuían a san
Buenaventura), «en un lugar abierto (dentro de la iglesia) que no ofrezca motivos de
sospecha para nadie y donde el sacerdote pueda ser visto por todos, pero sin ser oído».
Los confesonarios eran raros antes del siglo XVI. Los manuales para sacerdotes
subrayaban la necesidad de cautela por parte de los confesores: era preferible dejar que
los pecados se destapasen que investigar con excesiva dureza o imaginación, y de esa
manera instruir al penitente en el pecado más bien que en la salvación. Para que la
confesión no fomentase la intimidad, se exigía a los sacerdotes que fuesen especialmente
cuidadosos con las mujeres y que se limitasen a investigar con cautela sus pecados
comunes o bien conocidos. En este sentido, el alcance de la confesión dependía más de

113
las intenciones del penitente que de la voluntad del confesor, y a menudo la exposición
de los pecados podía ser meramente protocolaria si el penitente lo deseaba así. El hecho
de que a menudo fuera este el caso se convirtió en fuente de preocupación cuando se
hizo cada vez más hincapié en que era necesaria la contrición (dolor) por parte del
penitente para que hubiese verdadera confesión y absolución. Remigio de Girolami,
fraile dominico que vivió en el norte de Italia a finales del siglo XIII, lamentaba que las
confesiones fueran frecuentemente superficiales, cuando «muchas personas confiesan
con sus bocas, pero no con sus corazones»; su compañero de orden religiosa Giordano
de Pisa añadió que «muchos hombres y mujeres van a confesarse sin haber pensado en
ello de antemano».
El canon del concilio IV de Letrán amenazó con la excomunión a quienes no se
confesasen anualmente. Hasta qué punto pensó el concilio hacer efectivo este castigo es
difícil de precisar, y seguramente la respuesta no sería única. Los resultados de los
estudios de Jacques Toussaert (1960, 109-110, 121, 435-436) con respecto al Flandes
medieval son instructivos, aunque provisionales. Este historiador se fijó en un monje
anónimo de la región que escribió que se incurría en la excomunión si las obligaciones
pascuales, entre las cuales se incluía la confesión anual, se dejaban de cumplir durante
varios años seguidos. El punto de vista de este monje contó con el apoyo de diversos
estatutos diocesanos de la región, los cuales prescribían que los nombres de las personas
que no hubiesen cumplido sus obligaciones pascuales fuesen enviados por el párroco al
deán, y que este a su vez los hiciese llegar al obispo. De persistir en su contumacia
durante diez años seguidos, los infractores debían ser citados por su nombre ante el
concilio provincial. Este largo y engorroso procedimiento tenía muchos puntos débiles;
en particular, que su ejecución exigía la cooperación del mismo clero parroquial, entre el
cual Toussaert detectó cierta hostilidad con respecto al canon del Concilio de Letrán. En
el norte de Italia, el dominico Remigio de Girolami se lamentaba de que muchas
personas no se confesaban durante periodos de diez o quince años, aparentemente sin
que se tomasen medidas efectivas para evitarlo.
No es posible descartar la importancia del canon laterano, teniendo en cuenta que el
mismo estableció una obligación que generó ciertas fricciones. El encuentro entre
penitente y sacerdote en la confesión era delicado y potencialmente molesto. Sin
embargo, los resultados fueron probablemente menos dramáticos de lo que a menudo se

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ha reconocido: el rito anual podía cumplirse de una manera más bien superficial, y las
investigaciones sugieren que el rechazo tenía que ser persistente o ir acompañado de
formas de disidencia más serias para que comportase una pena o castigo.

El sacramento de la eucaristía, o misa, imponía dos obligaciones a los laicos: la


recepción anual de la eucaristía (es decir, la comunión) por Pascua, y la asistencia a la
misa de los domingos y de ciertos días festivos. El canon del Concilio de Letrán que
imponía la confesión anual obligaba también a recibir la eucaristía una vez al año,
durante el tiempo pascual, bajo pena de excomunión; de todos modos, permitía
excepciones a esta regla: «a no ser que por consejo del propio sacerdote (párroco) por
alguna causa razonable juzgare que debe abstenerse algún tiempo de su recepción». En
la Inglaterra tardomedieval, en los informes de los visitadores solo raramente figuran
acusaciones de incumplimiento de este mandato. Y cuando figuran, como en la visita de
1397 a la diócesis de Hereford, suelen ir acompañadas de otras denuncias, lo que sugiere
que, para hacerse efectiva la ejecución del castigo por incumplimiento, era fundamental
que constasen varias obligaciones que ya hubiesen sido ignoradas con anterioridad.
La obligación más pesada era la asistencia a misa los domingos y días de fiesta. Los
principales días festivos en los que era obligatoria esta asistencia eran los mismos en
toda la cristiandad occidental, aunque había considerables variaciones regionales con
respecto a otros días de fiesta menos señalados. En alguna legislación esta obligación se
especificaba con mayor precisión: había que oír toda la misa, o había que oírla en la
iglesia parroquial, y no en las iglesias de las órdenes mendicantes o en capillas privadas.
Desconocemos hasta qué punto se observaba la legislación, y probablemente hubo
diferencias considerables dependiendo de cada región y de cada época, pero la
información de que disponemos sugiere que la no asistencia a misa era común y estaba
bastante difundida. Los contemporáneos tuvieron razones para ser pesimistas. Humberto
de Romans, prior general de los dominicos, acusó a amplios sectores de la sociedad del
siglo XIII de asistir poco al templo de manera generalizada; y en el siglo XV Nicolás de
Clamanges, sin duda un inveterado pesimista, afirmaba que los días de fiesta «son pocos
los que van a la iglesia y aún menos los que asisten a la misa».
También los laicos podían mostrarse preocupados cuando los feligreses de una
parroquia se ausentaban de misa. Con ocasión de la visita de 1492 a las parroquias de

115
Norwich, los miembros laicos del jurado acusaron a nueve personas de no asistir a la
iglesia de su parroquia los domingos y días festivos. Otras tres personas fueron acusadas
de mantener abiertas las tabernas durante los servicios religiosos, y de una mujer se dijo
que observaba «una costumbre malvada con varios vecinos, que se sientan con ella y
beben durante el tiempo del servicio». El sentido práctico hacía que resultase tolerable
cierto nivel de inasistencia. Aunque a regañadientes, algunos moralistas admitieron que
existían muchas razones legítimas, o casi legítimas, que excusaban a los fieles de la
asistencia: Humberto de Romans, por ejemplo, reconocía que a los servidores
domésticos sus señores o señoras les prohibían asistir a los actos religiosos. Otra queja
era que la gente no acudía a la iglesia por razones religiosas, sino más bien para
establecer relaciones sociales o por entretenimiento. Durante el siglo XV un párroco de
Inglaterra se lamentaba de que sus feligreses «no vienen ni siquiera tres veces al año...,
meten ruido, cuentan chistes, besan a las mujeres y no prestan la mínima atención al
servicio, sino que se burlan del sacerdote, diciendo que se duerme en la misa y les retrasa
su hora de desayunar». Una asistencia irregular, por el motivo que fuese, bastaba
probablemente para frenar la acusación y el castigo potencial, a pesar de que algunos
decretos, como los del concilio de 1368 celebrado en Lavaur (Francia) impusiesen al
sacerdote el deber de amenazar con la excomunión a aquellos feligreses que no asistiesen
a misa dos domingos sucesivos sin tener buenas razones para ello.

El matrimonio, quinto sacramento, ha sido en tiempos recientes el centro de atención de


muchos estudios. Los siglos XII y XIII aportaron importantes clarificaciones sobre
cuestiones básicas acerca de cómo se producía el matrimonio, sobre su condición de
sacramento y sobre el papel de los usos locales. Los ministros del matrimonio eran los
mismos contrayentes, incluso después de que el canon 50 del concilio IV de Letrán
decretase que tenía que estar presente un sacerdote en el momento de casarse. Tratando
de reducir el número de discusiones sobre matrimonios inválidos o dudosos, las
autoridades eclesiásticas proclamaron cada vez con mayor insistencia que el matrimonio
debía ser público, «en presencia de la Iglesia», y se publicaron numerosas advertencias
contra los sacerdotes que se prestaban a oficiar en los casamientos clandestinos. A pesar
de todo, los matrimonios clandestinos continuaron siendo considerados válidos hasta el
Concilio de Trento, en el siglo XVI, y serían incluso ratificados frente a posteriores

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matrimonios celebrados en la iglesia. Los contrayentes declaraban que frecuentemente
los matrimonios se producían aprovechando el lugar y la ocasión oportunos. La variedad
de los lugares mencionados con ocasión de pleitos matrimoniales en Inglaterra durante la
Edad Media Tardía es de lo más variopinto: bajo un fresno, en una cama, en un jardín, en
un pequeño almacén o depósito, en un campo..., en una herrería, cerca de un seto, en una
cocina, al lado de un roble, en una taberna, cerca de la calzada del rey, como afirmaron
varios contrayentes (Helmholz, 1974, 29 y 49).
Aunque muchos fieles trataban de seguir las directrices de la Iglesia y, de hecho,
con frecuencia demostraban una compleja comprensión de los requisitos de esta última,
estaban, por otra parte, dispuestos a desafiar esos mismos requisitos cuando les
resultaban demasiado incómodos. El objetivo que perseguían generalmente las
autoridades eclesiásticas era aclarar las cosas. Pero donde tuvieron que corregir los
abusos, los castigos por la fornicación consistieron generalmente en multas, y se
esforzaron por regularizar por medio del matrimonio las situaciones de larga convivencia
irregular. Si los integrantes de la pareja no estaban dispuestos a casarse, se los
conminaba a separarse, haciéndoles entender que sus futuras relaciones sexuales
constituirían de por sí un matrimonio. En pocas palabras, tanto los eclesiásticos como los
laicos trataron de solucionar judicialmente las dificultades que planteaba el matrimonio,
y, aunque la Iglesia puso especial interés en la disciplina moral, lo que hizo
fundamentalmente fue precisar su papel como árbitro de pretensiones individuales y de
quejas comunitarias con respecto a los abusos de larga duración o escandalosos.

El último sacramento concerniente a los laicos era la extremaunción. Hasta el siglo IX


no se afirmó como sacramento diferenciado y, aunque encarecidamente recomendado
por escritores y concilios, nunca se consideró obligatorio ni necesario para la salvación.
La práctica fue probablemente muy variada. Parece que el rito era casi desconocido en el
alto Ariège (Pirineos franceses) a comienzos del siglo XIV; y tenemos constancia de que
en ciertas regiones la gente se opuso a él, aunque no en otras, como en Flandes. En
Inglaterra, desde mediados del siglo XIII, las autoridades religiosas, por una parte,
pedían a los laicos que mostrasen una actitud reverente cuando la hostia era llevada en
procesión a los enfermos y, por otra parte, subrayaban la obligación que tenían los
sacerdotes de acudir, incluso a medianoche, cuando eran llamados para atender a un

117
enfermo; por lo general, al administrar la extremaunción al enfermo, este solía comulgar.
La Iglesia trató de fomentar en los fieles la petición de la extremaunción, pero con
respecto a la realización del rito se responsabilizó más al clero que a los laicos, para
asegurarse de que cuando alguien pidiese el sacramento este no se demorase.

Exigencias mínimas: diezmos; domingos y fiestas; ayuno y abstinencia

El canon 54 del concilio IV de Letrán afirmó que los diezmos –es decir, la contribución
de la décima parte de sus salarios o productos que aportaban los fieles a su parroquia–
tuviera precedencia sobre todas las demás aportaciones financieras, «porque el Señor se
ha reservado diezmos para sí mismo como señal de su señorío universal». El pago del
diezmo fue probablemente la obligación no sacramental más molesta y onerosa que la
Iglesia impuso a los laicos. Mencionado reiteradamente y con distintos matices en el
Antiguo Testamento, el pago de diezmos se convirtió en obligatorio para los cristianos
durante la Temprana Edad Media. La obligación se vio respaldada por severos castigos,
tanto espirituales como civiles. La documentación que ha llegado hasta nosotros sobre la
aceptación o el rechazo que tuvo entre los laicos esta imposición es bastante
ambivalente. Durante la Temprana Edad Media los diezmos estaban en muchas
ocasiones bajo el control de los seglares, a medida que estos se fueron estableciendo
como patronos de parroquias. A pesar de los intentos llevados a cabo por movimientos
de reforma del siglo XII en adelante de devolver este derecho a la Iglesia, en muchas
regiones de Europa los laicos continuaron estrechamente implicados en el sistema en la
Edad Media Tardía, ya fuera como propietarios de los diezmos o como recaudadores de
los mismos para la Iglesia. De ahí que, en parte, la oposición al pago de los diezmos
pretendiera impedir que los laicos se aprovechasen del sistema. A menudo, más que en el
principio del pago, los debates se centraron en los derechos que permitían recibir
impuestos, y en cómo había que calcular las sumas de dinero y de productos. Como
Richard Helmholz y William Pantin resumieron, «no existió nunca una edad de oro del
pago obediente del diezmo», y «para conseguir que el sistema funcionase con fluidez se
requirió seguramente el tacto de un santo» (Helmholz, 1974, 434; Pantin, 1955, 204).
Fue necesario cierto grado de compromiso entre todas las partes implicadas.
Existen ciertos indicios de que la resistencia al pago de los diezmos fue en aumento
a finales de la Edad Media. En Italia, las ciudades de Parma, Bolonia y Reggio se

118
sublevaron abiertamente contra su pago, mientras que otras ciudades aprobaron una serie
de leyes que limitaban los poderes de los propietarios de diezmos. Sin embargo, todas
estas revueltas, más que poner en entredicho el concepto o principio de los diezmos,
estuvieron dirigidas contra los magnates laicos locales que recaudaban los diezmos o
contra la riqueza de los capítulos catedralicios, que eran los destinatarios finales de los
mismos. Donde la recogida de los diezmos suscitó conflictos, los laicos abogaron con
frecuencia por volver a un uso más estricto y evangélico, y menos temporal, del diezmo.
Los ciudadanos de Bolonia prefirieron pagar sus diezmos directamente a los pobres,
mientras que los de Reggio estuvieron de acuerdo en que nadie «fuese obligado a pagar
diezmos en el futuro, a no ser que su conciencia se lo mandase..., pero que de todos
modos los diezmos seguían siendo vinculantes para los creyentes como parte de la ley
divina». En Inglaterra, de 140 parroquias inspeccionadas durante una visita a la diócesis
de Salisbury, solo siete de ellas presentaron casos de impago de los diezmos. En el
mismo país, se pone de manifiesto cierto margen de flexibilidad en los legados
testamentarios en favor de iglesias parroquiales «por diezmos impagados», que se
convirtieron en un hecho frecuente en los testamentos durante la Edad Media Tardía. En
Norwich, por ejemplo, a finales del siglo XV los procesos judiciales por impago de
diezmos fueron raros, pero los legados testamentarios «por diezmos impagados» fueron
frecuentes, aunque las cantidades de dinero fueron en general más bien simbólicas. Esta
estrategia sugiere que los ciudadanos se habían comportado en vida con cierta libertad a
la hora de calcular sus pagos. Lo realmente importante y más positivo de este hecho es
que mucha gente entendía, sin duda, que el sistema parroquial, que ellos apoyaban en
general, dependía del pago de los diezmos.

La obligación de abstenerse de trabajar los domingos y días festivos se desarrolló


también a partir de antecedentes bíblicos. La Iglesia primitiva se había mostrado
cuidadosa a la hora de trasladar la observancia del sábado, tal como aparece en el
Antiguo Testamento, al domingo cristiano, pero el precepto de no trabajar fue
reconocido gradualmente y finalmente fue incorporado a la legislación cristiana: al
Corpus iuris civilis (Codex, 3.2) del emperador Justiniano, a las Decretalia (2.9.1) del
papa Gregorio IX y a otras legislaciones. Durante el siglo XIII, la obligación de
descansar se había generalizado, afectando a todos los domingos y a casi el mismo

119
número de días festivos. La legislación prohibía el trabajo «servil», concepto que fue
difícil de definir. Originalmente ese concepto se había utilizado para referirse a
actividades que convertían al ejecutor en esclavo (servus) del pecado; de ahí que, por
extensión, abarcase también los trabajos propensos a implicar pecado –principalmente
los trabajos hechos a cambio de ganancias terrenales– o los que eran más propios de
esclavos o siervos, a saber, trabajos manuales. En una resolución incorporada
posteriormente a las Decretalia (2.9.3), el papa Alejandro III (1159-1181) había
exceptuado el trabajo considerado necesario –p. ej., la protección de cultivos, o la pesca
cuando los días hábiles para realizarla eran pocos–, aunque posteriormente el concepto
de lo «necesario» recibió una interpretación canónica muy amplia. La legislación no solo
permitía la compra de la comida y la bebida necesarias, sino que además era
relativamente indulgente con respecto al esparcimiento y la diversión en domingos y días
festivos.
Durante el último cuarto del siglo XIV y todo el siglo XV, el no abstenerse de
trabajar en los días prescritos figura entre las acusaciones en algunas visitas parroquiales.
En Inglaterra, esto se ha podido comprobar en las visitas de la diócesis de Lincoln, y de
forma más llamativa en las diócesis de Canterbury, donde los carniceros figuran entre los
principales infractores, y de Hereford. En Flandes, el problema no lo constituyó, al
parecer, el trabajo, sino la frivolidad y la vida licenciosa; la obligación de abstenerse de
trabajar solo se convertía en un problema serio cuando había autoridades especialmente
controladoras. De hecho, parece que, en general, los días festivos tuvieron buena acogida
entre los aldeanos y los obreros, que presionaron para obtener más días de descanso e
incluso la celebración de las vigilias de los días festivos; en cambio, parece que los
terratenientes y en ocasiones la legislación sinodal se esforzaron por limitar el número de
días de descanso. Estos días festivos fueron bien recibidos al menos en parte, y una
cierta laxitud a la hora de definirlos trajo consigo que, en general, solo quienes
mostraron su disidencia de la forma más abierta y reiterada fueron perseguidos.

Con respecto al ayuno y la abstinencia, la falta de precedente bíblico podría volver


problemáticas las obligaciones. Cristo, que había sobrepasado las prescripciones del
Antiguo Testamento, declaró que todos los alimentos eran puros (Marcos 7,14-19). No
obstante, el ayuno y la abstinencia asumieron un rol importante en el ascetismo de la

120
Iglesia antigua, y así continuó siendo durante toda la Edad Media. La legislación resulta
abrumadora. Las variantes regionales eran considerables, pero el mínimo básico
consistía en ayunar los días laborables de Cuaresma, los doce días de las cuatro témporas
y las vigilias de las grandes fiestas, y en abstenerse de carne esos mismos días de ayuno
y todos los viernes, excepto aquellos que coincidiesen con fiestas de precepto. En teoría,
la infracción de estas leyes podía acarrear la excomunión. En cualquier caso, existía una
amplia lista de dispensas oficiales y, cada vez más, una actitud laxa general a la hora de
interpretar y poner en práctica las leyes que regulaban el ayuno y la abstinencia.
Originalmente, ayunar significaba comer una sola vez cada día, pero con el tiempo esta
comida se adelantó del anochecer al mediodía o a la tarde, y paralelamente se permitió
una comida ligera –una «colación»– por la noche. Muchos estaban dispensados incluso
de esta legislación: los ancianos y los enfermos, los que aún no fuesen adultos y los
casos de necesidad. Esta última categoría podía interpretarse en sentido amplio e incluir
a los viajeros e incluso a todos aquellos que realizasen trabajos manuales.
La recepción de esta legislación sigue siendo objeto de debate. Toussaert (1960,
428-434) opinaba que, al menos en la Edad Media Tardía en Flandes, fue realmente
popular. Según él, se adaptaba a la mentalidad popular, especialmente la idea de que el
ayuno era el salario del pecado: la gente lo tenía en alta estima tanto desde el punto de
vista de la salud, por compensar los excesos a la hora de comer en otras ocasiones, como
desde el punto de vista económico, por contribuir a la conservación de la carne y de
otros alimentos más escasos. Su valoración tal vez haya pecado de excesivamente
optimista, y quizá sea menos aplicable a las zonas rurales que a las ciudades. Aun así, la
legislación en este terreno tal vez no fuera tan perturbadora como aparece a primera
vista. En Inglaterra los informes que nos han llegado de las visitas parroquiales sugieren
que las acusaciones en esta materia fueron raras. En la amplia visita de la diócesis de
Hereford de 1397 no se menciona ni una sola irregularidad, y en las posteriores visitas de
la diócesis de Lincoln únicamente aparece una denuncia, debida aparentemente a que el
coadjutor se había olvidado de recordar a sus feligreses el ayuno de una de las cuatro
témporas. La violación del ayuno podía utilizarse para identificar a herejes y, de hecho,
esta acusación se adujo contra sospechosos de lolardismo. En estos casos, se suponía que
la conducta era más provocativa: ataques tajantes contra el ayuno, a veces en forma de
banquetes rituales compartidos en los que se consumía carne, y negaciones explícitas de

121
la obligación del ayuno. La flexibilidad en la legislación sobre el ayuno y la abstinencia
y cierta dosis de simpatía por los posibles efectos beneficiosos de ambas prácticas
probablemente contribuyeron a que la mayoría las tolerase de buena gana; todo hace
suponer que las autoridades eclesiásticas únicamente se preocuparon de perseguir a los
infractores descarados o persistentes, o a aquellos que se hacían sospechosos por otros
motivos.

Devociones opcionales

Además de las exigencias básicas, existía una amplia gama de actividades religiosas
abiertas a los laicos, tanto hombres como mujeres, y que en buena medida dependían
exclusivamente de la elección de cada uno. Por consiguiente, esta sección resume la
participación de los laicos en muchas de las devociones y estilos de vida religiosos que
entonces estaban a su alcance y, en amplia medida, fueron creados por ellos. Otras
cuestiones cercanas a esta son tratadas, principalmente, en los apartados 4, «Las órdenes
religiosas y las beguinas», y 6, «Liturgia, oración y misticismo».
Este será el enfoque, aun cuando no estaría de más recordar que empezar centrando
la atención en actividades particulares resulta un tanto desorientador. La vida estaba
entonces más conjuntada e integrada que hoy día, de forma que la religión formaba parte
de la vida y no se limitaba a ser un compartimento de la misma. En principio, por tanto,
sería preferible empezar hablando de la vida como un todo, que para la mayor parte de la
gente estaba influido por el cristianismo en todos sus aspectos, y a continuación ver las
actividades religiosas particulares como intensificaciones dentro de este contexto
general. La sección final de este apartado 2, titulada «Descanso, deporte y disfrute»,
tratará de aplicar este enfoque más holístico, fijando la atención en áreas de la vida que
hoy día serían consideradas fundamentalmente separadas de la religión, pero que en la
Edad Media se consideraban partes integrales de la misma.

Devoción eucarística. Anteriormente he descrito dos obligaciones básicas con respecto a


la eucaristía: comulgar al menos una vez al año y asistir a misa los domingos y fiestas de
guardar. La comunión fue durante toda la Edad Media una práctica totalmente inusitada
para la mayor parte de los laicos. Por lo que sabemos, muy pocos de ellos comulgaban

122
más de tres o cuatro veces al año, y solo los fieles muy devotos se acercaban a recibir
este sacramento semanalmente, o incluso, en casos rarísimos –como Catalina de Siena, o
Margery Kempe, de Lynn, en Inglaterra–, diariamente. Imperaba un sentimiento de
modestia e indignidad: para los laicos, la comunión diaria solo se generalizó gracias a las
recomendaciones del papa Pío X, es decir, a principios del siglo XX.
La devoción eucarística giraba en torno a la fe en la presencia de Cristo en el pan
eucarístico, una interpretación literal de las palabras que Cristo había pronunciado sobre
el pan: «Este es mi cuerpo». En el siglo XIII dos acontecimientos impulsaron este
desarrollo. Primero: en 1215, el concilio IV de Letrán formuló la doctrina de la
«transustanciación», según la cual en la misa el pan y el vino son transformados (en latín
transubstantiatis, es decir, cambiados de sustancia) en el cuerpo y la sangre de Cristo.
Segundo: en 1265, el papa Urbano IV estableció la fiesta del Corpus Christi (dos
palabras latinas que significan «el Cuerpo de Cristo»), para honrar la presencia de Cristo
en la eucaristía; esta fiesta tenía que ser observada anualmente en toda la Iglesia
occidental. Gracias a estas y otras declaraciones oficiales, así como a la gran devoción
popular, el pan eucarístico, en el que según la fe Cristo estaba realmente presente,
empezó a guardarse en un tabernáculo o píxide colgante –situado en una zona
claramente visible del templo– para que el pueblo creyente lo venerase y orase ante él;
además, este tabernáculo tenía que ser llevado en procesión en la fiesta del Corpus
Christi y en otras ocasiones.
La participación en la misa los días de labor, cuando la asistencia era voluntaria, se
convirtió en una forma popular y difundida de devoción eucarística. Por una parte, esta
participación era una expresión de gratitud por la generosidad de Dios –de hecho, la
palabra eucaristía (eucharistía en griego) significa «acción de gracias»– y, por otra
parte, se convertía para el creyente individual en abundante fuente de gracia divina. Fue,
por tanto, un medio destinado a promover la comunidad y a curar las divisiones.
En Inglaterra, las chantries (de la misma raíz que cantar) –mandas y donativos para
misas, cantadas o no, principalmente con el fin de mitigar los sufrimientos de las almas
del purgatorio– eran una institución bien asentada ya en 1300, y durante toda la Edad
Media Tardía no harían más que crecer en cuantía y complejidad. Podían abarcar desde
un solo sacerdote que celebraba un número limitado de misas hasta un considerable
colegio de clérigos. El principal deber del sacerdote era celebrar diariamente la misa por

123
el benefactor (mientras viviese y después de su muerte) y habitualmente también por
otras personas, principalmente difuntas, como los miembros de la familia, los amigos y
otros individuos a quienes el fundador quisiera agradecer algún favor, y a menudo
también por «todos los fieles que nos dejaron» y seguían todavía en el purgatorio. Las
chantries combinaban un prudente interés personal con una actitud de generosidad hacia
los demás, un profundo sentido de la comunión de todos los creyentes. Aunque
necesitaban de uno o más sacerdotes para celebrar las misas, la mayor parte de la
iniciativa de la fundación y la organización provenía de los laicos. Representaron un
rasgo prominente e imaginativo de la piedad laical. Por los testamentos tenemos muchas
noticias de fieles que al morir dejaban establecida una chantry a pequeña escala para que
se dijera cierto número de misas. Las capillas [particulares dedicadas a este fin] que se
han conservado en muchas catedrales e iglesias parroquiales dan testimonio de las
«chantries perpetuas», por las cuales el benefactor donaba dinero o propiedades para que
una sucesión de sacerdotes dijese misa diariamente «a perpetuidad». El All Souls
College [literalmente, «Colegio de Todas las Almas»] de Oxford representa la cima de la
escala. Fue fundado en 1439 por el arzobispo de Canterbury para cuarenta sacerdotes,
con el doble objetivo de que formaran una institución académica y de que ofrecieran sus
misas y oraciones por las almas del rey Enrique V y de los ingleses que habían muerto
en las guerras con Francia.
Las procesiones eucarísticas por las calles y plazas de una parroquia o ciudad,
encabezadas por un obispo o sacerdote que portaba la hostia consagrada, constituyeron
un rasgo destacado de la piedad tardomedieval. Su origen inmediato fue la institución de
la fiesta del Corpus Christi el año 1265, y tenían lugar el día de esta fiesta, que solía
celebrarse a principios del verano (el jueves siguiente al domingo de la Trinidad). De la
organización de la procesión se encargaba a veces la parroquia, o el monasterio de la
zona, o el convento de frailes mendicantes más cercano, o una fraternidad laica, o un
gremio de artesanos. La iniciativa y el apoyo de los laicos eran cruciales para el
acontecimiento. El cuadro de Gentile Bellini (1429-1507) de la procesión del Corpus
Christi alrededor de la plaza de San Marcos de Venecia, con multitud de personajes
laicos y clérigos, retrata brillantemente esta dimensión de la devoción eucarística a
finales de la Edad Media.

124
Peregrinaciones. Jerusalén, escenario histórico de la pasión, muerte y resurrección de
Cristo, continuó siendo el modelo arquetípico de toda peregrinación cristiana. Durante
todo este tiempo, excepto durante el corto periodo que sucedió a la exitosa primera
cruzada, de 1098, la ciudad estuvo bajo control musulmán, lo que no impidió que
muchos peregrinos cristianos realizaran el difícil viaje a esta meta suprema de la
devoción cristiana. Margery Kempe, que viajó desde Inglaterra a principios del
siglo XV, describió los sentimientos que había experimentado, así como el buen trato
que había recibido de los habitantes musulmanes de la ciudad:

«Y de esta manera continuamos nuestro viaje por Tierra Santa, hasta que pudimos ver Jerusalén. Y cuando la
vi –montada como estaba a lomos de un burro– di gracias a Dios con todo mi corazón; y le rogué que de la
misma manera que Él me había traído a ver la ciudad terrenal de Jerusalén, así, por su misericordia, me
concediera la gracia de ver la ciudad de la Jerusalén de arriba, la ciudad celestial... Me sentía llena de santos
pensamientos y meditaciones, llena de devota contemplación de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, llena
de las santas insinuaciones que nuestro señor Jesucristo hacía a mi alma, hasta tal punto que nunca podría
expresar con palabras estas cosas una vez pasado el instante de sentirlas, por ser tan elevadas y santas. Grande
fue la gracia que nuestro Señor me mostró durante las tres semanas que pasé en Jerusalén... Después cabalgué
en un burro hasta Belén, y cuando llegué a la iglesia de la Natividad penetré en ella para ver el pesebre donde
había nacido nuestro Señor. Me sentí dominada por una profunda devoción y en mi alma recibí muchas
palabras e insinuaciones y una enorme sensación de consolación interior... Los sarracenos me agasajaron, me
escoltaron y me guiaron a todos los lugares que yo deseaba visitar en el país, y encontré que todos eran
buenos y amables conmigo, excepto mis propios compatriotas» (Libro de Margery Kempe, caps. 25-30).

Pietro Casola, canónigo de la catedral de Milán, escribió un relato detallado de su


peregrinación a Jerusalén en 1494, cuando estaba a punto de cumplir setenta años de
edad. La cariñosa despedida de que fue objeto ilustra el apoyo popular que tanto los
laicos como el clero daban a la peregrinación:

«Rogué a su señoría reverendísima (el arzobispo de Milán) que bendijese los símbolos de mi peregrinación –
es decir, la cruz, el bordón y el morral del peregrino– y que me otorgase a mí mismo su bendición, de acuerdo
con el orden y la antigua institución que consta escrita en la Pastoral... Una vez otorgada la bendición, su
señoría me abrazó con abundantes lágrimas y, besándome afectuosamente, me dejó lleno de la paz de Dios,
rodeado por una gran multitud, de la que me fue difícil separarme, porque todo el mundo deseaba
estrecharme las manos y darme un beso» (Newett, 1907, 117).

Roma y Compostela fueron los otros dos destinos preferentes para peregrinos de la
Iglesia occidental. Con respecto a Roma, el primer «jubileo» de que tenemos noticia fue
declarado para el año 1300 por el papa Bonifacio VIII. Grandes multitudes de peregrinos
acudieron a la ciudad para ganar la indulgencia plenaria –remisión de la pena temporal
debida por los pecados ya perdonados– ofrecida por el papa a quienes visitasen la iglesia
de San Pedro y otros santuarios importantes de la ciudad. A partir de entonces, los años

125
de jubileo fueron proclamados a intervalos cada vez más cortos, de cincuenta, treinta y
tres y veinticinco años, y todos ellos atrajeron a muchos peregrinos a la ciudad, aunque
nunca más volvió a alcanzarse el éxito del jubileo de 1300. Incluso fuera de esos años
especiales, Roma fue un centro importante de peregrinación. Los registros que han
llegado hasta nosotros del hospicio de Santo Tomás (ahora Venerable Colegio Inglés),
que alojaba a los peregrinos ingleses en Roma, enumeran un promedio de unos 200
peregrinos al año entre 1479 y 1514: números significativos para un país de tamaño
medio distante de Roma. El santuario del apóstol Santiago en Compostela (España)
continuó siendo un destacado centro de peregrinación durante toda la Edad Media,
aunque la Peste Negra y el prolongado cisma papal (o Cisma de Occidente), además de
otras dificultades surgidas tanto en la ciudad de Compostela como fuera de ella,
afectaron negativamente al número de peregrinos durante los siglos XIV y XV.
Geoffrey Chaucer inmortalizó algunas peregrinaciones al santuario de Tomás
Becket en sus Cuentos de Canterbury. Laicos, clérigos y monjas peregrinaban juntos.
Los legados testamentarios de los habitantes de Norwich nos ofrecen otros ejemplos
gráficos de lo que sucedía en Inglaterra durante la Edad Media Tardía. Thomas Oudolff,
sacerdote de la ciudad, dio instrucciones a sus albaceas para que contratasen a dos
varones para que peregrinasen a santuarios locales en reparación por los pecados del
clérigo: uno de ellos debía ir con los pies descalzos a Nuestra Señora de Walsingham,
mientras que el otro tendría que presentarse «sin otra ropa que su camisa» ante el Santo
Lignum Crucis de Beccles. En 1429 Robert Baxter, antiguo alcalde Norwich, legó la
importante suma de cuarenta libras (para calcular su valor actual habría que multiplicar
esa cantidad por mil o más) a Richard Ferneys, que llevaba una vida de ermitaño en la
ciudad, «para que hiciese en mi nombre una peregrinación a Roma, dando quince veces
una gran vuelta a su alrededor, y también a Jerusalén, comportándose en ambos lugares
como se comporta un auténtico peregrino». Igualmente ambicioso, Edmund Brown, rico
mercader de la ciudad que había hecho su testamento en 1446, mandó a sus albaceas que
contratasen a tres varones para peregrinar en favor suyo: uno de ellos tenía que ir a pie al
santuario de Tomás Becket en Canterbury, otro tenía que peregrinar a Santiago de
Compostela durante el siguiente «año de gracia», y el tercero tenía que viajar «a Zelanda
o más allá, al otro lado del mar, a la peregrinación de la sangre de nuestro Señor

126
Jesucristo, llamada la Santa Sangre de Wihenhak», probablemente el santuario de
Wilsnack, en Alemania (Tanner, 1984, 62, 87).
La moneda de la peregrinación tenía también su cruz. Por ejemplo, los lolardos
ingleses condenaron reiteradamente las peregrinaciones; en particular, Juan Hus condenó
las que se dirigían al santuario de Wilsnack, en Alemania. Pero también muchos autores
ortodoxos expresaron sus reservas al respecto. Tomás de Kempis escribió estas duras
palabras en su obra La imitación de Cristo (De imitatione Christi): «Los que andan en
muchas romerías, tarde son santificados» (lib. I, cap. 23, n. 4). «Muchos corren a
diversos lugares para visitar las reliquias de los santos... Muchas veces los hombres
hacen aquellas visitas por la curiosidad de ver cosas que no han visto; y así es que sacan
muy poco fruto de enmienda, mayormente cuando andan con liviandad de una parte a
otra, sin contrición verdadera» (lib. IV, cap. 1, n. 10).

Gremios de artesanos y cofradías piadosas. La contribución de estas organizaciones a la


religión popular fue importante y variada, principalmente en las ciudades y sobre todo
durante la Edad Media Tardía. En sus actividades de grupo, se puso de manifiesto el
aspecto comunitario de la religión medieval, y a la vez el atractivo de los sentidos. Los
miembros de cada oficio o ramo de una ciudad –especialmente de las grandes ciudades–
se constituían en «gremios» con diversas responsabilidades relativas a la organización
económica, social, política y religiosa de su oficio o ramo. O bien un grupo de personas
de mentalidad afín y de una misma parroquia, o asociadas con un convento de
mendicantes o de otras órdenes religiosas, formaba una cofradía para orar y realizar
actividades caritativas y religiosas que iban más allá de lo que podía ofrecer la parroquia.
Tanto los gremios de artesanos como las cofradías piadosas dependían del clero: lo
necesitaban para dirigir sus servicios religiosos, especialmente la misa, y por otros
motivos. No obstante, los gremios y las cofradías representaron una aportación
esencialmente laica: su control estaba fundamentalmente en manos de los laicos y los
intereses de estos eran primordiales.
Para los gremios de artesanos, un acontecimiento clave era el «día del gremio» de
cada año. Solía coincidir con la fiesta del santo patrono del gremio, o con el día
destinado a recordar el acontecimiento de la vida de Cristo (nacimiento, resurrección,
ascensión, etc.) al que estaba consagrado el gremio. Normalmente las celebraciones

127
consistían en una mezcla de actividades religiosas, entre las cuales no podía faltar la
misa celebrada por los miembros vivos y difuntos del gremio, y una comida para los
miembros de la cofradía. Además, todos los gremios de una ciudad podían organizar una
celebración conjunta al año, de uno o más días de duración, en la que se mezclaban
actividades religiosas y sociales: una procesión a través de la ciudad con los miembros
de cada gremio vestidos con el uniforme distintivo de cada uno, seguida de una misa u
otros actos religiosos, y una comida comunitaria. La distinción entre lo «religioso» y lo
«social» era mucho menos obvia que en nuestros días; ambas dimensiones se fundían
entre sí. Por lo general, los gremios se responsabilizaron también de ofrecer asistencia
caritativa a los miembros que lo necesitaban. Muchos de los gremios que contaban con
mayor número de miembros y mayor poder poseían sede propia –algunas han llegado
hasta nuestros días, especialmente en los Países Bajos–, en la que desarrollaban las
actividades sociales, religiosas y caritativas del gremio.
En la Inglaterra de la Edad Media Tardía, la representación de los misterios estuvo
especialmente vinculada con los gremios de artesanos. Se han conservado ciclos de entre
una docena y cincuenta obras de teatro, basadas en los «misterios» (acontecimientos)
descritos en el Antiguo y el Nuevo Testamentos, de media docena de ciudades, entre las
que se incluyen York, Coventry, Chester y Norwich. Todas esas obras se representaban
el mismo día, generalmente la fiesta del Corpus Christi, y la representación de cada una
de ellas corría a cargo de miembros de un solo gremio, o de varios gremios juntos, y a
menudo se escenificaba sobre un carro o carreta, para que el mismo misterio pudiera
verse en varios lugares el mismo día, dando, como se cuenta del ciclo de Norwich, «una
gran vuelta por la ciudad». Las obras basadas en la pasión de Cristo y en las vidas de
santos se han conservado también en otros países, especialmente en Francia, aunque,
desde el punto de vista organizativo, en este último caso no parecen haber estado
vinculadas con gremios de artesanos, sino con catedrales o monasterios.
Las cofradías piadosas tuvieron más conciencia de ser instituciones religiosas que
gremios artesanales, y la mayor parte de ellas fueron también iniciativas más privadas
que los gremios. No se basaban en un oficio, habilidad técnica o relación comercial, sino
que respondían a las necesidades particulares de grupos de personas de una determinada
parroquia o localidad. Su objetivo más directo era el crecimiento religioso de sus
miembros, y ayudaban a los demás por medio de la oración y la caridad. Por lo general,

128
su funcionamiento económico no estuvo tan claramente definido como en los gremios
artesanales, aunque la consciencia social hizo que algunas de ellas solo admitieran a
miembros de un grupo social determinado. Algunas cofradías estuvieron estrechamente
ligadas al gobierno de la ciudad, de manera que sus socios, de forma más o menos
rigurosa, tenían que proceder del cuerpo de funcionarios de la misma. De hecho, la
distinción entre gremios artesanales y cofradías piadosas se borró a veces, tanto en la
delimitación de sus objetivos respectivos como en la realidad: hasta cierto punto, ambas
instituciones se solaparon.
Las cofradías de flagelantes fueron especialmente populares en Italia. El
movimiento flagelante, en el que grupos de varones generalmente encapuchados y en
procesión se flagelaban en público, surgió en el centro y norte de Italia durante la
segunda mitad del siglo XIII como respuesta penitencial –destinada a evitar la cólera
divina– a las guerras y las hambrunas que padecía la región y también a las profecías de
Joaquín de Fiore acerca del inminente fin del mundo. El movimiento traspasó los Alpes
y se extendió por Francia, Alemania y los Países Bajos, y a mediados del siglo XIV
cobró nuevo impulso gracias a los horrores de la Peste Negra, que en Europa empezó a
extenderse a partir de 1347. El papa Clemente VI exigió en 1349 la supresión del
movimiento, pero en Italia y en otras regiones continuó dentro del marco más regulado y
oficialmente autorizado de las cofradías de flagelantes.
Tanto los gremios como las cofradías presentaron una enorme variedad de formas
por su tamaño y complejidad. Abarcaron desde amplias y poderosas instituciones
públicas en las grandes ciudades hasta pequeñas cofradías vinculadas a iglesias
parroquiales en las zonas rurales. Sin embargo, el dato clave fue que ambas instituciones,
en su rica variedad de formas, gozaron de excepcional popularidad en la Edad Media
Tardía y constituyeron vigorosas manifestaciones del cristianismo laico. Es significativo
el hecho de que en el siglo XVI no fueran abolidas. Muchos reformadores protestantes
reconocieron su importancia y, en lugar de abolirlas, trataron de transformarlas: la
Contrarreforma católica las tuvo en alto aprecio, aunque emprendió la tarea de
organizarlas mejor.

Descanso, deporte y disfrute

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Para comprender la religión de Occidente a lo largo de la Edad Media es esencial evaluar
las actitudes de los cristianos de la época con respecto al descanso y el disfrute. Hasta
ahora, en este apartado he prestado atención a determinadas actividades religiosas, pero
estas actividades individuales han de considerarse en el contexto más amplio y más
holístico de la vida en su conjunto. Una cierta medida de descanso y disfrute se veía ya
entonces cono parte esencial de una vida equilibrada, y por tanto como deber religioso y
a la vez como parte integrante del cristianismo. Me gustaría considerar ahora más de
cerca una serie de rasgos del contexto más amplio. Lo que diga aquí será completado con
lo que se añada en el apartado 7 sobre el arte y la música. Existieron efectivamente
aspectos de descanso y disfrute, tanto de tipo individual como comunitario, en muchas
de las actividades religiosas de que hablo en otros lugares: en la oración, tanto en la
personal como en la comunitaria, y naturalmente también en la oración mística; en el
canto, por ejemplo en la liturgia; en las reuniones sociales, como la misa del domingo y
dentro de las comunidades religiosas; en las peregrinaciones; en diversas actividades
de los gremios artesanales y de las cofradías piadosas, y en otras situaciones.
Tomás de Aquino, que escribió sus obras a mediados del siglo XIII, abordó el tema
de la recreación en su Suma teológica II-II, cuestión 168. En el artículo 2 de esa cuestión
se pregunta: «¿Puede existir alguna virtud que se ocupe del juego?». El argumento del
antiguo escritor cristiano Juan Crisóstomo, según el cual «el juego no procede de Dios,
sino del diablo», solo es aplicable a quienes juegan desordenadamente, y más en
particular a quienes hacen del juego el objetivo fundamental de su vida. A continuación,
Tomás de Aquino hace suyo el consejo de san Agustín de Hipona: «Quiero que seas
indulgente contigo mismo, porque conviene que el sabio relaje de vez en cuando el rigor
de su aplicación a las cosas que debe hacer». Después, expresando su propio punto de
vista, Tomás de Aquino afirma: «El hombre necesita del descanso corporal para
reconfortar el cuerpo, que no puede trabajar incesantemente». Y completa su respuesta
con una cita de las Colaciones de los Padres, de Casiano, monje del siglo IV:

«Se cuenta del evangelista san Juan que, cuando algunos se escandalizaron al encontrarlo jugando con sus
discípulos, mandó a uno de ellos, que tenía un arco, que lanzara una flecha. Después de haberlo hecho
muchas veces, le preguntó si podía hacerlo ininterrumpidamente, a lo que el otro respondió que, si lo hiciera
así, se rompería el arco. San Juan hizo notar, entonces, que se rompería también el alma humana si se
mantuviera siempre en la misma tensión».

130
De alguna manera, las palabras de Tomás de Aquino en favor del descanso, más
que una aprobación pura y simple, parecen un reconocimiento atenuado de la flaqueza
humana, y se refieren sobre todo al descanso intelectual, más que al físico. El carácter
atenuado de la aprobación se subraya en el artículo 3, titulado «Del pecado de jugar
excesivamente», donde se señalan los límites del deporte legítimo, es decir, honesto. Sin
embargo, el artículo 4 se titula «Del pecado de no jugar lo suficiente», y Tomás de
Aquino lo explica con una aclaración más positiva:

«Va contra la razón el mostrarse pesado para con los otros, es decir, el no proporcionarles nada agradable y
comportarse siempre como el aguafiestas de los demás. Sobre ello dice Séneca: “Compórtate sabiamente, de
modo que nadie te considere áspero ni te desprecie por vil”. Pero pecar por defecto en el juego es no proferir
ni un chiste ni conseguir que los demás bromeen, por el hecho de no aceptar ni siquiera los juegos moderados
de los demás. Los que así se comportan son duros y rústicos, según dice Aristóteles».

En la cuestión 11 de la misma Suma teológica II-I, trata Tomás de Aquino el tema


del disfrute (fruitio, en latín) de forma amplia y más teórica.
Algunos moralistas medievales pueden parecernos los «aguafiestas» censurados por
Tomás de Aquino, por mostrarse excesivamente negativos a la hora de hablar del
disfrute y el descanso, insistiendo en los peligros más que en los valores positivos de
esas acciones. Sin embargo, la realidad pudo ser que la gente practicase con tal
convencimiento el deporte que necesitase cierto control y dirección para sus energías,
que el clero trató de ofrecer.
Un ámbito en que el clero mostró una actitud de decidida defensa del descanso fue
el que se refiere a la observancia de los domingos y fiestas de guardar. Cincuenta y dos
domingos y aproximadamente el mismo número de días festivos cada año estaban
exentos del trabajo, como ya he señalado anteriormente, en gran parte gracias a una
legislación iniciada por la Iglesia. Es verdad que un objetivo primario de la legislación
fue el de ofrecer al pueblo la oportunidad de asistir a misa, pero ni siquiera los moralistas
más rigoristas esperaban que la gente se pasase todo el día en la Iglesia o rezando. En
este sentido, debería reconocerse la protección por parte de la Iglesia del descanso y del
disfrute más propiamente humano: una lucha por la justicia, además, que impedía que el
trabajo de las personas vulnerables fuese objeto de explotación.

131
En los tipos de deporte practicados, se tenía en cuenta la persona como un todo y, en este
sentido –por lo general de forma más implícita que explícita–, se pretendía respetar los
misterios de la Creación y de la Encarnación. Teresa McLean (McLean, 1983) tituló así
los ocho capítulos de su libro The English at Play in the Middle Ages [Los juegos de los
ingleses durante la Edad Media]: «Al aire libre»; «Deportes con animales, caza y pesca»;
«Competiciones, justas y torneos»; «Juegos al aire libre, de casa y de jardín»; «Tablero,
mesa»; «Coro, música medieval, canto y baile»; «Teatro medieval»; «Juegos populares».
Los títulos nos dan una idea de la amplia gama de juegos y entretenimientos. Lo dicho
de Inglaterra podría aplicarse al resto de la Europa medieval, aunque, sin duda,
existieron variaciones locales y regionales, de acuerdo con el clima y el temperamento
de cada pueblo. El juego y los deportes formaron parte del fundamento y la estructura de
la vida.
La violencia que implicaban muchas de estas actividades tal vez nos horrorice a
muchos hoy día, pero realmente se trataba de una dimensión esencial. En parte, tales
actividades eran formas de violencia semiinstitucionalizada, válvulas de escape para los
impulsos competitivos y agresivos, a los que toda sociedad hace bien en ofrecer un
desahogo; y, en parte, tenían algún fin útil. La gente comía carne y pescado, y, por tanto,
la caza, la cetrería y la pesca tenían sentido. La guerra formaba parte del tejido social, lo
que obligaba a que la gente tuviese que defenderse personalmente; de ahí que
competiciones como las justas y los torneos fuesen lógicas y comprensibles. Sin duda, se
daba cierta crueldad gratuita con los animales, como en el juego del hostigamiento con
perros a los osos, o en las peleas de gallos, pero en general la gente toleraba los puntos
de vista de los demás en estas materias y se mostraba reacia a imponer su propia
corrección política a quienes pensaban de otra manera.
La mayor parte de la gente vivía muy cerca de animales. Los animales de granja,
como otros animales domésticos, vivían bajo el mismo techo, y con frecuencia en la
misma habitación que los seres humanos. Con ellos podía establecerse una relación de tú
a tú, no en un plano de total igualdad, pero sí de cierta intimidad y comprensión.
Diversos animales –y no solo los perros y los caballos– parecen haber comprendido a los
seres humanos y sus necesidades, en el sentido de haber llegado a amarlos a veces hasta
el extremo de sacrificarse a sí mismos por ellos. Sin duda, los seres humanos no les
correspondieron con la misma ternura y sacrificio, pero al menos permitieron que

132
muchos animales disfrutasen del placer de vivir con ellos y de compartir su vida, como
ha quedado bien reflejado en buena parte de la pintura medieval, y un poco más tarde, en
el siglo XVI, en el espléndido cuadro de Pieter Bruegel Cazadores en la nieve. Gran
parte del deporte medieval resulta incomprensible en absoluto si se prescinde de los
animales.
En cualquier caso, durante la Edad Media el deporte y la recreación apuntaron de
múltiples formas a misterios fundamentales del mensaje cristiano: la Creación, incluida
la del reino animal; la caída del género humano; la Encarnación; la necesidad del
esfuerzo humano, pero también del descanso y el disfrute; los misterios del dolor y del
sufrimiento; la parusía.
La recreación arquetípica, en el sentido literal de re-creación, era el acto sexual. La
relación sexual no solo se consideraba una forma eminente de recreación, y en cierto
sentido el deporte, otras formas de relajación y de recreación se miraban también como
relaciones sexuales. Este aspecto se daría más o menos por descontado, sin la menor
vergüenza o mojigatería, revelando así el gran respeto que se tenía en la Edad Media
tanto al sexo como al deporte. La misma idea queda subrayada por el hecho de que
incluso la vida espiritual –es decir, la relación con Dios– se contempló también desde un
punto de vista sexual. Muchos escritores de este periodo se expresaron con estas
categorías, muy especialmente el «misticismo del amor» de las beguinas Hadewijch y
Margarita Porete, así como las «bodas espirituales» de Jan van Ruysbroek. Por otra
parte, este alto aprecio del amor ayuda a explicar por qué la Iglesia valoró tanto el
celibato. En efecto, aunque la vida matrimonial era muy valorada y disfrutada, el
celibato permitía acceder a ese estado todavía más elevado –de hecho, era ya su
pregustación–: el verdadero disfrute (fruitio) de Dios, la visión beatífica.

133
3. Papas, concilios y príncipes
Anteriormente he mencionado al papa León IX, cuya bula de excomunión señaló el
comienzo del cisma entre Roma y Constantinopla del año 1054. Fue el primero de una
serie de papas reformadores de la segunda mitad del iglo XI. Su reforma estuvo alentada
por el deseo de liberar a la Iglesia del control laico; especialmente, asegurándose de que
los obispados y las parroquias eran ocupados por los sacerdotes adecuados, sin dejar que
los reyes y señores locales escogiesen a sus familiares y amigos, o a sus funcionarios
leales, para ocupar esos mismos puestos. Muchos estaban convencidos, especialmente en
Roma, de que solo el papado gozaba de la autoridad suficiente para enfrentarse al poder
de los gobernantes seculares y llevar a cabo las reformas necesarias en este terreno. En
este sentido, el fortalecimiento de la autoridad papal se convirtió en cuestión de vida o
muerte para el movimiento de reforma, pero esto iba a afectar a muchas relaciones,
aparte de aquellas que el papado mantenía con los gobernantes laicos. Por ejemplo, a las
relaciones con la Iglesia ortodoxa, y la fricción resultante de estos cambios explica en
parte el cisma de 1054.

