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-Las malas lenguas no dejaban de preguntarse de dónde sacaba la viuda los fabulosos
caudales dilapidados en su sostenimiento. Lo cierto es que, tras aquellas paredes, los ojos
pacatos de los visitantes creían haber visto maravillas miliunanochescas tales como tapices
que pertenecieron a la XVIII dinastía egipcia; iluminaciones palatinas y divanes que fueron
en otros tiempos del príncipe Korustcha; mecanismos melódicos que narraban musicalmente
la historia del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro; el mapa trazado por Sarpi;
el dorado escudo mágico del rey de los Romanis, bandejas de oro macizo y alfanjes con
empuñaduras del mismo metal que alguna vez hicieron parte del tesoro de Aladino; rañas de
cientos de luces hurtadas por los bucaneros al dux de Venecia; búcaros de caolín que databan
de una antiquísima dinastía China; un broche que estuvo que estuvo sobre el busco de
Cleopatra; la lampara de Diogenes y vasos griegos que representan toda la suerte de escenas
mitológicas, mosaicos etruscos invaluables por su rareza; [...]; la trompeta de Juicio Final, y
un cúmulo innumerable de variados y portentosos objetos entre los cuales la viuda de
Alcántara se movía con una indiferencia que hubiese hecho rabiar a un erudito.
-Luis Andrea. Era un niño hirsuto y retraído que, a los pocos años, fabricaba con elementos.
rudimentarios unas diabólicas máquinas y artilugios de fantasía con los cuales conseguía
sembrar miedo en los contornos. Entre sus invenciones estuvo la del pararrayos, que más de
un siglo después detentaría Benjamín Franklin con un criterio imperialista de la propiedad
intelectual. [176]
La benevolencia de los dioses, Fabio, no abandona ni siquiera a quienes, como yo, dudan de
su existencia. Al atardecer del quinto día, y a menos de una jornada de nuestro destino, nos
cruzamos con un tribuno que, procedente de Cesarea y con una pequeña escolta de seis
hombres, se dirige a realizar un trámite en una pequeña aldea del norte. Le expongo mi
situación y accede a que le acompañe, pues prevé que el asunto no le ocupará más de un día,
tras lo cual regresará a Cesarea, donde reside el procurador de Judea, el cual tomará las
disposiciones necesarias para mi regreso a Roma o el traslado a otro lugar, si persisto en el
propósito de mi viaje.
Acepto agradecido y me despido de Liviano Malio, a quien deseo suerte en su misión y feliz
regreso a Siria. El también me desea suerte e impulsivamente me abraza y me dice al oído
que no me fie de nadie, ni judío ni romano. Luego ordena a los soldados reemprender la
marcha y yo me pongo en camino en compañía del tribuno y su reducido séquito.
El tribuno se llama Apio Pulcro y pertenece, como yo, a una ilustre familia de la orden de
caballería. Fue acerrimo partidario de Julio César, pero tras su asesinato se pasó al bando de
Bruto y Casio. Más tarde, previendo que esta facción no ganaría la guerra, desertó y se unió a
las filas del triunvirato compuesto por Marco Antonio, Augusto y Lépido. Terminada la
guerra, y enfrentados Augusto y Marco Antonio, luchó al lado de este último. Después de la
derrota de Accio, se ganó el favor de Augusto traicionando a Antonio y revelando el posible
paradero secreto de Cleopatra, con que se vanagloria, a mi modo de ver sin autenticidad, de
haber tenido un escarceo amoroso. Con este continuo ir y venir había logrado salvar la vida
en repetidas ocasiones, pero no mediar, como había sido en todo momento su propósito.
