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Meditaciones sobre los Evangelios

Marcos
J.C. Ryle

EDITORIAL PEREGRINO

Meditaciones sobre los Evangelios. Marcos

Publicado por Editorial Peregrino, S.L.


Apartado 19
13350 Moral de Calatrava (Ciudad Real) España

Publicado por primera vez en inglés bajo el título


Expository Thoughts on the Gospels. Mark, 1857

© Editorial Peregrino, S.L. 2002


para la presente versión española

Traducción: Elena Flores Sanz


Diseño de la portada de esta serie: René Rodríguez González

Las citas bíblicas están tomadas de la Versión Reina-Valera 1960 © Sociedades Bíblicas Unidas,
excepto cuando se cite otra LBLA = Biblia de las Américas © The Lockman Foundation

ISBN: 84-86589-60-6
Esta edición se publica con el patrocinio de:
Peter Allmond-Smith, Chelford House Christian Fellowship Trust

Índice
Prefacio a la versión original
1 1–8 Comienzo del Evangelio con el ministerio de Juan el
Bautista
9–20 El bautismo y la tentación de Cristo y su llamamiento a
los primeros discípulos
21–34 Expulsión de un espíritu inmundo; curación de la suegra
de Pedro
35–39 La oración privada de Cristo; propósito de la venida de
Cristo al mundo
40–45 Sanidad de un leproso
2 1–12 Privilegios de Capernaum; curación de un paralítico
13–22 Llamamiento de Leví; Cristo, el médico de las almas;
vino nuevo y odres viejos
23–28 Interpretación correcta del día de reposo
3 1–12 Sanidad en día de reposo del hombre de la mano seca;
Cristo observado y entristecido por sus enemigos
13–21 La elección de los doce Apóstoles; el entusiasmo de
Cristo mal entendido por sus amigos
22–30 Advertencia contra las divisiones; la plenitud del perdón
del Evangelio; la condenación eterna
31–35 El hermano, la hermana y la madre de Cristo
4 1–20 Parábola del sembrador
21–25 La luz no hay que ponerla debajo del almud; la
importancia de escuchar y de utilizar lo que
escuchamos
26–29 Parábola de la semilla que se echa en la tierra
30–34 Parábola del grano de mostaza
35–41 La tormenta en el mar de Galilea es calmada de forma
milagrosa
5 1–17 Expulsión de un demonio en la región de los gadarenos
18–20 El hombre que había estado poseído por el demonio es
enviado a casa de sus amigos
21–34 Curación de la mujer con Hujo de sangre
35–43 Vuelta a la vida de la hija de un principal
6 1–6 Cristo en su región; el pecado de incredulidad
7–13 La primera incursión de los Apóstoles para predicar
14–29 Asesinato de Juan el Bautista por Herodes
30–34 El regreso de los Apóstoles tras su predicación; la
importancia del descanso; la compasión de Cristo
35–46 La alimentación de las multitudes con cinco panes y dos
peces
47–56 Cristo anda sobre el agua
7 1–13 La religión de los fariseos
14–23 El corazón, verdadera fuente de impureza
24–30 La mujer sirofenicia cuya hija tenía un espíritu inmundo
31–37 La curación de un sordomudo
8 1–13 La alimentación de la multitud con siete panes;
incredulidad de los fariseos
14–21 Advertencia contra la falsa doctrina; la lentitud de los
discípulos para comprender
22–26 Curación de un ciego en Betsaida
27–33 La noble confesión de fe de Pedro; la ignorancia de
Pedro de la necesidad de la muerte de Cristo
34–38 La necesidad de la abnegación; el valor del alma; el
peligro de avergonzarse de Cristo
9 1–13 La transIguración de Cristo
14–29 La curación del muchacho con un espíritu inmundo
30–37 La predicción de la cruciIxión; insistencia en la
humildad
38–50 La exigencia de un espíritu tolerante; la necesidad de
sacriIcarse; la realidad del InIerno
10 1–12 Exposición del concepto correcto de matrimonio
13–16 Los niños son llevados a Cristo; una defensa del
bautismo de infantes
17–27 El joven que tenía muchas posesiones; el amor de Cristo
a los pecadores; el peligro de ser rico
28–34 Exhortación a dejarlo todo por Cristo; anticipado
conocimiento por parte de Cristo de sus propios
sufrimientos
35–45 Ignorancia de los hijos de Zebedeo; humildad y entrega
siguiendo el ejemplo de Cristo
46–52 Curación del ciego Bartimeo
11 1–11 Entrada pública de Cristo en Jerusalén y pobreza
voluntaria
12–21 La humanidad de Cristo; maldición de la higuera;
limpieza del Templo
22–26 Importancia de la fe; necesidad de un espíritu
perdonador
27–33 Ceguera espiritual de los principales sacerdotes y
escribas; falta de honradez mental de los creyentes con
prejuicios
12 1–12 Parábola de los labradores malvados
13–17 El tributo y las demandas respectivas del César y de
Dios
18–27 Los saduceos y la doctrina de la resurrección
28–34 Los escribas y el principal mandamiento de todos
35–44 Cristo en los Salmos; advertencia contra la hipocresía, la
ofrenda de la viuda
13 1–8 Comienzo de la profecía en el monte de los Olivos
9–13 Lo que deben esperar los que son de Cristo entre la
primera y segunda venidas
14–23 La legitimidad de utilizar los medios a nuestro alcance
para nuestra seguridad; privilegios de los elegidos
24–31 Descripción de la Segunda Venida de Cristo; importancia
de observar las señales de los tiempos
32–37 Inseguridad en cuanto al tiempo de la Segunda Venida
de Cristo; obligación de vigilar
14 1–9 Anulación del ingenioso complot de los principales
sacerdotes; unción en la casa de Betania
10–16 Judas Iscariote se compromete a traicionar a Cristo por
dinero; relación entre el tiempo de la Pascua y el tiempo
de la cruciIxión
17–25 Institución de la Cena del Señor
26–31 Cristo conoce de antemano las debilidades de sus
discípulos; la falta de conocimiento que tienen los
creyentes de sí mismos
32–42 Angustia en el huerto; la debilidad de los Apóstoles
43–52 Cristo es hecho prisionero por sus enemigos
53–65 Cristo es condenado ante el Sumo Sacerdote
66–72 Pedro niega a Cristo tres veces
15 1–15 Cristo es condenado ante Pilato
16–32 Desprecio y cruciIxión de Cristo
33–38 Muerte de Cristo y señales que la acompañan
39–47 Sepultura de Cristo
16 1–8 El poder del amor a Cristo; la piedra removida;
misericordia hacia los reincidentes
9–14 Las pruebas de la resurrección; bondad hacia los
grandes pecadores; debilidad de los creyentes
15–18 La comisión a los Apóstoles, los términos del Evangelio;
la promesa a los siervos Ieles
19–20 La ascensión de Cristo a la diestra de Dios; la palabra de
los predicadores Ieles conIrmada por señales

Prefacio a la versión original


El volumen que tiene el lector en sus manos es la continuación de una
obra ya comenzada cuya primera parte se titula: Meditaciones sobre
los Evangelios. Mateo.
La naturaleza de la obra se ha explicado con tanta amplitud en el
prefacio del volumen sobre S. Mateo que no parece necesario añadir
nada. Basta con repetir que el lector no debe esperar encontrar en
este libro un comentario crítico erudito de los Evangelios. Si espera
esto, le decepcionará. La obra que tiene ante sí no pretende ser nada
más que una serie continua de breves exposiciones prácticas.
La principal diferencia entre este volumen y el que le precede
estriba en las ocasionales notas aclaratorias que aparecen a pie de
página. Lo que se menciona en dichas notas hará referencia por lo
general a pasajes o expresiones difíciles del texto inspirado. No
pretendo decir que he arrojado nueva luz sobre las diIcultades del
Evangelio de S. Marcos. Pero sí puedo aIrmar con honradez que me he
esforzado por poner en manos del lector todo lo que se puede decir
acerca de cada una de las diIcultades.
Al escribir estas meditaciones sobre S. Marcos he tratado de
mantener continuamente ante mí el triple objetivo que tenía en mente
cuando comencé a escribir sobre los Evangelios. Me he esforzado por
producir algo que resulte útil a los cabezas de familia para dirigir los
tiempos de oración familiar, que ayude a los que visitan a los pobres y
desean leerles algo, y que ayude a todos los lectores de la Biblia en su
estudio personal de la Palabra de Dios. En cumplimiento de estos tres
objetivos me he aferrado a los principales principios con los que
comencé. Me he explayado en cuanto a las cosas necesarias para la
salvación. He evitado a propósito todas las cuestiones de menos
importancia. He hablado claramente de todos los asuntos y he tratado
de no decir nada que no pueda entender todo el mundo.
No espero que la obra satisfaga a todos los que desean un libro
para leer en el tiempo de oración familiar. En realidad sé, por
comentarios que he recibido, que hay quien piensa que las
meditaciones son demasiado largas. Las opiniones de los cabezas de
familia en cuanto a la duración del tiempo de oración familiar son tan
diversas que sería imposible agradar a unos sin desagradar a otros. En
algunos hogares se dedica tan poco tiempo a la oración familiar y con
tanta prisa que me desesperaría escribiendo algo apropiado a los
deseos del que dirige. En esos hogares probablemente sea más útil la
lectura lenta y reverente de unos cuantos versículos de las Escrituras
que un comentario. En cuanto a aquellos que piensan que cuatro
páginas son demasiadas para leer de golpe pero desean leer mis
meditaciones sobre los Evangelios, solo puedo indicarles que tienen
una solución sencilla al alcance de la mano. Solo tienen que quitar uno
o dos apartados de cada exposición y quedará tan reducida como
deseen.
Al preparar este volumen sobre el Evangelio de S. Marcos para su
publicación, he revisado todos los comentarios mencionados en mi
prefacio al volumen sobre S. Mateo que arrojan alguna luz en cuanto a
S. Marcos. Tras un detenido estudio me siento obligado a decir que, en
mi humilde opinión, muy pocos comentaristas, tanto antiguos como
modernos, parecen prestarle a este Evangelio la atención que merece.
Con demasiada frecuencia se ha tratado como un mero resumen de S.
Mateo. Creo que esta opinión está completamente equivocada.
El único gran comentario aislado sobre S. Marcos que he podido
encontrar es una extraordinaria obra de 1666 folios de George Petter,
párroco de Brede en el condado de Sussex, publicada en el año 1661.
Se trata de una obra que, por su escasez, precio y tamaño, es mucho
menos conocida de lo que se merece. Se dice que la mayor parte de la
edición se perdió en el gran incendio de Londres. Quizá algún párrafo
de este libro resulte interesante para algunos lectores.
El comentario de Petter fue predicado originalmente por él en forma
de conferencias expositivas a su propia congregación. Comenzó a
predicar en junio de 1618 y continuó la mayoría de los domingos con
muy pocas interrupciones hasta el 28 de mayo de 1643. Las fechas de
cada sermón aparecen al margen.
La doctrina de ese extraordinario libro es excelente: protestante,
evangélica y espiritual. La erudición del autor también debió de ser
bastante considerable, a juzgar por el número y la variedad de sus
citas. Sus errores de estilo y composición son los del día en que vivió y,
por tanto, deben ser considerados con misericordia. Pero, por su
trabajo de investigación del signiIcado de cada palabra, por su
paciencia al comentar cada cuestión que surge del texto, por lo
completo que es, por la verdadera seriedad y por las continuas
aplicaciones prácticas, no hay obra sobre S. Marcos que, en mi opinión,
se pueda comparar con la de Petter. Como la espada de Goliat, no hay
nada igual. Ahora voy a adentrarme en estas meditaciones sobre el
Evangelio de S. Marcos orando intensamente para que Dios utilice este
volumen para su gloria. Ha sido escrito bajo la presión de muchas
obligaciones públicas y con muchas interrupciones. Nadie es más
consciente que yo de sus defectos. Pero puedo decir sinceramente que
mi principal deseo en esta obra, como en otras, en la medida en que
conozco mi corazón, es conducir a mis lectores a Cristo y a la fe en Él
solo, al arrepentimiento y a la santidad, a la Biblia y a la oración.
Si estos son los resultados de este libro en algún caso, el esfuerzo
invertido en él habrá sido más que pagado.
J.C. Ryle
Helmingham Rectory
Septiembre de 1857.

Marcos 1:1–8
El Evangelio de S. Marcos, que ahora comenzamos, es en algunos
aspectos diferente de los otros tres Evangelios. No nos dice nada
acerca del nacimiento e inicio de la vida de nuestro Señor Jesucristo.
Contiene comparativamente pocos de sus dichos y discursos. De los
cuatro relatos inspirados acerca del ministerio terrenal de nuestro
Señor, este es con mucho el más breve.
Pero no debemos permitir que estas peculiaridades nos hagan
infravalorar el Evangelio de S. Marcos. Se trata de un Evangelio
especialmente lleno de preciosas realidades acerca del Señor Jesús,
narradas con un estilo sencillo, conciso, sucinto y condensado. Nos
cuenta poco de lo que dijo el Señor, pero es eminentemente rico en su
catálogo de hechos. Con frecuencia contiene detalles históricos
minuciosos de profundo interés que se omiten por completo en Mateo,
Lucas y Juan. En resumen, no se trata de una simple copia condensada
de S. Mateo, como han aIrmado algunos a la ligera, sino del relato
independiente de un testigo independiente que fue inspirado para
escribir una historia de las obras de nuestro Señor, más que de sus
palabras. Leámoslo con reverencia santa. Como el resto de la Escritura,
cada palabra de S. Marcos es “inspirada por Dios” y “útil”.
Observemos en estos versículos la completa declaración que
tenemos de la dignidad de la persona de nuestro Señor Jesucristo. Ya la
primera frase habla de Él como “Hijo de Dios”.
Las palabras “Hijo de Dios” expresan más cosas a la mentalidad
judía que a la nuestra. Eran nada menos que una aIrmación de la
divinidad de nuestro Señor. Eran una declaración de que Jesús era Dios
mismo e “igual a Dios” (Juan 5:18).
Esta verdad encaja de forma hermosa en el comienzo mismo del
Evangelio. La divinidad de Cristo es la ciudadela y el torreón de
homenaje del cristianismo. En ella radica el valor inInito de la
satisfacción que llevó a cabo en la Cruz. En ella radica el mérito
especial de su muerte expiatoria por los pecadores. Dicha muerte no
fue la de un simple hombre como nosotros, sino la de alguien que es
“Dios sobre todas las cosas” (Romanos 9:5). No nos sorprende que los
sufrimientos de una persona sirvieran como propiciación suIciente por
el pecado de todo un mundo si recordamos que Aquel que sufrió era el
“Hijo de Dios”.
Aférrense los creyentes a esta doctrina con más atención. Con ella,
están sobre una roca. Sin ella, no hay nada sólido bajo sus pies.
Nuestros corazones son débiles. Nuestros pecados son muchos.
Necesitamos un Redentor que pueda salvar a los más alejados y
liberarlos de la ira venidera. Tenemos un Redentor así en Jesucristo. Él
es “Dios fuerte” (Isaías 9:6).
Observemos, en segundo lugar, que el comienzo del Evangelio fue
un cumplimiento de la Escritura. Juan el Bautista comenzó su
ministerio “como está escrito en Isaías el profeta”.
No había nada imprevisto y tramado repentinamente en la venida
de Jesucristo al mundo. En el mismo comienzo de Génesis
encontramos una predicción de que la simiente de la mujer heriría la
cabeza de la serpiente (cf. Génesis 3:15). Por todo el Antiguo
Testamento encontramos que se anuncia esto mismo cada vez con
mayor claridad. La promesa de que un día vendría un Liberador y
Redentor fue renovada frecuentemente a los patriarcas y repetida por
los profetas. Su nacimiento, su carácter, su vida, su muerte, su
resurrección, su precursor: todo había sido profetizado mucho antes de
que ocurriera. La redención se desarrolló y se cumplió paso a paso tal
como “estaba escrito”.
Debemos leer siempre el Antiguo Testamento con un deseo de
encontrar algo en él acerca de Jesucristo. Estudiamos esta porción de
la Biblia con poco provecho si no vemos en ella nada más que a
Moisés, a David, a Samuel y a los profetas. Profundicemos más en los
libros del Antiguo Testamento. Aquel cuyas palabras nunca pasarán
dijo en referencia a las Escrituras: “Ellas son las que dan testimonio de
mí” (Juan 5:39).
Observemos, en tercer lugar, lo grandes que fueron los efectos
producidos por el ministerio de Juan el Bautista durante un tiempo en
la nación judía. Se nos dice que “salían a él toda la provincia de Judea,
y todos los de Jerusalén; y eran bautizados por él en el río Jordán”.
El hecho que se relata aquí se pasa mucho por alto. Tenemos
tendencia a perder de vista a aquel que se inclinó ante el rostro de
nuestro Señor y a no ver nada más que al Señor mismo. Olvidamos la
estrella de la mañana ante el pleno brillo del Sol. Y, sin embargo, está
claro que la predicación de Juan llamaba la atención de todo el pueblo
judío y produjo una enorme conmoción en toda Palestina. Levantó a la
nación de su inactividad y la preparó para el ministerio de nuestro
Señor cuando Él apareciera. Jesús mismo dice: “Él era antorcha que
ardía y alumbraba; y vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo en
su luz” (Juan 5:35).
Aquí debemos destacar lo poco que debemos depender de lo que se
considera “popular”. Si ha habido alguien que tuviera un ministerio
popular durante una temporada, ese fue Juan el Bautista. Pero, de
todas las multitudes que acudieron a ser bautizadas por él y que
escucharon su predicación, ¡cuán pocos —nos tememos— se
convirtieron! Puede que algunos, como Andrés, fueran guiados por
Juan a Cristo. Pero la inmensa mayoría, con toda probabilidad,
murieron en sus pecados. Recordemos esto cuando veamos una iglesia
numerosa. Una gran congregación resulta sin duda una visión
agradable. Pero con frecuencia cruza nuestra mente un pensamiento:
“¿Cuántas de estas personas llegarán al Cielo al Inal?”. No basta con
escuchar y admirar a los predicadores populares. No demuestra
nuestra conversión el que siempre adoremos en un lugar donde hay
una multitud. Cuidémonos de escuchar la voz de Cristo mismo y de
seguirle.
Observemos, por último, la clara doctrina que caracterizaba la
predicación del Bautista. Exaltaba a Cristo: “Viene tras mí el que es
más poderoso que yo”. Hablaba claramente del Espíritu Santo: “Él os
bautizará con Espíritu Santo”.
Estas verdades nunca habían sido proclamadas con tanta claridad
por un hombre mortal. Hoy día en todo el cristianismo no existen
verdades más importantes que estas. La obra principal de todo
ministro Iel del Evangelio es colocar al Señor Jesús claramente delante
de su congregación y mostrarle su plenitud y su poder para salvar. La
siguiente gran obra que debe hacer es poner delante de ella la obra
del Espíritu Santo y la necesidad de nacer de nuevo y de ser
bautizados interiormente por su gracia. Parece que estas dos grandes
verdades estaban frecuentemente en labios de Juan el Bautista. Sería
bueno para la Iglesia y para el mundo que hubiera más ministros como
él.
Preguntémonos al dejar el pasaje: ¿Cuánto sabemos por experiencia
práctica de las verdades que predicaba Juan? ¿Qué pensamos de
Cristo? ¿Hemos reconocido que le necesitamos y acudido a Él en busca
de paz? ¿Es Él el Rey en nuestros corazones y está sobre todas las
cosas en nuestras almas? ¿Qué pensamos del Espíritu Santo? ¿Ha
obrado poderosamente en nuestros corazones? ¿Los ha renovado y
cambiado? ¿Nos ha hecho partícipes de la naturaleza divina? La vida o
la muerte dependen de nuestra respuesta a estas cuestiones. “Si
alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).

Marcos 1:9–20
Este pasaje está especialmente lleno de asuntos diversos. Es un
ejemplo impresionante de esa brevedad de estilo tan característica del
Evangelio de S. Marcos. Tenemos relatado aquí, en once versículos, el
bautismo de nuestro Señor, su tentación en el desierto, el comienzo de
su predicación y el llamamiento de sus primeros discípulos.
Notemos, en primer lugar, la voz del Cielo que se escuchó en el
bautismo de nuestro Señor. Leemos lo siguiente: “Vino una voz de los
cielos que decía: Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia”.
Esa voz era la de Dios Padre declarando el maravilloso e inefable
amor que ha existido entre Padre e Hijo desde la eternidad. “El Padre
ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (Juan 3:35).
Proclamó que el Padre aprobaba plena y completamente la misión de
Cristo de buscar y salvar lo que se había perdido. Anunció que el Padre
aceptaba al Hijo como el Mediador, Sustituto y Fiador del nuevo pacto.
Hay una rica fuente de ánimo en estas palabras para toda la
comunidad de creyentes en Cristo. En sí mismos, y en sus propias
obras, no ven nada que agrade a Dios. Sienten diariamente debilidad,
defectos e imperfecciones en todos sus caminos. Pero deben recordar
que el Padre los ve como miembros de su amado Hijo Jesucristo. No ve
manchas en ellos (Cantares 4:7). Los ve “en Cristo”, vestidos con su
justicia e investidos con sus méritos. Son “aceptos en el Amado” y,
cuando el ojo santo de Dios los mira, se complace.
Notemos, en segundo lugar, la naturaleza de la predicación de
Cristo. Leemos que vino diciendo: “Arrepentíos y creed en el
evangelio”.
Se trata de aquel viejo sermón que todos los testigos Ieles de Dios
han predicado continuamente desde los inicios del mundo. Desde Noé
hasta el presente, el centro de su mensaje ha sido siempre el mismo:
“Cree y arrepiéntete”.
El apóstol S. Pablo le dijo a los ancianos de Éfeso, cuando los dejó
por última vez, que la sustancia de su enseñanza entre ellos había
sido: “del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor
Jesucristo” (Hechos 20:21). Tenía el mejor de los precedentes para
dicha enseñanza. La gran Cabeza de la Iglesia le había enseñado el
patrón a seguir. El arrepentimiento y la fe fueron las piedras
fundamentales del ministerio de Cristo; el arrepentimiento y la fe
deben ser siempre los temas principales de toda enseñanza del
ministro Iel.
Esto no debe sorprendernos si consideramos las necesidades de la
naturaleza humana. Todos nosotros hemos nacido por naturaleza en
pecado y siendo hijos de ira, y todos tenemos que arrepentirnos,
convertirnos y nacer de nuevo para ver el Reino de Dios. Todos somos
por naturaleza culpables y estamos condenados ante Dios, y todos
debemos huir hacia la esperanza que nos ofrece el Evangelio y creer
en él para ser salvos. Todos nosotros, una vez compungidos, debemos
diariamente fomentar un arrepentimiento más profundo. Todos
nosotros, aunque seamos creyentes, necesitamos la exhortación
constante a incrementar nuestra fe.
Preguntémonos lo que sabemos acerca de este arrepentimiento y
esta fe. ¿Hemos sentido nuestros pecados y los hemos abandonado?
¿Nos hemos aferrado a Cristo y hemos creído? Se puede llegar al Cielo
sin grandes conocimientos, riquezas, salud y grandeza mundana. Pero
nunca alcanzaremos el Cielo si morimos sin arrepentirnos y sin creer.
Un nuevo corazón y una fe viva en un Redentor son requisitos
absolutamente indispensables para la salvación. ¡No descansemos
hasta conocerlos por experiencia y apropiarnos de ellos! Con ellos
comienza en el alma todo cristianismo genuino. En su ejercicio consiste
la vida religiosa. Solo poseyéndolos pueden los hombres tener paz al
Inal. La pertenencia a una iglesia y la absolución sacerdotal por sí
solas no salvan a nadie. Solo mueren en el Señor aquellos que se
arrepienten y creen.
Notemos, en tercer lugar, la ocupación de los primeros que fueron
llamados a ser discípulos de Cristo. Leemos que nuestro Señor llamó a
Simón y Andrés cuando “echaban la red en el mar”, y a Santiago y
Juan cuando “remendaban las redes”.
En estas palabras se ve claramente que los primeros seguidores de
nuestro Señor no eran grandes en este mundo. Eran hombres que
carecían de riquezas, rango y poder. Pero el Reino de Cristo no
depende de estas cosas. Su causa avanza en el mundo “no con
ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los
ejércitos” (Zacarías 4:6). Las palabras de S. Pablo siempre serán
ciertas: “No sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos,
ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para
avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para
avergonzar a lo fuerte” (1 Corintios 1:26–27). La Iglesia que comenzó
con unos cuantos pescadores y que, sin embargo, se expandiría por
medio mundo debe de haber sido fundada por Dios.
Debemos guardarnos de dar pie a la idea común de que hay algo
deshonroso en ser pobre y en trabajar con nuestras manos. La Biblia
contiene muchos ejemplos de privilegios especiales concedidos a
hombres trabajadores. Moisés cuidaba ovejas cuando Dios se le
apareció en medio de la zarza ardiente. Gedeón estaba trillando
cuando el ángel le llevó un mensaje del Cielo. Eliseo estaba arando
cuando Elías le llamó a ser profeta en su lugar. Los Apóstoles estaban
pescando cuando Jesús los llamó a seguirle. Es deshonroso ser
codicioso, orgulloso o embaucador, jugador, borracho, glotón o impuro.
Pero no es una ignominia el ser pobre. El obrero que sirve a Cristo con
Idelidad es mucho más honorable a los ojos de Dios que el noble que
sirve al pecado.
Notemos, por último, el o.cio al que llamó el Señor a sus primeros
discípulos. Leemos que dijo: “Venid en pos de mí, y haré que seáis
pescadores de hombres”.
El signiIcado de esta expresión está claro y es inconfundible. Los
discípulos se convertirían en pescadores de almas. Tenían que trabajar
para trasladar a los hombres de las tinieblas a la luz y del poder de
Satanás a Dios. Tenían que esforzarse por llevar a los hombres a la red
de la Iglesia de Cristo para que pudieran ser salvos y vivir y no perecer
eternamente.
Debemos Ijarnos bien en esta expresión. Está llena de enseñanza.
Es el nombre mas antiguo con que se describe el trabajo ministerial en
el Nuevo Testamento. Es más profundo que el nombre de obispo,
anciano o diácono. Se trata de lo primero que debería tener en mente
un ministro. No ha de ser un simple maestro de ceremonias o
administrador de ordenanzas. Debe ser un “pescador” de almas. El
ministro que no se esfuerza por vivir con arreglo a este nombre se ha
equivocado de llamamiento.
¿Se esfuerza el pescador por capturar peces? ¿Utiliza todos los
medios a su alcance y se lamenta si no tiene éxito? El ministro debe
hacer lo mismo. ¿Tiene paciencia el pescador? ¿Persevera día tras día y
espera y trabaja con esperanza? El ministro debe hacer lo mismo.
¡Bienaventurado aquel en quien se combinan la maestría, diligencia y
paciencia del pescador!
Tomemos la decisión de orar mucho por los que están en el
ministerio. Su trabajo no es fácil si cumplen con su obligación.
Necesitan la ayuda de mucha intercesión por parte de todos los que
oran. No solo tienen que cuidar de sus propias almas, sino también de
las de los demás. No es sorprendente que S. Pablo exclame: “Y para
estas cosas, ¿quién es suIciente?” (2 Corintios 2:16). Si hasta ahora no
hemos orado nunca por los ministros, comencemos a hacerlo hoy.

Marcos 1:21–34
Estos versículos inician la larga lista de milagros que contiene el
Evangelio de S. Marcos. Nos relatan cómo nuestro Señor expulsó
demonios en Capernaum y sanó a la suegra de Pedro de unas Iebres.
En primer lugar, en estos versículos aprendemos lo inútil que
resulta un mero conocimiento intelectual de la religión. En dos
ocasiones se nos dice claramente que los espíritus inmundos conocían
a nuestro Señor. En un lugar dice que “le conocían”. En otro, el
demonio exclama: “Sé quién eres, el Santo de Dios”. Conocían a Cristo,
cuando los escribas no sabían nada de Él y los fariseos no le
reconocían. Y, sin embargo, su conocimiento no les llevaba a la
salvación.
La mera creencia en los hechos y doctrinas del cristianismo no
salvará nunca nuestras almas. Esa fe no es mejor que la de los
demonios. Todos creen y saben que Jesucristo es el Cristo. Creen que
un día juzgará el mundo y los arrojará al tormento eterno en el InIerno.
Resulta solemne y triste pensar que, en cuanto a estas cosas, algunos
de los que profesan ser cristianos tienen menos fe que el diablo. Hay
algunos que dudan de la realidad del InIerno y de la eternidad del
castigo. Esas dudas no encuentran lugar salvo en los corazones de
hombres y mujeres tercos. No existe incredulidad entre los demonios:
“Creen, y tiemblan” (Santiago 2:19).
Tengamos cuidado de que nuestra fe sea con el corazón y no se
limite a la mente. Vigilemos que nuestro conocimiento tenga una
inHuencia santiIcadora en nuestras emociones y en nuestras vidas. No
nos limitemos a conocer a Cristo, sino amémosle también por haber
experimentado el verdadero beneIcio recibido de Él. No nos limitemos
a creer que es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, sino que la
intención de nuestro corazón sea regocijarnos en Él y no separarnos de
Él. No nos limitemos a conocerle por lo que oímos, sino porque
acudimos diariamente a Él de forma personal en busca de misericordia
y de gracia. “La vida del cristianismo —dice Lutero— se compone de
pronombres posesivos”. Una cosa es decir que “Cristo es el Salvador”
y otra muy diferente decir que “Cristo es mi Salvador y mi Señor”. El
diablo también puede aIrmar lo primero. Solo el verdadero cristiano
puede aIrmar lo segundo.
En segundo lugar, aprendemos a qué solución debe recurrir, en
primer lugar, el cristiano en tiempo de tribulación. Debe seguir el
ejemplo de los amigos de la suegra de Simón. Leemos que, cuando
dice que “estaba acostada con Iebre”, ellos “en seguida le hablaron de
ella”.
No existe solución como esta. Hay que utilizar los medios con que
contamos con diligencia, sin dudar, en cualquier momento de
necesidad. Hay que enviar al enfermo al médico. Hay que consultar a
los abogados cuando se trata de defender la propiedad o a una
persona. Se debe buscar la ayuda de los amigos. Pero, sobre todo, lo
primero que hay que hacer es clamar al Señor Jesucristo en busca de
ayuda. Nadie puede liberarnos de forma tan eIcaz como Él. Nadie
tiene tanta compasión y tanto deseo de liberar. Cuando Jacob tuvo
problemas se volvió, en primer lugar, a Dios: “Líbrame ahora de la
mano de mi hermano” (Génesis 32:11). Cuando Ezequías estaba en
diIcultades, primero extendió las cartas de Senaquerib delante del
Señor: “Sálvanos, te ruego, de su mano” (2 Reyes 19:19). Cuando
Lázaro cayó enfermo, sus hermanas enviaron inmediatamente a
buscar a Jesús: “Señor, he aquí el que amas está enfermo” (Juan 11:2).
Por tanto, hagamos lo mismo. “Echa sobre Jehová tu carga, y él te
sustentará”. “Echando toda vuestra ansiedad sobre él”. “Por nada
estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de
Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Salmo 55:22; 1
Pedro 5:7; Filipenses 4:6).
No solo recordemos esta regla, sino practiquémosla también.
Vivimos en un mundo de pecado y tristeza. En la vida del hombre son
muchos los días de tinieblas. No es necesaria la visión del profeta para
anticipar que todos derramaremos muchas lágrimas y sufriremos
mucho dolor en nuestro corazón antes de morir. Armémonos con una
receta contra la desesperación antes de que nos lleguen los
problemas. Sepamos qué hacer cuando la enfermedad, la aHicción, la
cruz, la pérdida o la decepción irrumpan en nosotros como un hombre
armado. Hagamos como hicieron en casa de Simón en Capernaum.
Digámoslo inmediatamente a Jesús.
Por último, en estos versículos aprendemos cuán perfecta y
completa es la obra que el Señor Jesús lleva a cabo cuando sana. Tomó
a la mujer enferma de la mano y la levantó, “e inmediatamente le dejó
la Iebre”. Pero esto no fue todo. Quedaba un gran milagro. Enseguida
se nos dice que “ella les servía”. Aquella debilidad y ausencia de
fuerzas que, por regla general, deja la Iebre a su paso, en su caso
desapareció por completo. La mujer con Iebre no solo se puso bien
rápidamente, sino que en aquel mismo momento recuperó sus fuerzas
y pudo ponerse a trabajar.
Podemos ver en este caso un gran símbolo de cómo trata Cristo a
las almas enfermas por el pecado. Aquel bendito Salvador no solo
proporciona misericordia y perdón; otorga también gracia renovadora.
A los que le reciben como su Médico les da el poder de convertirse en
hijos de Dios. Los limpia por medio de su Espíritu Santo cuando los lava
en su sangre preciosa. Aquellos a quienes justiIca también los
santiIca. Cuando concede absolución, también concede un nuevo
corazón. Cuando otorga perdón por el pasado, también otorga fuerza
para servirle en el tiempo venidero. El alma enferma por el pecado no
es simplemente curada y después abandonada. También se le entrega
un nuevo corazón y un espíritu recto y se la capacita para vivir como
agrada a Dios.
Hay consuelo en este pensamiento para todos los que sienten un
deseo de servir a Cristo pero que en el presente temen comenzar. Hay
muchos que tienen este estado de ánimo. Temen que, si se atreven a
avanzar y toman la cruz, seguro que terminarán cayendo. Temen que
no serán capaces de perseverar y traerán descrédito a su profesión de
fe. No deben seguir temiendo. Deben saber que Jesús es el Salvador
todopoderoso que nunca abandona a aquellos que una vez se
entregaron a Él. Una vez levantados por su mano poderosa de la
muerte del pecado y lavados en su sangre preciosa, continuarán
sirviéndole hasta el In de su vida. Tendrán poder para vencer al
mundo, cruciIcar la carne y resistir al diablo. Solo tienen que
comenzar, y seguirán adelante. Jesús no sabe nada de curas parciales
o de obras que se quedan a medias. ConIemos en Jesús y sigamos
adelante. El alma perdonada siempre será capacitada para servir a
Cristo.
Aquí tenemos consuelo para todos aquellos que están
verdaderamente sirviendo a Cristo y, sin embargo, se derrumban al
sentir su propia Haqueza. Hay muchos que están en esta situación.
Viven oprimidos por las dudas y la ansiedad. En ocasiones piensan que
nunca llegarán al Cielo después de todo, sino que serán arrojados al
desierto. No deben seguir temiendo. Las fuerzas les durarán lo que sea
necesario. Las diIcultades que ahora temen desaparecerán de su
camino. El león en el camino que ahora les aterra será encadenado. La
misma mano misericordiosa que los tocó y sanó al principio los
sostendrá, fortalecerá y conducirá hasta el Inal. El Señor Jesús nunca
perderá una de sus ovejas. A aquellos a quienes ama y perdona los
ama hasta el In. Aunque a veces se desanimen, nunca serán
desechados. El alma sanada siempre continuará “sirviendo al Señor”.
La gracia siempre conducirá a la gloria.