Gregorio VII

El papa más decidido a llevar a cabo sus planes de reforma fue Gregorio VII (1073-
1084). De hecho, el nombre de este papa se utiliza habitualmente para designar todo este
movimiento, y, así, hablamos de la «reforma gregoriana». Sus iniciativas chocaron
contra las ideas del emperador alemán Enrique IV en una larga lista de cuestiones, pero
principalmente en el tema del nombramiento de los obispos y abades dentro de los
dominios del emperador. Finalmente, Enrique IV dio su brazo a torcer e hizo penitencia
ante Gregorio VII ante el castillo de Canosa, en el norte de Italia, donde el papa residía
en aquel momento. Más tarde, la enemistad de Enrique IV se reavivó una vez más, y
Gregorio VII murió exiliado de Roma, en Salerno. No obstante, las firmes iniciativas de
Gregorio continuaron siendo un punto de referencia para el papado durante mucho
tiempo, y en algunos aspectos incluso hasta nuestros días.

134
La expresión más clara del pensamiento reformista del papa Gregorio lo
encontramos tal vez en el documento titulado Dictatus papae. Este famoso documento,
compuesto de veintisiete apartados, fue inscrito en el registro papal, seguramente por
orden de Gregorio VII. Por tanto, es un documento de peso, y expresa el parecer del
papa, aun cuando nunca fue promulgado en forma de ley, y ha influido mucho en las
posteriores interpretaciones del papado medieval. Dice así:
1. La Iglesia romana ha sido fundada solo por Dios.
2. Solo al romano pontífice se le llama universal con razón.

3. Solo él puede deponer o reconciliar obispos.


4. Su legado preside en el concilio a todos los obispos, aunque sea de rango
inferior, y puede dictar contra ellos sentencia de deposición.
5. El papa puede deponer a los ausentes.
6. Los fieles no deben permanecer en la misma casa en que se encuentran quienes
han sido excomulgados por él.
7. Únicamente el papa está autorizado a dictar leyes nuevas a medida que lo
exijan los tiempos.
8. Únicamente el papa puede utilizar las insignias imperiales.
9. El papa es la única persona a quien todos los príncipes deben besar los pies.
10. Únicamente el nombre del papa ha de recitarse en las iglesias.

11. Su título es único en el mundo.


12. A él le es lícito deponer emperadores.
13. En caso de necesidad, al papa le es lícito trasladar de sede a los obispos.
14. El papa puede ordenar a un clérigo de cualquier iglesia que él desee.
15. La persona ordenada por el papa puede presidir otra Iglesia...
16. Ningún concilio puede ser considerado general sin orden del papa.
17. Ningún capítulo o libro puede ser tenido por canónico sin su autoridad.
18. Nadie puede invalidar una sentencia del papa; solo él puede invalidarla.

135
19. Al papa no puede juzgarlo nadie.
20. Nadie deberá atreverse a condenar a una persona que apele a la Sede
Apostólica (papado).

21. A la Sede Apostólica deben someterse las causas mayores de cualquier


Iglesia.
22. La Iglesia romana no ha errado nunca y, de acuerdo con el testimonio de la
Escritura, no errará por los siglos de los siglos.
23. Si ha sido elegido canónicamente, el romano pontífice es santificado por los
méritos de san Pedro.
24. Por orden y con permiso del papa, a las personas subordinadas les es lícito
formular acusaciones.
25. Sin necesidad de convocar un sínodo, el papa puede deponer y restablecer
obispos.
26. Nadie debe ser considerado católico a no ser que esté en conformidad con la
Iglesia romana.
27. El papa puede eximir de la fidelidad (lealtad) a los súbditos de hombres
injustos.

Siglo XII

De los papas que le sucedieron, algunos imitaron la actitud de firmeza de Gregorio VII,
mientras que otros ofrecieron un enfoque más conciliador. Siguiendo este último
enfoque, un acuerdo clave fue el Concordato de Worms, alcanzado entre el papa Calixto
II y el emperador Enrique V y firmado en la ciudad alemana de Worms en 1122. Este
concordato abordó el problema de la «investidura» (nombramiento) de obispos y abades
en el ámbito del Imperio, asunto que interesaba tanto al emperador como al papa, porque
muchos obispados y abadías eran ricas instituciones y quienes estaban al frente de ellas,
aparte de sus obligaciones directamente religiosas, ejercían una considerable cota de
poder social y político. Clero y laicado formaban parte de la misma Iglesia, por lo que
sería preferible ver el problema de las investiduras como un conflicto entre dos

136
autoridades dentro de la Iglesia, laica y clerical, más bien que como las relaciones
Iglesia-Estado que conocemos hoy día, donde la mayoría de las autoridades del Estado
pueden no ser cristianas y, como consecuencia, ambas entidades –Iglesia y Estado– son
claramente distintas.
Por el concordato, el papa aceptó que la elección de obispos y abades en el territorio
de Alemania se llevase a cabo en presencia del emperador o de un representante suyo,
aunque «sin simonía ni violencia», y, «en el caso de que surja una disputa entre las
partes interesadas, tú (el emperador), con el consejo o juicio del metropolitano y de los
obispos de la provincia, apoyarás y favorecerás al partido que tenga más derecho a ello».
El papa aceptó también que el candidato elegido recibiera del emperador las «insignias y
el cetro» (símbolos de la autoridad temporal y política) y se obligara a «cumplir sus
obligaciones legales» con respecto al emperador. A cambio, el emperador renunció en
favor de las autoridades de la Iglesia «a toda investidura por medio del anillo y del
báculo» (símbolos de autoridad espiritual), y reconoció que habría «elección canónica y
consagración libre» (es decir, sin interferencias políticas) de obispos y abades en todo su
imperio.
A nadie le sorprendería que también hubiera tensiones parecidas a estas en otros
países de la cristiandad occidental y que de vez en cuando estallaran con más o menos
fuerza. Un caso de estas características fue el protagonizado por el rey Enrique II de
Inglaterra y Tomás Becket, arzobispo de Canterbury. El enfrentamiento de ambos
culminó con el martirio de Becket, por instigación del rey, en la catedral de Canterbury
el año 1170. En este caso, el papa Alejandro III, aunque apoyaba las quejas de Becket
contra Enrique II, trató de apaciguar a ambos contendientes, aunque todo fue en vano.
El interés del papa por el progreso y mejoría de la vida cristiana se puso de
manifiesto en los seis concilios de reforma convocados y presididos por los papas
durante los siglos XII y XIII. Cuatro de estos concilios generales de la Iglesia occidental
se celebraron en el palacio de Letrán –de ahí el nombre de lateranos–, la principal
residencia del papa en Roma: Laterano I en 1123, Laterano II en 1138, Laterano III en
1189 y Laterano IV en 1215. Otros dos concilios de este mismo tipo se celebraron en
Lyon, al sur de Francia: Lyon I en 1245 y Lyon II en 1274.

Laterano IV

137
De estos seis concilios, el más conocido y completo fue el Laterano IV, convocado por
el enérgico papa Inocencio III. En sus setenta y un decretos abordó cuestiones prácticas,
más bien que teóricas. A lo largo de este capítulo me refiero en diversas ocasiones al
contenido de algunos de esos decretos y pongo de relieve el amplio espectro de su
legislación: obre la transustanciación y los sacramentos, en el apartado anterior;
sobre las órdenes religiosas, las cruzadas y la herejía, en posteriores apartados. La
preocupación por la fe cristiana se convirtió en intolerancia con respecto a los herejes
(canon 3), los judíos (cánones 67-70) y los musulmanes (canon 71). No obstante, la
legislación de este concilio pone de manifiesto el celo por la mejora moral y educativa
de laicos y de clérigos, y ese mismo espíritu late tras las medidas prácticas destinadas a
hacer realidad estos ideales.
Este celo por el mejoramiento moral y educativo, así como la atención al detalle,
están perfectamente resumidos en los cánones 10, «Sobre el nombramiento de
predicadores», y 11, «Sobre los maestros de escuela». Tras señalar que «para la
salvación del pueblo cristiano es especialmente necesario alimentarse de la palabra de
Dios», el canon 10 ordena que «los obispos han de nombrar hombres capaces de cumplir
con provecho este deber de la sagrada predicación, varones que destaquen por la fuerza
de su palabra y de sus acciones, y que estén dispuestos a visitar con cuidado a las
personas que les hayan sido confiadas... y que las edifiquen con su palabra y su
ejemplo». El canon 11 trató de asegurar una serie de servicios educativos: instrucción
«gratuita» para los clérigos y «otros estudiantes pobres» en cada catedral y, a ser posible,
en otras iglesias, así como poder disponer de un «teólogo para enseñar Escritura a los
sacerdotes y a otros fieles, especialmente para instruirlos en las materias que tienen que
ver con la cura de almas», en la catedral del arzobispo.

Bonifacio VIII

Ya he mencionado la iniciativa del papa Bonifacio VIII (1294-1303) de instituir el


primer «año santo» en 1300. Sin embargo, su pontificado se vio oscurecido por la
amarga disputa que mantuvo con el rey de Francia, Felipe IV «el Hermoso». El papa
pretendió restringir el derecho del rey a cobrar impuestos al clero de Francia, lo que
potencialmente equivalía a cortarle una importantísima fuente de ingresos a la Corona
francesa. Felipe reaccionó cortando el flujo de oro y de objetos de valor hacia Roma y

138
tomando otras medidas amenazadoras. En 1302 Bonifacio VIII le respondió con la
famosa bula Unam sanctam, que explicaba en los términos más estrictos la enseñanza ya
contenida en el documento Dictatus papae, de Gregorio VII, sobre la supremacía de la
espada «espiritual» sobre la espada «temporal». La encíclica expresó también un punto
de vista riguroso sobre la imposibilidad de salvarse fuera de la Iglesia, enseñanza que el
Vaticano II se esforzó por reinterpretar. Cito a continuación algunos pasajes clave de la
encíclica:

«Por apremio de la fe, estamos obligados a creer y mantener que hay una sola y santa Iglesia católica y la
misma apostólica, y nosotros firmemente la creemos y simplemente la confesamos, y fuera de ella no hay
salvación ni perdón de los pecados... La Iglesia, pues, que es una y única, tiene un solo cuerpo, una sola
cabeza, no dos, como un monstruo, es decir, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor... Por las
palabras del Evangelio, somos instruidos de que en esta y en su potestad hay dos espadas: la espiritual y la
temporal. Porque cuando el apóstol Pedro dijo: “Señor, aquí hay dos espadas”, el Señor no respondió: “Son
demasiadas”, sino: “Es suficiente” (Lucas 22,38). Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia,
la espiritual y la material. Mas esta ha de esgrimirse en favor de la Iglesia; aquella por la Iglesia misma. Una
por mano del sacerdote, otra por mano del rey y de los soldados, si bien a indicación y consentimiento del
sacerdote. Pero es menester que la espada esté bajo la espada y que la autoridad temporal se someta a la
espiritual... Ahora bien, someterse al Romano Pontífice, lo declaramos, lo decimos, definimos y
pronunciamos como de toda necesidad de salvación para toda humana criatura» [DzH, nn. 870-875].

El pontificado de Bonifacio VIII terminó trágicamente. Enfurecido por diversas


medidas tomadas por el papa, el rey Felipe envió un grupo de soldados para que lo
arrestasen en Anagni, al sur de Roma, donde residía de momento, con la intención de
llevarlo ante la justicia. Los soldados se apoderaron del papa y lo encarcelaron, pero,
aunque fue liberado sin tardanza por tropas italianas, murió antes de que hubiese pasado
un mes desde su vuelta a Roma. Era un hombre acabado. Tras su muerte, la reacción en
contra de la memoria de Bonifacio se puso en marcha. En la Iglesia francesa había ya
muchos que no estaban de acuerdo con sus políticas y dentro de la Iglesia italiana se
había enemistado con varias familias de la nobleza, concretamente con la poderosa
familia de los Colonna, que estaba representada por dos hermanos cardenales. Así, por
ejemplo, a Bonifacio se le responsabilizó de haber persuadido a su santo predecesor
Celestino V para que dimitiera en 1294, preparándose de ese modo el camino para su
propia elección.

El papado de Aviñón

139
El sucesor de Bonifacio, Benedicto XI, duró menos de un año. Los cardenales reunidos
en Perusa, en el norte de Italia, para elegir al nuevo papa se dividieron en dos grupos: los
que apoyaban las firmes políticas de Bonifacio y los que deseaban un acercamiento al
rey francés, que en aquel momento era el monarca cristiano más poderoso. Finalmente,
tras once meses de amargo debate, el segundo de los grupos que acabo de mencionar
salió triunfante. Bernardo de Got, a la sazón arzobispo de Burdeos, en el sur de Francia,
que mantenía una relación relativamente buena con Felipe el Hermoso, se hizo con la
mayoría necesaria de dos tercios de los votos y escogió el nombre de Clemente V. Casi
inmediatamente, se desplazó a Francia y en noviembre de 1305 fue coronado papa en
Lyon. Tras residir temporalmente en varios lugares del sur de Francia, en 1309, a
petición del rey Felipe, se estableció con la curia papal en Aviñón.
La elección de Aviñón tuvo sus razones. La ciudad era «feudo» papal (propiedad
del papado) y resultaba más segura –por contar con la protección del rey francés– que la
agitada ciudad de Roma. Con la conquista musulmana del mundo mediterráneo oriental
y del norte de África, Roma había quedado relegada a una posición fronteriza dentro de
la cristiandad occidental, mientras que geográficamente Aviñón estaba más centrada. La
exaltación del poder papal a partir del pontificado de Gregorio VII había subrayado la
importancia de la función del papa como cabeza de la Iglesia, a expensas, en cierto
modo, de su título de obispo de Roma. Esta función primaria ¿no podía desempeñarse
igualmente, o tal vez incluso mejor, dadas las circunstancias, lejos de Roma? Desde
mediados del siglo XIII varios papas habían pasado largas temporadas en el sur de
Francia. En 1244 el papa Inocencio IV (1243-1254) había huido de Roma y había pasado
los siete años siguientes en el sur de Francia, donde había presidido el Concilio de Lyon
I en 1245. El papa Gregorio X viajó en 1274 a esta misma ciudad para presidir el
Concilio de Lyon II. Varios papas de la segunda mitad del siglo XIII fueron franceses:
Urbano IV (1261-1264), Clemente IV (1265-1268) y Martín IV (1281-1285). Otros
habían estudiado en la Universidad de París. En general, el papado había adquirido un
aire francés, interrumpido por Inocencio VIII; de ahí que el desplazamiento a Aviñón se
viese como la continuación de esta tendencia.
Pronto el papado se estableció con firmeza en Aviñón. Se construyó un enorme
palacio, que todavía hoy se conserva admirablemente intacto, para acoger al papa y a la
curia papal. Los siete «papas de Aviñón» fueron franceses, más concretamente del sur de

140
Francia, y de ese mismo país fueron la mayoría de los cardenales y otros funcionarios
curiales de la época. Las críticas contra esta decisión provinieron especialmente de
Inglaterra, y se produjeron durante las primeras etapas de la guerra de los Cien Años con
Francia. De todos modos, algunos de los papas se esforzaron por mediar entre ambos
contendientes y poner fin a la guerra. La curia papal se convirtió en modelo de eficacia,
aunque no le faltaron críticas por la avidez que demostró en lo que al cobro de tarifas se
refiere y por el favoritismo en el nombramiento de funcionarios. El papado de Aviñón
tomó muchas iniciativas positivas, sobre todo por lo que se refiere a la promoción de la
enseñanza. Urbano V (1362-1370) destacó por su santidad y fue beatificado en 1870. De
todos modos, el sentimiento de que el papa debía volver a Roma, su ciudad tradicional,
era compartido por muchos cristianos de la época. El mismo papa Urbano era, en parte,
de esta opinión. En 1367 viajó a la Ciudad Eterna, donde permaneció tres años, antes de
volver en septiembre de 1370 a Aviñón, donde murió dos meses más tarde. La opinión
de su sucesor, Gregorio XI, era similar. Presionado por Catalina de Siena, que lo visitó
en Aviñón, en enero de 1377 viajó a Roma, donde murió en marzo de 1378.

Cisma papal y conciliarismo

La discutida elección que tuvo lugar tras la muerte de Gregorio XI desembocó en el


cisma papal más largo que ha conocido la historia de la Iglesia. El populacho de Roma
presionó para que los cardenales eligiesen a un italiano como nuevo papa, pensando que
si era elegido otro francés volvería a Aviñón. Pero la presión de la multitud ¿fue tan
grande como para invalidar la elección? Finalmente fue elegido el arzobispo de Bari
(Italia), que tomó el nombre de Urbano VI. En un principio fue reconocido como papa
tanto por sus electores como por diversas autoridades seculares. Sin embargo, pronto se
puso de manifiesto su difícil carácter. Según diversos testimonios de la época, era un
hombre rudo y despectivo, tanto con los cardenales que lo habían elegido como con los
dignatarios laicos que acudían a visitarlo. Como mínimo, pecaba de arrogancia y de
cierto desequilibrio mental. A la cuestión de la posible invalidez de su elección, por la
presión que el populacho romano había ejercido sobre el cónclave, se añadía ahora el
problema de su «incapacidad» para el oficio papal.
En apenas unos meses, casi todos los cardenales habían abandonado a Urbano VI,
habían declarado inválida su elección y habían elegido para sustituirlo al cardenal

141
Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII. Urbano hizo todo lo posible
por mantener Roma en su poder, lo que obligó a Clemente VII a retirarse a Aviñón,
donde estableció una curia alternativa. El cisma resultante duró casi cuarenta años.
Europa dividió su lealtad en dos partes casi iguales: Francia, gran parte de España y
Escocia se pusieron de parte de los papas de Aviñón; Italia desde Roma hacia el norte,
Inglaterra, Alemania, Europa Central y Escandinavia apoyaron a los papas de Roma; en
algunos países hubo partidarios de ambos papas, y en otros se produjeron cambios
bruscos de opinión mientras duró el cisma. Finalmente, en 1409, los dos grupos de
cardenales, con amplio apoyo, dejaron de lado a sus respectivos papas y convocaron un
concilio en Pisa, ciudad del norte de Italia, para tratar de alcanzar un acuerdo. Esta
iniciativa no hizo más que agravar la situación: se eligió a un tercer candidato que
reclamaba para sí el papado, pero los otros dos papas siguieron contando con apoyos.

El callejón sin salida del cisma se resolvió finalmente en el Concilio de Constanza, que
se celebró de 1414 a 1417. El emperador alemán Segismundo fue el principal iniciador
del concilio. Se reanudaba así la práctica habitual en la Iglesia antigua de que fueran los
emperadores orientales los que convocaran los concilios ecuménicos. La llamada del
emperador no solo fue bien acogida en la cristiandad occidental, sino que incluso recibió
el apoyo de la mayor parte de los dirigentes civiles, y de hecho la representación de los
asistentes al concilio fue muy amplia. Juan XXIII, que había sucedido a Alejandro V en
la línea que había iniciado el concilio de Pisa, apoyó inicialmente la convocatoria,
esperando que el concilio lo confirmase a él como verdadero papa. Pero, cuando
comprendió que lo que esperaba el concilio era que tanto él como los otros dos
candidatos renunciaran a sus pretensiones al papado, abandonó el concilio y trató de
disolverlo. En esta situación de emergencia, el concilio promulgó su decreto Haec sancta
(conocido a veces con el título de Sacrosancta), que afirmaba la superioridad del
concilio sobre el papa, y por tanto su derecho a tomar decisiones que sacasen a la Iglesia
de la delicada situación en que se encontraba. El decreto fue aprobado el 6 de abril de
1415, y el pasaje decisivo del mismo dice:

«Este santo Sínodo de Constanza... declara que, reunido legítimamente en el Espíritu Santo y constituido en
concilio general que representa a la Iglesia católica militante, tiene un poder recibido inmediatamente de
Cristo; y que todos y cada uno de los fieles, de cualquier estado o dignidad, incluida la papal, están obligados
a obedecerlo en aquellos asuntos que tienen que ver con la fe, la erradicación del presente cisma y la reforma
general de la Iglesia de Dios en su cabeza y sus miembros» (Decrees, 409).

142
Al papa Gregorio XII, de la línea romana, lo convencieron para que renunciase,
como de hecho hizo en julio. También Juan XXIII abdicó bajo presión. Benedicto XIII,
de la línea de Aviñón, se negó rotundamente a renunciar y fue depuesto finalmente por el
concilio. De esta manera, una vez despejado el camino, en noviembre de 1417 el
concilio procedió a elegir debidamente a Oddo Colonna, que tomó el nombre de Martín
V. Los únicos que ahora se opusieron a la legitimidad del nuevo papa fueron Benedicto
XIII, que residía en el castillo de Peñíscola, población costera del Mediterráneo español,
y el pequeño grupo de seguidores que se reunían a su alrededor.
El principal interés del Concilio de Constanza giró en torno a la resolución del
cisma papal, pero, de hecho, abordó otras muchas cuestiones. De la condena que hizo el
concilio de John Wyclef y Jan Hus hablaré en el apartado 8 –el conciliarismo no
significó liberalismo en teología o un trato más delicado para los condenados–.
Constanza trató de institucionalizar el conciliarismo por medio de su decreto Frequens,
que imponía la celebración regular de concilios generales.

De acuerdo con las exigencias de Frequens, en 1431 se reunió, como estaba previsto por
el citado decreto, un concilio en la ciudad de Basilea (Suiza), aunque el papa recién
elegido, Eugenio IV, mostró inmediatamente su oposición al mismo. Tras una
prolongada disputa con quienes habían acudido a Basilea, finalmente Eugenio IV ordenó
que el concilio se trasladase a Florencia. La mayoría de los reunidos en Basilea se
negaron a obedecer las órdenes del papa, y de esa manera coincidieron durante algún
tiempo dos concilios rivales abiertos, uno en Basilea y otro en Florencia.
Por ese mismo tiempo, el avance de las tropas musulmanas representaba una
amenaza para la ciudad de Constantinopla, mientras que entre los líderes de la Iglesia
ortodoxa crecía el número de quienes deseaban alcanzar la reunión con Roma, en parte
con la esperanza de que la reunificación pudiese incrementar la ayuda del mundo
occidental para la defensa de Constantinopla. Para discutir esta reunificación, la Iglesia
ortodoxa decidió enviar su delegación a Florencia, y no a Basilea. Aunque el decreto de
reunión Laetentur coeli (Que se alegren los cielos) fue rechazado enseguida por la
Iglesia ortodoxa, en la cristiandad occidental representó un triunfo para el papa Eugenio
y contribuyó a que el Concilio de Basilea quedase marginado. Este último concilio eligió
en 1439 como papa rival al piadoso duque de Saboya, viudo y padre de cinco hijos, que

143
tomó el nombre de Félix V. Esta arriesgada decisión del Concilio de Basilea reabrió la
perspectiva del cisma papal, que pocos vieron con buenos ojos. El concilio sobrevivió
hasta 1449, cuando finalmente se disolvió, y Félix V renunció formalmente a sus
pretensiones al papado.
A partir de ese momento, el papado no disimuló la hostilidad que sentía hacia los
decretos Haec sancta y Frequens. De hecho, no se convocó ningún otro concilio general
hasta que a comienzos del siglo XVI se celebró el V de Letrán, y el papa Pío II, en la
bula Execrabilis de 1462, condenó las solicitudes hechas al papa para que celebrara un
concilio general. No obstante, el papado nunca trató de rescindir formalmente los dos
decretos antes citados.

El papado del Renacimiento

La segunda mitad del siglo XV fue testigo de una transformación en el estilo del papado.
Los papas vivían con relativa seguridad en Roma. No volvió a hablarse seriamente de
desplazarse de nuevo de manera permanente a Aviñón, o a cualquier otro lugar distinto
de Roma. El desafío que el conciliarismo planteó a la autoridad papal fue menos
amenazador. Los papas terminaron identificándose de alguna manera con el
Renacimiento, aunque al tratar este tema hemos de ser cautos: la identificación fue
subrayada por los historiadores posteriores y hasta cierto punto fue una construcción
suya. Los papas renacentistas tuvieron muchas preocupaciones e intereses, además de
promover el arte, la arquitectura y los estudios clásicos. Desde muchos puntos de vista,
fueron personajes más medievales que modernos o renacentistas. No obstante, muchos
de ellos se preocuparon, por diversos motivos, de reconstruir la ciudad de Roma y de
proteger el arte y los estudios clásicos.

Nicolás V (1447-1454) es considerado generalmente el primero de los papas


renacentistas. Negoció con éxito la conclusión del Concilio de Basilea y la renuncia de
Félix V al papado. Amante personalmente del estudio, fue además mecenas de sabios y
artistas. Se le considera fundador de la Biblioteca Vaticana, gracias principalmente a su
enorme colección de aproximadamente 1.200 manuscritos griegos y latinos que
terminaron formando parte de la biblioteca. Se responsabilizó de la construcción o

144
reconstrucción de numerosas iglesias, palacios, puentes y fortificaciones en Roma y en
otros lugares de los Estados Pontificios. Recurrió a muchos artistas para embellecer estos
y otros edificios, especialmente a Fra Angelico. Fue cofundador, junto con el obispo
local, de la Universidad de Glasgow. Tras la caída de Constantinopla en 1453, Nicolás y
sus sucesores trataron de recabar la ayuda de la cristiandad llamando a nuevas cruzadas
contra el avance del islam. Todos ellos dedicaron mucha atención a esta obra
característica del papado medieval, pero en vano.
Entre ellos, Sixto IV (1471-1484) proclamó una cruzada cuando los turcos se
apoderaron de la ciudad italiana de Otranto y la retuvieron en su poder durante un año.
Sin embargo, el papa Sixto fue también el más destacado papa renacentista del siglo XV.
Continuó el esfuerzo de Nicolás V por embellecer la ciudad de Roma y, entre otras
obras, construyó el elegante puente sobre el Tíber que lleva su nombre, el Ponte Sisto.
La Capilla Sixtina del Vaticano y su Coro Sixtino, que hoy siguen siendo famosos, por el
hecho de llevar su nombre dan testimonio de la importancia de sus contribuciones al arte
y a la música. Promovió también los Archivos Vaticanos y se mostró especialmente
generoso con la Biblioteca Vaticana.
El español Rodrigo Borgia, que tomó el nombre de Alejandro VI (1492-1503), es el
más tristemente célebre de todos los papas del Renacimiento, o tal vez incluso de todos
los papas. Tuvo una serie de amantes, con las que engendró como mínimo diez hijos
ilegítimos, entre ellos los dos que tuvo con Giulia Farnese siendo papa. Su pontificado se
distinguió por notas tan poco evangélicas como la promoción de los intereses familiares,
y de su ilegítima prole, y la acumulación de riquezas. De todos modos, también actuó en
otras áreas. Así, por el Tratado de Tordesillas, firmado en 1494, puso el «Nuevo Mundo»
de las Américas bajo la autoridad de España y Portugal, al alcanzar un acuerdo con los
monarcas de ambos países sobre el trazado de la línea de demarcación de la zona
asignada a cada uno de ellos. Fue cofundador, junto con el obispo local, William
Elphinstone, de la Universidad de Aberdeen, en Escocia, en 1494/5. Aunque su vida
personal plantea gravísimos interrogantes, fue, en cierto modo, piadoso y defendió la
ortodoxia. Celebró a lo grande el Año Jubilar de 1500, concediendo numerosas
indulgencias. Su agria polémica con Girolamo Savonarola, el famoso predicador
dominico, terminó trágicamente con la condena y la muerte de Savonarola en la hoguera
en una plaza de Florencia. Alejandro fue un importante mecenas de los artistas del

145
Renacimiento; entre otros, contrató a Miguel Ángel para que diseñase los planos para
una reconstrucción de la basílica de San Pedro. Murió repentinamente en agosto de
1503, al parecer envenenado, tras beber una copa de vino que estaba destinada a otro
invitado.

La promoción por parte del papado de los valores asociados con el Renacimiento debería
ser debidamente valorada, y en este apartado incluyo a los papas de principios del
siglo XVI. La Reforma tendió a ver la vertiente más oscura de estos valores y la utilizó
como un garrote más que tenía a mano para descargar sus golpes contra el papado. Los
católicos de la Contrarreforma defendieron la ortodoxia doctrinal de los papas
cuestionados, pero su valoración de la personalidad de cada uno de ellos no fue mucho
más allá. Los fallos morales de los papas y su mundano estilo de vida los utilizaron
los posteriores apologistas católicos para explicar convenientemente el éxito de la
Reforma sin tener que justificar las enseñanzas de esta última. Sin embargo, el alto
aprecio de la belleza de la creación y el reconocimiento de los logros humanos, uno y
otro rasgos centrales del Renacimiento, concuerdan con la idea de la Encarnación,
creencia central del cristianismo, que afirma que Dios vino en figura humana en la
persona de Jesucristo, dando de ese modo su visto bueno a la bondad básica de la
creación y la humanidad. En este sentido, los papas del Renacimiento promovieron de
múltiples formas una visión sana y más positiva del cristianismo, lo que conllevó un
alejamiento de la espiritualidad más bien negativa que subrayaba excesivamente, por una
parte, el sufrimiento y la Cruz y, por otra, el abandono del mundo, que había
predominado ampliamente durante algún tiempo, y que tan bien representada está en La
imitación de Cristo, de Tomás de Kempis.

146
4. Las órdenes religiosas y las beguinas
Por lo que respecta a las órdenes religiosas, o la «vida religiosa», como se denominó esta
profundización del testimonio cristiano, san Benito había escrito la Regla fundamental
para el monacato en la Iglesia occidental en el siglo VI. En el siglo XII el monacato
benedictino todavía continuaba siendo la forma básica y más difundida de vida
consagrada en Occidente. Poco después, surgieron las llamadas órdenes de canónigos
(canon significa «regla») como resultado de dos hechos especialmente importantes. En
primer lugar, el crecimiento de las ciudades obligó a incrementar el número de clérigos
para atender las necesidades religiosas de los laicos. En segundo lugar, la regulación del
celibato obligatorio para todos los sacerdotes en Occidente, consagrado en el canon 7 del
Concilio de Letrán I en 1123 y más tarde reforzado por el canon 14 del Concilio de
Letrán IV en 1215, supuso que muchos sacerdotes que trabajaban en el ministerio
pastoral prefirieran vivir en comunidad y no cada uno por su lado.
Las dos órdenes nuevas de canónigos más conocidas fueron las que siguieron las
reglas de san Agustín y de san Norberto. La primera adoptó la regla que san Agustín
había escrito para los clérigos de su catedral de Hipona, que era rigurosa en lo esencial,
muy breve y especialmente sensible con respecto a la condición humana. No parece que
haya habido un claro fundador de la orden; más bien fueron surgiendo espontáneamente
una serie de comunidades que adoptaron la regla y el nombre de san Agustín. También
san Norberto (1080-1134) adoptó la regla agustiniana, pero la completó con un
importante número de normas y austeridades complementarias, como la abstinencia
completa de carne. La primera casa de la orden se fundó en Premontré, cerca de Laon, en
el norte de Francia; de ahí que su nombre alternativo haya sido el de Canónigos
Premonstratenses. Esta orden estuvo más centralizada y estrictamente controlada que los
Canónigos de San Agustín y durante la Edad Media se extendió por numerosos países
cristianos occidentales.
En esta misma época tuvieron lugar otros dos hechos importantes. San Bernardo
(1090-1153) fue la personalidad clave de una reforma del monacato benedictino que
desembocó en una nueva orden religiosa, los cistercienses (así llamados en recuerdo del

147
primer monasterio, Cîteaux, en la Francia oriental). Su austero estilo de vida y su liturgia
simplificada en comunidad, así como el énfasis que ponían en el trabajo manual,
principalmente agrícola, atrajo a muchos jóvenes. La orden se extendió rápidamente por
toda la cristiandad occidental. Los cartujos recibieron su nombre de la casa madre de la
orden, la «Gran Cartuja», que se levanta en el macizo de los Alpes franceses; a los
monasterios individuales los denominaron «cartujas». La orden fue fundada por san
Bruno (1032-1101), que se había formado en Francia y Alemania. Dentro del
monasterio, cada monje disponía de una casita propia –agrupadas en forma de un gran
cuadrángulo– donde oraba, trabajaba y comía solo. Se reunían para la celebración de
algunos actos litúrgicos, y ocasionalmente para comer y para tomar ciertas decisiones
que afectan a toda la comunidad. El estilo de vida cartujo fue esencialmente el de los
ermitaños, pero viviendo en comunidad: una reinvención occidental del primitivo
monacato egipcio. La orden mantuvo su vigor durante toda la Edad Media y ejerció una
considerable influencia sobre el conjunto de la Iglesia gracias al testimonio de su
oración, de su estilo de vida consagrada y a los diversos contactos de los monjes con el
mundo en su conjunto: a través de sus escritos, por medio de la dirección espiritual y de
otras formas. Tomás Moro vivió varios años en la cartuja de Londres antes de contraer
matrimonio en 1505, e incluso como canciller de Inglaterra volvería allí de vez en
cuando para orar y buscar inspiración. Entre los escritores cartujos más influyentes hay
que citar a Ludolfo de Sajonia (1300-1378), cuya Vida de Cristo sirvió de libro de
meditación a muchos cristianos durante siglos, y Denys van Leeuwen (1407-1471), más
conocido como Dionisio Cartujano –o Dionisio el Cartujo–, que escribió copiosamente
sobre la Sagrada Escritura, la moral, el misticismo y el islam.

Cuatro órdenes de frailes mendicantes

La aparición a lo largo del siglo XIII de las cuatro órdenes de frailes mendicantes
representó un desarrollo de enorme trascendencia en la cristiandad occidental:
franciscanos, dominicos, agustinos y carmelitas.

Franciscanos. La carismática personalidad de Francisco de Asís fue la fuente de


inspiración de la primera de esas órdenes. Hijo de un rico mercader de paños de Asís, en
la Italia del norte, Francisco experimentó una conversión religiosa y abrazó la pobreza

148
radical como signo de su completa dependencia de Dios. Pronto se le unieron otros
varones en su aventura espiritual, dando origen a la Orden de Frailes Menores (OFM),
como se llamó oficialmente. Francisco recibió el diaconado, pero no el sacerdocio, del
que se consideraba personalmente indigno. Y dentro de su orden se planteó la cuestión
de si la mayoría de los frailes debían ser ordenados sacerdotes o no. Finalmente se
impuso claramente la tendencia más clerical y sacerdotal, y la orden se dedicó a un
increíble abanico de actividades de apostolado. En otros apartados de este mismo
capítulo aparecen nombres de frailes franciscanos que destacaron como predicadores,
misioneros o teólogos. Uno de ellos fue elegido papa, Nicolás IV (1288-1292), otros
muchos fueron cardenales y obispos, entre los cuales se cuenta Juan Peckham, arzobispo
de Canterbury de 1278 a 1292. No obstante, Francisco y la mayoría de sus frailes vieron
con recelo el acceso a puestos tan destacados dentro de la organización de la Iglesia. La
mayor parte de las comunidades se instalaron en las ciudades, donde los frailes, por
medio de los contactos personales con los ciudadanos y de los servicios religiosos y
sacramentos que administraban en sus iglesias, ejercieron una enorme influencia sobre el
cristianismo urbano.

Dominicos. Domingo era un sacerdote y canónigo de la catedral de Osma (España).


Volviendo con su obispo de una misión en el norte de Europa se encontró con la herejía
de los albigenses en el sur de Francia. Se convenció de que los albigenses únicamente
podrían ser recuperados para el catolicismo por una combinación de predicación
ortodoxa y austero estilo de vida. El resultado fue la Orden de Predicadores (OP), como
se denominaron oficialmente los frailes dominicos: una nueva concepción de orden
religiosa, en la que la predicación constituyó su carisma primario. A pesar de la
diferencia de los orígenes de la OP y de la OFM, los resultados fueron llamativamente
parecidos. Desde el sur de Francia, los conventos de dominicos se extendieron
rápidamente por la mayor parte de los países de la cristiandad occidental. Habitualmente
sus comunidades se instalaron en las ciudades, donde los frailes ejercieron un intenso
ministerio apostólico. Por lo que a la Iglesia jerárquica se refiere, los dominicos han
contribuido con dos papas –Inocencio V (1276), cuyo pontificado duró apenas unos
meses, y Benedicto XI (1303-1304)–, y con un buen número de cardenales y obispos,
como Robert Kilwardby, arzobispo de Canterbury (1272-1778). Los frailes dominicos

149
colaboraron de manera muy destacada con la Inquisición, siendo especialmente conocido
Tomás de Torquemada, inquisidor general de Castilla y Aragón desde 1483 hasta su
muerte, en 1498. Entre los teólogos, habría que recordar especialmente a Alberto Magno
y al genio excelso de Tomás de Aquino. Tres de los grandes escritores místicos de la
Edad Media Tardía fueron dominicos alemanes: el maestro Eckhart, Enrique Susón
(Heinrich Seuse) y Juan Taulero (Johannes Tauler).

A mediados del siglo XIII aparecieron otras dos órdenes mendicantes. Los frailes
agustinos –distintos de los Canónigos de San Agustín– fueron organizados como orden
religiosa por el papa Inocencio IV (1243-1254), a partir, sobre todo, de grupos de
ermitaños que vivían en el norte de Italia. Entre sus miembros se contaron más tarde el
filósofo Egidio Romano (o Gil de Roma), el historiador inglés John Capgrave y el más
famoso de todos: Martín Lutero. Los carmelitas pretenden a veces retrotraer sus orígenes
a los «hijos del profeta Elías» mencionados en el Antiguo Testamento (2 Reyes 2). Lo
que sí nos consta es que en el siglo XIII seguía habiendo ermitaños cristianos en Tierra
Santa que en un determinado momento prefirieron volver a Europa para no tener que
vivir bajo dominio musulmán. También estos fueron organizados como orden religiosa
por el papa Inocencio IV.
La palabra fraile deriva del término latino frater, que significa «hermano», lo
mismo que friar en inglés, frère en francés y frate en italiano. Su uso subraya la idea de
vida en comunidad y el ejercicio del apostolado de una manera más fresca que la palabra
monje, que significa «solo» (del término griego mónos) y expresa una vida más solitaria
y la búsqueda en exclusiva de Dios. De todos modos, tanto los agustinos como los
carmelitas continuaron considerándose a sí mismos ermitaños y a la vez frailes. Así
queda reflejado, por ej., en el nombre oficial de los agustinos: Orden de Ermitaños de
San Agustín (Ordo Eremitarum Sancti Augustini = OESA). Aunque nos sea imposible
ofrecer cifras exactas, los dominicos y los franciscanos alcanzaron su máximo número
de miembros en torno al 1300: en ese momento los franciscanos eran aproximadamente
60.000 frailes, repartidos en 1.500 casas; los dominicos sumaban aproximadamente la
mitad, tanto en número de frailes como de casas. Posteriormente, los números en ambas
órdenes descendieron en términos absolutos, aunque tal vez no con respecto a la
población total de la cristiandad occidental, que se vio drásticamente reducida por la

150
epidemia de la Peste Negra y sus recidivas. Hacia 1300, los frailes agustinos sumaban
unos 8.000, repartidos en 380 casas. De todos modos, las dos órdenes más recientes
continuaron creciendo posteriormente, tanto en número de miembros como de casas.

Otras órdenes, números y críticos

Durante este tiempo se fundaron otras varias órdenes de frailes, de distinta naturaleza, y
en general de tamaño más reducido. Algunas de ellas siguen mostrando hoy día un gran
dinamismo: por ejemplo, la orden de frailes servitas, fundada a mediados del siglo XIII
por siete comerciantes de Florencia. Algunas de las órdenes masculinas fundadas
entonces respondían a necesidades concretas de la época. Los Caballeros Hospitalarios,
que prosperan hoy día como Caballeros de Malta, fueron fundados a principios del
siglo XII para atender a los peregrinos a Tierra Santa. Los caballeros templarios fueron
fundados poco después con el fin específico de defender militarmente Tierra Santa, pero
la orden fue suprimida por el Concilio de Vienne del año 1311. La orden trinitaria fue
fundada en 1198, principalmente para rescatar a cristianos que estaban cautivos de los
musulmanes. Pedro Nolasco fundó poco después la orden de la Merced por parecidos
motivos. La orden de los Canónigos Regulares de la Orden de la Santa Cruz, más
conocidos hoy día como «padres crucíferos», fue fundada a principios del siglo XIII y
abarca diversos campos del apostolado, entre ellos la predicación y la exaltación de la
liturgia. Ya he aludido al doble monasterio –es decir, de hombres y mujeres– de Whitby,
regido por la abadesa Hilda en el siglo VII. En el siglo XII, el centenario Gilbert de
Sempringham (1083-1289) fundó otro monasterio «doble» en Inglaterra. Los hombres
(canónigos) tenían la misión de ofrecer dirección espiritual y servicios litúrgicos a las
monjas. Al morir Gilbert, había nueve monasterios dobles de la orden y cuatro solo para
varones, todos ellos en Inglaterra. Cuando la orden fue disuelta por el rey Enrique VIII,
el número total de monasterios que poseía se elevaba a veinticinco.
Aunque las nuevas órdenes religiosas tendían a convertirse en centro de atención de
los contemporáneos, especialmente durante los primeros años después de su fundación,
la antigua orden de los benedictinos mantuvo su importancia durante la Edad Media
Central y la Tardía. En esencia, la vida monástica transcurría oculta tras los muros del
monasterio, pero entre los teólogos destacó de manera especial san Anselmo, que, antes

151
de convertirse en arzobispo de Canterbury en 1093, había vivido como monje en Aosta
(Italia) y Bec (Francia).

En conjunto, las cuatro órdenes mendicantes más importantes en torno al año 1300
rondaban los 100.000 miembros varones. Se ha calculado que las otras órdenes religiosas
masculinas sumaban por esas mismas fechas otros 150.000 miembros. Si los sumamos,
hacen un total de 250.000 –y aproximadamente el mismo número de sacerdotes
diocesanos– para un total de población adulta masculina de tal vez veinte millones. ¿Por
qué la vida en estas órdenes religiosas era tan popular? Es importante recordar los
ideales religiosos de las diversas órdenes, pero al mismo tiempo conviene no perder de
vista algunas consideraciones más mundanas. Al parecer, la mayor parte de los jóvenes
que engrosaban las órdenes religiosas lo hacían en el convento o monasterio que estaba
más cerca de su hogar; podemos concluir, por tanto, que en su decisión influyeron el
compañerismo y la proximidad de una forma de vida religiosa digna de esfuerzo y
razonable.

A las órdenes religiosas no les faltaron críticos. En 1215, el canon 13 del concilio IV de
Letrán prohibió la fundación de nuevas órdenes, «no sea que la excesiva variedad de
órdenes religiosas provoque una grave confusión en la Iglesia de Dios». En realidad, el
canon, que pretendía controlar la expansión, reconocía implícitamente la popularidad de
estas formas de vida. Pronto el papado se vio obligado a dispensar del canon citado para
que las nuevas órdenes de frailes carmelitas y agustinos, y otras, pudieran ser fundadas.
Monjes y frailes salieron mal parados en los retratos que de ellos trazaron tres
influyentes obras maestras de la literatura de los siglos XIII y XIV: el Roman de la Rose
(1237/80), el Decamerón, de Boccaccio, y los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey
Chaucer. Merece la pena subrayar, también, el hecho de que las órdenes religiosas fueran
eliminadas, sin apenas protestas, en los países que aceptaron la Reforma protestante.
¿Por qué? El siglo XIII había señalado la cota más alta de las órdenes religiosas, y
durante los dos siglos siguientes no se había fundado ninguna orden nueva de verdadero
relieve. La etapa final de la Edad Media mostró signos de cansancio y de falta de
creatividad. No obstante, algunas órdenes religiosas masculinas continuaron estando en

152
el centro de la Iglesia medieval tardía, y la religión popular resultaría incomprensible sin
ellas.
Hemos visto que el desarrollo inicial de la vida religiosa, en el Egipto de los siglos
III y IV, representó en gran parte un movimiento laico. Por lo que sabemos, san Benito
no fue ordenado nunca de sacerdote. Durante mucho tiempo, tanto en los monasterios
benedictinos como en el monacato céltico, solo recibía la ordenación sacerdotal el
número de monjes que fuera necesario para satisfacer las necesidades litúrgicas de la
propia comunidad, y no más. En muchas de las órdenes religiosas fundadas en plena
Edad Media surgieron tensiones entre los defensores de los enfoques laico y clerical, y
solo en la Edad Media Tardía se impuso claramente el enfoque clerical. No obstante, las
órdenes religiosas mantuvieron estrechos vínculos con el laicado. De hecho, fueron
muchos los que criticaron esta excesiva proximidad –críticas dirigidas especialmente
contra los frailes dominicos y franciscanos–, de manera que nos equivocaríamos, una vez
más, si exagerásemos las tensiones existentes entre laicos y clérigos en la Iglesia
medieval.

La mayoría de las órdenes fundaron asociaciones de «terciarios» (miembros de la tercera


orden), de las que podían formar parte los laicos, varones y mujeres, que de esa forma
participaban en las oraciones y otras actividades de la orden respectiva. Algunas de las
personalidades mejor conocidas de la época fueron terciarios de este tipo: Ramon Llull,
la mística Ángela de Foligno, la penitente Margarita de Cortona y Pietro Pettinaio, el
fabricante de peines de Siena inmortalizado por Dante, fueron terciarios franciscanos;
Catalina de Siena fue terciaria dominica.
Las mujeres gozaron de mucha menos libertad que los varones para escoger una
orden religiosa en lugar del estado del matrimonio. El número de monjas fue muy
inferior al de monjes y frailes. No obstante, hubo conventos de mujeres –que
generalmente formaban la rama femenina (llamada «segunda orden») de una orden
religiosa masculina (que era la «primera orden») en todos los países de la cristiandad
occidental. Algunas monjas se hicieron famosas ya en su tiempo, especialmente en el
ámbito de la oración. Hildegarda de Bingen (1098-1179) se hizo famosa como abadesa
del monasterio benedictino de Rupertsberg, en Alemania, y por sus escritos místicos;
Clara de Asís fue la decidida fundadora de la rama femenina de la orden franciscana,

153
conocida a menudo con el nombre de «clarisas pobres». Tres monjas del monasterio
cisterciense de Helfta, en Alemania, compusieron en el siglo XIII destacados tratados
sobre la oración mística: Matilde de Magdeburgo, Matilde de Hackeborn y Gertrudis «la
Grande».

Las beguinas

Las beguinas representaron el movimiento más innovador en el terreno de la vida


religiosa para mujeres. El origen de la palabra beguina es oscuro: podría derivar del
sencillo hábito de tela (béguin = capucha, beige = vestido de color natural) que vestían
las mujeres. De hecho, la descripción que de ellas poseemos no es del todo coherente, ni
la que hacen las propias protagonistas ni la que otros nos han dejado. María de Oignies
(1177-1213), que llevó una vida devota en Flandes y sirvió de inspiración a otras
mujeres, es considerada por muchos la fundadora del movimiento. Sin entrar en los
conventos, las beguinas optaron por vivir juntas, en pequeños grupos, en casas y
apartamentos de las ciudades. Las comunidades que formaban se llamaron «beguinajes».
Inicialmente el movimiento recibió el apoyo eclesiástico. El papa Honorio III lo aprobó
verbalmente en 1216 y el papa Gregorio IX amplió esta autorización en la bula Gloriam
virginalem, de 1233. Mateo de París (1200-1259), cronista inglés y monje benedictino,
describió el movimiento en su Chronica majora, del año 1243. A pesar del tono hostil
que utiliza en ocasiones, su descripción ofrece una preciosa y temprana prueba de este
estilo de vida y de la atracción que ejercía sobre las mujeres.

«Por estos años, especialmente en Alemania, algunas... mujeres han adoptado una profesión religiosa, aunque
es ligera. Se llaman a sí mismas “religiosas” y hacen un voto privado de continencia y simplicidad de vida,
aunque no siguen la regla de ningún santo, ni tampoco viven confinadas hasta ahora en un claustro. Se han
multiplicado de tal manera en poco tiempo que en Colonia y las ciudades vecinas su número ha sido
calculado en dos mil». El movimiento recibió un fuerte impulso secular cuando, en 1264, el rey Luis IX de
Francia fundó un beguinaje en París. En buena medida, el movimiento de las beguinas se había extendido por
Renania, el norte de Francia y los Países Bajos, aunque había iniciativas parecidas en otros países, donde se
presentaban con otros nombres. Roberto Grosseteste, obispo de Lincoln (1235-1253), en una provocativa
charla dirigida a los franciscanos que estudiaban en Oxford, alabó el estilo de vida de las beguinas incluso por
encima del de los frailes, porque aquellas practicaban la pobreza mientras «vivían de su propio trabajo». Las
beguinas son conocidas especialmente por sus escritos místicos. María de Oignies fue una de esas escritoras;
otra fue Juliana de Lieja, que inspiró al papa Urbano IV la idea de establecer la fiesta del Corpus Christi. La
mística Matilde de Magdeburgo vivió durante algún tiempo como beguina antes de profesar como monja en
un monasterio cisterciense; Hadewijch, de Flandes, se dio a conocer por el «misticismo del amor» que
desarrolló en sus escritos.

154
A comienzos del siglo XIV el movimiento cayó bajo sospecha. Margarita Porete,
beguina originaria de Flandes, fue quemada en la hoguera en París en 1310,
supuestamente por defender puntos de vista heterodoxos sobre la unión del alma con
Dios a través de la oración mística. Un año después, el Concilio de Vienne, influido por
el caso de Margarita Porete, publicó un decreto de gran envergadura contra las beguinas:

«Las mujeres generalmente conocidas como beguinas, dado que no prometen obediencia a nadie, ni
renuncian a sus posesiones, ni profesan ninguna de las reglas aprobadas, no son en realidad religiosas, aunque
vistan el hábito especial de beguinas... Así pues, Nos [el papa], con la aprobación del concilio, prohibimos
para siempre su modo de vida y lo eliminamos completamente de la Iglesia de Dios» (Decrees, 374).

El decreto concluía con una cláusula de salvaguardia: «Naturalmente, de ninguna


manera pretendemos prohibir que cualquier mujer creyente, independientemente de que
haya hecho voto de castidad o no, viva honradamente en sus casas de acogida, deseando
llevar una vida de penitencia y de servicio al Señor de los ejércitos con espíritu de
humildad». Los beguinajes sobrevivieron, pero su número disminuyó bruscamente. La
documentación relativa a las transacciones de propiedad en Colonia indican que en 1310
había en la ciudad 169 beguinajes, que en 1320 habían bajado a 62, de los que en 1400
únicamente quedaban dos. Gran parte de la inspiración original se había perdido. Si al
principio fueron pequeños apartamentos y casas, los beguinajes terminaron siendo
complejos mucho más grandes de casas, que todavía hoy podemos contemplar en
diversas ciudades de Bélgica y los Países Bajos; la mayoría de estos complejos son del
siglo XVI en adelante.