Se iba sin escolta, sin los dos perros fieles que a veces lo acompañaron hasta en los campos
de batalla, sin ninguno de sus caballos épicos que ya habían sido vendidos al batallón de los
húsares para aumentar los dineros del viaje. Se iba hasta el río cercano por sobre la colcha de
hojas podridas de las alamedas interminables, protegido de los vientos helados de la sabana
con el poncho de vicuña, las botas forradas por dentro de lana viva, y el gorro de seda verde
que antes usaba sólo para dormir. Se sentaba largo rato a cavilar frente al puentecito de tablas
sueltas, bajo la sombra de los sauces desconsolados, absorto en los rumbos del agua que
alguna vez comparó con el destino de los hombres, en un símil retórico muy propio de su
maestro de la juventud, don Simón Rodríguez. Uno de sus escoltas lo seguía sin dejarse ver,
hasta que regresaba ensopado de rocío, y con un hilo de aliento que apenas si le alcanzaba
para la escalinata del portal, macilento y atolondrado, pero con unos ojos de loco feliz. Se
sentía tan bien en aquellos paseos de evasión, que los guardianes escondidos lo oían entre los
árboles cantando canciones de soldados como en los años de sus glorias legendarias y sus
derrotas homéricas. Quienes lo conocían mejor se preguntaban por la razón de su buen
ánimo, si hasta la propia Manuela dudaba de que fuera confirmado una vez más para la
presidencia de la república por un congreso constituyente que él mismo había calificado de
admirable. El día de la elección, durante el paseo matinal, vio un lebrel sin dueño retozando
entre los setos con las codornices. Le lanzó un silbido de rufián, y el animal se detuvo en
seco, lo buscó con las orejas erguidas, y lo descubrió con la ruana casi a rastras y el gorro de
pontífice florentino abandonado de la mano de Dios entre las nubes raudas y la llanura
inmensa. Lo husmeó a fondo, mientras él le acariciaba el pelambre con la yema de los dedos,
pero luego se apartó de golpe, lo miró a los ojos con sus ojos de oro, emitió un gruñido de
recelo y huyó espantado. Persiguiéndolo por un sendero desconocido, el general se encontró
sin rumbo en un suburbio de callecitas embarradas y casas de adobe con tejados rojos, en
cuyos patios se alzaba el vapor del ordeño.
3. Realemas: [...]Se iba sin escolta, sin los dos perros fieles que a veces lo
acompañaron hasta en los campos de batalla, sin ninguno de sus caballos épicos que
ya habían sido vendidos al batallón de los húsares para aumentar los dineros del
viaje. [...]Se sentaba largo rato a cavilar frente al puentecito de tablas sueltas, bajo
la sombra de los sauces desconsolados. [...]Se sentía tan bien en aquellos paseos de
evasión. [...]el general se encontró sin rumbo en un suburbio de callecitas
embarradas y casas de adobe con tejados rojos, en cuyos patios se alzaba el vapor
del ordeño.
Consideramos que en los apartados seleccionados del fragmento 3 hay presencia de
realemas, ya que el autor hace uso de recursos estilísticos y literarios para hacer una
representación y reinterpretación de los sentimientos y situaciones a las que el
personaje histórico principal se enfrenta. Si bien hay registros de la vida de Simón
Bolívar, no los hay de una manera tan detallada; por ende, se presiente que estos son
reinterpretaciones del escritor con la finalidad de darle un realismo histórico a su
narración.
"Por fin en el faldeo de una colina suave dieron con un claro donde prevalecían un mistol
ancho y una gigantesca, imponente, ceiba. [...] Era el Árbol. El almirante dio una vuelta en
torno al tronco y luego ordenó se acampase. Hizo colgar la hamaca de las ramas bajas. [...] El
almirante descansaba no de un penoso viaje sino de la fatiga de siglos de moribundia. Se
durmió profundamente. Había retornado. Pero mucho más allá del seno de Susana
Fontanarrosa. El Paraíso era el fin de la entropía, de la degradación, de un tiempo de
humillante ser para la muerte"
"Son varios ya los que dicen haber visto extrañas naves iluminadas, como Pérez de Cádiz.
[...] Son grandes barcos sin velamen que transportan gran cantidad de humanos y de cosas.
[...] Una de ellas, la Rex, pasó dejando un velo de música feliz. Era al atardecer y se vio
nítidamente, junto a una especie de alberca con sombrillas de colores vivos, a varios jóvenes
con sombrero de paja, ranchos y chaquetas blancas, de hilo. Ellas con deliciosas capelinas
con cintas de florcitas. Aperitivos con rodajas de limón y pajitas. Música sincopada"