Marcos 1:35–39
Todo hecho de la vida de nuestro Señor en la Tierra y toda palabra de
sus labios debe interesar profundamente al verdadero cristiano.
Observamos un hecho y unas palabras en el pasaje que acabamos de
leer que merecen cuidadosa atención.
Vemos, por un lado, un ejemplo de los hábitos de nuestro Señor
Jesucristo en cuando a la oración personal. Se nos dice que
“levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue
a un lugar desierto, y allí oraba”.
Descubrimos que esto es algo acerca de nuestro Señor que se
repite con frecuencia en la historia del Evangelio. Se nos dice que,
cuando fue bautizado, estaba “orando” (Lucas 3:21). Se nos dice que,
cuando se transIguró, “entre tanto que oraba, la apariencia de su
rostro se hizo otra” (Lucas 9:29). Se nos dice que, antes de escoger a
los doce Apóstoles, “pasó la noche orando a Dios” (Lucas 6:12). Se nos
dice que, cuando todos hablaban de Él y querían hacerle rey, “subió al
monte a orar aparte (Mateo 14:23). Cuando fue tentado en el huerto
de Getsemaní dijo: “Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro (Mateo
26:36). En resumen, nuestro Señor oraba siempre sin desmayar.
Aunque carecía de pecado, nos da un ejemplo de comunión diligente
con su Padre. Su deidad no le vuelve independiente del empleo de
todos sus recursos como hombre. Su perfección fue una perfección
mantenida por medio del ejercicio de la oración.
Debemos ver en todo esto la inmensa importancia de la devoción
personal. Si Aquel que era santo, inocente, puro y separado de los
pecadores oraba continuamente de esta manera, ¡cuánto más
debemos hacerlo nosotros que somos tan débiles! Si Él consideró
necesario ofrecer súplicas con gran clamor y lágrimas, ¡cuánto más
necesario es para nosotros que ofendemos a diario en tantas cosas!
¿Qué podemos decir a la luz de un pasaje como este de aquellos
que nunca oran? Me temo que hay muchos así en las listas de
personas bautizadas, muchos que se levantan por la mañana y se
acuestan por la noche sin orar, muchos que nunca hablan una palabra
con Dios. ¿Son cristianos? Me parece imposible. El Maestro de la
oración como es Jesús no puede tener siervos que no oran. El Espíritu
de adopción siempre hará que los hombres vayan a Dios. La ausencia
de oración es ausencia de Cristo, de Dios, y estar en el camino que
lleva a la destrucción.
¿Qué podemos decir de los que oran pero dedican poco tiempo a la
oración? Nos vemos obligados a decir que verdaderamente muestran
muy poco de la mente de Cristo. Si piden poco, deben esperar poco. Si
buscan poco, no se pueden sorprender de poseer poco. Siempre se
descubrirá que, cuando la oración escasea, la gracia, la fuerza, la paz y
la esperanza también.
Haremos bien en vigilar nuestros hábitos de oración con santa
atención. La oración muestra el verdadero pulso de nuestro
cristianismo. Ella es la verdadera prueba de nuestro estado ante Dios.
Con ella comienza la religión genuina en el alma, cuando lo hace. Es lo
primero que decae y en lo que se retrocede cuando alguien se aparta
de Dios. Caminemos en los pasos de nuestro bendito Maestro en este
aspecto así como en todos los demás. Como Él, seamos diligentes en
nuestras devociones personales. Sepamos lo que es apartarse a
lugares solitarios a orar.
Vemos en este pasaje, por otro lado, unas importantes palabras de
nuestro Señor en cuanto al propósito con que vino al mundo. Vemos
que dice: “Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí;
porque para eso he venido”.
El signiIcado de estas palabras es claro e inconfundible. Nuestro
Señor declara que ha venido a la Tierra a predicar y enseñar. Vino a
ejercer el oIcio de profeta, a ser el profeta mayor que Moisés (cf.
Deuteronomio 18:15). Dejó la gloria que había tenido desde toda la
eternidad con el Padre para dedicarse a la obra de evangelista.
Descendió a la Tierra a mostrar al hombre el camino de la paz, a
proclamar liberación a los cautivos y devolver la vista a los ciegos. Una
parte importante de esta obra en la Tierra era ir de un lado a otro
anunciando las buenas noticias, ofreciendo sanidad a los de corazón
quebrantado, iluminando a los que estaban sentados en tinieblas y
perdonando a los grandes pecadores. “Porque para eso he venido”,
dice.
No hagamos caso de aquellos que desprecian la labor de predicar y
nos dicen que los sacramentos y otras ordenanzas son más
importantes que los sermones. Demos a cada parte del culto público a
Dios su lugar y honor adecuados, pero cuidémonos de colocar
cualquier otra parte del mismo por encima de la predicación. Por medio
de la predicación se reunió por vez primera y se fundó la Iglesia de
Cristo, y por medio de la predicación se ha mantenido siempre
saludable y próspera. Por medio de la predicación despiertan los
pecadores. Por medio de la predicación son persuadidos los que tienen
preguntas. Por medio de la predicación son ediIcados los santos. Por
medio de la predicación se lleva el cristianismo al mundo pagano.
Ahora hay muchos que desprecian a los misioneros y se burlan de
aquellos que salen a los lugares altos de nuestro propio país a predicar
a las multitudes al aire libre. Pero esas personas harían bien en pararse
a considerar con calma lo que están haciendo. La misma obra de la
que se mofan trastornó el mundo y derribó el ateísmo. Sobre todo, es
la obra que Cristo mismo llevó a cabo. El Rey de reyes y Señor de
señores mismo fue por un tiempo predicador. Durante tres largos años
viajó de un lado para otro proclamando el Evangelio. A veces le vemos
en una casa, otras en la ladera del monte, otras en una sinagoga de los
judíos, otras en una barca en medio del mar. Pero la gran obra a la que
se dedicó fue siempre la misma: predicar y enseñar. “Porque para eso
he venido”, dijo.
Dejemos este pasaje con una decisión solemne de nunca despreciar
la profecía (cf. 1 Tesalonicenses 5:20). Puede que el ministro al que
escuchamos no tenga mucho talento. Puede que los sermones que
escuchamos sean Hojos y pobres. Pero, al In y al cabo, la predicación
es la gran comisión de Dios para convertir y salvar almas. El
predicador Iel del Evangelio tiene en sus manos la misma arma que el
Hijo de Dios no se avergonzó de utilizar. Esta es la obra de la que
Cristo dijo: “Porque para eso he venido”.

Marcos 1:40–45
En estos versículos leemos cómo sanó nuestro Señor Jesucristo a un
leproso. De todos los milagros de sanidad efectuados por nuestro
Señor, probablemente los más maravillosos fueran los dirigidos a
leprosos. Solo se describen completamente dos casos en los
Evangelios. De ellos, uno es el que tenemos ante nosotros.
Tratemos de percibir, en primer lugar, la terrible naturaleza de la
enfermedad que curó Jesús.
La lepra es una dolencia de la que conocemos poco o nada en el
Norte. En las tierras bíblicas es mucho más corriente. Se trata de una
enfermedad totalmente incurable. No es una simple afección de la piel,
como indican algunos con ignorancia. Es una enfermedad radical del
hombre completo. Ataca no solamente a la piel sino a la sangre, la
carne y los huesos, hasta que el infeliz paciente comienza a perder sus
extremidades y a pudrirse centímetro a centímetro. Recordemos
también que, entre los judíos, el leproso era considerado impuro y
apartado de la congregación de Israel y de las ordenanzas de la
religión. Era obligado a vivir en una casa aparte. Nadie podía tocarle o
ministrarle. Recordemos todo esto y podremos tener una vaga idea de
la tremenda desgracia de una persona leprosa. En palabras de Aarón
cuando intercedió por María, era “como el que nace muerto, que […]
tiene ya medio consumida su carne” (Números 12:12).
¿Pero no hay nada como la lepra entre nosotros? ¡Sí! Claro que sí.
Hay una horrible enfermedad del alma que está arraigada en nuestra
naturaleza misma y se adhiere a nuestros huesos y tuétanos con una
fuerza tremenda. Esa enfermedad es la plaga del pecado. Como la
lepra, se trata de una enfermedad profundamente arraigada en
nosotros que infecta cada área de nuestra naturaleza, corazón,
voluntad, conciencia, entendimiento, memoria y emociones. Como la
lepra, nos hace repugnantes y abominables, inadecuados para la
comunión con Dios y para la gloria del Cielo. Como la lepra, es
incurable para cualquier médico terrenal y, de forma lenta pero segura,
nos conduce a la muerte segunda. Y lo peor de todo es que se trata de
una enfermedad de la que ningún hombre mortal está exento, algo que
no ocurre en el caso de la lepra: “Todos nosotros somos como
suciedad” (Isaías 64:6).
¿Conocemos estas cosas? ¿Somos conscientes? ¿Hemos
descubierto nuestra propia impiedad, culpa y corrupción?
¡Bienaventurado aquel que ha aprendido a sentir que es un “miserable
pecador” y que “no hay salud en él”! ¡Bendito sea también aquel que
ha aprendido que es un leproso espiritual y una criatura malvada,
impía y pecadora! Conocer nuestra enfermedad es un paso hacia la
curación. La desgracia y ruina de muchas almas es que nunca han sido
capaces de ver sus pecados y su necesidad.
Aprendamos en estos versículos, en segundo lugar, el poder
maravilloso y total del Señor Jesucristo.
Se nos dice que el infeliz leproso vino a nuestro Señor, “rogándole e
hincada la rodilla” y diciendo: “Si quieres, puedes limpiarme”. Se nos
dice que “Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le
tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio”. E inmediatamente se efectuó la
sanidad. En ese mismo instante, la plaga mortal dejó al pobre
atribulado, que fue sanado. Con una sola palabra y un toque, aquel
que estaba ante nuestro Señor ya no era un leproso, sino un hombre
sano y saludable.
¿Quién puede concebir la grandeza del cambio en los sentimientos
de este leproso cuando se vio sanado? El Sol amaneció sobre él, un ser
miserable, más muerto que vivo, cuyo entorno era un montón de
úlceras y de corrupción y cuya existencia misma era una carga. El Sol
del atardecer lo encontró lleno de esperanza y gozo, libre de dolor y
rehabilitado para la sociedad de sus contemporáneos. Ciertamente, el
cambio habría sido como volver de la muerte a la vida.
Alabemos a Dios porque el Salvador con el que tenemos que ver es
todopoderoso. Saber que para Cristo nada es imposible resulta
alentador y maravilloso. Ninguna enfermedad del corazón es tan
profunda como para que Él no pueda curarla. Ninguna plaga del alma
es tan virulenta como para que nuestro gran Médico no pueda sanarla.
No desesperemos nunca por la salvación de alguien mientras viva. El
peor de los leprosos espirituales puede ser limpiado. Ningún caso de
lepra espiritual puede ser peor que el de Manasés, Saulo o Zaqueo; y,
sin embargo, fueron curados. Jesucristo los sanó. Hasta el más grande
de los pecadores puede acercarse a Dios por la sangre y el Espíritu de
Cristo. Los hombres no se pierden porque sean demasiado malos como
para ser salvos, sino porque no acuden a Cristo para que pueda
salvarlos.
Aprendamos en estos versículos, por último, que hay un tiempo de
callar ante la obra de Cristo así como de hablar.
Esta es una verdad que se nos enseña de una forma extraordinaria.
Vemos que nuestro Señor encarga estrictamente a aquel hombre que
no cuente a nadie su curación, que no diga nada a nadie. Vemos que
este hombre, con el ardor de su emoción, desobedece ese mandato y
publica y divulga su sanidad por todas partes. Y se nos dice que el
resultado es que “ya Jesús no podía entrar abiertamente en la ciudad,
sino que se quedaba fuera en los lugares desiertos”.
En todo esto encontramos una lección de profunda importancia, por
muy difícil que resulte utilizarla correctamente. Está claro que algunas
veces nuestro Señor desea que trabajemos para Él tranquila y
silenciosamente y no tanto que atraigamos la atención del público por
medio del entusiasmo ruidoso. Hay un entusiasmo que no es
“conforme a ciencia” y otro que es correcto y digno de alabanza. Todo
es “hermoso en su tiempo”. La causa de nuestro Maestro puede
avanzar más en determinadas ocasiones por medio de la quietud y la
paciencia que de otra forma. No debemos dar lo santo a los perros ni
echar nuestras perlas delante de los cerdos. Olvidar esto puede
resultar más dañino que bueno y retardar la causa en la que deseamos
ayudar.
La cuestión es delicada y difícil, sin duda. Indudablemente, la
mayoría de cristianos tienen más tendencia a callar acerca de su
glorioso Maestro que a confesarle ante los hombres, y no es necesario
frenarlos tanto. Pero también es innegable que hay un tiempo para
todo; y conocer el tiempo debe ser una de las grandes metas del
cristiano. Hay buenas personas que tienen más entusiasmo que
discreción y hasta ayudan al enemigo de la Verdad por medio de actos
y palabras intempestivos.
Oremos todos para tener un espíritu de sabiduría y una mente
sobria. Busquemos diariamente conocer el camino que debemos seguir
y pidamos discreción y sentido común. Seamos valientes como un león
al confesar a Cristo y no temamos hablar de Él ante príncipes si es
necesario. Pero nunca olvidemos que “la sabiduría es provechosa para
dirigir” (Eclesiastés 10:10) y tengamos cuidado de no hacer daño por
un entusiasmo mal dirigido.

Marcos 2:1–12
Este pasaje nos muestra a nuestro Señor una vez más en Capernaum.
De nuevo le encontramos haciendo su obra habitual, predicando la
Palabra y sanando a aquellos que estaban enfermos.
Vemos en estos versículos el gran privilegio espiritual de algunas
personas que, sin embargo, no lo utilizan.
Es una verdad que ilustra de modo sorprendente la historia de
Capernaum. Al parecer, ninguna ciudad de Palestina disfrutó tanto de
la presencia de nuestro Señor durante su ministerio terrenal como
esta. Es el lugar donde moró tras dejar Nazaret (cf. S. Mateo 4:13). Es
el lugar donde llevó a cabo muchos de sus milagros y pronunció
muchos de sus sermones. Pero parece que nada de lo que Jesús dijo e
hizo tuvo efecto alguno sobre los corazones de sus habitantes. Se
amontonaban para escuchar, como leemos en este pasaje, “de manera
que ya no cabían ni aun a la puerta”. Estaban asombrados,
sorprendidos. Estaban maravillados de sus obras poderosas. Pero no se
convirtieron. Vivían en el resplandor del mediodía del Sol de Justicia y,
sin embargo, sus corazones siguieron siendo duros. Y recibieron de
nuestro Señor la mayor de las condenas que pronunció jamás contra
lugar alguno excepto Jerusalén: “Y tú, Capernaum, que eres levantada
hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida; porque si en Sodoma se
hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, habría
permanecido hasta el día de hoy. Por tanto os digo que en el día del
juicio será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma que para
ti” (Mateo 11:23–24).
Más vale que prestemos atención a este caso de Capernaum. Todos
tenemos demasiada tendencia a suponer que una poderosa
predicación del Evangelio basta para convertir las almas de las
personas y que solo con llevar el Evangelio a un lugar todo el mundo
tiene que creer. Olvidamos el sorprendente poder de la incredulidad y
la profundidad de la enemistad contra Dios. Olvidamos que las
personas de Capernaum escucharon la predicación más perfecta y la
vieron conIrmada por los milagros más sorprendentes y, a pesar de
todo, siguieron muertos en sus delitos y pecados. Debemos recordar
que el mismo Evangelio que es olor de vida para algunos es olor de
muerte para otros, y que el mismo fuego que ablanda la cera también
endurece el barro. Nada, de hecho, parece endurecer el corazón del
hombre tanto como escuchar el Evangelio con regularidad y, sin
embargo, preferir deliberadamente servir al pecado y al mundo. Nunca
hubo un pueblo tan favorecido como el de Capernaum y nunca hubo
un pueblo que pareciera tan endurecido. Evitemos seguir sus pasos.
Deberíamos orar con frecuencia de la manera siguiente: “Señor,
líbranos de la dureza de corazón”.
Vemos en estos versículos, en segundo lugar, la gran bendición
para el alma del hombre que puede ser la a2icción.
Se nos dice que llevaron hasta nuestro Señor a un enfermo de
parálisis para que fuera sanado. Desvalido e impotente fue llevado en
su cama por cuatro amables amigos y dejado en medio del lugar
donde Jesús estaba predicando. Inmediatamente se cumplió el deseo
del alma del hombre. El gran Médico del alma y del cuerpo le vio y le
proporcionó pronta liberación. Le restauró la salud y la fuerza. Le
proporcionó la bendición más grande: el perdón de los pecados. En
resumen, el hombre que había sido llevado desde su casa hasta Él
aquella mañana débil, dependiente y postrado tanto en cuerpo como
en alma regresó a su casa gozoso.
¿Quién puede dudar de que al Inal de sus días este hombre daría
gracias a Dios por su parálisis? Sin ella, probablemente habría vivido y
muerto en ignorancia y nunca habría visto a Cristo. Sin ella,
probablemente habría estado cuidando de sus ovejas en las verdes
colinas de Galilea toda su vida, nunca habría sido llevado a Cristo y
nunca habría escuchado aquellas benditas palabras: “Tus pecados te
son perdonados”. Su parálisis fue en verdad una bendición. ¿Quién
podía decir que sería el comienzo de la vida eterna para su alma?
¡Cuántos en cada época pueden dar testimonio de que la
experiencia de este paralítico ha sido la suya propia! Han aprendido
sabiduría por medio de su aHicción. Las aHicciones acaban en
misericordia. Hay pérdidas que acaban siendo verdaderas ganancias.
Hay enfermedades que conducen hasta el gran Médico de las almas,
que conducen a la Biblia ocultando el mundo, mostrándoles su propia
necedad y enseñándoles a orar. Miles de personas pueden decir como
David: “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus
estatutos” (Salmo 119:71).
Evitemos quejarnos cuando estamos aHigidos. Podemos estar
seguros de que hay una necesidad para cada cruz y una sabia razón
para cada prueba. Toda enfermedad y tristeza es un mensaje
misericordioso de Dios y tiene el propósito de llamarnos a acercarnos a
Él. Oremos para aprender la lección de que cada aHicción nos enseña
algo. “Mirad que no desechéis al que habla”.
Vemos en estos versículos, por último, el poder sacerdotal para
perdonar pecados que posee nuestro Señor Jesucristo.
Leemos que nuestro Señor le dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te
son perdonados”. Le dijo estas palabras con un sentido. Conocía los
corazones de los escribas que le rodeaban. Trataba de mostrarles que
Él aIrmaba ser el verdadero Sumo Sacerdote y tener el poder de
absolver a los pecadores, aunque entonces rara vez se expresó así.
Pero les dijo expresamente que tenía ese poder. Les dice: “El Hijo del
Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados”. Al decir
“tus pecados te son perdonados”, solo había ejercido el oIcio que le
correspondía.
¡Consideremos lo grande que ha de ser la autoridad de Aquel que
tiene poder para perdonar pecados! Eso nadie puede hacerlo salvo
Dios. Ningún ángel del Cielo, ningún hombre sobre la Tierra, ninguna
iglesia ni concilio, ningún ministro ni denominación puede quitar de la
conciencia del pecador la carga de la culpa y proporcionarle paz con
Dios. Pueden señalar la fuente de todo pecado. Pueden declarar con
autoridad aquellos pecados que Dios desea perdonar. Pero no pueden
absolver por su propia autoridad. No pueden quitar las transgresiones.
Esto es prerrogativa exclusiva de Dios y una prerrogativa que ha
puesto en manos de su Hijo Jesucristo.
Pensemos por un momento en la gran bendición que es el que Jesús
sea nuestro gran Sumo Sacerdote y sepamos adónde acudir en busca
de absolución. Necesitamos un Sacerdote y un sacriIcio entre nosotros
y Dios. La conciencia exige una expiación de nuestros muchos
pecados. La santidad de Dios lo hace absolutamente necesario. Sin un
sacerdocio expiatorio no puede haber paz en el alma. Jesucristo es el
Sacerdote preciso que necesitamos, con poder para perdonar,
compasión y deseos de salvar.
Y ahora preguntémonos si hemos conocido ya al Señor Jesús como
nuestro Sumo Sacerdote. ¿Hemos acudido a Él? ¿Hemos buscado su
absolución? Si no, aún estamos en nuestros pecados. Nunca podremos
descansar hasta que el Espíritu testiIque a nuestro espíritu de que nos
hemos sentado a los pies de Jesús y hemos escuchado su voz
diciéndonos: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.

Marcos 2:13–22
La persona llamada Leví al comienzo del pasaje es la misma persona
que es llamada S. Mateo en el primero de los cuatro Evangelios. No
olvidemos esto. La antigua historia que tenemos ante nuestros ojos es
nada menos que la de un apóstol y evangelista.
Aprendemos en estos versículos el poder de Cristo para sacar a los
hombres del mundo y hacerlos discípulos suyos. Leemos que le dijo a
Leví, “sentado al banco de los tributos públicos: Sígueme. Y
levantándose, le siguió” inmediatamente. De publicano pasó a ser
apóstol y autor del primer libro del Nuevo Testamento, que ahora es
conocido en todo el mundo.
Esta es una verdad de profunda importancia. Sin un llamamiento
divino nadie puede ser salvo. Todos estamos tan hundidos en el pecado
y tan aferrados al mundo que nunca nos volveremos a Dios ni
buscaremos la salvación a menos que seamos llamados primero por su
gracia. Dios debe hablar a nuestros corazones por su Espíritu antes de
que podamos hablarle a Él. Aquellos que son hijos de Dios —dice el
Artículo 17— son “llamados según el propósito de Dios por la obra de
su Espíritu a su debido tiempo”. ¡Cuán bendito es el pensamiento de
que este llamamiento de los pecadores se encargue a un Salvador tan
misericordioso como Cristo!
Cuando el Señor Jesús llama a un pecador a ser su siervo, actúa
como Soberano, pero con inInita misericordia. Con frecuencia escoge
a aquellos que parecen menos inclinados a hacer su voluntad y más
lejos de su Reino. Los atrae a Él con fuerza todopoderosa, rompe las
cadenas de sus viejos hábitos y costumbres y los convierte en nuevas
criaturas. Como el imán atrae el hierro y el viento del Sur suaviza el
terreno congelado, así el llamamiento de Cristo saca a los pecadores
del mundo y derrite el corazón más duro. La voz del Señor obra con
poder. ¡Bienaventurados aquellos que, cuando la escuchan, no
endurecen sus corazones!
Nunca debemos desesperarnos del todo respecto a la salvación de
alguien cuando leemos este pasaje de la Escritura. Aquel que llamó a
Leví vive y obra aún. La era de los milagros no ha pasado aún. El amor
al dinero es un principio tremendo, pero el llamamiento de Cristo lo es
más. No desesperemos ni siquiera ante aquellos que se sientan “al
banco de los tributos públicos” y disfrutan de abundancia de cosas
buenas de este mundo. La voz que le dijo a Leví “sígueme” aún puede
llegar a sus corazones. Aún podemos verlos levantarse, tomar la cruz y
seguir a Cristo. Sigamos teniendo esperanza y oremos por los demás.
¿Quién puede saber lo que Dios va a hacer por cualquiera que nos
rodea? Nadie es demasiado malo como para que Cristo lo llame.
Oremos por todos.
Aprendemos también en estos versículos que uno de los principales
o.cios de Cristo es el de Médico. A los escribas y fariseos les parecía
mal que Él comiera y bebiera con los publicanos y pecadores. Pero “al
oír esto Jesús, les dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino
los enfermos”.
El Señor Jesús no vino a este mundo, como algunos suponen, para
no ser nada más que un legislador, un rey, un maestro y un ejemplo. Si
este hubiera sido el único propósito de su venida, habría resultado
poco consolador para el hombre. Las dietas y las normas de vida están
muy bien para el convaleciente, pero no sirven para aquel que tiene
una enfermedad mortal. Un maestro y un ejemplo pueden bastar para
un ser no caído como Adán en el huerto de Edén. Pero los pecadores
caídos como nosotros necesitan primero ser sanados antes de poder
apreciar las normas.
El Señor Jesús vino al mundo para ser médico además de maestro.
Conocía las necesidades de la naturaleza humana. Nos veía enfermos
de una enfermedad mortal, derribados por la plaga del pecado y
extinguiéndonos día a día. Tuvo misericordia de nosotros y descendió
para traernos medicina divina para nuestra liberación. Vino para dar
salud y curar a los moribundos, para sanar a los quebrantados de
corazón y dar fuerza a los débiles. No hay alma alguna enferma por el
pecado que se haya alejado demasiado de Él. Se gloría en sanar y
hacer volver a la vida a los casos más desesperados. El gran Médico de
las almas se basta en cuanto a destreza infalible, sensibilidad
incansable y larga experiencia junto a la enfermedad espiritual del
hombre. No hay nadie como Él.
¿Pero qué conocemos nosotros de este oIcio especial de Cristo?
¿Hemos reconocido nuestra enfermedad espiritual y acudido a Él en
busca de liberación? No estaremos reconciliados con Dios hasta que lo
hagamos. Nuestra religión no es correcta en absoluto si pensamos que
la conciencia de pecado nos aleja de Cristo. Ser conscientes de
nuestros pecados y conocer nuestra enfermedad es el comienzo del
verdadero cristianismo. Ser sensibles a nuestra corrupción y aborrecer
nuestras transgresiones es el primer síntoma de salud espiritual.
¡Bienaventurados aquellos que han descubierto su enfermedad
espiritual! Que sepan que Cristo es exactamente el Médico que
necesitan y que acudan a Él sin dilación.
Y aprendemos en estos versículos, por ultimo, que en la religión es
más que inútil tratar de mezclar las cosas que son esencialmente
diferentes. “Nadie pone remiendo de paño nuevo en vestido viejo —les
dice a los fariseos— y nadie echa vino nuevo en odres viejos”.
En estas palabras debemos ver, por supuesto, una parábola. Fueron
pronunciadas como una referencia especial a la cuestión que habían
planteado los fariseos: “Por qué los discípulos de Juan y los de los
fariseos ayunan, y tus discípulos no ayunan?”. La respuesta de nuestro
Señor signiIca evidentemente que el ayuno obligatorio entre sus
discípulos sería inoportuno y estaría fuera de lugar. Su pequeño rebaño
era aún joven en la gracia y débil en la fe, en conocimiento y en
experiencia. Debían ser guiados con suavidad, no cargados en esta
primera etapa con requisitos que no podían cumplir. Puede que el
ayuno resultara apropiado para los discípulos de aquel que solo era
amigo del Esposo, que vivía en el desierto y predicaba el bautismo de
arrepentimiento, que vestía con piel de camello y comía langostas y
miel silvestre. Pero el ayuno no era igualmente apropiado para los
discípulos de Aquel que era el Esposo mismo, que traía noticias alegres
para los pecadores y estaba vivo como los demás. En resumen, pedir a
sus discípulos que ayunaran en aquel momento habría sido como
poner vino nuevo en odres viejos. Sería tratar de mezclar y amalgamar
cosas que son esencialmente diferentes.
El principio que tenemos en el trasfondo de estas pequeñas
parábolas es de gran importancia. Se trata de una especie de
proverbio y admite una amplia aplicación. Su olvido ha causado
frecuentemente mucho daño a la Iglesia. Los males producidos por
tratar de poner parches nuevos sobre tejido viejo y vino nuevo en
odres viejos no han sido escasos ni reducidos.
¿Qué pasó en la iglesia de los gálatas? Se relata en la Epístola de S.
Pablo. Los hombres de aquella iglesia deseaban reconciliar el judaísmo
con el cristianismo y ser circuncidados además de bautizados. Trataban
de mantener viva la Ley ceremonial y de ordenanzas y colocarla junto
al Evangelio de Cristo. En realidad, habían querido poner el vino nuevo
en odres viejos. Y al hacerlo se equivocaron grandemente.
¿Qué pasó con la Iglesia cristiana primitiva tras la muerte de los
Apóstoles? Lo encontramos en las páginas de la historia de la Iglesia.
Algunos trataron de hacer que el Evangelio resultara más aceptable
mezclándolo con la Ilosofía platónica. Otros trataron de acercarlo a los
ateos tomando prestadas formas, procesiones y vestimentas de los
templos de los dioses paganos. En resumen, pusieron parches nuevos
en los vestidos viejos. Y al hacerlo extendieron ampliamente la semilla
de un mal enorme. Prepararon el camino para toda la apostasía
romanista.
¿Qué ocurre con muchos que profesan ser cristianos en la
actualidad? Solo tenemos que mirar a nuestro alrededor. Hay miles de
personas que tratan de reconciliar el servicio a Cristo con el servicio al
mundo, tener el nombre de cristianos y, sin embargo, vivir una vida de
impiedad, mantenerse junto a los siervos del placer y el pecado y a la
vez ser seguidores del Jesús cruciIcado. En una palabra, tratan de
disfrutar del “vino nuevo” pero aferrándose a los “odres viejos”. Un día
descubrirán que han intentado algo que es imposible.
Dejemos el pasaje con un espíritu serio de autoexamen. Debería
llevarnos a escudriñar nuestro corazón en el día de hoy. ¿No hemos
leído lo que dicen las Escrituras? “Ninguno puede servir a dos señores
[…]. No podéis servir a Dios y a las riquezas”. Coloquemos junto a
estos textos las palabras Inales de nuestro Señor en este pasaje: “El
vino nuevo en odres nuevos se ha de echar”.

Marcos 2:23–28
Estos versículos nos colocan en un escenario singular del ministerio
terrenal de nuestro Señor Jesucristo. Vemos a nuestro bendito Maestro
y a sus discípulos pasando “por los sembrados en día de reposo”. Se
nos dice que sus discípulos, “andando, comenzaron a arrancar
espigas”. Inmediatamente vemos a los fariseos acusándoles ante
nuestro Señor como si hubieran perpetrado una gran ofensa moral:
“¿Por qué hacen en el día de reposo lo que no es lícito?”. Y reciben una
respuesta llena de profunda sabiduría que deberían tener muy en
cuenta todos aquellos que deseen comprender el asunto de la
observancia del día de reposo.
En estos versículos vemos cuán exagerada importancia otorgan a
nimiedades aquellos que son meros formalistas religiosos.
Los fariseos eran puros formalistas, si es que verdaderamente han
existido alguna vez en el mundo. Parece que pensaban exclusivamente
en lo externo, en la cáscara, la concha y lo ceremonial de la religión.
Llegaron a añadir a estas cosas externas sus propias tradiciones. Su
piedad se basaba en abluciones, ayunos, vestimentas peculiares y
culto a la fuerza de voluntad, mientras que pasaba por alto
comparativamente el arrepentimiento, la fe y la santidad.
A los fariseos probablemente no les habría parecido mal que los
discípulos hubieran sido culpables de alguna ofensa contra la Ley
moral. Habrían hecho la vista gorda ante la codicia, el perjurio, las
extorsiones o los abusos porque estos eran pecados a los que ellos
mismos tenían tendencia. Pero tan pronto como veían que se infringían
sus tradiciones humanas en cuanto a la forma correcta de guardar el
día de reposo, ponían el grito en el cielo y les parecía fatal.
Velemos y oremos para no caer en el error de los fariseos. No faltan
cristianos que andan en sus pasos. Hay miles en la actualidad que
piensan mucho más en las ceremonias externas de la religión que en
sus doctrinas. Hablan más de guardar los días santiIcados, volverse a
Oriente en cuanto al Credo y postrarse en el nombre de Jesús que de
arrepentimiento, fe o separación del mundo. Debemos estar siempre
en guardia contra este espíritu. No puede consolar, satisfacer ni salvar.
Debemos grabar en nuestras mentes el principio de que el alma del
hombre está en mal estado si comienza a ver los rituales y las
ceremonias humanas como cosas de importancia superior y las exaltan
por encima de la predicación del Evangelio. Es un síntoma de
enfermedad espiritual. En ello hay iniquidad. Con frecuencia es un
recurso para acallar la conciencia. Los primeros pasos de la separación
entre el protestantismo y el catolicismo fueron casi siempre en esta
dirección. No nos sorprende que S. Pablo dijera a los Gálatas:
“Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años. Me temo de
vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros” (Gálatas 4:10–11).
En estos versículos vemos, en segundo lugar, lo valioso que es el
conocimiento de la Santa Escritura.
Nuestro Señor responde a la acusación de los fariseos por medio de
una referencia a la Santa Escritura. Recuerda a sus enemigos la
conducta de David cuando “tuvo necesidad, y sintió hambre”. “¿Nunca
leísteis lo que hizo David?”. No podían negar que el autor del libro de
los Salmos, y el hombre que era según el corazón de Dios, no podía ser
un mal ejemplo. Conocían en efecto que no había incumplido ningún
mandamiento de Dios en todos los días de su vida, “salvo en lo tocante
a Urías heteo” (1 Reyes 15:5). ¿Pero qué había hecho David? Había
entrado en la casa de Dios, forzado por el hambre, y había comido “los
panes de la proposición, de los cuales no es lícito comer salvo a los
sacerdotes”. Había mostrado así que algunos requisitos de la Ley de
Dios se pueden relativizar en caso de necesidad. Nuestro Señor reIrió
este ejemplo de la Escritura a sus adversarios y ellos no pudieron
responder nada. La espada del Espíritu era un arma que ellos no
podían resistir. Fueron silenciados y avergonzados.
Ahora, la conducta de nuestro Señor en esta ocasión debería servir
como patrón para todo su pueblo. Nuestra principal razón para nuestra
fe y conducta debe ser siempre: “Así está escrito en la Biblia”. “¿Qué
dice la Escritura?”. Debemos esforzarnos por tener la Palabra de Dios
de nuestra parte en todos los debates. Debemos tratar de poder dar
una respuesta escrituraria de nuestro comportamiento en todas las
cuestiones que se planteen. Debemos remitir a nuestros enemigos a la
Biblia como nuestra regla de conducta. Siempre encontraremos un
texto claro como el argumento más convincente que podemos utilizar.
En un mundo como este, debemos esperar que se ataquen nuestras
opiniones si servimos a Cristo, y podemos estar seguros de que nada
silencia a lo adversarios tan rápidamente como una cita de la
Escritura.
Sin embargo, recordemos que para utilizar la Biblia como lo hizo
nuestro Señor debemos conocerla bien y estar bien informados de su
contenido. Debemos leerla con diligencia, humildad, perseverancia y
oración, o nunca encontraremos que sus textos acuden en nuestra
ayuda en tiempo de necesidad. Para utilizar la espada del Espíritu con
eIcacia debemos estar familiarizados con ella y tenerla a menudo en
nuestras manos. No existe una calzada real hacia el conocimiento de la
Biblia. No viene al hombre por intuición. Hay que estudiar el libro,
meditar en él, orar, buscar, y no dejarlo siempre en la estantería sin
mirarlo atentamente nunca. Son los estudiosos de la Biblia, y solo
ellos, quienes encontrarán un arma lista en su mano en el día de la
batalla.
Por último, vemos en estos versículos el verdadero principio por el
cual se debe decidir en cuanto a todos los asuntos relacionados con la
observancia del día de reposo. “El día de reposo fue hecho por causa
del hombre —dice el Señor—, y no el hombre por causa del día de
reposo”.
Hay una mina de profunda sabiduría en esas palabras. Merecen una
considerable atención, y más aún porque no se recogen en ningún
Evangelio aparte del de S. Marcos. Veamos lo que contienen.
“El día de reposo fue hecho por causa del hombre”. Dios lo hizo
para Adán en el Paraíso y lo renovó a Israel en el monte Sinaí. Fue
hecho para toda la Humanidad, no solo para los judíos, sino para toda
la familia de Adán. Fue hecho para el beneIcio y la felicidad del
hombre. Fue para el bien de su cuerpo, el bien de su mente y el bien
de su alma. Le fue dado como un beneIcio y una bendición, no como
una carga. Así fue su institución original.
Pero el hombre no fue hecho “por causa del día de reposo”. La
intención no era que la observancia del día de Dios fuera obligatoria
hasta el punto de dañar la salud o interferir en sus necesidades
importantes. El mandamiento original de guardar el día de reposo no
tenía que interpretarse como algo que dañara su cuerpo o suprimiera
los actos de misericordia hacia sus congéneres. Esto es lo que los
fariseos habían olvidado o enterrado bajo sus tradiciones.
No hay nada en todo esto que justiIque la aIrmación precipitada de
algunos de que nuestro Señor había incumplido el cuarto
mandamiento. Al contrario, maniIestamente habla del día de reposo
como un privilegio y un don, y solo regula hasta qué punto se debe
observar. Muestra que se pueden hacer en el día de reposo las obras
necesarias y de misericordia; pero no dice una palabra que justiIque la
idea de que los cristianos no deban recordar este día y santiIcarlo.
Seamos celosos de nuestra propia conducta en la cuestión de
observar el día de reposo. Hay poco peligro de que en nuestra época
se guarde este día de forma tan estricta. Hay mucho más peligro de
que se profane y se olvide por completo. Luchemos con la mayor
seriedad por preservarlo entre nosotros con toda su integridad.
Podemos tener la plena seguridad de que la prosperidad nacional y el
crecimiento personal en gracia están íntimamente ligados a la
conservación de un día de reposo santo.