155
5. Progresos intelectuales
Durante la Edad Media Central y la Tardía, la Iglesia occidental alcanzó por primera vez
un alto grado de madurez intelectual. Adquirió el liderazgo teológico dentro del mundo
cristiano. Entre los numerosos teólogos, cinco de ellos descollaron por su originalidad e
influencia: Anselmo, Pedro Abelardo, Tomás de Aquino, Duns Escoto y Guillermo de
Ockham. También el derecho canónico experimentó un fuerte desarrollo en Occidente en
este periodo, tanto en la práctica como en la disciplina académica. Las universidades se
aseguraron un lugar central en la vida intelectual occidental desde el siglo XII en
adelante, especialmente por lo que a la enseñanza de la teología y del derecho canónico
se refiere. Se escribieron muchas obras literarias de naturaleza religiosa, entre otras las
de Dante, Geoffrey Chaucer y Christine de Pizan. En el apartado 6 hablaré de los autores
que escribieron sobre la oración y el misticismo; también ellos desempeñaron un papel
clave tanto en la vida intelectual como en la espiritual.

Cinco teólogos

Anselmo (1033-1109) nació y creció en Aosta, en el norte de Italia. Se hizo monje en el


monasterio benedictino de Bec, en Normandía (Francia), y fue escogido por el rey
Guillermo II de Inglaterra para ser arzobispo de Canterbury, oficio que desempeñó los
dieciséis últimos años de su vida. Hoy día se le conoce en cada uno de los tres países con
nombre ligeramente distinto: Anselmo de Aosta, de Bec y de Canterbury,
respectivamente. Su vida ilustra bien el carácter internacional de la cristiandad
occidental de la época, favorecido por el hecho de que el latín fuera el idioma teológico
común. Como monje, Anselmo fue un hombre de fe y oración, pero deseaba comprender
más a fondo el mensaje cristiano: «Fe que trata de comprender» («Fides quaerens
intellectum») es el lema especialmente asociado a su nombre. En las tres obras por las
que es especialmente conocido, Monologion, Proslogion y Cur Deus homo (Por qué
Dios se hizo hombre), Anselmo utilizó la razón para profundizar en la doctrina cristiana
como no lo había hecho ninguno de sus predecesores en la Iglesia occidental desde san
Agustín de Hipona. Se planteaba cuestiones y buscaba explicaciones razonables sobre

156
los misterios centrales del cristianismo: la existencia de Dios, la naturaleza de la
Trinidad, la finalidad de la Encarnación. Para demostrar la existencia de Dios elaboró el
llamado argumento «ontológico», que del concepto mismo de Dios deduce la necesidad
de su existencia. En su vida y escritos, Anselmo mantuvo un equilibrio entre fe y razón,
entre búsqueda y aceptación de la revelación divina, que desde entonces ha sido
considerado ejemplar para los cristianos.

Pedro Abelardo (1079-1142) fue el profesor más famoso de París a principios del
siglo XII. Sin embargo, muchos lo criticaron, acusándolo de destruir la fe al exaltar
excesivamente la razón. Por este motivo, sus tres obras principales fueron censuradas por
otros profesores de París, algunos de ellos celosos de las grandes multitudes que acudían
a sus conferencias: Tractatus de fide Trinitatis (Tratado sobre la fe en la Trinidad), Sic et
non (Sí y no) y Dialogus inter philosophum, Judaeum et Christianum (Diálogo entre un
filósofo, un judío y un cristiano). Nadie podría negar la penetración de sus análisis y la
amplitud de su conocimiento. Su crítico más persistente fue Bernardo de Claraval: «un
censor de la fe, no un discípulo, un corrector de su pensamiento, no un imitador», se
lamentó Guillermo de Saint Thierry en carta al mismo Bernardo. El enamoramiento de
Abelardo y Eloísa, una atractiva y brillante alumna suya, provocó la castración de
Abelardo a instancias de Fulberto, canónigo de la catedral de Notre Dame de París, tío y
protector de Eloísa, que perdió la paciencia porque Abelardo no se decidía a escoger
entre el matrimonio con su sobrina y el sacerdocio célibe. Posteriormente, Eloísa entró
en un monasterio, del que terminaría siendo abadesa, y Abelardo se hizo monje. Ambos
siguieron intercambiándose cartas, y la correspondencia que ha llegado hasta nosotros,
con su mezcla de pasión y sensibilidad a los problemas de la vida, constituye un clásico
de la literatura romántica, bien conocido en la Edad Media y que todavía hoy sigue
fascinando a sus lectores.

Tomás de Aquino (1225-1274) es el más conocido de los cinco teólogos. Después de


Agustín de Hipona, es considerado por muchos el teólogo católico más incisivo e
influyente en Occidente. Nacido cerca de Aquino, en el sur de Italia, entró siendo muy
joven en la recientemente fundada orden de los dominicos. Su más bien breve, pero
extraordinariamente productiva vida académica transcurrió como profesor en la

157
universidad de París. Como escritor abordó un abanico muy amplio de cuestiones y
comentó muchos de los libros de la Sagrada Escritura, pero su contribución más
duradera fue la Summa theologiae (o Summa theologica [en español, Suma teológica]).
Esta obra monumental, que destaca tanto por la claridad y el orden de la exposición
como por la profundidad y la ortodoxia de su pensamiento, abarca prácticamente todo el
ámbito de las cuestiones teológicas. Su temprana muerte le impidió completar el tratado
de los sacramentos. La obra ha sido considerada con razón como la gran «catedral» de la
teología medieval, por la atención que presta a los detalles y por la coherencia y la
sublimidad del conjunto. Tomás de Aquino trató incansablemente de armonizar fe y
razón, de mostrar que la revelación de Dios en Jesucristo va más allá de lo que nuestra
razón natural puede alcanzar, pero sin entrar en conflicto con ella.
La recepción de los escritos de Tomás de Aquino no estuvo libre de problemas.
Étienne Tempier, arzobispo de París, pensó que la reconciliación que proponía Tomás de
Aquino de la fe y la razón era excesivamente favorable a la filosofía de Aristóteles,
cuyas obras empezaban a estar al alcance de los lectores europeos en aquel momento.
Finalmente, en 1270 y 1277, censuró una serie de proposiciones asociadas con Tomás de
Aquino. Los dominicos defendieron categóricamente la ortodoxia de su teólogo e
incluyeron sus puntos de vista en el currículum de estudios de la orden con carácter de
enseñanza preferida. El papa Juan XXII lo canonizó en 1323, cuando las censuras
de Tempier habían sido levantadas. Más tarde, en 1567, fue declarado doctor de la
Iglesia por el papa Pío V, también dominico. La aceptación de sus puntos de vista en la
Iglesia católica con el estatuto de enseñanza privilegiada se produjo en dos etapas: la
primera, durante el siglo XVI, debido especialmente al respaldo que los papas dieron a
su enseñanza y al comentario magistral de su Summa theologiae escrito por el cardenal
dominico Tomás Cayetano; la segunda, del último cuarto del siglo XIX a la primera
mitad del siglo XX, cuando una serie de papas, empezando por León XIII, en
cooperación con la orden de los dominicos, dieron un fuerte impulso a la figura y las
ideas de Tomás de Aquino en los centros docentes de la Iglesia.

Duns Escoto (1265-1308) y Guillermo de Ockham (1285-1347), ambos procedentes de


las islas británicas. Escoto había nacido en la aldea de Duns, en Escocia. Ockham, en la
aldea de ese mismo nombre en Surrey (Inglaterra). Ambos ingresaron en la orden de los

158
franciscanos y fueron profesores en la Universidad de Oxford. Escoto enseñó también
algún tiempo en la Universidad de París y posiblemente en Cambridge. En la
historiografía posterior ambos son presentados como pensadores que ponen en tela de
juicio la síntesis de fe y razón llevada a cabo por Tomás de Aquino. ¿Está justificada
esta crítica? Ya hemos visto cómo el arzobispo de París había pensado que la síntesis
propuesta por Tomás de Aquino entre fe y razón era demasiado estrecha, de manera que
la fe corría el peligro de verse socavada por la razón y sometida a ella. También en
Inglaterra varios arzobispos sucesivos de Canterbury –Robert Kilwardby en 1277 y John
Peckham en 1284– publicaron condenas similares, al parecer con la mente puesta en
Tomás de Aquino. La inquietud que suscitó la síntesis de Tomás de Aquino fue bastante
generalizada.
Sin duda, Escoto y Ockham consideraron eminentemente positivo su propio
proyecto teológico. Escoto subrayaba la primacía del amor sobre el conocimiento, y de
la voluntad sobre la inteligencia, tanto en Dios como en los seres humanos. En este
sentido, nuestra respuesta, más incluso que de conocimiento, debería ser de amor; el
orden de importancia de Tomás de Aquino fue sutilmente alterado. Además, Escoto
introdujo una interpretación fresca y más plena de la obra redentora de Cristo. Esta obra
fue vista como expresión del amor de Dios a la humanidad, más que como una
liquidación de la deuda debida por el pecado, y fue llevada a cabo a través de la vida de
Cristo en la tierra, y no solo por su muerte en cruz. Ockham puso de relieve aspectos
algo diferentes. Recalcó la libertad y la trascendencia de Dios y la individualidad dentro
de la creación. Luchó contra los peligros que en su opinión entrañaba el hecho de reducir
a Dios a categorías humanas de pensamiento, y de exagerar las semejanzas entre los
seres humanos a expensas de su singularidad. Trató de simplificar tanto el discurso
teológico como el filosófico: «No hay que multiplicar los seres (y por tanto las
explicaciones) sin necesidad» (en latín, «Entia non sunt multiplicanda sine necessitate»)
fue el dicho que se le atribuyó, la «navaja de Ockham», como finalmente se le llamó.
Asceta intelectual, Ockham ejerció una enorme influencia en los círculos universitarios
de los siglos XIV y XV, mayor que la de cualquiera de los otros cuatro teólogos
mencionados: una fascinación comparable, por el contenido y el alcance, a la que en
tiempos recientes suscitó Ludwig Wittgenstein en los países de lengua inglesa.

159
Derecho canónico

Los veinte cánones del concilio I de Nicea, en 325, junto con otras colecciones canónicas
formadas entre los siglos II y IV, muestran claramente la importancia dada por la Iglesia
al orden, y por tanto al derecho canónico, en su propia vida interna. La mayor parte del
resto de los concilios ecuménicos del primer milenio aprobaron también algunos
cánones, como complemento de sus decretos doctrinales mejor conocidos. De hecho, los
credos o símbolos de la fe fueron considerados después parte integrante del derecho
canónico, en parte porque fueron usados como pruebas de ortodoxia. La distinción más
nítida entre derecho canónico y teología se generalizó en la Iglesia principalmente con la
promulgación del Código de derecho canónico en 1917 y 1983.
Juan Escolástico († 577) y Dionisio el Exiguo († 526/556) son considerados los dos
padres del derecho canónico, respectivamente de la Iglesia de Oriente y de la Iglesia de
Occidente. Ambos publicaron colecciones de los cánones más importantes, incluidos los
del I Concilio de Nicea. Juan Escolástico fue nombrado patriarca de Constantinopla, y su
colección, conocida como Nomocanon, se convirtió en normativa para la Iglesia de
Oriente. El Corpus de Dionisio contenía gran parte del material conciliar que se
encuentra en el Nomocanon, pero, en lugar de la legislación eclesiástica de los
emperadores orientales recogida en el Nomocanon, Dionisio incluyó una selección de
decretos papales. La obra está enteramente en latín, o bien porque reproduce los textos
originales o, principalmente en el caso de los textos conciliares, porque los traduce del
griego. Dionisio conocía ambas lenguas. Por lo que respecta a las ampliaciones
posteriores, los 102 cánones del llamado Concilio in Trullo del año 692 fueron
especialmente importantes para la Iglesia de Oriente, y siguen siendo fundamentales para
el derecho canónico de la Iglesia ortodoxa.

El cisma del año 1054 fue decisivo para el desarrollo del derecho canónico en la Iglesia
católica. Los cánones de los concilios del primer milenio se conservaron, pero la
legislación posterior fue casi exclusivamente occidental: principalmente, los decretos de
los papas y de los concilios generales. Hubo seis colecciones principales de esta
legislación. En primer lugar, el Decretum (Decretos), compilación llevada a cabo por el
monje Graciano, que enseñó en Bolonia en torno al 1140. Esta obra monumental
preservó para la Iglesia occidental el derecho canónico que los concilios y papas habían

160
ido elaborando a lo largo del primer milenio; al mismo tiempo, trató de armonizar las
divergencias existentes entre distintos cánones; de ahí que el título completo de la obra
fuera Concordantia discordantium canonum (Armonización de los cánones
discordantes). En segundo lugar, las Decretalia (Decretales), publicadas por Gregorio IX
en 1234, que contenían la legislación posterior a la publicación del Decretum de
Graciano, principalmente los decretos papales y la legislación de los concilios generales
de la época, especialmente del concilio IV de Letrán. Cuatro colecciones más pequeñas,
todas ellas occidentales por su contenido, prosiguieron la obra hasta finales del siglo XV:
el Liber sextus (publicado en 1298; «sexto» porque el contenido de las Decretalia estaba
ordenado en cinco libros), el Liber septimus papae Clementis V (1314), las
Extravagantes papae Joannis XXII (1325) y las Extravagantes communes, que incluían
varios cánones promulgados entre 1261 y 1485. Estas seis colecciones fueron publicadas
juntas por primera vez en 1499 y poco después empezaron a ser conocidas
colectivamente como Corpus iuris canonici.
Las seis colecciones ejercieron una enorme influencia en Occidente durante la Edad
Media, tanto sobre la vida y los asuntos de la Iglesia como sobre el conjunto de la
sociedad. En ellas estaba recogida la legislación que era válida para todos los cristianos
en la Iglesia católica. Existía, además, una legislación canónica de carácter local que
únicamente afectaba a determinados grupos; por ejemplo, a una orden religiosa o a los
habitantes de un determinado país o región. Por entonces, algunos se quejaban de que la
Iglesia se estaba volviendo excesivamente legalista en su mentalidad, pero no parece que
eso representara un verdadero problema para la mayoría de los cristianos, y la ley
canónica estuvo sometida siempre a las exigencias del Evangelio. La obra Provinciale
(1430), de William Lyndwood, representa un ejemplo particularmente bueno de derecho
canónico de nivel nacional. Lyndwood permite adaptar la ley a la situación nacional
inglesa, pero reconoce siempre la autoridad superior de los papas y los concilios
generales.

Universidades

La escuela de teología que funcionó durante el siglo IV en Alejandría de Egipto puede


ser considerada la universidad cristiana más antigua, y todavía hay otras ciudades del
norte de África y del occidente de Asia que podrían gloriarse de haber tenido

161
universidades en el primer milenio. No obstante, el término universidad es occidental, y
deriva de la palabra latina universitas, que significa «el conjunto o la totalidad de algo»,
p. ej., del género humano, o «corporación». El término se aplicó a veces a varios grupos
de personas, aparte de aquellas que forman una institución académica.
Las universidades más antiguas de Occidente, entendidas como sedes de
aprendizaje, emergieron claramente en el siglo XII: en Bolonia, París y Oxford, en ese
orden. Fueron reconocidas como instituciones de mayor alcance que las escuelas, y
fueron identificadas con el término universitas. En el siglo XIII se fundaron otras quince
más, entre ellas la de Cambridge en Inglaterra; en el siglo XIV rondaban el número de
veintitrés, y en el siglo XV ascendían a treinta y cuatro (las cantidades exactas son
discutibles, debido a la existencia de fusiones y cambios de localización), entre las
cuales están la de Saint Andrews, la de Glasgow y la de Aberdeen en Escocia. Se
diferenciaban mucho unas de otras por su tamaño: en torno al año 1300 París acogía a
varios miles de estudiantes, y Oxford tenía una cota de aproximadamente 1.300
estudiantes; pero había instituciones mucho más pequeñas, con capacidad para atender a
un centenar de estudiantes, o algo así. En el siglo XV, casi todos los países de la
cristiandad occidental contaban con universidades.
La principal función de las universidades era la educación de los sacerdotes: la
mayor parte de los estudiantes se estaban preparando para el sacerdocio, y algunos de
ellos se habían ordenado recientemente. Tal vez el equivalente actual más cercano lo
tengamos en la Universidad Gregoriana de Roma, con unos 2.500 alumnos, la mayoría
de los cuales son seminaristas o sacerdotes recientemente ordenados. Las tres materias
principales que se enseñaban eran Philosophia, Teología y Derecho Canónico. La
Philosophia (Filosofía) comprendía una amplia gama de materias, empezando por el
trivium (tres materias), que abarcaba Gramática, Retórica y Dialéctica, seguido del
quadrivium (cuatro materias), que abarcaba Música, Aritmética, Geometría y
Astronomía. Quienes aprobaban la licenciatura en Filosofía podían pasar a las facultades
«superiores» de Teología y Derecho Canónico. Un número muy reducido de
universidades –entre ellas la de Montpellier en Francia y la de Salerno en Italia– poseían
facultad de Medicina, en la que la mayor parte de los estudiantes eran varones laicos.
Sabemos que Eloísa asistió a varias clases magistrales de Abelardo poco antes de que las
escuelas de París alcanzasen el estatuto superior de universidad, y está claro que, más

162
tarde, podía encontrarse ocasionalmente a mujeres estudiantes en clases magistrales de la
Universidad de París y de otros sitios.

El formato básico de la enseñanza era la clase magistral. Los libros manuscritos fueron
otra importante fuente de información antes de la invención de la imprenta a mediados
del siglo XV. Todavía hoy podemos admirar la sala de la biblioteca tardomedieval de la
Universidad de Oxford, que ha sobrevivido con el nombre de sala Duke Humphrey en la
Biblioteca Bodleiana. A menudo, los libros estaban encadenados a la pared o a una
estantería para evitar robos, y muchos visitantes de la biblioteca leían de pie, no
sentados. Además de la clase magistral, eran populares también las disputationes, en las
que profesores y alumnos debatían sobre temas incluidos en el plan de estudios de
manera enérgica, pero controlada. Por medio de los llamados ejercicios quodlibetales (de
quodlibet, «cualquier cosa»), se preparaba a los estudiantes ya avanzados para responder
cualquier pregunta que pudieran hacerles dentro de su campo de estudio. En general se
animaba a los estudiantes tanto a aprender como a investigar.
El alojamiento podía buscarse o bien individualmente, alquilando una habitación en
las casas de los habitantes de la ciudad, o en pequeñas residencias, a menudo presididas
por un profesor, o en colegios más grandes, como los que todavía hoy podemos admirar
especialmente en Oxford y Cambridge. Muchas órdenes religiosas poseían residencias
propias para acoger a sus estudiantes. En Oxford el Worcester College, reservado a los
estudiantes benedictinos, y en Bolonia el convento de dominicos, han sobrevivido como
testigos de las condiciones de vida de los estudiantes de entonces.
Los efectos de las universidades se ponen de manifiesto a medida que avanzamos
en la exposición de este capítulo. Tres de los cinco teólogos más conocidos fueron
estudiantes y profesores universitarios: Tomás de Aquino, Duns Escoto y Guillermo de
Ockham. Otras muchas figuras destacadas de las que se habla en este capítulo
estudiaron, y algunas de ellas enseñaron, en una universidad. También fueron
importantes los numerosos graduados –cuyos nombres y carreras desconocemos en
muchos casos– que prestaron servicios a la Iglesia en parroquias y órdenes religiosas o
simplemente desempeñando otras funciones. Gran parte del éxito de la Iglesia medieval,
así como algunas de sus debilidades, podemos atribuírselos a las universidades de la
época.

163
Obras de literatura

Del siglo XIII en adelante, el desarrollo de las lenguas nacionales provocó un fenómeno
que influiría en el cristianismo desde muchos puntos de vista: el uso frecuente de la
lectura en voz alta de textos literarios para un público ansioso de escuchar; una forma
popular y agradable de aprendizaje.
Un libro que resultó especialmente influyente en el siglo XIII fue el Roman de la
Rose, escrito por dos clérigos franceses, Guillaume de Lorris y Jean de Meung. Su tono
parece más bien secular, incluso profano. Sin embargo, al tratar el tema del amor
humano se enfrentaron a una cuestión estrechamente relacionada con el meollo del
mensaje evangélico. La popularidad de la obra demuestra que sus relatos habían logrado
tocar los corazones y las mentes de muchos cristianos. Ramon Llull (Raimundo Lulio,
1233-1315), un hombre casado de Mallorca, escribió varios libros influyentes en catalán
en los que abordaba temas importantes para el cristianismo: Libro del gentil y de los tres
sabios, obra dedicada al tema del diálogo interreligioso; en Blanquerna, Llull da rienda
suelta en forma novelada a su esperanza en la conversión de los judíos y musulmanes,
«de forma que en todo el mundo no haya más que una lengua, una religión y una fe»
(cap. 94); el Libro de la contemplación de Dios lo escribió originalmente en árabe,
lengua que Llull hablaba con fluidez, y posteriormente lo tradujo al catalán. Llull
escribió también a menudo en latín.
Dante Alighieri (1265-1321) nació y vivió gran parte de su vida en Florencia.
Aunque laico, fue el autor más profundo de temas religiosos que escribió en su lengua
vernácula, principalmente por La divina comedia. En ella, además de sentar las bases
para el desarrollo de la lengua italiana, Dante describió los tres ámbitos o esferas del
mundo venidero: el infierno, el purgatorio y el cielo, con amplias referencias a personas
reales y a acontecimientos de su propia vida. Las reflexiones que el autor entreteje en su
estructura narrativa son de carácter filosófico y teológico; sin embargo, por su forma de
expresarlas y por su viveza, sobrepasan el escolasticismo característico de las
universidades. La perspectiva es profundamente cristiana y, por regla general, leal a la
Iglesia institucional, lo que no impide que en ocasiones se muestre apasionadamente
crítico con varios individuos, entre ellos algunos eclesiásticos y hasta algunos papas, a
quienes Dante sitúa en el infierno. La divina comedia, que fue completada ya al final de
la vida de Dante, se consolidó rápidamente como clásico europeo de primer orden. Y

164
todavía en este momento continúa siendo probablemente la obra mejor conocida de la
literatura medieval en lengua vernácula. El Decamerón, escrito en italiano por Giovanni
Boccaccio (1315-1375), gozó de amplia popularidad, aunque en conjunto es una obra
más ligera que la obra maestra de Dante. El Canzoniere, escrito en italiano por
Francesco Petrarca (1304-1374), constituye una fascinante colección de poemas que
abordan temas de la vida y de la muerte. La obra refleja las luchas de un hombre con su
humanidad y destino eterno, con misterios centrales del cristianismo.
Los Cuentos de Canterbury, escritos en inglés por Geoffrey Chaucer (1343-1400),
compiten actualmente con La divina comedia en prestigio literario, pero su tratamiento
de la religión es menos profundo. Su interés se centra en la diversidad y complejidad de
las vidas de una serie de hombres y mujeres. En este punto, la obra es admirable.
Numerosas personalidades de la Iglesia aparecen entre los peregrinos –un monje y un
fraile, dos monjas, y un cura párroco– y en los cuentos que ellos mismos cuentan, pero
en la mayoría de los casos el tono es un tanto hostil y anticlerical: la simpatía con que es
tratado el cura párroco es una excepción. También está escrito en lengua vernácula
Pedro el labrador, de William Langland (1330-1400), sacerdote del norte de Inglaterra;
esta obra es un poderoso y emotivo relato, en forma de amplio poema alegórico, que
describe el camino de la vida de un labrador que poco a poco consigue aproximarse a
Dios y a Cristo. Tampoco Langland tuvo reparos en criticar ciertos abusos de la Iglesia
de su tiempo.
Christine de Pizan (1364-1430) fue una mujer excepcionalmente erudita y prolífica
como escritora. Nacida en Italia, vivió desde muy joven en Francia y escribió en francés
medieval. Sus obras revelan una amplia gama de conocimientos e intereses, que en
muchos casos ponen de relieve preocupaciones muy modernas. Escribió sobre teoría
política, compuso poemas de amor cortés y escribió libros en defensa de los derechos y
la dignidad de las mujeres, una autobiografía titulada La vision de Christine, también el
Livre de Paix, que contiene un apasionado alegato en favor de la paz en su país,
devastado por la guerra, y el Ditié de Jehanne d’Arc (Poema de Juana de Arco) en honor
de la heroína francesa tras la victoria conseguida contra los ingleses en el sitio de
Orleans en 1429. Moralista en el amplio sentido de la palabra, Christine pone de
manifiesto la complejidad del pensamiento y de la conducta del hombre medieval y, a la

165
vez, la imposibilidad de trazar una clara distinción entre el cristianismo por una parte y
lo secular o profano por otra.

166
6. Liturgia, oración y misticismo
La liturgia, en el sentido de oración de carácter público y comunitario, continuó siendo
fundamental en la práctica católica a lo largo de todo este periodo. La misa, o eucaristía,
que celebra y renueva la obra salvadora de Cristo, constituye el corazón de la liturgia. Su
importancia crucial ha sido destacada ya varias veces en este capítulo. Aunque los ritos
(las palabras precisas utilizadas y otros detalles del ceremonial) variaran un poco, el
misterio que se celebraba era siempre el mismo: rito galicano en Francia, rito mozárabe
en España, rito ambrosiano en Milán y Lombardía, rito de Sarum y otros en Inglaterra,
rito dominico para la Orden de Predicadores, rito cartujano para las cartujas, y otras
variantes. El llamado rito romano se difundió más en el curso de la Edad Media,
ayudado en parte por el hecho de que lo adoptaran los franciscanos. Los otros seis
sacramentos –bautismo, confirmación, penitencia o confesión, matrimonio, orden y
extremaunción– siguieron formando parte integral de la liturgia. También aquí hubo
continuidad con el primer milenio y, a la vez, cierto desarrollo y variación regional. El
oficio divino, con sus ocho «horas» de maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona,
vísperas y completas, continuó siendo fundamental para las órdenes religiosas,
especialmente las monásticas, y durante la Edad Media Tardía un número creciente de
laicos rezaron también habitualmente algunas o todas esas horas por su cuenta.
Un relato casi contemporáneo de la vida de Cecilia, duquesa de York, madre de los
reyes Eduardo IV y Ricardo III de Inglaterra, ofrece una detallada descripción del orden
del día de esta devota mujer a finales del siglo XV. Las alusiones a la liturgia, la oración
y la lectura espiritual son reveladoras de la piedad tardomedieval, aunque las acciones y
los textos concretos escogidos dependieran en parte de la condición aristocrática de lady
Cecilia. El relato dice así:

«Me pareció que es un requisito comprender el orden de su propia persona por lo que a Dios y al mundo se
refiere. Ella solía levantarse cuando el reloj daba las siete, y su capellán estaba preparado para decir con ella
los maitines del día y los maitines de nuestra Señora. Y cuando ella estaba del todo preparada, escuchaba una
misa rezada en su habitación. Y una vez acabada la misa, ella tomaba algo para recrear la naturaleza; y así se
trasladaba a la capilla, para oír el servicio divino y dos misas rezadas. Después, hasta la hora de la comida,
ella se dedicaba a leer algún texto piadoso, ya sea de [Walter] Hilton sobre la Vida activa y contemplativa, o
de Buenaventura, De infantia Salvatoris [Infancia de nuestro Salvador], de la Leyenda áurea, de santa
Matilde, santa Catalina de Siena o de las Revelaciones de santa Brígida.

167
Después de la comida recibe en audiencia a todos aquellos que tienen algo que mostrarle, por espacio de
una hora. Después duerme durante un cuarto de hora. Y después de dormir, continúa orando hasta oír el
primer toque para vísperas. Después bebe algo de vino o cerveza, a su gusto. Inmediatamente su capellán está
preparado para decir con ella ambas vísperas, y a continuación ella va a la capilla y escucha vísperas
cantadas. Desde ese momento hasta la cena, y durante esta última, ella recita la lectura que se ofreció durante
la comida a quienes estaban en su presencia.
Después de cenar, ella se dispone a compartir la vida familiar con sus amables mujeres, dejándose llevar
de una honesta alegría. Y una hora antes de ir a la cama, ella toma una copa de vino, y a continuación se retira
a su gabinete privado y se despide de Dios para toda la noche, poniendo fin a sus oraciones del día, y a las
ocho está ya acostada. Encomiendo a la misericordia de nuestro Señor que le agrade el modo en que esta
noble princesa reparte las horas» (Pantin, 1955, 254).

La lista de lecturas muestra el interés que sentía lady Cecilia por el misticismo,
aunque no se nos diga expresamente si ella misma era una mística o no. Se admitía que
el estado místico era un don excepcional de Dios, dado por Dios a pocos –al menos en su
forma plena y dilatada– y algo, por tanto, que no todos podían atribuirse o tener
expectativas de alcanzar. Se reconocía, además, que se trataba de un don, en buena parte,
escondido, que solo Dios y el interesado conocían, y parcialmente revelado a otros,
principalmente a través de las comunicaciones de quienes, por diversos motivos y a
menudo a través de intermediarios, trataban de describir sus experiencias, débil e
imperfectamente, en obras escritas. Aunque el misticismo es imposible de definir, Jean
Gerson, que escribió a principios del siglo XV, hizo una nítida descripción del mismo al
definirlo como «un conocimiento de Dios por experiencia alcanzada gracias al abrazo
del amor unitivo» (Theologia mystica, consid. 28).

La Edad Media Central y la Tardía conocieron un impresionante número de miembros


de la Iglesia occidental que se describieron, o los describieron los demás, como místicos,
y que dieron pruebas en favor de este estado privilegiado. El número de mujeres entre
ellos es llamativo. Tal vez las mujeres expresen el amor místico por el varón Cristo de
manera más inmediata y natural que los varones. Algunos de estos místicos ya han
aparecido en este capítulo; otros se mencionarán aquí por primera vez.
En el siglo XII, la abadesa alemana Hildegarda de Bingen elevó a un nuevo nivel la
descripción de la experiencia mística con sus escritos, en particular con Scivias (Conoce
los caminos), donde trató de describir sus visiones de lo divino. La intimidad con Dios
contribuyó a convertir a Francisco de Asís en el santo y místico más famoso del
siglo XIII. Él fue la primera persona de la que ha quedado constancia que recibió
«estigmas», es decir, heridas en su cuerpo que representan las señales de la pasión de

168
Cristo. Este siglo produjo una serie de mujeres que escribieron admirables tratados
místicos basados en sus propias experiencias: Matilde de Magdeburgo, Matilde de
Hackeborn y Gertrudis «la Grande», todas ellas monjas de la abadía cisterciense de
Hefta, en Alemania; tres beguinas flamencas, María de Oignies, Juliana de Lieja y
Hadewijch; y Ángela de Foligno, que se consagró a la vida de oración tras la muerte de
su esposo.
Los siglos XIV y XV fueron testigos de un nuevo florecimiento del misticismo
dentro de la Iglesia católica. Entre los varones, destacaron sobre todo tres frailes
dominicos alemanes: el maestro Eckhart, Enrique Susón y Juan Taulero; de Inglaterra
habría que mencionar al sacerdote diocesano Walter Hilton, al sacerdote ermitaño
Richard Rolle y al autor anónimo de La nube del no saber. La nube es especialmente
estimulante para aquellas personas que experimentan dificultades al orar y se sienten
separadas de Dios. También fue notable el español Ramon Llull, cuyos escritos incluyen
varias obras sobre misticismo.

Entre las mujeres de la Edad Media Tardía, Catalina de Siena fue la mística mejor
conocida y, de hecho, la santa más famosa de su tiempo. Hija de un rico tintorero de
Siena, su intensa y prolongada vida de oración empezó cuando era muy joven. Se negó a
contraer matrimonio y continuó viviendo en casa de sus padres, donde muchos acudían a
visitarla. Catalina no dudó en intervenir en los asuntos públicos cuando lo consideró
necesario: anteriormente he indicado su visita a Aviñón con la idea de convencer al papa
de que volviese a Roma; también aconsejó y dio un apoyo moderado al papa Urbano IV.
Intervino en varias disputas entre la ciudad de Florencia y el papado. Pero Catalina fue
conocida sobre todo por su vida de oración y por la dirección espiritual que impartió a
muchas personas. De la oración, tanto la de intercesión por otros como la mística, habla
en diversas obras: en cartas escritas o dictadas por ella (casi 400 han llegado hasta
nosotros); en el Diálogo, que es la síntesis de su enseñanza, y en varias «oraciones» que
compilaron sus seguidores a partir de las palabras que ella misma pronunció durante sus
meditaciones y experiencias místicas. Catalina de Siena fue la primera mujer de la que se
afirma que llevó los estigmas. Murió joven, a la edad aproximada de treinta y tres años,
en 1380, y fue canonizada por el papa Pío II en 1460. Siguiendo en Italia, las admirables
experiencias místicas de Catalina de Génova (1447-1510) fueron publicadas

169
posteriormente, en 1551, con el título de Vita et doctrina. Catalina compaginó la vida de
oración con el cuidado de los enfermos en un hospital de Génova; su marido se le uniría
más tarde en este trabajo.

Margarita Porete nació probablemente en Henao, actualmente en Bélgica, y formó


parte del movimiento de las beguinas. Fue una de las dos famosas místicas que entraron
en conflicto mortal con las autoridades de la Iglesia. Que el caso de Margarita fuera
excepcional en este sentido indica el amplio apoyo que la Iglesia medieval prestó al
misticismo y a la oración. Fue quemada en la hoguera en París en 1310 –después de
haber sido condenada por la Inquisición, fue entregada a las autoridades civiles para el
castigo– por continuar promoviendo su tratado místico, titulado Le miroeur des simples
âmes (El espejo de las almas sencillas). Aunque desde muchos puntos de vista es una
obra bella y profunda, en ella estaba latente el doble peligro de que, por una parte, su
enseñanza condujese al panteísmo –la unión mística era tan íntima que la absorción en
Dios conducía a la pérdida de la identidad humana del individuo– y de que, por otro
lado, al ser tan íntima la unión con Dios, el místico terminase creyéndose invulnerable al
pecado. Juana de Arco es más conocida por sus éxitos militares en la liberación de
Francia, pero es evidente que se trataba de una joven que estaba en estrecho contacto con
Dios por medio de la oración. Las «voces» divinas que ella decía oír fueron centrales en
su vida y misión, así como en el origen de su fama. Sus visiones fueron declaradas
«falsas y diabólicas» en el juicio que la condenó en 1430 y, sin duda, fueron uno de los
muchos factores que condujeron a su ejecución en la hoguera al año siguiente.
Posteriormente, Juana de Arco recuperaría su reputación y en 1920 fue declarada santa
por la Iglesia.
En Inglaterra, Juliana de Norwich, que llevó una vida de anacoreta en medio de la
ciudad, describió sus visiones en Revelations of Divine Love [Revelaciones del amor
divino]; y El libro de Margery Kempe ofrece vivas descripciones de las experiencias
místicas de esta ciudadana de Lynn. El énfasis de Juliana en el amor de Dios, su
descripción de la maternidad y de la naturaleza femenina de Dios y su tono optimista,
expresado en las palabras que le fueron reveladas, «Todo estará bien y todo tipo de cosas
estará bien», que parecen ofrecer una esperanza de salvación para todo el mundo, son
todas ellas ideas que concuerdan bien con preocupaciones modernas. Juliana insinúa
también que los cielos se están convirtiendo en nuestros yoes auténticos; que nuestras

170
deficiencias no se destruyen, sino que se transforman en algo bueno; que en Dios existe
también una dimensión de amante bromista; que las personas que viven rodeadas de
dificultades y peligros pueden llegar a estar cerca de Dios. Ya en vida Juliana se granjeó
fama de santidad, pero sus Revelaciones solo fueron bien conocidas en el siglo XX. Hoy
día, traducidas al inglés moderno y a muchas otras lenguas, son quizá el tratado místico
medieval que cuenta con más lectores.

La oración mística fue un rasgo notable de la religión tardomedieval, aunque quizá hoy
día sea objeto de mayor atención que en el momento histórico en que surgió. Muchos
místicos se mostraron cautelosos a la hora de valorar la importancia de este don
extraordinario. Para la gran mayoría de la gente, oración era sinónimo de misa, oficio
divino, otras oraciones que se recitaban individual o comunitariamente, y meditación o
contemplación.

171
7. Arte, arquitectura y música
Con respecto a la cultura visual –en su sentido más amplio–, la Edad Media Central y la
Tardía las recordamos hoy día sobre todo por las catedrales de los siglos XII y XIII y por
la pintura de comienzos del Renacimiento. Aunque gran parte del legado medieval ha
desaparecido, sigue siendo notable lo que sobrevive. El Concilio de Nicea II del año 787
había defendido el arte religioso. De ahí que, en buena parte, el presente apartado
examine los frutos que produjo en Occidente el crucial decreto del citado concilio. El
término gótico, que hoy utilizamos para describir el arte y la arquitectura del Occidente
medieval, fue introducido a finales del siglo XV y tenía un sentido más bien peyorativo:
era el arte que entonces se asociaba con los primitivos pueblos godos que habían
destruido el Imperio romano; dicho arte se contraponía al noble arte clásico del Imperio
que el Renacimiento trataba de imitar. Cuando el arte medieval suscitó de nuevo el
interés de los europeos durante el siglo XIX, se mantuvo el calificativo de gótico y se
acuñó el término neogótico para referirse al nuevo arte resultante del renacido interés por
la Edad Media. En conjunto, la Edad Media Central y la Tardía aportaron novedades
culturales decisivas que han influido profundamente en el catolicismo, y en el
cristianismo más en general, desde entonces.

Iglesias y otros edificios

La iglesia catedral de Chartres, situada a poco más de 80 kilómetros al sur de París, fue
construida y decorada entre 1130 y 1230. Son muchos los que la consideran el edificio
temprano más puro en el nuevo estilo «gótico». Sus arcos apuntados han sustituido a los
de medio punto típicos del estilo románico, como se denominó la arquitectura propia del
periodo anterior. En el edificio de la catedral hay ahora elevación y majestad, acentuadas
por su perfecta ubicación en lo alto de la colina. Igualmente impresionante es el arte
brillante y profundamente religioso de las estatuas y las vidrieras que adornan el edificio.
Pronto otras catedrales e iglesias de extraordinaria calidad surgieron también en este
nuevo estilo en diversas ciudades del norte de Francia. Las más notables son las
catedrales de Ruan, Reims y Amiens; en París, la catedral de Notre Dame y la Santa

172
Capilla, que mandó construir el rey Luis IX; y, aproximadamente al mismo tiempo que
la catedral de Chartres, la iglesia de la abadía de Saint-Denis, al norte de París, que
contiene las tumbas de muchos reyes de Francia.

El nuevo estilo se impuso también en otros lugares. Las espléndidas catedrales


construidas en Inglaterra sufrieron el influjo francés, pero conservaron características
típicamente insulares. Las vidrieras de la catedral de York, y la fachada oeste de la
catedral de Wells, que contiene unas 300 figuras de ángeles, santos y representantes de la
realeza, son delicados ejemplos de trabajo artístico. La mayoría de los templos
parroquiales de Inglaterra fueron reconstruidos en el nuevo estilo, denominado a veces
«gótico perpendicular inglés», durante los siglos XIV y XV. Muchos de esos edificios
han llegado hasta nosotros en gran parte intactos. Igualmente impresionantes para la
gente del pueblo de entonces fueron las iglesias y casas de las órdenes religiosas
construidas en estilo gótico; no obstante, la disolución de las órdenes religiosas en los
países protestantes, y diversos conflictos en los países que continuaron siendo católicos,
han hecho que lo que sobrevive de esta arquitectura sea mucho menos. Esta acción del
tiempo podemos intuirla, p. ej., en el convento dominico de Norwich, que en la época de
la Reforma fue convertido en ayuntamiento de la ciudad, y todavía hoy se conserva
llamativamente intacto, o en los dibujos del siglo XVIII y en los escasos restos que han
llegado hasta nuestros días de la iglesia del monasterio de Cluny, en Francia, que fue el
templo más grande de la cristiandad occidental hasta que en el siglo XVI se reconstruyó
la basílica de San Pedro de Roma.

El nuevo estilo arquitectónico dejó honda huella en los edificios universitarios. De


estos, los mejor conservados son los de las universidades de Oxford y de Cambridge,
especialmente el New College y la iglesia universitaria de Santa María Virgen en
Oxford, y el King’s College, con su bellísima capilla, en Cambridge. En la ciudad polaca
de Cracovia se conserva en excelentes condiciones el elegante patio de la Universidad
Jaguelónica, de finales del siglo XIV. En París, la reestructuración de la ciudad llevada a
cabo por el barón Haussmann en el siglo XIX hizo desaparecer casi todos los edificios
que continuaban en pie de la universidad medieval. Esto mismo es aplicable a la
Universidad de Bolonia: para hacernos una idea de ella hemos de basarnos en dibujos y
otros recuerdos de la época más en que los edificios que han sobrevivido hasta nuestros
días.

173
A pesar del predominio de la arquitectura «gótica» en sus diversas formas, hemos de
tener en cuenta la arquitectura de los dos siglos anteriores: la que sobrevivió del periodo
tardío del Imperio romano y sus secuelas, y, en segundo lugar, los edificios que han
llegado hasta nosotros de estilo románico. Así, por ejemplo, en la Roma medieval las
cuatro basílicas mayores –San Pedro del Vaticano, San Juan de Letrán, Santa María la
Mayor y San Pablo Extramuros– continuaron siendo esencialmente edificios de los
siglos IV y V, hasta que a finales del siglo XIV un incendio destruyó San Juan de Letrán.
En otros lugares han sobrevivido muchos más ejemplos de esta arquitectura primitiva
que hoy llaman nuestra atención. Notables ejemplos de arquitectura románica,
principalmente del siglo XII, son, entre otras, las catedrales de Lund en Suecia y de
Durham en Inglaterra, así como la catedral de San Magnus en la isla de Mainland
(Orcadas), situada al norte de la costa escocesa.
En Italia, el Renacimiento provocó en el siglo XIV un renovado interés por la
arquitectura del Imperio romano. Filippo Brunelleschi fue el iniciador indiscutible de
este retorno a la arquitectura «clásica» y la catedral de Florencia su monumento más
famoso. También trabajó en Florencia Leone Battista Alberti. En el siglo XVI, con
Donato Bramante y Miguel Ángel, la arquitectura renacentista trasladó su cuartel general
a Roma.

También aquí existió la otra cara de la moneda, en el sentido de que algunos se


opusieron a ciertas muestras de grandeza arquitectónica. Parece que la hostilidad estuvo
dirigida principalmente contra los grandes edificios de algunas órdenes religiosas y a
menudo estuvo vinculada con el rechazo que suscitaban sus extensas tierras y
propiedades. Esto explica en parte por qué la disolución de ciertas órdenes religiosas y la
confiscación o destrucción de sus propiedades suscitó tan escasa oposición en los países
que aceptaron la Reforma. Especialmente durante la Edad Media Tardía, las ricas casas
de las órdenes religiosas y sus amplios edificios fueron escogidos en ocasiones como
blancos de los ataques. Por ejemplo, en 1381, durante la revuelta de los campesinos
ingleses, fueron atacados los edificios de los monasterios de Saint Albans y Bury Saint
Edmunds; el priorato catedralicio de Norwich fue asaltado en 1272 y en 1453. A veces la
oposición tenía miras más amplias y se dirigía en principio contra los edificios de las
iglesias, y especialmente contra su ornamentación. En los juicios contra los lolardos

174
celebrados en la diócesis de Norwich entre 1428 y 1431, varios individuos reconocieron
que, en su opinión, «las iglesias materiales eran de escasa utilidad y deberían ser
escasamente valoradas, porque la oración de cualquiera que reza en el campo es tan
buena como la oración dicha en la iglesia»; también los campanarios de las iglesias
fueron objeto de ataques, con la excusa de que para lo único que servía el toque de
campanas era para «facilitar a los sacerdotes la recogida del dinero». En el popular libro
La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, apenas se habla de los edificios religiosos
o de los servicios celebrados en la iglesia; su interés se centra sobre todo en la devoción
interior. Sobre cuestiones arquitectónicas, como sobre muchas otras materias, había gran
diversidad de opiniones entre los católicos de la época.

Pintura y escultura

El papel inicial, pero decisivo, de Ambrogiotto di Bondone (1267-1337), más conocido


como Giotto, en la historia del arte del Renacimiento fue reconocido rápidamente. La
excepcional calidad del arte del pintor florentino fue reconocida por sus
contemporáneos, incluidos Dante y Petrarca; su condición de figura trascendental fue
reconocida por Giorgio Vasari, cuya obra Vidas de artistas, escrita a mediados del
siglo XVI, dominó la interpretación del arte del Renacimiento durante varios siglos.
Aunque los detalles sobre la vida de Giotto son pocos e inseguros, hasta nosotros ha
llegado una importante cantidad de obras suyas, todas ellas en Italia y, en su inmensa
mayoría, de temática religiosa. Dejando atrás la formalidad un tanto rígida y las fórmulas
estereotípicas predominantes en el arte de su tiempo, que estaba influido por el arte
bizantino, Giotto dotó a sus pinturas de una nueva sensación de realismo dramático. Su
genialidad para el naturalismo y la caracterización, en virtud de la cual sus personajes y
escenas están llenos de vida, aparece reflejada sobre todo en el ciclo de pinturas sobre la
vida de Jesús de la Capilla de la Arena, de Padua. Su obra está bien representada también
en las capillas familiares de los Peruzzi y los Bardi, en la iglesia de la Santa Croce de
Florencia, y posiblemente –en este caso se discute la identidad del pintor– en los frescos
sobre la vida de san Francisco de la basílica dedicada a este santo en su ciudad natal,
Asís.
Giotto no triunfó inmediatamente entre los artistas de talento de su tiempo, que
continuaron pintando obras de excelente calidad en los estilos más antiguos y más

175
tradicionales. Buenos ejemplos de este otro tipo de pintura son los frescos sobre la vida
de Cristo de la principal iglesia parroquial de San Gimignano, en el norte de Italia,
pintados por Barna da Siena en torno a 1350, o el llamado «díptico de Wilton», que
retrata al rey Ricardo II de Inglaterra rodeado por Jesús y María, tres santos y una
muchedumbre de ángeles. Existió también la «danza macabra» o «triunfo de la muerte»,
género pictórico que subrayaba la proximidad de la muerte y se desarrolló a mediados
del siglo XIV, tras la experiencia de los horrores de la epidemia de la Peste Negra.
Ejemplos elocuentes de esta pintura son en Italia los frescos de Francesco Traini en el
edificio del cementerio –o Camposanto– próximo a la catedral de Pisa, o los frescos de la
iglesia del Sacro Speco, dentro del monasterio benedictino de Subiaco. También obras
de arte de tiempos más antiguos continuaron ejerciendo cierta influencia, como lo
demuestra el evocativo Juicio final, en estilo bizantino, pintado en torno al 1200 para
adornar la pared interior trasera de la iglesia parroquial de Chaldon en Surrey
(Inglaterra).

A principios del siglo XV algunos artistas flamencos tomaron la delantera en lo que a


calidad de la pintura se refiere. Entre ellos destacaron los hermanos Hubert y Jan van
Eyck y Roger van der Weyden. Sus cuadros combinan unción religiosa y sensibilidad
para lo divino, con cálida simpatía para los triunfos y los fracasos de los hombres y las
mujeres, junto con una excelente calidad artística. Los pintores flamencos se
caracterizaron también por su atención a los detalles y al simbolismo. El retablo de la
iglesia de San Bavón de Gante, pintado por los hermanos Van Eyck, con su políptico del
Cordero Místico, es tal vez su obra más refinada. Los artistas flamencos fueron también
los responsables de un desarrollo técnico muy importante en la historia de la pintura, el
abandono de la pintura al temple, o «témpera» –pigmentos de color finamente molidos
«temperados» (mezclados) con yema de huevo diluida–, que hasta entonces había sido el
medio favorito, en favor de una combinación de pigmentos con aceite. Esta nueva
combinación permitió obtener tonos más ricos y brillantes, además de una más
cuidadosa atención al detalle. La segunda mitad del siglo XV fue testigo de la sensible
obra de Hugo van der Goes y de Hans Memling, ambos de Flandes, y de las imaginativas
creaciones del holandés Hieronymus Bosch, sobre todo de su Jardín de las delicias,
actualmente en el Museo del Prado de Madrid.

176
Durante el siglo XV Italia fue la cuna del segundo centro pictórico más fértil, que
gradualmente fue haciéndose con el liderazgo en Europa. Antonello da Messina (1430-
1475), que conocía la pintura flamenca tanto por sus contactos personales como,
posiblemente, por las visitas realizadas al norte, acertó a combinar bien ambas escuelas
en su propia obra, entre la que se encuentran sus delicados retratos de la Virgen María y
de san Sebastián. Fue el primer artista italiano de prestigio que pintó con óleos, tras
haber aprendido esta nueva técnica a través de sus contactos con pintores flamencos, y
su decisión señaló el comienzo de una revolución, porque otros artistas italianos
siguieron su ejemplo. Una auténtica galaxia de otros importantes artistas italianos del
momento fueron, en orden aproximadamente cronológico, los siguientes: Massaccio, el
fraile dominico Fra Angelico, Filippo Lippi, Paolo Uccello, Piero della Francesca,
Andrea Mantegna, Giovanni Bellini, Sandro Botticelli, Domenico Ghirlandaio y Piero
Perugino. Tal vez la obra más famosa sea la intensa y lírica Anunciación de Fra
Angelico, que representa a María y al ángel Gabriel y estaba destinada al convento
dominico de Florencia. El nacimiento de Venus, de Botticelli, otra obra maestra, nos trae
a la memoria el perdurable interés por la mitología pagana y nos previene contra una
interpretación excesivamente cristiana de la Europa tardomedieval. En 1500 el
Renacimiento italiano estaba en pleno florecimiento. Las paredes de la Capilla Sixtina de
Roma habían sido pintadas unos años antes, en la década de 1480, principalmente por
Botticelli, Ghirlandaio y Perugino. Leonardo da Vinci había pintado muchas de sus obras
más conocidas antes de que terminase el siglo, incluidas la Adoración de los Magos, la
Virgen de las rocas y la Última Cena.

Italia y Flandes proporcionaron los dos centros más famosos del arte durante la
Edad Media Tardía. El esplendor y la profundidad del arte que allí se produjo puede
ayudarnos a explicar por qué ambos países continuaron siendo predominantemente
católicos en el futuro: un arte refinado y evidentemente católico como el que allí se
produjo resultó instructivo y mereció ser altamente valorado.
Estrechamente relacionadas con la pintura estuvieron las vidrieras y la iluminación
de manuscritos. Con respecto a las vidrieras, las composiciones de las catedrales de
Chartres y de York, ya mencionadas anteriormente, son ejemplos extraordinarios. La
iluminación de manuscritos tenía una larga historia. Este arte alcanzó su máximo apogeo
durante el siglo XV, antes de que la llegada de la imprenta produjese cambios radicales

177
en el formato de los libros. Tal vez los ejemplos más notables se encuentren entre las
ilustraciones de las Muy ricas horas del duque de Berry, que fueron realizadas por los
tres hermanos flamencos Paul, Johan y Herman van Limburg. Los hermanos se habían
formado en París y tal vez en Italia, y trabajaron en la corte del duque Juan de Berry en
Bourges (Francia). Para este libro litúrgico, crearon una serie de espléndidas escenas de
la vida humana en el marco de la naturaleza y siguiendo las estaciones del año. El
resultado fue a la vez un libro secular y religioso; o tal vez sería preferible describirlo
como libro «que habla de la Encarnación».