Marcos 3:1–12
Estos versículos nos muestran de nuevo a nuestro Señor obrando un
milagro. Sana a un hombre en la sinagoga que “tenía una mano seca”.
Siempre en los negocios de su Padre, siempre haciendo el bien a la
vista tanto de sus enemigos como de sus amigos; a eso se dedicó
diariamente nuestro Señor durante su ministerio terrenal. Y nos dio
ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21).
¡Bienaventurados en verdad son aquellos cristianos que se esfuerzan,
aunque sean débiles, por imitar a su Maestro!
Observemos en estos versículos cómo nuestro Señor Jesucristo era
observado por sus enemigos. Leemos que “le acechaban para ver si en
el día de reposo le sanaría, a In de poder acusarle”.
¡Qué triste prueba tenemos aquí de la maldad de la naturaleza
humana! Era día de reposo cuando ocurrieron estas cosas. Fue en la
sinagoga cuando los hombres se reunían a escuchar la Palabra y a
adorar a Dios. Pero, aun en el día de Dios y a la hora de adorar a Dios,
aquellos formalistas miserables estaban tramando maldades contra
nuestro Señor. Los mismos hombres que Ingían ser tan estrictos y
santos en cosas pequeñas estaban llenos de malicia y pensamientos
rencorosos en medio de la congregación (Proverbios 5:14).
El pueblo de Cristo no debe esperar pasarlo mejor que su maestro.
Siempre es observado por un mundo malévolo y rencoroso. Su
conducta es examinada con detenimiento y envidia. Son personas
marcadas. No pueden hacer nada sin que el mundo lo advierta. Se
observan estrictamente sus ropas, sus gastos, su empleo del tiempo,
su conducta en todo lo relacionado con la vida. Sus adversarios
esperan a que vacilen y, si en algún momento caen en el error, los
impíos se alegran.
Es bueno que todos los cristianos tengan esto en mente.
Dondequiera que vayan y cualquiera que sea lo que hagan,
recordemos que, como con nuestro Maestro, están al acecho. Ese
pensamiento debería hacer que nos preocupemos de forma santa por
toda nuestra conducta para que no haya nada que pueda ocasionar la
blasfemia del enemigo. Debe hacernos diligentes para evitar aun la
“apariencia de mal”. Sobre todo, debe hacernos orar mucho, conservar
nuestra paciencia y cuidar lo que decimos y nuestra conducta pública.
Aquel Salvador al que acecharon sabe compadecerse de su pueblo y
proporcionar gracia “para el oportuno socorro”.
Observemos, en segundo lugar, el gran principio que nuestro Señor
establece acerca de la observancia del día de reposo. Enseña que es
“lícito” hacer bien en el día de reposo.
Este principio se enseña por medio de una pregunta singular.
Plantea a los que le rodean si “es lícito en los días de reposo hacer
bien, o hacer mal; salvar la vida, o quitarla”. ¿Era mejor sanar a esta
pobre persona que estaba sufriendo y que estaba ante Él con una
mano seca o abandonarla? ¿Era un pecado mayor restaurar a una
persona la salud en día de reposo que tramar un asesinato y alimentar
el odio hacia una persona inocente como estaban haciendo en aquel
momento contra Él? ¿Iban a acusarle de salvar una vida en día de
reposo? ¿Eran ellos menos culpables por su deseo de matar? No nos
sorprende que, ante una cuestión como esta, los enemigos de nuestro
Señor callaran.
Queda claro en estas palabras de nuestro Señor que ningún
cristiano tiene que dudar de llevar a cabo en domingo una obra
verdaderamente buena. Una verdadera obra de misericordia, como
ministrar al enfermo o liberar del dolor, siempre se puede hacer sin
escrúpulos. La santidad con la que inviste el cuarto mandamiento el
día de reposo no es en absoluto transgredida por algo así.
Pero debemos tener cuidado de no abusar del principio que nos da
aquí nuestro Señor y de no utilizarlo mal. No debemos permitirnos
pensar que el permiso para “hacer bien” implica que todos deben
dedicarse a lo que les gusta en el día de reposo. El permiso para
“hacer bien” no signiIcaba abrir la puerta a la diversión, a Iestas
mundanas, viajes y excursiones o a la gratiIcación sensual. No
signiIcaba licencia para dedicar el domingo al ferrocarril o al barco de
vapor dominicales o a acudir a una exposición. Estas cosas no hacen
bien a nadie y hacen mal a muchos. Roban a muchos siervos su
descanso del día de reposo. Transforman el domingo de miles de
personas en un día de duro trabajo. Tengamos cuidado de no pervertir
las palabras de nuestro Señor apartándonos de su verdadero
signiIcado. Recordemos a qué clase de bien en el día de reposo se
refería su ejemplo bendito. Preguntémonos si hay la más mínima
similitud entre las obras de nuestro Señor en el día de reposo y
aquellas formas de invertir este día por las que luchan muchos que se
atreven a apelar al ejemplo de nuestro Señor. Remitámonos al claro
signiIcado de las palabras de nuestro Señor y aferrémonos a ellas. Nos
da la libertad de hacer bien en domingo, pero no otorga libertad en
absoluto para organizar Iestas o banquetes, ir de excursión o hacer
turismo.
Observemos, por último, los sentimientos que la conducta de los
enemigos de nuestro Señor inspiró en el corazón de Este. Se nos dice
que miró “alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus
corazones”.
Esta expresión es muy importante y requiere una atención especial.
Nos recuerda que el Señor Jesucristo era un hombre como nosotros en
todo, con la única excepción del pecado. Nuestro Señor experimentó y
conoció todos los sentimientos no pecaminosos que pertenecen a la
constitución del hombre. Leemos que se maravilló, se regocijó, lloró,
amó y, como leemos aquí, se enojó.
Se ve con claridad en estas palabras que hay un enojo que es
legítimo, correcto y no pecaminoso. Hay una indignación que es
justiIcable y que en algunas ocasiones se puede manifestar
adecuadamente. Las palabras de Salomón y de S. Pablo parecen
enseñar ambas la misma lección. “El viento del norte ahuyenta la
lluvia, y el rostro airado la lengua detractora”. “Airaos, pero no
pequéis” (Proverbios 25:23; Efesios 4:26).
Pero hay que confesar que el asunto plantea diIcultades. De todos
los sentimientos que experimenta el corazón del hombre, quizá no
haya ninguno que tan pronto lleve a pecar como el sentimiento de ira.
No hay otro del que, una vez incitado, se pierda su control. No hay otro
que conduzca a tanta maldad. Todos sabemos hasta qué punto lleva
aun a los piadosos a perder los estribos, a la irritabilidad y a la pasión.
La historia de “la contienda” entre Pablo y Bernabé en Antioquía y la
historia de la provocación a Moisés hasta que pecó con sus labios le
son familiares a cualquier lector de la Biblia. En el Sermón del Monte se
enseña con claridad el terrible hecho de que las palabras airadas están
incluidas en el sexto mandamiento. Y, sin embargo, aquí vemos que
hay un enojo que es legítimo.
Dejemos este asunto orando sinceramente para que todos seamos
capaces de vigilar nuestro espíritu en cuanto a la ira. Podemos estar
seguros de que no hay sentimiento humano que requiera tanta
prudencia como este. La ira no pecaminosa no suele ser muy común.
La ira del hombre rara vez es para la gloria de Dios. Una indignación
justa debe siempre ir unida a una tristeza por aquellos que la causan,
como ocurrió en el caso de nuestro Señor. Y, ante todo, debemos estar
seguros de esto: es mejor no enfadarse nunca que enfadarse y pecar.

Marcos 3:13–21
El comienzo de este pasaje describe el nombramiento de los doce
Apóstoles. Se trata de un suceso en el ministerio terrenal de nuestro
Señor que siempre se debe leer con profundo interés. ¡Cuánto
beneIcio han aportado al mundo estos pocos hombres! Los nombres
de unos cuantos pescadores judíos son conocidos y amados por
millones de personas en todo el mundo mientras que los nombres de
muchos reyes y hombres ricos se han perdido y olvidado. Son aquellos
que hacen bien a las almas quienes estarán “en memoria eterna”
(Salmo 112:6).
Notemos en estos versículos cuántos de los doce que aquí se
nombran habían sido llamados a ser discípulos antes de ser ordenados
apóstoles.
Hay seis, al menos, de esos doce, cuyo primer llamamiento a seguir
a Cristo se relata de forma especial. Estos seis son Pedro y Andrés,
Santiago y Juan, Felipe y Mateo. En resumen, poca duda puede haber
de que once de los Apóstoles de nuestro Señor fueron convertidos
antes de ser ordenados.
Así debería ser en el caso de todos los ministros del Evangelio.
Deberían ser hombres llamados primero por medio del Espíritu antes
de ser apartados para la gran obra de enseñar a otros. La regla debe
ser la misma que con los Apóstoles: “primero convertidos, después
ordenados”.
Es imposible sobrestimar la importancia de esto para los intereses
de la religión genuina. Los obispos y presbíteros nunca pueden ser
demasiado estrictos y, en particular, en sus pesquisas acerca del
carácter espiritual de los candidatos a ser ordenados. Un ministro no
convertido es totalmente inadecuado para su oIcio. ¿Cómo puede
hablar por experiencia de aquella gracia que nunca ha gustado él
mismo? ¿Cómo puede recomendar ese Salvador a su pueblo si solo le
conoce de nombre? ¿Cómo puede convencer a las almas de la
necesidad de la conversión y el nuevo nacimiento que él mismo no ha
experimentado? ¡Están tremendamente equivocados los padres que
persuaden a sus hijos para que se hagan clérigos con el In de llevar
una buena vida o tener una profesión respetable! ¿Qué es eso sino
persuadirles para que digan algo que no es cierto y tomen el nombre
del Señor en vano? Nadie hace tanto daño a la causa del cristianismo
como los ministros no convertidos y mundanos. Son un apoyo para los
inIeles, un gozo para los malvados y una ofensa para Dios.
Notemos, en segundo lugar, la naturaleza del o.cio al que fueron
ordenados los Apóstoles. Los estableció “para que estuviesen con él, y
para enviarlos a predicar, y que tuviesen autoridad para sanar
enfermedades y para echar fuera demonios”.
Estos cuatro puntos requieren atención. Contienen mucha
instrucción. Los doce Apóstoles de nuestro Señor, sin duda, eran una
clase diferente de hombres. No tuvieron sucesores cuando murieron.
Estricta y literalmente hablando, no existe tal cosa como la sucesión
apostólica. Nadie puede ser verdaderamente llamado “sucesor de los
Apóstoles” a menos que pueda obrar milagros y enseñar
infaliblemente como lo hicieron ellos. Pero también, al decir esto no
debemos olvidar que, en muchas cosas, los Apóstoles iban a ser
patrones y modelos para todos los ministros del Evangelio. Teniendo
esto en mente podemos extraer lecciones muy útiles de este pasaje en
cuanto a las responsabilidades de un ministro Iel.
Como los Apóstoles, el ministro Iel debe mantenerse en íntima
comunión con Cristo. Debe estar con Él. Su comunión debe ser con el
Hijo (1 Juan 1:3). Debe permanecer en Él. Debe estar separado del
mundo y sentarse diariamente, como María, a los pies de Jesús a
escuchar su palabra. Debe estudiarle, imitarle, beber de su Espíritu y
caminar en sus pasos. Debe esforzarse por poder decir cuando suba al
púlpito: “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos” (1 Juan 1:3).
Como los Apóstoles, el ministro Iel debe ser predicador. Esta debe
ser siempre su principal tarea y a ella debe dedicar la mayor parte de
sus reHexiones. Debe colocarla por encima de la administración de los
sacramentos (1 Corintios 1:17). Debe exaltarla por encima del
formalismo. Un ministro que no predica es de poca ayuda para la
Iglesia de Cristo. Es un faro sin luz, un trompetista silencioso, un
vigilante dormido, un fuego pintado.
Como los Apóstoles, el ministro Iel debe ocuparse en hacer el bien
de todas las maneras. Aunque no pueda sanar a los enfermos, debe
tratar de aliviar el sufrimiento y aumentar la felicidad de todos
aquellos entre los que se mueve. Debe esforzarse por ser conocido
como el consolador, consejero, paciIcador, ayudador y amigo de
todos. Los hombres deben conocerle no como alguien que gobierna y
domina, sino como alguien que es su siervo “por amor a Jesús” (2
Corintios 4:5).
Como los Apóstoles, el ministro Iel debe oponerse a toda obra del
diablo. Aunque ahora no sea llamado a echar fuera del cuerpo
demonios, debe estar dispuesto a resistir las estratagemas del diablo y
denunciar sus engaños al alma. Debe denunciar sus intenciones con
las carreras, el teatro, el baile, el juego, la bebida, la profanación del
día de reposo y la gratiIcación sexual. Cada época tiene sus
tentaciones especiales. Muchos son los engaños de Satanás. Pero
adondequiera que se dirija el esfuerzo del diablo, allí debe estar el
ministro dispuesto a enfrentarse a él y resistir.
¡Cuán enorme es la responsabilidad de los ministros! ¡Cuán duro es
su trabajo si cumplen con su responsabilidad! ¡Cuánto necesitan las
oraciones de todo el pueblo que ora con el In de apoyarlos y fortalecer
sus manos! No nos sorprende que S. Pablo diga con tanta frecuencia a
las iglesias que oren por ellos.
Notemos, por último, cómo el celo de nuestro Señor Jesucristo fue
malentendido por sus enemigos. Se nos dice que “vinieron para
prenderle; porque decían: está fuera de sí”.
No hay nada en este hecho que nos sorprenda. Al profeta que fue a
ungir a Jehú se le llamó loco (cf. 2 Reyes 9:11). Festo también le dijo a
Pablo que estaba loco. Pocas cosas muestran la corrupción de la
naturaleza humana tan claramente como la incapacidad del hombre
para comprender el celo religioso. El celo por el dinero o por la ciencia,
la guerra, el comercio o los negocios lo comprende todo el mundo. Pero
el celo religioso suele considerarse una tontería, fanatismo y señal de
una mente débil. Si alguien daña su salud por el estudio o por una
dedicación excesiva a los negocios no se considera un error: “Se trata
de un hombre diligente”. Pero si se dedica a predicar o invierte todo su
tiempo en hacer el bien a las almas, surge el clamor: “Es demasiado
entusiasta y virtuoso”. El mundo no cambia. Las “cosas del Espíritu”
son siempre locuras para el hombre natural (1 Corintios 2:14).
Que no se tambalee nuestra fe si tenemos que beber la misma copa
que nuestro bendito Señor. Por muy duro que pueda resultar para la
carne y la sangre que nuestros parientes no nos entiendan, debemos
recordar que no es algo nuevo. Tengamos en mente las palabras de
nuestro Señor: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno
de mí”. Jesús conoce la amargura que producen nuestras pruebas.
Jesús nos entiende. Jesús nos ayuda.
Soportemos con paciencia la irracionalidad de los hombres
inconversos como hizo nuestro Señor. Lamentemos su ceguera y falta
de conocimiento y no los amemos menos. Sobre todo, oremos para
que Dios cambie sus corazones. ¿Quién sabe si las mismas personas
que ahora tratan de alejarnos de Cristo se convertirán un día en
nuevas criaturas, verán todas las cosas de forma diferente y seguirán a
Cristo?

Marcos 3:22–30
Todos sabemos lo doloroso que es que se malinterprete y se tergiverse
nuestra conducta cuando estamos haciendo lo correcto. Es una prueba
que nuestro Señor Jesucristo tuvo que soportar continuamente durante
todo su ministerio terrenal. Un ejemplo es el pasaje que tenemos ante
nosotros. Los “escribas que habían venido de Jerusalén” vieron los
milagros que hacía. No podían negar su realidad. ¿Qué hicieron
entonces? Acusaron a nuestro bendito Salvador de haberse
confabulado con el diablo. “Decían que tenía a Beelzebú, y que por el
príncipe de los demonios echaba fuera los demonios”.
En la respuesta solemne de nuestro Señor a esta acusación
malvada hay expresiones que merecen una atención especial. Veamos
qué lecciones contienen para nuestro uso.
Debemos notar, en primer lugar, lo terrible que es el mal de las
disensiones y las divisiones.
Esta es una lección que se subraya con fuerza al comienzo de la
respuesta de nuestro Señor a los escribas. Muestra lo absurdo que es
suponer que Satanás echa fuera a Satanás y ayuda así a reducir su
propia fuerza. Apela al hecho notorio, que hasta sus enemigos deben
admitir, de que no hay fuerza donde hay división. “Si un reino está
dividido contra sí mismo, tal reino no puede permanecer”.
Esta verdad no recibe suIciente consideración. En ningún caso se
ha producido tanto mal como en el abuso del derecho a la opinión
personal. Las divisiones de los cristianos son una causa importante de
debilidad de la Iglesia visible. Con frecuencia consumen energía,
tiempo y fuerzas que deberían emplearse en cosas mejores.
Proporcionan al inIel un importante argumento contra la verdad del
cristianismo. Ayudan al diablo. Satanás es en verdad el principal
promotor de las divisiones religiosas. Si bien no puede extinguir el
cristianismo, se esfuerza por conseguir que los cristianos se peleen
unos contra otros y que la mano de todo hombre se levante contra su
vecino. Nadie conoce mejor que el diablo eso de “divide y vencerás”.
Decidamos, en la medida de lo posible, evitar todas las diferencias,
disensiones y disputas religiosas. Aborrezcámoslas y detestémoslas
como la plaga de las iglesias. No podemos dejar de tener celo por
todas las verdades salvadoras. Pero es fácil confundir una
escrupulosidad malsana y un celo por simples nimiedades con el celo
por la Verdad. Nada justiIca el apartarse de una iglesia salvo su
separación del Evangelio. Estemos dispuestos a entregar mucho y a
sacriIcarnos por la unidad y la paz.
Debemos notar, en segundo lugar, la gloriosa declaración que hace
nuestro Señor en estos versículos acerca del perdón de los pecados. Él
dice: “Todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres,
y las blasfemias cualesquiera que sean”.
Muchas personas pasan por alto estas palabras. No encuentran
particular belleza en ellas. Pero, para el hombre que es consciente de
su propia iniquidad y profundamente sensible a su necesidad de
misericordia, estas palabras son dulces y preciosas. “Todos los pecados
serán perdonados”. Los pecados de la juventud y de la madurez; los
cometidos con la mente, las manos, la lengua y la imaginación; los
pecados contra todos los Mandamientos de Dios; los de perseguidores
como Saúl, los de los idólatras como Manasés, los de los enemigos
declarados de Cristo como los judíos que le cruciIcaron, los de
aquellos que fallan a Cristo como Pedro, todos, todos pueden ser
perdonados. La sangre de Cristo puede limpiarlos todos. La justicia de
Cristo puede cubrirlos todos y esconderlos de la mirada de Dios.
La doctrina que tenemos ante nosotros es la corona y gloria del
Evangelio. Lo primero de todo lo que propone al hombre es el libre
perdón, un perdón pleno, la remisión completa, sin dinero y sin precio
que pagar. “Que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y
que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser
justiIcados, en él es justiIcado todo aquel que cree” (Hechos 13:39).
Aferrémonos a esta doctrina sin dilación si nunca la hemos recibido
antes. Es para nosotros igual que para los demás. Nosotros también,
hoy mismo, si acudimos a Cristo, podemos ser completamente
perdonados. “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve
serán emblanquecidos” (Isaías 1:18).
Adhirámonos con Irmeza a esta doctrina si ya la hemos recibido.
Quizá nos sintamos débiles, indignos y despreciados. Pero, si
verdaderamente hemos acudido a Jesús por la fe, nuestros pecados
han sido perdonados por completo. Son arrojados a la espalda de Dios,
borrados del libro de su memoria, hundidos en las profundidades del
mar. Creámoslo y no temamos.
Debemos notar, en último lugar, que es posible que el alma del
hombre se pierda para siempre en el In.erno. Las palabras de nuestro
Señor son claras e inequívocas. Habla de que hay quien “no tiene
jamás perdón, sino que es reo del fuego eterno”.
Se trata de una verdad terrible, sin duda. Pero es cierta y no
debemos cerrar los ojos a ella. La encontramos una y otra vez en la
Escritura. Se multiplican las cifras de todas clases y se emplean
distintas formas de lenguaje para dejarlo claro y que no quepa ninguna
duda. En resumen, si no hay tal cosa como “la condenación eterna”,
podemos dejar la Biblia a un lado y decir que esas palabras carecen de
sentido en absoluto.
Tenemos gran necesidad de grabar bien en nuestra mente esa
tremenda verdad en estos últimos días. Han surgido maestros que
atacan profundamente la doctrina de la eternidad del castigo o que se
esfuerzan por explicarla. Los oídos de los hombres son acariciados por
frases verosímiles acerca del “amor de Dios” y la imposibilidad de que
un Dios de amor permita un InIerno eterno. La eternidad del castigo se
considera una mera “conjetura” acerca de la cual la gente puede
pensar lo que quiera. En medio de toda esta marea de falsa doctrina,
aferrémonos a las viejas verdades. No nos avergoncemos de creer que
hay un Dios eterno, un Cielo eterno y un InIerno eterno. Recordemos
que el pecado es un mal inInito. Se requiere un sacriIcio de valor
inInito para liberar al creyente de sus consecuencias y el no creyente
que rechaza la solución provista para ello sufre una pérdida inInita.
Sobre todo, volvamos a las claras aIrmaciones bíblicas como la que
tenemos ante nosotros. Un texto claro produce 1000 argumentos
recónditos.
Por último, si es cierto que hay una “condenación eterna”,
ocupémonos de no caer nosotros en ella. Escapemos sin demora
(Génesis 19:16–17). Huyamos en busca de refugio en la esperanza que
el Evangelio pone ante nosotros y no descansemos hasta que sepamos
y sintamos que estamos seguros. Y nunca, nunca nos avergoncemos
de buscar la seguridad. De lo que debemos avergonzarnos es del
pecado, de lo mundano y del amor al placer. Pero nunca nos
avergoncemos de buscar liberación del InIerno eterno.

Marcos 3:31–35
En los versículos que preceden inmediatamente a este pasaje vemos a
nuestro bendito Señor acusado por los escribas de estar aliado con el
diablo. “Decían que tenía a Beelzebú, y que por el príncipe de los
demonios echaba fuera los demonios”.
En los versículos que acabamos de leer encontramos que esta
absurda acusación de los escribas no fue todo lo que Jesús tuvo que
soportar en aquel tiempo. Se nos dice que “vienen después sus
hermanos y su madre, y quedándose afuera, enviaron a llamarle”. Aún
no podían comprender la belleza y utilidad de la vida que estaba
viviendo nuestro Señor. Aunque sin duda ellos le amaban, de buena
gana le habrían persuadido a que abandonara su obra y se cuidara.
¡Poco sabían lo que estaban haciendo! ¡Poco habían observado y
comprendido las palabras del Señor cuando tenía solo doce años!:
“¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?”
(Lucas 2:49).
Es interesante observar la tranquilidad y Irme perseverancia de
nuestro Señor ante todos los estorbos. Ninguno de ellos le hizo desistir.
Las calumnias de sus enemigos y las bienintencionadas
reconvenciones de sus amigos ignorantes no pudieron apartarle de su
camino. Había puesto su rostro como pedernal hacia la Cruz y su
corona. Conocía la obra que había venido a efectuar en el mundo.
Tenía un bautismo en el que ser bautizado, y sufrió tensión hasta que
se cumplió (cf. Lucas 12:50).
Lo mismo pasará con todos los verdaderos siervos de Cristo. Nada
debe apartarlos ni por un momento del camino estrecho o hacer que
se detengan a mirar atrás. No deben hacer caso de las indicaciones
malintencionadas de sus enemigos. No deben dar pie a las
bienintencionadas pero equivocadas súplicas de sus parientes y
amigos no convertidos. Deben responder con las palabras de
Nehemías: “Yo hago una gran obra, y no puedo ir” (Nehemías 6:3). Que
digan: “He tomado la cruz y no voy a abandonarla”.
Aprendemos en estos versículos una tremenda lección. Aprendemos
quiénes son reconocidos como parientes de Jesucristo. Son aquellos
que son sus discípulos y hacen la voluntad de Dios. De los tales, la
gran Cabeza de la Iglesia dice: “Ese es mi hermano, y mi hermana, y
mi madre”.
¡Cuánto hay en esta sencilla expresión! ¡Qué mina tan rica de
consuelo abre a todos los verdaderos creyentes! ¿Quién puede
concebir la profundidad del amor de nuestro Señor hacia María su
madre, “el vientre que te trajo y los senos que mamaste”? ¿Quién
puede imaginar la amplitud de su amor hacia sus hermanos según la
carne, con quienes había pasado los tiernos años de su infancia? Sin
duda ningún corazón ha tenido en su interior tan profunda fuente de
afecto como el de Cristo. Pero hasta Él dice: “Todo aquel que hace la
voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.
Que todos los verdaderos cristianos reciban aliento de estas
palabras. Que sepan que hay al menos Uno que los conoce, los ama,
cuida de ellos y los reconoce como miembros de su familia. ¿Qué más
da que sean pobres en este mundo? No tienen por qué avergonzarse
cuando recuerdan que son los hermanos y hermanas del Hijo de Dios.
¿Qué más da que sean perseguidos y maltratados en sus propios
hogares a causa de su religión? Pueden recordar las palabras de David
y aplicárselas a su propia situación: “aunque mi padre y mi madre me
dejaran, con todo, Jehová me recogerá” (Salmo 27:10).
Por último, que todos los que persigan y se burlen de otros a causa
de su religión tomen nota de estas palabras y se arrepientan. ¿A quién
están persiguiendo y poniendo en ridículo? ¡A los parientes de Jesús el
Hijo de Dios! ¡A la familia del Rey de reyes y Señor de señores! Sin
duda lo más sabio sería callarse y considerar lo que están haciendo.
Aquellos a quienes persiguen tienen un poderoso amigo: “Porque el
defensor de ellos es el Fuerte, el cual juzgará la causa de ellos contra
ti” (Proverbios 23:11).

Marcos 4:1–20
Estos versículos contienen la parábola del sembrador. De todas las
parábolas contadas por nuestro Señor, probablemente ninguna sea tan
conocida como esta. Ninguna es comprendida por todos con tanta
facilidad por lo familiares que resultan los personajes que contiene.
Ninguna es de aplicación tan universal y perpetua. Mientras haya una
iglesia de Cristo y una congregación de cristianos, se empleará esta
parábola.
El lenguaje de la parábola no requiere explicación. En palabras de
un antiguo autor, “requiere aplicación, no exposición”. Veamos ahora lo
que enseña.
Se nos enseña, en primer lugar, que hay algunos oidores del
Evangelio cuyos corazones son como la orilla de un camino en medio
del campo.
Estos son aquellos que escuchan sermones pero no les prestan
atención. Van a un lugar de culto para guardar las formas, porque está
de moda o por parecer respetables ante los demás. Pero no tienen
interés alguno en la predicación. Les parece una simple cuestión de
palabras, nombres y charlas ininteligibles. No hablan de dinero, de
carne, de bebida, de ropas ni de relaciones; y, mientras están sentados
bajo ese soniquete, se ponen a pensar en otras cosas. Da igual si es
Ley o Evangelio. No produce mayor efecto en ellos que el agua sobre
una piedra. Y al Inal se van sin saber más que cuando llegaron.
Hay miles de cristianos profesantes con el alma en este estado.
Difícilmente hay alguna iglesia o capilla donde no se encuentren
decenas de ellos. Domingo tras domingo permiten al diablo que se
lleve la buena semilla que se siembra en la superIcie de sus
corazones. Semana tras semana viven sin fe, ni temor, ni conocimiento
ni gracia, no sintiendo nada, no preocupándose por nada, no
tomándose gran interés en la religión, como si Cristo nunca hubiera
muerto en la Cruz. Y con frecuencia mueren en esta situación, son
enterrados y se pierden para siempre en el InIerno. Se trata de un
cuadro lamentable pero demasiado cierto.
Se nos enseña, en segundo lugar, que hay algunos oyentes del
Evangelio cuyos corazones son como el terreno pedregoso en el
campo.
Son aquellos a quienes la predicación les produce una impresión
transitoria pero no profunda, duradera y de efecto permanente. Se
complacen en escuchar sermones en los que se plantea la Verdad.
Pueden hablar con aparente gozo y entusiasmo acerca de la dulzura
del Evangelio y de la felicidad que experimentan al escucharla. Pueden
derramar lágrimas por las exhortaciones de los predicadores y hablar
con aparente seriedad de sus propios conHictos internos, esperanzas,
luchas, deseos y temores. Pero, por desgracia, no hay estabilidad en su
religión. “No tienen raíz en sí, sino que son de corta duración”. No hay
verdadera obra del Espíritu Santo dentro de sus corazones. Sus
impresiones son como la calabacera de Jonás, que surgió en una noche
y pereció en otra noche. Desaparecen tan rápido como crecen. Tan
pronto como “viene la tribulación o la persecución por causa de la
palabra”, se apartan. Se demuestra que su bondad es “como nube de
la mañana, y como el rocío de la madrugada” (Oseas 6:4). Su religión
no tiene más vida que la Hor cortada. No tiene raíz y pronto se
marchita.
Hay muchos en la congregación que escuchan el Evangelio y cuya
alma está exactamente en este estado. No son oyentes descuidados o
distraídos, como muchos que les rodean y, por tanto, son tentados a
pensar bien de su propio estado. Se deleitan con la predicación que
escuchan y, por tanto, se felicitan porque piensan que tienen gracia en
sus corazones. Y, sin embargo, están tremendamente engañados. Las
viejas cosas no han pasado aún. No hay una verdadera obra de
conversión en su hombre interior. Con todos sus sentimientos,
emociones, alegrías, esperanzas y deseos, se encuentran en realidad
en la gran carretera hacia la destrucción.
Se nos enseña, en tercer lugar, que hay algunos oyentes del
Evangelio cuyos corazones son como el terreno de espinos del campo.
Estos son quienes atienden a la predicación de la verdad de Cristo y
hasta cierto punto la obedecen. Su entendimiento asiente a ella. Su
juicio la aprueba. Su conciencia es afectada por ella. Sus emociones
están a favor. Reconocen que todo es correcto, bueno y digno de ser
recibido. Hasta se abstienen de muchas cosas que el Evangelio
condena y adoptan muchos hábitos que este ordena. Pero, por
desgracia, se frenan en seco. Algo parece encadenarlos fuertemente y
nunca pasan de un cierto punto en su religión. Y el gran secreto de su
situación es el mundo. “Los afanes de este siglo, y el engaño de las
riquezas, y las codicias de otras cosas” evitan que la Palabra haga
efecto pleno en sus almas. A pesar de todo lo que parece prometedor y
favorable en su estado espiritual, se quedan parados. Nunca llegan a la
plenitud del cristianismo del Nuevo Testamento. No dan fruto de
perfección.
Hay pocos ministros Ieles de Cristo que no puedan señalar
ejemplos así. De todos los casos, estos son los más tristes. Llegan muy
lejos pero no pasan de ahí, ven mucho pero sin llegar a verlo todo,
aceptan gran parte pero sin entregarle a Cristo el corazón. ¡Es
verdaderamente lamentable! Y solo hay un veredicto para la gente que
es así. Sin un cambio radical, nunca entrarán en el Reino de los cielos.
Cristo ha de tener nuestro corazón. “Cualquiera, pues, que quiera ser
amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios” (Santiago 4:4).
Por último, se nos enseña que hay algunos oyentes del Evangelio
cuyos corazones son como la buena tierra del campo.
Estos son los que reciben verdaderamente la Verdad de Cristo en lo
más profundo de sus corazones, la creen sin reservas y la obedecen
plenamente. En ellos se verán los frutos de la Verdad, resultados
uniformes, claros e inconfundibles en el corazón y en la vida. Odiarán
verdaderamente el pecado, lo lamentarán, se resistirán y renunciarán
a él. Amarán a Cristo de verdad, conIarán en Él, lo seguirán, lo amarán
y le obedecerán. La santidad se mostrará en toda su conversación, en
su humildad, en su mentalidad espiritual, paciencia, mansedumbre y
amor. Habrá algo visible. La verdadera obra del Espíritu Santo no se
puede esconder.
Siempre habrá algunas personas con el alma en este estado allí
donde se predique Ielmente el Evangelio. Puede que sean muy pocos
comparados con las cifras de mundanos que les rodean. Su experiencia
y grado de compromiso espiritual puede diferir ampliamente, algunos
producirán cuarenta, otros sesenta y otros cien. Pero el fruto de la
semilla que cae en buena tierra siempre será de la misma clase.
Siempre será un arrepentimiento visible, una fe visible en Cristo y una
santidad de vida visible. Sin estas cosas no hay religión salvadora.
Y ahora preguntémonos: ¿Qué somos nosotros? ¿En qué clase de
oyentes debemos clasiIcarnos? ¿Con qué clase de corazón
escuchamos la Palabra? Nunca, nunca olvidemos que hay tres formas
de escuchar que no aprovechan y solo una correcta. Nunca, nunca
olvidemos que solo existe una prueba infalible de que somos oyentes
con el corazón bien dispuesto: esa prueba es llevar fruto. Carecer de
fruto es estar en el camino al InIerno.

Marcos 4:21–25
Estos versículos parecen tener la intención de reforzar la parábola del
sembrador en la atención de aquellos que la escucharon. Son
extraordinarios por la sucesión de frases breves, expresivas y
proverbiales que contienen. Esas frases son eminentemente
intencionadas para llamar la atención de un oyente ignorante. Suelen
quedar en la memoria cuando el tema principal del sermón se olvida.
En estos versículos aprendemos que no solo debemos recibir
conocimiento, sino impartirlo a otros.
Una luz no se enciende para esconderla y cubrirla, sino para
colocarla en el candelero y utilizarla. A una persona no se le da luz
religiosa para ella sola, sino para beneIcio de otros. Debemos tratar de
extender y difundir nuestro conocimiento. Tenemos que manifestar a
otros el precioso tesoro que hemos encontrado y persuadirles de que lo
busquen ellos. Tenemos que contarles las buenas noticias que hemos
escuchado y esforzarnos por que las crean y las valoren por ellos
mismos.
Todos tendremos que dar cuentas un día de cómo hemos utilizado
nuestro conocimiento. Los libros de Dios en el día del Juicio mostrarán
lo que hemos hecho. Si hemos enterrado nuestro talento en la tierra —
si nos hemos conformado con un cristianismo cómodo, vago, ocioso, y
no nos hemos preocupado de lo que le pasa a otros mientras vayamos
nosotros al Cielo—, eso será revelado terriblemente al Inal: “No hay
nada oculto que no haya de ser manifestado”.
Conviene a todos los cristianos que estas cosas penetren en su
corazón. Ya es tiempo de que la vieja tradición de que solo el clérigo
tiene que enseñar y extender el conocimiento religioso sea refutada y
rechazada para siempre. Hacer el bien y difundir la luz es tarea de la
que todos los miembros de la Iglesia de Cristo son responsables, ya
sean ministros o laicos. Si uno encuentra un remedio infalible en
tiempo de epidemia debe contárselo a sus vecinos. Los cristianos
deben contarle a los demás que han encontrado la medicina para sus
almas si ven que aquellos lo ignoran y la desean. ¿Qué dijo el apóstol
Pedro? “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros”
(1 Pedro 4:10). La Iglesia pasará por días felices cuando obedezca este
texto.
En segundo lugar, en estos versículos aprendemos la importancia
de oír y de considerar bien lo que oímos.
Esto es algo a lo que evidentemente nuestro Señor otorga gran
importancia. Lo hemos visto ya en la parábola del sembrador. Aquí lo
vemos reforzado con dos importantes expresiones: “Si alguno tiene
oídos para oír, oiga”. “Mirad lo que oís”.
Oír la Verdad es una importante vía por la cual la gracia es
comunicada al alma del hombre. “La fe viene por el oír” (Romanos
10:17). Uno de los primeros pasos hacia la conversión es recibir del
Espíritu un oído que escuche. Difícilmente serán llevados los hombres
al arrepentimiento y la fe en Cristo sin oír. Esa regla general es la que
S. Pablo recuerda a los efesios: “habiendo oído la palabra de verdad
[…] y habiendo creído en él […]” (Efesios 1:13).
Tengamos esto en mente cuando oigamos desacreditar la
predicación como medio de gracia. Hay personas poco recomendables
que tratan de bajarla del excelso lugar que la Biblia le otorga. Hay
muchos que proclaman a voz en grito que es mucho más importante
para el alma escuchar la lectura de fórmulas litúrgicas y recibir la Cena
del Señor que escuchar la exposición de la Palabra de Dios.
Guardémonos de todas estas ideas. Establezcamos el principio de que
oír la Palabra es uno de los principales medios de gracia que Dios ha
otorgado al hombre. Demos a todos los demás medios y ordenanzas su
valor apropiado y proporcional. Pero nunca nos olvidemos de las
palabras de S. Pablo: “no menospreciéis las profecías” y su encargo
Inal a Timoteo: “que prediques la palabra” (1 Tesalonicenses 5:20; 2
Timoteo 4:2).
Por último, en estos versículos aprendemos la importancia de un
uso diligente de los privilegios religiosos. ¿Qué dice nuestro Señor? “Al
que tiene, se le dará; y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”.
Este es un principio que encontramos continuamente en la
Escritura. Todo lo que tienen los creyentes es sin duda por gracia. Su
arrepentimiento, fe y santidad son todos dones de Dios. Pero el grado
que alcanza el creyente en la gracia se menciona siempre
estrechamente relacionado con su propia diligencia en el uso de los
medios y su propia Idelidad en vivir plenamente según la luz y el
conocimiento que posee. La indolencia y la holgazanería siempre son
desaprobadas por la Palabra de Dios. Siempre se muestra que el
trabajo y el sufrimiento por escuchar, leer y orar traen su propia
recompensa. “El alma de los diligentes será prosperada” (Proverbios
13:4). “El alma negligente padecerá hambre” (Proverbios 19:15).
La atención a este gran principio es el principal secreto de la
prosperidad espiritual. El hombre que hace rápidos progresos
espirituales —que crece visiblemente en la gracia, en conocimiento,
fuerza y utilidad— siempre será un hombre diligente. No deja piedra
por mover para bien de su alma. Es diligente en el estudio de la Biblia,
diligente en sus devociones personales, diligente al escuchar los
sermones, diligente en su asistencia a la Cena del Señor. Y recoge
según lo que siembra. Igual que los músculos del cuerpo se fortalecen
por medio del ejercicio regular, así se incrementan las bendiciones del
alma por medio de la diligencia al utilizarlas.
¿Queremos crecer en gracia? ¿Deseamos tener una fe más fuerte,
una mayor esperanza y un conocimiento más claro? Sin duda, si somos
verdaderos cristianos. Entonces vivamos en conformidad con la luz
recibida y aprovechemos cada oportunidad. Nunca olvidemos las
palabras de nuestro Señor en este pasaje. “Con la medida con que
[medimos] (nuestras almas), [nos] será medido”. Cuanto más hagamos
por nuestras almas, más descubriremos que Dios hace por ellas.