Los progresos de la escultura fueron casi tan espectaculares como los de la pintura; sin
embargo, en gran medida se dieron solamente en Italia, principalmente en Florencia, y
en el siglo XV. Los siglos XII y XIII habían sido una edad de oro para la escultura
religiosa en Europa, como ejemplifican las imágenes de las catedrales de Chartres y
Wells. Esta tradición «gótica» continuó siendo creativa, como lo demuestran las tallas de
principios del siglo XIV que Lorenzo Maitani esculpió para adornar la fachada de la
catedral de Orvieto. Pero, junto a esta tradición gótica, se desarrolló un estilo más
realista de escultura, en paralelismo con el desarrollo de la pintura del Renacimiento.
Una temprana obra maestra de esta nueva orientación la tenemos en las escenas del
Antiguo y del Nuevo Testamento que Lorenzo Ghiberti diseñó para las puertas de bronce
del baptisterio próximo a la catedral de Florencia. Donatello (1385-1466), discípulo de
Ghiberti y prolífico escultor, es muy conocido por la cruel escena en que la cabeza de
Juan Bautista es presentada al rey Herodes, que él esculpió para la pila bautismal de la
catedral de Siena, y por su escultura de bronce de David, que hizo para un mecenas
desconocido.
En su escultura de David, Donatello expresó una exaltación del cuerpo humano que
en el arte europeo no se había visto desde la época clásica. El adolescente exulta tanto
por su cuerpo como por la derrota que acaba de infligir a Goliat, y eso mismo es invitado
a hacer el espectador. Durante muchos años esta escultura fue única en su género. La
exaltación del cuerpo desnudo reapareció en la majestuosa estatua del joven David que
Miguel Ángel esculpió en mármol entre los años 1501 y 1505; a partir de entonces se
convirtió en tema básico del arte del Renacimiento. Muchos pensaron que la nueva
orientación exageraba el aspecto «encarnado» del cristianismo. Pero debería apreciarse

178
la motivación religiosa de este enfoque más positivo del cuerpo humano, que
reaccionaba contra lo que se consideraba el enfoque predominante, excesivamente
receloso.

Tanto Donatello como Miguel Ángel esculpieron sus estatuas de David mientras
vivían en Florencia, y esta ciudad continuó siendo el centro indiscutible de la escultura
renacentista durante todo el siglo XV. Otros artistas destacados que trabajaron en la
ciudad fueron Luca della Robbia, cuya obra más conocida, los relieves de mármol para
el coro de la catedral de Florencia, combina encanto con solemnidad; Bernardo
Rossellino; el prolífico y versátil Andrea del Verrocchio, que trabajó con mármol,
terracota, plata y bronce, y Antonio del Pollaiolo.

Música

Por otros apartados de este capítulo y de los anteriores habrá quedado claro que la Iglesia
medieval fue muy musical. Los muchachos, en particular, aprendían a cantar desde una
tierna edad. La música formaba parte de las materias incluidas en el quadrivium que se
estudiaba en la universidad y a menudo antes, en la escuela. Cantar las «horas» del oficio
divino era una parte central del estilo de vida de las órdenes religiosas. De hecho, recibió
el nombre de Opus Dei (Obra de Dios) en las órdenes monásticas por ser una parte
esencial de las ocupaciones del monje. Monjes y frailes cantaban normalmente el
oficio divino en la iglesia de su monasterio o convento –en el «coro» de la iglesia–,
de manera que los laicos podían participar, al menos escuchando el canto del coro, y a
veces más directamente. En algunas ocasiones los laicos organizaban su propio canto del
oficio: ya he citado las palabras de la duquesa Cecilia, que antes de cenar escuchaba «las
vísperas cantadas». El canto de la comunidad en una iglesia parroquial durante la misa
de los domingos era habitual en ciertas parroquias. Han llegado hasta nosotros muchos
de los himnos que se cantaban durante la Edad Media, como Crux fidelis, Pange lingua
y Victimae paschali laudes, para la Semana Santa y la Pascua, y Veni, Sancte Spiritus,
para Pentecostés. Las órdenes religiosas eran las primeras destinatarias de estos himnos,
cuyo texto estaba en latín. Pero también eran apropiados para los laicos, para las misas
celebradas en las iglesias parroquiales los domingos y otros días. La mayoría de los
laicos tenían ciertos conocimientos del latín, y el canto fue siempre parte integrante de la
oración.

179
Las donaciones para misas cantadas (chantries) fueron especialmente populares en
la Edad Media Tardía y favorecieron importantes cambios en la música religiosa. La
misa de difuntos (misa de réquiem) solía ser cantada por el sacerdote, total o
parcialmente, y al menos en algunas ocasiones los laicos se unían al canto. Parece
probable que el más antiguo arreglo polifónico para el ordinario de la misa que se ha
conservado hasta nuestros días, la Messe de Notre Dame, escrito en la década de 1360
por Guillaume de Machaut, canónigo de la catedral de Reims, fuera compuesto para que
lo cantara un pequeño coro de laicos durante la misa costeada por la fundación de
Guillaume en la catedral. Podemos imaginar un concierto litúrgico en una gran iglesia,
con varias misas cantadas por encargo una detrás de otra o simultáneamente.

Otros progresos tardomedievales en materia de música religiosa tuvieron su origen en los


Países Bajos y en el norte de Francia. En estos países surgió un grupo extraordinario de
compositores y músicos de talento que en su mayoría habían nacido y se habían formado
en las regiones de Henao, Artois, Flandes y Brabante. Un factor importante que explica
este fenómeno fue la corte del duque de Borgoña, que fue el noble con mayor poder de la
región durante la mayor parte de este periodo. Sucesivos duques promovieron un
elaborado estilo de vida cortesana, en el que la música desempeñó un papel destacado.
Entre los compositores relacionados con la corte de Borgoña están Johannes Tapissier,
Gilles Binchois, Antoine Busnois y Hayne van Ghizeghem. Hacia 1350, el compositor
Johannes Chiwagne, de Lieja, más conocido como Ciconia, entró al servicio del papa
Clemente VI en Aviñón; y posteriormente trabajó en diversas ciudades del norte de
Italia. En el siglo XV, Guillaume Dufay de Cambrai, en el norte de Francia, tal vez el
más célebre compositor del siglo, trabajó en Italia y en la corte del duque de Saboya, así
como en su ciudad natal; Johannes Ockeghem trabajó como compositor casi
exclusivamente para la capilla real francesa; Josquin des Prez, también del norte de
Francia, pasó un largo periodo de su vida en Italia, donde trabajó primero como cantor
de la capilla papal de Roma, después como compositor en la corte del duque de Milán, y
finalmente estuvo al servicio de Ercole II de Este, duque de Ferrara. Además de la alta
calidad de su música, estos músicos aportaron una serie de mejoras técnicas que iban a
tener un profundo influjo en el desarrollo de la música religiosa en Occidente: elegante
contrapunto, composiciones que reflejaban proporciones geométricas y aritméticas e

180
incluían números especialmente significativos para la teología cristiana, todo lo cual
dotaba a sus composiciones de una dimensión mística y simbólica; música para estimular
la inteligencia, además del oído; desarrollo de la polifonía –especialmente en la Missa
Pange lingua y la Missa Hercules Dux Ferrariae, de Josquin des Prez– y del motete
como formas musicales.
Como había sucedido con respecto a la arquitectura, también con respecto a la
música adoptaron ahora algunos una actitud de austeridad. Es de todos conocido que, en
el siglo XII, Bernardo de Claraval censuró como excesivamente elaborados la liturgia y
el canto de los monjes cluniacenses. Sus monjes, los cistercienses, debían volver a la
liturgia monástica primitiva, abandonando el canto de «tropos» y «secuencias» y otras
novedades posteriores. Varios papas, especialmente Juan XXII en Aviñón, criticaron la
polifonía, argumentando que contribuía a oscurecer la inteligibilidad del texto que se
estaba cantando. No obstante, merece la pena señalar que, al final de la Edad Media, la
música no salió especialmente malparada de las críticas, por otra parte de gran
envergadura, que los protestantes hicieron de la Iglesia medieval.

181
8. Desafíos planteados a la cristiandad occidental
La Iglesia católica hizo frente a múltiples desafíos procedentes tanto de dentro como de
fuera de la comunidad cristiana. Son admirables el coraje y la imaginación de que hizo
gala la Iglesia al afrontar estos desafíos, aun reconociendo que algunos de los enfoques y
métodos utilizados no responden a los principios que hoy defiende la misma Iglesia.

Movimientos disidentes en la cristiandad occidental

Durante este periodo la Iglesia occidental tuvo que hacer frente a cuatro movimientos
disidentes muy importantes: los cátaros, en el sur de Francia, también llamados
albigenses porque la ciudad de Albi fue uno de sus centros de acción; los valdenses;
John Wyclef y los lolardos; Jan Hus y los husitas.

Cátaros. El término cátaro, derivado del griego katharós, significa «puro». Como su
nombre indica, los cátaros buscaban la pureza y el principio espiritual, y de rechazo la
libertad frente al mundo material, que en su opinión pertenecía al principio malo. Esta
enseñanza dualista, que presenta claras semejanzas con el maniqueísmo y otras herejías
ya conocidas en la Iglesia primitiva y que probablemente tuvo más vínculos directos con
ellas a través del bogomilismo que se había extendido por los Balcanes, empezó a
adquirir relevancia en Europa Occidental a mediados del siglo XII. Sus centros
estuvieron principalmente en el norte de Italia, en algunas regiones de lengua alemana,
como Renania, y finalmente en Francia. A primera vista, muchas de sus formas y
prácticas eran parecidas a las del catolicismo; sin embargo, los principios centrales de la
enseñanza, con su rechazo radical del mundo material y, por consiguiente, de la
encarnación de Cristo, los situaban más bien fuera que al lado del cristianismo ortodoxo.
La Iglesia reaccionó vigorosamente a este movimiento, echando mano de la Inquisición
y de cruzadas, y realizando diversos cambios internos –en especial, a consecuencia del
éxito del movimiento franciscano– que desautorizaron muchas de las críticas de los
cátaros contra el carácter mundano y otros fallos de la Iglesia.

182
El catarismo sobrevivió hasta la Edad Media Tardía de una manera un tanto
fragmentaria, principalmente en el sur de Francia. Jacques Fournier, obispo de Pamiers,
que más tarde fue elegido papa con el nombre de Benedicto XII, dejó constancia
detallada de sus investigaciones sobre el catarismo en las áreas pirenaicas de su diócesis,
principalmente en la aldea de Montaillou y zonas limítrofes, entre 1318 y 1325. Resulta
fascinante leer los resultados de estas investigaciones, que Emmanuel Le Roy Ladurie
resumió en su estudio Montaillou. Lo que se descubre es una mezcolanza de creencias
estrafalarias y teología seria, compartidas por miembros de una comunidad estresada y
amenazada. Para entonces, el catarismo como movimiento organizado parecía estar en
fase terminal, y este proceso se vio acelerado por amargas divisiones internas; a pesar de
todo, su memoria y enseñanzas continuaron ejerciendo cierta influencia sobre la religión
en Occidente, principalmente de manera indirecta y difusa, durante toda la Edad Media
Tardía.

Valdenses. El movimiento de los valdenses se pareció solo parcialmente al catarismo.


Emergió como movimiento más tarde que el catarismo y tuvo un fundador con nombre y
apellido conocidos. Sobrevivió durante la Edad Media Tardía y experimentó un
resurgimiento con la Reforma del siglo XVI. Compartió parcialmente el puritanismo y la
austeridad del catarismo, pero no fue tan radical como este en la defensa del dualismo de
espíritu y materia. En su mayor parte, los valdenses se vieron a sí mismos como un
movimiento de reforma dentro de la Iglesia, más bien que como una alternativa a esta
última.

Valdes, o Pedro Valdo/Waldo, como también se le conoció, fue un rico ciudadano


de Lyon que hacia el año 1170 optó por seguir una vida de pobreza, buenas obras y
predicación. Pronto atrajo seguidores entre la gente que pensaba como él, primero en
Lyon y más adelante también en otros lugares. Algunas de sus ideas fueron bien
acogidas por las autoridades de la Iglesia, pero estas se negaron a reconocer el derecho
de los laicos a predicar. A consecuencia de ello, Valdes y sus seguidores fueron
excomulgados, y el movimiento optó por separarse de la Iglesia. Sin embargo, muchas
de sus propuestas, especialmente las que se refieren a la pobreza y la predicación, fueron
asumidas por las nuevas órdenes mendicantes, sobre todo por los franciscanos y los

183
dominicos, que las adaptaron a formas aceptables para el papado y la mayoría de los
obispos.
Durante el tramo final de la Edad Media existieron comunidades valdenses
principalmente en el sur de Francia, en el norte de Italia y en varios países de lengua
alemana. Dentro del movimiento se distinguían los «moderados», a menudo llamados
«pobres de Lyon», que más o menos habían aceptado las enseñanzas de Pedro Valdo, y
el ala más extrema, asentada en el norte de Italia y a menudo conocida como los «pobres
lombardos», que negaban incluso la validez de los sacramentos y otras verdades de la
Iglesia. De todos modos, parece que las divisiones dentro del movimiento valdense
fueron menos enconadas que entre los cátaros. Como sucede con los grupos perseguidos,
la información acerca de los valdenses, y por tanto acerca de la naturaleza exacta de su
desafío a la Iglesia, está llena de sombras y en gran parte procede de los perseguidores.
Aunque siempre fueron un movimiento minoritario, podemos afirmar con seguridad que
su número, teniendo en cuenta sus diversos grupos, llegó a alcanzar varias decenas de
millares.

John Wyclef (o Wycliffe) planteó el desafío intelectual más formidable a la Iglesia


occidental en la etapa final de la Edad Media. Anticipó la mayor parte de las enseñanzas
que la Reforma protestante haría suyas en el siglo XVI; de ahí que, con razón, pronto
empezara a ser conocido en ciertos círculos ingleses como el «lucero del alba de la
Reforma». Wyclef nació en torno al año 1330, probablemente en Yorkshire. Estudió en
la Universidad de Oxford, fue ordenado sacerdote y pasó gran parte de su vida como
profesor en esa misma universidad. Muchos lo consideraron el profesor más brillante de
su tiempo, tanto en filosofía como en teología. Fue además un escritor prolífico. Su
enseñanza, significativamente sobre la doctrina de la transustanciación, pero también
sobre otras muchas materias, fue finalmente censurada por varias autoridades
eclesiásticas: las de su propia Universidad de Oxford, el papa Gregorio XI por medio de
las bulas papales publicadas en 1377, y el arzobispo de Canterbury como presidente de
dos sínodos celebrados en el convento dominico de Londres en 1382. Wyclef contaba
con poderosos amigos, entre los que destacaba el tío del rey, Juan de Gante. Gracias a
ellos y a la atmósfera relativamente libre que entonces prevalecía en los círculos
académicos ingleses, y por el respeto que todos le tenían por su edad y profesión, Wyclef

184
se libró de la pena de muerte. En 1381 le obligaron a retirarse de Oxford y se fue a vivir
a Lutterworth, en Leicestershire, donde disfrutó del beneficio de rector de la iglesia
parroquial. Murió allí tres años más tarde, a consecuencia de un derrame cerebral.

Sus enseñanzas fueron condenadas de la manera más solemne unos treinta años
después de su muerte, en el Concilio de Constanza, en mayo de 1415. Los cuarenta y
cinco artículos condenados revelaron la amplia gama de temas sobre los cuales la
enseñanza de Wyclef se apartó de la ortodoxia y por qué la Iglesia tomó tan seriamente
su caso. Los artículos condenatorios se referían a los siguientes temas: la eucaristía
(artículos 1-5), otros sacramentos (4, 7, 28), la predestinación (8, 26-27), la oración (19,
25-26), la predicación (13-14), las indulgencias (42), los juramentos (43), los diezmos
(18), el clero, las órdenes religiosas y la propiedad de la Iglesia (4, 10-12, 15-16, 20-24,
28, 30-36, 39, 44-45), el papado y la Iglesia romana (8-9, 28, 33, 36-67, 40-42, 44), las
universidades y el aprendizaje (29) y las autoridades civiles (8, 12, 15-17, 29).
No está claro cuál es el origen de la palabra lolardo, lollard en inglés. Muy
probablemente proviene del neerlandés lollen, que significa «mascullar», «balbucear», y
se aplica a vagabundos, o religiosos excéntricos; término despectivo que los ortodoxos
aplicaron a quienes ellos consideraban seguidores de Wyclef. Los aludidos evitaban este
término y, por lo que sabemos, preferían llamarse a sí mismos «verdaderos seguidores de
Cristo», o «verdaderos seguidores del Evangelio», o quizá «wyclefitas». La proximidad
de las relaciones entre John Wyclef y los lolardos es una cuestión debatida entre los
historiadores.

Mientras vivió, Wyclef mantuvo estrechas relaciones con algunas personas, la


mayoría de ellas del ámbito de la Universidad de Oxford, pero su audiencia fue, sin
duda, mucho más amplia. Aproximadamente una década después de su muerte, apareció
(en dos versiones) la primera traducción inglesa de toda la Biblia –que luego se
conocería como «Biblia lolarda»–. Wyclef había defendido una traducción en lengua
vernácula de ese estilo, pero probablemente todo o la mayor parte del trabajo lo
realizaron un grupo de traductores, tal vez bajo la dirección independiente de Nicholas
Hereford y John Purvey. Esta versión inglesa de la Biblia tuvo un éxito notable hasta que
llegaron las nuevas versiones del siglo XVI, como lo demuestra la gran cantidad de
copias manuscritas que han llegado hasta nosotros. De hecho, algunas de ellas
pertenecieron a individuos, por otra parte, bien conocidos por su ortodoxia. Sin embargo,

185
en 1407 el arzobispo de Canterbury, Thomas Arundel, prohibió dos cosas: utilizar
cualquier traducción de la Biblia hecha «en tiempo de John Wyclef o desde entonces» y,
además, realizar una nueva traducción sin aprobación eclesiástica. De hecho, esta
aprobación no se concedió a nadie y la Biblia lolarda (o wyclefita) continuó siendo la
única completa disponible en inglés, ¡aunque estuviese prohibida!
William Sawty, sacerdote de Anglia Oriental, fue el primer mártir del movimiento.
Fue quemado en la hoguera como hereje reincidente –aduciendo como causa que había
sido condenado dos veces– en Londres en 1401. Durante el siglo XV y a principios del
XVI fueron ejecutadas otro centenar largo de personas –varones en su mayoría, pero
hubo también un número significativo de mujeres–. En la represión colaboraron
estrechamente entre sí las autoridades eclesiásticas y las civiles: la herejía se consideraba
una amenaza para la Iglesia y para el Estado.

Jan Hus había nacido en el seno de una familia de campesinos en Husinec (Bohemia,
aproximadamente la República Checa actual), en torno al año 1372. Fue estudiante y
posteriormente profesor de prestigio en la recientemente fundada Universidad de Praga.
Ordenado sacerdote en 1400, al año siguiente fue elegido decano de la Facultad de
Filosofía. Compaginó la enseñanza universitaria con la tarea de predicador en la capilla
de Belén, un amplio templo muy vinculado con la universidad desde el cual Jan Hus dio
a conocer sus ideas. Para predicar utilizaba la lengua checa, y no el latín ni el alemán.
Hus se sentía atraído por las enseñanzas de Wyclef, especialmente por las de naturaleza
más moderada, como eran las críticas de Wyclef contra las excesivas riquezas y
estructuras jerárquicas de la Iglesia, y el énfasis puesto en la predestinación y en el tema
de la Iglesia de los elegidos. Él mismo tradujo varias obras de Wyclef al checo. En un
principio, Hus recibió el apoyo del arzobispo de Praga, pero enseguida se deterioró la
situación. En 1407 Hus fue denunciado a Roma y en 1415 fue citado ante el Concilio de
Constanza, donde fue juzgado y condenado, aunque protestó que sus ideas no habían
sido correctamente explicadas, y, sin que le sirviese de nada el salvoconducto que le
había concedido el concilio, fue quemado en la hoguera. Diez meses más tarde, su
colega y amigo Jerónimo de Praga sufrió el mismo destino en el concilio.
Cuando la noticia de su muerte llegó a Bohemia, a Hus lo convirtieron enseguida en
héroe nacional. Cuatrocientos cincuenta y dos nobles de Bohemia y de la vecina Moravia

186
firmaron la protesta que hicieron llegar al Concilio de Constanza. La Universidad de
Praga lo declaró mártir. En 1420 fueron proclamados los «Cuatro Artículos de Praga»,
en los que los husitas, como ahora se los empezó a llamar, sentaron las bases de un
programa que implicaba 1) la secularización de tierras y propiedades de la Iglesia; 2) el
utraquismo (palabra derivada del término latino uterque, que significa «ambos»), es
decir, el derecho de los laicos a recibir la comunión bajo las dos especies del pan y del
vino; 3) el uso de la lengua checa en la liturgia; 4) varias propuestas de reforma de la
Iglesia. El movimiento husita se mostró más unido en la oposición que en la aplicación
de su programa. Pronto emergió una división básica entre los utraquistas (que algunos
calificaron de partido moderado), es decir, aquellos que se sentían fundamentalmente
satisfechos con los Cuatro Artículos de 1420, junto con una mayor autonomía de Roma,
y aquellos que deseaban, además, cambios religiosos y sociales más radicales.
En 1433, el Concilio de Basilea negoció con los utraquistas los acuerdos conocidos
con el nombre de Compactata de Praga: se permitía a los laicos comulgar también con
el cáliz, y las confiscaciones de propiedades de la Iglesia que hubieran tenido lugar
durante las primeras etapas del movimiento husita se aceptaron. El ala más extrema, los
llamados «taboritas» (del nombre del monte Tabor de Galilea), consiguieron, durante
unos años, notables éxitos militares bajo la dirección de Jan Zizka, pero en 1434 fueron
derrotados en la batalla de Lipani por una coalición de católicos y husitas moderados.
Sin embargo, Bohemia continuó siendo centro de debate teológico y de propuestas de
reforma de la Iglesia.

Pedro Chelcicky (1390-1460) emergió como inspirador y líder temprano del


movimiento denominado Unitas Fratrum (Unidad de los Hermanos) en Bohemia y en la
vecina Moravia. El movimiento se vio influido por los husitas y los taboritas, pero
mantuvo características propias. Pedro era pacifista y se opuso decididamente al
derramamiento de sangre humana; promovió el trabajo manual, rehuyó la vida urbana y
estimuló el uso de la lengua vernácula. Fue un crítico furibundo de los males tanto de la
Iglesia como del Estado, convencido de que el veneno se había inoculado en la Iglesia al
ser declarada religión del Estado por el emperador Constantino. La propiedad tenía que
ser comunitaria, al menos la de los sacerdotes y los predicadores laicos del movimiento;
tenían prohibido utilizar juramentos, incluso dentro de los procesos judiciales; y,
finalmente, subrayaban la suficiencia de la Escritura. Dentro de la Unitas Fratrum se

187
produjeron revisiones y divisiones tras la muerte de Chelcicky, pero el movimiento
todavía seguía siendo una fuerza poderosa a comienzos del siglo XVI.

Parece que la influencia de Wyclef y de los lolardos, por una parte, y del movimiento
husita, por otra, en la Reforma del siglo XVI fue más bien indirecta que inmediata. En
cualquier caso, fue una influencia real. Algunas de sus preocupaciones las compartió
también la Contrarreforma católica.

La Inquisición y la persecución de la herejía

Se debe distinguir entre Inquisición, con mayúscula, e inquisición. Como ya hemos


visto, la acción de indagar o inquirir (en latín inquisitio) la religión de alguien, sobre
todo mediante la imposición del culto al emperador, fue un rasgo del Imperio romano
dentro del cual vivió la Iglesia primitiva. El cristianismo copió muchos rasgos de esta
inquisición religiosa cuando, a principios del siglo IV, se afirmó como religión oficial
del Imperio, consagrándolos después muy especialmente en el libro 16 del Código
Teodosiano (438/9). Durante los siglos siguientes, la uniformidad de la religión, con
inquisición y coerción incluidas, fue un rasgo que, aun cuando con diversos grados de
intensidad, estuvo presente en la mayoría de las comunidades que fueron aceptando
mayoritariamente el cristianismo. De hecho, con ocasión de su conquista de Sajonia en
el último cuarto del siglo VIII, Carlomagno amenazó con la muerte a quienes no se
convirtieran al cristianismo.

El comienzo de la Inquisición (con mayúscula) se sitúa habitualmente durante el


pontificado del papa Gregorio IX, coincidiendo con la fecha de publicación de alguna de
sus bulas, como podría ser el año 1231. De todos modos, su pontificado vio una
cristalización de tendencias ya existentes, más que un cambio repentino de política.
Entre las medidas que propuso, el papa reservó la investigación de la herejía en algunas
regiones a funcionarios nombrados por él, lo que equivalía a que ni las autoridades
civiles ni los obispos del lugar tuvieran ya competencia para investigar esa materia. El
contexto en que se toman estas medidas estaba ya condicionado, de alguna manera, por
la creciente amenaza de la herejía cátara en el sur de Europa. Generalmente, como
inquisidores solían ser nombrados miembros de las órdenes dominica y franciscana, y

188
gradualmente se fue desarrollando un cuerpo de procedimientos y castigos contra los
culpables. Los historiadores discuten hasta qué punto la Inquisición era entonces una
institución permanente y no una comisión temporal encargada de resolver casos
individuales. Entre los siglos XIII y XV, los nombramientos se limitaron a determinados
países, especialmente Francia, Alemania y el norte de Italia. En otros muchos países la
Inquisición no actuó nunca, y de la persecución de la herejía se encargó ante todo la
Iglesia local, principalmente los obispos, aunque sin excluir a las autoridades civiles.
Solo en el siglo XVI, durante el pontificado del papa Pablo III (1534-1549), se convirtió
la Inquisición en una institución claramente definida y centralizada. En España se
estableció en 1478 una Inquisición propia, aprobada por el papa pero controlada por los
reyes.
El uso de la tortura por parte de la Inquisición, para extraer información y
confesiones, fue autorizado por el papa Inocencio IV en 1252, aunque con restricciones.

Las penas que se imponían a los culpables iban desde suaves penitencias hasta el
encarcelamiento, los azotes y, como pena más grave, normalmente reservada a los
relapsos o reincidentes, la de ser entregados a las autoridades civiles, que por lo general
implicaba la muerte en la horca o en la hoguera. Normalmente, la Iglesia y el Estado
cooperaron estrechamente en esta tarea. Aunque no podemos negar que existiese un
deseo auténtico de conversión del pecador y con frecuencia se tuvo piedad de los reos –
de hecho, la Inquisición protegió a muchas personas de acusaciones falsas,
especialmente a mujeres acusadas de brujería–, lo cierto es que se recurrió a menudo al
castigo corporal y que fueron muchos los condenados a muerte. Por una parte, existía el
deseo de proteger a los otros miembros de la comunidad cristiana de lo que se
consideraba el contagio de la herejía; y por otra parte, se tenía la sensación de que el
Evangelio cristiano era verdadero con toda evidencia, de manera que cualquiera que
hubiese visto la luz y después la rechazase debía ser gravemente castigado.
Según parece, la actividad de la Inquisición disminuyó aproximadamente a partir de
1320. Esta disminución debe explicarse en parte por el éxito temprano de la Inquisición,
especialmente al enfrentarse al reto del catarismo: la necesidad de Inquisición se volvió
menos urgente. A principios del siglo XIV, algunas de las investigaciones de que fueron
objeto los caballeros templarios las realizaron funcionarios de la Inquisición, pero las

189
ejecuciones posteriores, tras la supresión de la orden en el Concilio de Vienne del año
1311, fueron en su mayor parte responsabilidad del rey de Francia. Margarita Porete fue
condenada por la Inquisición en 1310, pero un siglo más tarde Juana de Arco fue juzgada
y ejecutada por las autoridades religiosas y civiles de Inglaterra y Francia, sin que
interviniese la Inquisición. Entre 1318 y 1325, Jacques Fournier investigó a los cátaros
de Montaillou como obispo de Pamiers, no como funcionario de la Inquisición. En Berna
(Suiza), los valdenses fueron juzgados y castigados en 1399 por el gobierno de la ciudad.
Desde finales del siglo XIV en adelante, Inglaterra y Bohemia fueron los países más
significativos en términos de herejía, aunque en ellos fueron autoridades distintas de la
Inquisición las que se enfrentaron al problema; en Inglaterra lo hicieron solas y poco
menos en Bohemia. Varios factores explican la situación de Inglaterra. El país apenas se
había visto afectado por los cátaros y valdenses, por lo que no existían motivos para que
la Inquisición interviniese en el siglo XIII. Además, los sentimientos hostiles con
respecto al papado de Aviñón, dominado por Francia, habrían hecho difícil la
intervención papal por medio de la Inquisición en el siglo XIV. Los obispos ingleses
eran capaces y estaban bien organizados, de manera que, cuando aparecieron Wyclef y
los lolardos en la segunda mitad del siglo XIV, pudieron hacer frente a la situación por sí
mismos, apoyados por la Corona y otras autoridades civiles, pero sin necesidad
inmediata de ayuda exterior. Por otra parte, el desafío coincidió con el cisma papal y el
movimiento conciliarista, con la consecuencia directa de que durante ese tiempo un
papado dividido y debilitado tuvo menos autoridad para insistir en su derecho a
intervenir. A pesar de todo, en la condena de la enseñanza de John Wyclef las
autoridades nacionales y las centrales actuaron de común acuerdo: en Inglaterra,
importantes contribuciones al juicio y condena de la herejía provinieron, como ya hemos
visto, del papa Gregorio XI –directamente y no a través de la Inquisición– y del Concilio
de Constanza.
La responsabilidad de perseguir la herejía recaía en una red de autoridades e
instituciones, que en gran parte trabajaban en cooperación. La descripción detallada de la
persecución de la herejía que he hecho en este apartado y en otros lugares de este mismo
capítulo pone de manifiesto la complejidad de dicha red. En este contexto, la Inquisición
desempeñó un papel institucional, aunque sea difícil precisar en qué consistió

190
exactamente. En la mayoría de los casos se pedía su intervención cuando y donde las
autoridades tradicionales habían demostrado ser ineficaces.

La Iglesia ortodoxa y otras Iglesias orientales

Durante todo el periodo medieval se mantuvo viva la esperanza de que el cisma entre la
Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, iniciado el año 1054, podría superarse. Con este
fin se reunieron dos concilios generales: el de Lyon II en 1274 y el de Florencia en 1439.
En Lyon se alcanzó efectivamente un acuerdo formal entre el concilio y la delegación
enviada por el emperador y el patriarca de Constantinopla, pero dicho acuerdo no fue
bien «recibido» en la Iglesia ortodoxa.
En Florencia, se alcanzó un acuerdo en las cuatro cuestiones doctrinales más
importantes que separaban a ambas Iglesias. El texto del decreto de reunión, publicado
en latín y griego, se conoce ordinariamente por las exultantes palabras iniciales del texto
latino, Laetentur coeli. Con respecto a la discutida cláusula Filioque, que la Iglesia
católica había añadido al texto del credo niceno, el acuerdo alcanzado mantenía ambas
posturas. La Iglesia latina conservaría la cláusula añadida, y la Iglesia oriental seguiría
utilizando el texto original griego sin añadirla. Parecido fue el acuerdo a que llegaron
sobre el pan eucarístico: la Iglesia católica continuaría utilizando pan sin levadura,
mientras que la Iglesia ortodoxa no renunciaría al pan con levadura. Aunque de forma
cuidadosa y moderada, ambas Iglesias reconocieron la existencia del purgatorio.
Finalmente, se aceptó la autoridad papal sobre el conjunto de los cristianos, aunque esta
autoridad se situó en el contexto (quemadmodum en latín, katá en el texto griego) de las
«actas de los concilios ecuménicos y de los sagrados cánones».
A pesar de la seria atención que prestaba a las preocupaciones ortodoxas, el decreto
Laetentur coeli no fue aceptado en el seno de la comunión ortodoxa. José, patriarca de
Constantinopla, que había participado en las negociaciones y era un firme defensor del
acuerdo, murió en Florencia poco antes de la promulgación del decreto. Su sucesor,
Metrófano, se mostró enseguida hostil al acuerdo. El emperador Juan VIII Paleólogo,
que también había estado presente en Florencia y veía con buenos ojos la reunificación,
se replanteó su apoyo al proyecto cuando descubrió que dentro de la Iglesia de
Constantinopla eran pocos los partidarios del acuerdo. La toma de Constantinopla por

191
los turcos en 1453 echó definitivamente por tierra la posibilidad de seguir adelante con el
diálogo entre ambas Iglesias.
Fuera de estos dos concilios, las relaciones de la Iglesia católica con la Iglesia
ortodoxa y el resto de las comunidades orientales separadas de Roma han sido una
mezcla de esperanza y tensión; sobre todo, de tensión. Las relaciones con la Iglesia
ortodoxa ya habían pasado por momentos de enorme tensión en 1204, cuando los
cruzados occidentales saquearon Constantinopla, tras su intento de instaurar a un
emperador prooccidental. Por otro lado, se produjeron algunas conversiones de la
ortodoxia griega al catolicismo. Entre los convertidos destacados del siglo XIV se
contaron el emperador Juan V Paleólogo, mientras vivía exiliado en Roma, y el sabio
Prócoro Cidón; en el siglo XV, el teólogo Besarión se convirtió al catolicismo cuando
participaba en el concilio de Florencia, y el papa Eugenio IV lo nombró cardenal en
1439; su biblioteca contaba con una amplia colección de manuscritos griegos y latinos, y
Besarión se la legó al Senado de Venecia, donde se convirtió en punto de partida de la
Biblioteca Marciana. Él y otros sabios que lo siguieron cuando Constantinopla se vio
crecientemente amenazada, en algunos casos llevándose consigo ricas bibliotecas, dieron
un importante impulso a los estudios del Renacimiento en Occidente.
La Iglesia ortodoxa se mantuvo fundamental y confiadamente fiel a sus propias
tradiciones. Sin embargo, con la merma de los territorios inmediatamente sometidos a la
autoridad de Constantinopla, debido a la expansión del islam, que culminó con la caída
de la ciudad en 1453, la Iglesia rusa terminó desempeñando un papel cada vez más
importante dentro de la comunión ortodoxa.

Judíos y musulmanes

Las actitudes de los católicos con respecto a judíos y musulmanes fueron una mezcla de
estima y miedo, de frustración y deseo de convertirlos al cristianismo, de amistad y
hostilidad. En conjunto, las relaciones cristianas con ambos grupos empeoraron en esta
época.
Durante el siglo XIII, el número de judíos ascendía tal vez a medio millón, de un
total de sesenta millones de habitantes que se calcula tendría la cristiandad occidental en
ese momento. En su mayor parte, los judíos vivían en barrios cerrados y en ciudades más

192
o menos grandes. La hostilidad hacia ellos desató una serie de violentos pogromos: por
ejemplo, los que precedieron a la primera cruzada, de 1098, especialmente en Renania, y
otros que se desataron coincidiendo con la segunda cruzada, en 1146-1147; matanzas en
masa de judíos cuando estos fueron acusados de haber crucificado a un niño cristiano,
como sucedió en York y Norwich en la Inglaterra del siglo XII, y en la ciudades de Rinn
(Austria) y de Trento (Italia), en la última parte del siglo XV; las que se produjeron,
principalmente en Alemania y Suiza, tras la epidemia de la Peste Negra, que muchos
atribuyeron al envenenamiento de los pozos y fuentes por parte de los judíos; otras que
tuvieron lugar cuando los judíos fueron acusados de profanar una hostia consagrada,
como queda reflejado con macabros detalles en la serie de las pinturas de Paolo Uccello
(1400-1475). Además, los judíos fueron expulsados de diversos países en el último
cuarto del siglo XIII, especialmente de Inglaterra y Francia en la década de 1290, por
orden de sus respectivos reyes –únicamente se permitió continuar en Inglaterra a los
judíos que se habían convertido al cristianismo, para los cuales se acondicionó una casa
en Londres–, y de varias ciudades y principados alemanes durante los siglos XIV y XV.
En España, la reconquista cristiana del país planteó finalmente graves dificultades a la
importante población judía; muchos fueron presionados para que se convirtieran al
cristianismo y luego tuvieron que vivir bajo sospecha; otros muchos abandonaron
definitivamente España.
Hubo, sin duda, también aprecio y amistad, aunque estas cualidades son más
difíciles de documentar y en ocasiones proceden de fuentes insospechadas. Ya he
mencionado la obra de Pedro Abelardo Diálogo con un judío. En España, hasta
aproximadamente el año 1250, cristianos y judíos vivieron en buena convivencia y
respetándose mutuamente. Moisés Maimónides (1138-1204), judío nacido en Córdoba y
que finalmente se estableció en Egipto, fue altamente apreciado en Occidente como
filósofo y exégeta bíblico. Lo citaron con mucho respeto intelectuales dominicos como
Alberto Magno y Tomás de Aquino. El Concilio de Vienne (1311-1312) ordenó que se
formasen profesores para enseñar hebreo en la curia papal y en las universidades de
París, Oxford, Bolonia y Salamanca; de todos modos, el principal objetivo de estas
cátedras era la formación de misioneros capaces de convertir a los judíos al cristianismo.
El papa Clemente IV (1342-1352) protegió a los judíos en Aviñón y escogió como
médico personal a un judío. Tanto él como el emperador Carlos IV trataron de defender

193
a los judíos de la acusación de haber causado la epidemia de la Peste Negra. Algunos
sabios humanistas, como Giovanni Pico della Mirandola y Johannes Reuchlin,
estudiaron hebreo y se mantuvieron en contacto con sabios judíos contemporáneos: la
ciudad de Florencia fue un centro del interés por la cábala y otras formas de teosofía
judía. Una sutil demostración de las buenas relaciones existentes entre cristianos y judíos
la tenemos, paradójicamente, en las leyes de la Iglesia que trataron de restringir tales
contactos. Presumiblemente, lo que se prohibía había estado sucediendo. El Concilio de
Basilea publicó en 1434 un Decreto sobre los judíos y los neófitos que ofrece un buen
ejemplo de lo que acabo de decir:

«Renovando los sagrados cánones, ordenamos a los obispos diocesanos y a las autoridades civiles que
prohíban en todos los sentidos que judíos y otros infieles tengan a cristianos, varones o mujeres, en su
servicio doméstico, o como niñeras de sus hijos; y a los cristianos, que participen con ellos en sus fiestas,
bodas, banquetes o baños, o que conversen a menudo con ellos, y que los escojan como doctores o
casamenteros, o que oficialmente los nombren mediadores de otros contratos» (Decrees, 483).

Ya se ha mencionado el avance de los musulmanes en todas partes excepto en


España, la mortal amenaza que suponían para la cristiandad y la respuesta cristiana en
forma de cruzadas. Las cruzadas fueron la respuesta predominante en este periodo. Su
justificación fue explicada sucintamente por el Concilio de Letrán IV de 1215, en el
canon 71: «Expedición con vistas a la recuperación de Tierra Santa», palabras con las
que convocaba una nueva cruzada. «Deseamos ardientemente liberar Tierra Santa de
manos de los infieles», empezaba diciendo el canon, y afirmaba que la cruzada era una
guerra defensiva, porque se proponía recuperar un país que durante siglos había sido
cristiano. Estaba, por otra parte, el vínculo de lealtad personal con Cristo: «Este interés
[negotium, en latín] de Jesucristo» por liberar el país que fue originalmente suyo. El
decreto otorgaba la indulgencia plenaria a todos aquellos que participasen en la cruzada
o contribuyesen a ella.
Mientras que los judíos habitaban en los países de la cristiandad occidental, dentro
de estas fronteras vivían muy pocos musulmanes, excepto en la península ibérica. Como
resultado de esta situación, en su inmensa mayoría los católicos únicamente conocían a
los musulmanes a distancia, de oídas y por lo que contaban las leyendas, más que como
pueblo. Todavía en el siglo VIII se esperaba que los musulmanes se convirtieran
colectivamente al cristianismo, pero todas esas esperanzas se habían desvanecido en el
siglo XI. Al islam como religión había que hacerle frente, y no acomodarse a él. Duns

194
Escoto, que escribía poco después del año 1300, pensaba que el islam podía implosionar,
pero, evidentemente, su cálculo falló:

«Por lo que respecta a la permanencia de la secta de Mahoma, esa secta tuvo sus comienzos más de
seiscientos años después de la ley de Cristo y, si Dios quiere, pronto llegará a su fin, ya que en el año 1300 de
Cristo ha sido grandemente debilitada y muchos de sus creyentes han muerto y más aún han huido, y corre
entre ellos una profecía que afirma que su secta está a punto de tocar a su fin» (Ordinatio, prólogo, 2.1.112).

El conocimiento riguroso del islam era raro en Occidente. Incluso un concilio


general podía cometer el grave error de sugerir que los musulmanes «adoran» (adorent,
en latín) a Mahoma (Concilio de Vienne, 1311, canon 25). Hubo, sin embargo,
indicaciones más positivas y amistosas. En su Suma teológica, Tomás de Aquino citó
con reconocimiento a varios filósofos y comentaristas árabes de Aristóteles,
principalmente a Avicena y Averroes. En España, la convivencia de los cristianos con
los judíos estuvo acompañada de buenas relaciones con muchos musulmanes, y Ramon
Llull complementó sus obras de espiritualidad y misticismo con serias referencias al
pensamiento islámico. Las cátedras de Hebreo que ordenó crear el Concilio de Vienne
debían completarse con el mismo número de cátedras de Árabe, también en este caso
con la misión de formar a misioneros cristianos. Ya he señalado el buen trato que
Margery Kempe recibió de los musulmanes durante su peregrinación a Tierra Santa, y el
alto aprecio en que ella tuvo la cordialidad de sus anfitriones, a comienzos del siglo XV.
Los «infieles» mencionados en 1434 en el Decreto sobre los judíos y los neófitos del
Concilio de Basilea incluyen, sin duda, a los musulmanes, de manera que implícitamente
el decreto viene a reconocer que en aquel momento las relaciones entre ellos y los
cristianos seguían siendo buenas.

Paganismo, magia y brujería

Paganismo. El término pagano expresa un significado amplio y más bien peyorativo:


literalmente, alguien que vive en el campo (pagus, en latín), y que como tal se distingue
de los cristianos más sofisticados que en la primitiva Iglesia vivían principalmente en las
ciudades. Aunque todo parece indicar que los estándares de conocimiento y práctica del
cristianismo en el Occidente medieval fueron mínimos, apenas hay indicios de
paganismo en un sentido más positivo, como religión organizada alternativa al
cristianismo durante la Edad Media Central y la Tardía. No es fácil calcular si durante

195
ese tiempo existió un paganismo latente y nunca abiertamente profesado, debido
justamente al peligro de muerte que la profesión pública de esa religión hubiera podido
acarrear. Algunos historiadores recientes sostienen que ese paganismo existió:
concretamente Ludo Milis (1998). Una consideración muy importante es la Encarnación:
al tomar la naturaleza humana, Cristo proclamó la bondad básica de la creación. Por
consiguiente, no existe una distinción neta entre el cristianismo y el resto de la vida; ni,
por tanto, en cierto sentido, entre el cristianismo y el paganismo. La exaltación de lo
humano fue un rasgo central del Renacimiento temprano y, aunque algunos críticos
dijeron que de esa manera se subrayaba el paganismo, los promotores del Renacimiento
argumentaron, en cambio, que tal exaltación representaba un cristianismo mejor y más
auténtico.

Con respecto a la magia y brujería, la posibilidad de la intervención por parte de


personas y fuerzas de más allá de este mundo era algo aceptado por la mayoría de la
gente. Sin embargo, a menudo solo había una delgada línea –en cuanto a su verificación–
entre la invocación de los buenos espíritus y la de los malos. Mientras que el paganismo
resultaba una etiqueta más bien vaga y solo raramente utilizada como acusación judicial,
la brujería y la magia se consideraron identificables y muy extendidas y, por lo tanto,
aparecen mencionadas con mucha mayor frecuencia y especificidad en los juicios y en
otros contextos. Muy a menudo, las autoridades eclesiásticas protegieron a las mujeres
de acusaciones injustas, pero el número de personas juzgadas por magia y brujería –y,
consecuentemente, el número de las que fueron condenadas a muerte– aumentó
notablemente durante el siglo XV.
Uno de los juicios más famosos de este tipo fue el de Eleanor Cobham, duquesa de
Gloucester, en 1441. El revelador relato de una crónica anónima inglesa, que describe
detalladamente las dudosas actividades de una serie de personas, es el siguiente:

«En el mes de julio [1441] se juzgó que el maestro Roger Bolingbroke, que fue un varón grande y versado en
astronomía, y el maestro Thomas Southwell, canónigo de la capilla de San Esteban (Westminster), habían
conspirado para dar muerte al rey [Enrique VI]. En efecto, se dijo que el maestro Roger se esforzaría por
consumir la persona del rey por medio de nigromancia; y que el maestro Thomas diría misas en lugares
prohibidos e inapropiados, es decir, en la conserjería del parque de Hornsay, cerca de Londres, sobre ciertos
instrumentos con los que el maestro Roger... utilizaría su poder de nigromante contra la fe y la buena opinión.
Él [Thomas] estuvo de acuerdo con el dicho Roger en todas sus acciones. El domingo día 25 del mismo mes,
el dicho Roger, con todos los instrumentos de nigromancia, estuvo en pie sobre una plataforma elevada por

196
encima de todas las cabezas de los varones en el cementerio de la iglesia de San Pablo [en Londres] mientras
duró el sermón.
El martes siguiente, la señora Eleanor Cobham, duquesa de Gloucester, huyó de noche al santuario de
Westminster. Por lo cual se sospechó que fuese rea de traición.
Mientras tanto, el maestro Roger era examinado ante el Consejo del rey, donde confesó y dijo que él
había llevado a cabo la dicha nigromancia instigado por la señora Eleanor, para conocer qué le ocurriría a ella
y a qué estado vendría. Por lo cual ella fue citada para comparecer ante ciertos obispos del rey... en la capilla
de San Esteban (Westminster) para responder de ciertos artículos de nigromancia, brujería, herejía y
traición...
Y al mismo tiempo fue llevada una mujer, llamada la Bruja de Eye, cuya hechicería y brujería había
utilizado durante mucho tiempo la señora Eleanor. Por medio de las medicinas y brebajes que hizo la bruja, la
dicha Eleanor obligó al duque de Gloucester a amarla y a casarse con ella. Por lo cual, y también a causa de la
reincidencia, la dicha bruja fue quemada en Smithfield.
La señora Eleanor compareció ante el arzobispo de Canterbury y otros y recibió su castigo de la
siguiente forma: debería ir el mismo día desde el tribunal del Temple, con expresión humilde y recatada,
hasta la catedral de San Pablo, llevando en la mano una vela de una libra, y ofrecerla allí en el altar mayor. Y
el miércoles siguiente debería ir desde el Cisne de la calle del Támesis, llevando una vela, a la iglesia de
Cristo en Londres, y allí ofrecerla. Y el viernes siguiente ella debería ir igualmente desde Queenhithe,
llevando una vela del mismo peso, a San Micheal, en Cornhill, y allí ofrecerla. Esta penitencia la cumplió ella
y lo hizo sumisamente, de forma que la mayoría de la gente tuvo gran compasión de ella.
Después de esto, fue puesta bajo la tutela de sir Thomas Stanley, y en esa situación permaneció el resto
de su vida, teniendo asignados cada año 100 marcos para pagar sus gastos; siendo el orgullo, la avaricia y la
lascivia [de Stanley] la causa de su turbación» (English Historical Documents, 1969, 869-870).

Por lo general, el papado se mostró reacio a autorizar la actuación de la Inquisición


en cuestiones de brujería, aunque las bulas papales de los años 1398 y 1484 otorgaron
cierta autoridad a sus funcionarios en esta materia. La brujería se convirtió en un
problema muy serio, porque se creía que implicaba un pacto, explícito o tácito, con el
demonio. Durante el siglo XV se publicaron una serie de tratados que describían los
peligros diabólicos de la brujería y recomendaban algunos procedimientos para
abordarla. El más conocido, Malleus maleficarum (Martillo de brujas), escrito por los
frailes dominicos alemanes Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, fue publicado en 1487 y
continuaría siendo la obra más influyente en esta materia hasta bien entrado el
siglo XVII.

197
4.
Catolicismo moderno temprano: 1500-1800

Hasta hace poco, la mayor parte de los libros que estudiaban este periodo de la historia
del catolicismo solían titularlo «Contrarreforma», al menos para referirse a los años
1540-1700. La denominación de «catolicismo moderno temprano» ha sido bien vista
últimamente y a mí me parece mejor, especialmente para un capítulo que abarca los tres
siglos. Responder al desafío protestante fue uno de los grandes objetivos del catolicismo
durante mucho tiempo, pero dentro de la Iglesia católica sucedieron otras muchas cosas.
Así pues, los diversos apartados de este capítulo abarcan tanto aquellos aspectos del
catolicismo que representaron una respuesta a la Reforma protestante como otros
cambios que dependieron de otros factores. El apartado 1 pasa revista a la situación de la
Iglesia católica en los países que el año 1500 formaban parte de la cristiandad occidental:
la geografía de la contracción y de cierta recuperación. Los apartados 2-4 se centran en
el papado, el Concilio de Trento y las órdenes religiosas. El apartado 5 gira de nuevo en
torno al trabajo misionero y al establecimiento de la Iglesia católica fuera de Europa. El
apartado 6 pasa revista a los cambios en asuntos como la religión popular y las artes.
Una breve conclusión resume la importancia de este periodo.

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1. Extensión del catolicismo en Europa
El comienzo de la Reforma protestante se sitúa habitualmente en el año 1517, fecha en
que Martín Lutero –según el relato tradicional– fijó sus noventa y cinco tesis en la puerta
de la iglesia del castillo de Wittenberg, en Alemania. Las tesis fueron ante todo un
ataque contra las indulgencias, en especial contra las que ofrecían el predicador
dominico Johann Tetzel y sus compañeros a cambio de supuestas ofertas de dinero
destinado a contribuir a la reconstrucción de la basílica de San Pedro en Roma. A este
emotivo asunto de las indulgencias, Lutero añadió enseguida otros muchos: el papado y
otros aspectos de la organización eclesiástica, los sacramentos, e importantes aspectos de
la piedad católica y de la vida devota, incluidas las órdenes religiosas. Como cuestiones
de fondo estaban el énfasis que ponía Lutero en la Escritura casi con exclusión de la
Tradición y de la autoridad de la Iglesia, y en la justificación por la fe casi con exclusión
de las buenas obras. Martín Lutero era un brillante predicador y escritor, un maestro de
la lengua alemana, que utilizó con gran eficacia para escribir himnos y traducir el Nuevo
Testamento a su lengua nativa. Mucho antes de su muerte, ocurrida en 1546, era líder
indiscutible de la Reforma, cuyo atractivo había sobrepasado ya ampliamente el mundo
de lengua alemana.
Juan Calvino se afirmó como segundo fundador más importante de la Reforma
protestante. Siguió a Martín Lutero en muchas de sus ideas, pero además se preocupó de
sacar las conclusiones lógicas de estas posiciones de partida del reformador alemán. Fue
un hábil organizador e hizo de Ginebra (ahora en Suiza), donde vivió desde 1541 hasta
su muerte en 1564, el centro de su influencia. En esta ciudad fundó la Academia
Ginebrina, que funcionó como centro de formación para ministros reformados que luego
actuaron por toda Europa. Su obra La institución de la religión cristiana ofrece en un
solo volumen un resumen completo de su enseñanza, y fue, sin duda, el escrito de signo
reformista que mayor difusión alcanzó en su tiempo. Al lado de Lutero y Calvino hubo
otras muchas personalidades bien conocidas, pero la tercera contribución decisiva a la
Reforma provino de Inglaterra. Allí la Iglesia anglicana se fue asentando gradualmente
durante el siglo XVI, empezando con la ruptura con Roma llevada a cabo en 1534 por el

199
rey Enrique VIII con motivo de su divorcio y tomando su forma definitiva durante el
largo reinado de Isabel (1558-1603).

La Iglesia católica tardó en hacer frente al desafío de la Reforma. Sin negar méritos y
virtudes al papado del Renacimiento, el estilo de vida mundano y la inmoralidad
persistieron durante los pontificados de León X (1513-1521) y Clemente VII (1523-
1534). De ahí que el papado continuara siendo blanco de muchas de las críticas que
formularon los reformadores. Lutero apeló al principio a un concilio para resolver la
crisis, pero enseguida desplazó su apelación para centrarla en la Escritura. El papado, por
su parte, se mostró reticente a convocar un nuevo concilio general, en parte por miedo a
que en él pudiera reaparecer el fantasma del conciliarismo, y en parte porque otro
concilio general de la Iglesia occidental, el Laterano V (1512-1517), acababa de poner
fin a su trabajo. En su decreto final, apenas siete meses antes de que Lutero clavase sus
noventa y cinco tesis en Wittenberg, este concilio, por desgracia aterradoramente
inconsciente de lo que estaba a punto de suceder, declaró lo siguiente:

«Finalmente, se nos informó [al papa León X] en diversas ocasiones, por intermedio de cardenales y prelados
de los tres comités [del concilio], que no quedaba pendiente ningún tema que debatir y que a lo largo de
varios meses nadie les había presentado nada con este fin».

Otra razón que explica el retraso en la respuesta de la Iglesia católica al desafío


protestante fue la simpatía generalizada, incluso entre quienes continuarían siendo
católicos, que despertaron muchas de las críticas de tipo más bien práctico de los
reformadores, mientras que la seriedad de las cuestiones doctrinales que planteaban solo
gradualmente se fue haciendo evidente.
Como hemos visto en el capítulo anterior, las llamadas en favor de la reforma se
habían vuelto típicas en la Iglesia tardomedieval, y continuaron siéndolo después. De ahí
que algunos historiadores, basándose en el hecho de que las reformas emergieron
esencialmente dentro de la comunidad católica, prefieran hablar de «reforma católica» a
lo largo del siglo XVI. Este análisis es, en parte, correcto. No obstante, las reformas,
especialmente las que se anunciaron a partir del año 1540, estuvieron muy influidas por
la Reforma protestante, como respuestas que eran a este desafío; de ahí que el término
Contrarreforma sea también apropiado. Tres aspectos cruciales de esta Contrarreforma

200
serán analizados en los siguientes apartados del capítulo: el papado reformado, el
Concilio de Trento y las nuevas órdenes religiosas. Gradualmente la Iglesia católica
recuperó confianza e iniciativa.

Las fronteras variaron considerablemente durante el siglo XVI y la primera mitad


del XVII. Hubo guerras religiosas en Alemania y Suiza; en Francia las «guerras de
religión» se prolongaron durante la segunda mitad del siglo XVI; las luchas prepararon
la llegada de la República Holandesa, su independencia del dominio español y el
establecimiento de una Iglesia calvinista en el país. El desarrollo de la Iglesia anglicana
en Inglaterra se vio interrumpido por el reinado de María (1553-1558), reina católica.
Los muertos de ambos bandos en los diversos países fueron muchos: como combatientes
o como víctimas indirectas de la lucha, y algunos más directamente como mártires por su
fe. En Inglaterra, los protestantes que sufrieron el martirio durante el reinado de la reina
María fueron entre 250 y 300, y aproximadamente ese fue también el número de
católicos que murieron por su fe durante los siglos XVI y XVII.
Cuando en 1648 terminó la guerra de los Treinta Años con la paz de Westfalia,
aproximadamente la mitad de los países de la cristiandad occidental eran oficial o
predominantemente protestantes, de orientación principalmente luterana, calvinista o
anglicana: gran parte de Alemania, toda Escandinavia, los Países Bajos (del norte),
Inglaterra y Escocia, buena parte de Suiza, grupos significativos en Francia y en otros
muchos países. Las naciones que permanecieron católicas fueron España, Portugal,
Bélgica (Países Bajos del sur) e Italia; también Francia, que con la conversión del rey
Enrique IV en 1593 pasó por un momento decisivo –«París bien vale una misa», se
cuenta que dijo entonces el rey–, aunque las comunidades protestantes de los llamados
«hugonotes» gozaron de cierta protección oficial hasta que el rey Luis XIV revocó el
Edicto de Nantes en 1685. Irlanda continuó siendo predominantemente católica, aunque
el país fue gobernado principalmente por anglófilos protestantes. Polonia y gran parte de
la Europa Oriental, así como muchos de los Estados en que quedó dividida Alemania,
también continuaron siendo oficial o predominantemente católicos. Además, en todos los
países protestantes hubo minorías católicas, de distinto tamaño y con diferente grado de
tolerancia en cada caso; de la misma manera, también hubo minorías protestantes, en
general más bien pequeñas, en los países católicos.

201
Después de 1648 los cambios en la geografía global del catolicismo en Europa
fueron relativamente menores. Inglaterra tuvo durante un brevísimo periodo un rey
católico, Jaime II, que reinó desde 1685 hasta su expulsión en 1688. En algunos países
protestantes, las minorías católicas crecieron en tamaño, aunque en la mayoría de los
casos este crecimiento fue muy lento. Los avances de los musulmanes continuaron
amenazando las fronteras orientales de la cristiandad occidental. En 1683 Viena fue
asediada por un gran ejército turco y liberada con enormes dificultades por el ejército
católico dirigido por Juan Sobieski. Este sería el punto más occidental alcanzado por las
fuerzas musulmanas en sus intentos de penetración en Europa Central, pero la lenta
disminución de la amenaza militar del islam tardaría mucho tiempo en hacerse evidente.
Dentro de los países católicos se produjeron movimientos que trataron de distanciarse de
Roma y del papado, para concentrarse en las Iglesias nacionales: el galicanismo en
Francia, el febronianismo en Alemania, y movimientos similares en España, Portugal y
Austria. A pesar de las tensiones, todos estos países permanecieron dentro de la Iglesia
católica.
A finales del siglo XVIII gran parte de Europa, incluidos muchos países católicos,
se vieron inmersos en las convulsiones derivadas de la Revolución francesa de 1789.
Durante algún tiempo la supervivencia de la Iglesia católica, y hasta la continuidad
misma del cristianismo, parecieron amenazadas. Como veremos en el capítulo 5, la
amenaza pasó. Por lo que respecta a la población, ya hemos señalado que durante la
Edad Media la cifra más alta de la población católica fue de aproximadamente sesenta
millones, que se alcanzaron en torno a 1300. En 1750 se calcula que la población
católica mundial rondaría los cien millones de personas, una amplia mayoría de las
cuales vivían en Europa; estamos, por tanto, ante un incremento del 50 por ciento o más.

202
2. El papado
Los papas de principios del siglo XVI conservaron muchos de los rasgos de sus
inmediatos predecesores, incluida su condición de mecenas de las artes. Con respecto al
desafío protestante, el papa León X dio algunos pasos decisivos y en 1520 condenó
varias enseñanzas de Lutero en la bula Exsurge, Domine, y un año más tarde lo
excomulgó después de que Lutero hubiese quemado públicamente una copia de la bula.
Fue él también quien en 1521 otorgó a Enrique VIII de Inglaterra el título de Defensor
fidei, en reconocimiento del libro que el rey había publicado en defensa de los siete
sacramentos contra las críticas de Lutero, título que todavía hoy aparece en las monedas
británicas en la discreta forma de una sigla: FD. El pontificado de Clemente VII quedó
trágicamente señalado por el «saco de Roma» del año 1526, cuando las tropas católicas
de Carlos V, rey de España y emperador del Sacro Imperio, saquearon la ciudad y
tuvieron al papa cautivo algo más de un año. Además, durante el pontificado de
Clemente, Inglaterra emprendió el camino del cisma al no acceder el papa a declarar
nulo el matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón para, de esa manera,
permitir que se casara con Ana Bolena.
Los años del pontificado de Pablo III (1534-1549) fueron decisivos para la reforma
católica. Desde muchos puntos de vista, Pablo fue un papa típico del Renacimiento: en
su mecenazgo de arquitectos y artistas, especialmente de Miguel Ángel, en la promoción
de sus familiares a cargos importantes, en el fastuoso estilo de vida de su corte papal, y
en la laxitud moral de su vida anterior, ya que había mantenido una amante con la que
tuvo tres hijos y una hija. Sin embargo, como papa su moralidad personal fue austera y
marcó pautas que luego seguirían una serie de papas resueltos y capaces. Fue muy
importante también su convocación del Concilio de Trento, que se reunió por primera
vez en 1545, y su promoción de nuevas órdenes religiosas, incluida la Compañía de
Jesús, que él aprobó formalmente en 1540. Él fue responsable de la reorganización de la
Inquisición, que pasó a ser una congregación de la Curia Romana, con el nombre de
«Congregación de la Inquisición o del Santo Oficio» (Sacra Congregatio Romanae et
Universalis Inquisitionis seu Sancti Officii), que de esa manera amplió el alcance de su
autoridad y sus vínculos directos con el papado. Más tarde, en el siglo XVII, se

203
construyó un gran edificio destinado a ser sede de la congregación. A la izquierda de la
columnata que forma la plaza frente a la basílica de San Pedro, todavía hoy puede verse
el edificio que albergaba las oficinas de la Congregación, que ha cambiado de nombre en
más de una ocasión: en 1908 se llamó «Congregación del Santo Oficio» (Congregatio
Sancti Officii) y en 1965 «Congregación para la Doctrina de la Fe» (Congregatio pro
Doctrina Fidei).
A lo largo del siglo siguiente el papado siguió exhibiendo muchas de las
características del pontificado de Pablo III. Los papas Julio III y Pío IV mantuvieron
abierto el Concilio de Trento hasta que en 1563 dio por terminada su obra monumental.
El papado desempeñó a continuación un papel clave en la aplicación de los decretos del
concilio. Una serie de papas continuaron promoviendo las órdenes religiosas, tanto las
antiguas como algunas de reciente fundación. Se dio nuevo impulso al trabajo misionero
más allá de Europa. El establecimiento por parte de Pablo III de la Congregación de la
Inquisición fue complementado con una más amplia reorganización y fortalecimiento de
la Curia Romana durante el pontificado de Sixto V (1585-1590), con mejoras que nos
autorizan a considerar a este papa como el fundador de la curia moderna. Una importante
ampliación de esta última se produjo en 1622, con la creación de la Congregación para la
Propagación de la Fe (Congregatio de Propaganda Fide), que el papa Gregorio XV
estableció para atender a los territorios misioneros de la Iglesia.

El papado se vio involucrado en diversas controversias teológicas surgidas en el seno de


la Iglesia católica. En 1597 Clemente VIII nombró una comisión (Congregatio de
Auxiliis) para que mediase en el acalorado debate entre teólogos jesuitas y dominicos en
torno a la relación existente entre gracia divina y libre albedrío del hombre. Finalmente,
tras diez años de discusión, el papa Pablo V, deseoso de que reinase la paz, dictaminó
que ni los dominicos podrían ser acusados justamente de calvinismo ni los jesuitas de
pelagianismo, y que ninguna de ambas partes debería calificar de herética la enseñanza
de la otra parte. En cambio, fue muy desafortunada la condena por parte de la
Inquisición, con aprobación papal, del heliocentrismo (la teoría que afirma que la Tierra
se mueve alrededor del Sol) que enseñaba Galileo. Una serie de dictámenes, emitidos
durante los pontificados de Pablo V (1605-1621) y Urbano VIII (1623-1644), prefirieron
interpretar literalmente algunos pasajes de la Biblia que dar crédito a las observaciones

204
llevadas a cabo por Galileo con ayuda del telescopio. Solo recientemente ha reconocido
el papado abiertamente que la condena de Galileo fue equivocada. Ampliamente alabada
y finalmente seguida en los países protestantes fue la reforma del calendario que el papa
Gregorio XIII publicó en 1582. El núcleo de la reforma consistió en suprimir diez días
(5-14 de octubre de 1582) para que el calendario volviese a coincidir con el tiempo real
astronómico.
En lo que al trato con los gobernantes protestantes se refiere, los papas se mostraron
más bien duros y poco dispuestos al acuerdo. En la bula Regnans in excelsis, publicada
en 1570, el papa Pío V excomulgó a la reina Isabel de Inglaterra por haber incurrido en
herejía. Y, lo que todavía resultó más polémico, declaró que por ese motivo Isabel había
perdido su derecho al trono inglés y que las leyes por ella promulgadas eran inválidas y,
finalmente, animaba a los ingleses a deponerla. El resultado fue que los católicos
pudieron ser considerados traidores y que la mayor parte de los mártires ingleses
encontraron su trágico destino de esta manera, sufriendo la horrible muerte, reservada a
los traidores, de ser colgados, arrastrados y descuartizados. El papado animó al rey de
España a deponer a Isabel y a organizar la malhadada armada española el año 1588.
Enrique de Navarra tuvo que esperar dos años, tras su conversión al catolicismo en el
año 1593, antes de que el papa Clemente VIII lo reconociera como rey legítimo.
Los papas continuaron apoyando cruzadas cristianas contra las fuerzas musulmanas,
y ello a pesar de que, de momento, la esperanza de reconquistar Tierra Santa y Jerusalén
apenas pasaba de ser un sueño. El papa Pío V prestó apoyo moral y material a la «Santa
Liga», que en 1571 logró una importante victoria naval sobre la flota turca cerca de
Lepanto, en el Mediterráneo oriental. En el siglo XVII, el papado se alió con los países
católicos durante la guerra de los Treinta Años, y se negó a aceptar los términos de la
Paz de Westfalia, que en 1648 puso fin a la contienda, porque en el tratado de paz se
reconocía la existencia de países y Gobiernos protestantes. Sin embargo, la Paz de
Westfalia demostró ser un punto de inflexión para el papado. A partir de entonces, los
papas optaron gradualmente por aceptar la permanencia de países protestantes, aunque,
por carecer de autoridad directa sobre esos países, se preocuparon más exclusivamente
de los asuntos católicos.

205
De múltiples e importantes maneras, hasta aproximadamente el año 1750, asistimos a un
fortalecimiento de la autoridad papal dentro de la Iglesia católica. Las ininterrumpidas y
radicales críticas que los reformadores protestantes formularon contra el papado llevaron
a que, por reacción, la mayoría de los católicos hicieran hincapié en su lealtad al papa y
en la importancia decisiva del papado dentro de la Iglesia. En este sentido, también fue
importante la creación por parte de Pío IV, en 1564, de una congregación de la Curia
Romana (posteriormente llamada Congregatio Concilii) encargada de dirimir las dudas y
discusiones que pudieran plantearse a la hora de interpretar los decretos promulgados por
el Concilio de Trento. Con esta iniciativa el papado se hizo con una importante medida
de control sobre la puesta en práctica de este concilio que tanto iba a influir en la historia
de la Iglesia católica. Las disputas doctrinales dentro de la Iglesia fueron más bien
escasas, en parte como resultado de la exhaustividad de Trento y en parte porque los
católicos aprendieron a valorar su unidad doctrinal frente al permanente desafío
protestante. El papado fue considerado un factor central de esta unidad doctrinal. Las
disputas doctrinales que de hecho se plantearon estuvieron limitadas a grupos
particulares y no pusieron seriamente en tela de juicio la autoridad papal como tal: la
disputa De auxiliis y la controversia sobre Galileo, que acabo de mencionar; el
jansenismo, principalmente en Francia, en los siglos XVII y XVIII, y la controversia
sobre los ritos chinos en el siglo XVIII. De hecho, en la medida en que el papado fue
reconocido como árbitro en estas controversias, la autoridad papal salió reforzada.
El conciliarismo continuó vivo, pero no constituyó una alternativa seria al gobierno
papal, como de hecho había sucedido en el siglo XV. El éxito del Concilio de Trento
significó que durante mucho tiempo no hubo necesidad urgente de convocar otro
concilio general: paradójicamente, el éxito de este concilio redujo la amenaza de
conciliarismo. El colegio de cardenales jamás volvió a recuperar el elevado nivel de
autoridad de que había disfrutado durante el cisma papal y los subsiguientes concilios de
Constanza y Basilea. Los cardenales siguieron siendo importantes, pero más como
personas individuales en los países en que residían o en la Curia Romana, donde estaban
firmemente sometidos a la autoridad papal. Solo se reunían para elegir al nuevo papa.

El papado empezó a moverse de nuevo en aguas muy turbulentas durante la segunda


mitad del siglo XVIII. La nueva amenaza provino principalmente de países católicos.

206
Las Iglesias nacionales, con una adecuada medida de autonomía de Roma, habían sido,
como ya hemos visto, una característica de gran parte de la cristiandad occidental
durante la Edad Media Tardía. El modelo continuó vigente en muchos países católicos
durante los siglos XVI y XVII: la Iglesia galicana en Francia, por ejemplo, o en España,
donde la monarquía ejerció un amplio control sobre la Iglesia. En torno a 1750 los
acontecimientos dieron un giro más radical. En Francia, España y Austria, monarcas
autoritarios desearon incrementar su control sobre la Iglesia católica dentro de sus
respectivos dominios. En Alemania, el febronianismo tomó su nombre de Johann von
Hontheim, vicario general de Tréveris, que desempeñaba además el cargo de asesor
eclesiástico de los tres príncipes-arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia y firmaba
sus escritos con el seudónimo «Justinus Febronius». Von Hontheim atacó lo que en su
opinión no eran otra cosa que acumulaciones medievales e incluso posteriores de poder
pontificio y trató de limitar la autoridad de los papas a cuestiones puramente espirituales.
Los tres príncipes-arzobispos, a los que se unió el arzobispo de Salzburgo, respaldaron
formalmente estas opiniones en 1786, en un documento conocido como Puntuación de
Ems, del nombre de la ciudad en que se redactó el documento. Varios monarcas católicos
y sus consejeros, especialmente el marqués de Pombal en Portugal, se mostraron
especialmente hostiles contra la Compañía de Jesús (los jesuitas), aduciendo como
motivo el carácter supranacional de la orden y su lealtad al papado. El papa
Clemente XIV suprimió finalmente la orden jesuita en 1773.
Tras el estallido de la Revolución francesa en 1789, los acontecimientos adquirieron
un cariz aún más serio para el papado. El ejército de Napoleón ocupó los Estados
Pontificios y el papa Pío VI fue hecho prisionero. Fue trasladado a Francia, y finalmente
a la pequeña ciudad de Valence, donde murió en 1799. La desaparición del papado
pareció una posibilidad real.

207
3. El Concilio de Trento
El concilio de Trento figura entre la media docena de concilios más influyentes de toda
la historia de la Iglesia. Convocado por el papa Pablo III, se reunió por primera vez en
1545 y concluyó sus trabajos el año 1563. El desafío protestante fue la principal razón
para convocar el concilio, aunque los nombres de Lutero, Calvino y otros líderes de la
Reforma no se mencionan explícitamente en los decretos del concilio.

La ciudad de Trento está situada en la zona de lengua alemana del norte de Italia y
fue escogida como sede del concilio gracias a un compromiso entre el papa y Carlos V,
emperador del Sacro Imperio. La ciudad era un feudo papal, por lo que el papa tenía la
sensación de poderla controlar sin problemas, aunque hubiera preferido otro lugar más
cercano a Roma. Carlos V exigió que el concilio se celebrase en un lugar situado dentro
del ámbito de lengua alemana si pretendía hacer frente con credibilidad a las cuestiones
planteadas por la Reforma protestante, que había tenido su origen y seguía centrada en
territorio alemán. Ninguno de los papas asistió en persona al concilio, pero el papado
estuvo representado directamente por tres cardenales que, actuando en nombre del papa,
presidieron las sesiones conciliares y se responsabilizaron de gestionar los asuntos
relacionados con su funcionamiento. Los decretos fueron fruto de los debates tenidos en
el aula conciliar. En este sentido, Trento se pareció más a los concilios de la Iglesia
antigua que a la mayoría de los concilios generales de la época medieval, cuando los
decretos se presentaban a la asamblea en forma de texto preparado de antemano y el
papel del concilio consistía, en buena medida, en aprobar esos borradores. La apertura
del concilio y las sesiones solemnes tuvieron lugar en la catedral, pero para otras
reuniones se utilizaron diversas casas e iglesias de la ciudad. La lengua empleada en el
concilio, tanto en los debates como en los decretos, fue el latín.
En un principio, la asistencia de padres conciliares fue escasa. A las primeras
sesiones asistieron unos treinta obispos, italianos en su mayoría; gradualmente fue
aumentando su número, hasta alcanzar al final los más de doscientos, una cantidad
decorosamente representativa de la jerarquía católica de la época. Los dieciocho años de
duración del concilio se dividen en tres etapas. Después de dos años de trabajo, en 1547,

208
el concilio se aplazó a causa de una epidemia que amenazó la ciudad. Cuatro años más
tarde los obispos se reunieron de nuevo, primero en Bolonia y más tarde de nuevo en
Trento. Tras otro año de trabajo, en 1552 se produjo un nuevo aplazamiento del concilio,
porque varios príncipes alemanes se habían sublevado contra el emperador Carlos y un
ejército luterano merodeaba cerca de la ciudad. Siguió otra nueva interrupción de diez
años, durante los cuales el papa Pablo IV (1555-1559) pareció poco dispuesto a reanudar
el concilio. Finalmente, Pío IV lo convocó de nuevo en 1562 y, un año después, una vez
terminado su trabajo, lo clausuró definitivamente.
El concilio abordó rápidamente la cuestión clave de la Escritura y la Tradición,
afirmando el papel que a ambas les corresponde en la enseñanza de la Iglesia, y
consiguientemente censurando el énfasis casi exclusivo que ponían los reformadores en
la Escritura. El párrafo fundamental de este importante documento dice lo siguiente:

«El sacrosanto… Concilio de Trento… poniéndose perpetuamente ante sus ojos que, quitados los errores, se
conserve en la Iglesia la pureza misma del Evangelio que... promulgó primero por su propia boca nuestro
Señor Jesucristo, Hijo de Dios, y mandó luego que fuese predicada por ministerio de sus Apóstoles a toda
criatura como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres; y viendo perfectamente
que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que, transmitidas
como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los Apóstoles, quienes las recibieron o bien de
labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espíritu Santo…, con igual afecto de piedad e igual
reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento…, y también las
tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe ora a las costumbres, como oralmente por Cristo o por el
Espíritu Santo dictadas» (Sesión 4, 1546 [DzH, n. 1501]).

A continuación, el concilio debatió el segundo punto clave que planteaban los


reformadores: la cuestión de la justificación. El concilio afirmó la necesidad tanto de la
fe como de las buenas obras, y el papel de la voluntad libre del ser humano; sin embargo,
el énfasis que el decreto pone en la iniciativa de Dios en nuestra justificación concuerda
con la enseñanza protestante:

«Declara además que el principio de la justificación misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios
preveniente por medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación por la que son llamados sin que exista mérito
alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la gracia de Él que los excita y
ayuda a convertirse se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma
gracia» (Sesión 6, 1547 [DzH, n. 1525]).

En el mismo Decreto sobre la justificación leemos más adelante un hermoso texto


sobre cómo quienes ya han sido justificados pueden seguir creciendo en santidad y
amistad con Dios y con la humanidad:

209
«Justificados, pues, de esta manera y hechos “amigos y familiares de Dios” [Jn 15,15; Ef 2,19], “caminando
de virtud en virtud” [Sal 84,8], “se renuevan (como dice el Apóstol) de día en día” [2 Cor 4,16]; esto es,
mortificando los miembros de su carne y presentándolos como armas de la justicia para la santificación por
medio de la observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia: crecen en la misma justicia, recibida
por la gracia de Cristo, cooperando la fe, con las buenas obras» (Sesión 6, 1547 [DzH, n. 1535]).

Muchos otros temas presentes en las controversias de la época de la Reforma


dependían de estas dos cuestiones: las relaciones existentes entre la Escritura y la
Tradición, por una parte, y entre la fe y las buenas obras, por otra. Trento aprobó un
amplio abanico de decretos sobre estos otros temas. Con estos documentos pretendió
justificar la enseñanza y las prácticas que se habían vuelto tradicionales en la Iglesia
católica, mostrar los fundamentos de las mismas en la primitiva Iglesia y, a la vez,
purificar tanto la enseñanza como las prácticas de los abusos que pudieran haberse
infiltrado en una y otras.
Hubo decretos sobre cada uno de los siete sacramentos: bautismo, confirmación,
penitencia –o confesión–, eucaristía, extremaunción, matrimonio y orden. La eucaristía
fue tratada de manera especialmente detallada. Aunque se reafirmó la doctrina
tradicional católica sobre este sacramento, el concilio también prestó atención a algunos
de los puntos sobre los que los reformadores habían insistido. La enseñanza resultante es
profunda, rebosa devoción, cuida la expresión teológica y tiene en cuenta la Sagrada
Escritura. El capítulo 2 del Decreto sobre la eucaristía, titulado «La razón de la
institución de este sacramento», nos brinda una excelente síntesis:

«Así pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al Padre, instituyó este sacramento en el
que vino como a derramar las riquezas de su divino amor hacia los hombres, “componiendo un memorial de
sus maravillas” [Sal 111,4], y mandó que, al recibirlo, hiciéramos memoria de Él [v. Lc 22,19; 1 Cor 11,24] y
anunciáramos su muerte hasta que Él mismo venga [v. 1 Cor 11,26] a juzgar al mundo. Ahora bien, quiso que
este sacramento se tomara como espiritual alimento de las almas [v. Mt 26,26; Jn 6,27] por el que se
alimenten y fortalezcan los que viven de la vida de Aquel que dijo: «El que me come a mí, también él vivirá
por mí» [Jn 6,57], y como antídoto por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los
pecados mortales. Quiso también que fuera prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y juntamente
símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él mismo la cabeza [v. 1 Cor 11,3; Ef 5,23] y con el que quiso que
nosotros estuviéramos como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y la
caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros escisiones [v. 1 Cor 1,10]»
(Sesión 13, 1551 [DzH, n. 1638]).

Se reafirmó la idea de la transustanciación, pero, como en el concilio IV de Letrán,


no se excluyeron otras aclaraciones apropiadas.

210
Además de los documentos doctrinales, Trento aprobó otra amplia serie de decretos
con vistas a la reforma moral de la Iglesia. Ya desde un principio el concilio expresó su
voluntad de abordar las materias que «se contienen en los dos capítulos de la extirpación
de la herejía y de la reforma de las costumbres, por cuya causa principalmente se ha
congregado» (Sesión 3, 1546 [DzH, n. 1500]). Un importante decreto de reforma,
conocido con el nombre de su palabra inicial, Tametsi, propuso una serie de medidas
sobre el matrimonio que todavía hoy siguen en buena parte vigentes: «amonestaciones»
previas a la celebración del matrimonio, grados de afinidad y consanguinidad que
impiden la celebración del matrimonio, la necesaria presencia del párroco como testigo
en la ceremonia del matrimonio. De los otros decretos de reforma, muchos se refieren al
clero diocesano –obligaciones y estilo de vida de los obispos y sacerdotes encargados de
las parroquias– y a las órdenes religiosas, masculinas y femeninas. Particularmente
importante fue el decreto sobre los seminarios, que por primera vez propuso un sistema
reconocido de educación para todos aquellos que aspiraban a ser sacerdotes diocesanos.
En él se describe la formación académica y religiosa en los siguientes términos:

«Distribuirá el obispo a estos chicos y jóvenes en el número de clases que le parezca conveniente, de acuerdo
con su número, edad y adelantamiento en la disciplina eclesiástica. A algunos podrá ponerlos a disposición de
las iglesias cuando considere que están maduros para prestar ese servicio; a otros podrá conservarlos para que
se instruyan en el colegio. A los que dejan el colegio los sustituirá con otros, de manera que el colegio se
convierta en un “plantel” [seminarium en latín] perenne de ministros de Dios. Y para que más adecuadamente
se fundamenten en los estudios eclesiásticos, deberán recibir todos ellos la tonsura y vestir el hábito clerical
desde el comienzo; deberán estudiar gramática, canto, cómo se llevan las cuentas de la iglesia y otras
habilidades útiles; deberán estar versados en la Sagrada Escritura, los escritores eclesiásticos, las homilías de
los santos, la práctica de ritos y ceremonias y más concretamente la administración de los sacramentos,
especialmente todo lo que parezca apropiado para escuchar confesiones.
Asegúrese el obispo de que asistan a misa cada día, confiesen sus pecados una vez al menos cada mes,
reciban el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo tan a menudo como su confesor les aconseje y presten servicio
en la catedral y en otras iglesias de la zona los días festivos... Ellos [los obispos] castigarán severamente a los
díscolos e incorregibles, así como a quienes den mal ejemplo, y, si es necesario, los expulsarán. Deberán
procurar quitar todos los obstáculos que se opongan a tan meritoria y santa fundación y promover todo
aquello que la preserve y fortalezca» (Sesión 23, 1563).

Por lo que a la fundación de seminarios se refiere, fueron particularmente


importantes un grupo de enérgicos obispos y algunas de las nuevas órdenes religiosas.
Entre esos obispos, destacó sobre todo Carlos Borromeo (1538-1584), que fundó varios
seminarios en su gigantesca archidiócesis de Milán. Sus seminarios se convirtieron en
modelo que imitaron otras diócesis. Entre las órdenes religiosas, las primeras que se
fijaron como objetivos fundar y dirigir seminarios para el clero diocesano fueron la

211
Compañía de Jesús y los vicentinos. De su trabajo en este campo del apostolado hablaré
en el apartado 4 de este capítulo.
Durante su última sesión, en diciembre de 1563, el concilio aprobó un decreto que
recomendaba las indulgencias, aunque exigía moderación a la hora de concederlas. De
esta manera, la causa inmediata que había provocado la Reforma protestante fue casi la
última cuestión tratada en Trento. Aunque podemos ver en ello una paradoja, también
refleja el hecho de que la Reforma se había ampliado y abarcaba muchas otras cuestiones
en el momento de celebrarse el concilio. El decreto enseñaba lo siguiente:

«El sacrosanto concilio enseña y manda que debe mantenerse en la Iglesia el uso de las indulgencias,
sobremanera saludable al pueblo cristiano y aprobado por la autoridad de los sagrados concilios... Sin
embargo, desea que al conceder dichas indulgencias se use moderación, para evitar que demasiada facilidad
de concesión debilite la disciplina eclesiástica» (Sesión 25, 1563 [DzH, n. 1835]).

También en la última sesión, el concilio decidió dejar en manos del papa cuatro
asuntos que el concilio no había tenido tiempo de discutir a fondo: el índice, el
catecismo, el breviario y el misal. El primer Índice de libros prohibidos (Index librorum
prohibitorum) contenía la lista de los libros que los católicos tenían prohibido leer o
poseer y había sido publicado por el papa Pablo IV en 1557. A la luz del decreto de
Trento, en 1571 el papa Pío V fundó una nueva congregación de la Curia Romana
(Congregatio Indicis Librorum Prohibitorum) con la misión explícita de completar la
lista de los libros prohibidos. Este Índice se fue actualizando con regularidad, hasta que
finalmente, en 1966, el papa Pablo VI lo suspendió, o, más exactamente, lo abolió. El
Catecismo romano, también llamado a veces Catecismo del Concilio de Trento, se
publicó en latín en 1566, principalmente para uso de los párrocos. Su influjo se dejó
sentir en otros muchos catecismos que a partir de entonces se fueron publicando en las
distintas lenguas vernáculas para lectores menos formados. La reforma del breviario
desembocó en el Breviario romano, promulgado por Pío V en 1568 y que continuó
siendo normativo para el rezo diario de los sacerdotes diocesanos y de los sacerdotes de
algunas órdenes religiosas hasta después del Concilio Vaticano II. La reforma del misal
dio como fruto la misa tridentina, publicada por Pío V en 1570 y que continuó siendo
normativa para la gran mayoría de los católicos hasta que después del Concilio Vaticano
II se llevó a cabo un amplio programa de reformas litúrgicas.

212
Al establecimiento en 1564 de la Congregatio Concilii para la interpretación y
puesta en práctica de los diversos decretos del concilio ya he aludido anteriormente (v.
supra, p. 172). Hablando en general, la influencia que ejerció el Concilio de Trento
durante todo el periodo estudiado en este capítulo –e incluso más allá de él– fue
inmensa. Sus decretos, tanto los doctrinales como los de reforma, ofrecieron una guía
extraordinariamente amplia a la Iglesia católica, de la que esta se sirvió durante mucho
tiempo y en múltiples niveles: teológico, sacramental, vocacional, devocional y práctico.
Sin duda, el Concilio de Trento constituye un punto de partida central y básico del
desarrollo del catolicismo posmedieval.

213
4. Las órdenes religiosas
Durante la Reforma protestante las órdenes religiosas fueron objeto de críticas feroces,
que en parte estuvieron motivadas por razones de principio: según los reformadores, el
estilo de vida de los religiosos era elitista y no contaba con el apoyo de la Escritura.
Ahora bien, muchos de esos críticos habían sido miembros de órdenes religiosas; de ahí
que sus críticas dejasen traslucir también cierto grado de acritud personal. Martín Lutero
había sido fraile agustino y posteriormente se casó con Catalina von Bora, antigua
monja. En todos los países en que arraigó la Reforma, las órdenes religiosas fueron
suprimidas. En Inglaterra, el cierre de los monasterios y la disolución de las órdenes
religiosas se produjo durante el reinado de Enrique VIII.
La respuesta de la Iglesia católica fue doble: por una parte, justificó al más alto
nivel en el Concilio de Trento el principio que servía de fundamento teológico a la vida
religiosa y, además, fomentó de diversas maneras las distintas órdenes, tanto las más
antiguas como las más recientes, fundadas del siglo XVI en adelante.

Nuevas órdenes religiosas

Dos de las órdenes masculinas más recientes, del mismo siglo XVI, fueron los teatinos y
los barnabitas, fundadas respectivamente en 1524 y 1530. Los teatinos recibieron este
nombre de uno de sus cuatro fundadores, Gian Pietro Caraffa, que entonces era obispo
de Chieti (Theate en latín), en Italia, y que más tarde sería elegido papa con el nombre de
Pablo IV. El nombre de los barnabitas derivó de la iglesia de San Bernabé de Milán, que
fue la primera parroquia que les fue confiada como orden religiosa. Ambas órdenes
subrayaron la importancia de un estilo austero de vida y del trabajo, centrado sobre todos
en tres campos apostólicos: la educación, la atención parroquial y la obra misionera.
Ambas órdenes se difundieron más allá de Italia por varios países de la Europa católica;
por su parte, los teatinos fundaron también comunidades en lejanos países del «Nuevo
Mundo».
Los oratorianos surgieron del grupo de sacerdotes que se reunían alrededor de
Felipe Neri (1515-1595), enérgico y carismático sacerdote de Roma. Las casas de la

214
orden, llamadas «oratorios», se establecieron sobre todo en las grandes ciudades de
Europa y en algunas del Nuevo Mundo. Se esforzaban principalmente por ofrecer a los
católicos un cristianismo inteligente y atractivo: buenos servicios religiosos, con especial
atención a la predicación, la música y el confesonario, encuentros de grupos de oración,
charlas y debates. Algunos oratorianos llegaron a ser sabios de reconocido prestigio,
como el cardenal Baronio (1538-1617), historiador de la Iglesia, y Pedro de Bérulle,
fundador y responsable del influyente oratorio de París, que destacó como predicador,
escritor y consejero espiritual. La orden desempeñó un importante y distintivo papel en
la renovación de la vida católica.

Entre las nuevas órdenes masculinas, la más conocida y que contó con mayor
número de miembros fue la Compañía de Jesús, cuyos integrantes fueron conocidos
como jesuitas. Ignacio de Loyola (1492-1556), fundador de la orden, experimentó una
conversión religiosa mientras convalecía de una herida que había recibido como soldado.
Durante ese periodo crítico de su existencia se sucedieron las experiencias religiosas;
llevó una vida errante, que incluyó una peregrinación a Jerusalén, y dedicó años al
estudio en diversos lugares, sobre todo en la Universidad de París, para recibir el
sacerdocio. En esta ciudad reunió a su alrededor a un grupo de compañeros de estudio de
mentalidad afín a la suya y juntos fundaron la Compañía de Jesús, que fue aprobada
como orden religiosa por el papa Pablo III en 1540. Ignacio pasó los dieciséis últimos
años de su vida en Roma, dedicado a dirigir y gobernar la nueva orden. Allí terminó sus
Ejercicios espirituales, que Ignacio ofreció a sus seguidores como guía y estímulo para
vivir en armonía con la voluntad de Dios. Este libro, basado en sus propias experiencias
de conversión, ha ejercido una gran influencia dentro y más allá de la orden de los
jesuitas.
El más conocido de los primeros compañeros jesuitas de Ignacio fue Francisco
Javier. Ambos eran originarios de la misma región vasca de España. Javier dejó Roma en
1541 y se embarcó en una aventura misionera que lo llevó hasta la India, Sri Lanka,
Malasia, Indonesia y Japón. Murió cuando se dirigía a China y ya tenía a la vista la tierra
firme del continente asiático. La amplitud de sus viajes y el número de personas que se
convirtieron al cristianismo a través de él –se calcula que unas 700.000– son
extraordinarios. Fue un predicador enérgico, creativo en sus métodos de evangelización,
y su organización de los conversos en comunidades cristianas produjo resultados

215
duraderos. Francisco Javier fue reconocido pronto como uno de los más extraordinarios
misioneros cristianos de todos los tiempos.
La Compañía de Jesús experimentó un rápido crecimiento en número y en
capacidad de influencia: en 1600 contaba con aproximadamente 8.500 miembros, que en
1773 se elevaban a cerca de 23.000. La nueva orden prestó mucha atención al trabajo,
siguiendo la recomendación de Ignacio según la cual los jesuitas debían orar como si
todo dependiese de Dios y trabajar como si todo dependiese de ellos mismos. La orden
se mostró flexible con respecto a los tipos de trabajo que emprendía, guiándose por la
máxima Ad maiorem Dei gloriam (A mayor gloria de Dios). La educación se convirtió
pronto en un importante campo de apostolado y los jesuitas establecieron una red de
escuelas y universidades por toda la Europa católica y más allá de ella. Sus alumnos
provenían en gran parte de las clases media y alta, y luego ejercieron gran influjo en los
más diversos ámbitos de la vida. El filósofo René Descartes (1596-1650) fue un devoto
alumno de La Flèche, la prestigiosa escuela que los jesuitas habían abierto cerca de
Angers, en Francia. Siguiendo el decreto del Concilio de Trento sobre los seminarios, la
orden abrió también seminarios para la formación de nuevos sacerdotes. El más
conocido fue el llamado Colegio Romano de Roma, que más tarde daría origen a la
Universidad Gregoriana. El colegio formaba tanto a seminaristas diocesanos de muchos
países como a estudiantes jesuitas y terminó ejerciendo una profunda influencia en el
catolicismo de la Contrarreforma.
Entre los jesuitas hubo escritores y sabios –como los teólogos Roberto Belarmino
(1542-1621) y Francisco Suárez (1548-1617), el astrónomo y matemático Christoph
Clavius (1537-1612), y los llamados bolandistas (del nombre de su fundador, Jan van
Bolland), un grupo de estudiosos que sentaron las bases de la moderna hagiografía (vidas
de santos)–, así como predicadores y consejeros. Fueron activos misioneros tanto en la
Europa católica como en la protestante, y en los «nuevos» mundos de América, África y
Asia. Roberto de Nobili (1577-1656) en la India y Matteo Ricci (1552-1610) en China
fueron persistentes e inventivos en sus esfuerzos de inculturación –es decir, de facilitar
que las personas de esos países y culturas se sintieran cómodos con su forma de vivir y
expresar el cristianismo–, como lo fueron también los misioneros jesuitas que crearon las
llamadas «reducciones» para los pueblos indígenas de Paraguay durante los siglos XVII
y XVIII. Numerosos jesuitas mártires –Edmund Campion (1541-1581), Robert

216
Southwell (1561-1595), John Ogilvie (1580-1615) y otros treinta en Inglaterra y muchos
en otros lugares– dieron testimonio de la dedicación de la orden.
No obstante, a los jesuitas se opusieron también muchos católicos. Unos los
criticaban por estar demasiado cerca de los ricos y poderosos, otros por mantener puntos
de vista excesivamente tolerantes en cuestiones de moral e inculturación. De todos
modos, las principales razones que llevaron a la supresión de la Compañía en 1773
fueron el carácter supranacional de la misma y su lealtad al papado. La orden sobrevivió
a duras penas en varios países no católicos, donde no fue promulgada la bula papal de
supresión, especialmente en Rusia y en Inglaterra, pero la plena restauración de la orden
no fue aceptada por el papado hasta 1814.

Durante los siglos XVII y XVIII surgieron varias órdenes masculinas nuevas que ya
entonces fueron importantes y que hoy día continúan dando muestras de gran vigor. La
Congregación de la Misión (CM) –popularmente conocida también como padres paúles,
vicencianos o vicentinos, en recuerdo de su fundador, Vicente de Paúl (1581-1660), o a
veces como lazaristas, porque en un determinado momento trasladaron su casa central al
priorato de San Lázaro de París–, se especializó en la predicación de misiones populares
en zonas campesinas y en la educación del clero diocesano en los seminarios. A
mediados del siglo XVIII dirigían un buen número de seminarios en Francia y, en menor
medida, en Italia, Polonia, España y Portugal. Pablo de la Cruz (1694-1775) fundó la
Congregación de la Pasión (pasionistas) con dos objetivos apostólicos principales:
predicar misiones populares y ofrecer retiros para los laicos, con la peculiaridad de que
cuando los miembros de la orden no estaban ocupados en tareas apostólicas llevaban una
vida estrictamente contemplativa. Alfonso de Ligorio (1696-1787) fundó la
Congregación del Santísimo Redentor (redentoristas), dedicada también a la predicación
de misiones populares. Él fue quizá el más famoso teólogo moralista católico, y esta
tradición de estudio, enseñanza y escritura sobre problemas de teología moral ha tenido
continuadores entre los miembros de su orden hasta nuestros días.

Con respecto a las mujeres, los primeros siglos de la Edad Moderna fueron testigos de la
fundación de varias órdenes femeninas nuevas importantes. La orden de las ursulinas, así
llamadas en recuerdo de la mártir santa Úrsula, fue fundada en Brescia, Italia, por

217
Angela Merici en 1535. Originalmente, su estilo de vida tenía cierto parecido con el de
las beguinas, pero gradualmente, por exigencia del papa, la orden fue adquiriendo un
carácter más institucional y las casas privadas en que vivía fueron sustituidas por
conventos. Su principal campo de apostolado fue la educación de las muchachas.
Fundaron escuelas para ellas, sobre todo en la Europa católica, pero durante los siglos
XVII y XVIII poseyeron dos escuelas en América del Norte, concretamente en Quebec y
Nueva Orleans. También el Instituto de la Bienaventurada Virgen María, fundado por
Mary Ward (1585-1645) en Inglaterra, centró su atención en la educación de niñas. La
orden de las Hermanas de la Caridad, fundada en Francia por Vicente de Paúl en
colaboración con Luisa de Marillac, se preocupó del cuidado de los pobres y enfermos.
Con el tiempo tendría una enorme influencia sobre el conjunto de la acción caritativa de
la Iglesia católica. La orden de la Visitación (Orden de la Visitación de la
Bienaventurada Virgen María, popularmente conocidas como monjas visitandinas, o
salesas), fue fundada también en Francia durante el siglo XVII por Francisco de Sales y
Juana Francisca de Chantal. Orden de carácter contemplativo, su santa más conocida fue
Margarita María Alacoque (1647-1690), cuyas visiones tuvieron una influencia decisiva
en la devoción católica al Sagrado Corazón de Jesús. Además, tanto la congregación de
los pasionistas como la de los redentoristas crearon las correspondientes ramas
femeninas.

Reformas de las órdenes medievales

La Contrarreforma ejerció una profunda influencia sobre todas las órdenes religiosas que
provenían de la Edad Media. Muchas de ellas fueron capaces de reformarse y de
adaptarse por propia iniciativa a las nuevas condiciones de la naciente Edad Moderna.
También algunos terciarios de estas órdenes continuaron desempeñando un importante
papel en la vida de la Iglesia. Particularmente llamativo fue el caso de Rosa de Lima
(1586-1617), que llevó una vida santa como terciaria dominica en Perú.
En estas órdenes más antiguas se produjeron rupturas que a menudo desembocaron
en nuevas órdenes reformadas, las cuales influyeron significativamente en la vida de la
Iglesia católica. En el caso de los frailes franciscanos, por ejemplo, ya en la Edad Media
habían surgido tensiones sobre el carácter de la orden, entre quienes trataban de darle
una orientación clerical y quienes preferían enfoques más carismáticos. En 1517 la orden

218
se dividió oficialmente en dos: los franciscanos conventuales y la Orden de Frailes
Menores (OFM). Poco después otra reforma, introducida por Matteo Bassi, dio lugar a la
Orden de los Frailes Menores Capuchinos (OFMCap), así llamados popularmente por la
capucha típica de su hábito; sus constituciones fueron aprobadas en 1529. La orden fue
temporalmente suprimida cuando en 1541 Bernardino Ochino, su tercer ministro general,
se convirtió al luteranismo, pero en 1619 fue restaurada y reconocida de nuevo como
orden religiosa. El entusiasmo que pusieron los capuchinos en la predicación popular y
el trabajo misionero les granjeó un amplio apoyo del pueblo y los convirtió en una
poderosa fuerza de la renovación católica en Europa y en el Nuevo Mundo. La familia
franciscana conoció todavía otras rupturas y solo a finales del siglo XIX logró
reunificarse de nuevo en las tres grandes ramas representadas por los conventuales, la
OFM y los capuchinos; esta reunificación fue aprobada en 1898 por el papa León XIII.
De todos modos, las divisiones también fueron de alguna manera creativas, porque
expresaron las tensiones latentes en el corazón del esfuerzo humano por vivir el mensaje
del Evangelio: la actuación de la familia franciscana fue una especie de piedra de toque
para el conjunto de la comunidad cristiana.
Dos destacados personajes españoles, Teresa de Ávila (1515-1582) y su discípulo
Juan de la Cruz (1542-1591), iniciaron la reforma de los carmelitas. Después de haber
vivido varios años como monja carmelita, Teresa se sintió llamada a una forma de vida
más estricta y a fundar una casa donde se observase mejor la regla original de la orden.
Con esta intención, y a pesar de la fuerte oposición que encontró, en 1562 fundó un
convento carmelita reformado en la ciudad de Ávila. La mayor parte del resto de su vida
la dedicó a fundar nuevos conventos de carmelitas reformadas. Al mismo tiempo, Teresa
consagró mucho tiempo a la oración, durante la cual experimentó la cercanía y amistad
de Dios de una manera excepcional. Estas experiencias las describió en una serie de
libros que la convirtieron en una de las autoridades más importantes en materia de
oración dentro de la tradición cristiana: el Libro de la vida (autobiografía), Camino de
perfección (escrito para sus monjas), el Libro de las fundaciones y, tal vez el más
popular, El castillo interior.
Juan de la Cruz estudió Teología como fraile carmelita en la Universidad de
Salamanca y fue ordenado sacerdote en 1567. Conoció a Teresa de Ávila y, descontento
con la relajación de su propia orden, trató de poner en marcha, al estilo de Teresa, la

219
reforma de los frailes carmelitas. Encontró una fuerte oposición y durante casi un año
vivió privado de libertad en un convento de la orden, hasta que finalmente logró escapar.
Poco después surgieron los carmelitas reformados como nueva orden religiosa. Los
sufrimientos de Juan no desaparecieron; otros líderes se pusieron al frente de la nueva
institución, al tiempo que él moría más o menos apartado de su nueva orden tras grave
enfermedad. Escribió bellas y muy influyentes obras sobre la oración, muchas de ellas en
verso: Cántico espiritual, Subida del monte Carmelo –en la que describe «la noche
oscura del alma» por la que ha de pasar normalmente todo aquel que persista en la
búsqueda de Dios– y Llama de amor viva. Ambas órdenes reformadas de carmelitas
crecieron a partir de entonces y han ejercido una profunda influencia en la espiritualidad
y la oración de la Iglesia católica. A través de sus escritos, Juan de la Cruz y Teresa de
Ávila han tenido una influencia destacada en el desarrollo de la lengua española.
Dentro de la familia benedictina, Armand Jean de Rancé, abad del monasterio de La
Trappe, en Francia, trató de restaurar la disciplina cisterciense original de su comunidad.
Finalmente, sus reformas condujeron en el siglo XIX a la fundación de la orden de los
trapenses, cuyo nombre oficial es Orden Cisterciense de la Estricta Observancia (Ordo
Cisterciensis Strictioris Observantiae: OCSO). También en Francia, la Congregación de
San Mauro hizo su aparición en el siglo XVII como una reforma de la regla benedictina.
Su abadía más famosa fue la de Saint-Germain-des-Prés, en París, y sus monjes más
conocidos fueron eruditos. Jean Luc d’Achery (1609-1685), Jean Mabillon (1632-1707),
Edmond Martene (1645-1739), Bernard de Montfaucon (1655-1741), Thierry Ruinart
(1657-1709) y otros contribuyeron a mejorar el conocimiento de la tradición cristiana
con sus ediciones, nuevas y más críticas, de textos teológicos, históricos y litúrgicos.
Tras la Revolución francesa de 1789, la congregación sufrió fuertes divisiones internas,
hasta que finalmente Pío VII la disolvió en 1814. Las reformas benedictinas no siempre
condujeron en la misma dirección: De Rancé se mostró muy crítico con la dedicación de
los mauristas al trabajo de investigación, lo que provocó la vehemente respuesta de
Mabillon en el Traité des études monastiques.

Síntesis

Las órdenes religiosas desempeñaron un papel muy importante en el catolicismo a


comienzos de la Edad Moderna. La mayor parte de las órdenes antiguas, todas ellas

220
medievales, sobrevivieron en los países católicos y contribuyeron de manera
significativa a modelar el catolicismo moderno. A esto hay que añadir la aportación de
las nuevas fundaciones de órdenes masculinas y femeninas, tanto de las completamente
nuevas, como los jesuitas, como de las surgidas de reformas de órdenes más antiguas,
como los capuchinos. Mientras que la mayor parte de las órdenes femeninas medievales
fueron ramas de las órdenes masculinas, las nuevas fundaciones para mujeres de
comienzos de la Edad Moderna fueron más independientes. Además de los miembros de
pleno derecho de las diversas órdenes, es importante recordar a los terciarios y a otras
personas con diverso grado de afiliación, así como al ingente número de personas que de
una u otra manera estuvieron en contacto con las órdenes y se beneficiaron de sus
ministerios. No obstante sus limitaciones y fallos, que los hubo en abundancia, las
órdenes religiosas contribuyeron de forma muy significativa al desarrollo del catolicismo
en Europa y en los países recién evangelizados de Asia, África y América. Esta
contribución no solo se dejó notar casi en cada rincón de la Iglesia católica, sino también
en muchos lugares y personas de fuera de ella.