Marcos 4:26–29
La parábola contenida en estos versículos es breve y solo se recoge en
el Evangelio de S. Marcos. Pero debería resultar profundamente
interesante para todos aquellos con razones para conIar en que son
verdaderos cristianos. Pone ante nosotros la historia de cómo actúa la
gracia en el alma de un individuo. Nos llama a un examen de nuestra
propia experiencia en cuanto a las cosas divinas.
Hay algunas expresiones en la parábola que no debemos forzar
demasiado: “Y duerme y se levanta” en referencia al agricultor y “de
noche y de día”. Tanto en esta como en otras muchas parábolas de
nuestro Señor, debemos tener en mente con cuidado el alcance y
objeto de toda la historia y no hacer mucho hincapié en estas
cuestiones secundarias. En el caso que nos ocupa, la enseñanza
principal es el gran parecido entre algunas acciones que tienen que ver
con el cultivo del grano y la obra de gracia en el corazón. En esto
centraremos nuestra atención.
Se nos enseña, en primer lugar, que en la obra de la gracia, como
en el crecimiento del grano, debe haber un sembrador.
La tierra, como sabemos, nunca produce grano por sí misma.
Produce cizaña, pero no trigo. Este debe ser sembrado y esparcido por
la mano del hombre, o nunca habrá cosecha.
De forma similar, el corazón del hombre por sí solo nunca se volverá
a Dios ni se arrepentirá, ni creerá ni obedecerá. Está tremendamente
desprovisto de gracia. Está completamente muerto para Dios y es
incapaz de darse a sí mismo vida espiritual. El Hijo del hombre debe
quebrantarlo por su Espíritu y otorgarle una nueva naturaleza. Debe
esparcir la buena semilla de la Palabra por mano de sus ministros que
están en la obra.
Señalemos bien esta verdad. La gracia en el corazón del hombre es
una planta exótica. Es un nuevo principio externo enviado desde el
Cielo e implantado en el alma. Por sí sola, ninguna persona viva busca
a Dios nunca. Y para comunicar su gracia, Dios suele trabajar
utilizando medios. Despreciar a los maestros y predicadores como
instrumentos es esperar grano donde no se ha sembrado semilla.
Se nos enseña, en segundo lugar, que en la obra de la gracia, como
en el crecimiento del grano, hay mucho que se aleja de la comprensión
y el control del hombre.
El granjero más sabio de la Tierra nunca puede explicar todo lo que
ocurre en un grano de trigo una vez sembrado. Conoce el hecho
general de que, a menos que lo ponga en la tierra y lo cubra, no habrá
grano en el tiempo de la cosecha. Pero no puede ordenar la
prosperidad de cada grano. No puede explicar por qué algunos granos
salen adelante y otros mueren. No puede especiIcar la hora o el
minuto cuando la vida comenzará a surgir. No puede deInir qué es la
vida. Estos son asuntos que debe dejar a un lado. Él siembra su semilla
y le deja el crecimiento a Dios, que es quien lo da (cf. 1 Corintios 3:7).
Esta actuación de la gracia en el corazón es tremendamente
misteriosa y no se puede investigar. No podemos explicar por qué la
Palabra produce efectos en una persona y en una congregación y no en
otras. No podemos explicar por qué, en algunos casos —teniendo
todas las ventajas y a pesar de muchos ruegos—, la gente rechaza la
Palabra y continúa muerta en sus delitos y pecados. No podemos
explicar por qué, en otros casos —a pesar de todas las diIcultades y
sin estímulos—, las personas nacen de nuevo y se convierten en
cristianos comprometidos. No podemos deInir la forma en que el
Espíritu de Dios comunica vida a un alma y el proceso exacto por el
que un creyente recibe una nueva naturaleza. Todas estas cosas están
escondidas para nosotros. Vemos determinados resultados pero no
podemos avanzar más. “El viento sopla de donde quiere, y oyes su
sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel
que es nacido del Espíritu” (Juan 3:8).
Destaquemos también esta verdad, porque es tremendamente
instructiva. Es humillante sin duda para los ministros y maestros de
otros. La mayor de las habilidades, la predicación más poderosa y la
obra más diligente no pueden forzar el éxito. Solo Dios puede dar vida.
Pero es una verdad que, al mismo tiempo, constituye un antídoto
admirable para el exceso de esmero y el pesimismo. Nuestra principal
obra es sembrar la semilla. Hecho esto, podemos esperar con fe y
paciencia el resultado. Podemos dormir y levantarnos “de noche y de
día” y dejar nuestra obra en manos del Señor. Solo Él puede dar éxito
y, si lo cree conveniente, lo hará.
Se nos enseña, en tercer lugar, que en la obra de la gracia, como en
el crecimiento del grano, la vida se mani.esta gradualmente.
Hay un proverbio muy cierto que dice: “La naturaleza no hace nada
de golpe”. La semilla madura del grano no aparece de repente tan
pronto como germina la semilla. La planta pasa por muchas etapas
antes de llegar a la perfección: “primero hierba, luego espiga, después
grano lleno en la espiga”. Pero en todas estas etapas hay una cosa
cierta: aunque sea débil, se trata de una planta viva.
La obra de la gracia, de igual manera, continúa en el corazón
progresivamente. Los hijos de Dios no nacen perfectos en la fe, en
esperanza, en conocimiento o en experiencia. Su comienzo es
generalmente un “día de las pequeñeces”. Ven en parte su propia
iniquidad, la plenitud de Cristo y la belleza de la santidad. Pero, a pesar
de ello, el más débil hijo de la familia de Dios es un verdadero hijo de
Dios. A pesar de toda su debilidad e inseguridad, está vivo. La semilla
de la gracia ha germinado verdaderamente en su corazón aunque al
presente solo sea una brizna de hierba. Ha resucitado de la muerte. Y
el hombre sabio dice: “Mejor es perro vivo que león muerto”
(Eclesiastés 9:4).
Señalemos también esta verdad porque está llena de consuelo. No
despreciemos la gracia considerándola débil ni pensemos que
determinadas personas no se han convertido porque no son aún tan
fuertes en la fe como S. Pablo. Recordemos que la gracia, como todo lo
demás, debe tener un comienzo. El más poderoso roble fue una vez
una bellota. El hombre más fuerte fue una vez un bebé. Es mil veces
mejor una brizna de gracia que la ausencia absoluta de ella.
Se nos enseña, por último, que en la obra de la gracia, como en el
crecimiento del grano, no hay cosecha hasta que la semilla está
madura.
Ningún agricultor piensa en cortar su grano cuando está verde.
Espera hasta que el Sol, la lluvia, el calor y el frío hayan efectuado su
trabajo y las espigas doradas estén listas. Entonces, y no antes, mete
la hoz y junta todo el grano en el granero.
Dios lleva a cabo su obra de gracia exactamente de la misma
forma. Nunca saca a su gente del mundo hasta que está madura y
lista. Nunca se la lleva hasta que su obra está hecha. Nadie muere en
un momento equivocado, aunque en ocasiones algunas muertes les
resulten muy misteriosas al hombre. Josías y Santiago, el hermano de
Juan, fueron cortados cuando eran muy útiles. A nuestro propio rey
Eduardo VI no se le permitió llegar a la edad adulta. Pero veremos en el
día de la resurrección que fue necesario. Todo fue bien hecho en
cuanto a sus muertes, así como en cuanto a sus nacimientos. El gran
Agricultor nunca corta su grano hasta que está maduro.
Dejemos esta parábola con esta verdad en nuestras mentes y que
nos sea de consuelo en cuanto a la muerte de los creyentes.
Descansemos con la satisfacción de saber que no hay azar, ni
accidente, ni error en cuanto a la muerte de ningún hijo de Dios. Todos
ellos son la cosecha de Dios, y Él sabe mejor que nadie cuándo están
listos para la siega.

Marcos 4:30–34
La parábola de la semilla de mostaza es una de aquellas parábolas que
forma parte tanto de la Historia como de la profecía. Parece que
pretende ilustrar la historia de la Iglesia visible de Cristo en la Tierra
desde el tiempo de la Primera Venida hasta el día del Juicio. La semilla
que se echa en la tierra en la parábola anterior nos muestra la obra de
gracia en el corazón. La semilla de mostaza nos muestra el progreso
del cristianismo profesante en el mundo.
Aprendemos, en primer lugar, que, como la semilla de mostaza, la
Iglesia visible de Cristo sería pequeña y débil al principio.
La semilla de mostaza era un ejemplo típico entre judíos para hablar
de algo muy pequeño e insigniIcante. Nuestro Señor dice que “es la
más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra”. Dos veces en
los Evangelios encontramos que nuestro Señor utiliza esta Igura como
una forma de ilustrar una fe débil (Mateo 17:20; Lucas 17:6). La idea
resultaba sin duda familiar a la mentalidad judía, por muy extraña que
pueda sonarnos a nosotros. Aquí, como en otros lugares, el Hijo de
Dios nos muestra la sabiduría de utilizar un lenguaje familiar para las
mentes de aquellos a quienes nos dirigimos. Sería difícil encontrar un
símbolo que represente la historia de la Iglesia visible de Cristo con
una Idelidad mayor que la semilla de mostaza.
La debilidad y la aparente insigniIcancia fueron sin duda
características de su comienzo. ¿Cómo vino al mundo su Cabeza y
Rey? Como un débil bebé, nacido en un pesebre en Belén, sin riquezas,
ejércitos, sirvientes ni poder. ¿Quiénes eran aquellos a quienes la
Cabeza de la Iglesia reunió a su alrededor y a quienes nombró
apóstoles? Eran personas pobres y sin conocimientos: pescadores,
publicanos y hombres de ocupaciones parecidas, al parecer la gente
más inapropiada para conmover al mundo. ¿Cuál fue el último acto
público del ministerio terrenal de la gran Cabeza de la Iglesia? Fue
cruciIcado como un malhechor entre dos ladrones, tras haber sido
abandonado por casi todos sus discípulos, traicionado por uno de ellos
y negado por otro. ¿Cuál fue la doctrina que llevó a los primeros
ediIcadores de la Iglesia del aposento alto en Jerusalén a predicar a la
Humanidad? Fue una doctrina que para los judíos era piedra de
tropiezo y para los griegos locura. ¡Fue una proclamación de que Aquel
que era la gran Cabeza de su nueva religión había sido cruciIcado y
que, sin embargo, ellos ofrecían al mundo vida por medio de su
muerte! En todo esto, la mente del hombre no puede percibir sino
debilidad y limitaciones. Verdaderamente el símbolo de la semilla del
grano de mostaza se veriIcó y se cumplió hasta la última letra. A los
ojos del hombre, el comienzo de la Iglesia visible fue despreciable,
insigniIcante, débil y pequeño.
Aprendemos, en segundo lugar, que, como la semilla de mostaza, la
Iglesia visible, una vez plantada, tenía que crecer y aumentar mucho.
“El grano de mostaza […] después de sembrado, crece, y se hace la
mayor de todas las hortalizas”. Estas palabras pueden sonar llamativas
para los oídos ingleses. No estamos acostumbrados a ese crecimiento
en nuestro frío clima norteño. Pero para aquellos que conocen los
países orientales no hay nada sorprendente en ello. El testimonio de
los viajeros documentados y experimentados es que ese crecimiento
es tanto posible como probable.
No se puede escoger una Igura más claramente aplicable al
crecimiento e incremento de la Iglesia visible de Cristo en el mundo.
Comenzó a crecer desde el día de Pentecostés y creció con una rapidez
que nada puede producir salvo la mano de Dios. Creció
maravillosamente cuando 3000 almas se convirtieron de golpe y 5000
más pocos días después. Creció de forma maravillosa cuando en
Antioquía, en Éfeso, en Filipo, en Corinto y en Roma se formaron
congregaciones y el cristianismo se estableció Irmemente. Creció
maravillosamente cuando, al In, la religión despreciada de Cristo se
extendió por la mayor parte de Europa, Asia Menor y el norte de África
y, a pesar de la feroz persecución y oposición, suplantó la idolatría
pagana y se convirtió en el credo profesado por todo el imperio
romano. Ese crecimiento debió de ser maravilloso a los ojos de
muchos. Pero solo era lo que nuestro Señor había anticipado en la
parábola que tenemos ante nosotros. El Reino de Dios es “como el
grano de mostaza”.
La Iglesia visible de Cristo no ha dejado de crecer. A pesar de la
triste apostasía de algunas de sus ramas y la deplorable debilidad de
otras, se sigue extendiendo y expandiendo por el mundo. Han seguido
surgiendo continuamente nuevas ramas en América, India, Australia,
África, China y las islas de los Mares del Sur durante los últimos
cincuenta años. Sin duda los males son muchos. Abundan la falsa
profesión de fe y la corrupción. Pero aún, en general, el paganismo
sigue menguando, se va consumiendo y desvaneciendo. A pesar de
todas las predicciones de Voltaire y Payne, a pesar de los enemigos y
traiciones internas, la Iglesia visible progresa, la semilla de mostaza
continúa creciendo.
Y podemos estar seguros de que la profecía no se ha cumplido.
Llegará un día en que Aquel que es la gran Cabeza de la Iglesia
manifestará su poder y su Reino y pondrá a todos los enemigos bajo
sus pies. La Tierra será llena del conocimiento de Dios como las aguas
cubren el mar (cf. Habacuc 2:14). Satanás será atado. Los paganos
serán herencia de nuestro Señor y poseerá hasta las partes más
remotas de la Tierra. Y entonces esta parábola llegará a su pleno
cumplimiento. La pequeña semilla se convertirá en un gran árbol y
llenará toda la Tierra (cf. Daniel 2:35).
Dejemos la parábola con una decisión de no despreciar nunca
ningún movimiento ni instrumento en la Iglesia de Cristo porque al
principio sea débil y pequeño. Recordemos el pesebre de Belén y
aprendamos sabiduría. El nombre de Aquel que descansó en él, un
bebé indefenso, es ahora conocido en todo el mundo. La pequeña
semilla que fue plantada el día que Jesús nació se ha convertido en un
gran árbol, y nosotros mismos disfrutamos de su sombra. Hagamos un
principio inamovible de nuestra religión el no menospreciar el día de
las pequeñeces (cf. Zacarías 4:10). Un niño puede ser el comienzo de
una escuela Horeciente; una conversión, el comienzo de una iglesia
fuerte; una palabra, el comienzo de una empresa cristiana bendecida;
una semilla, el comienzo de una rica cosecha de almas salvadas.

Marcos 4:35–41
Estos versículos describen una tormenta sobre el mar de Galilea
cuando nuestro Señor y sus discípulos estaban cruzándolo y un milagro
de nuestro Señor al calmar la tormenta en un instante. Pocos milagros
relatados en el Evangelio resultaron tan impresionantes para los
discípulos como este. Cuatro de ellos eran pescadores. Pedro, Andrés,
Santiago y Juan conocían con toda probabilidad el mar de Galilea y sus
tormentas desde su juventud. Pocos sucesos en los viajes de nuestro
Señor de un lado a otro sobre la tierra contienen una instrucción más
rica que el relatado en este pasaje.
Aprendamos, en primer lugar, que el servicio a Cristo no libra a sus
siervos de las tormentas. Allí estaban los doce discípulos cumpliendo
con su obligación. Seguían obedientemente a Jesús adondequiera que
este fuera. Asistían diariamente cuando ministraba y escuchaban sus
palabras. Estaban dando un testimonio diario al mundo de que,
independientemente de lo que pensaran los escribas y los fariseos,
ellos creían en Jesús, amaban a Jesús y no se avergonzaban de
abandonarlo todo por Él. Pero aquí vemos a estos hombres con
problemas llevados de un lado a otro por una tempestad y en peligro
de hundirse.
Aprendamos bien esta lección. Si somos verdaderos cristianos, no
debemos esperar gran suavidad en nuestro viaje al Cielo. No debe
parecernos extraño que tengamos que pasar por enfermedades,
pérdidas, aHicciones y desengaños igual que los demás. Nuestro
Salvador ha prometido darnos un perdón gratuito y completo, gracia
para el camino y gloria al Inal. Pero nunca ha prometido que no
vayamos a tener aHicciones. Nos ama demasiado como para
prometernos eso. Por medio de la aHicción nos enseña muchas
lecciones preciosas que sin ella nunca aprenderíamos. Por medio de la
aHicción nos muestra nuestro vacío y nuestra debilidad, nos conduce al
trono de la gracia, puriIca nuestras emociones, nos aparta del mundo,
nos hace anhelar el Cielo. En la mañana de resurrección todos diremos:
“Bueno es para mí ser aHigido” (Salmo 119:71 LBLA). Daremos gracias
a Dios por cada tormenta.
Aprendamos, en segundo lugar, que nuestro Señor Jesucristo fue
realmente un verdadero hombre. Se nos dice en estos versículos que,
cuando comenzó la tormenta y las olas golpeaban la barca, Él estaba
en la parte de atrás “dormido”. Tenía un cuerpo exactamente como el
nuestro, un cuerpo que pasaba hambre y sed y que sentía dolor, se
cansaba y necesitaba descansar. No nos sorprende su necesidad de
descanso en esta ocasión. Había sido diligente en los negocios de su
Padre todo el día. Había estado predicando a una gran multitud al aire
libre. No es de extrañar que “cuando llegó la noche” y acabó su obra,
se quedara dormido.
Pongamos atención también a esta lección. El Salvador en quien se
nos manda conIar es verdaderamente tanto hombre como Dios.
Conoce las pruebas del hombre porque las ha experimentado. Conoce
las debilidades del cuerpo del hombre porque las ha sentido. Puede
comprender bien lo que queremos decir cuando clamamos a Él
pidiendo ayuda en este mundo de necesidad. Es exactamente el
Salvador que los hombres y las mujeres, con sus huesos fatigados y
sus cabezas doloridas en un mundo agotador, necesitan para su ánimo
cada mañana y cada noche. “No tenemos un sumo sacerdote que no
pueda compadecerse de nuestras debilidades” (Hebreos 4:15).
Aprendamos, en tercer lugar, que nuestro Señor Jesucristo, como
Dios, es omnipotente. Le vemos en estos versículos haciendo algo que
es literalmente imposible. Habla a los vientos y estos le obedecen.
Habla a las olas y se someten a sus órdenes. Transforma la terrible
tormenta en calma con unas palabras: “Calla, enmudece”. Estas
palabras fueron las de Aquel que creó todas las cosas en el principio.
Los elementos conocían la voz de su Dueño y, como siervos
obedientes, callaron inmediatamente.
Observemos también esta lección y Ijémosla en nuestras mentes.
Para el Señor Jesucristo nada es imposible. Ninguna pasión tormentosa
es tan fuerte como para que Él no pueda amansarla. Ningún
temperamento es tan brusco y violento como para que Él no pueda
cambiarlo. Ninguna conciencia está tan angustiada como para que Él
no pueda hablarle de paz y hacer que se tranquilice. Nadie tiene por
qué desesperarse si es capaz de doblegar su orgullo y acudir a Cristo
como un humilde pecador. Cristo puede hacer milagros en su corazón.
Nadie tiene por qué desesperarse por alcanzar el Inal de su viaje si ha
entregado su alma a Cristo para que la guarde. Cristo le ayudará a
afrontar cualquier peligro. Cristo le ayudará a vencer a cada enemigo.
¿Qué importa si nuestros parientes se oponen? ¿Qué importa si
nuestros vecinos se ríen de nosotros? ¿Qué importa si nuestra
situación es difícil? ¿Qué importa si nuestras tentaciones son grandes?
Todo ello no es nada si Cristo está de nuestra parte y estamos en la
barca con Él. Mayor es el que está por nosotros que todos los que
están contra nosotros.
Por último, aprendamos en este pasaje que nuestro Señor Jesucristo
es extremadamente paciente y compasivo en el trato con los suyos.
Vemos a los discípulos en esta ocasión mostrando una gran falta de fe
y dando pie a los temores más impropios. Olvidaron los milagros de su
Maestro y su cuidado de ellos en el pasado. No pensaban en nada
salvo en el peligro presente. Despertaron a nuestro Señor con
impaciencia y le gritaron: “¿No tienes cuidado que perecemos?”. Pero
vemos a nuestro Señor tratándolos con amabilidad y ternura. No los
reprende con brusquedad. No los amenaza con descartarlos a causa de
su incredulidad. Simplemente les hace una pregunta conmovedora:
“¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?”.
Aprendamos bien esta lección. El Señor Jesús es muy compasivo y
misericordioso. “Como el padre se compadece de los hijos, se
compadece Jehová de los que le temen” (Salmo 103:13). No trata con
los creyentes según sus pecados, ni los recompensa según lo que
merecen sus iniquidades. Ve su debilidad. Es consciente de sus
defectos. Conoce todas las carencias de su fe, esperanza, amor y valor.
Y, sin embargo, no los descarta. Es indulgente con ellos
continuamente. Los ama hasta el In. Los levanta cuando caen. Los
restaura cuando se equivocan. Su paciencia, como su amor, es una
paciencia que supera el conocimiento. Cuando ve un corazón recto se
gloría en pasar por alto muchos defectos.
Dejemos estos versículos con el alentador recuerdo de que Jesús no
ha cambiado. Su corazón sigue siendo el mismo que cuando cruzó el
mar de Galilea y calmó la tormenta. Arriba en el Cielo, a la diestra de
Dios, Jesús sigue compadeciéndose, siendo omnipotente, siendo
misericordioso y paciente con su pueblo. Seamos más caritativos y
pacientes con nuestros hermanos en la fe. Puede que se equivoquen
en muchas cosas; pero, si Jesús los ha recibido y puede ser indulgente
con ellos, con toda seguridad nosotros también podemos serlo.
Tengamos más esperanza acerca de nosotros mismos. Puede que
seamos muy débiles, frágiles e inestables; pero, si podemos decir
verdaderamente que venimos a Cristo y creemos en Él, podemos
animarnos. La pregunta a la que la conciencia debe responder no es si
somos como los ángeles, si somos perfectos como lo seremos en el
Cielo. La cuestión es: ¿Somos sinceros y genuinos en nuestra relación
con Cristo? ¿Nos arrepentimos y creemos de verdad?

Marcos 5:1–17
Estos versículos describen uno de aquellos misteriosos milagros que
relatan frecuentemente los Evangelios: la expulsión de un demonio. De
todos los casos similares en el Nuevo Testamento, ninguno se describe
con tanta precisión como este. De los tres evangelistas que relatan la
historia, ninguno lo hace tan plena y detalladamente como S. Marcos.
Vemos en estos versículos, en primer lugar, que la posesión del
cuerpo de un hombre por el demonio era algo real y verdadero en
tiempos del ministerio terrenal de nuestro Señor.
Es un hecho doloroso que no falten supuestos cristianos que tratan
de razonar los milagros de nuestro Señor. Se esfuerzan por explicarlos
con causas naturales y demostrar que no fueron llevados a cabo por
un poder extraordinario. De todos los milagros, no hay ninguno que
ataquen tanto como la expulsión de demonios. No vacilan en negar por
completo la posesión satánica. Nos dicen que no era nada más que
locura, alucinaciones o epilepsia, y que la idea de que demonio pueda
habitar en un cuerpo humano es absurda.
La respuesta mejor y más sencilla a estas objeciones de los
escépticos es una referencia a los claros relatos de los Evangelios y
especialmente al que tenemos ante nosotros en este momento. Los
hechos aquí detallados son tremendamente inexplicables si no
creemos en la posesión satánica. ¡Es evidente que la locura, las
alucinaciones y la epilepsia no son enfermedades contagiosas y en
ningún caso se pueden transmitir a una piara de cerdos! ¡Y, sin
embargo, se nos pide que creamos que, tan pronto como este hombre
quedó sano, 2000 cerdos se arrojaron violentamente por el
despeñadero al mar por un impulso repentino sin aparente causa para
hacer algo así! Ese razonamiento es el colmo de la credulidad. Cuando
las personas se quedan satisfechas con semejantes explicaciones se
encuentran en un lamentable estado mental.
Guardémonos de un espíritu escéptico e incrédulo en todo lo
relativo al diablo. Sin duda hay mucho sobre la posesión satánica que
no comprendemos y que no podemos explicar. Pero no rehusemos por
ello creerlo. El rey de Oriente que no creía en la posibilidad de la
existencia del hielo porque vivía en un país cálido y nunca lo había
visto no era más tonto que aquel que rehúsa creer en la posesión
satánica porque nunca ha visto ningún caso y es incapaz de
comprenderla. Podemos estar seguros de que, sobre el asunto del
diablo y su poder, estamos mucho más cerca de creer demasiado poco
que demasiado. Ha quedado demostrado que no creer en la existencia
y personalidad de Satanás es el primer paso para no creer en Dios.
Vemos en estos versículos, en segundo lugar, lo terriblemente
cruel, poderoso y malvado que es Satanás. En cuanto a estas tres
cosas, el pasaje que nos ocupa está lleno de instrucción.
La crueldad de Satanás se ve en las condiciones miserables del
infeliz hombre de cuyo cuerpo había tomado posesión. Leemos que
“tenía su morada en los sepulcros, y nadie podía atarle, ni aun con
cadenas”, que “nadie le podía dominar. Y siempre, de día y de noche,
andaba dando voces en los montes y en los sepulcros, e hiriéndose con
piedras”, desnudo y sin ropas. Ese es el estado al que el diablo nos
llevaría a todos si pudiera. Se gozaría inHigiéndonos el más terrible de
los sufrimientos, tanto corporal como mental. Casos así son una
muestra borrosa de las aHicciones del InIerno.
El poder de Satanás se ve en las horribles palabras que utiliza el
espíritu inmundo cuando le pregunta nuestro Señor: “¿Cómo te
llamas?”. Él responde diciendo: “Legión me llamo; porque somos
muchos”. Probablemente no tengamos la más remota idea del número,
la sutileza y actividad de los instrumentos de Satanás. Olvidamos que
es el rey de una hueste enorme de espíritus subordinados que hacen
su voluntad. Si nuestros ojos estuvieran abiertos para ver espíritus,
probablemente descubriríamos que están por todas partes en nuestro
camino y en nuestra cama observando nuestros pasos hasta un punto
que no podemos concebir. En privado y en público, en la Iglesia y en el
mundo, hay enemigos ocupados siempre cerca de nosotros de cuya
presencia no somos conscientes.
La malicia de Satanás la vemos en la extraña petición: “Envíanos a
los cerdos”. Al ser arrojados del hombre en cuyo cuerpo habían
habitado durante tanto tiempo de posesión, aún anhelaban hacer
daño. Incapaces de herir nunca más a un alma inmortal, desean partir
para herir a los cerdos que estaban cerca paciendo. Ese es el
verdadero carácter de Satanás. La inclinación de su naturaleza es
hacer daño, matar y destruir. No nos sorprende que lo llamen Apolión,
el destructor.
Guardémonos del hábito de tomarnos a broma al diablo, que a
veces pasa desapercibido. Es una terrible evidencia de la ceguera y
corrupción de la naturaleza humana y algo muy corriente. Cuando sea
correcto en el criminal condenado burlarse de su verdugo, entonces, y
solo entonces, será correcto que el hombre mortal hable con ligereza
de Satanás. Bueno sería para nosotros que nos afanáramos más por
ser conscientes del poder y la presencia de nuestro gran enemigo
espiritual y oráramos más para ser liberados de él. Eran muy ciertas
las palabras de un eminente cristiano que ya está descansando:
“Ninguna oración está completa si no contiene una petición de ser
guardado del diablo”.
Vemos en estos versículos, por último, lo completo que es el poder
y la autoridad del Señor sobre el diablo. Lo vemos en el grito del
espíritu inmundo: “Te conjuro por Dios que no me atormentes”. Lo
vemos en la orden: “Sal de este hombre, espíritu inmundo” y en la
obediencia inmediata que siguió. Lo vemos en el bendito cambio que
inmediatamente tuvo lugar en aquel que estaba poseído. Le
encontraron “sentado, vestido y en su juicio cabal”. Lo vemos en la
petición de todos los demonios: “Envíanos a los cerdos”, confesando su
conciencia de que no podían hacer nada sino salir. Todas estas cosas
muestran que uno más poderoso que Satanás estaba allí. Fuerte como
era el gran enemigo del hombre, estaba en la presencia de Uno más
fuerte que él. Numerosas como eran sus huestes, se enfrentó a Uno
que podía dar órdenes a más de doce legiones de ángeles: “Pues la
palabra del rey es con potestad” (Eclesiastés 8:4).
La verdad que aquí se enseña está llena de consuelo para todos los
cristianos genuinos. Vivimos en un mundo lleno de diIcultades y
engaños. Nosotros mismos somos débiles y estamos rodeados de
debilidad. El horrible pensamiento de que tenemos un potente
enemigo espiritual que siempre nos acecha, sutil, poderoso y malvado
como es Satanás bien podría preocuparnos y desanimarnos. Pero
gracias a Dios tenemos en Jesús un Amigo todopoderoso que puede
salvarnos hasta el Inal. Ya ha triunfado sobre Satanás en la Cruz.
Triunfará sobre él en los corazones de todos los creyentes e
intercederá por estos para que su fe no falte. Y Inalmente triunfará
sobre Satanás por completo cuando venga por segunda vez y le arroje
al fondo del abismo.
Y ahora, ¿somos liberados del poder de Satanás? Esta es al In y al
cabo la gran pregunta que preocupa a nuestras almas. Sigue reinando
y gobernando en los corazones de aquellos que son hijos de
desobediencia (cf. Efesios 2:3). Sigue siendo rey de los impíos. ¿Hemos
roto, por medio de la gracia, sus ligaduras y escapado de su mano?
¿Hemos renunciado verdaderamente a él y a todas sus obras? ¿Le
resistimos diariamente y le hacemos huir? ¿Nos ponemos toda la
armadura de Dios y nos enfrentamos a sus tretas? Nunca descansemos
si no podemos responder aIrmativamente a estas preguntas.

Marcos 5:18–20
La conducta posterior de aquellos a quienes nuestro Señor Jesucristo
sanó y curó en la Tierra no se suele relatar en los Evangelios. A
menudo se describe la curación milagrosa para después dejar la
historia de la persona curada en la oscuridad y pasar a otras cosas.
Pero hay algunos casos profundamente interesantes en los que se
describe la conducta posterior de las personas curadas; y el hombre de
quien se arrojó al diablo en el país de los gadarenos es uno de ellos.
Los versículos que tenemos ante nosotros nos relatan la historia.
Aunque son pocos, están llenos de preciosa instrucción.
Aprendemos en estos versículos que el Señor Jesús conoce mejor
que su pueblo cuál es el lugar correcto que les corresponde. Se nos
dice que, cuando nuestro Señor estaba a punto de abandonar el país
de los gadarenos, “el que había estado endemoniado le rogaba que le
dejara estar con él”. Es fácil de comprender esta petición. Se sentía
agradecido por el bienaventurado cambio que había tenido lugar en él.
Se sentía lleno de amor hacia su Libertador. Pensaba que no podía
hacer nada mejor que seguir a nuestro Señor e ir con Él como
compañero y discípulo. Estaba dispuesto a abandonar su casa y su país
y a seguir a Cristo. Y, sin embargo, aunque parezca extraño a primera
vista, su petición fue rechazada. “Jesús no se lo permitió”. Nuestro
Señor tenía otro trabajo para él. Nuestro Señor veía mejor que él de
qué forma podía gloriIcar más a Dios. “Ve a tu casa, a los tuyos —le
dice—, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y
cómo ha tenido misericordia de ti”.
Hay lecciones de profunda sabiduría en estas palabras. El lugar en
el que desean estar los cristianos no siempre es el mejor lugar para
sus almas. La situación que ellos escogerían si pudieran seleccionar su
camino no siempre es la que Jesús les hace ocupar.
No hay nadie que necesite esta lección tanto como los creyentes
recién convertidos. Ellos suelen ser pobres jueces de lo que
verdaderamente les conviene. Llenos de las nuevas ideas que, por la
gracia de Dios, se les han enseñado, emocionados con la novedad de
su situación actual, viendo todo lo que les rodea con una luz nueva,
con pocos conocimientos profundos aún de Satanás y de la debilidad
de sus propios corazones, sabiendo solo que un poco antes eran ciegos
y ahora, por misericordia, ven; de todas las personas, son los que
están en un peligro mayor de cometer errores. Con las mejores
intenciones son propicios para caer en errores acerca de sus planes en
la vida, sus elecciones, sus movimientos, sus profesiones. Olvidan que
lo que más nos gusta no siempre es lo mejor para nuestras almas y
que la semilla de la gracia necesita el invierno además del verano, el
frío además del calor, para madurar para la gloria.
Oremos para que Dios nos guíe en todos nuestros caminos tras la
conversión y no nos permita equivocarnos en nuestras elecciones o no
tomemos decisiones precipitadas. El lugar y la posición más saludables
para nosotros son aquellos en los que podamos ser más humildes, más
conscientes de nuestra propia iniquidad, más arrastrados a la Biblia y a
la oración, más dirigidos a vivir por fe y no por vista. Puede que no sea
lo que nos gusta. Pero si Cristo por su providencia nos ha colocado en
esa situación, no seamos rápidos en abandonarla. Permanezcamos ahí
con Dios. Lo más importante es no hacer nuestra propia voluntad y
estar donde Jesús quiere que estemos.
Aprendemos en estos versículos, por otro lado, que el hogar del
creyente requiere una atención prioritaria. Se nos enseña esto en las
fuertes palabras que nuestro Señor dirige al hombre antes poseído por
el diablo: “Ve a tu casa, a los tuyos —le dice—, y cuéntales cuán
grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido
misericordia de ti”. Los amigos de este hombre probablemente no le
habrían visto durante años excepto bajo la inHuencia de Satanás. Lo
más seguro es que le hubieran considerado muerto o peor que muerto
y que hubiera sido causa constante de preocupación, ansiedad y
tristeza. Ahí, pues, estaba el camino del deber. Ahí estaba el camino en
el que más podía gloriIcar a Dios: ir a casa y contarle a sus amigos lo
que Jesús había hecho con él. Ser un testigo vivo ante sus ojos de la
compasión de Cristo. Negarse el placer de estar en la presencia
corporal de Cristo para llevar a cabo la más importante obra de ser útil
a los demás.
¡Cuánto hay en estas sencillas palabras de nuestro Señor! ¡Qué
pensamientos deberían estimular en el corazón de todos los
verdaderos cristianos! “Ve a tu casa, a los tuyos”. La casa es el lugar
por encima de todos los demás donde el hijo de Dios debe esforzarse,
en primer lugar, por hacer el bien. El hogar es el lugar donde se le ve
de forma más continua y donde la realidad de su gracia se debe
mostrar de forma más genuina. El hogar es el lugar donde se deben
centrar sus mejores sentimientos. El hogar es el lugar donde se debe
esforzar diariamente por ser testigo de Cristo. El hogar es donde
estaba haciendo daño diariamente por medio de su ejemplo mientras
sirvió al mundo. El hogar es donde tiene su responsabilidad especial de
ser carta viva de Cristo tan pronto como ha sido enseñado por gracia a
servir a Dios. ¡Recordemos estas cosas diariamente! ¡Que nunca se
diga de nosotros que somos santos fuera pero malos en nuestro
entorno doméstico, que hablamos de religión fuera pero somos
mundanos e impíos en nuestra casa!
Y por último, ¿tenemos algo que contar a los demás? ¿Podemos dar
testimonio de alguna obra de gracia en nuestros corazones? ¿Hemos
experimentado alguna liberación del poder del mundo, la carne y el
diablo? ¿Hemos probado la gracia de Cristo? Estas son preguntas
importantes. Si nunca hemos nacido de nuevo y sido hechos nuevas
criaturas, evidentemente no tendremos nada que “contar”.
Si tenemos algo que contar a los demás acerca de Cristo,
decidámonos a hacerlo. No nos quedemos callados si hemos
encontrado paz y descanso en el Evangelio. Hablemos con nuestros
parientes, amigos, vecinos y personas cercanas según las
oportunidades que se nos presenten y contémosles lo que el Señor ha
hecho con nuestras almas. No todos son llamados a ser ministros. No
todos tienen que predicar. Pero todos pueden seguir los pasos del
hombre del que hemos estado leyendo y los pasos de Andrés, Felipe y
la mujer samaritana (cf. Juan 1:41–45; 4:29). Bienaventurado aquel que
no se avergüenza de decir a los demás: “Venid, oíd todos los que
teméis a Dios, y contaré lo que ha hecho a mi alma” (Salmo 66:16).