221
5. Acción misionera y catolicismo fuera de Europa
Ya hemos visto cómo el cristianismo floreció en África del Norte y en el occidente de
Asia durante los primeros seis siglos de nuestra era. La difusión del islam alteró
espectacularmente la situación en África del Norte, y el cisma entre Roma y
Constantinopla del año 1050 tuvo la amarga consecuencia de que la mayor parte de los
cristianos de Asia se vieran separados de la Iglesia católica. La situación cambió de
nuevo radicalmente tras la llegada de Cristóbal Colón a América el año 1492. El
cristianismo alcanzó América por primera vez, al menos como Iglesia organizada. Poco
después la Iglesia experimentó también avances muy significativos en África y Asia. Por
primera vez en su historia, el cristianismo pudo calificarse de religión mundial. Aunque
el interés central de este libro sea el catolicismo, merece la pena no pasar por alto las
grandes contribuciones de otros misioneros, sobre todo los de las Iglesias protestantes.
Hablaré sucesivamente de América, África y Asia, empezando por América, donde
la novedad del cristianismo fue especialmente radical. Australasia, descubierta por los
occidentales en la segunda mitad del siglo XVIII, será ya tema del próximo capítulo. Las
áreas geográficas indicadas eran muy extensas, y había colosales diferencias étnicas y
culturales entre los tres continentes y dentro de cada uno de ellos. Sin embargo, la acción
misionera se desarrolló de forma básicamente unitaria, en la medida en que se
mantuvieron unidas las doctrinas y las instituciones de la Iglesia católica. De ahí que los
hechos ya esbozados en los apartados 2, 3 y 4 del presente capítulo, dedicados al papado,
al Concilio de Trento y a las órdenes religiosas, tuvieran importantes consecuencias para
la acción misionera. Los decretos del Concilio de Trento fueron fundamentales para la
enseñanza y la disciplina en los países misioneros, mientras que, por otra parte, los
miembros de las órdenes religiosas –dominicos, franciscanos, agustinos, jesuitas y otros–
fueron quienes llevaron a cabo sobre el terreno gran parte de la acción evangelizadora.
También fue extraordinariamente importante el constante apoyo que la acción misionera
recibió de los papas de la época; en cualquier caso, estos se vieron obligados a tomar
difíciles decisiones para defender la fidelidad al Evangelio y a las tradiciones de la
Iglesia, sin dejar por ello de promover la adaptación y la inculturación adecuadas. En

222
este sentido, revistió especial importancia la creación de la Congregación de Propaganda
Fide (v. supra, p. 170).

América

El crecimiento de la Iglesia en América del Sur y Central fue extraordinariamente


rápido, y la evangelización, a pesar de las enormes dificultades que encontró, fue
notablemente profunda. Por primera vez en la historia de la Iglesia desde la conversión
de la Europa Occidental en la Temprana Edad Media, un subcontinente entero se
convirtió en su mayor parte al cristianismo. Los primeros misioneros fueron
principalmente frailes dominicos y franciscanos, procedentes sobre todo de los dos
países a los cuales el papa Alejandro VI había otorgado la soberanía sobre el Nuevo
Mundo en 1494: Portugal, al que se le asignó el vasto territorio de Brasil, y España, a la
que le correspondieron casi todas las demás tierras.
En 1515 la ocupación por parte de España de las Indias Occidentales era casi
completa. Hernán Cortés penetró en la civilización azteca de México en 1519 y en el
espacio de dos años su ejército había conquistado el país. Diez años más tarde, Francisco
Pizarro penetró en el imperio de los incas en Perú, y sus fuerzas tardaron cinco años en
someterlo. Brasil fue descubierto por Pedro Cabral en 1500 y a mediados del siglo XVI
los portugueses ya disponían de puertos de apoyo a lo largo de toda la línea costera. Más
al sur, las regiones de La Plata, hoy día Argentina y Paraguay, fueron ocupadas por los
españoles.

¿De qué profundidad fueron las conversiones en masa al cristianismo que se


produjeron a continuación? Hoy día se consideran especialmente repugnantes las
conversiones forzosas, pero hemos de procurar que los intereses actuales no predominen
sobre nuestro enjuiciamiento del pasado. Las conversiones fueron estimuladas y a
menudo impuestas por los conquistadores; sin embargo, la mayor parte de las tribus
indígenas fueron conquistadoras ellas mismas y pudieron imponer sus creencias a otras
tribus; así que probablemente muchas de ellas comprendiesen en cierto modo la nueva
situación e incluso simpatizasen con ella. Por otra parte, no deberíamos permitir que la
idea de la imposición dejase en penumbra otras consideraciones. En particular, parece
que los pueblos indígenas de América sintieron verdadera atracción por lo mejor del

223
cristianismo. Solo así podrían explicarse tan duraderos resultados, que han convertido a
América del Sur y Central en las regiones más católicas del mundo actual.

Por lo que a la organización eclesiástica se refiere, los primeros obispados al oeste del
Atlántico, creados ya en 1511, fueron los siguientes: Santo Domingo y Concepción de la
Vega, en la actual República Dominicana, y San Juan en Puerto Rico. En 1522 la
organización de las Antillas, con ocho obispados, había sido completada. En México, en
1525 se creó la primera diócesis, que fue la de Tlaxcala; a ella se le añadió al año
siguiente la ciudad de México, que en 1548 se convirtió en sede metropolitana, con siete
diócesis sufragáneas. En América del Sur, la primera diócesis fue la de Caracas
(Venezuela). La siguió en 1541 Lima, que en 1575 pasó a ser sede metropolitana de una
enorme provincia que abarcaba los actuales países de Ecuador, Bolivia, Perú y Chile. En
la región de La Plata se crearon cuatro obispados: el primero, en 1547, fue el de
Asunción, y el cuarto, en 1582, el de Buenos Aires. Brasil recibió en 1552 a su primer
obispo, que ocuparía la nueva diócesis de San Salvador de Bahía. En estos países se
organizaron parroquias y se levantaron templos, hospitales, conventos y escuelas. La
primera universidad de América fue fundada en 1553, en la ciudad de México.
Entre los evangelizadores hubo muchas personas admirables y santas: Toribio
Alfonso de Mogrovejo (1538-1606), heroico y enérgico arzobispo de Lima; Francisco
Solano (1549-1610), misionero y predicador franciscano que trabajó por la conversión
de muchos indígenas de la región del Chaco; santa Rosa de Lima (1586-1617), terciaria
dominica, y san Martín de Porres (1579-1639), hermano lego dominico. Había gran
renuencia a la ordenación sacerdotal de indígenas americanos –obispos y sacerdotes
fueron casi exclusivamente europeos o de ascendencia europea– o a desviarse de las
formulaciones europeas occidentales de la doctrina católica. Pero, dentro de este
contexto, hubo espléndidos ejemplos de sensibilidad a los derechos de los pueblos
indígenas. Un caso realmente notable fue el del inquieto sacerdote diocesano y más tarde
religioso dominico fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), que defendió
valientemente los derechos de los indígenas, de palabra y por medio de numerosos
escritos, y tanto en su nativa España como en los numerosos países de América del Sur y
Central a los que viajó.

224
La tentativa más conocida de cristianizar y proteger la cultura indígena estuvo
representada por las llamadas «reducciones» del Paraguay, de las que hace algunos años
se ocupó la película La misión. Estos asentamientos fueron fundados por misioneros
jesuitas entre los guaraníes del Río de la Plata (en áreas que hoy día forman parte del sur
de Brasil, Paraguay, Uruguay y del norte de Argentina) desde principios del siglo XVII
hasta 1768, cuando la Compañía de Jesús fue expulsada de las colonias españolas de
América. En el momento de su máximo desarrollo, entre 1730 y 1740, más de 100.000
nativos habían optado por vivir en una treintena de misiones, más o menos. Los europeos
tenían prohibido instalarse en estos poblados, pero su organización había sido aprobada
y en general apoyada por los sucesivos gobernadores españoles de Paraguay y los
obispos locales. La organización de los asentamientos se basó en una combinación de
propiedad pública y privada. Se estimularon las industrias domésticas y sus productos,
así como la agricultura, cuyos excedentes vendían los jesuitas al mundo exterior para
procurarse los recursos necesarios para mantener la economía de la misión. En el centro
de cada poblado se elevaba la iglesia parroquial. Los indígenas recibían clases de
doctrina cristiana, lectura, escritura y canto, y se les animaba a desarrollar sus
habilidades como pintores, escultores y músicos. Son dignas de mención las óperas que
Domenico Zipoli, misionero jesuita italiano, escribió para que las interpretasen los
músicos de las reducciones. Trabajo y juego solían estar estrechamente vinculados con
prácticas religiosas de cada comunidad, como las oraciones, los cantos y las procesiones.
Estas soluciones pudieron pecar de paternalistas, pero, por lo que sabemos, el pueblo
guaraní las apreció sinceramente.

En América del Norte, California y las áreas circundantes también formaron parte más
tarde del imperio colonial español. Los misioneros franciscanos fueron especialmente
activos en la zona y muchas de las elegantes iglesias que ellos construyeron para grandes
congregaciones pueden ser admiradas todavía hoy. El litoral oriental fue colonizado por
protestantes ingleses descontentos con la Iglesia anglicana, pero pronto aparecieron
también entre ellos los católicos. John Carroll, de Maryland, fue el primer obispo
católico de los Estados Unidos; en 1789 el papa Pío VI lo nombró obispo de Baltimore.
Decidido partidario de la independencia de las colonias de Gran Bretaña y amigo del
primer presidente norteamericano George Washington, contribuyó a allanar la senda al

225
catolicismo en la nueva república. Fue, además, un avispado administrador que preparó
el camino para una excelente administración de la Iglesia católica en los Estados Unidos.
Más hacia el norte, el explorador Jacques Cartier penetró en Canadá en 1534 y bautizó
las tierras exploradas con el nombre de «Nueva Francia». Un siglo más tarde, empezó en
serio la evangelización católica del país. Ya en 1639 grupos de monjas ursulinas y
agustinas habían llegado de Francia para fundar una escuela para niñas y un hospital en
Quebec. Particularmente heroicos fueron Jean de Brébeuf y otros siete jesuitas que
sufrieron el martirio a manos de los indios hurones e iroqueses en la década de 1640. Al
pasar Canadá a dominio británico en el siglo XVIII, el catolicismo quedó firmemente
establecido en las zonas francohablantes del país.

África

En Etiopía, Egipto y a lo largo de la costa norteafricana, el cristianismo se mantuvo


durante este periodo, en medio de grandes dificultades, gracias a la labor de las Iglesias
etíope y copta. En esta región apenas había católicos. En embargo, en otras partes de
África exploradores y colonizadores europeos, empezando por los portugueses, llevaron
la Iglesia católica a muchas regiones costeras y a algunas zonas del interior.
Ya en el siglo XV se tomaron algunas iniciativas en este sentido. En 1421 y 1468 se
crearon obispados en los pequeños enclaves portugueses de Ceuta y Tánger, a lo largo de
la costa del norte de África. Hacia el oeste, en 1404 se creó el obispado de las islas
Canarias y a finales del siglo XV la conversión de sus pobladores era prácticamente
completa; durante el proceso fueron martirizados al menos dos frailes dominicos. Más
hacia el sur, Madeira y las islas Azores fueron evangelizadas durante el siglo XV.
Una expedición portuguesa alcanzó la desembocadura del río Congo en 1482.
Pronto misioneros de Portugal, principalmente de las órdenes mendicantes, penetraron
en el país, de manera que ya en 1491 fue bautizado el gobernante del antiguo reino del
Congo, Nzinga Nkuvu. Aunque volvió al paganismo, también su hijo había recibido el
bautismo cristiano. Durante el largo reinado de este último, con el nombre de Afonso I
(1506-1543), el cristianismo experimentó un notable crecimiento. Se construyeron
iglesias en la capital, San Salvador, y cierto número de congoleños recibieron la
ordenación sacerdotal después de haber estudiado en Portugal, entre ellos Enrique,

226
hermano del rey, que fue consagrado obispo y finalmente volvió al Zaire. El rey Afonso
tuvo el valor de protestar contra los lamentables efectos del comercio de esclavos.
Aunque los gobernantes que le sucedieron no hicieron gala de la misma autoridad, la
Iglesia católica experimentó importantes cambios. El papa Clemente VIII creó la
diócesis de San Salvador en 1596, aunque de hecho el centro diocesano se trasladó
enseguida a la ciudad colonial portuguesa de Luanda. En 1625, los jesuitas abrieron en
San Salvador un colegio y por esas mismas fechas se imprimió un catecismo en Kikongo
(con mucho la primera obra literaria publicada en una lengua bantú). Continuaron siendo
ordenados de sacerdotes cierto número de varones del lugar (en su mayoría de
ascendencia mixta africano-europea). En 1645 llegaron al país los capuchinos, la
mayoría de ellos italianos, para fundar una misión, en la que trabajaron durante mucho
tiempo. El rey Antonio I y la mayor parte de la nobleza que lo apoyaba fueron
asesinados con ocasión de una aplastante derrota que les infligió el ejército portugués en
1665, y a partir de entonces el reino quedó muy debilitado. También el cristianismo
sufrió las consecuencias. Durante el siglo XVIII la llegada de misioneros fue
disminuyendo, y no fueron sustituidos mediante la ordenación de varones de las
comunidades locales. La vida cristiana sufrió un serio deterioro casi por doquier, aunque
se vio parcialmente sostenida por catequistas que dirigieron la Iglesia durante esos años
difíciles.

Otros países del oeste de África que fueron evangelizados por misioneros católicos
durante este periodo, aunque con escasos resultados, fueron Angola, Benín y Sierra
Leona. Emigrantes holandeses colonizaron el sur de África a partir de 1652, pero se
trataba de calvinistas convencidos. Siguiendo la costa oriental, la ocupación portuguesa
de Mozambique y países vecinos empezó en 1505 y se extendió por el valle del río
Zambeze. Durante los siglos XVI y XVII, fueron llegando misioneros dominicos,
agustinos y jesuitas. De todos modos, también en este caso los resultados fueron escasos.
Al parecer, los vínculos entre la Iglesia católica y el colonialismo fueron particularmente
fuertes en la zona –como lo demuestra el impresionante fuerte Bon Jesu, que ha
sobrevivido en Mombasa (Kenia) hasta nuestros días–, lo que pudo actuar en contra del
incremento del número de conversiones entre los nativos de la región. En Etiopía, los
jesuitas llevaron a cabo un prolongado esfuerzo misionero, que contó con el apoyo de las

227
autoridades portuguesas durante el siglo XVI y principios del XVII. Sin embargo,
cuando en 1626 el rey Susenyos anunció que abandonaba el monofisismo y otras
enseñanzas de la Iglesia etíope y se convertía al catolicismo romano, las protestas
públicas fueron tales que los jesuitas se vieron obligados a dejar enseguida el país, y
Etiopía casi se cerró a la acción misionera de la Iglesia católica hasta el siglo XIX.
En la isla de Madagascar, la colonización francesa empezó a mediados del
siglo XVII. Se enviaron misioneros carmelitas y vicencianos para atender las
necesidades pastorales de los colonizadores y para evangelizar a los pueblos indígenas.
El progreso en la evangelización fue lento. En 1674 los nativos asesinaron a unos setenta
y cinco colonos, y la mayor parte de los restantes se retiraron de la isla. Durante el
siglo XVII se produjeron nuevas tentativas de acción misionera, pero en Madagascar las
conversiones masivas al catolicismo tuvieron que esperar hasta el siglo XIX.

Asia

El inmenso continente asiático era más extenso que África o América y todavía era
mayor la diversidad de los pueblos que lo habitaban. Por otra parte, en Asia se habían
desarrollado muchas civilizaciones antiguas documentadas en vastas literaturas y
claramente visibles en numerosos templos y construcciones de otros tipos. En este
aspecto, Asia parecía a primera vista un continente muy distinto de África o América. El
dilema al que se enfrentaban los misioneros cristianos era agudo. ¿Deberían seguir el
enfoque que había predominado entre los misioneros de África y América, descartando
las tradiciones religiosas existentes y empezando de cero con las enseñanzas y las
prácticas del cristianismo, que de hecho no eran otras que las de la Iglesia católica de la
época? ¿O deberían tener más en cuenta la realidad del hinduismo, del budismo y de
otras muchas religiones –con el islam ya se había intentado anteriormente llegar a cierto
acuerdo y, como hemos visto, se había abandonado la idea– y, en la medida de lo
posible, tratar de reconciliar los valores de cada una de ellas con el cristianismo? Aunque
muchos misioneros católicos prefirieron el enfoque más beligerante, otros propusieron
diversas formas de inculturación, sobre todo en cuestión de técnicas de evangelización,
pero algunos incluso en cuestión de doctrina. Durante los tres siglos que abarca este
capítulo, casi todos los países de Asia llegaron a conocer, de una u otra manera y durante

228
cierto tiempo, la presencia de misioneros católicos, aunque en muchos países los
resultados fueron transitorios o apenas perceptibles.
A la India, el cristianismo occidental llegó con la flota de Vasco de Gama, en 1498.
Los frailes franciscanos llegaron en 1518 como primer grupo importante de misioneros.
Estos y sus sucesores trabajaron con notable éxito en diversos lugares de la India, como
Goa, Cochín y algunas partes de Tamil Nadu. Les siguieron muy pronto los frailes
dominicos y los agustinos. Francisco Javier fue el primer jesuita y llegó en 1542. Trabajó
durante siete años entre los indígenas –especialmente entre los pescadores– en
Travancore, Malaca, las islas Molucas y Sri Lanka, logrando que muchos de ellos se
convirtieran al cristianismo. La tentativa más conocida de inculturación en la India la
hizo Roberto de Nobili (1577-1656), que había ingresado en la Compañía de Jesús en
Italia, su patria, y en 1596 embarcó para la India. Adoptó el estilo de vida de un brahmán
y se ganó el respeto de muchos miembros de la casta que él mismo había adoptado y de
otras personas. Pero algunos de sus compañeros de misión y el arzobispo de Goa
pusieron objeciones a sus enseñanzas y su estilo de vida. En 1623 el papa Gregorio XV
emitió un dictamen que le era favorable, pero en 1744 Benedicto XIV condenó algunas
de sus innovaciones, poniendo coto al proceso de inculturación. También fue digno de
mención el jesuita inglés Thomas Stephens (1549-1619), autor del largo poema épico
Purana Christão, que combina contenido y estilo védicos con inspiración cristiana. En el
siglo XVIII los frailes capuchinos fundaron una floreciente Iglesia entre la gente de
Bettiah, en Bihar. Sin embargo, las conversiones al catolicismo se limitaron a algunos
individuos y grupos de personas; nunca fueron muy probables las conversiones en masa.
Los misioneros católicos tuvieron que enfrentarse al gobierno musulmán del país y más
tarde al gobierno colonial británico, que prefirió la evangelización protestante, y
naturalmente a la profundidad y relevancia de las religiones ya tradicionales de la India.

En 1549 Francisco Javier viajó de la India a Japón, donde fundó las primeras
comunidades cristianas. A principios del siglo XVII los católicos eran más de 400.000,
principalmente en el sur de Japón, sobre todo en la ciudad de Nagasaki. En 1587 se
inició contra ellos una persecución que se acrecentaría a principios del siglo XVII y que
produjo muchos mártires. A partir de entonces, hasta mediados del siglo XIX, los
católicos estuvieron casi completamente aislados de la Iglesia en general; no obstante,

229
lograron sobrevivir de manera realmente sorprendente algunas comunidades en las islas
Gotō y en otras partes de la región de Kyushu. En la vecina Corea, algunos habitantes
habían sido bautizados en el siglo XVI, durante la invasión japonesa del país que tuvo
lugar entre los años 1592 y 1599, probablemente por soldados cristianos del ejército
invasor. Durante los dos siglos siguientes el avance fue muy lento, consecuencia en parte
del aislamiento con respecto al mundo occidental en que vivió Corea y de las
persecuciones intermitentes que sufrieron los creyentes. Sin embargo, se conservó lo
esencial de una Iglesia clandestina, que de alguna manera sentó las bases de la
renovación católica que experimentó el país durante el siglo XIX.

En China, ya he indicado la frágil presencia del cristianismo durante la Edad Media.


Francisco Javier trató de penetrar en el país, pero murió en la isla de Shangchuán, a la
vista de la tierra firme china. A partir de 1580, algunos misioneros católicos
consiguieron penetrar en China. La historia posterior conoció éxitos casi impensables,
pero también chascos y persecuciones. Entre los misioneros jesuitas, Alessandro
Valignano (1539-1606) y Matteo Ricci (1552-1610) recomendaron adoptar ampliamente
la lengua china y las costumbres religiosas locales; Giacomo Rho y Adam Schall,
ayudados por los cristianos chinos Hsii Kuang-ch’I y Li Chih-tsao, llevaron a cabo una
reforma del calendario chino que fue aprobada por el emperador en 1634; este éxito se
tradujo en un trato claramente favorable para los misioneros en todo el país. También
fueron importantes las contribuciones de los misioneros dominicos y franciscanos a
partir de la década de 1630, y posteriormente las de los frailes agustinos y de la Société
des Missions Étrangères de Paris (MEP). Sin embargo, el alcance de la inculturación
religiosa provocó serios desencuentros. En la «controversia de los ritos chinos», Roma
dictaminó finalmente en contra de las adaptaciones recomendadas por Valignano, Ricci
y otros en una serie de pronunciamientos que culminaron en el decreto Ex quo singulari,
de 1742. También hubo complicaciones políticas derivadas de la doble reivindicación de
Portugal: por una parte, la soberanía sobre parte del territorio chino, y por otra, el control
sobre la Iglesia. En torno al año 1700 el número de católicos alcanzó su cota máxima:
300.000 aproximadamente. A partir de entonces, las persecuciones, que durante el
siglo XVII habían sido esporádicas, fueron más frecuentes y la actitud de los
emperadores más hostil, culminando en los prolongados sufrimientos de los católicos
durante el reinado de Chia Ch’ing (1796-1820).

230
En la mayor parte de los demás países de Asia adonde llegaron misioneros católicos, los
resultados fueron muy limitados; en algunos casos, la semilla sembrada por unos produjo
frutos más tarde. En el montañoso reino de Bután, situado entre la India y China, dos
jesuitas portugueses, Estêvão Cacella y João Cabral, fueron, que se sepa, los dos
primeros europeos que penetraron en el país, en 1627. Aunque fueron bien recibidos, las
conversiones no se produjeron, y al cabo de un año ambos abandonaron el país. Desde
esa fecha, la acción misionera quedó interrumpida durante siglos. En 1625, sacerdotes de
la Société de las MEP fundaron un seminario para la formación del clero local en Siam
(Tailandia). El trabajo fue difícil, pero hoy día el mismo seminario –tras sucesivas
migraciones– sigue prestando servicio cerca de Penang (Malasia). En Indonesia, que ya
en el siglo XIV había sido visitada por misioneros franciscanos, la Iglesia católica logró
establecerse sólidamente en varias regiones durante el siglo XVI. Pero este prometedor
comienzo se vio interrumpido bruscamente en el siglo siguiente por la llegada de la
Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que prohibió de hecho la práctica y la
difusión del catolicismo en la zona. Podrían mencionarse otros ejemplos de comienzos
que acabaron en un callejón sin salida.
La evangelización obtuvo su mayor éxito en las islas Filipinas, que todavía hoy son
el único país de Asía de grandes dimensiones que continúa siendo mayoritariamente
católico. El archipiélago, conquistado en 1564 por fuerzas españolas enviadas desde
México, recibió su nombre en honor de Felipe II, entonces rey de España. El control
ejercido por el Estado sobre la Iglesia continuó siendo muy estricto y las condiciones de
vida del clero nativo no fueron nunca equiparables a las de los misioneros españoles. No
obstante, el alcance y la profundidad de la evangelización fueron sobresalientes. Los
frailes agustinos acompañaron a los expedicionarios que invadieron las islas el año 1564,
pero tras ellos llegaron miembros de otras órdenes religiosas, tanto masculinas como
femeninas. En 1579 se creó el primer obispado, con sede en Manila, y en la misma
ciudad fundaron los dominicos en 1611 la Universidad de Santo Tomás. Se creó una
amplia red de parroquias, escuelas, hospitales y otras instituciones; se estimuló el uso de
las lenguas locales, y se prestó mucha atención a la religión popular tanto en la liturgia
como en las prácticas devocionales. Domingo de Salazar, primer obispo de Manila,
encarnó lo mejor de la Iglesia colonial. Antes de trasladarse a las islas Filipinas, este
dominico español había sido misionero en México y más brevemente en Florida. Como

231
obispo, se encargó de construir la catedral y un hospital y, además, de celebrar el sínodo
diocesano de 1582 que trató de esclarecer, de acuerdo con los principios cristianos,
diversas cuestiones discutidas en torno a la conquista, la ocupación y la administración
del país. Fue un decidido defensor de los derechos y la dignidad del pueblo filipino,
especialmente contra las opresivas medidas del gobernador español Gómez Pérez das
Mariñas, y promovió un catolicismo en consonancia con los deseos y aspiraciones de sus
feligreses.

232
6. Religión popular y desarrollo de las artes
Los apartados anteriores de este capítulo muestran el fuerte atractivo popular que ejerció
el catolicismo moderno temprano. Una tesis clave de la Contrarreforma fue que el
cristianismo tenía que ser creído y vivido a fondo por los católicos. Y no cabe duda de
que, en este sentido, el éxito fue notable. El compromiso y el apoyo por parte del pueblo
¿fueron fenómenos nuevos en la historia del cristianismo? Como ya hemos visto, en la
proclamación de la novedad se escondían intereses personales. En particular, para
explicar el amplio éxito de la Reforma, se tendió a quitar importancia a las prácticas
religiosas tardomedievales, a sostener que la religión popular estaba entonces
urgentemente necesitada de reforma. De este modo pudieron explicarse el atractivo –
aunque desacertado– y el éxito de la Reforma protestante y, más sutilmente, se pudo
justificar la aparición de nuevas órdenes religiosas en el contexto de la Contrarreforma
católica y sus métodos de evangelización.
Sin embargo, desde muchos puntos de vista, el catolicismo popular en los inicios de
la Edad Moderna continuó siendo fundamentalmente medieval. Casi todas las prácticas
devocionales y los estilos de vida que fueron descritos con cierto detenimiento en el
capítulo 3, por lo que a la Edad Media Central y la Tardía se refiere, continuaron en
vigor durante la temprana Edad Moderna: el carácter central de la misa y los
sacramentos, el oficio divino y la oración en sus múltiples formas, las órdenes religiosas
masculinas y femeninas, las peregrinaciones y devociones a los santos, los gremios y
cofradías, y muchas otras cosas. El Concilio de Trento, que continuó gozando de gran
autoridad en estas materias durante los primeros siglos de la Edad Moderna, había
propuesto una serie de reformas, pero la intención del concilio fue sobre todo recuperar
la autenticidad de las mejores prácticas medievales, más que proponer novedades.
Devoción y doctrina están inextricablemente unidas. El afianzamiento de la
doctrina tradicional –con respecto a la Sagrada Escritura y la Tradición, a la fe y las
buenas obras, a los sacramentos, a la enseñanza de los concilios y a otras materias– por
parte del Concilio de Trento tuvo el efecto de reafirmar prácticas devocionales
medievales, aunque ello conllevase cierta purificación de las mismas. Con respecto a la

233
acción misionera fuera de Europa, hubo, sin duda, algunas tentativas audaces de
adaptación e inculturación, principalmente en varios lugares de Asia. Pero el enfoque
predominante en los países de misión consistió en exportar prácticas devocionales y
estilos de vida occidentales, de manera que también este enfoque implicó la continuidad
con la Edad Media.
En las artes plásticas y la música –dimensiones de la vida que ejercieron un
profundo influjo en el catolicismo en todos sus niveles– la continuidad entre la Edad
Media Tardía y los comienzos de la Edad Moderna es evidente. En el último capítulo he
descrito con cierta minuciosidad los logros anteriores. Entre los siglos XVI y XVIII se
produjeron cambios de nomenclatura –en lugar de arte «tardomedieval» y Renacimiento
se habla de Barroco y rococó, y en parte estos cambios reflejan el deseo de los
historiadores del arte de clasificar periodos de tiempo–, pero la continuidad fue más
llamativa que la discontinuidad: las bases se habían puesto durante los siglos XIV y XV.

La continuidad en el arte está subrayada por los tres artistas italianos más famosos del
Renacimiento, que nacieron en el siglo XV, vivieron parte de su vida en el siglo XVI y
permanecieron en la órbita del catolicismo: Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y Rafael.
De los dos primeros he hablado en el capítulo anterior. La pintura de Leonardo continuó
con sus retratos de santa Ana, Monna Lisa y san Juan Bautista. Leonardo se dedicó
también con cierta asiduidad al trabajo científico y técnico, e hizo aportaciones
originales en ramas tan diversas como la investigación geológica y la construcción de
armas y máquinas voladoras. En sus pinturas alienta el genio religioso del pintor, pero la
enorme variedad de actividades de Leonardo pone de manifiesto hasta qué punto los
artistas del Renacimiento se interesaron por una gama tan amplia de temas que
obviamente sobrepasaban el campo estrictamente religioso. Rafael (Raffaello Sanzio)
estuvo en contacto tanto con Leonardo como con Miguel Ángel (Michelangelo)
en Florencia, donde, de hecho, pintó algunos de sus cuadros más conocidos. A partir de
1508 trabajó en Roma, principalmente bajo el mecenazgo del papa Julio II, para el cual
realizó las delicadas pinturas que decoran las estancias papales del Vaticano. En 1514 el
papa León X lo nombró arquitecto jefe para que sucediera a Bramante en la dirección de
las obras de la basílica de San Pedro. Murió en 1520, con apenas 37 años de edad.
Miguel Ángel volvió a Roma en 1505, invitado por Julio II para que preparase su

234
mausoleo. Bajo el mecenazgo del mismo papa, pintó los famosos frescos del techo de la
Capilla Sixtina y más tarde, durante el pontificado de Pablo III, el monumental Juicio
final en la misma capilla. Posteriormente fue nombrado arquitecto jefe para la
reconstrucción de la basílica de San Pedro, obra a la que se dedicó hasta su muerte.
Miguel Ángel –artista y arquitecto, entre muchas otras actividades– poseía un
talento que conserva su brillantez hoy día, lo mismo que sus contemporáneos Leonardo y
Rafael. En el periodo comprendido entre los siglos XVI y XVIII, Italia produjo otros
muchos artistas y arquitectos católicos notables. Ellos contribuyeron a aumentar la
confianza de la Iglesia católica durante el periodo de la Contrarreforma, pero –y esto es
lo más importante– reflejaron unos valores intrínsecamente cristianos y católicos:
reverencia por lo divino junto con respeto por todo lo auténticamente humano; una obra
que es a la vez sublime y mundana; humor y sensibilidad frente a los misterios de la
vida; complacencia en el color y los sentidos; pero también cautela y reconocimiento del
pecado.
En los Países Bajos (actuales Bélgica y Holanda), el otro centro importante de arte
tardomedieval y renacentista temprano, los dos artistas más conocidos de comienzos de
la Edad Moderna son Pedro Pablo Rubens (1577-1640) y Rembrandt (Rembrandt
Hermanszoom van Rijn, 1606-1669). Sus pinturas reflejan la línea que dividía Europa en
un sur católico y un norte predominantemente protestante: Rembrandt del norte, y
Rubens del sur. Las numerosas obras religiosas de Rembrandt, intensas y exquisitamente
ejecutadas, como su Retorno del hijo pródigo, revelan el amor y la compasión de Dios
por la humanidad, así como nuestra condición pecadora y frágil. El joven Rubens, que
había nacido y crecido en Flandes, pasó ocho años en Italia, donde desarrolló su estilo
artístico, influido principalmente por las obras de Miguel Ángel, Rafael y Tiziano.
Vuelto a su patria, enseguida se convirtió en su artista más famoso, principalmente
gracias a su pintura, pero también por los diseños que realizó para las fábricas de tapices.
Como Rembrandt, también Rubens es sensible a lo divino, pero en su caso lo corporal es
objeto de especial atención. Sus pinturas religiosas expresan la confianza reencontrada
de la Contrarreforma, sin rehuir a veces matices muy agresivos, como en su Triunfo de
la eucaristía, en que aparecen los protestantes aplastados bajo las ruedas del carro del
catolicismo triunfante.

235
El arte religioso vivió un momento de esplendor en todos los países que habían
continuado siendo católicos, y la influencia de los artistas italianos y flamencos continuó
siendo fuerte durante mucho tiempo. El brillante Caravaggio (1573-1610) trabajó
principalmente en Italia, Sicilia y Malta; por su parte, Velázquez (1599-1660), el
principal pintor español, realizó dos prolongadas visitas a Italia, donde aprendió mucho.
El hermano lego jesuita italiano Andrea Pozzo (1642-1709) ilustra bien la influencia
internacional que ejerció el arte barroco italiano. Su obra más conocida son las
pinturas que adornan el techo de la iglesia de San Ignacio de Roma, pero fue
directamente responsable de otras muchas obras de arte en Roma y otros lugares de
Italia, así como en Viena, donde residió hacia el final de su vida. A través de los
misioneros jesuitas establecidos en otros países, que le pedían dibujos o recibieron el
influjo de su obra, su influencia se extendió a lo largo y lo ancho de Europa e incluso se
dejó sentir en América y Asia. Maestro de la perspectiva, en 1693 publicó una obra que
se convertiría en un clásico sobre el tema, Perspectiva pictorum et architectorum, que se
tradujo al francés, el inglés, el neerlandés y el chino.

Por lo que a la música religiosa se refiere, durante la Edad Media Tardía los progresos se
habían concentrado en los Países Bajos y el norte de Francia. Muchos de los avances
posteriores se inspiraron en estos primeros progresos y la música continuó
desempeñando un papel vital en el catolicismo. El mecenazgo papal fue clave para la
carrera de Palestrina (Giovanni Pierluigi de Palestrina, 1525-1594), que fue apoyado por
los oratorianos y otros eclesiásticos. Fue maestro de coro de varias iglesias de Roma,
incluida la basílica de San Pedro; en esta ciudad escribió sus más famosas
composiciones, entre ellas la Missa Papae Marcelli (Misa del papa Marcelo) y los
Improperia (Improperios) para la liturgia del Viernes Santo. La música de Palestrina está
impregnada de profunda espiritualidad y la polifonía no cae en exageraciones. Se
adaptaba perfectamente al catolicismo tridentino y recibió la aprobación de las
autoridades de la Iglesia: para muchos, esta música representó el ideal de la música
sacra, sobre todo en el siglo XIX.
Thomas Tallis (1505-1585) y William Byrd (1543-1623) fueron dos inspirados
compositores de la Capilla Real de la reina Isabel I de Inglaterra. Ambos continuaron
siendo católicos, aunque gozaron del apoyo de la reina y escribieron numerosas piezas

236
para misas y otros actos de la liturgia católica. El estilo de Byrd es especialmente variado
en sus partituras para instrumentos de cuerda, teclados y música coral, incluidos los
madrigales. Ambos músicos contribuyeron a desarrollar la polifonía, yendo un poco más
allá de los modelos relativamente austeros de Palestrina. Sin embargo, por tratarse de
católicos que vivieron y trabajaron en la Inglaterra protestante, su influencia fue limitada
y nunca equiparable a la de Palestrina.
El desarrollo de la música en la Iglesia católica más allá de Europa está bien
representado por Domingo Zipoli (1688-1726), misionero en América del Sur. Nacido
en Prato, en el norte de Italia, Zipoli se dio a conocer como compositor de piezas
musicales y como organista en la iglesia de los jesuitas de Roma, Il Gesù. Se encontraba
en España cuando decidió ingresar en la Compañía de Jesús como novicio, y casi
inmediatamente fue enviado a América del Sur, llegando a Buenos Aires en julio de
1717. Aunque delicado de salud, continuó trabajando como compositor, organista y
maestro de coro. Sus composiciones, incluidas algunas óperas, fueron bien recibidas por
los nativos americanos en las reducciones que los jesuitas habían creado en Paraguay y
Perú. Tres de las óperas que escribió para que las interpretasen estos nativos han llegado
hasta nosotros: El rey Orontes de Egipto, Los pastores en el nacimiento de Cristo y
Felipe IV. No hace muchos años estas óperas fueron interpretadas de nuevo en Roma, los
Estados Unidos y otros lugares.
En la Europa del siglo XVIII, el galardón para el músico católico más famoso
recaería seguramente en Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Hijo de un respetado
compositor y violinista, Wolfgang fue un prolífico compositor de música religiosa desde
su niñez, y así continuó durante doce años, de 1769 a 1781, al servicio del arzobispo
Colloredo de Salzburgo. Durante estos años compuso un notable número de partituras
para misas y otros contextos litúrgicos. Quizá entre sus obras más conocidas estén su
Misa de réquiem, que fue completada por su alumno Franz Süssmayer, y sus motetes
Alleluia y Ave verum corpus. Mozart dejó Salzburgo y se trasladó a Viena en 1781, y sus
composiciones de música sacra para contextos católicos prácticamente cesaron. Su
relación con la masonería durante este último periodo influyó en su trabajo musical,
aunque continuó considerándose creyente y practicante católico. El contraste entre la
música sacra católica y la protestante durante el siglo XVIII queda bien ilustrado al

237
comparar las composiciones del Mozart temprano con la música brillante, pero más
sombría e interior, de Johann Sebastian Bach (1685-1750).

238
7. Conclusión
El periodo abarcado en este capítulo está limitado por dos acontecimientos cruciales: la
Reforma, que comenzó en 1517, y la Revolución francesa, que estalló en 1789. Los
desafíos planteados por la Reforma protestante, y la respuesta católica a través de la
Contrarreforma, influyeron decisivamente en el desarrollo del catolicismo en todos los
niveles durante los tres siglos. Las Iglesias protestantes, sustituyendo en este punto a la
Iglesia ortodoxa, se convirtieron en la principal preocupación del catolicismo, en el
sentido de que, aun cuando situadas fuera de la Iglesia católica, dichas Iglesias formaban
parte de la comunidad cristiana. El Concilio de Trento, y muchas ásperas controversias
de la época, ponen de relieve la enorme importancia que entonces se atribuía a
las cuestiones doctrinales, institucionales y morales. Las guerras de larga duración, que
sin duda tenían contenido religioso aunque los factores implicados fueran muchos más,
revelaron los profundos efectos personales y prácticos de estas controversias,
especialmente durante los siglos XVI y XVII.
Sin embargo, en la historia de la Iglesia católica de estos tres siglos intervinieron
muchos factores, además de la necesidad de responder a la Reforma protestante. En su
vida interna, la comunidad católica experimentó tensiones de muy diverso tipo: unas
creativas, otras restrictivas. Las nuevas órdenes religiosas, de hombres y de mujeres,
dieron un impulso renovado al catolicismo moderno temprano, tanto a través de la vida
de sus propios miembros como a través de la amplia y variada acción apostólica que
llevaron a cabo. Los progresos intelectuales, así como los litúrgicos y piadosos y los que
afectaron al arte y la arquitectura, sufrieron la influencia de la Reforma y de la
Contrarreforma, pero también de los cambios tardomedievales y de otros factores
presentes en la Europa de comienzos de la Edad Moderna. Finalmente, el crucial
descubrimiento del Nuevo Mundo lanzó por primera vez al catolicismo por la senda de
una religión auténticamente mundial.

239
5.
Siglos XIX y XX

240
1. Introducción
En un comentario revelador, los obispos franceses presentes en el Concilio Vaticano I
(1869-1870) calcularon que la población del mundo rondaba entonces los 1.200 millones
de habitantes. De este total, calcularon que unos setenta millones eran cristianos
ortodoxos, noventa millones, protestantes, y doscientos millones, católicos (Collectio
Lacensis 7, cols. 845-846). El número de católicos creció sustancialmente durante el
siglo XIX y mucho más durante el siglo XX. Hoy día, los católicos son más de mil
millones: 1.166 millones, o el 17,4 por ciento de la población mundial, según estadística
reciente del Vaticano (The Tablet, 27 de febrero de 2010, 31), de una población cristiana
total que supera los dos mil millones.
Con respecto a estas cifras, me gustaría hacer dos precisiones. Primera: la población
total del mundo se ha quintuplicado, más o menos, desde finales del siglo XIX, de
manera que la proporción de católicos con respecto a la población mundial no ha variado
significativamente. Segunda: el crecimiento de la población católica se ha producido
principalmente fuera de Europa, en los cuatro continentes de África, América, Asia y
Australasia. En muchos países de Europa el número de católicos ha disminuido desde
aproximadamente el año 1970. Así pues, en general el crecimiento del número de
católicos durante los siglos XIX y XX fue notable, pero resulta menos llamativo si
tenemos en cuenta el espectacular aumento de la población mundial que se produjo
durante ese tiempo.
También desde el punto de vista cualitativo se han producido cambios de gran
calado. La Iglesia católica ha dejado de ser predominantemente europea para convertirse
en una institución de carácter cada vez más mundial, tanto por sus miembros como por
su perspectiva. Al Concilio Vaticano I asistieron obispos de los cinco continentes, pero
en su inmensa mayoría eran europeos, o se trataba de obispos misioneros de ascendencia
europea. Un siglo más tarde, los asistentes al Concilio Vaticano II procedían
mayoritariamente de fuera de Europa, y desempeñaron un papel destacado en la marcha
del concilio. Los dieciséis decretos promulgados por el Vaticano II representaron un
catolicismo expansivo desconocido hasta entonces, y en la posterior «recepción» del

241
concilio participó aún más la comunidad católica en todo el mundo. En años recientes el
dinamismo de la Iglesia, así como su aportación al mundo en su conjunto, ha sido
completamente internacional.

A pesar de esta expansión, los siglos XIX y XX fueron tiempos borrascosos para la
Iglesia católica. El periodo dio comienzo con la Revolución francesa y sus secuelas,
cuando la Iglesia institucional fue atacada de mil formas en Francia y otros muchos
países. El papa Pío VI murió prisionero de las autoridades francesas en Valence en 1799,
y su sucesor, Pío VII (1800-1823), sufrió el exilio y toda suerte de vejaciones antes de
poder volver a Roma en 1815. La toma de Roma por las tropas del Risorgimento italiano
en 1870 y la consiguiente pérdida de los Estados Pontificios –excepto la ciudad del
Vaticano, enclavada dentro de Roma, que el Estado italiano le concedió al papado por el
concordato de 1929– representó otra dura prueba. De todos modos, la liberación del
papado de preocupaciones temporales y, como consecuencia, su concentración en
objetivos más espirituales y directamente cristianos, terminó siendo percibida como algo
beneficioso desde muchos puntos de vista
La Iglesia católica fue objeto de ataques en numerosos países del mundo, y de
diversas formas. Estos ataques no pueden compararse, en cuanto a persistencia, con las
persecuciones de que fue objeto la Iglesia antigua; sin embargo, afectaron a muchos más
cristianos en todo el mundo, y en numerosos países esos ataques fueron intensos y a
menudo se prolongaron en el tiempo. Se produjeron tanto en países tradicionalmente
católicos, la mayoría de ellos pertenecientes al mundo occidental, como en países donde
el Evangelio cristiano había sido anunciado más recientemente. Los motivos han sido
mucho más variados que los aducidos con ocasión de las persecuciones de la Iglesia
antigua. En ocasiones, los objetivos primeros del ataque han sido las estructuras de la
Iglesia, así como sus propiedades e influencia política, más que las creencias y las
prácticas de los cristianos. Y aunque las diversas facetas de la Iglesia católica son a
menudo difíciles de distinguir, lo cierto es que los perseguidos han sufrido.
Además de las persecuciones que se produjeron en muchos países como efecto
derivado de la Revolución francesa, hubo persecuciones sangrientas durante la guerra
civil española (1936-1939), en los países ocupados por los nazis y en diferentes países
gobernados por los comunistas. Durante la primera mitad del siglo XX, en México las

242
relaciones entre la Iglesia y el Estado pasaron por momentos de gran tirantez,
desembocando en ocasiones en actos de enconada persecución, no siempre sangrienta.
Habría que recordar también vivamente las incontables persecuciones que, si bien poco
conocidas, hicieron sufrir lo indecible a muchos católicos, así como aquellas otras en que
los afectados fueron cristianos de otras Iglesias.

Una diferencia fundamental entre el periodo estudiado en este capítulo y los siglos
anteriores fue la clara disminución –hasta casi desaparecer– de las persecuciones y las
guerras entre los cristianos. Como ya señalé en los capítulos 2 y 3, durante los siglos allí
estudiados había habido tensiones entre católicos y ortodoxos, que a veces habían
desembocado en acciones sangrientas, y habían sido perseguidos los grupos disidentes,
como los valdenses, los cátaros, los lolardos y los husitas; a su vez, durante los siglos
XVI y XVII las guerras de religión entre los católicos y los cristianos pertenecientes a las
Iglesias de la Reforma fueron frecuentes y despiadadas, y dentro de la comunidad
católica se continuó persiguiendo a los disidentes. Durante el siglo XIX no solo se
mantuvo la tensión entre católicos y protestantes, sino que se extendió a la acción
misionera de las respectivas Iglesias, especialmente en Asia y África. No obstante, esta
tensión solo raramente desembocó en acciones violentas o de persecución por motivos
religiosos. Este gigantesco paso adelante debería ser valorado como merece.
El siglo XX fue testigo de las dos guerras más mortíferas que ha conocido la
humanidad: la primera y la segunda guerras mundiales. En ambas intervinieron
activamente en el conflicto países cristianos. Sin embargo, las diferencias con respecto a
tiempos anteriores fueron importantes. Las razones que desencadenaron ambas guerras
no fueron directamente religiosas o cristianas, y en una y otra católicos y protestantes
combatieron y murieron codo con codo en los mismos ejércitos de tierra, mar y aire, e
igualmente sufrieron y murieron unas al lado de las otras las víctimas civiles de los
conflictos. En opinión de muchos, esta experiencia compartida de la guerra generó, en la
conciencia íntima y personal de cada combatiente, un sentimiento de respeto y una
comprensión religiosa mutuos, que se convirtieron en factor clave para el desarrollo de
las relaciones ecuménicas durante la segunda mitad del siglo XX. También contribuyó
notablemente a este desarrollo ecuménico el gran número de sacerdotes y pastores que
prestaron su servicio como capellanes al lado de los soldados.

243
Un hermoso ejemplo de comunión intercristiana lo ofrecieron los veintidós mártires
ugandeses que su propio rey, Muanga, condenó a muerte entre 1885 y 1887.
Canonizados por el papa Pablo VI en 1964, eran en su mayoría jóvenes católicos,
muchos de ellos al servicio directo del rey que los condenó a la hoguera, pero pronto se
descubrió que entre ellos había también algunos anglicanos. Providencialmente, la
canonización se produjo durante la celebración del Concilio Vaticano II, que con su
decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio señaló el camino para mejorar las
relaciones de los católicos con el resto de los cristianos.

Una segunda diferencia significativa que distinguió a la Iglesia católica durante los
siglos XIX y XX, en contraposición con lo sucedido en épocas anteriores, fue su mucho
más amplio contacto con las religiones no cristianas y con otras formas de pensamiento y
de práctica. En su momento señalé la valentía con que la Iglesia primitiva se había
enfrentado a las culturas griega y latina, entonces predominantes. Durante la Edad Media
los cristianos occidentales siguieron interesándose por las otras dos religiones que más
directamente les afectaban: el judaísmo y el islam. La apertura mucho mayor al mundo
de la que hizo gala la Iglesia católica a partir del siglo XVI contribuyó a aumentar su
conocimiento e interés por las creencias y las prácticas no cristianas. Además, en algunas
regiones esta mayor sensibilidad dio origen a notables tentativas de inculturación,
especialmente en Asia. Aun así, a lo largo de los siglos XIX y XX, a medida que el
cristianismo se convertía en una religión mundial, el catolicismo siguió ampliando su
conocimiento del mundo y su interés por este. También aquí, los católicos se
beneficiaron de los trabajos, ideas y publicaciones de otros cristianos, en especial de los
misioneros protestantes.
De manera gradual y sutil, este interés por otras formas de pensamiento y de acción
influyó en la misma Iglesia católica, especialmente al aumentar el número de católicos
en los países recientemente evangelizados y desplazarse fuera de Europa el centro de
gravedad de la Iglesia. De nuevo, el Concilio Vaticano II resultó ser un hito en el
camino, esta vez con su declaración sobre las religiones no cristianas, titulada Nostra
aetate. Este documento enseñó a los católicos a valorar positivamente la riqueza y las
ideas de las grandes religiones mundiales: en él se habla expresamente del judaísmo, del
islam, del hinduismo y del budismo. A los católicos, el medio siglo transcurrido desde el

244
concilio les ha traído oportunidades y dificultades en sus relaciones con otras creencias,
y también de manera especial con las formas sutiles de materialismo y ateísmo que
influyen en la cultura moderna.

245
2. Desafíos intelectuales
Durante el periodo que abarca este capítulo, la Iglesia católica ha tenido el mérito de
haberse enfrentado a una amplia gama de desafíos intelectuales. El proceso de
comprender y dar una respuesta a cada uno de esos desafíos resultó arduo, como era de
esperar teniendo en cuenta la novedad y la sofisticación de muchas de las ideas
propuestas. En el siglo XIX y a principios del XX los desafíos estaban bien definidos y,
en su mayor parte, giraban en torno a un único autor o movimiento. Aproximadamente a
partir de 1950, la situación se volvió más complicada y sutil; sus desafíos, más difíciles
de identificar, y, consecuentemente, la Iglesia experimentó también mayores dificultades
para enfrentarse a ellos abiertamente y distinguir entre su vertiente buena y su vertiente
peligrosa. Las respuestas de los católicos fueron muy variadas. Mientras que algunos se
mostraron en general hostiles a las ideas nuevas y extrañas, otros supieron apreciar en
ellas aspectos positivos y trataron de incorporarlos a la enseñanza y la práctica católicas.
Muchas dificultades no encontraron solución. No obstante, gracias a los ingentes
esfuerzos de muchos católicos, sostenidos por otras muchas personas, la Iglesia católica
logró entrar en el siglo XXI como una entidad intelectualmente creíble.

De entre el ingente número de desafíos a que se enfrentó la Iglesia católica durante los
siglos XIX y XX, destacan los planteados por tres personajes: Charles Darwin (1809-
1892), Karl Marx (1818-1883) y Sigmund Freud (1856-1939).

Charles Darwin se sintió fascinado por la botánica y la historia natural desde su


juventud. Tras estudiar algún tiempo Medicina en la Universidad de Edimburgo e iniciar
su formación con vistas al ministerio anglicano en la Universidad de Cambridge, se
convirtió en un científico hecho a sí mismo, gracias a su independencia económica y a
sus contactos con otros geólogos y botánicos. Durante cinco años (1831-1836) fue el
científico oficial del Beagle, un buque patrocinado por el Gobierno británico para
explorar y cartografiar el litoral de América del Sur. Este viaje le permitió explorar
detenidamente el mundo natural en las numerosas islas visitadas por el Beagle. Las

246
investigaciones de Darwin están recogidas en su obra más famosa, titulada El origen de
las especies y publicada en 1859. Algunos eclesiásticos denunciaron inmediatamente
que la tesis central del libro sobre la selección y la evolución naturales desafiaba la
interpretación literal del relato de la creación que nos ofrece el libro del Génesis. El
obispo anglicano de Oxford, Samuel Wilberforce, se convirtió en el crítico de la primera
hora más conocido gracias al debate público que mantuvo con T. H. Huxley, acérrimo
defensor de Darwin, en Oxford en 1860. Personalmente, Darwin se fue deslizando
gradualmente hacia el agnosticismo religioso o incluso el ateísmo, como ponen de
manifiesto, sobre todo, sus cartas.