Marcos 5:21–34
El tema principal de estos versículos es la curación milagrosa de una
mujer enferma. ¡Grande es la experiencia del Señor en casos de
enfermedad! ¡Grande es su compasión por los enfermos y los débiles!
Los dioses paganos se representan generalmente como terribles y
poderosos en la batalla, que se deleitan en el derramamiento de
sangre, como modelos de hombre fuerte y amigos de los guerreros. El
Salvador de los cristianos siempre se presenta ante nosotros como
alguien amable, de trato fácil, que sana a los quebrantados de
corazón, refugio de los débiles y desamparados, consolador de los
angustiados, el mejor amigo de los enfermos. ¿Y no es este
precisamente el Salvador que necesita la naturaleza humana? El
mundo está lleno de dolor y de angustia. En la Tierra, los débiles son
mucho más numerosos que los fuertes.
Señalemos en estos versículos cuánta desgracia ha traído el pecado
al mundo. Leemos acerca de alguien que había tenido una enfermedad
muy dolorosa durante doce años. “Había sufrido mucho de muchos
médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes
le iba peor”. Lo habían intentado en vano por diversos medios. Se
había demostrado que los médicos eran incapaces de curarla. Había
pasado doce largos años luchando contra la enfermedad y la liberación
parecía tan lejana como al principio. “La esperanza que se demora es
tormento del corazón” (Proverbios 13:12).
¡Qué prodigio es que no odiemos el pecado más de lo que lo
hacemos! El pecado es la causa de todo el dolor y la enfermedad que
hay en el mundo. Dios no creó al hombre para que fuera una criatura
débil y con sufrimiento. Fue el pecado, y nada más que el pecado, lo
que introdujo en general todas las enfermedades que ha heredado la
carne. Es al pecado al que debemos cada dolor atroz, cada debilidad
repugnante y cada defecto humillante que sufren nuestros pobres
cuerpos. Tengamos esto en mente. Odiemos el pecado con un odio
piadoso.
Señalemos, en segundo lugar, lo diferentes que son los
sentimientos con los que las personas se acercan a Cristo. Se nos dice
en estos versículos que “le seguía una gran multitud, y le apretaban”.
Pero solo se nos habla de una persona que vino por detrás entre la
multitud, le tocó con fe y fue sanada. Muchos seguían a Jesús por
curiosidad y no obtuvieron beneIcio alguno de Él. Una persona, y solo
una, le siguió con un profundo sentimiento de su necesidad y el poder
de nuestro Salvador la liberó, y esa persona recibió una poderosa
bendición.
Vemos que continuamente pasa lo mismo en la Iglesia de Cristo en
la actualidad. Multitudes van a nuestros lugares de culto y llenan los
bancos. Cientos de personas participan de la Cena del Señor y reciben
el pan y el vino. Pero, de todos estos adoradores y participantes, ¡cuán
pocos obtienen verdaderamente algo de Cristo! La moda, las
costumbres, las formas, el hábito, el amor a la emoción o la curiosidad
por oír son las verdaderas motivaciones de la inmensa mayoría. Solo
unos pocos de aquí y de allá tocan a Cristo por medio de la fe y van a
casa “en paz”. Puede que parezcan palabras duras, pero ¡por
desgracia son demasiado ciertas!
Señalemos, en tercer lugar, lo inmediata e instantánea que fue la
curación que recibió esta mujer. Tan pronto como tocó las ropas de
nuestro Señor, fue sanada. Lo que ella había buscado en vano durante
doce años fue llevado a cabo en un momento. La curación que muchos
médicos no habían podido llevar a cabo se efectuó en un instante. “Y
sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote”.
No podemos dudar de que aquí podemos ver un símbolo de la
liberación que conIere el Evangelio a las almas. La experiencia de
muchas conciencias abatidas ha sido exactamente como la de esta
mujer con su enfermedad. Muchas personas pasaron tristes años en
búsqueda de paz con Dios y no la encontraron. Buscaron remedios
terrenales y no encontraron liberación alguna. Se cansaron de ir de un
lugar a otro y de una iglesia a otra y, después de todo, no se sintieron
nada mejor sino mucho peor. Pero al In encontraron descanso; ¿y
dónde? En el mismo lugar que esta mujer: en Jesucristo. Cesaron de
intentarlo con sus medios. Dejaron de mirar a su entorno y de contar
con sus esfuerzos para encontrar liberación. Fueron a Cristo mismo
como humildes pecadores y se entregaron a su misericordia.
Inmediatamente, la carga cayó de sus hombros. El agotamiento se
tornó en gozo y la ansiedad en paz. Un poco de fe genuina puede
hacer mucho más por el alma que cien privaciones impuestas por uno
mismo. Una mirada a Jesús es más eIcaz que años de cilicio y cenizas.
¡No olvidemos nunca esto en nuestros días de angustia! Dirigirse
personalmente a Cristo es el verdadero secreto para la paz con Dios.
Señalemos, en cuarto lugar, lo muy conveniente que es que los
cristianos con.esen ante los hombres los bene.cios que reciben de
Cristo. Vemos que a esta mujer no se le permitió ir a casa cuando se
curó sin que su sanidad fuera conocida. Nuestro Señor preguntó quién
le había tocado y “miraba alrededor para ver quién había hecho esto”.
Sin duda sabía perfectamente el nombre y la historia de aquella mujer.
No necesitaba que nadie se la contara. Pero deseaba enseñarle, a ella
y a todos los que le rodeaban, que las almas sanadas deben reconocer
públicamente la misericordia recibida.
Aquí hay una lección que todos los verdaderos cristianos deberían
recordar. No debemos avergonzarnos de confesar a Cristo ante los
hombres y dejar que otros sepan lo que ha hecho por nuestras almas.
Si hemos encontrado paz por medio de su sangre y hemos sido
renovados por su Espíritu, no debemos vacilar en admitirlo en cada
ocasión que se nos presente. No es necesario tocar la trompeta por las
calles e imponer nuestra experiencia a todo el mundo. Lo único que se
pide es una voluntad de reconocer a Cristo como nuestro Señor sin
retroceder ante las burlas o la persecución que quizá provoquemos al
actuar así. No se nos pide más; pero tampoco deberíamos
conformarnos con menos de esto. Si nos avergonzamos de Jesús ante
los hombres, un día Él se avergonzará de nosotros ante su Padre y los
ángeles.
Señalemos, por último, el precioso don que es la fe. “Hija —le dice
nuestro Señor a la mujer que ha sido sanada—, tu fe te ha hecho salva;
ve en paz”.
De todos los dones cristianos, ninguno se menciona tanto en el
Nuevo Testamento como la fe y ninguno se recomienda tan
encarecidamente. Ningún otro don gloriIca tanto a Cristo. La
esperanza aporta más expectación de cosas buenas venideras. El amor
aporta un corazón cálido y dispuesto. La fe aporta una mano vacía, lo
recibe todo y no puede dar nada a cambio. Ningún don es tan
importante para el alma del cristiano. Por fe comenzamos. Por fe
vivimos. Por fe perseveramos. Caminamos por fe y no por vista. Por fe
vencemos. Por fe tenemos paz. Por fe entramos en el reposo. Ningún
don debe ser motivo de más investigación acerca de nosotros mismos.
Debemos preguntarnos con frecuencia: ¿Creo realmente? ¿Es mi fe
verdadera, genuina y el don de Dios?
¡Nunca descansemos hasta que no podamos dar una respuesta
satisfactoria a estas preguntas! Cristo no ha cambiado desde el día en
que aquella mujer fue sanada. Sigue siendo misericordioso y poderoso
para salvar. Solo se necesita una cosa si deseamos salvación. Esa
única cosa necesaria es la mano de la fe. Quien “toque” a Jesús será
restaurado por completo.

Marcos 5:35–43
En estos versículos se relata un gran milagro. Una niña muerta es
devuelta a la vida. Por muy poderoso que sea el “rey de los horrores”,
hay Uno que es más poderoso. Las llaves de la muerte están en manos
de nuestro Señor Jesucristo. Él, un día, “destruirá a la muerte para
siempre” (Isaías 25:8).
Aprendamos de estos versículos que el rango no aleja a nadie del
sufrimiento. Jairo era un “principal”; pero la enfermedad y los
problemas llegaron también a su casa. Probablemente contaba con
riquezas y con toda la ayuda médica que las riquezas pueden
conseguir; pero el dinero no puede alejar a la muerte de su hija. Las
hijas de los principales sufren enfermedades como las de los pobres.
Las hijas de los principales también mueren.
Es bueno que recordemos esto. Somos demasiado dados a olvidarlo.
Con frecuencia pensamos y hablamos como si la posesión de riquezas
fuera el gran antídoto para el sufrimiento y como si el dinero pudiera
asegurarnos contra la enfermedad y la muerte. Pero pensar así es
estar completamente ciego. Solo tenemos que mirar a nuestro
alrededor para ver cientos de pruebas de lo contrario. La muerte llega
tanto a los palacios como a las barracas, a los patrones como a los
arrendatarios, a los ricos como a los pobres. Aparece sin ceremonias.
No se retrasa a conveniencia de uno. No se le puede prohibir la
entrada con cerraduras o rejas. “Está establecido para los hombres que
mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27).
Todos acaban en el mismo lugar: en la tumba.
Podemos estar seguros de que hay mucha más igualdad en lo que
espera a los hombres de lo que parece a primera vista. La enfermedad
es una gran niveladora. No hace distinciones. El Cielo es el único lugar
donde “no dirá el morador: estoy enfermo” (Isaías 33:24).
¡Bienaventurados aquellos que ponen sus esperanzas en las cosas de
arriba! Ellos, y solo ellos, tienen un tesoro que es incorruptible. Aún un
poco y estarán donde ya no escucharán más malas noticias. Toda
lágrima desaparecerá de sus rostros. Ya no habrá más lamentos. Nunca
más escucharán esas tristes palabras: “Tu hija [tu hijo, tu esposa, tu
marido] ha muerto”. Las cosas primeras habrán pasado.
Aprendamos, por otro lado, qué todopoderoso es nuestro Señor
Jesucristo. Ese mensaje que traspasó el corazón del principal
diciéndole que su hija había muerto no frenó a nuestro Señor ni por un
momento. Inmediatamente alentó el poco ánimo del padre con estas
misericordiosas palabras: “No temas, cree solamente”. Fue a la casa
donde muchos estaban llorando y lamentándose y entró en la
habitación donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “Niña, a
ti te digo, levántate”. Inmediatamente el corazón comenzó a latir de
nuevo y el aliento volvió al cuerpo sin vida. “La niña se levantó y
andaba”. No resultan sorprendentes las palabras que siguen: “Se
quedaron completamente atónitos” (LBLA).
Pensemos por un momento lo maravilloso que fue el cambio que
tuvo lugar en aquella casa. De llorar a regocijarse, de lamentarse a
felicitarse, de la muerte a la vida, ¡qué enorme y maravillosa debió de
ser la transición! Solo pueden saberlo quienes han visto la muerte cara
a cara y la luz de su casas apagadas, y han sentido la espada clavarse
en su corazón. Ellos, y solo ellos, pueden imaginarse lo que debió de
sentir la familia de Jairo cuando vio a su amada volver a su seno por el
poder de Cristo. ¡Debieron de tener una feliz reunión familiar aquella
noche!
Veamos en este glorioso milagro una prueba de lo que Jesús puede
hacer por las almas muertas. Puede levantar a nuestros hijos de la
muerte de los delitos y pecados y hacer que caminen ante Él con una
vida nueva. Puede tomar a nuestros hijos e hijas de la mano y decirles:
“levántate” y hacer que ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió
por ellos y resucitó. ¿Tenemos un alma muerta en la familia? Pidamos
al Señor que venga y la resucite (cf. Efesios 2:1). Enviémosle mensaje
tras mensaje y supliquemos ayuda. Aquel que socorrió a la hija de Jairo
sigue abundando en misericordia y siendo omnipotente.
Por último, veamos en este milagro una promesa bendita de lo que
nuestro Señor hará en el día de su Segunda Venida. Llamará a su
pueblo creyente de sus tumbas. Les proporcionará un cuerpo mejor,
más glorioso y más hermoso del que tuvieron en los días de su
peregrinaje. Reunirá a sus elegidos del Norte, del Sur, del Este y del
Oeste para ya no marcharse ni morir jamás. Los padres creyentes
volverán a ver a los hijos creyentes. Los maridos creyentes verán de
nuevo a sus esposas creyentes. No nos lamentemos como los que no
tienen esperanza por amigos que han muerto en Cristo. Ni aun el
creyente más joven o más querido puede morir antes de su tiempo
apropiado. Miremos hacia adelante. Hay una gloriosa mañana de
resurrección que llegará. “Traerá Dios con Jesús a los que durmieron en
él” (1 Tesalonicenses 4:14). Algún día estas palabras se cumplirán por
completo: “De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte.
Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol” (Oseas
13:14). Aquel que resucitó a la hija de Jairo aún vive. Cuando reúna su
rebaño a su alrededor en el último día, no faltará ningún cordero.

Marcos 6:1–6
Este pasaje nos muestra a nuestro Señor Jesucristo en “su tierra”, en
Nazaret. Es una triste ilustración de la maldad del corazón humano y
merece especial atención.
Vemos, en primer lugar, la tendencia del hombre a infravalorar las
cosas con las que está familiarizado. Los hombres de Nazaret “se
escandalizaban” de nuestro Señor. No creían posible que alguien que
había vivido tantos años entre ellos y a cuyos hermanos y hermanas
conocían podía merecer que se le siguiera como maestro público.
Nunca lugar alguno sobre la Tierra tuvo privilegios como los de
Nazaret. Durante treinta años, el Hijo de Dios residió en esta ciudad y
fue de un lado a otro recorriendo sus calles. Durante treinta años
caminó con Dios ante los ojos de sus habitantes viviendo una vida
intachable, perfecta. Pero no les sirvió de nada. No estaban dispuestos
a creer el Evangelio cuando el Señor iba a ellos y enseñaba en su
sinagoga. No podían creer que alguien cuyo rostro conocían tan bien y
que había vivido durante tanto tiempo con ellos, comiendo, bebiendo y
vistiéndose como uno de ellos tuviera derecho alguno a reclamar su
atención. “Se escandalizaban de él”.
No hay nada aquí que tenga por qué sorprendernos. Lo mismo
ocurre a nuestro alrededor cada día en nuestro propio país. Las santas
Escrituras, la predicación del Evangelio, las ordenanzas religiosas
públicas y las abundantes muestras de misericordia de que disfruta
Inglaterra son continuamente infravaloradas por los ingleses. Están tan
acostumbrados a todo ello que desconocen los privilegios que tienen.
Es una terrible verdad que en la religión, más que en ninguna otra
cosa, la familiaridad engendra desprecio.
Para algunos de los pertenecientes al pueblo de Dios hay consuelo
en esta parte de la experiencia de nuestro Señor. También para los
ministros Ieles del Evangelio que son rechazados por la incredulidad
de su congregación o de sus oyentes habituales. También para los
verdaderos cristianos que están solos en sus familias y ven que todo lo
que les rodea se aferra al mundo. Recordemos que están bebiendo la
misma copa que su amado Maestro. Deben recordar que Él también
fue despreciado principalmente por aquellos que le conocían mejor.
Deben aprender que la conducta más coherente no hará que otros
adopten sus ideas y opiniones más que el pueblo de Nazaret. Que
sepan que las palabras más tristes de nuestro Señor generalmente se
cumplirán en la experiencia de sus siervos: “No hay profeta sin honra
sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa”.
Vemos, en segundo lugar, lo humilde que era la clase de vida que
nuestro Señor condescendió a llevar antes de comenzar su ministerio
público. La gente de Nazaret decía de Él con desprecio: “¿No es este el
carpintero?”.
Esta es una expresión singular que se encuentra solo en el
Evangelio de S. Marcos. Nos muestra claramente que, durante los
treinta primeros años de su vida, nuestro Señor no se avergonzó de
trabajar con sus manos. ¡Hay algo maravilloso y sobrecogedor en este
pensamiento! Aquel que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay
en ellos —Él, sin quien nada se hizo de lo que fue hecho— es el Hijo de
Dios mismo, adoptó la forma de un siervo y comió el pan con el sudor
de su rostro, como trabajador. Este es verdaderamente el amor que
sobrepasa todo entendimiento. Aunque era rico, sin embargo, por
nosotros se hizo pobre. Tanto en la vida como en la muerte se humilló
para que, por medio de Él, los pecadores pudieran vivir y reinar
eternamente.
Recordemos cuando leemos este pasaje que la pobreza no es
ningún pecado. Nunca debemos avergonzarnos de la pobreza a menos
que nuestros pecados nos la hayan acarreado. Nunca debemos
despreciar a otros porque sean pobres. Es una deshonra ser ladrón,
borracho, avaro o mentiroso; pero no lo es trabajar con nuestras
manos o ganar el pan por medio de nuestro trabajo. La idea de la
carpintería de Nazaret debe acabar con pensamientos de grandeza de
todos lo que convierten las riquezas en un ídolo. No puede ser
deshonroso ocupar la misma posición que el Hijo de Dios y Salvador
del mundo.
Vemos, por último, lo terrible que es el pecado de la incredulidad.
Se utilizan dos expresiones curiosas para enseñar esta lección. Una es
que nuestro Señor “no pudo hacer allí ningún milagro” a causa de la
dureza del corazón de las personas. La otra es que “estaba asombrado
de la incredulidad de ellos”. La primera de ellas muestra que la
incredulidad tiene el poder de privar a las personas de las mayores
bendiciones. La otra muestra que el pecado es tan suicida e
irrazonable que hasta el Hijo de Dios lo observa con sorpresa.
Nunca estamos suIcientemente alerta contra la incredulidad. Es el
pecado más viejo del mundo: Comenzó en el huerto de Edén, cuando
Eva escuchó los consejos del diablo en vez de creer las palabras de
Dios de que morirían. Es el pecado que trae peores consecuencias:
Trajo la muerte al mundo y mantuvo a Israel durante cuarenta años
fuera de Canaán. Es el pecado que más abunda en el InIerno: “El que
no creyere será condenado”. Es el más necio e incoherente de todos
los pecados: Hace que el hombre rechace la más clara evidencia, cierre
sus ojos ante el testimonio más claro y, sin embargo, se crea mentiras.
Y lo peor de todo es que se trata del pecado más habitual en el mundo:
miles de personas son culpables de él en todas partes; profesan ser
cristianos; no saben nada de Paine o de Voltaire; pero, en la práctica,
son verdaderos incrédulos, no creen la Biblia sin reservas ni reciben a
Cristo como su Salvador.
Vigilemos nuestros corazones en cuanto a la incredulidad. El
corazón, y no la cabeza, es la sede de su misterioso poder. No es ni la
necesidad de evidencia ni las diIcultades de la doctrina cristiana lo
que hace que las personas sean incrédulas. Es la voluntad de creer.
Aman el pecado. Están casados con el mundo. En este estado mental
nunca carecen de razones especiosas para aIrmar su voluntad. El
corazón que cree es humilde como el del niño.
Continuemos vigilando nuestros corazones aun tras haber creído. La
raíz de incredulidad nunca es destruida por completo. Solo tenemos
que dejar de vigilar y de orar para que aHore una nueva cosecha de
incredulidad. Ninguna oración es tan importante para nosotros como la
de los discípulos: “Señor, aumenta nuestra fe”.
Marcos 6:7–13
Tres versículos describen el primer envío de los Apóstoles a predicar.
Aquel que es la gran Cabeza de la Iglesia probó a sus ministros antes
de enviarlos solos al mundo. Les enseñó a poner en práctica su poder
para enseñar y a descubrir sus debilidades mientras estaba aún con
ellos. Así, por una parte podía corregir sus errores. Y por otra, eran
capacitados para el trabajo que tendrían que hacer un día y no serían
neóItos cuando Inalmente los dejara solos. Bueno sería para la Iglesia
que todos los ministros del Evangelio fueran preparados para su tarea
de esta manera y no tuvieran con tanta frecuencia que comenzar su
ministerio sin capacitación ni pruebas ni experiencia.
Observemos en estos versículos cómo nuestro Señor Jesucristo
envió a sus apóstoles de dos en dos. S. Marcos es el único evangelista
que menciona este hecho. Merece una atención especial.
No puede haber duda de que este hecho pretende enseñarnos la
ventaja de la compañía cristiana para todo aquel que trabaja para
Cristo. El hombre sabio tenía buenas razones para decir: “Mejor son
dos que uno” (Eclesiastés 4:9). Dos hombres juntos hacen más trabajo
que dos hombre solos. Se ayudarán a valorar las cosas y cometerán
menos errores. Se ayudarán en las diIcultades y fracasarán menos. Se
animarán mutuamente cuando sean tentados a la ociosidad y se
relajarán con menor frecuencia para no caer en la indolencia y en la
indiferencia. Se consolarán el uno al otro en tiempos de prueba y se
deprimirán menos. “¡Ay del solo! Que cuando cayere, no habrá
segundo que lo levante” (Eclesiastés 4:11).
Es probable que este principio no se recuerde suIcientemente en la
Iglesia de Cristo es estos últimos días. La cosecha es sin duda grande
en todo el mundo, tanto en casa como en el extranjero. Los obreros
son evidentemente pocos y la oferta de hombres Ieles mucho menor
que la demanda. Los argumentos para enviar a los obreros de uno en
uno en estas circunstancias son de innegable envergadura. Pero la
conducta de nuestro Señor en esta ocasión es un hecho llamativo. El
hecho de que difícilmente encontremos un caso en los Hechos donde
veamos a Pablo o a algún otro apóstol trabajando completamente solo
es otra circunstancia a destacar. Es difícil no llegar a la conclusión de
que, si la regla de enviarlos de dos en dos se hubiera observado de
forma más estricta, el campo misionero habría obtenido mejores
resultados de los alcanzados.
Hay algo que está claro en todos los casos: la obligación de todos
los obreros de Cristo de trabajar juntos y ayudarse cuanto puedan.
“Hierro con hierro se aguza, y así el hombre aguza el rostro de su
amigo (Proverbios 27:17). Los ministros, los misioneros, los
responsables de distrito y los maestros de escuela dominical deben
tener la oportunidad de reunirse y aconsejarse mutuamente. Las
palabras de S. Pablo contienen una verdad que se olvida muy a
menudo: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a
las buenas obras; no dejando de reunirnos, como algunos tienen por
costumbre, sino exhortándonos” (Hebreos 10:24–25).
Observemos, en segundo lugar, las solemnes palabras que utiliza
nuestro Señor acerca de aquellos que no recibirán ni escucharán a sus
ministros. Les dice: “Será más tolerable el castigo para los de Sodoma
y Gomorra, que para aquella ciudad”.
Esta es una verdad que encontramos con mucha frecuencia en los
Evangelios. Es doloroso pensar que muchos la pasan completamente
por alto. Parece que miles de personas suponen que, mientras asistan
a la iglesia y no asesinen, roben, mientan o quebranten claramente
alguno de los Mandamientos de Dios, no están en gran peligro. Se
olvidan de que se requiere algo más que mera abstinencia de las
irregularidades externas para salvar el alma. No ven que uno de los
mayores pecados que un hombre puede cometer a los ojos de Dios es
escuchar el Evangelio de Cristo y no creerlo, ser invitado a arrepentirse
y creer y continuar sin preocuparse y sin creer. En resumen, rechazar
el Evangelio hundirá a la persona en lo más profundo del InIerno.
Nunca dejemos un pasaje como este sin preguntarnos qué estamos
haciendo con el Evangelio. Vivimos en una tierra cristiana. Tenemos la
Biblia en nuestras casas. Escuchamos acerca de la salvación del
Evangelio con frecuencia cada año. ¿Pero la hemos recibido en
nuestros corazones? ¿La hemos obedecido en nuestras vidas? En
resumen, ¿nos hemos “asido de la esperanza puesta delante de
nosotros” tomando la cruz y siguiendo a Cristo? Si no es así, estamos
mucho peor que aquellos paganos que se inclinaban ante troncos y
piedras. Somos mucho más culpables que los habitantes de Sodoma y
Gomorra. Ellos nunca escucharon el Evangelio y, por tanto, nunca lo
rechazaron. Pero, en cuanto a nosotros, escuchamos el Evangelio y, sin
embargo, no creemos. ¡Escudriñemos nuestros corazones y tengamos
cuidado de que no se pierdan nuestras almas!
Observemos, por último, cuál fue la doctrina que predicaron los
Apóstoles de nuestro Señor. Leemos que “saliendo, predicaban que los
hombres se arrepintiesen”.
La necesidad de arrepentimiento puede parecer a primera vista una
verdad muy sencilla y elemental. Y, sin embargo, se podrían escribir
volúmenes para mostrar la plenitud de esa doctrina y que es apropiada
para cualquier momento y época, y para cualquier rango y clase. Es
inseparable de la idea correcta de Dios, de la naturaleza humana, del
pecado, de Cristo, de la santidad y del Cielo. Todos hemos pecado y
estamos destituidos de la gloria de Dios. Todos necesitamos ser
llevados a una conciencia de nuestros pecados, a entristecernos por
ellos, a un deseo de abandonarlos y a tener hambre y sed de perdón.
Todos, en una palabra, necesitamos nacer de nuevo y acudir a Cristo.
Esto es arrepentimiento para vida. Esto es lo que se requiere para la
salvación de cualquier persona. Esto es lo que se debe presentar al
hombre por parte de quienes profesan enseñar la religión bíblica.
Debemos pedir a los hombres que se arrepientan si deseamos caminar
en los pasos de los Apóstoles, y cuando se hayan arrepentido debemos
pedirles que se arrepientan más y más hasta el último día.
¿Nos hemos arrepentido? Esta, al In y al cabo, es la cuestión que
más nos interesa. Es bien conocido lo que enseñaron los Apóstoles.
Está bien estar familiarizado con todo el sistema doctrinal cristiano.
Pero es mucho mejor conocer el arrepentimiento por experiencia y
experimentarlo interiormente en nuestros corazones. ¡Nunca
descansemos hasta que sepamos y sintamos que nos hemos
arrepentido! No hay impenitentes en el Reino de los cielos. Todos los
que entran allí han sentido su pecado y lo han lamentado, lo han
abandonado y han buscado el perdón. Esta debe ser nuestra
experiencia si esperamos ser salvos.
Marcos 6:14–29
Estos versículos describen la muerte de uno de los más eminentes
santos de Dios. Relatan el asesinato de Juan el Bautista. De todos los
evangelistas, ninguno nos relata esta triste historia de forma tan
completa como S. Marcos. Examinemos las lecciones prácticas que
contiene este pasaje para nuestras almas.
Vemos, en primer lugar, el sorprendente poder de la Verdad sobre
la conciencia. Herodes “teme” a Juan el Bautista mientras vive, y le
preocupa tras su muerte. Un predicador solitario, sin amigos, sin más
arma que la verdad de Dios, inquieta y aterroriza a un rey.
Todo el mundo tiene una conciencia. Aquí radica el secreto del
poder del ministro Iel. Esta es la razón por que Félix tembló y Agripa
fue casi persuadido cuando el prisionero Pablo habló ante ellos. Dios no
ha quedado sin testigos en los corazones de los inconversos. Caído y
corrupto como es el hombre, hay pensamientos dentro de él que le
acusan o le excusan, según como viva, pensamientos que no
desaparecerán y que pueden hacer que aun reyes como Herodes no
descansen y teman.
Nadie debería recordar esto más que los ministros y maestros. Si
predican y enseñan la verdad de Cristo pueden tener la plena
seguridad de que su obra no es en vano. Puede parecer que los niños
no están atentos en las escuelas. Puede parecer que los oyentes no
atienden en las congregaciones. Pero en ambos casos entra mucho
más en la conciencia de lo que ven nuestros ojos. Las semillas a
menudo germinan y dan fruto cuando el sembrador, como Juan el
Bautista, ha muerto o se ha ido.
Vemos, en segundo lugar, lo lejos que puede llegar la gente en la
religión y, a la vez, perder la salvación cediendo ante un pecado
dominante.
El rey Herodes llegó más lejos que muchos. “Temía a Juan, sabiendo
que era varón justo y santo”. Le observaba. “Y oyéndole, se quedaba
muy perplejo” en consecuencia. Y hasta “le escuchaba de buena
gana”. Pero había una cosa que Herodes no quería hacer. No quería
abandonar su adulterio. No quería abandonar a Herodías. Y eso perdió
su alma para siempre.
Que nos sirva de advertencia el caso de Herodes. No permitamos
que nada, ningún vicio favorito, se interponga entre nosotros y la
salvación. Examinemos nuestro interior con frecuencia y
asegurémonos de que no hay lujuria ni transgresiones ocultas que,
como en el caso de Herodías, asesinen nuestras almas. Es preferible
cortarnos la mano derecha y arrancarnos el ojo derecho a ir al InIerno.
No nos contentemos con admirar a nuestros predicadores favoritos y
escuchar de buena gana sermones evangélicos. No descansemos
hasta que podamos decir con David: “Estimé rectos todos tus
mandamientos sobre todas las cosas, y aborrecí todo camino de
mentira” (Salmo 119:128).
Vemos, en tercer lugar, lo enérgicamente que debe censurar el
pecado un .el ministro de Dios. Juan el Bautista habló con claridad a
Herodes acerca de la impiedad de su vida. No puso la excusa de que
era una imprudencia, algo políticamente incorrecto o, en último
término, inútil denunciarlo. No matizaba las cosas ni paliaba la
impiedad del rey utilizando palabras suaves para describir su pecado.
Comunicó a sus oídos regios toda la verdad a pesar de las
consecuencias: “No te es lícito tener la mujer de tu hermano”.
Aquí hay un patrón que todo ministro debe seguir. De forma pública
y privada, desde el púlpito y en las visitas privadas, debe censurar
todo pecado evidente y advertir Ielmente a todos los que viven en él.
Puede que resulte ofensivo. Puede que conlleve una tremenda
impopularidad. A pesar de ello no hay nada que hacer. Es su
obligación. Los resultados corresponden a Dios.
Sin duda hacer algo así requiere mucha gracia y valentía. Sin duda
el que reprende, como Juan el Bautista, debe hacerlo con sabiduría y
amor al llevar a cabo la comisión de su Maestro y censurar al que hace
mal. Pero es una cuestión en la que están en juego maniIestamente su
carácter Iel y caritativo. Si cree que una persona está dañando su
alma, sin duda debe decírselo. Si verdaderamente le ama no debe
permitir que se pierda sin haber sido advertido. Por muy grande que
sea el pecado, a largo plazo el reprensor Iel —por lo general— será
respetado. “El que reprende al hombre hallará después mayor gracia
que el que lisonjea con la lengua” (Proverbios 28:23).
Vemos, en cuarto lugar, lo terriblemente que las personas odian al
reprensor cuando están decididas a seguir en sus pecados. Parece que
Herodías, la infeliz compañera del rey en la iniquidad, se había hundido
mucho más en el pecado que Herodes. Con la conciencia endurecida y
cauterizada por su maldad, odiaba a Juan el Bautista por su testimonio
Iel y nunca descansaría hasta conseguir su muerte.
No nos sorprende esto. Cuando los hombres y las mujeres escogen
su camino y deciden seguir en el pecado no les gusta que nadie les
diga que se aparten de él. Quieren que los dejen en paz. Les irrita la
oposición. Se enfadan cuando se les dice la verdad. El profeta Elías es
llamado “el que turbas a Israel”. El profeta Micaías es odiado por Acab
“porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal”. Los profetas y
predicadores Ieles de todas las épocas han sido tratados así. Algunos,
además de no creerles les odiaban.
Nunca nos sorprendamos cuando oigamos hablar de ministros Ieles
del Evangelio a los que se critica, se odia y se injuria. Más bien
recordemos que se les ordena testiIcar contra el pecado, el mundo y
el diablo y que, si son Ieles, no pueden evitar ofender. No es una
desgracia para el ministro no gustarle a los malvados y a los impíos.
No es un verdadero honor para un ministro ser bien considerado por
todo el mundo. Hay unas palabras de nuestro Señor que no se tienen
suIcientemente en cuenta: “¡Ay de vosotros cuando todos los hombres
hablen bien de vosotros!”
Vemos, en quinto lugar, cuánto pecado sigue en ocasiones a las
.estas y al jolgorio. Herodes celebra su cumpleaños con un espléndido
banquete y un baile acompañado de amigos durante todo el día. En un
momento de emoción accede a la petición de una hija malvada de que
le corten la cabeza a Juan el Bautista. Al día siguiente, con toda
probabilidad, se arrepentiría amargamente de su conducta. Pero ya se
habría hecho. Sería demasiado tarde.
Este es un cuadro Iel de lo que con frecuencia resulta de las Iestas
y las celebraciones. La gente hace cosas en esas ocasiones, debido a
la excitación, de las que después se arrepienten. ¡Bienaventurados los
que se apartan de las tentaciones y evitan dar ocasión al diablo! Las
personas nunca saben hasta dónde pueden llegar cuando se salen de
un terreno Irme. Las horas nocturnas, las habitaciones llenas de gente,
las diversiones espléndidas, las compañías mixtas, la música y el baile
pueden parecer cosas inocuas para muchos. Pero el cristiano nunca
debe olvidar que participar de ellas es abrir una amplia puerta a la
tentación.
Vemos en estos versículos, por último, la pequeña recompensa que
algunos de los siervos de Dios reciben en este mundo. Una prisión
injusta y una muerte violenta fueron el fruto Inal que Juan el Bautista
consiguió por su labor. Como Esteban, Santiago y otros, de quienes el
mundo era indigno, fue llamado a sellar su testimonio con su sangre.
Historias como estas están para recordarnos que las mejores cosas
que esperan al verdadero cristiano están por venir. Su descanso, su
corona, su salario y su recompensa están al otro lado de la tumba.
Aquí, en este mundo, debe andar por fe y no por vista; y, si busca el
reconocimiento del hombre, será decepcionado. Aquí, en esta vida,
debe sembrar, trabajar, luchar y sufrir persecución; y, si espera una
gran recompensa terrenal, espera algo que no encontrará. Pero esta
vida no es todo. Habrá un día de retribución. Queda una gloriosa
cosecha por llegar. El Cielo satisfará a todos. “Cosas que ojo no vio ni
oído oyó, son las cosas gloriosas que Dios ha preparado para los que le
aman”. El valor de la verdadera religión no hay que medirlo por las
cosas que se ven, sino por las que no se ven. “Las aHicciones del
tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en
nosotros ha de manifestarse”. “Esta leve tribulación momentánea
produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de
gloria” (Romanos 8:18; 2 Corintios 4:17).

Marcos 6:30–34
Destaquemos de este pasaje la conducta de los Apóstoles cuando
regresaron de su primera misión como predicadores. Leemos que “se
juntaron con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho, y lo que
habían enseñado”.
Estas palabras son profundamente instructivas. Son un brillante
ejemplo para todos los ministros del Evangelio y para todos los que
trabajan en la gran obra de hacer bien a las almas. Todos ellos
deberían hacer diariamente lo que hicieron los Apóstoles en esta
ocasión. Deben contar todo lo que han hecho a Aquel que es la gran
Cabeza de la Iglesia. Deben exponer toda su obra ante Cristo y pedirle
consejo, guía, fuerza y ayuda.
La oración es el principal secreto del éxito en la ocupación
espiritual. Mueve a Aquel que puede mover Cielo y Tierra. Trae la
ayuda prometida del Espíritu Santo, sin el cual todo es en vano: los
mejores sermones, la enseñanza más clara y la obra más diligente. No
siempre son aquellos que tienen los dones más eminentes quienes
tienen mayor éxito como obreros de Dios. Generalmente son aquellos
que mantienen una comunión más íntima con Cristo y pasan más
tiempo en oración. Son aquellos que claman con el profeta Ezequiel:
“Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y
vivirán” (Ezequiel 37:9). Son aquellos que siguen más Ielmente el
modelo apostólico y persisten “en la oración y en el ministerio de la
palabra” (Hechos 6:4). ¡Bienaventurada aquella iglesia que cuenta con
un ministerio de oración además del de predicación! La pregunta que
debemos plantearnos acerca de un nuevo ministro no es solo si puede
predicar bien, sino si ora mucho por su congregación y por su obra.
Destaquemos, en segundo lugar, las palabras de nuestro Señor a
los Apóstoles cuando regresaron de su primer ministerio público. “Él
les dijo: Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un
poco”.
Estas palabras están llenas de sensibilidad. El Señor sabe que sus
siervos son carne además de espíritu y tienen cuerpos además de
almas. Sabe que también tienen un tesoro en vasos de barro y son
débiles. Les muestra que no espera de ellos más de lo que puede
soportar su fuerza corporal. Les pide lo que pueden hacer y no lo que
no pueden hacer. “Venid vosotros aparte —les dice— y descansad un
poco”.
Estas palabras también están llenas de profunda sabiduría. Nuestro
Señor sabe bien que sus siervos deben atender a sus almas así como a
las almas de los demás. Sabe que una atención constante a la obra
pública puede hacernos olvidar nuestros asuntos personales y que, a la
vez que guardamos las viñas de los demás, estamos en peligro de
desatender las nuestras (cf. Cantares 1:6). Nos recuerda que es bueno
que los ministros se aparten ocasionalmente del ministerio público y
miren en su interior. “Venid vosotros aparte a un lugar desierto”, les
dice.
Hay pocos, por desgracia, en la Iglesia de Cristo que necesiten estas
admoniciones. No hay sino unos pocos en peligro de sobrecargarse de
trabajo y hacer daño a sus cuerpos y almas por una excesiva atención
a los demás. La inmensa mayoría de cristianos profesantes son
indolentes y perezosos y no hacen nada por el mundo que les rodea.
Hay relativamente pocos que necesitan el freno en comparación con
los que requieren la espuela. Pero estos pocos deben dejar entrar en
sus corazones las lecciones de este pasaje. Deben economizar su salud
como un talento y no malgastarla como los jugadores. Deben
conformarse con invertir la ración diaria de fuerzas recibidas y no
apartarse imprudentemente de lo principal. Deben recordar que hacer
poco y bien suele ser la manera de hacer más a largo plazo. Sobre
todo, nunca deben olvidar vigilar sus corazones con atención y apartar
tiempo para examinarse y meditar tranquilamente. La prosperidad del
ministerio de alguien y de su obra pública está íntimamente
relacionada con la prosperidad de su propia alma. El retiro ocasional es
uno de los decretos más útiles.
Por último, destaquemos los sentimientos de nuestro Señor
Jesucristo hacia las personas que van con Él. Leemos que “tuvo
compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor”.
Estaban desprovistos de maestros. No tenían guías sino los ciegos
escribas y fariseos. No tenían alimento espiritual sino tradiciones
humanas. Miles de almas inmortales estaban ante nuestro Señor,
ignorantes, indefensas y en camino a la destrucción. Eso tocó el
misericordioso corazón de nuestro Señor Jesucristo. Tuvo compasión de
ellos “y comenzó a enseñarles muchas cosas”.
Nunca olvidemos que nuestro Señor es el mismo ayer, hoy y por los
siglos. Nunca cambia. Arriba en el Cielo, a la diestra de Dios, sigue
mirando con compasión a los hijos de los hombres. Sigue
compadeciéndose de “los ignorantes y extraviados” (Hebreos 5:2).
Sigue deseando enseñarles muchas cosas. Siendo especial su amor
hacia sus propias ovejas que escuchan su voz, también tiene un gran
amor en general hacia toda la Humanidad, un amor de verdadera
lástima, un amor compasivo. No debemos pasar esto por alto. Pobre
teología es aquella que enseña que Cristo solo se preocupa por los
creyentes. Hay justiIcación en la Escritura para decir al principal de los
pecadores que Jesús se compadece de él y cuida de su alma, que Jesús
desea salvarle y le invita a creer y ser salvo.
Preguntémonos al dejar este pasaje si nosotros conocemos algo de
la mente de Cristo. ¿Estamos, como Él, profundamente preocupados
por las almas de los inconversos? ¿Sentimos, como Él, una profunda
compasión hacia todos los que siguen siendo como ovejas sin pastor?
¿Nos preocupamos por el impenitente y el impío que tenemos cerca?
¿Nos preocupamos por los paganos, los judíos, los mahometanos y los
católicos romanos en tierras extranjeras? ¿Utilizamos todos los medios
y ofrendamos con buena disposición para extender el Evangelio por el
mundo? Estas son preguntas serias que exigen una respuesta seria.
Aquel que no se preocupa en absoluto por las almas de los demás no
es como Jesucristo. Hasta habría que preguntarse si está
verdaderamente convertido y si conoce el valor de su propia alma.

Marcos 6:35–46
De todos los milagros de nuestro Señor Jesucristo, ninguno se describe
con tanta frecuencia en los Evangelios como el que acabamos de leer.
Cada uno de los cuatro Evangelistas fueron inspirados a relatarlo. Es
evidente que eso exige una atención más grande por parte de todos
los lectores de la Palabra de Dios.
Observemos, por un lado, en este pasaje, qué ejemplo nos da este
milagro de que nuestro Señor Jesucristo es todopoderoso. Se nos dice
que alimentó a 5000 hombres con cinco panes y dos peces. Se nos
indica claramente que esta multitud no tenía nada que comer. No se
nos indica menos claramente que solo contaban para su alimentación
con cinco panes y dos peces. Y, sin embargo, leemos que nuestro
Señor tomó estos panes y peces, los bendijo, los partió y los dio a los
discípulos para que los repartieran entre la gente. Y la conclusión del
relato es que “comieron todos, y se saciaron, y recogieron de los
pedazos doce cestas llenas”.
No se puede discutir que esto era poder creador. Llegó a existir algo
real, sólido, substancial, que no existía antes. No hay lugar para la
teoría de que la gente estaba bajo la inHuencia de una ilusión óptica o
de una alucinación. 5000 personas hambrientas nunca habrían
quedado satisfechas si no hubieran notado en sus bocas el alimento
material. Nunca se habrían recogido doce cestas llenas de fragmentos
si los cinco panes no se hubieran multiplicado milagrosamente. En
resumen, está claro que la mano de Aquel que creó el mundo de la
nada estaba presente en aquella ocasión. Nadie sino Aquel que en el
principio creó todas las cosas y envió maná al desierto podía “poner
mesa en el desierto”.
Conviene a todos los cristianos almacenar cosas como estas en sus
mentes y recordarlas en tiempo de necesidad. Vivimos en medio de un
mundo malvado y vemos pocos que estén con nosotros y muchos
contra nosotros. Tenemos dentro de nosotros un corazón débil,
tendente en cualquier momento a apartarse del camino correcto.
Tenemos cerca de nosotros, en todo momento, un diablo ocupado
esperando que nos detengamos y tratando de conducirnos a la
tentación. ¿Adónde nos volveremos en busca de ánimo? ¿Qué
mantendrá viva nuestra fe y nos preservará de hundirnos en la
desesperación? Solo hay una respuesta útil. Debemos mirar a Jesús.
Debemos pensar en su pleno poder y en sus milagros de todos los
tiempos. Debemos traer a nuestra mente cómo puede crear comida
para su pueblo de la nada y suplir los deseos de aquellos que le
siguen, aun en el desierto. Y, al pensar en estas cosas, debemos
recordar que este Jesús sigue vivo y nunca cambia, y también que está
de nuestra parte.
Observemos, por otro lado, en este pasaje, la conducta de nuestro
Señor Jesucristo cuando hubo efectuado el milagro de alimentar a la
multitud. Leemos que “después que los hubo despedido se fue al
monte a orar”.
Hay algo profundamente instructivo en esta circunstancia. Nuestro
Señor no busca la alabanza del hombre. Después de uno de sus
mayores milagros vemos que inmediatamente busca la soledad y
dedica su tiempo a orar. Practicaba lo que había enseñado en otro
lugar cuando dijo: “Entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu
Padre que está en secreto”. Nadie ha hecho nunca las obras poderosas
que hizo Él. Nadie ha hablado palabras como las suyas. Nadie ha
estado jamás tan dispuesto a orar.
Que la conducta de nuestro Señor en este aspecto nos sirva de
ejemplo. No podemos hacer los milagros que Él hizo; en eso es único.
Pero podemos caminar en sus pasos en la cuestión de la devoción
personal. Si tenemos el Espíritu de adopción podemos orar. Decidamos
orar más de lo que lo hemos hecho hasta aquí. Esforcémonos por
encontrar el tiempo, el lugar y la ocasión para estar a solas con Dios.
Sobre todo, no solo oremos antes de trabajar para el Señor, sino
también después de hacer la obra.
Nos iría bien examinar con más frecuencia nuestros hábitos acerca
de la oración personal. ¿Cuánto tiempo dedicamos a ella de las
veinticuatro horas del día? ¿Qué progreso podemos señalar, con el
paso de los años, en la frecuencia, plenitud y seriedad de nuestras
oraciones? ¿Conocemos por experiencia lo que es esforzarnos
intensamente en las oraciones (c.f. Corintios 4:12, LBLA)? Estas son
preguntas sencillas, pero útiles para nuestras almas. Me temo que hay
pocas cosas en las que los cristianos nos apartemos tanto del ejemplo
de Cristo como en el asunto de la oración. El fuerte clamor y las
lágrimas de nuestro Señor, su noche entera en oración a Dios, su retiro
frecuente a lugares solitarios para tener una intensa comunión con el
Padre, son cosas que se comentan y se admiran más que se imitan.
Vivimos en una época de prisas, bullicio y presunta actividad. Los
hombres son tentados continuamente a abandonar sus devociones
privadas y a abreviar sus oraciones. Cuando esto ocurre, no debe
sorprendernos que la Iglesia de Cristo haga poco en relación con sus
posibilidades. La Iglesia debe aprender a imitar a su Cabeza mejor. Sus
miembros deben evidenciarse más. Recibimos poco porque pedimos
poco (cf. Santiago 4:2).
Marcos 6:47–56
El suceso que se recoge, en primer lugar, en estos versículos es un
maravilloso símbolo de la situación de todos los creyentes entre la
Primera y la Segunda Venida de Cristo. Como los discípulos, ahora
somos llevados de un lado a otro por las tormentas y no disfrutamos
de la presencia visible de nuestro Señor. Como los discípulos, veremos
a nuestro Señor cara a cara de nuevo, aunque quizá estemos en una
situación extrema cuando vuelva. Como los discípulos, veremos todas
las cosas cambiar para mejor cuando nuestro Maestro venga a
nosotros. Ya no seremos azotados por tormentas. Habrá una gran
calma.
No hay nada imaginario en una aplicación del pasaje como esta. No
tenemos que dudar de que hay un profundo signiIcado en todos los
pasos de su vida, ya que era “Dios manifestado en carne”. En el
presente, sin embargo, centrémonos en las lecciones claras y prácticas
que contienen estos versículos.
Notemos, en primer lugar, cómo nuestro Señor ve los problemas de
su pueblo creyente y a su debido tiempo le ayudará. Leemos que
cuando “la barca estaba en medio del mar, y él solo en tierra”, los vio
“remar con gran fatiga”, fue a ellos andando sobre el mar, les animó
con palabras misericordiosas —“¡Tened ánimo, yo soy, no temáis!”— y
transformó la tormenta en calma.
Aquí tenemos pensamientos alentadores para todos los verdaderos
creyentes. Dondequiera que estén o en las circunstancias en que se
encuentren, el Señor Jesús los ve. Solos o acompañados, en la salud y
en la enfermedad, en el mar o en tierra, en peligro en la ciudad o en el
desierto, los mismos ojos que vieron a los discípulos agitándose en el
lago nos están observando siempre. Nunca estamos lejos del alcance
de su cuidado. Nuestro camino nunca está escondido de Él. Conoce el
sendero que tomamos y aún puede ayudarnos. Quizá no venga en
nuestra ayuda en el momento en que nos gustaría más, pero nunca
nos permitirá caer del todo. Aquel que caminó sobre las aguas nunca
cambia. Siempre vendrá a su debido tiempo para sostener a su pueblo.
Aunque tarde, esperemos con paciencia. Jesús nos ve y no nos
abandonará.
Notemos, en segundo lugar, los temores de los discípulos cuando
vieron por primera vez a nuestro Señor caminando sobre el mar. Se
nos dice que “pensaron que era un fantasma, y gritaron; porque todos
le veían y se turbaron”.
¡Qué cuadro tan Iel de la naturaleza humana tenemos en estas
palabras! ¡Cuántos miles de personas en la actualidad, si hubieran
visto lo que vieron los discípulos, se habrían comportado igual! ¡Cuán
pocos, si estuvieran a bordo de un barco en medio de una tormenta a
medianoche y de repente vieran a alguien caminando sobre las aguas
o acercándose al barco, guardarían la compostura y no se asustarían!
Que se ría la gente, si quiere, de los temores supersticiosos de aquellos
discípulos ignorantes. Que presuman, si quieren, de su intelecto o de la
envergadura de su conocimiento en estos últimos tiempos. Podemos
aseverar con conIanza que hay pocos que, en la misma situación de
los Apóstoles, habrían mostrado más valor que ellos. Los mayores
escépticos han demostrado en ocasiones una gran cobardía cuando
han tenido visiones de noche que no pueden explicar.
La verdad es que hay un sentimiento instintivo en todas las
personas que las hace retroceder ante todo lo que parezca pertenecer
a otro mundo. Hay una conciencia, que en vano tratan de ocultar con
esmero, de que hay seres tanto invisibles como visibles y que la vida
que ahora vivimos en la carne no es la única vida en la que participa el
hombre. Las historias que corren acerca de fantasmas y apariciones
son sin duda tonterías y supersticiones. Casi siempre se deben a los
temores y a la imaginación de personas débiles. Pero el que esas
historias sean recurrentes en todo el mundo es un hecho que hay que
reconocer. Es una evidencia indirecta de la creencia latente en cosas
invisibles igual que una moneda falsa es evidencia de que hay
monedas verdaderas. Constituye un testimonio especial que el
incrédulo difícilmente puede explicar. Demuestra que hay algo dentro
de las personas que reconoce un mundo más allá de la muerte y que,
cuando lo sienten, tienen miedo.
La clara obligación del verdadero cristiano es vivir con un antídoto
contra todos los temores del amplio mundo invisible. Ese antídoto es la
fe en un Salvador invisible y la comunión constante con Él. Armado con
ese antídoto y viendo al invisible no debemos temer nada. Viajamos
hacia un mundo de espíritus. Estamos rodeados, aun ahora, de muchos
peligros. Pero, con Jesús como nuestro Pastor, no tenemos por qué
alarmarnos. Con Él como nuestro Escudo estamos seguros.
Notemos, en la conclusión del capítulo, el brillante ejemplo que
tenemos de nuestra obligación hacia los demás. Se nos dice que,
cuando nuestro Señor llegó a la región de Genesaret, “recorriendo toda
la tierra de alrededor, comenzaron a traer de todas partes enfermos en
lechos”. Leemos que “dondequiera que entraba, en aldeas, ciudades o
campos, ponían en las calles a los que estaban enfermos, y le rogaban
que les dejase tocar siquiera el borde de su manto”.
Veamos aquí un patrón para nosotros. Vayamos y hagamos lo
mismo. Esforcémonos por llevar a todos los que nos rodean que
necesiten medicina espiritual al gran Médico Jesús para que sean
sanados. Mueren almas cada día. El tiempo es breve. Las
oportunidades pasan rápido. Llega la noche, cuando nadie puede
trabajar. No escatimemos dolor o esfuerzo para llevar a hombres y
mujeres al conocimiento de Jesucristo para que sean salvos. Agrada
pensar que “todos los que le tocaban quedaban sanos”.

Marcos 7:1–13
Este pasaje contiene un cuadro humillante de lo que la naturaleza
humana es capaz de hacer con la religión. Es una de aquellas
Escrituras que deben estudiar con frecuencia y diligencia todos
aquellos que deseen la prosperidad de la Iglesia de Cristo.
Lo primero que requiere nuestra atención en estos versículos es la
baja y degradada situación de la religión judía cuando nuestro Señor
estuvo en la tierra. ¿Qué puede ser más deplorable que la aIrmación
que tenemos ante nosotros? ¡Vemos que a los principales maestros de
la nación judía les parecía mal que los discípulos de Jesús comieran
pan “con manos inmundas”! Se nos dice que otorgaban gran
importancia a “los lavamientos de los vasos de beber, y de los jarros, y
de los utensilios de metal, y de los lechos”. En resumen, ¡aquel que
más atención prestaba a la mera observancia externa de los inventos
humanos era reconocido como el más santo!
Debemos recordar que la nación en la que se daba este estado de
cosas era la más favorecida del mundo. A ella se le había entregado la
Ley en el monte Sinaí, el culto a Dios, el sacerdocio, los pactos y las
promesas. Moisés, Samuel, David y los profetas vivieron y murieron
entre su pueblo. Ninguna nación en toda la Tierra ha tenido tantos
privilegios espirituales. Ninguna nación utilizó tan terriblemente mal
sus privilegios y renunció totalmente a sus mercedes. ¡Nunca se
oscureció tanto el brillo del oro puro! Desde la religión de los libros de
Deuteronomio y Salmos a la religión de lavar las manos, los jarros y las
copas, ¡cuán grande es el salto! No nos sorprende que, en el tiempo
del ministerio terrenal de nuestro Señor, Él encontrara al pueblo como
ovejas sin pastor. El cumplimiento externo por sí solo no alimenta las
conciencias ni santiIca los corazones.
Que la historia de la Iglesia judía nos sirva de advertencia para que
nunca juguemos con la sana doctrina. Si toleramos algo, no sabemos
hasta dónde podemos llegar o en qué grado de degradación religiosa
caeremos al Inal. Una vez que se abandona la carretera de la verdad
del Rey, puede que acabemos lavando jarros y copas como los fariseos
y los escribas. Una vez que alguien vuelve la espalda a la Palabra de
Dios, no hay nada que le parezca demasiado mezquino, insigniIcante o
irracional. Hay ramas de la Iglesia de Cristo en nuestros días en las que
nunca se leen las Escrituras y nunca se predica el Evangelio; ramas en
las que la única religión que queda consiste en utilizar unas cuantas
formas carentes de signiIcado y guardar ciertos ayunos y Iestas
inventadas por el hombre; ramas que comenzaron bien, como la Iglesia
judía, y que, como ella, ahora han caído en una terrible esterilidad y
decadencia. Nunca seremos demasiado celosos en cuanto a la falsa
doctrina. Un poco de levadura leuda toda la masa. Contendamos con
gran seriedad por toda la fe una vez dada a los santos.
Lo segundo que requiere nuestra atención es la inutilidad del mero
culto verbal en la adoración a Dios. Nuestro Señor insiste en esta
lección citando del Antiguo Testamento: “Bien profetizó de vosotros
Isaías, como está escrito: Este pueblo de labios me honra, mas su
corazón está lejos de mí”.
El corazón es la parte del hombre en la que Dios se Ija
principalmente en la práctica de la religión. Inclinar la cabeza y
arrodillarse, el rostro serio y la postura rígida, la respuesta rutinaria y
el amén formal: todo esto no hace a un adorador espiritual. Los ojos de
Dios miran más lejos y más hondo. Él pide adoración del corazón.
Dame, hijo mío —nos dice a cada uno—, tu corazón” (Proverbios
23:26).
Recordemos esto en el culto público. No debemos conformarnos con
llevar nuestros cuerpos a la iglesia si dejamos nuestros corazones en
casa. Puede que la mirada del hombre no detecte defectos en nuestra
adoración. Puede que nuestro pastor nos muestre su aprobación.
Puede que nuestros vecinos nos consideren modelos de lo que debe
ser un cristiano. Puede que nuestra voz sea la que más se escuche en
la alabanza y en la oración. Pero es mucho peor que nada a los ojos de
Dios si nuestros corazones están lejos. Es solo madera, heno y rastrojo
ante Aquel que discierne los pensamientos y lee los secretos del
hombre interior.
Recordemos esto en nuestras devociones personales. No debemos
estar satisfechos con decir bonitas palabras si nuestro corazón y
nuestros labios no van unidos. ¿Qué nos aprovecha ser elocuentes y
extensos si nuestra imaginación está deambulando muy lejos mientras
estamos sobre nuestras rodillas? No nos aprovecha nada en absoluto.
Dios ve lo que hay en nosotros y rechaza nuestra ofrenda. Las
oraciones del corazón son las oraciones que ama escuchar. Las
oraciones del corazón son las únicas que responderá. Puede que
nuestras peticiones sean débiles, temblorosas y malas a nuestros ojos.
Puede que las presentemos sin palabras adecuadas o sin un lenguaje
bien escogido o que parezcan casi ininteligibles si se escriben. Pero, si
proceden de un corazón recto, Dios las entiende. Se deleita en ellas.
Lo último que requiere nuestra atención en estos versículos es la
tendencia del hombre a que sus invenciones suplanten la Palabra de
Dios. Por tres veces vemos que el Señor hace esta acusación contra los
fariseos. “Porque dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la
tradición de los hombres”. “Bien invalidáis el mandamiento de Dios
para guardar vuestra tradición”. “Invalidando la palabra de Dios con
vuestra tradición que habéis transmitido”. El primer paso de los
fariseos fue añadir tradiciones a las Escrituras como suplementos
útiles. El segundo fue colocarlas al mismo nivel de la Palabra de Dios y
otorgarles igual autoridad. El tercero fue honrarlas por encima de la
Escritura y degradar la Escritura desplazándola de su posición legítima.
Este fue el estado de cosas que nuestro Señor encontró cuando estuvo
en la Tierra. Prácticamente, las tradiciones del hombre lo eran todo y la
Palabra de Dios no era nada en absoluto. La obediencia a las
tradiciones constituían la verdadera religión. La obediencia a las
Escrituras se había perdido por completo.
Es un hecho lamentable que los cristianos hayan seguido con
demasiada frecuencia los pasos de los fariseos en este asunto. Se ha
repetido el mismo proceso una y otra vez. Las consecuencias han sido
las mismas. Se ha obligado a los cristianos a aceptar las observancias
religiosas inventadas por el hombre, observancias con toda la
apariencia de ser útiles y bienintencionadas, pero no ordenadas en
ningún lugar de la Palabra de Dios. Estas mismas observancias se han
impuesto por todas partes con más fuerza que los propios
Mandamientos de Dios y se han defendido con más celo que la
autoridad de la propia Palabra de Dios. No hay que ir muy lejos para
encontrar ejemplos. La historia de nuestra propia iglesia los aporta.
Guardémonos de tratar de añadir algo a la Palabra de Dios como
necesario para la salvación. Esto hace que Dios nos entregue a la
ceguera formalista. Es como decir que su Biblia no es perfecta y que
sabemos mejor que Él lo que es necesario para la salvación del
hombre. Es tan fácil destruir la autoridad de la Palabra de Dios por
adición como por sustracción, enterrándola bajo invenciones humanas,
como negando su verdad. Toda la Biblia, y nada sino la Biblia, debe ser
nuestra regla de fe, sin añadir nada ni quitar nada.
Por último, tracemos una ancha línea de separación entre aquellas
cosas de la religión que han sido inventadas por el hombre y aquellas
que son claramente ordenadas en la Palabra de Dios. Lo que Dios
ordena es necesario para la salvación. Lo que ordena el hombre no. Lo
que el hombre inventa puede ser útil y conveniente en algunos
momentos, pero la salvación no gira sobre la obediencia a ello. Lo que
Dios requiere es esencial para la vida eterna. Aquel que lo desobedece
deliberadamente echa a perder su alma.

Marcos 7:14–23
Vemos al comienzo de este pasaje lo lentos de entendimiento que son
los hombres en cuestiones espirituales. “Oídme todos y entended”, le
dice el Señor a la gente. “¿También vosotros estáis así sin
entendimiento? —les dice a los discípulos— ¿No entendéis […]?”. La
corrupción de la naturaleza humana es una enfermedad universal.
Afecta no solo al corazón, a la voluntad y a la conciencia del hombre,
sino también a su mente, memoria y entendimiento. La misma persona
que es rápida e inteligente en las cosas del mundo no comprende a
menudo las verdades más sencillas del cristianismo. Con frecuencia es
incapaz de captar los razonamientos más claros del Evangelio. No
encuentra sentido a ninguna de las aIrmaciones más claras de la
doctrina evangélica. Le suenan como a quien escucha un idioma
extranjero, que capta palabras aisladas pero sin entender el signiIcado
global. “El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría” (1 Corintios
1:21). Escucha, pero no comprende.
Debemos orar diariamente para que el Espíritu Santo nos enseñe a
progresar en el conocimiento de las cosas divinas. Sin Él, el intelecto
más brillante y los mejores razonamientos no nos llevarán muy lejos.
Al leer la Biblia y escuchar sermones, todo depende del Espíritu con el
que leemos y escuchamos. El gran secreto del éxito es una mentalidad
humilde y educable como la de los niños. Bienaventurado aquel que
dice frecuentemente con David: “Enséñame tus estatutos” (Salmo
119:64). Este entenderá además de escuchar.
En segundo lugar, en este pasaje vemos que el corazón es la
principal fuente de corrupción e impureza a los ojos de Dios. La pureza
moral no depende de lavarse o no, tocar o no las cosas, comer o no
determinados alimentos, como enseñaban los escribas y fariseos.
“Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar;
pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre”.
Hay una profunda verdad en estas palabras que suele pasarse por
alto. Rara vez se considera suIcientemente nuestra pecaminosidad
original e inclinación natural al mal. La maldad de los hombres se
atribuye con frecuencia a malos ejemplos, malas compañías,
tentaciones concretas o a las artimañas del diablo. Parece que se
olvida que toda persona lleva dentro una fuente de maldad. No
necesitamos malas compañías para que nos enseñen ni diablo que nos
tiente para que nos precipitemos al pecado. Tenemos en nuestro
interior el origen de todo pecado bajo el cielo.
Debemos recordar esto en la formación y educación de los niños. En
todo lo que hacemos nunca debemos olvidar que la semilla de todo
daño y malicia está en nuestro corazón. No basta con dejar a los niños
y niñas en casa y apartarlos de todas las tentaciones exteriores. Llevan
dentro un corazón dispuesto a pecar y, hasta que ese corazón no sea
cambiado, no están seguros hagamos lo que hagamos. Cuando los
niños obran mal, hay costumbre de echarle la culpa a las malas
compañías. Pero eso es simple ignorancia, ceguera y necedad. Las
malas compañías son un gran mal, sin duda, y un mal a evitar en la
medida de lo posible. Pero ninguna mala compañía enseña a un niño o
a una niña ni la mitad del pecado que sus propios corazones les indica
a menos que sean renovados por el Espíritu. El comienzo de toda la
maldad está en el interior. Si los padres fueran la mitad de diligentes
en la oración por la conversión de sus hijos de lo que lo son en
apartarlos de las malas compañías, sus hijos serían mejores de lo que
son.
En último lugar, en este pasaje vemos el negro catálogo de maldad
que contiene el corazón humano. “Del corazón de los hombres, salen
los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los
homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la
lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas
estas maldades de dentro salen”.
Tengamos claro cuando leemos estas palabras que nuestro Señor
está hablando del corazón humano en general. No está hablando solo
del escandalosamente libertino ni del que está en la cárcel. Está
hablando de todos los hombres. Todos nosotros, de clase alta o baja,
ricos o pobres, señores o siervos, ancianos o jóvenes, instruidos o no,
todos nosotros tenemos por naturaleza un corazón como el que Jesús
describe aquí. La semilla de todos los males aquí mencionados se
encuentra dentro de todos nosotros. Puede que esté latente durante
toda nuestra vida. Puede que se contenga por temor a las
consecuencias, por la presión de la opinión pública, por el temor a ser
descubierto, por el deseo de ser considerado respetable y, sobre todo,
por la todopoderosa misericordia de Dios. Pero todo hombre tiene
dentro de sí la raíz de todos los pecados.
¡Qué humildes deberíamos ser al leer estas palabras! “Todos
nosotros somos como suciedad” a los ojos de Dios (Isaías 64:6). Él ve
en cada uno de nosotros muchas maldades que el mundo nunca puede
ver, porque Él lee nuestros corazones. Con seguridad, de todos los
pecados de los que somos responsables, el menos razonable y
apropiado sea el de considerarnos justos.
¡Cuán agradecidos deberíamos estar por el Evangelio cuando
leemos estos versículos! Ese Evangelio contiene una provisión
completa para todas las necesidades de nuestras pobres naturalezas
caídas. La sangre de Cristo puede limpiarnos de todo pecado. El
Espíritu Santo puede cambiar hasta nuestros corazones pecadores y
guardarlos limpios cuando son transformados. El hombre que no se
gloría en el Evangelio sin duda conoce muy poco de la epidemia que
sufre en su interior.
¡Cuánto debemos vigilar al recordar estos versículos! ¡Cuán en
guardia deberíamos estar en cuanto a nuestra imaginación, nuestra
lengua y nuestro comportamiento diario! A la cabeza de la lista negra
del contenido de nuestro corazón están los “malos pensamientos”.
Nunca olvidemos eso. Los pensamientos son parientes de las palabras
y las obras. Oremos diariamente pidiendo gracia y ordenemos nuestros
pensamientos, y clamemos con sinceridad y fervor: “No nos metas en
tentación”.

Marcos 7:24–30
No sabemos nada de la mujer que se menciona aquí aparte de los
hechos que se relatan. Se nos ocultan su nombre, su historia anterior y
la forma en que fue guiada a buscar a nuestro Señor aunque era gentil
y moraba en las fronteras de Tiro y Sidón. Pero los pocos hechos que
se relatan en cuanto a esta mujer están llenos de preciosa instrucción.
Observémoslos y adquiramos sabiduría.
En primer lugar, este pasaje nos anima a orar por los demás. La
mujer que fue a nuestro Señor en la historia que nos ocupa debía de
estar sin duda profundamente aHigida. Veía a su amada hija poseída
por un espíritu inmundo. La veía en un estado en el que ninguna
enseñanza podía llegar a su mente y ninguna medicina podía sanar su
cuerpo; un estado solo un grado por encima de la muerte misma.
Había oído hablar de Jesús y le rogó “que echase fuera de su hija al
demonio”. Oró por alguien que no podía orar por sí misma y no
descansó has que se le concedió la petición. Por medio de la oración
recibió la sanidad que ningún medio humano podía conseguir. A través
de la oración de la madre la hija fue sanada. Su hija no dijo una
palabra a su favor, pero su madre habló por ella al Señor y no fue en
vano. A pesar de que su caso parecía desesperado, tenía una madre
que oraba; y, donde hay una madre que ora, siempre hay esperanza.
Aquí se enseña una verdad de profunda importancia. El caso que se
relata no es un caso aislado. Pocas tareas se recomiendan tanto por
medio del ejemplo escriturario que la oración intercesora. Hay un largo
catálogo de ejemplos en la Escritura que muestran los beneIcios que
se pueden conseguir para otros orando por ellos. El hijo del noble en
Capernaum, el siervo del centurión y la hija de Jairo son claros
ejemplos. Aunque parezca sorprendente, a Dios le agrada hacer
grandes cosas por las almas cuando los amigos y parientes son
movidos a orar por ellas. “La oración eIcaz del justo puede mucho”
(Santiago 5:16).
Los padres y las madres deben recordar de manera especial el caso
de esta mujer. No pueden dar a sus hijos nuevos corazones. Pueden
darles una educación cristiana y mostrarles el camino de la vida, pero
no pueden otorgarles una voluntad de escoger el servicio a Cristo y
una mente que ame a Dios. Sin embargo, hay algo que siempre
pueden hacer: pueden orar por ellos. Pueden orar por la conversión de
sus hijos pródigos que tomarán su propio camino y caerán en el
pecado. Pueden orar por la conversión de sus hijas mundanas que
ponen sus emociones en las cosas de aquí y aman los placeres más
que a Dios. Esas oraciones son oídas en lo alto. Esas oraciones traerán
con frecuencia bendición. Nunca, nunca olvidemos que los hijos por
quienes se han ofrecido muchas oraciones rara vez perecen
Inalmente. Oremos más por nuestros hijos e hijas. Aunque no nos
dejen hablarles de religión, no pueden evitar que hablemos de ellos a
Dios.
En segundo lugar, este pasaje nos enseña a perseverar en la
oración por los demás. Parece que la mujer cuya historia estamos
leyendo al principio no consigue nada de su petición a nuestro Señor.
Al contrario, la respuesta de nuestro Señor es desalentadora. Pero ella
no abandonó desesperada. Continuó orando y no desmayó. Insistió con
ingeniosos argumentos. No aceptó el no. Rogó pidiendo algunas
migajas de misericordia mejor que nada. Y, por esta santa
importunidad, lo consiguió. Escuchó al In las gozosas palabras: “Por
esta palabra, ve; el demonio ha salido de tu hija”.
La perseverancia en la oración es de gran importancia. Nuestros
corazones tienden a enfriarse, a ser indiferentes y a pensar que no
sirve de nada acercarse a Dios. Nuestras manos pronto ceden y
nuestras rodillas desmayan. Satanás siempre está trabajando para que
nos desalentemos y dejemos de orar y llena nuestras mentes de
razones para abandonar. Estas cosas son ciertas con respecto a todas
las oraciones, pero son especialmente ciertas con respecto a la oración
de intercesión. Siempre es mucho más escasa de lo que debería serlo.
Se suele intentar durante un tiempo y después se deja. No vemos
respuesta inmediata a nuestras oraciones. Vemos que las personas por
cuyas almas oramos continúan en pecado. Llegamos a la conclusión de
que es inútil orar por ellos y permitimos que nuestra intercesión acabe.
Para llenar nuestra mente de argumentos a favor de la
perseverancia en la oración intercesora estudiemos con frecuencia el
caso de esta mujer. Recordemos cómo oró y no desmayó a pesar de su
gran decepción. Notemos cómo al In se fue a casa llena de gozo y
tomemos la decisión, por la gracia de Dios, de seguir su ejemplo.
¿Sabemos lo que es orar por nosotros mismos? Esto, al In y al cabo,
es lo primero que tenemos que preguntarnos. El hombre que nunca
habla con Dios acerca de su propia alma no puede saber nada de orar
por los demás. Sigue estando sin Dios, sin Cristo y sin esperanza, y
tiene que aprender los rudimentos mismos de la religión. Debe
despertar y clamar a Dios.
¿Pero oramos por nosotros mismos? Entonces prestemos atención a
orar también por los demás. Evitemos las oraciones orgullosas que
tienen que ver solo con nuestros asuntos personales y en las que no
hay lugar para otras almas además de la nuestra. Mencionemos ante
Dios continuamente a todos aquellos a quienes amamos. Oremos por
todos, por los peores, los más duros y los más incrédulos. Continuemos
orando por ellos año tras año a pesar de su continua incredulidad.
Puede que la hora de misericordia de Dios esté lejos. Puede que
nuestros ojos no vean una respuesta a nuestra intercesión. Puede que
la respuesta no llegue en diez, quince o veinte años. Puede que no
llegue hasta que cambiemos la oración por alabanza y estemos lejos
de este mundo. Pero, mientras vivamos, oremos por los demás. Es lo
mejor que podemos hacer por alguien: hablar de él a nuestro Señor
Jesucristo. El día del Juicio mostrará que uno de las principales formas
de llevar algunas almas a Dios ha sido la oración intercesora de
amigos.