Aunque la teoría de la evolución de Darwin preocupó a muchos católicos, la Iglesia


se mostró prudente y finalmente aceptó la mayor parte de sus principios básicos. Ya en
1869 el Concilio Vaticano I, en su decreto sobre la fe y la razón, enseñó que los
resultados de la ciencia y de la Revelación no se contradicen, sino que en el fondo
armonizan. El papa León XIII, en su encíclica Providentissimus Deus, del año 1893,
escribió: «Cuanto ellos (los científicos) pudieren demostrarnos por argumentos
verdaderos de la naturaleza de las cosas, mostrémosles que no es contrario a nuestras
letras» [DzH, n. 3287]. Durante la crisis modernista, la Comisión Bíblica de Roma,
nombrada por el mismo papa León XIII, declaró en 1909 que, aun cuando ella se
mostraba favorable a una interpretación literal del libro del Génesis, los católicos no
estaban obligados a buscar la exactitud del rigor científico en todas las expresiones del
libro [DzH, nn. 3512-3519]. Posteriormente, en 1948, la misma Comisión Bíblica señaló
que las respuestas que había dado en fechas anteriores «no se oponen en modo alguno a
un examen ulterior verdaderamente científico de estos problemas, según los resultados
obtenidos durante estos últimos cuarenta años» [DzH, n. 3862]. El paso definitivo en la
aprobación oficial se produciría dos años más tarde, cuando el papa Pío XII, en la
encíclica Humani generis, reconoció expresamente la evolución como hipótesis
científica válida [DzH, n. 3896].
Entre los científicos católicos, las explicaciones de Darwin recibieron una
importante confirmación gracias a los experimentos que el fraile agustino Gregor
Mendel (1822-1884) realizó sobre la genética de las plantas. El científico jesuita Pierre
Teilhard de Chardin (1881-1955) pretendió llevar hasta sus últimas consecuencias los
descubrimientos de Darwin, a los que dio un marco explícitamente cristiano; sin

247
embargo, Roma censuró al jesuita, de manera que el pleno reconocimiento de sus ideas
solo se produjo en la década de 1960, principalmente tras el Concilio Vaticano II.

Karl Marx fue el segundo de los siete hijos de una familia judía cuyo padre abrazó el
cristianismo, haciendo que toda la familia recibiese el bautismo y entrase a formar parte
de una comunidad protestante. Después de doctorarse en Filosofía en la Universidad de
Berlín en 1841, Marx fue durante algún tiempo director del Rheinische Zeitung, pero sus
incendiarios puntos de vista lo llevaron muy pronto a abandonar su Prusia natal para
instalarse en París. Más tarde vivió algún tiempo en Bruselas y en 1849 se trasladó a
Londres, donde pasó el resto de su vida. Convirtió la sala de lectura del British Museum
en su lugar habitual de trabajo y fue un escritor prolífico. El primer volumen de su obra
más conocida, El capital, apareció en 1867; los volúmenes 2 y 3 fueron publicados en
1885 y 1894 por su amigo y estrecho colaborador Friedrich Engels, tras la muerte de su
autor. El capital, traducido a numerosas lenguas junto con el resto de los escritos de
Marx y los de otros muchos autores que fueron especialmente influidos por él, han
ejercido una enorme influencia en el curso de la historia durante todo el siglo XX.
Una de las tesis centrales de la enseñanza de Marx es que toda la historia humana es
una serie de luchas entre las distintas clases sociales para hacerse con el poder
económico. Su punto de vista es radicalmente ateo y materialista. Sin embargo, tanto en
aquellos lugares en que el marxismo se ha convertido en la doctrina política dominante
como en el resto de los países, el curso de la historia ha estado en general en agudo
contraste con las previsiones de Marx. En los países capitalistas de su tiempo,
concretamente en Inglaterra, donde Marx esperaba sobre todo que se produjese el paso
de la sociedad burguesa al control del proletariado, las revoluciones esperadas no
llegaron nunca a materializarse. Fue en cambio en Rusia, cuya burguesía estaba
relativamente poco desarrollada, donde en 1917 se produjo la primera revolución. En
gran parte, también en China y en algunos otros países de Asia, África y América la
clase media estaba poco desarrollada cuando los partidos comunistas marxistas se
hicieron con el poder.
Ante el auge de la influencia de la enseñanza de Marx, la Iglesia católica se mostró
al principio decididamente opuesta a ella, por defender el ateísmo y por alentar los
conflictos sociales. El papado fue claro al advertir de los peligros que encerraban las

248
ideas de Marx. A pesar de todo, en parte como resultado del marxismo, los católicos han
terminado mirando con mayor simpatía la grave situación y los derechos de los
marginados sociales, y algunos católicos han tratado incluso de aplicar diversos
principios marxistas más directamente a la enseñanza social de la Iglesia. Merece la pena
destacar que el comunismo no fue objeto de ninguna condena explícita ni en la
constitución pastoral Gaudium et spes, el documento del Concilio Vaticano II que
abordó más explícitamente las cuestiones sociales y económicas, ni en ningún otro
decreto del concilio.

Sigmund Freud, considerado el fundador del psicoanálisis, ha influido de forma muy


destacada en el desarrollo de la psiquiatría, la psicología y las ciencias sociales. Nacido y
criado en el seno de una familia judía, Freud tuvo siempre en alta estima a la cultura
judía, pero en sus escritos no muestra la menor devoción estrictamente religiosa. La
ciudad de Viena fue la base de su vida y de su trabajo, aunque realizó viajes al
extranjero. Estuvo felizmente casado con Martha Bernays, con quien tuvo seis hijos. En
1938, la amenaza del régimen nazi le obligó a desplazarse a Londres, donde pasó el
último año de su vida. En su doctrina son cruciales la existencia de procesos mentales
inconscientes, el origen genético de la motivación a partir de instintos básicos (teoría del
instinto), la influencia de las experiencias infantiles en la personalidad adulta (incluidos
el complejo de Edipo y las estructuras básicas del ello, el yo y el superyó) y la
convicción de que todos los acontecimientos mentales o conductuales, aunque
aparentemente aleatorios, están, de hecho, determinados psíquicamente.

A la vez que crecía la influencia de Freud, muchos católicos continuaron


desconfiando de su psicoanálisis, debido en parte al agnosticismo de su autor y en parte a
su pretensión de explicar la fe religiosa en función de las experiencias infantiles del
sujeto, dejando totalmente al margen la verdad objetiva del cristianismo. Por otra parte,
su visión científica del mundo, con el determinismo que la caracteriza, representaba una
amenaza para el libre albedrío humano. Freud estuvo en contacto con una amplia gama
de colegas de profesión, que valoraban sinceramente sus puntos de vista, aunque muchos
de ellos no estuviesen de acuerdo con él en puntos importantes. De ahí que también entre
los médicos católicos terminase prevaleciendo una actitud ambigua, en la que se
mezclaban la aceptación y la crítica: apreciaban su psicoanálisis como terapia y, en parte,

249
sus teorías psicológicas, pero al mismo tiempo rechazaban el marco determinista y
agnóstico de sus ideas. Los puntos de vista de Freud han ejercido una profunda
influencia en la orientación, la dirección espiritual, la formación religiosa del clero y del
laicado y otros muchos aspectos de la vida católica. Algunos psicólogos y psiquiatras
católicos se asociaron todavía más directamente con Freud. Como había sucedido con la
teoría de la evolución de Darwin, la Iglesia católica se mostró siempre muy cautelosa y
prudente en sus respuestas oficiales, reconociendo, al menos implícitamente, la
importancia y las implicaciones prácticas de muchas de las ideas de Freud.

Tanto Darwin como Marx y Freud estaban familiarizados, en diversos grados, con la
tradición judeocristiana. Sufrieron la influencia de esta tradición en su forma de enfocar
las cuestiones, en el lenguaje que utilizaron y en algunas de sus propuestas. Algo
parecido le sucedió a Ludwig Wittgenstein (1889-1951), el filósofo judío de Viena, que
fue alumno y más tarde profesor de la Universidad de Cambridge (Inglaterra) y cuyos
escritos influyeron notablemente en el desarrollo de la filosofía en el mundo de lengua
inglesa, principalmente con sus estudios de análisis lingüístico. Del impacto intelectual
de las religiones no cristianas originadas fuera de Europa, y de la importancia del decreto
Nostra aetate del Concilio Vaticano II sobre dichas religiones, ya he hablado
anteriormente en este capítulo.

Entre los estudiosos cristianos, los pertenecientes a Iglesias nacidas de la Reforma del
siglo XVI han desempeñado un papel activo y creativo, especialmente en el ámbito de
los estudios de la Biblia, la liturgia y la historia de la Iglesia. La actitud de la Iglesia
católica con respecto a la investigación protestante en estos campos ha sido a la vez
crítica y comprensiva. El periodo más difícil en este terreno se vivió a principios del
siglo XX, durante la llamada «crisis modernista», cuando el papa Pío X (1903-1914)
censuró a algunos estudiosos católicos por lo que de hecho equivalía a un exceso de
confianza en los resultados de la investigación bíblica e histórica protestante. Muchos
estudiosos católicos han tenido en alto aprecio la investigación protestante durante todo
el periodo estudiado en este capítulo, aunque el estímulo más decisivo y oficial en este
sentido lo dio el Concilio Vaticano II. De todos modos, y pese a su valiente compromiso
con el mundo intelectual, hasta la segunda mitad del siglo XX la teología católica se

250
mantuvo más bien a la defensiva, siendo, por lo tanto, poco creativa. Esta actitud
defensiva –o, tal vez mejor, precavida– estuvo, en parte, justificada, teniendo en cuenta
la enormidad de los desafíos a que fue necesario hacer frente. Sin embargo, esta actitud
contrasta con la creatividad que demostró la Iglesia primitiva a la hora de elaborar
confesiones de fe y otras fórmulas doctrinales que, con un lenguaje brillante y fácil de
recordar, respondieron a los desafíos intelectuales de su época.
De John Henry Newman, el teólogo católico más conocido del siglo XIX, se habla
también en el apartado 4 de este capítulo, titulado «Santos y pecadores». Francia contó
con teólogos destacados durante la primera mitad del siglo XIX, pero algunos de ellos se
vieron afectados por los traumas de la Revolución francesa y por sus secuelas. Los
puntos de vista un tanto inconformistas de Félicité Robert de Lamennais (1782-1854)
fueron condenados por los papas Gregorio XVI y Pío IX, a consecuencia de lo cual el
teólogo abandonó la Iglesia católica. El mismo Gregorio XVI condenó también, en la
encíclica Mirari vos, las ideas políticas liberales de Charles de Montalembert (1810-
1870). Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861) fue amigo de Lamennais y colaboró en
el periódico de este último, L’Avenir, para defender tanto el liberalismo político como la
teología ultramontana (muy favorable al papa). Sin embargo, posteriormente ingresó en
la orden de los dominicos y trabajó por la restauración de la misma en Francia. El
angloirlandés George Tyrrell (1861-1909) fue la víctima más grave de la crisis
modernista. Expulsado de la Compañía de Jesús, finalmente fue excomulgado por
oponerse públicamente a la encíclica Pascendi de Pío X. Otros intelectuales católicos,
como el barón Friedrich von Hügel (1852-1925) y Alfred Loisy (1857-1940), tuvieron
también dificultades por esas mismas fechas y por parecidas razones. Ya he mencionado
los problemas que tuvo Teilhard de Chardin. Quienes continuaron trabajando sin que
apenas se les molestase fueron algunos novelistas católicos que abordaron cuestiones
teológicas de manera mucho menos directa. Ejemplos de escritores ingleses de este tipo
son, entre otros, Hilaire Belloc (1870-1953), G. K. Chesterton (1874- 1936), Evelyn
Waugh (1903-1066) y Graham Greene (1904-1991).

251
3. Religión popular
En anteriores apartados sobre este mismo tema se ha subrayado que la distinción entre
catolicismo popular y catolicismo más intelectual –a veces calificado de elite– no
debería exagerarse. Una amplia mayoría de los católicos dominaban notablemente la fe
cristiana, lo que incluía su comprensión intelectual, aunque muchos de ellos adquirieron
ese conocimiento por medios distintos de la lectura.

Por lo que se refiere a esta distinción durante los dos siglos que abarca el presente
capítulo, la situación ha sido un tanto paradójica. Por una parte, se produjo un notable
incremento de la tasa de alfabetización, que empezó sobre todo en Occidente durante el
último cuarto del siglo XIX y se extendió después al resto del mundo durante el
siglo XX, al generalizarse la educación de los jóvenes. Este aumento de la alfabetización
afectó a los católicos como al resto de la población, o incluso tal vez un poco más. Como
consecuencia, se incrementó notablemente el número de libros leídos por los católicos,
incluidos los libros de carácter religioso. Este incremento se vio facilitado enormemente
por el floreciente comercio de libros, que permitió traducir muchos títulos a múltiples
lenguas.
Por otra parte, estos dos siglos han sido testigos del éxito de algunas devociones
católicas de carácter más directamente popular, que han tratado de comprometer a toda
la persona del creyente, evitando el excesivo énfasis en consideraciones de tipo
intelectual. Se puso un énfasis especial en la identidad católica sobre todo desde
aproximadamente 1850 hasta 1950, en parte como reacción a los movimientos de
renovación protestante del momento. De ahí que se recuperaran muchas de las
devociones que habían florecido durante la Edad Media Central y la Tardía y habían
formado parte del catolicismo de la Contrarreforma. Esta renovación constituye el
antecedente esencial del presente apartado, que, dada su brevedad, tiene que contentarse
con hablar de los hechos más significativos. Del último medio siglo diré algo más en el
apartado 6.

252
Peregrinación. Los santuarios de peregrinación constituyeron un rasgo destacado del
catolicismo popular desde aproximadamente el año 1850; se restauraba así una práctica
que había sido preeminentemente medieval. Entre los nuevos santuarios, el que se hizo
más famoso fue el de Lourdes, pequeña población situada el sur de Francia. Su
fundamento religioso fue el relato de la aparición de María, la madre de Jesús, a la joven
Bernadette Soubirous en la gruta de una roca en 1858. En dicha gruta brotó un manantial
y pronto empezó a hablarse de curaciones milagrosas. El santuario recibió enseguida la
aprobación eclesiástica y en su entorno se construyeron dos templos: uno sobre la gruta
y, muy cerca, la iglesia del Rosario. La extraordinaria popularidad de Lourdes y la fama
del poder curativo de su agua siguen hoy día prácticamente intactas. Otro santuario
mariano de persistente popularidad se encentra en Fátima, localidad de Portugal. Se
cuenta que María se apareció en ese lugar a dos niñas y un niño en 1917 y que les
comunicó un mensaje que, entre otras cosas, subrayaba la importancia de la penitencia,
del rezo del rosario y de la conversión de Rusia. Cuando el papa Benedicto XVI visitó
este santuario en mayo de 2010, acudieron medio millón de peregrinos.
La lista de los lugares de peregrinación podría alargarse, y de hecho el número de
peregrinos no ha cesado de crecer desde aproximadamente 1950, debido sobre todo a la
expansión del transporte público –por carretera, ferrocarril, avión y barco– y el
consecuente descenso de precios del viaje y del alojamiento. Roma ha continuado siendo
el principal polo de atracción de peregrinos, especialmente para los católicos. En ella,
siguiendo la costumbre iniciada por el papa Bonifacio VIII en 1300 de celebrar cada
cierto tiempo el Año Santo, se han celebrado jubileos a intervalos regulares y con gran
número de peregrinos, especialmente desde 1950. Jerusalén mantiene su atractivo
especial, y a Santiago de Compostela, en España, el tercero de los grandes santuarios
medievales, acuden todavía hoy muchos peregrinos. Cuando el papa Juan Pablo II visitó
los santuarios de Knock, en Irlanda, y de Czestochowa, en Polonia, acudieron ingentes
multitudes. En Inglaterra, Walsingham ha recuperado su carácter de centro de
peregrinación, y cuenta actualmente con un santuario católico y otro anglicano. En
México el famoso templo de Nuestra Señora de Guadalupe data del siglo XVI, mientras
que en América del Norte el santuario dedicado a los jesuitas martirizados en el
siglo XVII en la actual frontera entre Canadá y los Estados Unidos se ha convertido en
un popular lugar de peregrinación. Más recientemente también Medjugorje, pequeño

253
pueblo de Bosnia-Herzegovina, ha entrado a formar parte de la lista de los centros más
conocidos de peregrinación, a consecuencia de las apariciones de María, desde junio de
1981, a seis jóvenes croatas de la localidad. En su mayoría, estos santuarios han
conseguido combinar rasgos tradicionales con las más recientes recomendaciones y
devociones inspiradas sobre todo en el Concilio Vaticano II.

Comunión diaria. Otra iniciativa que en su día influyó profundamente en la vida piadosa
de los católicos fue la invitación oficial hecha a los laicos católicos para que comulgasen
frecuentemente, incluso a diario. En este terreno fue decisivo el decreto Sacra Tridentina
synodus, publicado en 1905 por el papa Pío X, que animaba a los laicos a comulgar con
frecuencia. El mismo papa publicó en 1910 el decreto Quam singulariter, que, al
permitir que los niños recibiesen la primera comunión al alcanzar «la edad de la razón»,
contribuyó a desarrollar la piedad eucarística en los niños desde una edad muy temprana.
También tuvo su importancia en este tema la reducción del tiempo de ayuno requerido
antes de poder recibir la comunión: de tener que estar en ayunas desde la medianoche
anterior a solo una hora antes de comulgar. Este cambio se debió principalmente al papa
Pío XII.

Papas. El papado se convirtió en una institución realmente más personal desde


aproximadamente el año 1850. El largo pontificado de Pío IX (1846-1878) coincidió con
la invención de la fotografía, de manera que por primera vez en la historia la mayoría de
los católicos pudieron ver la imagen fotográfica del papa reinante. Además, la fuerte
personalidad del pontífice y los importantes acontecimientos que tuvieron lugar durante
su pontificado –la celebración del Concilio Vaticano I y la pérdida de los Estados
Pontificios– atrajeron más atención sobre su persona. Los efectos de la fotografía
continuaron y en 1931 Pío XI inauguró la Radio Vaticana, que permitió que tanto la
personalidad como la enseñanza de Pío XI y sus sucesores fueran mejor conocidas en
todo el mundo. Esta dimensión personal se vio acentuada por las cautivadoras
personalidades de Juan XXIII y Juan Pablo II. Sin embargo, esta atención personalizada
a cada uno de los papas no siempre es beneficiosa, sino que, como han señalado los
mismos papas, encierra algunos peligros. Puede distraernos del papel fundamental del

254
papa como guía y maestro, que es algo muy distinto de su personalidad, y puede dejar
demasiado expuesto a la crítica pública a un buen papa que sea desmañado.

Religión mundial. Al lado de estos cambios particulares, el más significativo ha sido la


imparable conversión del catolicismo en religión mundial y, como consecuencia de este
hecho, la enorme diversidad étnica, cultural y política de que puede hacer gala la Iglesia
católica. Esta diversidad actúa poderosamente en favor de la Iglesia, aunque por otra
parte le plantee nuevas dificultades. Los efectos de este hecho se pondrán de manifiesto
a lo largo de este capítulo.

255
4. Santos y pecadores
John Henry Newman (1801-1890) fue beatificado por el papa Benedicto XVI el domingo
19 de septiembre de 2010, y se trató de la última beatificación o canonización llevada a
cabo antes de que el autor completara la redacción de este libro. Newman ha sido uno de
los teólogos cristianos más influyentes de los dos últimos siglos, y seguramente es el
más eminente de los que han sido beatificados o canonizados por la Iglesia. Como
compatriota suyo, me alegra especialmente iniciar este apartado hablando de él.

Fue bautizado y educado como miembro de la Iglesia anglicana. La mayor parte de


su vida adulta la pasó en la Universidad de Oxford, hasta que en 1845 se convirtió al
catolicismo. Fue estudiante y después profesor de Teología en la citada universidad y,
una vez ordenado para ejercer el ministerio en la Iglesia anglicana, desempeñó el
importante cargo de vicario de la iglesia de la universidad, dedicada a Santa María
Virgen. En este cargo se hizo famoso por sus frecuentes y eruditos sermones, así como
por su amplio círculo de amigos y contactos. Prolífico escritor de libros y folletos, el
tono de sus escritos se fue haciendo cada vez más católico. En 1843 renunció al cargo de
vicario de Santa María. Dos años más tarde fue admitido en la Iglesia católica y
ordenado sacerdote católico en Roma. En 1849 fundó el oratorio de Birmingham; se
trataba de una comunidad de la orden religiosa fundada por san Felipe Neri. Elegido
rector de la comunidad, vivió allí la mayor parte del resto de su vida, excepto los cuatro
años, de 1854 a 1858, que fue rector de la universidad católica que acababa de fundarse
en Dublín. Newman fue una figura nacional, muy respetada también en la Iglesia
anglicana, y continuó siendo un fecundo escritor. En 1877 fue nombrado miembro
honorario del Trinity College de Oxford, al que él había asistido como estudiante, y dos
años más tarde el papa León XIII lo nombró cardenal.
La duradera influencia que ha ejercido Newman no es fácil de explicar. Su larga
vida y fama, sus numerosos escritos y los largos periodos de su vida como anglicano y
después como católico son factores que, sin duda, se han de tener en cuenta. Sus escritos
teológicos o religiosos en general abarcaron una amplia gama de materias, desde las
dogmáticas e históricas, como en su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana

256
y en Ensayo para contribuir a una gramática del asentimiento religioso, a las prácticas y
devotas, como en El sueño de Geroncio. Estas tres obras fueron escritas cuando
Newman era católico. Newman se mostró contrario a proclamar la infalibilidad papal, en
parte porque la consideraba innecesaria y en parte porque, en su opinión, haría más
difícil la relación con otras Iglesias cristianas; sin embargo, una vez definida esta
doctrina por el Concilio Vaticano I en 1870, la aceptó. Su vasto conocimiento de la
Tradición y del desarrollo teológico, especialmente en la Iglesia primitiva; su
sensibilidad en lo que a las relaciones ecuménicas se refiere; su enseñanza sobre la
libertad de conciencia, y su insistencia en el importante rol del laicado –escribió un
importante artículo en la revista Rambler «Sobre [la necesidad de] consultar a los fieles
en materias doctrinales»– le llevaron a tocar cuestiones que finalmente fructificaron en
los decretos del Concilio Vaticano II. Newman puede ser considerado el teólogo
decimonónico que más influyó en este concilio, como lo confirma la posterior avalancha
de bibliografía acerca de su persona y su pensamiento.

Teresa de Lisieux (1873-1897) ha alcanzado un extraordinario atractivo entre los


católicos. Fue una de las cuatro hijas de la familia Martin, y a la edad de quince años
ingresó en el convento carmelita de Lisieux (Francia). Estaba dispuesta a formar parte,
de manera voluntaria, del grupo destinado a poner en marcha la nueva fundación
carmelita de Hanoi, en Vietnam, pero su precaria salud la persuadió a permanecer en
Lisieux, donde vivió hasta su temprana muerte en actitud de heroica fidelidad a la
austera regla de las carmelitas y soportando un intenso sufrimiento físico. Escribió, por
obediencia, una pequeña autobiografía espiritual, titulada Historia de un alma, que,
publicada poco después de su muerte, se convirtió enseguida en un clásico espiritual,
traducido a muchas lenguas. Se han atribuido numerosos milagros y «favores» a su
intercesión, lo que explica la extraordinaria difusión de su culto. Fue beatificada en 1923
y canonizada en 1925. En 1927 Pío XI la declaró patrona de las misiones. Teresa de
Lisieux ha demostrado cómo cualquier cristiano puede alcanzar la santidad siendo fiel a
la voluntad de Dios en medio de las obligaciones y las dificultades ordinarias de la vida.

Juan Bosco (1815-1888). Nació en el Piamonte, región del norte de Italia, y fue el hijo
menor de un campesino pobre, que murió cuando Juan apenas contaba dos años. Lo crio

257
su madre en un ambiente de notable pobreza. Entró en el seminario y en 1841 fue
ordenado sacerdote diocesano. Sin embargo, en lugar de convertirse en cura párroco, se
concentró en la labor a la que dedicaría su vida: la educación y el apostolado entre los
niños y los jóvenes, especialmente de clase trabajadora. También tomó iniciativas de ese
mismo tipo en favor de las niñas y de las jóvenes. Tenía una capacidad especial para
ganarse el apoyo de ricos benefactores, que le ayudaron a financiar sus iniciativas de
fundar escuelas y talleres para jóvenes. Sus esfuerzos recibieron el apoyo de patronos
que tenían puntos de vista muy distintos, especialmente el arzobispo Franzoni de Turín y
el liberal anticlerical Camillo Benso, conde de Cavour, primer presidente del Consejo de
Ministros de la Italia unificada. Notable predicador y escritor, don Bosco fue un hombre
de oración, dotado de admirables dotes para hacer amigos y para animar a los demás.
Trató de unir la vida espiritual de los jóvenes con el trabajo, el estudio y el juego. Desde
muchos puntos de vista, fue un precursor –ya muy apreciado en su tiempo– de los
modernos métodos educativos; especialmente, de lo mejor de la educación católica. Su
insistencia en la necesidad de que los chicos aprendiesen oficios lo convirtió en un
pionero en el campo de la formación profesional moderna. En 1859 fundó la orden
masculina de los salesianos (así llamada en honor a san Francisco de Sales), aprobada
por Pío IX en 1868; y en 1872, en colaboración con santa María Mazzarello, la orden de
las hermanas salesianas, o Instituto de María Auxiliadora; y una orden tercera, los
salesianos cooperadores, que, como su nombre indica, ayudan en el trabajo. Las tres
órdenes crecieron rápidamente con carácter internacional, convirtiendo a la familia
salesiana en una importante y creativa fuerza al servicio de la Iglesia católica a escala
mundial hasta nuestros días.

Jean-Baptiste Marie Vianney (1786-1859). Más conocido como «el Cura de Ars»,
completa el cuarteto de santos del siglo XIX que recordaré en este apartado. Como
Newman y Juan Bosco, también él se hizo famoso ya en vida, pero la senda que él siguió
fue muy distinta. Nacido y criado en Dardilly, cerca de Lyon, en el sur de Francia, a
Jean-Baptiste le costó enormemente superar los estudios en el seminario diocesano con
vistas al sacerdocio, en parte debido a los tiempos revueltos de la era napoleónica en que
le tocó vivir y en parte porque le resultaban difíciles los estudios, especialmente el latín.
Por fin, tras su ordenación en 1815, pasó tres años como sacerdote auxiliar en Écully, y a

258
continuación, en 1818, fue enviado a la remota aldea de Ars-en-Dombes. En 1821 fue
nombrado párroco de Ars, puesto en el que permaneció el resto de sus días. En esta aldea
vivió austeramente y logró convertir a sus feligreses a la vida devota, para lo cual se
sirvió, sobre todo, de la predicación y del confesonario. Primero de la aldea de Ars,
luego de las parroquias vecinas, más tarde de toda Francia y hasta de otros países,
hombres y mujeres de todas las categorías sociales acudían a él en busca de consejo y
para confesar sus pecados. Los últimos años de su vida pasaba la mayor parte del día en
el confesonario, calculándose que al año atendía a unos 20.000 penitentes. Muchos
llegaban en tren desde Lyon, donde se instaló un despacho de billetes especial para Ars.
Fue beatificado en 1905, canonizado en 1925 y declarado patrono de los párrocos en
1929. Tal vez resulte más fácil admirarlo que imitarlo.

Los santos del siglo XX están cercanos a nosotros en el tiempo y, por lo tanto, son
difíciles de valorar objetivamente. Los dos papas ya canonizados, san Pío X y san Juan
XXIII, son mencionados en diversos lugares a lo largo de este capítulo. Edith Stein (sor
Teresa Benedicta de la Cruz) y Maximiliano Kolbe fueron asesinados en un campo de
concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Edith Stein, joven judía
convertida al catolicismo, ingresó en la orden de las carmelitas. Se había destacado como
autora de diversos escritos sobre cuestiones filosóficas y espirituales, pero fue arrestada
por su ascendencia judía y murió en el campo de concentración de Auschwitz en agosto
de 1942. Fue canonizada por el papa Juan Pablo II en 1987. Maximiliano Kolbe era un
franciscano muy conocido en Polonia, dedicado a una gran variedad de actividades
apostólicas, principalmente en los medios de comunicación. Pasó seis años en Japón
como misionero. De vuelta en Polonia, fue arrestado en 1941 por haber publicado un
artículo en el que criticaba la ocupación alemana de su país. Fue deportado al campo de
Auschwitz. Allí, cuando las autoridades del campo eligieron diez prisioneros para
ejecutarlos en represalia por otro que había escapado del campo, y uno de ellos gritó que
estaba casado y tenía hijos, Kolbe se ofreció valientemente para sustituir a aquel hombre.
Su ofrecimiento fue aceptado y murió dos semanas más tarde tras grandes sufrimientos.
Fue canonizado por el papa Juan Pablo II en 1982.
Agnes Gonxha Bojaxhiu (1910-1997), más conocida con el nombre de madre
Teresa de Calcuta, nació en Skopje (Macedonia), de padres albaneses. Ingresó en la

259
orden de las Hermanas de Loreto y se fue como misionera a la India, donde al principio
trabajó como profesora en la escuela de Santa María, de Calcuta. Pero, sintiéndose
llamada a trabajar en favor de los más pobres, en 1948 la Santa Sede le permitió dejar la
orden de Loreto. Vestida con un sari de algodón blanco orlado de azul, se instaló en los
suburbios de Calcuta enseñando a los hijos de los más pobres y atendiendo a los
indigentes y personas sin hogar. Se le unieron otras mujeres y en 1950 fue aprobada la
nueva orden de las Misioneras de la Caridad. En 1963 nació también la orden de los
Misioneros de la Caridad y poco después surgieron los Cooperadores Internacionales de
la madre Teresa. Las tres órdenes crecieron rápidamente a escala mundial, especialmente
la fundación femenina original. Todas ellas han conservado con admirable fidelidad su
carisma original, el cuidado de los pobres y marginados. Convertida en un personaje
familiar en todo el mundo, la madre Teresa siempre estuvo dispuesta a llamar la atención
sobre la lamentable situación de los necesitados y a recoger dinero para atenderlos. En
1979 le concedieron el Premio Nobel de la Paz, y en el 2003 fue beatificada.

Los nueve santos y beatos de los siglos XIX y XX destacados en este apartado fueron
clérigos o monjas. Sus causas contaron con poderoso respaldo. Por tanto, habría que
recordar especialmente a los laicos entre los otros santos y beatos que han sido
reconocidos oficialmente por la Iglesia pero son menos conocidos, así como al
incontable número de hombres y mujeres seglares cuyas heroicas vidas cristianas han
permanecido en gran parte ocultas al mundo en general. Además, los nueve fueron
europeos, aunque varios de ellos trabajaron fuera de Europa. La canonización por el papa
Pablo VI de los veintidós jóvenes mártires ugandeses, a los que ya he aludido
anteriormente, fue especialmente oportuna, por implicar el reconocimiento de las
virtudes heroicas de laicos cristianos, que, por otra parte, pertenecían a una comunidad
cristiana no europea.

Los santos son también pecadores, como la mayoría de ellos serían los primeros en
reconocer. Entre los católicos contemporáneos suyos hubo desde otros santos hasta
pecadores empedernidos. La mayor parte de los pecados fueron parecidos a los
cometidos por los católicos durante los dieciocho siglos estudiados en los cuatro
primeros capítulos de este libro. Sin embargo, en el periodo comprendido entre 1800 y

260
1965 hay dos tipos de pecado que pueden considerarse nuevos por lo que a su magnitud
se refiere: la guerra y el colonialismo. En el último apartado de este capítulo hablaré de
las nuevas formas de pecaminosidad posteriores a 1965.

Las guerras en las que participaron los católicos ya han sido mencionadas
brevemente en el apartado 1 de este capítulo. Allí destaqué los resultados más positivos
que de esas guerras se siguieron para el catolicismo. No obstante, fue un hecho que en
las dos guerras mundiales del siglo XX, que no tuvieron precedentes ni desde el punto de
vista bélico ni en número de muertos –tanto combatientes como civiles– ni en
destrucción de bienes y propiedades, los católicos estuvieron implicados a gran escala.
Esto hay que decirlo, a pesar de los denodados esfuerzos de algunos católicos por evitar
los conflictos, incluidas las iniciativas papales, y a pesar de que muchos individuos –a
menudo a costa de grandes sacrificios personales– se negaron a participar en la lucha. No
se trató de guerras cristianas, en el sentido de que los motivos primarios de las mismas
fueran directamente religiosos –como había sido el caso en muchas de las guerras de la
época de la Reforma y la Contrarreforma–, y, de hecho, en ellas se vieron implicadas
otras muchas personas no cristianas. No obstante, se ha de reconocer el importante papel
desempeñado por la Iglesia católica, a través de los individuos, más que a través de la
Iglesia institucional como tal. En la Primera Guerra Mundial (1914-1918), naciones
predominantemente católicas como Francia e Italia, así como numerosos fieles católicos
de los Estados Unidos, del Reino Unido y sus colonias, de Irlanda y otros países,
lucharon contra una coalición de países en la mayoría de los cuales abundaban los
católicos: Alemania, el Imperio austríaco, varios países de Europa Central y Oriental. En
la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) los católicos participaron en ambos bandos en
una conflagración de proporciones todavía mayores.
Con respecto al colonialismo, el periodo que culmina en 1965 fue testigo tanto del
apogeo de algunos de esos colonialismos como del hundimiento de otros. Durante
mucho tiempo la mayor parte del mundo estuvo gobernada por países de larga tradición
cristiana, repartidos en dos grupos bastante iguales: uno de ellos formado por países
predominantemente católicos –principalmente España, Francia, Portugal y Bélgica– y el
otro por países con predominio del ethos protestante –principalmente el Reino Unido,
Estados Unidos, Holanda y Alemania–. En las colonias de los países católicos se buscó
consciente y vigorosamente la evangelización y la conversión al catolicismo,

261
principalmente a través de las órdenes religiosas, que vieron coronado su trabajo con
notable éxito. El peligro fue que de esta manera se impuso a los nativos una forma de
cristianismo en general demasiado europeo y occidental, lo que dio lugar a reacciones y
difíciles procesos de transición, especialmente en el periodo posterior a 1960. También
hubo notables misioneros protestantes, con un considerable número de conversiones,
pero la evangelización protestante fue, en líneas generales, menos intervencionista. Por
otra parte, sus Gobiernos fueron habitualmente más generosos a la hora de permitir la
entrada y el trabajo de misioneros católicos –p. ej., en la India y en las colonias
británicas de África– que los países católicos para permitir la entrada de misioneros
protestantes. Aun así, y pese a algunas críticas comprensibles, el resultado final es que
las antiguas colonias de los países europeos predominantemente católicos representan en
buena medida la columna vertebral de la Iglesia católica actual, y es probable que en un
futuro próximo sean una de sus grandes fuentes de vigor y creatividad. Tal vez exista
cierto paralelismo con la revitalización que las tribus bárbaras convertidas al
cristianismo lograron producir en la Iglesia tras la caída del Imperio romano.
Nuestra exposición se ha limitado aquí a los «nuevos» pecados en el contexto de los
conflictos armados y del colonialismo modernos. Dada su novedad, dichos pecados han
sido subrayados también por algunos historiadores. Pero, evidentemente, es esencial
recordar la pecaminosidad de los católicos en formas más tradicionales que, no obstante,
continúan siendo pecado, y pecado grave.

262
5. Los concilios Vaticano I y Vaticano II
Durante los dos siglos que abarca este capítulo se celebraron dos concilios ecuménicos
de la Iglesia católica: el Vaticano I, en 1869-12870, y el Vaticano II, en 1962-1965.
Fueron acontecimientos centrales en la vida de la Iglesia, importantes para comprender,
por una parte, el desarrollo interno del catolicismo durante este periodo y, por otra, la
visión que los no católicos tenían de la Iglesia. Ambos acontecimientos merecen una
atención singularizada.

Vaticano I

El Concilio Vaticano I se celebró tres siglos después de la conclusión del Concilio de


Trento, que se produjo en 1563. Como ya hemos visto, Trento había abordado una gama
sorprendentemente amplia de cuestiones, tanto doctrinales como disciplinarias; de
manera que durante mucho tiempo había parecido innecesaria la celebración de otro
concilio de toda la Iglesia católica. Sin embargo, Trento no tocó apenas dos temas
importantes y estrechamente vinculados: el papado y la naturaleza de la Iglesia. Ambos
asuntos se discutieron acaloradamente entre católicos y protestantes a partir de la época
de la Reforma, pero también suscitaron controversias en el seno mismo de la comunidad
católica. Ya hemos visto la fuerza del movimiento conciliarista durante el siglo XV, y el
conciliarismo siguió teniendo muchos partidarios entre los católicos en la época de
Trento. De ahí que, por miedo a despertar el «fantasma conciliarista», Trento decidiese
abstenerse de discutir el tema del papado y de tratar de definir el tema de la constitución
de la Iglesia.
Además de los temas de la Iglesia y el papado, durante los siglos XVII-XIX la
enseñanza católica tuvo que hacer frente a nuevos desafíos: la revolución científica del
siglo XVII, representada por Galileo y Newton; la Ilustración del siglo XVIII,
representada por Voltaire; los efectos de la Revolución francesa de 1789 y las secuelas
de la misma en Francia y otros muchos países; nuevos desafíos intelectuales en el
siglo XIX, como los planteados por los descubrimientos de Charles Darwin. Por tanto, la
Iglesia católica necesitó abordar de nuevo el tema de la relación entre fe y razón.

263
La convocación del Concilio Vaticano I fue, en gran parte, iniciativa personal del
papa Pío IX. No fue algo mayoritariamente esperado o exigido con antelación por los
obispos u otros miembros de la Iglesia católica. Existían las cuestiones de fondo antes
mencionadas, pero no eran asuntos de naturaleza tan apremiante como las que habían
hecho necesaria la convocación de concilios como Trento, Nicea I o Calcedonia.
El concilio estuvo reunido de diciembre de 1869 a julio de 1870. Las sesiones
formales se celebraron en la basílica de San Pedro, el templo más famoso de Roma,
enclavado en la parte de la urbe conocida como ciudad del Vaticano; de ahí el nombre de
«Concilio Vaticano» I. Según la tradición, en la Iglesia católica podían participar con
derecho a voto en un concilio general principalmente los obispos, que en aquel momento
eran aproximadamente setecientos. De hecho, los asistentes al concilio representaban dos
terceras partes del episcopado mundial. Por primera vez estuvieron representados en un
concilio ecuménico los cinco continentes, aunque una amplia mayoría de obispos
procedentes de sedes situadas fuera de Europa eran de origen europeo: se trataba o bien
de obispos misioneros originarios de Europa o bien de obispos descendientes de familias
que habían emigrado, en diferentes fechas del pasado, de Europa. Así pues, el ambiente
del concilio fue básicamente europeo, aunque, sin duda, se trató del concilio de la Iglesia
de carácter más universal hasta la fecha, debido tanto a la procedencia de sus
participantes como a la rápida difusión de las noticias gracias a los medios de
comunicación, entonces en pleno desarrollo.
La intención original había sido que el concilio discutiese una larga lista de
cuestiones, entre las cuales estaban las misiones, las órdenes religiosas, las Iglesias
orientales, las relaciones Iglesia-Estado y la revisión del derecho canónico; sin embargo,
la definición de la autoridad papal, principalmente de la infalibilidad del papa, fue
considerada siempre, sobre todo por Pío IX, el cometido principal del concilio. Pero dos
guerras inminentes obligaron al papa a acelerar el fin del concilio. La reunificación de
Italia, llevada a cabo por los ejércitos de Garibaldi y otros, ya había reducido los Estados
Pontificios a Roma y a un pequeño enclave circundante, protegido principalmente por
tropas francesas. El inminente estallido de la guerra entre Francia y Prusia significó, por
una parte, que las tropas francesas que defendían Roma tendrían probablemente que
retirarse para defender Francia y, por otra parte, que los obispos de Francia y Alemania
se verían obligados a dejar el concilio. Como resultado de ambas amenazas militares, el

264
concilio tuvo que contentarse con discutir dos decretos relativamente cortos: la
Constitución dogmática sobre la fe católica y la Primera constitución dogmática sobre
la Iglesia de Cristo.

El primer decreto, sobre la fe católica, estaba dividido en cuatro capítulos, titulados


respectivamente «Dios, creador de todas las cosas», «La revelación», «La fe» y «La fe y
la razón». Fue en este último capítulo donde los padres conciliares trataron de
enfrentarse más directamente a los desafíos intelectuales de la época. El antecedente
inmediato de este decreto fue la recopilación de errores que el papa Pío IX había
publicado en 1864 con el título de Sílabo de errores, que concluía condenando
indistintamente a todos aquellos que afirmasen que «el romano pontífice puede y debe
reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización
moderna» [DzH, n. 2980]. El tono del decreto conciliar es más moderado y pretende
señalar una vía intermedia entre los extremos del racionalismo y el fideísmo, entre
quienes exageran el alcance de la razón o el de la fe. El capítulo 4 del decreto empieza
diciendo:

«El perpetuo sentir de la Iglesia católica sostuvo también y sostiene que hay un doble orden de conocimiento,
distinto no solo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno
conocemos por razón natural, y en otro por fe divina» [DzH, n. 3015].

El decreto expresa respeto tanto por la fe como por la razón, aunque se sigue
manteniendo el derecho de la Iglesia a pronunciarse sobre cuestiones discutidas. Algunos
podrían argumentar que empezar imponiendo la distinción entre fe y razón es peligroso,
en el sentido de que implica aceptar con excesiva rapidez una distinción que tuvo su
origen en el escolasticismo medieval, fue desarrollada por Descartes y la posterior
filosofía occidental, y desemboca en una dicotomía difícil de superar; sería mejor
empezar por la unidad entre conocimiento y vida, enfoque que está más en consonancia
con las Escrituras y con los antiguos Padres de la Iglesia orientales y occidentales. El
tono general del capítulo es positivo y estimulante, aunque siempre con cautela:

«Pero, aunque la fe esté por encima de la razón, sin embargo ninguna verdadera disensión puede jamás darse
entre la fe y la razón, comoquiera que el mismo Dios, que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del
alma humana la luz de la razón... Por eso, tan lejos está la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y
disciplinas humanas que más bien lo ayuda de muchos modos... Crezca, pues, y mucho e intensamente, la
inteligencia, ciencia y sabiduría de todos y de cada uno, ora de cada hombre particular, ora de toda la Iglesia
universal, de las edades y de los siglos; pero solamente en su propio género, es decir, en el mismo dogma, en
el mismo sentido, en la misma sentencia» [DzH, nn. 3017, 3019, 3020].

265
De los dos decretos del concilio, el mejor conocido es el segundo, titulado Primera
constitución dogmática sobre la Iglesia de Cristo. Originalmente, el decreto pretendía
ofrecer un documento donde se abordase en toda su plenitud el tema de la Iglesia. Por
primera vez un concilio ecuménico había intentado llevar a cabo una exposición
completa de semejante tema. Sin embargo, debido a las amenazas que obligaron a
acortar el concilio, solo se discutió el tema del papado. El decreto está pensado como un
«primer» tratamiento del tema, dejando abierta la posibilidad de que otros aspectos de la
Iglesia pudieran ser abordados en uno o más decretos posteriores. Este corto decreto está
dividido en cuatro capítulos, y los títulos de los dos primeros son «La institución del
primado apostólico en el bienaventurado Pedro» y «La perpetuidad del primado del
bienaventurado Pedro en los Romanos Pontífices». El contenido de ambos capítulos
puede ser aceptable para casi todos los cristianos, a excepción de algunos
fundamentalistas o intérpretes literales de la Escritura que argumentarían que Jesús
nunca ordenó explícitamente a la Iglesia que eligiese sucesores a Pedro. El capítulo
tercero, titulado «La naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice», proclamó
esta primacía papal sirviéndose de un lenguaje tan fuerte que incluso a algunos católicos
podría resultarles difícil: «primado sobre todo el orbe», «plena potestad de apacentar,
regir y gobernar a la Iglesia universal», «la Iglesia romana posee el principado de
potestad ordinaria sobre todas las otras». Sin embargo, «lejos está esta potestad del
Sumo Pontífice de dañar a aquella ordinaria e inmediata potestad de jurisdicción
episcopal».
Fue el cuarto y último capítulo, titulado «El magisterio infalible del Romano
Pontífice», el que se presentó como núcleo del decreto y el que resultó más
controvertido. Tras una introducción histórica, el capítulo concluye con el meollo de la
definición:

«Así pues..., con aprobación del sagrado concilio, enseñamos [el papa] y definimos ser dogma divinamente
revelado que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra –esto es, cuando, cumpliendo su cargo de pastor
y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y
costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal–, por la asistencia divina que le fue prometida en la
persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera
provista la Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres, y, por tanto, que las
definiciones del Romano Pontífice sean por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia irreformables»
[DzH, nn. 3073-3074].

266
Esta fórmula final fue resultado del intenso debate que durante varios meses se
desarrolló dentro del concilio. Teniendo en cuenta que fueron una minoría sustancial de
obispos los que se opusieron a la definición, por razones de principio o simplemente
porque prefirieron acogerse al non expedit («no conviene», expresión elástica que puede
utilizarse para expresar una amplia gama de posiciones), la formulación fue una especie
de compromiso. Aunque manteniendo la doctrina de la infalibilidad, los términos están
cuidados. La garantía queda limitada a la enseñanza en materias de fe (fides en el texto
original latino) y costumbres (mores, que suele traducirse por «costumbres», a falta de
algo mejor) que sean vinculantes para toda la Iglesia. Por tanto, no abarca otras
cuestiones –como las materias históricas– ni tampoco aquellas cuestiones de costumbres
que se refieran a una localidad particular. La definición no dice directamente que el papa
es infalible, sino que «goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que
estuviera provista la Iglesia». De una manera elegante, la infalibilidad papal queda así
situada en el contexto de la guía general que Cristo prometió a su Iglesia. El Concilio
Vaticano II definiría después la Iglesia, con mayor claridad, como pueblo de Dios, y
también la jerarquía de la Iglesia. De esta manera, la formulación del texto deja un
margen para errores aislados incluso en materia doctrinal, como la enseñanza errónea del
monotelismo por parte del papa Honorio, o la condena de Galileo (v. supra, pp. 62 y
170). No existe una lista de las doctrinas que entran en la definición, y se ha discutido
mucho entre los católicos qué pronunciamientos doctrinales de los papas deberían
considerarse infalibles. El párrafo final antes citado –«Así pues..., irreformables»– fue
incluido en el decreto a instancias del papa Pío, para excluir la afirmación de que los
pronunciamientos papales únicamente tenían garantizada la infalibilidad después de
haber sido aceptados por el conjunto de la Iglesia, proceso que podría ser casi
interminable.
En una votación preliminar del decreto, celebrada el 13 de julio de 1870,
cuatrocientos cincuenta y un padres conciliares votaron sí (placet, en latín), ochenta y
ocho votaron no (non placet) y sesenta y dos expresaron reservas (placet iuxta modum).
Por tanto, una amplia mayoría votó a favor, pero una minoría sustancial, que incluía a
obispos de grandes sedes, se opuso al decreto o presentó reservas al mismo, y
aproximadamente un centenar (de los setecientos asistentes al concilio) ni siquiera votó.
La votación final, una semana más tarde, dio los siguientes resultados: quinientos treinta

267
y tres votos a favor y solo dos en contra (de los obispos de Little Rock, en Arkansas
(Estados Unidos) y de Caiazzo, en el sur de Italia); pero, si consideramos el número total
de padres conciliares con derecho a voto, un importante número de obispos se
ausentaron para no tener que votar contra el decreto: algunos habían salido de Roma
antes de la votación final. Hubo, por tanto, una minoría significativa contraria al decreto
o descontenta con el texto del mismo, aunque no lo suficientemente grande como para
invalidarlo, especialmente teniendo en cuenta que solo dos obispos votaron, de hecho, en
contra. Esta situación nos recuerda las serias divisiones que se escenificaron en Éfeso y
en algún otro de los antiguos concilios, cuyo carácter ecuménico terminó reconociendo
la Iglesia a pesar de todo. Todos los obispos que se abstuvieron o votaron en contra
reconocieron enseguida el decreto, a excepción de casos muy contados, que lo
rechazaron o incluso abandonaron la Iglesia. Fue famoso en este sentido el historiador
alemán Johann von Döllinger, que dejó la Iglesia católica para unirse a la Iglesia católica
antigua (también llamada Iglesia de Utrecht), que había sido fundada en el siglo XVIII
para oponerse a las reivindicaciones papales de la época.
El 19 de julio, el día siguiente a la promulgación del decreto, estalló la guerra entre
Francia y Prusia, lo que obligó a que los obispos de ambas naciones abandonasen el
concilio y a que las tropas francesas que defendían la ciudad contra las fuerzas
insurgentes italianas se retirasen de Roma. Durante el verano continuaron haciéndose
algunos trabajos, pero el 20 de septiembre las tropas italianas penetraron en Roma y un
mes más tarde el papa Pío IX suspendió formal y definitivamente el concilio.

Vaticano II

El intervalo de casi un siglo entre la conclusión del Vaticano I y la convocación del


Vaticano II parece providencial. Muchos de los decretos que habían sido previstos por el
Vaticano I, pero que nunca fueron debatidos, tuvieron tiempo de madurar y desembocar
en los del Vaticano II. Especialmente, el decreto del Vaticano I sobre el papado dio el
impulso para que el Vaticano II publicase un tratamiento más completo del tema de la
Iglesia en la constitución Lumen gentium.
Tanto el Vaticano II como el Vaticano I llegaron inesperadamente. En la década de
1950 la teología de Trento seguía ejerciendo gran influencia y la definición del Vaticano

268
I de la infalibilidad papal parecía seguir siendo una herramienta eficaz para resolver
futuros debates. De hecho, no mucho antes de la convocación del Vaticano II, la
infalibilidad papal había sido utilizada en 1950 por el papa Pío XII en la proclamación
de la Asunción de la Virgen María al cielo. En esas circunstancias, otro concilio
ecuménico les parecía a muchos católicos innecesario. Es verdad que tanto Pío XI (1922-
1939) como Pío XII (1939-1958) hablaron en diversas ocasiones de reabrir el Vaticano I
con el fin de completar su trabajo, pero esta propuesta les fue comunicada de forma
discreta a los asesores cercanos a los papas, en vez de al público en general, más como
posibilidad que como propuesta definitiva.
De ahí la gran sorpresa que suscitó el anuncio hecho por el papa Juan XXIII el día
25 de enero de 1959, apenas tres meses después de su elección, de su deseo de convocar
un concilio ecuménico. Posteriormente aclaró que se trataría de un concilio nuevo y no
de una continuación del Vaticano I. Algunos comentaristas se han preguntado hasta qué
punto tenía el papa un plan conscientemente trazado para el concilio. Juan XXIII habló
de desear abrir las ventanas de la Iglesia para que en ella penetrase aire nuevo, pero el
papa dijo también que los objetivos del concilio serían fortalecer la doctrina y mejorar la
disciplina eclesiástica, propuestas que en conjunto admiten diversas interpretaciones. En
diciembre de 1961, en la carta Humanae salutis, en la que el papa convocó oficialmente
el concilio para el año siguiente, se indicaban con toda claridad los tres principales
objetivos por los que debía trabajar: el ordenamiento interno de la Iglesia, la unidad de
los cristianos y la promoción de la paz en el mundo. El papa Juan era un hombre
avispado y profundamente espiritual, atento al Espíritu Santo allá donde soplase.
Además, como destacado historiador de la Iglesia que era, poseía un buen sentido
histórico.
Parece claro que nadie, ni siquiera el papa, previó cómo se desarrollaría el concilio.
El papa nombró diez comisiones preparatorias –presididas en su mayoría por hombres de
la Curia Romana, de la que también procedían muchos de sus miembros– para elaborar
borradores de los documentos que luego discutiría el concilio. Sin embargo, enseguida se
vio que tales borradores eran inaceptables para el concilio, de manera que hubo que
elaborar otros nuevos partiendo casi de cero. Las fechas en las cuales el concilio aprobó
finalmente sus dieciséis decretos nos dan una idea del largo proceso de desarrollo de

269
estos documentos. Los títulos (que reproducen las palabras iniciales de cada documento)
y sus respectivas fechas de aprobación son los siguientes:
Sacrosanctum concilium, constitución sobre la sagrada liturgia (4 de diciembre de
1963).
Inter mirifica, decreto sobre los medios de comunicación social (4 de diciembre de
1963).
Lumen gentium, constitución dogmática sobre la Iglesia (21 de noviembre de 1964).
Orientalium Ecclesiarum, decreto sobre las Iglesias orientales católicas (21 de
noviembre de 1964).
Unitatis redintegratio, decreto sobre el ecumenismo (21 de noviembre de 1964).
Christus Dominus, decreto sobre la función pastoral de los obispos (28 de octubre
de 1965).
Perfectae caritatis, decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa (28 de
octubre de 1965).
Optatam totius, decreto sobre la formación sacerdotal (28 de octubre de 1965).
Gravissimum educationis, declaración sobre la educación cristiana (28 de octubre
de 1965).
Nostra aetate, declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no
cristianas (28 de octubre de 1965).

Dei Verbum, constitución dogmática sobre la divina revelación (18 de noviembre de


1965).
Apostolicam actuositatem, decreto sobre el apostolado de los laicos (18
de noviembre de 1965).
Dignitatis humanae, declaración sobre la libertad religiosa (7 de diciembre de
1965).
Ad gentes, decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia (7 de diciembre de
1965).

270
Presbyterorum ordinis, decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros (7 de
diciembre de 1965).
Gaudium et spes, constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno (7 de
diciembre de 1965).

La intención original había sido que el concilio completase su trabajo durante el


otoño de 1962. Sin embargo, el rechazo de los borradores de los documentos puso de
manifiesto que se necesitaría otro periodo de sesiones, que el papa Juan XXIII anunció
debidamente para el otoño de 1963. Pero el papa murió en junio de ese mismo año, tras
una semana de duelo a escala mundial al hacerse manifiesta la gravedad de su situación.
Semanas más tarde fue elegido para sucederle Pablo VI. Sobre él recayó entonces la
difícil tarea de guiar el concilio hasta su conclusión, cosa que hizo con gran habilidad.
Dos periodos más de sesiones, de unas diez semanas en los otoños de 1964 y 1965,
fueron necesarios para que el concilio lograse completar su trabajo. Como puede
comprobar el lector por la adjunta lista de decretos, con las fechas de la aprobación de
cada uno de ellos, solo al final del segundo periodo se aprobaron los dos primeros
documentos conciliares; durante el tercer periodo de sesiones se aprobaron tres decretos
más, y los once decretos restantes se aprobaron durante el cuarto y último periodo de
sesiones.
Los padres conciliares de pleno derecho, principalmente los obispos de la Iglesia y
algunos superiores generales de grandes órdenes religiosas, sumaron unos 2.400 en todo
momento del concilio (al que se fueron incorporando nuevos padres conciliares en
sustitución de los que fallecían, que fueron varios cientos). Tenían derecho a hablar
durante los debates, que se desarrollaron en una zona adecuadamente preparada de la
nave de la basílica de San Pedro, y a votar cada uno de los decretos. De esta manera, el
Concilio Vaticano II fue, con mucho, el más numeroso y el más internacional de los
veintiún concilios ecuménicos de la Iglesia católica. También fueron importantes los
teólogos –oficialmente llamados periti, «expertos»–, que no podían intervenir en los
debates del aula conciliar pero podían ser elegidos, junto con los obispos, para formar
parte de las «comisiones conciliares» que compusieron los nuevos decretos. Entre los
teólogos, destacaron especialmente Yves Congar, dominico francés; Karl Rahner, jesuita
alemán, y monseñor Gérard Philips, de Bélgica.

271
Los periodistas desempeñaron un importante papel al informar sobre el concilio a
una audiencia mundial. De hecho, algunos lamentaban que los periodistas, más que
informar sobre el concilio, trataran de influir en él. En el mundo de lengua inglesa fue
especialmente llamativo el caso del sacerdote redentorista Joseph Xavier Murphy, cuya
columna fija en The New Yorker, firmada con el seudónimo Xavier Rynne (Rynne era, al
parecer, el apellido de soltera de su madre), era ampliamente seguida dentro y fuera del
concilio. También los países francohablantes y de lengua germánica estaban bien
informados gracias a las columnas que se publicaban con regularidad en periódicos
como Le Monde, La Croix y el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Otras Iglesias y
comunidades cristianas fueron invitadas a enviar delegados –llamados oficialmente
«observadores»– que podían asistir a los encuentros del concilio. Los enviados de las
Iglesias anglicana y luterana, que se mostraron particularmente activos, influyeron en la
redacción definitiva de algunos documentos conciliares, sobre todo del decreto sobre el
ecumenismo, titulado Unitatis redintegratio. También fueron invitados como
observadores algunos católicos, y entre ellos algunas monjas y otras mujeres, lo que
aseguró una mínima presencia femenina en el concilio.
Los dieciséis decretos están repartidos en tres niveles de autoridad. El nivel más
bajo agrupa las tres declaraciones: sobre la educación cristiana, sobre las religiones no
cristianas y sobre la libertad religiosa. A pesar de su importancia, la educación no
constituyó nunca un objetivo primario del concilio. La declaración sobre las religiones
no cristianas se desarrolló casi al final del concilio, y su texto tuvo un carácter
provisional; sin embargo, su valoración positiva de las otras religiones mundiales –
judaísmo, hinduismo, budismo e islam– la ha convertido en uno de los documentos más
influyentes del concilio, hasta el punto de haber producido una transformación radical en
las actitudes de los católicos con respecto a otras creencias y a quienes las profesan.

«La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones es verdadero y santo. Considera con sincero
respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella
mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos
los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar sin cesar a Cristo, que es camino, verdad y vida, en
quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, en quien Dios reconcilió consigo todas las
cosas. Así pues, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con
los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan
aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que se encuentran en ellos»
(Nostra aetate, n. 2 [DzH, n. 4196]).

272
El decreto sobre la libertad religiosa fue agregado al grupo de las declaraciones,
principalmente porque muchos miembros del concilio temían que este documento
diluyese el ideal de una sociedad católica. Sin embargo, también este documento se ha
convertido en uno de los más importantes e influyentes del concilio.
Nueve de los decretos fueron encuadrados en el nivel intermedio de los decretos.
(Nótese, pues, el doble sentido del término decreto: [1] Generalmente se usa para
designar todos los documentos aprobados por un concilio, ecuménico o no. [2] El
Vaticano II lo utilizó para referirse a documentos cuya autoridad es de nivel intermedio:
aquellos que tienen más autoridad que las «declaraciones», pero menos autoridad que las
«constituciones»). Muchos de los nueve decretos ampliaron temas tocados en capítulos
aislados de la constitución dogmática Lumen gentium. Entre ellos, ha sido
particularmente influyente el decreto sobre el ecumenismo, que subraya el fundamento
común compartido por los cristianos –a saber, que es mucho más lo que nos une que lo
que nos separa– y anima a realizar nuevos esfuerzos con vistas a la reunión tanto desde
el punto de vista doctrinal como desde el práctico. El decreto sobre la adecuada
renovación de la vida religiosa buscaba el retorno a la inspiración original de cada orden
religiosa, pero también la adaptación a las realidades y los desafíos de la vida moderna;
como se ha demostrado, esta combinación resulta difícil de alcanzar.
Cuatro de los documentos conciliares recibieron la máxima calificación y fueron
catalogados como «constituciones». Sacrosanctum concilium es el título de la
constitución sobre la liturgia; fue el primer decreto aprobado y en aquel momento
parecía gozar de un apoyo muy amplio en el concilio. Hubo un acuerdo general sobre los
dos objetivos principales que perseguía: el retorno a las fuentes de la liturgia y una
participación más plena de los laicos. Lo cierto es que ha sido uno de los decretos más
difíciles de llevar a la práctica, y no solo por la necesidad de pasar del latín a las lenguas
vernáculas. Otra constitución, la Dei Verbum, afirmó el carácter central de la Sagrada
Escritura en todas las áreas de la vida católica, y a la vez la estrecha conexión existente
entre Escritura y Tradición. En ella se impulsa el estudio de la Biblia por parte de los
católicos y la cooperación con biblistas de otras tradiciones cristianas. De esta y otras
maneras, este documento ha contribuido a superar el distanciamiento entre la Iglesia
católica y las Iglesias de la Reforma en lo que a la interpretación y al uso de la Biblia se
refiere, distanciamiento que había existido desde el siglo XVI.

273
Las otras dos constituciones tratan de la Iglesia. La Lumen gentium centra su
atención en la naturaleza y la constitución de la Iglesia, completando y reorientando el
trabajo del Vaticano I sobre el papado. Sus dos primeros capítulos, titulados
respectivamente «El misterio de la Iglesia» y «El pueblo de Dios», introducen una
descripción humilde y centrada en la idea de pueblo. El capítulo 3, titulado «La
constitución jerárquica de la Iglesia y en particular el episcopado», reafirma la enseñanza
del Vaticano I sobre el papado, pero, por otra parte, sitúa al papa mejor dentro del
contexto de los otros obispos de la Iglesia. Los capítulos 4, 5 y 7, titulados «Los laicos»,
«La vocación universal a la santidad en la Iglesia» y «Carácter escatológico de la Iglesia
peregrina y su unión con la Iglesia del cielo», desarrollan ulteriormente temas
introducidos en los capítulos 1 y 2, subrayando tanto la excelsa vocación de todos los
cristianos como las dificultades de la vida aquí en la tierra. El capítulo 6, «Los
religiosos», habla de las órdenes religiosas, tema más ampliamente desarrollado en el
decreto Perfectae caritatis. Finalmente, el capítulo 8, «La Bienaventurada Virgen María,
madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia», ofrece un amplio tratamiento de
María como modelo para los cristianos y de su eximio papel en la vida de la Iglesia.
Gaudium et spes, la otra constitución sobre la Iglesia, es más práctica,
especialmente en su segunda parte, titulada «Algunos problemas más urgentes». Aquí
los títulos de los capítulos y secciones dan una idea general de los diversos temas
tratados: «Fomentar la dignidad del matrimonio y de la familia», «La recta promoción
del progreso y la cultura», «La vida económico-social», «La vida de la comunidad
política», «El fomento de la paz y la promoción de la comunidad de los pueblos».
Algunos considerarían a la Gaudium et spes la corona de todo el concilio, el último de
los decretos que fue aprobado, el que más estrechamente respondía al deseo de Juan
XXIII de celebrar un concilio pastoral que llevara a cabo el aggiornamento –
actualización– de la Iglesia, y el decreto que mayor influencia ha ejercido sobre la
actividad católica en el mundo.
En la votación final todos los decretos fueron aprobados por aplastante mayoría,
siguiendo la tradición conciliar de la «unanimidad virtual». La idea clave de los decretos
está clara. Al mismo tiempo, se respetan las reservas expresadas por grupos minoritarios
que han mostrado dudas sobre diversos aspectos doctrinales. En general, el concilio
puede considerarse un milagro de la gracia de Dios y de la capacidad humana de generar

274
abundante doctrina sobre un amplio abanico de cuestiones de primera importancia; esta
doctrina, además de respetar las tradiciones de la Iglesia, habla en un lenguaje que desde
entonces ha conectado bien con los cristianos y con buena parte del mundo.

275
6. Acontecimientos recientes: 1965-2010
La recepción del Vaticano II constituyó la mayor preocupación de la Iglesia católica en
el postconcilio, al menos hasta aproximadamente el año 1980. Después otros
acontecimientos pasaron a ocupar también el primer plano de la atención, concretamente
la caída del comunismo en la Europa central y la oriental, y algunos cambios en el estilo
de vida resultantes, en parte, del desarrollo de las comunicaciones. Este apartado final
abarca muchas cosas en poco espacio y de una manera claramente provisional; algo, por
lo demás, inevitable, teniendo en cuenta que muchos de los resultados están aún por ver.

Recepción del Vaticano II

El Concilio Vaticano II debe contarse entre la media docena de concilios más influyentes
de la historia de la Iglesia. Sus decretos fueron extraordinariamente completos, y, así
como sus participantes procedían de todo el mundo, el interés que suscitó fue también
mundial, ambas cosas en una medida hasta entonces desconocida. Los dieciséis decretos
fueron finalmente aprobados por abrumadoras mayorías y durante la celebración del
concilio no se produjeron cismas propiamente dichos. No obstante, la recepción del
Vaticano II pasó por momentos difíciles.
De alguna manera, estas dificultades no sorprendieron. La recepción de otros
muchos concilios importantes –especialmente del primer milenio– también había
resultado trabajosa: Nicea I, Éfeso, Calcedonia, Nicea II, algunos concilios de la Edad
Media Tardía, incluso el Vaticano I. Una enseñanza nueva, o la reformulación de
doctrinas tradicionales en un nuevo lenguaje, así como los cambios en la disciplina,
forzosamente provocan problemas de conciencia, especialmente cuando se han llevado a
cabo a gran escala. Desde el punto de vista de la amplitud de sus decretos, Trento fue el
concilio más parecido al Vaticano II. Sin embargo, entre ambos hubo importantes
diferencias. En buena medida, Trento consiguió unir a los católicos frente al desafío
protestante, y sus decretos contaron con el firme respaldo del papado. En el caso del
Vaticano II faltó ese claro desafío exterior para unir a los católicos, y muchas de las
dudas planteadas con respecto a sus decretos –al menos por lo que respecta a su supuesta

276
aplicación exagerada o errónea– provinieron de la misma Curia Romana. Por otra parte,
los concilios no suelen precisar de manera detallada cómo ha de llevarse a cabo la
aplicación de sus decretos. Por diversas razones, en el caso del Concilio Vaticano II se
echaron en falta mecanismos claros y eficaces para su aplicación.

Aunque el decreto Gaudium et spes del Vaticano II dedicó un capítulo al tema del
matrimonio, el papa Pablo VI retiró de la agenda del concilio la cuestión del control de
la natalidad. Tres años más tarde, en el verano de 1968, el papa publicó la encíclica
Humanae vitae, que condenaba el uso de medios anticonceptivos artificiales, incluida la
píldora anticonceptiva, recientemente descubierta, que ya utilizaban muchos católicos.
La encíclica provocó una profunda crisis en la comunidad católica, y suscitó la oposición
tanto de laicos como de parte del clero. Indirectamente representó un punto de inflexión,
tanto en la recepción de las enseñanzas del concilio como en la actitud de muchos
católicos con respecto al papado.
Sacrosanctum concilium, el decreto del Vaticano II sobre la liturgia, permitió una
utilización más amplia de las lenguas vernáculas en la misa, pero al mismo tiempo
animó a que se utilizase el latín. En la práctica, las lenguas vernáculas suplantaron al
latín en casi todas partes y se produjeron nuevos textos para reemplazar la misa
tridentina. Estos cambios, tanto de lengua como de contenido, se aplicaron también a los
otros sacramentos y textos litúrgicos. A algunos católicos les pareció que tales cambios
habían ido demasiado lejos y se habían producido demasiado deprisa, sobre todo por
lo que respecta a la misa dominical, con efecto inmediato en la mayoría de los católicos.
Más o menos, estos cambios coincidieron con la disminución del número de católicos
practicantes en el mundo occidental, lo que hizo que esta disminución de la práctica
cristiana pudiera vincularse con los cambios litúrgicos. De hecho, estos fueron una de las
razones principales del cisma que, a partir de 1976, inició el arzobispo Lefebvre.
Posteriormente se aprobó oficialmente un mayor uso del latín y del rito antiguo, hasta
culminar con la reciente aprobación por el papa Benedicto XVI de la celebración de la
misa tridentina en latín. Estos cambios de orientación fueron del gusto de algunos
católicos, pero desagradaron a otros.
A pesar de los dos decretos conciliares sobre el sacerdocio –Optatam totius, sobre
la formación sacerdotal, y Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los

277
sacerdotes–, el número de seminaristas empezó a descender poco después del final del
concilio, mientras que el número de sacerdotes que abandonaban el ministerio creció de
modo espectacular. Igualmente, a pesar del decreto conciliar Perfectae caritatis sobre la
renovación de la vida religiosa, las órdenes religiosas masculinas y femeninas se vieron
negativamente afectadas al disminuir el número de nuevas vocaciones y aumentar el
número de abandonos. Estos datos negativos quedaron parcialmente compensados por el
aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas en países que no formaban parte del
mundo occidental, así como por el crecimiento de nuevas órdenes y movimientos
religiosos, como el Opus Dei, los legionarios de Cristo, Comunión y Liberación, el
movimiento neocatecumenal, Fe y Alegría, los focolares y muchos otros. Además,
durante estos últimos años también las antiguas órdenes religiosas han progresado de
múltiples formas. En parte como respuesta al Vaticano II, que animó a los laicos a
desempeñar un papel más activo en la Iglesia, de algunas de las tareas que anteriormente
realizaban sacerdotes y religiosos se encargan ahora laicos –hombres y mujeres–, y estos
cambios pueden verse como algo positivo.

En el ámbito de las relaciones ecuménicas con otras Iglesias y comunidades cristianas, el


decreto Unitatis redintegratio del Concilio Vaticano II produjo estimulantes frutos en los
años inmediatamente posteriores al concilio. Particularmente esperanzadoras fueron las
declaraciones conjuntas publicadas por la Comisión Internacional Anglicano-Católica
Romana (ARCIC: Anglican-Roman Catholic International Commission), nombrada
conjuntamente por Michael Ramsey, arzobispo de Canterbury, y el papa Pablo VI, tras el
encuentro de ambos en Roma del año 1966. La comisión alcanzó un acuerdo de
principio sobre la doctrina de la eucaristía (1971), el ministerio y la ordenación (1973) y
la autoridad en la Iglesia (1976); es verdad que estos acuerdos solo en 1991 fueron
ratificados formalmente por el papa, que además lo hizo con ciertas reservas. A partir
aproximadamente de 1980 el progreso en los diálogos ecuménicos oficiales con varias
Iglesias se hizo más difícil, en parte por haber surgido nuevos obstáculos, como la
ordenación de las mujeres en la Comunión Anglicana, y en parte debido a lo que algunos
han llamado el enfoque más estricto del papa Juan Pablo II. A pesar de todo, en niveles
más locales se ha continuado progresando mucho en este terreno, tanto en la
comprensión mutua como en la cooperación práctica. En 1999 se alcanzó un importante

278
acuerdo sobre la justificación, ratificado por el papa, entre las Iglesias católica y
luterana.
A partir de la carta escrita por Pablo VI en 1974 para celebrar el séptimo centenario
del concilio de Lyon II surgió una iniciativa ecuménica significativa. La carta se refería a
este y a los anteriores concilios medievales como «concilios generales de la Iglesia
occidental (generales synodos in orbe Occidentali)», en lugar de aplicarles el calificativo
de «ecuménicos» (Acta Apostolicae Sedis, 1974, 620). Parecía, pues, que el papa
aceptaba la posibilidad de reconsiderar el estatus de los concilios medievales –que
recibieron el calificativo de «ecuménicos» a partir de la «edición romana» de los
concilios (Editio Romana, 4 vols., 1608-1612)–, así como, por implicación, de los
posteriores concilios de Trento, Vaticano I y II. Varios teólogos, concretamente Yves
Congar y Victor Peri, ya habían hecho sugerencias parecidas poco antes. Posteriormente,
la ARCIC se refirió de paso a la distinción entre concilio ecuménico y concilio general
en su «Declaración acordada sobre autoridad en la Iglesia» (1976, n. 19), pero la
invitación de Pablo VI está aún pendiente de explorar a fondo.

La trascendencia de la declaración del Vaticano II Nostra aetate, sobre las relaciones de


la Iglesia con las religiones no cristianas, sigue en gran parte vigente hoy día. Sin
embargo, un importante desafío que el concilio no pareció percibir es el que se ha
planteado con la aparición de un islam más militante.
Hasta cierto punto, la aplicación permanente del concilio se ha alcanzado con la
institución del Sínodo de los Obispos, que cuenta con representantes de los diversos
episcopados nacionales. Su función no consiste en publicar nuevos decretos vinculantes,
sino en asesorar al papa e, indirectamente, a la comunidad católica en su conjunto. Desde
sus comienzos en 1967, se ha reunido en Roma inicialmente cada tres y luego cada dos
años. En los sínodos ya celebrados se han discutido diversas cuestiones de actualidad.
También ha sido importante el nuevo Código de Derecho Canónico (Codex iuris
canonici), promulgado por el papa Juan Pablo II en 1983 con la intención específica de
incluir en él las aportaciones del Concilio Vaticano II. Sustituyó al primer Codex iuris
canonici, que había sido promulgado por el papa Benedicto XV en 1917. Con esta
decisión, en el derecho canónico se consolidó el paso de ser una colección o cuerpo

279
(corpus) de respuestas a casos particulares a ser un código legal: el paso de corpus a
codex. En 1990, el papa Juan Pablo II promulgó otro código distinto para las Iglesias
orientales en comunión con Roma: el Codex canonum Ecclesiarum Orientalium.

Las tensiones y las dificultades no deberían oscurecer la importancia y el éxito


abrumadores del concilio. Además de impulsar la renovación y mejora de muchos
aspectos dentro de la comunidad católica, el concilio transformó radicalmente las
actitudes católicas con respecto a otras religiones y creencias. Esto ha permitido que la
Iglesia católica esté en condiciones de dialogar con el mundo moderno confiada y
humildemente y de ampliar su base predominantemente europea para convertirse en una
religión verdaderamente mundial.

Independencia y paz

El declive del colonialismo occidental, ya muy avanzado en 1962, se aceleró más


durante el Concilio Vaticano II e inmediatamente después, cuando muchos países,
principalmente de África y Asia, accedieron a la independencia política. El concilio
mismo habló poco acerca de este fenómeno típico de nuestro tiempo que cambió el
orden mundial. La constitución Gaudium et spes se refiere de paso a «los países en vías
de desarrollo, como son los que han alcanzado recientemente su independencia» (n. 9
[DzH, n. 4309]). Esta laguna podría explicarse, en parte, por la falta de unanimidad
sobre la cuestión entre los miembros del concilio, y en parte porque los misioneros
occidentales, que en buena medida habían sido los responsables del crecimiento de la
Iglesia fuera de Europa, participaban sutilmente de cierta mentalidad que consideraba
dependientes a estos países.
No obstante, la Iglesia católica reaccionó rápida y positivamente reconociendo la
independencia política, con todas sus consecuencias para la Iglesia, una vez alcanzada.
Ya en el Vaticano II algunos obispos de fuera de Europa desempeñaron un papel cada
vez más importante durante el tercero y el cuarto años de concilio. Entre los obispos
nativos africanos destacaron, p. ej., el cardenal Rugambwa, de Tanzania, el arzobispo
Zoa, de Yaundé, en Camerún, y el arzobispo Malula, de Leopoldville (Kinsasa), en el
Congo; o, de Indonesia, los arzobispos Darmojuwono y Djajasepoetra. Aunque los
contenidos de la mayor parte de los decretos del concilio responden sobre todo a las

280
preocupaciones del mundo occidental –por lo que han sido criticados–, indirectamente,
no obstante, han estimulado muchos de los mejores cambios políticos, sociales y
económicos que han tenido lugar fuera de Europa durante el último medio siglo.

En el contexto de estos cambios, la defensa de la paz por la Iglesia católica ha sido muy
importante. Hemos sido testigos de cómo la Iglesia promovió diversas cruzadas durante
siglos y justificó reiteradamente las guerras de religión. En el siglo XX, los papas
Benedicto XV y Pío XII llamaron a poner fin a ambas guerras mundiales, aunque los
católicos fueron de los más implicados en la lucha, y en la década de 1930 tanto el
ejército italiano en Abisinia como las fuerzas de Franco en España recibieron cierto
apoyo oficial de la Iglesia. La invención de la bomba atómica, utilizada por primera vez
en 1945, y posteriormente de armas nucleares aún más destructivas, cambió la naturaleza
de la guerra y sus posibilidades de destrucción. En la Iglesia católica, el punto decisivo
de inflexión lo marcó en primer lugar la publicación, en 1963, de la encíclica Pacem in
terris (Paz en la tierra) del papa Juan XXIII, y lo confirmó el capítulo V de la
constitución del Vaticano II Gaudium et spes, titulado «El fomento de la paz y la
promoción de la comunidad de los pueblos». Ambos documentos abogaron
apasionadamente por el fin de la guerra como medio para resolver las disputas entre las
naciones. Desde entonces, este enfoque ha sido seguido decididamente por el papado y
por muchos católicos, aunque paralelamente se haya seguido defendiendo el derecho a la
autodefensa. En general, la Iglesia católica ha tenido un importante papel en la nueva
defensa de la paz. No obstante, los católicos han seguido participando en muchas de las
guerras del último medio siglo: en Vietnam, Afganistán, Irak, muchos países de África y
otros lugares.

La caída del Gobierno comunista en Polonia en 1989 y el posterior colapso de regímenes


parecidos en otros países de la Europa central y la oriental aceleraron el fin de otro
colonialismo, en este caso controlado por Moscú y la Unión Soviética. Los
acontecimientos se sucedieron con rapidez, por sorpresa y de forma relativamente
pacífica. La Iglesia católica desempeñó un papel destacado en los primeros estadios de
esta revolución, que tuvo sus inicios en Polonia, país eminentemente católico; además,
los personajes más destacados de este movimiento fueron dos ciudadanos polacos: el

281
papa Juan Pablo II y el líder de los sindicatos y devoto católico Lech Walesa. También
en otros países, la larga oposición de la Iglesia católica a los principios marxistas y
comunistas desempeñó un papel en la moderación o desaparición de Gobiernos de este
mismo tipo.
Juan Pablo II fue el primer papa no italiano desde que a principios del siglo XVI lo
fue Adriano VI. Su largo pontificado, su carismática presencia, sus visitas pastorales a
diversas partes del mundo, los sufrimientos que por su condición de polaco tuvo que
soportar durante la ocupación alemana, y más tarde la soviética, de su país, y el intento
de asesinarlo al comienzo de su pontificado, convirtieron al papado en centro del
escenario mundial. Su figura suscitó bastantes críticas, tanto dentro como fuera de la
Iglesia católica, pero, indudablemente, contribuyó de forma muy significativa a que en la
Iglesia católica se aplicaran los decretos del Concilio Vaticano II.

Revoluciones tecnológicas: luces y sombras

Los continuos progresos de la tecnología, sobre todo en el ámbito de los medios de


comunicación social, han planteado oportunidades y desafíos a la Iglesia católica. En
muchos casos, la respuesta de la Iglesia ha sido positiva. La Radio Vaticana, instalada en
fecha temprana, se ha convertido en una importante organización que emite en muchas
lenguas y para muchos países. El papado ha sido plenamente consciente de su obligación
de comunicarse tanto con los católicos como con quienes están fuera de la Iglesia. El
Concilio Vaticano II dedicó uno de sus dieciséis decretos a los medios de comunicación
social, Inter mirifica. El documento resultó más corto y menos profundo de lo que a
muchos les habría gustado, pero, al menos, en él se reconoció la importancia de los
medios de comunicación social y se animó a los católicos a participar en ellos. En los
ámbitos nacionales y locales ha habido muchas iniciativas.
No obstante, los últimos veinte años han generado una crisis en el terreno de los
medios de comunicación social que afecta especialmente a la Iglesia. En su inmensa
mayoría, los medios –radio, televisión y cine, publicaciones de todo tipo desde libros
hasta periódicos, así como los nuevos progresos que han aportado Internet y los medios
afines a este– están fuera del control de la Iglesia. Los individuos han de luchar para que
se escuche la voz de los católicos, así como para conservar su integridad y los principios

282
cristianos en su utilización de los medios. La mayor parte de los medios de
comunicación social usan un tono laicista: a veces descaradamente, a veces de manera
más sutil. La velocidad con que se transmiten las noticias, y los poderes del periodismo
de investigación, han expuesto a la Iglesia católica a muchas críticas. Durante los
últimos años han sido particularmente impactantes las noticias sobre el abuso sexual de
menores por miembros del clero católico. Podemos agradecer el hecho de que pecados
muy graves y muy dañinos para sus víctimas hayan sido dados a conocer al gran público.
De esa manera se ha reducido la probabilidad de la repetición de esos pecados. Sin
embargo, existe el peligro de que una dimensión impactante oculte otras áreas de la
pecaminosidad, o incluso la buena nueva del mensaje evangélico. Por otra parte, existe el
peligro de que sutilmente la Iglesia se concentre demasiado en su presentación pública,
en las dimensiones más obvias y fáciles de captar del mensaje cristiano, y que termine
minimizando u olvidando el milagro y la profundidad de su misterio.

283
Conclusión

Hemos recorrido un largo camino en una historia extraordinaria. ¿Alguien sabe a qué
distancia nos encontramos del final de la historia de la Iglesia católica? Tal vez al
comienzo del cuarto milenio, tras los nuevos cambios que experimente en el futuro, los
lectores verán que en el año 2010 la Iglesia estaba todavía en su infancia, o a lo sumo en
su juventud. A manera de conclusión, se me ocurren seis puntos que ofrezco a la
reflexión de mis lectores.
Primero: en esta historia se ha subrayado la importancia del pueblo, de la gente.
Algunos apartados pueden parecer poco más que colecciones de biografías resumidas.
En cualquier caso, destacar al pueblo, en particular a personas determinadas, es
seguramente correcto. Básicamente, la Iglesia significa el pueblo de Dios, con todas sus
maravillas y complejidades. Sus intentos de vivir a fondo el mensaje evangélico y de
permitir que Cristo entre en sus vidas, en circunstancias que han cambiado
sensiblemente de acuerdo con los tiempos y los lugares y de acuerdo con el carácter y las
situaciones de los individuos, constituyen una historia noble y fascinante. Para los
católicos, esta historia, además de fascinante, es constitutiva de Tradición, lo que
significa que representa un elemento esencial en su comprensión de la revelación de
Dios y un compañero leal en el itinerario hacia el reino de Dios.
Dos dúos o pares, los formados por Escritura y Tradición, y por Dios y la
humanidad, constituyen los puntos segundo y tercero. La necesidad y la
complementariedad de Escritura y Tradición fueron declaradas por el Concilio de Trento
y, como hemos visto, reafirmadas por el Vaticano II. En la presente historia puede ver el
lector un relato de cómo los cristianos han tratado de ser fieles a ambos elementos
durante el curso de los pasados dos mil años. Ese esfuerzo ha generado creatividad y
tensiones. En sus mejores momentos, los católicos han tratado de ser fieles al mensaje

284
del Evangelio y valerosos para hacer frente a los desafíos y las oportunidades del tiempo
y de las circunstancias en que les ha tocado vivir.
Escritura y Tradición afirman tanto la iniciativa de Dios como la voluntad libre del
hombre. En consecuencia, la relación entre Dios y la humanidad se sitúa en el corazón
de la historia de la Iglesia. La historia es tan extraordinaria que no podría explicarse sin
la providencia divina. Al mismo tiempo, por las páginas de este breve libro de historia
desfila la personalidad humana en todas sus formas: santidad heroica, gran fidelidad y
sinceridad en la vida de cada día, abundante pecaminosidad, logros extraordinarios y
fracasos desalentadores.

Cuarto: en nuestra historia hay continuidad y cambio. En la Escritura, a veces difícil


de interpretar, la fidelidad de Dios y los esfuerzos constantes de hombres y mujeres
forman el núcleo o base de la continuidad. Por el contrario, la Tradición y el desarrollo
de la historia, incluida la debilidad humana, dejan margen para el cambio. La interacción
de continuidad y cambio genera una historia conmovedora y fascinante.
Quinto, consecuencia de las cuatro consideraciones anteriores: hay que evitar las
simplificaciones. Nos hemos ocupado de un periodo de tiempo muy largo y de un
enorme número de individuos complejos. Hoy día especialmente, en nuestro impaciente
mundo, tenemos la tentación de simplificar en exceso, de reducir las cuestiones
complejas a tópicos y a citas. Por lo que a la historia de la Iglesia se refiere, este enfoque
es fuente de violencia e injusticia para con los individuos implicados, y por otra parte es
poco respetuoso con nuestra propia inteligencia. Espero que, por lo menos, este libro
haya hecho notar la complejidad del pasado de la Iglesia, y que, por tanto, haya hecho
justicia a la capacidad y la variedad de las personas que han contribuido a crear la
tradición católica.
Finalmente, una palabra con respecto a la forma del libro. Durante
aproximadamente los primeros seiscientos años de su historia, la Iglesia recibió su
impulso sobre todo de Oriente y del norte de África. La aparición y el auge del islam y,
más tarde, a partir de 1054, el cisma entre Roma y Constantinopla hicieron que esas
regiones quedaran en gran medida aisladas de la Iglesia católica. A partir de entonces, el
centro de la Iglesia católica se desplazó decisivamente hacia Occidente y los siglos XIII-
XV fueron cruciales para su desarrollo. El tercer capítulo del libro estudia este periodo

285
con especial meticulosidad, por la importancia intrínseca del mismo y porque lo que
entonces sucedió nos ayuda a explicar muchos de los acontecimientos posteriores del
catolicismo. Los siglos XVI-XVIII fueron testigos de una Europa dividida en países
católicos y países protestantes, si bien es verdad que también vieron cómo el catolicismo
se recuperaba y se convertía por primera vez en una religión mundial. Los siglos XIX y
XX vieron cómo el número de católicos se multiplicaba por diez; al mismo tiempo, el
centro del interés de la Iglesia dejaba de estar en Europa. Esta apertura al mundo en toda
su amplitud planteó a la Iglesia católica muchos desafíos: materiales, culturales e
intelectuales. Más humilde que en tiempos pasados, aunque todavía vigorosa, la Iglesia
católica se enfrenta hoy día a los desafíos del siglo XXI con optimismo y precaución.

286
Apéndice:
Lista de los concilios ecuménicos

La Iglesia católica otorga la categoría de ecuménicos a los veintiún concilios


mencionados en la lista de la página siguiente. Los siete primeros son reconocidos como
ecuménicos por la Iglesia ortodoxa y al menos a los cuatro primeros les conceden un
estatus privilegiado muchas Iglesias protestantes. Sobre la distinción entre «ecuménicos»
y «generales», v. supra, pp. 232s.
El término ecuménico deriva de la palabra griega oikouménē, «[tierra] habitada», es
decir, «donde hay casas» (oîkos = casa). Aplicado a los concilios, la palabra distingue a
los concilios de toda la Iglesia de los concilios de carácter regional o local. Como
concilios de toda la Iglesia, su autoridad es considerada vinculante para todos los
cristianos, a diferencia de los concilios locales, cuyas decisiones afectan solo a una
localidad o región eclesiástica.
Hasta fecha muy reciente, los términos concilio y sínodo eran sinónimos. Concilio
(del latín concilium) se utilizaba normalmente en la Iglesia occidental, que tenía el latín
como lengua oficial; en cambio, sínodo (del griego sýnodos) lo utilizaban las Iglesias
orientales. En la Iglesia católica, la distinción formal entre ambas palabras solo se
introdujo oficialmente después del Concilio Vaticano II, cuando se creó el «Sínodo de
los Obispos» (v. supra, p. 233).

287
Antes del cisma Oriente-Occidente
Nicea I (325)
Constantinopla I (381)
Éfeso (431)
Calcedonia (451)
Constantinopla II (553)
Constantinopla III (680-681)
Nicea II (787)
Constantinopla IV (869-870)

288
Edad Media
Laterano I (1123)
Laterano II (1139)
Laterano III (1179)
Laterano IV (1215)
Lyon I (1245)
Lyon II (1274)
Vienne (1311-1312)
Constanza (1414-1418)
Basilea-Florencia (1431-1445)
Laterano V (1512-1517)

289
Época moderna
Trento (1545-1563)
Vaticano I (1869-1870)
Vaticano II (1962-1965)

290
Glosario

bárbaros: v. supra, p. 42.


basílica: Título otorgado por la autoridad eclesiástica a templos de especial importancia.
El término deriva de la palabra griega basileús, que significa «rey». La más
conocida es la basílica de San Pedro, en Roma.
bula (papal): Palabra derivada del término latino bulla, que significa «sello». Los
documentos papales importantes solían llevar un sello de plomo, de manera que con
el tiempo el nombre se aplicó directamente al documento mismo que protegía el
sello.
canónico, derecho: En un contexto cristiano, significa «ley de la Iglesia» o «ley de la
comunidad cristiana».
cardenal: Palabra derivada del término latino cardo, «gozne» o «bisagra»; v. supra, p.
73.
catacumba: Conjunto de galerías subterráneas; v. supra, p. 22.

copto: Término derivado de la palabra griega que significa Egipto; v. supra, p. 71.
Cuaresma: Periodo de cuarenta días que sirve de preparación para la Pascua; v. supra, p.
31.
derecho canónico: v. canónico, derecho.
dinero: v. supra, p. 101, sobre el valor de la libra esterlina en la Edad Media.
diócesis: v. supra, p. 19.
ecuménicos y generales, concilios: v. supra, p. 28 y apéndice, pp. 241-242.
estigmas: Llagas o marcas en el cuerpo humano correspondientes a las heridas que
recibió Cristo al ser crucificado; v. supra, p. 138.

291
Filioque: Expresión latina que significa «y del Hijo»; v. supra, pp. 44 y 68-69.
gótica, arquitectura: v. supra, p. 141.

homooúsios: Palabra griega que significa «de la misma sustancia» o «consustancial»; v.


supra, pp. 29-30.
iconoclasmo: Destrucción de imágenes.
indulgencias: Remisión por parte de la Iglesia de la pena debida por los pecados que ya
han sido perdonados, generalmente con la condición de realizar determinadas obras
buenas o de rezar determinadas oraciones.

liturgia: Significa «servicios públicos religiosos», «culto público» o «ministerio


sagrado», y deriva de los términos griegos leítos («público») y érgon («obra»).
misticismo: v. definición supra, en pp. 137-138.
ortodoxa, Iglesia: Iglesia que reconoce la primacía del patriarcado de Constantinopla.
Expresión utilizada sobre todo después del cisma del año 1054.
ortodoxo: Denota la doctrina correcta o sana.
Padres de la Iglesia: Escritores cristianos importantes que vivieron aproximadamente
antes del año 600 de la era cristiana.
pagano: v. supra, p. 162.
papa: Entre los católicos, título reservado al obispo de Roma; v. supra, p. 18.

popular, religión: v. supra, p. 76, sobre el concepto de religión popular.


sínodo y concilio: v. supra, apéndice, p. 241.
Theotókos: Título otorgado a María como «madre de Dios», o «engendradora de Dios».
Theós significa «Dios», y tókos, «engendradora», y por extensión «madre».
Tradición (con mayúscula): Aquello que ha sido «transmitido» (en latín tradere) por la
Iglesia. La Tradición, junto con la Escritura, es fuente de autoridad para los
católicos; v. supra, p. 1.
ultramontanos: Partidarios del papa. Derivado de la perspectiva de los norteños, que
veían a Roma más allá (ultra) de las montañas (montes) de los Alpes.

292
Bibliografía

Esta selección bibliográfica recoge algunas publicaciones muy importantes, la mayoría


de ellas publicadas originalmente en inglés, así como otras obras a las que se hace
referencia en el texto del libro. Para las obras más frecuentemente citadas, v. supra, pp.
XIII-XIV: «Citas y abreviaturas».

293
Obras generales

Diccionarios y enciclopedias
Diccionario enciclopédico de la historia de la Iglesia, 2 vols., Herder, Barcelona 2009.
Diccionario enciclopédico de los papas y del papado, Herder, Barcelona 2009.
Diccionario enciclopédico del cristianismo, San Pablo, Madrid 2008.
Encyclopedia of the Early Church, edición de Angelo di Berardino, 2 vols., Cambridge
1992.
New Catholic Encyclopedia, 16 vols., Farmington Hills (MI) 20033.
The Oxford Dictionary of Saints, edición de D. Farmer, Oxford 19923.
The Oxford Dictionary of the Christian Church, edición de F. L. Cross y E. Livingstone,
Oxford 20053 rev.
The Oxford Dictionary of the Popes, edición de J. N. D. Kelly, Oxford 1986.

Colecciones de fuentes
La colección Classics of Western Christianity, de Paulist Press (Mahwah), ofrece los
principales textos en versión inglesa, con introducción y notas, de muchos autores
espirituales y místicos.
The Christian Faith: Doctrinal Documents of the Catholic Church, edición de Jacques
Dupuis, Bangalore 20017 rev.
Documents of the Christian Church, edición de H. Bettenson, London 19632.
Readings in Church History, edición de J. Colman Barry, ed. rev., Westminster (MA)
1985.

Otras obras generales


Baur, John, 2000 Years of Christianity in Africa, ed. rev., Nairobi 1998.
Copleston, F. Ch., A History of Philosophy, 9 vols., London 1946-75 [traducción
española: Historia de la filosofía, 9 vols., Ariel, Barcelona 2000-2004].
Duffy, E., Saints and Sinners: A History of the Popes, New Haven-London 20022 [trad.
esp.: Santos y pecadores: Una historia de los papas, Acento Editorial, Madrid

294
1998].
Dussel, E. (ed.), The Church in Latin America 1492–1992, Tunbridge Wells- Maryknoll
1992 [trad. esp.: Historia de la Iglesia en América Latina: Medio milenio de
coloniaje y liberación (1492-1992), Mundo Negro-Esquila Misional, Madrid 1992].
Evans, G. R. (ed.), The I. B. Tauris History of the Christian Church, 7 vols., London-
New York 2006-2010.
Franzen, A., Historia de la Iglesia, Sal Terrae, Santander 2009.
Hastings, A., The Church in Africa 1450–1950, Oxford 1994.
Hussey, J. M., The Orthodox Church in the Byzantine Empire, Oxford 1986.
Jedin, H. (ed.), Manual de historia de la Iglesia, 10 vols., Herder, Barcelona 1966-1987.
MacCulloch, Diarmaid, A History of Christianity: The First Three Thousand Years,
London 2009 [trad. esp.: La historia de la cristiandad, Debate, Barcelona 2011].
Neill, Stephen, A History of Christian Missions, Harmondsworth 1964.
O’Malley, J. W., Historia de los papas. Desde Pedro hasta hoy, Sal Terrae, Santander
2011.
Tanner, Norman, The Councils of the Church: A Short History, New York 2001 [trad.
esp.: Los concilios de la Iglesia: Breve historia, BAC, Madrid 2003].
VV. AA., Cambridge History of Christianity, 9 vols., Cambridge 2006-2008.

295
Capítulo 1 (y capítulo 2 hasta el 600 d. C.)
Brown, Peter, Augustine of Hippo: A Biography, London 20002 [trad. esp.: Agustín de
Hipona: Biografía, Acento Ediciones, Madrid 2001].
Chadwick, H., The Church in Ancient Society: From Galilee to Gregory the Great,
Oxford 2001.
Grillmeier, A., Christ in Christian Tradition, 2 vols., ed. rev., London 1975-96 [trad.
esp.: Cristo en la tradición cristiana, Sígueme, Salamanca 1997].
Hanson, R. P., The Search for the Christian Doctrine of God: The Arian Controversy
318–381, Edinburgh 1988.
Kelly, J. N. D., Early Christian Creeds, London 19723 [trad. esp.: Primitivos credos
cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980].
— Early Christian Doctrines, London 19775.
Price, R., y M. Gaddis (eds.), The Acts of the Council of Chalcedon, 3 vols., Liverpool
2005.
Stevenson, J. (ed.), Creeds, Councils and Controversies: Documents Illustrating the
History of the Church AD 337–461, London 19892.
Young, Francis M., From Nicaea to Chalcedon: A Guide to the Literature and its
Background, London 20102.

296
Capítulos 2 y 3
Davies, Brian, The Thought of Thomas Aquinas, Oxford 1992.
Edwards, J., «Religious Faith and Doubt in Late Medieval Spain: Soria c. 1450–1550»:
Past and Present 120 (1988), 3-15.
English Historical Documents 4 (1327-1485), edición de A. R. Myers, London 1969.
Helmholz, R., Marriage Litigation in Medieval England, Cambridge 1974.
Knowles, David, y Dmitri Obolensky, The Christian Centuries 2, The Middle Ages,
London-New York 1969.
Lambert, Malcolm, Medieval Heresy, Oxford 20023.
Le Roy Ladurie, Emmanuel, Montaillou: Cathars and Catholics in a French Village,
1274–1324, London 1978.
McLean, Teresa, The English at Play in the Middle Ages, Windsor Forest 1983.
Milis, Ludo (ed.), The Pagan Middle Ages, Woodbridge 1998.
Morris, C., The Papal Monarchy 1050–1250, Oxford 1989.
Murray, Alexander, «Piety and Impiety in Thirteenth-Century Italy», en G. J. Cuming y
D. Baker (eds.), Studies in Church History VIII, Popular Belief and Practice,
Cambridge 1972, 83-106.
Newett, M. M., Canon Pietro Casola’s Pilgrimage to Jerusalem in the Year 1494,
Manchester 1907.
Oakley, F., The Western Church in the Later Middle Age, Ithaca-London 1979.
Pantin, W., The English Church in the Fourteenth Century, Cambridge 1955.
Reynolds, Susan, «Social Mentalities and the Case of Medieval Scepticism»:
Transactions of the Royal Historical Society, 6.ª serie, 1 (1991), 21-41.
Southern, R. W., Western Society and the Church in the Middle Ages, Harmondsworth
1970.
Swanson, Robert, Religion and Devotion in Europe, c. 1215–c. 1515, Cambridge 1995.
Tanner, Norman, The Church in Late Medieval Norwich, 1370–1532, Toronto 1984.
— «Making Merry in the Middle Ages»: The Month (septiembre-octubre 1996), 373-
376.

297
Tanner, Norman, y Sethina Watson, «Least of the Laity: The Minimum Requirements
for a Medieval Christian»: Journal of Medieval History 32 (2006), 395-423.
Toussaert, J., Le sentiment religieux en Flandre à la fin du Moyen Age, Paris 1960.

298
Capítulo 4
Duffy, Eamon, The Stripping of the Altars: Traditional Religion in England 1400–1580,
New Haven 1992.
Jedin, H., A History of the Council of Trent, London 1957-. Hasta ahora solo se han
publicado en inglés dos de los cinco volúmenes de la obra original en alemán.
[Trad. esp.: Historia del Concilio de Trento, 5 vols., Universidad de Navarra,
Pamplona 1972-1981].
MacCulloch, Diarmaid, Reformation: Europe’s House Divided 1490–1700, London
2003.
McManners, J., Church and Society in Eighteenth Century France, 2 vols., Oxford 1998.
O’Malley, John W., The Early Jesuits, Cambridge (MA)-London 1993 [trad. esp.: Los
primeros jesuitas, Sal Terrae, Santander 1995].
O’Malley, John W., Trento. ¿Qué pasó en el concilio?, Sal Terrae, Santander 2015.

299
Capítulo 5
Alberigo, G. (ed.), History of Vatican II, 5 vols., 1996-2005 [trad. esp.: Historia del
Concilio Vaticano II, 5 vols., Peeters-Sígueme, Leuven-Salamanca 1999-2008].
Breward, I., A History of the Church in Australasia, Oxford 2001.
Butler, Cuthbert, The Vatican Council, 2 vols., London-New York 1930.
Callahan, W. J., The Catholic Church in Spain 1875–1998, Washington DC 2000 [trad.
esp.: La Iglesia católica en España, Crítica, Barcelona 2002].
Handy, Robert T., A History of the Churches in the United States and Canada, Oxford
1976.
Ker, Ian, John Henry Newman: A Biography, Oxford 1988 [trad. esp.: John Henry
Newman: Una biografía, Palabra, Madrid 20103].
O’Malley, John W., What Happened at Vatican II, Cambridge (MA) 2008 [trad. esp.:
¿Qué pasó en el Vaticano II?, Sal Terrae, Santander 2012].
The Papal Encyclicals (1740–1958), edición de C. Carlen, 5 vols., Ypsilanti (MI) 1990.

300
Índice
Índice 6
Agradecimientos 10
Citas y abreviaturas 12
Introducción 16
1. De Pentecostés al siglo IV 19
1. La Edad Apostólica 20
Los Hechos de los Apóstoles 20
Otras fuentes 24
Las tumbas de Pedro y Pablo 26
2. Siglos II y III: continúan las persecuciones 29
Persecuciones 29
Cambios institucionales 33
La religión popular 38
Los teólogos 40
3. Reconocimiento oficial del cristianismo 44
La conversión de Constantino y sus consecuencias 44
Concilios de Nicea y Constantinopla 45
Crecimiento de la Iglesia visible 53
2. Temprana Edad Media: 400-1054 59
1. Expansión 60
2. Contracción 71
3. Concilios ecuménicos 75
Éfeso 75
Calcedonia 78
Constantinopla II y III 80
Nicea II 82
4. Teólogos 85
5. Roma y Constantinopla 88
6. Cambios institucionales 92
Una sola Iglesia 92
Jerarquía y ministerio 93
Concilios 96

301
Las parroquias 96
7. Religión popular 98
Órdenes religiosas 99
Liturgia 101
3. Edad Media Central y Tardía 103
1. Contracción y expansión 105
2. Religión popular 109
Exigencias mínimas: conocimiento 109
Exigencias mínimas: sacramentos 111
Exigencias mínimas: diezmos; domingos y fiestas; ayuno y abstinencia 118
Devociones opcionales 122
Descanso, deporte y disfrute 129
3. Papas, concilios y príncipes 134
Gregorio VII 134
Siglo XII 136
Laterano IV 137
Bonifacio VIII 138
El papado de Aviñón 139
Cisma papal y conciliarismo 141
El papado del Renacimiento 144
4. Las órdenes religiosas y las beguinas 147
Cuatro órdenes de frailes mendicantes 148
Otras órdenes, números y críticos 151
Las beguinas 154
5. Progresos intelectuales 156
Cinco teólogos 156
Derecho canónico 160
Universidades 161
Obras de literatura 164
6. Liturgia, oración y misticismo 167
7. Arte, arquitectura y música 172
Iglesias y otros edificios 172
Pintura y escultura 175
Música 179
8. Desafíos planteados a la cristiandad occidental 182

302
Movimientos disidentes en la cristiandad occidental 182
La Inquisición y la persecución de la herejía 188
La Iglesia ortodoxa y otras Iglesias orientales 191
Judíos y musulmanes 192
Paganismo, magia y brujería 195
4. Catolicismo moderno temprano: 1500-1800 198
1. Extensión del catolicismo en Europa 199
2. El papado 203
3. El Concilio de Trento 208
4. Las órdenes religiosas 214
Nuevas órdenes religiosas 214
Reformas de las órdenes medievales 218
Síntesis 220
5. Acción misionera y catolicismo fuera de Europa 222
América 223
África 226
Asia 228
6. Religión popular y desarrollo de las artes 233
7. Conclusión 239
5. Siglos XIX y XX 240
1. Introducción 241
2. Desafíos intelectuales 246
3. Religión popular 252
4. Santos y pecadores 256
5. Los concilios Vaticano I y Vaticano II 263
Vaticano I 263
Vaticano II 268
6. Acontecimientos recientes: 1965-2010 276
Recepción del Vaticano II 276
Independencia y paz 280
Revoluciones tecnológicas: luces y sombras 282
Conclusión 284
Apéndice: Lista de los concilios ecuménicos 287
Antes del cisma Oriente-Occidente 288
Edad Media 289

303
Época moderna 290
Glosario 291
Bibliografía 293
Obras generales 294
Diccionarios y enciclopedias 294
Colecciones de fuentes 294
Otras obras generales 294
Capítulo 1 (y capítulo 2 hasta el 600 d. C.) 296
Capítulos 2 y 3 297
Capítulo 4 299
Capítulo 5 300

304

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