Marcos 7:31–37
Lo primero que requiere nuestra atención en estos versículos es el
tremendo milagro que se relata aquí. Leemos que llevaron ante
nuestro Señor a “un sordo y tartamudo, y le rogaron que le pusiera la
mano encima”. Inmediatamente se concede la petición y se produce la
sanidad. De forma instantánea se le da habla y oído al hombre por
medio de una palabra y un toque. “Al momento fueron abiertos sus
oídos, y se desató la ligadura de su lengua, y hablaba bien”.
No vemos más que la mitad de la enseñanza de este pasaje si solo
lo consideramos un ejemplo del poder divino de nuestro Señor. Es un
ejemplo de ello, sin duda, pero es algo más que eso. Debemos
observar mejor, con mayor profundidad y sin quedarnos en la
superIcie, y encontraremos en el pasaje preciosas verdades
espirituales.
Podemos ver en él el poder de nuestro Señor para sanar a los
sordos espirituales. Puede conceder al mayor de los pecadores un oído
que escuche. Puede hacer que se deleite en escuchar el mismo
Evangelio del que una vez se burló y que desestimó.
También podemos ver en él el poder de nuestro Señor para sanar a
los mudos espirituales. Puede enseñar al transgresor más grande a
clamar a Dios. Puede poner un cántico nuevo en boca de aquel que
antes solo hablaba del mundo. Puede conseguir que el más malvado
de los hombres hable de cosas espirituales y testiIque del Evangelio
de la gracia de Dios.
Cuando Jesús derrama su Espíritu, nada es imposible. Nunca
debemos desesperarnos en cuanto a los demás. Nunca debemos
considerar nuestros corazones demasiado malvados como para ser
transformados. Aquel que sanó al sordomudo aún vive. Los casos que
la Ilosofía moral declara sin esperanza no son incurables si se llevan a
Cristo.
La segunda cosa que requiere nuestra atención en estos versículos
es la forma peculiar en la que nuestro Señor pensó que era bueno
obrar el milagro que se relata aquí. Se nos dice que, cuando el
sordomudo fue llevado a Jesús, “tomándole aparte de la gente, metió
los dedos en las orejas de él, y escupiendo, tocó su lengua; y
levantando los ojos al cielo, gimió, y le dijo (entonces y solo entonces
llegaron las palabras de poder imperativo): Efata, es decir: Sé abierto”.
Sin duda hay mucho de misterioso en estas acciones.
Desconocemos por qué lo hizo así. Habría resultado más fácil que
nuestro Señor pronunciara la palabra y ordenara que volviera la salud
inmediatamente en vez de hacer lo que hizo. No se relatan las razones
de su forma de actuar. Solo sabemos que el resultado fue el mismo
que en otras ocasiones: el hombre fue curado.
Pero aprendemos una sencilla lección de la conducta del Señor en
esta ocasión. Esa lección es que Cristo no estaba ligado a un modo
determinado de obrar entre los hombres. En ocasiones pensaba que
era mejor actuar de una manera y en otras de otra. Sus enemigos
nunca pudieron decir que, a menos que empleara determinado método
invariable, no podría hacer su obra.
Observamos que ocurre lo mismo en la Iglesia de Cristo. Vemos
pruebas continuas de que el Señor no está atado al uso de un solo
método exclusivo para otorgar su gracia al alma. En ocasiones le
agrada obrar por medio de la palabra predicada públicamente, otras
veces por la palabra leída en privado. Otras despierta a las personas
por medio de la enfermedad y la aHicción; otras, por la reprensión o el
consejo de amigos. Otras emplea medios de gracia para hacer volver a
las personas del camino de pecado. Otras capta su atención por medio
de algo providencial pero sin medios de gracia. No habrá un medio de
gracia que se pueda idolatrar o exaltar a expensas de otros medios. No
despreciará unos métodos rechazándolos como carentes de valor.
Todos son buenos y valiosos. Todos son a su vez empleados para el
mismo gran In: la conversión de las almas. Todos están en manos de
Aquel que no daba explicaciones de sus asuntos y que conoce mejor
cómo utilizarlos en cada caso particular de sanidad.
Lo último que requiere nuestra atención en estos versículos es el
extraordinario testimonio que fue dado por aquellos que vieron el
milagro que aquí se relata. Dijeron de nuestro Señor: “Bien lo ha hecho
todo”.
Es más que probable que aquellos que dijeron estas palabras fueran
poco conscientes de su pleno signiIcado cuando se aplicaban a Cristo.
Como Caifás, no lo dijeron por sí mismos (cf. Juan 11:51). Pero la
verdad que pronuncian está llena de aliento profundo e indescriptible y
todos los verdaderos cristianos deberían recordarla a diario.
Recordémosla cuando volvamos a los días pasados de nuestras
vidas desde la hora de nuestra conversión. Nuestro Dios “bien lo ha
hecho todo”. Primero trayéndonos de las tinieblas a su luz admirable,
humillándonos y enseñándonos nuestra debilidad, culpa y necedad,
quitándonos nuestros ídolos y escogiendo todas nuestras porciones,
colocándonos donde estamos y dándonos lo que tenemos, ¡cuán bien
lo ha hecho todo! ¡Cuánta misericordia que no habríamos tenido
siguiendo nuestro propio camino!
Recordémoslo cuando miremos hacia adelante a los días venideros.
No sabemos cómo serán, si llenos de fulgor o de oscuridad. Pero
sabemos que estamos en manos de Aquel que todo lo hace bien. No se
equivocará en nada de lo que tenga que ver con nosotros. Quitará y
dará, aHigirá o consolará, moverá y establecerá con una sabiduría
perfecta, en el momento adecuado, en el camino correcto. El gran
Pastor de las ovejas no comete errores. Conduce a cada cordero de su
rebaño por el camino correcto a la ciudad donde habita.
Nunca veremos la plena belleza de estas palabras hasta el día de
resurrección. Entonces miraremos hacia atrás y conoceremos el
sentido de todo lo que nos ocurrió de principio a In. Recordaremos
todo el camino por el que fuimos conducidos y confesaremos que “bien
lo ha hecho todo”. Las razones, las causas y los porqués de todo lo que
nos deja perplejos serán aclarados como el Sol en el amanecer. Nos
sorprenderemos de nuestra pasada ceguera y nos maravillaremos de
haber dudado del amor de nuestro Señor. “Ahora vemos por espejo,
oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en
parte; pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12).

Marcos 8:1–13
Una vez más vemos a nuestro Señor alimentando a una gran multitud
con unos cuantos panes y peces. Conocía el corazón del hombre. Vio
por anticipado los reparos y el escepticismo de aquellos que
cuestionaban la realidad de las obras maravillosas que había llevado a
cabo. Repitiendo el tremendo milagro que aquí se relata calla la boca
de todos los que no son deliberadamente ciegos a la evidencia.
Públicamente y ante 4000 testigos muestra por segunda vez que es
todopoderoso.
Observemos en este pasaje cuán grande es la bondad y compasión
de nuestro Señor Jesucristo. Vio a su alrededor “una gran multitud”
que no tenía nada que comer. Sabía que la gran mayoría no le seguía
por otro motivo que mera curiosidad y que no pretendían ser
considerados sus discípulos. Pero, cuando los vio con hambre y
desamparados, se compadeció de ellos: “Tengo compasión de la gente,
porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer”.
En estas palabras se puede ver el corazón sensible de nuestro
Señor Jesucristo. Tiene compasión aun de aquellos que no son su
pueblo, los que carecen de fe y de misericordia, los seguidores de este
mundo. Siente compasión por ellos aunque ellos no le conozcan. Murió
por ellos aunque a ellos les preocupe poco lo que Él hizo en la Cruz.
Los recibiría con misericordia y los perdonaría libremente solo con que
se arrepintieran y creyeran en Él. Evitemos medir el amor de Cristo
según patrones humanos. Él tiene un amor especial, sin duda, a su
propio pueblo creyente. Pero también tiene un amor compasivo en
general aun por los desagradecidos y los malos. Su amor “excede a
todo conocimiento” (Efesios 3:19).
Esforcémonos por convertir a Jesús en nuestro patrón en esto así
como en todo lo demás. Seamos bondadosos, compasivos,
misericordiosos y corteses con todos los hombres. Estemos dispuestos
a hacer el bien a todos y no solo a los amigos y a los de la familia de la
fe. Pongamos en práctica lo que nos dijo nuestro Señor: “Amad a
vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los
que os aborrecen” (Mateo 5:44). Esto es mostrar la mente de Cristo.
Esta es la manera correcta de amontonar ascuas sobre la cabeza del
enemigo y transformar a los enemigos en amigos (cf. Romanos 12:20).
Observemos en este pasaje, en segundo lugar, que con Cristo no
hay nada imposible. Los discípulos dijeron: “¿De dónde podrá alguien
saciar de pan a estos aquí en el desierto?”. Bien podían decirlo. Sin la
mano de Aquel que creó el mundo de la nada, aquello no se podía
hacer. Pero, en las manos todopoderosas de Jesús, siete panes y unos
cuantos peces eran suIcientes para satisfacer a 4000 hombres. Nada
es demasiado difícil para el Señor.
Nunca debemos permitirnos dudar del poder de Cristo para suplir
las necesidades espirituales de todos los suyos. Tiene pan en
abundancia para cada alma que confía en Él. Aunque los creyentes se
sientan débiles, inconstantes, corrompidos y vacíos, no deben caer en
la desesperación mientras Jesús viva. En Él hay un interminable
almacén de misericordia y gracia a disposición de todos los creyentes
preparado para otorgarse a todo el que pida en oración. “Por cuanto
agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Colosenses 1:19).
Nunca dudemos de la provisión de Cristo para las necesidades
transitorias de todo su pueblo. Conoce sus circunstancias. Tiene
conocimiento de todas sus necesidades. Nunca permitirá que carezcan
de nada que sea verdaderamente para su bien. Su corazón no ha
cambiado desde que ascendió a lo alto y se sentó a la diestra de Dios.
Aún vive quien tuvo compasión de la multitud hambrienta en el
desierto y suplió para su necesidad. ¡Cuánto más, podemos suponer,
proveerá para la necesidad de aquellos que confían en Él! No fallará en
darles lo necesario. Puede que en ocasiones su fe sea probada. Puede
que en ocasiones tengan que esperar y se hundan mucho. Pero el
creyente nunca quedará desamparado por completo. “Se le dará su
pan, y sus aguas serán seguras” (Isaías 33:16).
Observemos, en último lugar, cuánta tristeza ocasiona la
incredulidad a nuestro Señor Jesucristo. Se nos dice que, cuando
“vinieron entonces los fariseos y comenzaron a discutir con él,
pidiéndole señal del cielo, para tentarle […] entonces gimió en su
espíritu. ¡Ese gemido tiene un profundo signiIcado! Salió de un
corazón que se lamentaba de la destrucción que aquellos malvados
estaban trayendo sobre sus almas. Aunque eran enemigos, Jesús no
podía contemplar su endurecimiento por incredulidad sin tristeza.
El sentimiento que expresa aquí nuestro Señor Jesucristo será
siempre el sentimiento de todos los verdaderos cristianos. El dolor por
los pecados de los demás es una clara evidencia de verdadera gracia.
Aquel que está verdaderamente convertido siempre se sentirá triste y
preocupado por el que no lo está. Esa era la mentalidad de David:
“Veía a los prevaricadores, y me disgustaba” (Salmo 119:158). Esa era
la mentalidad de los piadosos en los días de Ezequiel: “los hombres
que gimen y que claman a causa de todas las abominaciones que se
hacen […]” (Ezequiel 9:4). Esa era la mentalidad de Lot: “aHigía cada
día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos” de aquellos que
le rodeaban (2 Pedro 2:8). Esa era la mentalidad de Pablo: “Tengo gran
tristeza y continuo dolor en mi corazón” (Romanos 9:2). En todos estos
casos vemos algo de la mente de Cristo. Lo mismo que siente la gran
Cabeza sienten los miembros. Todos sufren al ver el pecado.
Dejemos el pasaje con un solemne examen personal. ¿Conocemos,
a semejanza de Cristo, alguno de estos sentimientos? ¿Nos sentimos
heridos, nos duele y nos entristece ver a los hombres continuar en
pecado y en incredulidad? ¿Nos duele y nos preocupa la situación de
los inconversos? Es un examen de conciencia y requiere una seria
consideración. Hay pocas señales más claras de un corazón no
convertido que la despreocupación y la indiferencia por las almas de
los demás.
Por último, nunca olvidemos que la incredulidad y el pecado son
precisamente una causa de tan gran dolor para nuestro Señor ahora
como lo era hace 1800 años. Esforcémonos y oremos para no añadir a
ese dolor alguno de nuestros actos. El pecado de causar dolor a Cristo
lo cometen muchos continuamente sin pensar o reHexionar. Aquel que
gimió por la incredulidad de los fariseos no ha cambiado. ¿Podemos
dudar de que se lamentará cuando vea a algunos perecer por su
incredulidad en la actualidad? ¡Que seamos librados de ese pecado!

Marcos 8:14–21
Notemos la solemne advertencia que hace nuestro Señor a sus
discípulos al comienzo de este pasaje. Les dice: “Mirad, guardaos de la
levadura de los fariseos, y de la levadura de Herodes”.
No se nos permite conjeturar acerca del signiIcado de esta
advertencia. Se aclara en el pasaje paralelo del Evangelio de S. Mateo.
Allí leemos que Jesús no se refería a la levadura del “pan”, sino a la
levadura de la “doctrina”. La advertencia de nuestro Señor era contra
el orgullo y el formalismo de los fariseos y contra la mundanalidad y el
escepticismo de los cortesanos de Herodes. Exhorta a sus discípulos a
que estén en guardia frente a ambas cosas.
Esas advertencias son de profunda importancia. Bien le hubiera ido
a la Iglesia de Cristo haberlas recordado más. La persecución externa
nunca habría hecho ni la mitad de daño a la Iglesia que las falsas
doctrinas surgidas desde dentro. Los falsos profetas y los falsos
maestros en su interior han causado mucho más daño a la cristiandad
que todas las sangrientas persecuciones de los emperadores de Roma.
La espada del enemigo nunca ha herido tanto la causa de la verdad
como la lengua y la pluma.
Las doctrinas que especiIca nuestro Señor son precisamente
aquellas que siempre han causado más daño al cristianismo. El
formalismo por un lado y el escepticismo por otro han sido siempre
enfermedades crónicas en la Iglesia profesante de Cristo. En cada
época ha habido multitud de cristianos infectados por ellas. En cada
época, las personas debían vigilar y estar alertas contra ellas.
La expresión utilizada por nuestro Señor al hablar de la falsa
doctrina es especialmente enérgica y apropiada. La llama “levadura”.
No podría haber empleado una palabra mejor. Describe con exactitud
los pequeños inicios de la falsa doctrina, la sutil forma silenciosa en
que, sin que se perciba, se introduce en la religión del hombre el poder
mortífero con el que cambia todo el carácter de su cristianismo. Aquí,
en realidad, radica el gran peligro de la falsa doctrina. Si se presentara
con su verdadero aspecto causaría poco daño. El gran secreto de su
éxito es su sutileza y parecido a la Verdad. Se dice que todo error
dentro de una religión es una verdad tergiversada.
Examinémonos con frecuencia para ver si estamos en la fe y
cuidémonos de la levadura. No debemos jugar con una pequeña
doctrina falsa igual que no debemos hacerlo con una pequeña
inmoralidad o con una pequeña mentira. Una vez admitida en nuestro
corazón, ya nunca sabremos lo lejos que puede desviarnos. Comenzar
a apartarse de la pura verdad es como dejar salir el agua: primero sale
una gota y después el torrente. “Un poco de levadura leuda toda la
masa” (Gálatas 5:9).
Notemos la torpe interpretación de los discípulos cuando nuestro
Señor hizo la advertencia que tenemos en este pasaje. Pensaron que la
“levadura” de que hablaba debía de ser la del pan. No se les ocurrió
que estuviera hablando de doctrina. Recibieron de Él la siguiente
reprensión: “¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido
vuestro corazón?”. Aunque los discípulos fueran creyentes, convertidos
y renovados, seguían sin comprender las cosas espirituales. Sus ojos
seguían oscurecidos y su percepción en lo relacionado con el Reino de
Dios era lenta.
Nos será útil recordar lo que se relata aquí acerca de los discípulos.
Puede ayudarnos a corregir los elevados pensamientos que podríamos
albergar en cuanto a nuestra propia sabiduría y a mantenernos
sencillos y con mentalidad humilde.
No debemos suponer que lo conocemos todo tan pronto como nos
convertimos. Nuestro conocimiento, como todos nuestros dones,
siempre es imperfecto y nunca está tan lejos de la perfección como al
principio de nuestro servicio a Cristo. Hay más ignorancia en nuestros
corazones de la que somos conscientes. “Si alguno se imagina que
sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo” (1 Corintios 8:2).
Sobre todo encontraremos útil recordar lo que se relata aquí en el
trato con los jóvenes cristianos. No debemos esperar la perfección en
un nuevo convertido. No debemos juzgarle torpe, impío y falso maestro
porque al principio solo vea la mitad de la verdad y cometa muchos
errores. Puede que su corazón sea recto a los ojos de Dios y, sin
embargo, como los discípulos, sea muy lento de entendimiento en las
cosas del Espíritu. Debemos tratar con él con paciencia y no dejarle de
lado. Debemos darle tiempo para crecer en la gracia y el conocimiento
y, al Inal de su vida, puede que le encontremos lleno de sabiduría
como Pedro y Juan. Es un bendito pensamiento que Jesús, nuestro
Señor celestial, no desprecia a ninguno de los suyos. Sorprendente y
censurable como sin duda es la lentitud de ellos para aprender, su
paciencia nunca cede. Continúa enseñándoles “palabra tras palabra,
precepto tras precepto”. Hagamos lo mismo. Pongámonos la norma de
nunca despreciar la debilidad y torpeza de los jóvenes cristianos.
Dondequiera que veamos una chispa de verdadera gracia, por muy
turbia y mezclada con debilidad que parezca, seamos atentos y
amables. Actuemos como nos gustaría que se actuara con nosotros.

Marcos 8:22–26
Desconocemos el porqué de los medios empleados por nuestro Señor
Jesucristo al hacer el milagro que se recoge en estos versículos. Vemos
a un ciego sanado milagrosamente. Sabemos que una palabra de la
boca de nuestro Señor o un toque con su mano habría sido suIciente
para efectuar una curación. Pero vemos a Jesús tomando a este ciego
de la mano, conduciéndole a la ciudad, escupiendo en sus ojos,
poniendo sus manos sobre él y entonces, y no hasta entonces,
restaurando su vista. Y el signiIcado de todas estas acciones queda
completamente sin explicación en el pasaje que tenemos ante
nosotros.
Pero es bueno recordar, al leer pasajes de esta clase, que el Señor
no está atado al uso de un método exclusivo. En la conversión de las
almas de los hombres hay diversidad de operaciones, pero es el mismo
Espíritu el que convierte. Así también, en la sanidad de los cuerpos de
los hombres nuestro Señor empleó diversos instrumentos, pero fue el
mismo poder divino el que efectuó la curación. Dios es soberano en
todo lo que hace. No da cuentas de sus asuntos.
Hay algo en el pasaje que requiere nuestra observación especial. Se
trata de la naturaleza gradual de la curación que nuestro Señor llevó a
cabo en este ciego. No le liberó de su ceguera inmediatamente, sino
por etapas. Podría haberlo hecho en un momento pero escogió hacerlo
paso a paso. Primero el ciego dijo que solo veía “los hombres como
árboles, pero […] que andaban”. Después su vista fue restablecida por
completo “y vio de lejos y claramente a todos”. En este sentido, el
milagro es enteramente único.
Difícilmente podemos dudar de que esta curación gradual pretendía
ser un símbolo de cosas espirituales. Podemos estar seguros de que
había un profundo signiIcado en cada palabra y obra del ministerio
terrenal de nuestro Señor y de que aquí, como en otros lugares,
encontraremos una lección útil.
Veamos entonces en este restablecimiento gradual de la vista una
clara ilustración de la forma en que el Espíritu suele obrar en la
conversión de las almas. Todos somos por naturaleza ciegos e
ignorantes en lo concerniente a nuestras almas. La conversión es una
iluminación, un cambio de las tinieblas a la luz, de la ceguera a ver el
Reino de Dios. Pocas personas convertidas ven las cosas nítidas al
principio. Ven débilmente la naturaleza y proporción de las doctrinas,
prácticas y ordenanzas del Evangelio y las entienden de manera
imperfecta. Son como el hombre que tenemos ante nosotros, que al
principio veía a los hombres como árboles que andaban. Su visión les
deslumbra y no están acostumbrados al nuevo mundo en el que han
sido introducidos. Hasta que la obra del Espíritu se ha hecho más
profunda y su experiencia ha madurado de alguna manera, no ven
claramente todas las cosas ni otorgan a cada área de la religión su
lugar apropiado. Esta es la historia de miles de hijos de Dios.
Comienzan viendo a las personas como árboles que andan y terminan
viéndolo todo claramente. Bienaventurado aquel que ha aprendido
bien esta lección y es humilde y desconIado de su propio juicio.
Por último, veamos en la sanidad gradual de este ciego un cuadro
llamativo de la situación presente del pueblo creyente de Cristo en el
mundo comparado con lo que queda por llegar. En la presente
dispensación vemos y conocemos solo en parte. Somos como los que
viajan de noche. Desconocemos el signiIcado de mucho de lo que
pasa a nuestro alrededor. En la providencia de Dios hacia sus hijos y en
la conducta de muchos de los santos de Dios vemos mucho que no se
puede comprender y que no se puede alterar. En resumen, somos
como aquel que veía hombres como árboles que andaban.
Pero miremos hacia delante y animémonos. Viene un tiempo
cuando lo veremos todo “con claridad”. Casi ha pasado la noche. El día
se acerca. Contentémonos con esperar, observar, trabajar y orar.
Cuando llegue el día del Señor, nuestra visión espiritual se
perfeccionará. Veremos como somos vistos y conoceremos como
somos conocidos.

Marcos 8:27–33
Las circunstancias que aquí se relatan son de gran importancia.
Tuvieron lugar durante un viaje y surgieron de una conversación “en el
camino”. Qué buenos son aquellos paseos en los que no se pierde el
tiempo en nimiedades sino que se redime en la medida de lo posible
considerando cosas serias.
Observemos la variedad de opiniones acerca de Cristo que se daban
entre los judíos. Algunos decían que era Juan el Bautista, otros que
Elías y otros que uno de los profetas. En resumen, parece que había
opiniones de todo tipo menos la verdadera.
Podemos ver lo mismo en todas partes en la actualidad. Cristo y su
Evangelio son en realidad exactamente igual de poco entendidos y las
opiniones en cuanto a ellos son tan variadas como hace 1800 años.
Muchos conocen el nombre de Cristo, le reconocen como alguien que
vino al mundo para salvar a los pecadores y adoran regularmente en
ediIcios apartados para el culto a Él. Pero hay pocos que se den
verdadera cuenta de que es Dios mismo, el único Mediador, el único
Sumo Sacerdote, la única fuente de Vida y Paz, su Salvador y Amigo
personal. Siguen siendo muy comunes las ideas vagas acerca de
Cristo. Sigue siendo muy raro el conocimiento experimental inteligente
de Cristo. Nunca descansemos hasta poder decir de Cristo: “Mi amado
es mío, y yo suya” (Cantares 2:16). Esto es un reconocimiento
salvador. Esto es vida eterna.
Observemos la buena profesión de fe de que dio testimonio el
apóstol Pedro. La pregunta de nuestro Señor fue: “Y vosotros, ¿quién
decís que soy?”. Y él respondió: “Tú eres el Cristo”.
Fue una respuesta noble, si se consideran debidamente las
circunstancias bajo las cuales se dio. Jesús era pobre, sin honra,
majestad, riqueza ni poder. Los líderes de la nación judía, tanto de la
Iglesia como del Estado, habían rehusado recibir a Jesús como el
Mesías. Pero, aun entonces, Simón Pedro dice: “Tú eres el Cristo”. Su
fuerte fe no se tambaleó por la pobreza y el bajo nivel de nuestro
Señor. Su conIanza no se conmovió por la oposición de los escribas y
fariseos y el desprecio de los gobernantes y sacerdotes. Ninguna de
estas cosas conmovió a Simón Pedro. Él creía que Aquel a quien
seguía, Jesús de Nazaret, era el Salvador prometido, el verdadero
Profeta mayor que Moisés, el largamente anunciado Mesías. Lo declaró
con atrevimiento y decisión como lo que creía él mismo y sus pocos
compañeros: “Tú eres el Cristo”.
Hay muchas cosas que pueden sernos de provecho en cuanto a la
conducta de Pedro en aquella ocasión. Aunque en ocasiones se
equivocaba y era inestable, la fe que exhibió en el pasaje que tenemos
delante es bien digna de ser imitada. Las confesiones valientes como
la suya son la más cierta evidencia de una fe viva, y necesarias en
cada época para que quede demostrado que los hombres son
discípulos de Cristo. Debemos estar dispuestos a confesar a Cristo
como lo hizo Pedro. Nuestro Maestro y su doctrina nunca resultarán
populares. Debemos estar dispuestos a confesarle teniendo a pocos de
nuestra parte y a muchos en contra. Pero tengamos valor y caminemos
en los pasos de Pedro, y no dejaremos de recibir la recompensa de
Pedro. Jesús toma nota de aquellos que le conIesan delante de los
hombres y un día confesará que son sus siervos delante de todo el
mundo.
Observemos la plena declaración que hace nuestro Señor de su
propia muerte y resurrección futuras. Leemos que “comenzó a
enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y
ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los
escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días”.
Los sucesos aquí anunciados debieron de sonar extraños a los
discípulos. Que les dijeran que su amado Maestro, tras todas sus obras
poderosas, pronto sería llevado a la muerte, debió de ser una terrible
noticia y sobrepasar su entendimiento. Pero las palabras que
transmiten el anuncio son tan importantes como el suceso: Le era
necesario padecer, le era necesario ser muerto, le era necesario
resucitar.
¿Por qué dijo nuestro Señor que le era necesario? ¿Se refería a que
Él era incapaz de evitar el sufrimiento, que tenía que morir porque una
fuerza superior a Él le obligaba? Imposible. Este no podía ser su
signiIcado. ¿Quería decir que le era necesario morir para dar un gran
ejemplo al mundo de sacriIcio y abnegación y que esto, y solo esto,
hacía que su muerte fuera necesaria? Una vez más se puede
responder: Imposible. Hay un signiIcado mucho más profundo en las
palabras de que le era necesario padecer y ser muerto. Se refería a
que su muerte y pasión eran necesarias con el In de hacer expiación
por el pecado del hombre. Sin derramar su sangre no podía haber
remisión. Sin el sacriIcio de su cuerpo en la Cruz, la santa Ley no podía
ser satisfecha. Le era necesario padecer para hacer posible la
reconciliación a pesar de la iniquidad. Le era necesario morir porque,
sin su muerte como ofrenda propiciatoria, los pecadores nunca podrían
tener vida. Le era necesario padecer porque, sin sus sufrimientos
vicarios, nuestros pecados nunca podrían ser quitados. En una palabra,
le era necesario ser entregado por nuestras transgresiones y resucitar
para nuestra justiIcación (cf. Romanos 4:25).
Aquí está la verdad central de la Biblia. Nunca olvidemos eso. Todas
las demás verdades comparadas con esta son de importancia
secundaria. Cualesquiera que sean nuestras opiniones acerca de la
verdad religiosa, veamos que hemos captado bien la idea de la eIcacia
expiatoria de la muerte de Cristo. Que la Verdad proclamada con tanta
frecuencia por nuestro Señor a sus discípulos y tan diligentemente
enseñada por los discípulos al mundo sea la Verdad fundamental en
nuestro cristianismo. En la vida y en la muerte, en la salud y en la
enfermedad, descansemos por completo en este tremendo hecho: que,
aunque hemos pecado, Cristo murió por los pecadores; y que, aunque
no merecemos nada, Cristo sufrió en la Cruz por nosotros y por medio
de ese sufrimiento adquirió el Cielo para todos los que creen en Él.
Por último, observemos en este pasaje la extraña mezcla de gracia
y debilidad que se puede encontrar en el corazón de un verdadero
cristiano. Vemos que el mismo Pedro que acababa de dar testimonio
con una confesión tan noble pretendió reprender a su Maestro por
hablar de sufrimiento y de muerte. Le vemos recibiendo él mismo la
más dura reprensión que nunca salió de labios de nuestro Señor
durante su ministerio terrenal: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!
Porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los
hombres”.
Aquí tenemos una humillante prueba de que el mejor de los santos
es una pobre criatura falible. En Simón Pedro hubo ignorancia. No
comprendía la necesidad de la muerte de nuestro Señor y en realidad
habría evitado su sacriIcio en la Cruz. En Simón Pedro hubo
presunción. Pensó que conocía lo que era correcto y apropiado para su
Maestro mejor que Él mismo y, en realidad, trató de mostrar al Mesías
un camino más excelente. Y, por último, pero no menos importante,
¡Simón Pedro lo hizo con la mejor intención! Tenía buenas intenciones.
Sus motivaciones eran puras. Pero el celo y el fervor no son excusa
para el error. Se pueden tener buenas intenciones y, sin embargo, caer
en errores tremendos.
Aprendamos humildad de los hechos que aquí se relatan. Evitemos
presumir de nuestros logros espirituales o enorgullecernos por la
alabanza de otros. Nunca pensemos que lo sabemos todo y que es
difícil que fallemos. Vemos que hay un pequeño paso de hacer una
buena confesión a ser un “Satanás” en el camino de Cristo. Oremos
diariamente pidiendo a Dios que nos sostenga, nos guarde, nos enseñe
y no nos deje caer”.
Por último, aprendamos de los hechos que aquí se relatan a tener
amor hacia otros. No nos precipitemos a repudiar a nuestro hermano
por sus errores y equivocaciones. Recordemos que puede que su
corazón sea recto a los ojos de Dios, como el de Pedro, pero que, como
Pedro, se aparte durante un tiempo. Más bien tengamos en mente el
consejo de S. Pablo y actuemos según él: “Si alguno fuere sorprendido
en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu
de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también
seas tentado” (Gálatas 6:1).
Marcos 8:34–38
Las palabras de nuestro Señor Jesucristo en este pasaje son
especialmente importantes y solemnes. Fueron pronunciadas para
corregir las ideas equivocadas de sus discípulos en cuanto a la
naturaleza de su Reino. Pero contienen verdades de profunda
importancia para los cristianos acerca de cada época de la Iglesia. El
pasaje completo debería ser tema frecuente de meditación privada.
Aprendemos en estos versículos, por un lado, la absoluta necesidad
de negarse uno mismo para ser discípulo de Cristo y salvo. ¿Qué dijo
nuestro Señor? “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, y tome su cruz, y sígame”.
La salvación es sin duda completamente por gracia. Es ofrecida
libremente en el Evangelio al principal de los pecadores, sin dinero y
sin precio: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y eso no de
vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”
(Efesios 2:8–9). Pero todo el que acepta esta gran salvación debe
demostrar la realidad de su fe llevando la cruz en pos de Cristo. No
deben pensar que entrarán en el Cielo sin problemas, dolor,
sufrimiento y conHicto en la Tierra. Deben tomar la cruz de la doctrina
y la cruz de la práctica, la cruz de aferrarse a una fe que el mundo
rechaza y la de vivir una vida de la que el mundo se burla
considerándola demasiado estricta y justa. Deben estar dispuestos a
cruciIcar la carne, a hacer morir las obras de la carne, a luchar
diariamente contra el mal, a salir del mundo, a perder sus vidas si es
necesario por Cristo y el Evangelio. Son palabras duras pero no
admiten ser pasadas por alto. Las palabras de nuestro Señor son claras
e inequívocas. Si no llevamos la cruz, nunca llevaremos la corona.
No abandonemos el servicio a Cristo por temor a la cruz. Aunque
pueda parecer pesada, Jesús nos otorgará gracia para llevarla. “Todo lo
puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). Miles y cientos de
miles de personas la han llevado antes de nosotros y han encontrado
fácil el yugo de Cristo y ligera la carga de Cristo. Nada bueno en la
Tierra se consiguió nunca sin problemas. Con toda seguridad no
podemos esperar que sin problemas podamos entrar en el Reino de
Dios. Continuemos con energía y no permitamos que ninguna diIcultad
nos haga retroceder. La cruz, por cierto, solo será para unos años. La
gloria, al Inal, es para siempre.
Preguntémonos con frecuencia si nuestro cristianismo nos cuesta
algo. ¿Conlleva algún sacriIcio? ¿Tiene el verdadero sello del Cielo?
¿Le acompaña alguna cruz? Si no, bien podemos temblar y temer.
Tenemos mucho que aprender. Una religión que no cuesta nada no vale
nada. No nos hará mayor bien en la vida presente. No nos conducirá a
ninguna salvación en la vida futura.
Aprendemos en estos versículos, por otro lado, el indescriptible
valor del alma. ¿Qué dijo nuestro Señor? “¿Qué aprovechará el hombre
si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”. Estas palabras
pretendían fomentar en nosotros el esfuerzo y la abnegación. Deberían
resonar en nuestros oídos como una trompeta cada mañana cuando
nos levantamos de nuestra cama y cada noche cuando nos acostamos.
¡Que penetren profundamente en nuestras memorias y nunca sean
borradas por el diablo y el mundo!
Todos tenemos almas que vivirán eternamente. Seamos conscientes
o no, todos llevamos con nosotros algo que continuará viviendo
cuando nuestros cuerpos se conviertan en polvo en la tumba. Todos
tenemos almas de las que tendremos que dar cuentas a Dios. Es un
pensamiento terrible si tenemos en cuenta la poca atención que la
mayoría de los hombres prestan a cualquier cosa que no sea este
mundo. Pero es cierto.
Todos echan a perder su alma. No pueden salvarla. Solo Cristo
puede hacerlo. Pero el hombre la pierde, y lo hace por vías diferentes.
Puede asesinarla amando el pecado y adhiriéndose al mundo. Puede
envenenarla escogiendo una religión de mentiras y creyendo las
supersticiones humanas. Puede hacerla morir de hambre rechazando
todos los medios de gracia y rehusando recibir el Evangelio en su
corazón. Son muchas las formas que conducen al hoyo. Cualquiera que
sea el camino que tome el hombre, él y solo él es responsable del
mismo. Débil, corrupta, caída e impotente como es la naturaleza
humana, el hombre tiene un gran poder para destruir, asolar y perder
su propia alma.
El mundo entero no puede compensar al hombre por su alma. La
posesión de todos los tesoros que contiene el mundo no compensaría
la perdición eterna. No nos satisfarían ni nos harían felices mientras los
tuviéramos. Solo se podrían disfrutar durante unos años en el mejor de
los casos y después habría que abandonarlos para toda la eternidad.
De todos los negocios infructuosos y ridículos que puede hacer el
hombre, el peor es el de echar a perder la salvación de su alma en
beneIcio de este mundo presente. Es un negocio del que miles (como
Esaú, quien vendió su primogenitura por un guiso) se han arrepentido;
pero por desgracia, muchos (como Esaú) se arrepienten demasiado
tarde.
Que estas cosas que dijo nuestro Señor penetren en lo profundo de
nuestros corazones. No hay palabras adecuadas para expresar su
importancia. Recordémoslas a la hora de la tentación, cuando el alma
parece pequeña y sin importancia y el mundo resplandeciente y
grande. Recordémoslas a la hora de la persecución, cuando seamos
probados por el temor al hombre y tentados a abandonar a Cristo. En
horas como esas, traigamos a nuestra mente esta importante pregunta
de nuestro Señor y repitámonosla a nosotros mismos: “¿Qué
aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?”.
Aprendemos en estos versículos, en último lugar, el gran peligro de
avergonzarnos de Cristo. ¿Qué dijo nuestro Señor? “El que se
avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y
pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando
venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles”.
¿Cuándo se puede decir que alguien se avergüenza de Cristo?
Somos culpables de esto cuando nos avergonzamos de permitir que la
gente vea que creemos y amamos las doctrinas de Cristo, que
deseamos vivir según el mandamiento de Cristo y que deseamos ser
reconocidos entre el pueblo de Cristo. La doctrina, las leyes y el pueblo
de Cristo nunca han sido populares y nunca lo serán. La persona que
conIesa enérgicamente que los ama puede estar segura de que traerá
sobre sí el ridículo y la persecución. Quienquiera que no se atreva a
confesar esto por temor a este ridículo o a esta persecución se
avergüenza de Cristo y está bajo la sentencia del pasaje que nos
ocupa.
Quizá haya pocas de las frases de nuestro Señor que sean más
condenatorias que esta. “El temor del hombre pondrá lazo” (Proverbios
29:25). Hay miles de personas que se enfrentan sin temor a un león, a
una tormenta o a una desavenencia si el deber les llama pero que, sin
embargo, se avergüenzan de ser considerados “religiosos” y no se
atreven a admitir que desean agradar a Cristo más que al hombre. ¡Es
verdaderamente sorprendente el poder del ridículo! ¡Es extraordinario
lo atados que viven los hombres a la opinión del mundo!
Oremos todos diariamente para tener fe y valor de confesar a Cristo
ante los hombres. Del pecado, de la mundanalidad o de la incredulidad
sí debemos avergonzarnos. Pero nunca de Aquel que murió por
nosotros en la Cruz. A pesar de las risas, las burlas y las palabras
duras, admitamos con valor que servimos a Cristo. Miremos a menudo
hacia adelante al día de su Segunda Venida y recordemos lo que dice
en este lugar. Mejor confesar a Cristo mil veces ahora y ser
despreciado por el hombre que ser rechazados por Cristo ante su Padre
en el día del Juicio.

Marcos 9:1–13
No se debe pasar por alto la conexión de este pasaje con el Inal del
capítulo anterior. Nuestro Señor había estado hablando de su propia
muerte y pasión venideras, de la necesidad de que quien quiera ser su
discípulo se niegue a sí mismo, de la necesidad de perder nuestras
vidas si queremos que se salven. Pero al mismo tiempo continúa
hablando de su Reino y gloria futuros. Suaviza sus “duras palabras”
prometiendo una visión de esa gloria a algunos de los que le escuchan.
Y en la historia de la transIguración que tenemos ahora aquí vemos el
cumplimiento de esa promesa.
Lo primero que nos llama la atención en estos versículos es la
maravillosa visión que contienen de la gloria que tendrán Cristo y su
pueblo en su Segunda Venida.
No puede haber duda de que este era uno de los propósitos
principales de la transIguración. Pretendía enseñar a los discípulos
que, aunque su Señor tuviera entonces una apariencia pobre y
humilde, un día aparecería con la majestad real que correspondía al
Hijo de Dios. Pretendía enseñarles que, cuando su Maestro viniera por
segunda vez, sus santos —como Moisés y Elías— aparecerían con Él.
Pretendía recordarles que, aunque ahora fueran injuriados y
perseguidos por pertenecer a Cristo, un día serían revestidos de honor
y participarían de la gloria de su Maestro.
Tenemos razones para agradecer a Dios esta visión. Con frecuencia
somos tentados a abandonar el culto a Cristo a causa de la Cruz y la
aHicción que conlleva. Vemos a pocos con nosotros y a muchos contra
nosotros. Desechan nuestro nombre como malo y dicen toda clase de
mal contra nosotros porque creemos y amamos el Evangelio. Año tras
año vemos morir a nuestros compañeros en el servicio a Cristo y nos
sentimos como si supiéramos muy poco de ellos excepto que han ido a
un mundo desconocido y que nos han dejado solos. Todas estas cosas
son pruebas para la carne y la sangre. No nos sorprende que la fe de
los creyentes languidezca en ocasiones y que sus ojos fracasen en su
búsqueda de esperanza.
Veamos en la historia de la transIguración una solución para
pensamientos de duda como estos. La visión del monte santo es una
promesa misericordiosa de que hay cosas gloriosas que esperan al
pueblo de Dios. Su Salvador cruciIcado volverá en poder y gran gloria.
Sus santos vendrán todos con Él y serán guardados seguros hasta ese
feliz día. Podemos esperar con paciencia. “Cuando Cristo, vuestra vida,
se maniIeste, entonces vosotros también seréis manifestados con él
en gloria” (Colosenses 3:4).
La segunda cosa que nos llama la atención en este pasaje es la
extraña expresión del apóstol Pedro cuando vio a su Señor
trans.gurado. “Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí”.
Sin duda había mucho en esta frase que no podemos comentar.
Mostraba su ignorancia de que el propósito con el que Jesús había
venido al mundo era el de sufrir y morir. Mostraba un olvido de sus
hermanos que no estaban con él y del mundo en tinieblas que tanto
necesitaba la presencia de su Maestro. Sobre todo, la propuesta que
hizo al mismo tiempo de hacer tres enramadas —para Moisés, Elías y
Cristo— mostraba una visión limitada de la dignidad de su Maestro e
implicaba que desconocía que allí estaba alguien mayor que Moisés y
Elías. En todos estos aspectos, la exclamación del Apóstol no merece
nuestra alabanza, sino nuestra reprensión.
Pero, habiendo dicho esto, no dejemos de destacar el gozo y la
felicidad que produjo aquella gloriosa visión en aquel discípulo
afectuoso. Veamos en su ferviente clamor —“bueno es para nosotros
que estemos aquí”— el ánimo y el consuelo que puede proporcionar la
visión de la gloria a un verdadero creyente. Miremos hacia adelante y
tratemos de hacernos una idea del placer que experimentarán los
santos cuando al Inal se encuentren con el Señor Jesús en su Segunda
Venida para no separarse más. Una visión de unos pocos minutos fue
suIciente para hacer arder y emocionar el corazón de Pedro. La vista
de dos santos en la gloria era tan esperanzadora y alentadora que de
buena gana habría disfrutado más de ella. ¿Qué diremos entonces
cuando veamos a nuestro Señor aparecer en el último día con todos
sus santos? ¿Qué diremos cuando a nosotros mismos se nos permita
compartir su gloria, unirnos a la feliz compañía y sentir que no
saldremos más del gozo de nuestro Señor? Estas son cuestiones que
nadie puede responder. La felicidad del gran día de reunión no
podemos concebirla ahora. Los sentimientos que Pedro saboreó los
experimentaremos entonces plenamente. Todos diremos con un
corazón y una voz cuando veamos a Cristo y a todos sus santos:
“Bueno es para nosotros que estemos aquí”.
Lo último que nos llama la atención en este pasaje es el claro
testimonio que da del o.cio y la dignidad de Cristo como el Mesías
prometido. Vemos este testimonio primero en la aparición de Moisés y
de Elías, los representantes de la Ley y de los Profetas. Aparecen como
testigos de que Jesús es Aquel de quien hablaron en los tiempos
antiguos y de quien escribieron que vendría. Desaparecen después de
unos minutos y dejan a Jesús solo, como si mostraran que solo eran
testigos y que, habiendo venido nuestro Maestro, los siervos le otorgan
el lugar principal. Vemos este testimonio, en segundo lugar, en la voz
milagrosa que dice desde el Cielo: “Este es mi Hijo amado; a él oíd”. La
misma voz de Dios Padre que se escuchó en el bautismo de nuestro
Señor se escuchó una vez más en su transIguración. En ambas
ocasiones tenemos la misma declaración solemne: “Este es mi Hijo
amado”. En esta ocasión se añaden tres importantes palabras: “A él
oíd”.
Toda la conclusión de esta visión estaba calculada para dejar una
duradera impresión en las mentes de los tres discípulos. Les enseñó de
la forma más impresionante que su Señor estaba por encima de ellos y
de los profetas como el dueño de la casa lo está sobre los siervos y
que debían en todas las cosas creerle, seguirle, obedecerle, conIar en
Él y escucharle.
Por último, las palabras Inales de la voz del Cielo son palabras que
siempre deben tener en mente los verdaderos cristianos. Deben oír a
Cristo. Él es el gran Maestro: para ser sabios deben aprender de Él. Él
es la luz del mundo: para no perderse hay que seguirle. Él es la Cabeza
de la Iglesia: para ser miembros vivos de su cuerpo místico hay que
mirarle siempre a Él. La cuestión más importante que nos concierne a
todos no es tanto qué dice el hombre o el pastor, qué piensan la Iglesia
o el Concilio, sino qué dice Cristo. A Él debemos oír. En Él debemos
permanecer, en Él debemos apoyarnos. A Él debemos mirar. Él y solo
Él nunca nos fallará, nunca nos decepcionará y nunca nos extraviará.
Bienaventurados aquellos que conocen por experiencia el signiIcado
del texto siguiente: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me
siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de mi mano” (Juan 10:27–28).

Marcos 9:14–29
El contraste entre estos versículos y los que les preceden en el capítulo
es tremendo. Pasamos del monte de la transIguración a una triste
historia de la obra del diablo. Descendemos de la visión de la gloria a
un conHicto con la posesión satánica. Cambiamos la bendita compañía
de Moisés y Elías por el trato tosco de los escribas incrédulos. Dejamos
el anticipo de gloria milenaria y la solemne voz de Dios Padre dando
testimonio de Dios Hijo y volvemos una vez más a una escena de
dolor, debilidad y sufrimiento, a un muchacho físicamente
atormentado, a un padre profundamente preocupado y a un pequeño
grupo de débiles discípulos estorbados por el poder de Satanás e
incapaces de proporcionar liberación. A todos nos debe parecer un
contraste muy grande. Pero solo es un símbolo apenas perceptible del
cambio de escenario que Jesús aceptó experimentar voluntariamente
cuando dejó su gloria y vino al mundo. Y es, al In y al cabo, un cuadro
intenso de la vida de todos los verdaderos cristianos. Para ellos, como
para su Maestro, lo normal siempre será el trabajo, el conHicto y las
escenas de debilidad y aHicción. Para ellos también, la excepción serán
siempre las visiones de gloria, los anticipos del Cielo y los momentos
en el monte.
Aprendamos en estos versículos lo dependientes que son los
discípulos de Cristo de la compañía y ayuda de su Maestro.
Vemos esta verdad plasmada de forma llamativa en la escena que
se encontró nuestro Señor cuando descendió del monte. Como Moisés
cuando descendió del monte Sinaí, se encontró a su pequeño rebaño
confuso. Vio a sus nueve apóstoles acosados por un grupo de
maliciosos escribas e incapaces de sanar a alguien que había sido
llevado ante ellos poseído por un demonio. Los mismos discípulos que
un poco antes habían hecho muchos milagros y arrojado muchos
demonios, ahora se encontraban con un caso demasiado difícil para
ellos. Estaban aprendiendo por medio de una experiencia humillante la
gran lección de que “separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5).
Fue una lección útil, sin duda, y para su bien espiritual. Probablemente
sería recordada todos los días de sus vidas. Las cosas que aprendemos
por dolorosa experiencia se graban en nuestra memoria, mientras que
las verdades que solo escuchamos se suelen olvidar. Pero podemos
estar seguros de que fue una amarga lección al mismo tiempo. No nos
encanta aprender que no podemos hacer nada sin Cristo.
No tenemos que buscar demasiado para ver muchas ilustraciones
de esta verdad en la historia del pueblo de Cristo en cada época. Los
mismos hombres que en un tiempo hicieron proezas en la causa del
Evangelio, otras veces fracasan por completo y se muestran débiles e
inestables como el agua. Las retractaciones transitorias de Cranmer y
Jewell son notables ejemplos. El más santo y mejor de los cristianos no
tiene nada de qué gloriarse. Su fuerza no es propia. No tiene nada
salvo lo que ha recibido. Solo tiene que ocasionar que el Señor le deje
por una temporada, y pronto descubrirá que su poder desaparece.
Como Sansón cuando le cortaron el pelo, se debilita y es como
cualquiera de los hombres (cf. Jueces 16:7).
Aprendamos una lección de humildad del fracaso de los discípulos.
Esforcémonos por darnos cuenta cada día de nuestra necesidad de la
gracia y presencia de Cristo. Con Él podemos hacer todas las cosas. Sin
Él, nada en absoluto. Con Él podemos vencer las mayores tentaciones.
Sin Él, lo más mínimo puede vencernos. Clamemos cada mañana: “No
nos dejes solos, no podemos saber lo que nos espera en el día. Si tu
presencia no va con nosotros no podemos seguir”.
Aprendamos en estos versículos, en segundo lugar, la propensión
que tenemos en la vida a ser heridos por Satanás. Tenemos una
tremenda descripción de las aHicciones producidas por Satanás al
joven cuyo caso se relata aquí. Y se nos dice que sufría esta terrible
situación desde su infancia misma. Le sucedía “desde niño”.
Tenemos aquí una lección de gran importancia que no debemos
obviar. Tenemos que esforzarnos por el bien de nuestros hijos aun
desde sus primeros años. Si Satanás comienza tan pronto a hacerles
daño, no debemos quedarnos atrás en diligencia para conducirlos a
Dios. Es difícil saber cuándo es un niño responsable y dueño de sus
actos. Quizá mucho antes de lo que la mayoría supone. Una cosa, en
todo caso, es muy clara: nunca es demasiado pronto para esforzarnos
y orar por la salvación de las almas de los niños, nunca es demasiado
pronto para dirigirnos a ellos como seres morales y hablarles de Dios,
de Cristo, de lo bueno y de lo malo. Podemos estar seguros de que el
diablo no pierde el tiempo y procura inHuir en las mentes de los
jóvenes. Comienza con ellos desde niños. Trabajemos para
contrarrestarle. Si Satanás puede llenar los corazones jóvenes, estos
también pueden ser llenos del Espíritu de Dios.
Aprendamos en estos versículos, en tercer lugar, cómo se pueden
mezclar en el mismo corazón la fe y la incredulidad. Las palabras del
padre del niño nos plantean esta verdad de una forma conmovedora.
“Creo, ayuda mi incredulidad”.
Vemos en estas palabras un cuadro impresionante del corazón de
muchos verdaderos cristianos. Hay pocos creyentes en los que no
coexistan la conIanza y la duda, la esperanza y el temor. Nada es
perfecto en el hijo de Dios mientras esté en el cuerpo. Su
conocimiento, amor y humildad son más o menos defectuosos y están
mezclados con corrupción. Y lo mismo que ocurre con los demás dones
sucede con la fe. Cree y, sin embargo, le queda un resto de
incredulidad.
¿Qué podemos hacer con nuestra fe? Debemos utilizarla. Débil,
temblorosa, llena de dudas, por muy pequeña que sea, debemos
utilizarla. No debemos esperar hasta que sea grande, perfecta y
poderosa, sino (como el hombre que tenemos ante nosotros) tener en
cuenta que no lo es y desear que un día lo sea. “Creo”, le dijo al Señor.
¿Qué podemos hacer con nuestra incredulidad? Debemos oponerle
resistencia y orar contra ella. No debemos permitir que nos aparte de
Cristo. Debemos llevarla a Cristo como llevamos todos los demás
pecados e inIdelidades, y clamar a Él pidiendo liberación. Como el
hombre que está ante nosotros, debemos clamar al Señor: “Ayuda mi
incredulidad”.
Estas son verdades experimentales. Bienaventurados aquellos que
conocen algo de ellas. El mundo las desconoce. La fe y la incredulidad,
las dudas y los temores, son necedades para el hombre natural. Pero el
verdadero cristiano debe estudiar bien estas cosas y comprenderlas a
fondo. Es de la mayor importancia para nuestro ánimo el saber que un
verdadero creyente puede ser conocido por su guerra espiritual interior
así como por su paz interior.
Señalemos, en último lugar, el completo dominio que ejerce nuestro
Señor sobre Satanás y todos sus instrumentos. El espíritu que era
demasiado fuerte para los discípulos es arrojado inmediatamente por
su Maestro. Este habla con autoridad poderosa, y Satanás se ve
obligado inmediatamente a obedecer: “Yo te mando, sal de él y no
entres más en él”.
Podemos dejar el pasaje con sentimientos de ánimo. Mayor es Aquel
que está por nosotros que todos los que están contra nosotros.
Satanás es muy fuerte, trabajador, activo y malvado. Pero Jesús puede
salvar a los que se acercan a Dios por medio de Él, tanto del diablo
como del pecado, tanto del diablo como del mundo. Armémonos de
paciencia. Jesús vive aún y no permitirá que Satanás nos arranque de
su mano. Jesús vive aún y pronto volverá a liberarnos por completo de
los dardos de fuego del maligno. La gran cadena está preparada
(Apocalipsis 20:1). Satanás un día será atado. “El Dios de paz aplastará
en breve a Satanás bajo vuestros pies” (Romanos 16:20).

Marcos 9:30–37
Señalemos en estos versículos la renovación del anuncio que hace
nuestro Señor de su propia venida, muerte y resurrección. “Enseñaba
a sus discípulos, y les decía: El Hijo del Hombre será entregado en,
manos de hombres, y le matarán; pero después de muerto, resucitará
al tercer día”.
Tan pronto como se hace este anuncio, aparece una vez más la
torpeza de los discípulos en las cosas espirituales. En las noticias había
cosas tanto buenas como malas, dulces como amargas, se habla tanto
de vida como de muerte, de la resurrección como de la cruz. Pero todo
estaba oscuro para los perplejos doce. “No entendían esta palabra, y
tenían miedo de preguntarle”. Sus mentes seguían llenas de sus ideas
equivocadas acerca del Reino de su Maestro sobre la Tierra. Pensaban
que su Reino terrenal aparecería inmediatamente. Nunca somos tan
lentos para comprender como cuando hay prejuicios e ideas
preconcebidas que oscurecen nuestros ojos.
La inmensa importancia de la muerte de nuestro Señor y de la
resurrección se expresa con fuerza en este nuevo anuncio suyo. Por
algo nos recuerda de nuevo que debe morir. Tenía que hacernos saber
que su muerte era el gran In para el que había venido al mundo. Nos
recuerda que por medio de esa muerte se resolvería el gran problema
de cómo Dios podía ser justo y a la vez justiIcar a los pecadores. No
había venido al mundo solo para enseñar, predicar y hacer milagros.
Había venido para pagar por el pecado, por medio de su propia sangre
y de su sufrimiento en la Cruz. Nunca olvidemos esto. La encarnación,
el ejemplo y las palabras de Cristo son todas de profunda importancia.
Pero el gran objeto que requiere nuestra atención en la historia de su
ministerio terrenal es su muerte en el Calvario.
Señalemos, en segundo lugar, en estos versículos la ambición y el
amor a la preeminencia que exhibieron los Apóstoles. “En el camino
habían disputado entre sí, quién había de ser el mayor”.
¡Qué extraño suena esto! ¿Quién habría pensado que unos cuantos
pescadores y publicanos podrían ser vencidos por el espíritu de
rivalidad y supremacía? ¿Quién podía esperar que a estos pobres
hombres que lo habían dejado todo por Cristo les preocupara la
contienda acerca del lugar y la posición que merecía cada uno? Pero
así es. El hecho se relata para que aprendamos. El Espíritu Santo ha
hecho que quede escrito para que lo utilice a perpetuidad la Iglesia de
Cristo. Cuidémonos de que no se haya escrito en vano.
Es un hecho terrible, tanto si lo admitimos como si no, que el orgullo
sea uno de los pecados más comunes de la naturaleza humana. Todos
hemos nacido fariseos. Todos nos consideramos por naturaleza mucho
más de lo que debiéramos. Todos suponemos naturalmente que
merecemos algo mejor de lo que tenemos. Es un pecado antiguo.
Comenzó en el huerto de Edén, cuando Adán y Eva pensaron que no
tenían todo lo que sus méritos merecían. Es un pecado sutil. Gobierna
y reina en muchos corazones sin que se detecte y puede ir disfrazado
de humildad. Es un pecado muy destructor del alma. Evita el
arrepentimiento, aleja a las personas de Cristo, estorba el amor
fraternal y corta de raíz la ansiedad espiritual. Vigilémoslo y estemos
alerta. De todas nuestras prendas de vestir, ninguna es tan elegante,
ninguna sienta tan bien y ninguna es tan rara como la verdadera
humildad.
Señalemos, en tercer lugar, el nivel especial de la verdadera
grandeza que nuestro Señor pone delante de sus discípulos. Les dice:
“Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor
de todos”.
Estas palabras son profundamente instructivas. Nos muestran que
las directrices del mundo son totalmente opuestas a la mente de
Cristo. La idea de grandeza que tiene el mundo consiste en gobernar,
pero la grandeza cristiana consiste en servir. La ambición del mundo es
recibir honor y atención, pero el deseo del cristiano debe ser dar más
que recibir, y ayudar a los demás más que ser ayudados. En resumen,
la persona que se dedica más a servir a los demás y a ser útil en sus
días y en su generación es mayor a los ojos de Cristo.
Esforcémonos por utilizar de forma práctica esta máxima al
examinar nuestra conciencia. Busquemos hacer el bien a nuestro
prójimo y humillar esa indulgencia hacia nosotros mismos y ese
agradarnos a nosotros mismos al que tenemos tanta tendencia. ¿Hay
algún servicio que podamos hacer a nuestra comunidad? ¿Hay alguna
ayuda que podamos prestar para estimular y promover su felicidad? Si
es así, hagámoslo sin retraso. Bien le iría a la cristiandad que fuera
menos frecuente la vacía jactancia de los Ieles y de la ortodoxia y más
común la atención práctica a las palabras de nuestro Señor en este
pasaje. Siempre son pocos los que están dispuestos a ser los últimos y
a servir a todos por Cristo. Pero estas son las personas que hacen el
bien, rompen con los prejuicios, convencen a los inIeles de que el
cristianismo es una realidad y conmueven al mundo.
Señalemos, en último lugar, que el Señor nos invita a ser
bondadosos con los últimos y más pequeños que creen en su nombre.
Nos enseña esta lección de una manera muy elocuente. Tomó a un
niño en sus brazos y les dijo a sus discípulos: “El que reciba en mi
nombre a un niño como este, me recibe a mí; y el que a mí me recibe,
no me recibe a mí sino al que me envió”.
El principio aquí establecido es una continuación del que acabamos
de considerar. Resulta ajeno al hombre natural. La carne y la sangre no
pueden ver otro camino de grandeza que la corona, el rango, la
riqueza y la elevada posición en el mundo. El Hijo de Dios declara que
el camino es entregarnos al cuidado del débil y del menor de su
rebaño. Refuerza su declaración con unas maravillosas palabras que
con frecuencia se leen y se escuchan sin pensar. Nos dice que “el que
reciba en mi nombre a un niño como este me recibe a mí; y el que a mí
me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió”.
Aquí hay mucho ánimo para todos aquellos que se entregan a una
obra de caridad haciendo bien a las almas desatendidas. Se estimula a
todo aquel que se esfuerza por restaurar al despreciado y darle un
lugar en la sociedad, por levantar al caído, por reunir a los hijos
harapientos de quienes nadie cuida, por apartar a los peores
personajes de una vida de pecado como a las ramas del fuego y por
llevar a casa al extraviado. Animémonos al leer estas palabras. Hacer
esto suele resultar duro y desalentador. Puede que se mofen de ellos,
que los pongan en ridículo y queden expuestos a la burla del mundo.
Pero que sepan que el Hijo de Dios conoce todo lo que hacen y a Él le
agrada mucho. Independientemente de lo que pueda pensar el mundo,
es a estos a quienes Jesús le encantará honrar en el último día.

Marcos 9:38–50
En estos versículos vemos la mente de Cristo en el gran asunto de la
tolerancia religiosa. El apóstol Juan le dijo: “Maestro, hemos visto a uno
que en tu nombre echaba demonios, pero él no nos sigue”. Sin duda el
hombre estaba haciendo una buena obra. Es incuestionable que estaba
luchando en el mismo bando que los Apóstoles. Pero esto no satisfacía
a Juan. No trabajaba en compañía de los Apóstoles. No luchaba en
línea con ellos. Y, por tanto, Juan se lo había prohibido. ¡Pero
escuchemos ahora lo que decide Aquel que es la gran Cabeza de la
Iglesia! “No se lo prohibáis, porque ninguno hay que haga milagro en
mi nombre, que luego pueda decir mal de mí. Porque el que no es
contra nosotros, por nosotros es”.
Aquí tenemos una verdadera regla de oro que la naturaleza humana
necesita mucho y que olvida con mucha frecuencia. Hay personas de
todas las ramas de la Iglesia de Cristo con tendencia a pensar que no
se puede hacer ningún bien en el mundo a menos que lo hagan ellos y
su denominación. Su mentalidad es tan estrecha que no conciben la
posibilidad de trabajar siguiendo otras pautas diferentes de las suyas.
Convierten en ídolo su propio mecanismo eclesiástico y no son capaces
de apreciar ningún otro. Son como aquel que exclamó cuando Eldad y
Medad profetizaban en el campamento: “Señor mío, Moisés, impídelos”
(Números 11:28).
A este espíritu intolerante le debemos algunas de las páginas mas
negras de la historia de la Iglesia. En repetidas ocasiones ha habido
cristianos que han perseguido a otros cristianos por la misma razón
que da aquí Juan. Les dicen a sus hermanos: O nos seguís a nosotros o
no trabajáis para Cristo en absoluto.
Estemos en guardia contra este sentimiento. Está muy próximo a la
superIcie de todos nuestros corazones. Busquemos percibir el espíritu
tolerante y generoso que recomienda aquí Jesús y demos gracias por
las buenas obras, independientemente de dónde se hagan y de quién
las haga. Vigilemos cualquier inclinación a parar y estorbar a otros
simplemente porque no escogen adoptar nuestros planes o trabajar a
nuestro lado. Puede que pensemos que nuestros compañeros
cristianos se equivocan en algunos aspectos. Podemos pensar que se
haría más por Cristo si se unieran a nosotros y si todos trabajáramos
de la misma forma. Podemos ver muchos males que surgen de las
disensiones y divisiones religiosas. Pero todo esto no debe evitar que
nos regocijemos si las obras del mal son destruidas y se salvan las
almas. ¿Está peleando nuestro prójimo contra Satanás? ¿Está tratando
verdaderamente de trabajar para Cristo? Esta es la cuestión
importante. Es mejor mil veces que la obra sea hecha por otras manos
que el que no se haga en absoluto. Bienaventurado aquel que conoce
algo del espíritu de Moisés cuando dijo: “Ojalá todo el pueblo de Jehová
fuese profeta”, o el de Pablo cuando dice: “Cristo es anunciado; y en
esto me gozo, y me gozaré aún” (Números 11:29; Filipenses 1:18).
En estos versículos vemos, por otro lado, la necesidad de
abandonar todo lo que se interpone entre nosotros y la salvación de
nuestras almas. Hay que cortar la mano y el pie y arrancar el ojo si
ofenden o son ocasión de caer. Las cosas que queremos —como el ojo,
el pie o la mano— deben ser arrojadas y abandonadas si hacen daño a
nuestras almas, independientemente del dolor que nos cause el
sacriIcio.
Esta es una regla que suena severa y cruel a primera vista. Pero
nuestro amado Maestro no la dio porque sí. Es absolutamente
necesario estar de acuerdo con ella, mientras que ser negligentes en
su cumplimiento es el camino seguro al InIerno. Nuestros sentidos
corporales son los canales a través de los cuales se nos acercan
muchas de nuestras más formidables tentaciones. Nuestros miembros
corporales son instrumentos dispuestos para el mal, pero lentos para lo
que es bueno. El ojo, la mano y el pie son buenos siervos cuando van
en la dirección correcta. Pero han de ser vigilados diariamente para
que no nos lleven a pecar.
Decidamos por la gracia de Dios utilizar de forma práctica el
solemne interdicto de nuestro Señor en este lugar. Considerémoslo
como el consejo de un médico sabio o de un padre compasivo, la
advertencia de un amigo Iel. Aunque las personas se burlen porque
somos demasiado estrictos y pedantes, cruciIquemos nuestra “carne
con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Neguémonos cualquier
placer que pueda hacernos pecar contra Dios. Caminemos en los pasos
de Job, quien dice: “Hice pacto con mis ojos” (Job 31:1). Recordemos a
Pablo, quien dice: “Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no
sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser
eliminado” (1 Corintios 9:27).
En estos versículos vemos, por último, que el castigo futuro es real,
terrible y eterno. Tres veces habla el Señor Jesús del “InIerno”. Tres
veces menciona el gusano que no muere. Tres veces dice que el fuego
nunca se apaga.
Son expresiones terribles. Llaman a la reHexión más que a la
exposición. Todos los que profesan ser cristianos deben ponderarlas,
considerarlas y recordarlas. Importa poco si las consideramos
Igurativas y simbólicas. Si lo son, una cosa al menos está muy clara. El
gusano y el fuego son símbolos de cosas reales. Hay un verdadero
InIerno y ese InIerno es eterno.
No es un acto de misericordia esconder de los hombres el asunto
del InIerno. Por muy terrible y tremendo que sea, hay que hacer
hincapié en él como una de las grandes verdades del cristianismo.
Nuestro amado Salvador habla a menudo de él. El apóstol Juan, en el
libro del Apocalipsis, lo describe con frecuencia. Los siervos de Dios en
estos días no deben avergonzarse de confesar su fe en él. Si no
hubiera una misericordia sin límites en Cristo para todos los que creen
en Él, bien podríamos dudar de tratar este horrible asunto. Si no
existiera la sangre preciosa de Cristo capaz de limpiar todo pecado,
bien podríamos guardar silencio acerca de la ira venidera. Pero hay
misericordia para todos los que piden en el nombre de Cristo. Hay una
fuente abierta para todo pecado. AIrmemos, por tanto, con energía y
resolución, que hay un InIerno y supliquemos a las personas que
huyan de él antes de que sea demasiado tarde. “Conociendo, pues, el
temor del Señor —el gusano y el fuego— persuadimos a los hombres”
(2 Corintios 5:11). No es posible decir demasiado acerca de Cristo. Pero
es muy posible decir demasiado poco acerca del InIerno.
Que las palabras de conclusión de nuestro Señor resuenen en
nuestros oídos al dejar el pasaje: “Tened sal en vosotros mismos; y
tened paz los unos con los otros”. Asegurémonos de que tenemos en
nuestros corazones la gracia salvadora del Espíritu Santo santiIcando,
puriIcando, preservando de la corrupción todo nuestro hombre interior.
Consideremos la gracia que se nos ha otorgado con vigilancia diaria y
oremos para que seamos guardados de la indiferencia y del pecado,
para que no nos sorprendan las faltas ni acarreen deshonra a nuestra
conciencia y descrédito a nuestra profesión. Sobre todo, vivamos en
paz unos con otros, sin pretender grandes cosas o anhelar la
preeminencia, sino vestidos de humildad y amando a todos aquellos
“que aman a Cristo con amor inalterable” (Efesios 6:24). Estas cosas
parecen sencillas. Pero en hacerlas hay gran recompensa.
Marcos 10:1–12
El versículo inicial de este pasaje nos muestra la paciente
perseverancia de nuestro Señor Jesucristo como maestro. Se nos dice
que “vino a la región de Judea y al otro lado del Jordán; y volvió el
pueblo a juntarse a él, y de nuevo les enseñaba como solía”.
Dondequiera que nuestro Señor fuera, siempre se ocupaba de los
negocios de su Padre, predicando, enseñando y trabajando por el bien
de las almas. No desaprovechaba ninguna oportunidad. En toda la
historia de su ministerio terrenal nunca leemos acerca de un día
desocupado. De Él se puede decir verdaderamente que sembraba
“junto a todas las aguas” y que por la mañana sembraba su semilla y a
la tarde no dejaba reposar su mano (Isaías 32:20; Eclesiastés 11:6).
Y nuestro Señor conocía los corazones de todos los hombres. Sabía
perfectamente bien que la mayor parte de sus oyentes estaba
endurecida y no creía. Sabía, cuando hablaba, que la mayoría de sus
palabras caían en un terreno descuidado y desatendido y que, respecto
a la salvación de las almas, la mayor parte de su trabajo era en vano.
Sabía todo esto pero seguía trabajando.
Veamos en este hecho un patrón Irme para todos los que tratan de
hacer el bien a los demás, independientemente de lo que hagan. Que
lo recuerde cada ministro y cada misionero, cada maestro de escuela y
de escuela dominical, cada coordinador y cada responsable laico, cada
cabeza de familia que dirige reuniones de oración familiar y cada
niñera con niños a su cargo. Que todos recuerden el ejemplo de Cristo
y resuelvan hacer lo mismo. No debemos dejar de enseñar porque no
veamos que hacemos un bien. No debemos relajarnos en nuestras
exhortaciones porque no veamos fruto de nuestro esfuerzo. Debemos
seguir trabajando con perseverancia, manteniendo ante nosotros el
gran principio de que nuestro es el deber y de Dios los resultados.
Tiene que haber aradores y sembradores, así como segadores y los
que atan la gavilla. El amo honrado paga a sus trabajadores según el
trabajo que hacen y no según la cosecha que crece en su tierra.
Nuestro Maestro celestial tratará a todos sus siervos en el último día
de igual manera. Sabe que el éxito no está en sus manos. Sabe que
ellos no pueden cambiar los corazones. Los recompensará según su
labor y no según los frutos que hayan resultado de ella. No es al “buen
siervo y exitoso”, sino al “buen siervo y .el” a quien dirá: “Entra en el
gozo de tu señor” (Mateo 25:21).
La mayor parte de este pasaje pretende mostrarnos la dignidad e
importancia del vínculo matrimonial. Está claro que las opiniones
prevalecientes de los judíos sobre este asunto cuando nuestro Señor
estaba sobre la Tierra eran laxas y deIcientes en extremo. No
reconocían el carácter vinculante del matrimonio. El divorcio por
causas nimias y triviales era tolerable y común. Los deberes del marido
hacia su esposa y de la esposa hacia el marido, como consecuencia
natural, se entendían mal. Para corregir este estado de cosas, nuestro
Señor establece una escala de valores elevada y santa. Se reIere a la
institución original del matrimonio en la creación como la unión de un
hombre y una mujer. Cita y ratiIca las solemnes palabras utilizadas
respecto al matrimonio de Adán y Eva como de signiIcado perpetuo:
“Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su
mujer, y los dos serán una sola carne”. Y añade un solemne
comentario: “Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”. Y por último,
en respuesta a la pregunta de sus discípulos, declara que el divorcio
seguido de unas segundas nupcias, excepto por causa de fornicación,
quebranta el séptimo mandamiento.3
La importancia de este asunto, sobre el cual nuestro Señor
pronuncia aquí un juicio, difícilmente se puede sobrestimar. Debemos
estar muy agradecidos de tener una exposición tan clara y plena de su
idea sobre él. La relación matrimonial reside en la raíz misma del
sistema social de las naciones. La moralidad pública de un pueblo y la
felicidad personal de las familias que lo componen tienen mucho que
ver con la cuestión de la ley matrimonial. La experiencia de todas las
naciones conIrma la sabiduría de la decisión de nuestro Señor en este
pasaje de la manera más sorprendente. Es un hecho claramente
evidente que la poligamia y el permiso para conseguir el divorcio por
nimiedades tienen la consecuencia directa de promover la inmoralidad.
En resumen, cuanto más se acercan las leyes de la nación acerca del
matrimonio a la ley de Cristo, más elevada se muestra la moralidad de
esa nación.
Conviene a todos aquellos que están casados o que se proponen
casarse valorar bien la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo en este
pasaje. De todas las relaciones de la vida, ninguna se debe considerar
con tanta reverencia y en ninguna se debe entrar con tanta cautela
como la relación de marido y esposa. En ninguna relación se
encontrará tanta felicidad terrenal si se emprende con discreción,
conocimiento de causa y temor de Dios. En ninguna hay tanta aHicción
si se entra en ella sin conocimiento de causa, a la ligera,
caprichosamente o sin pensar. De ningún paso en la vida se desprende
tan gran beneIcio para el alma si las personas se casan “en el Señor”.
De ninguno sufre el alma tanto daño si la única causa que produce la
unión es el capricho, la pasión o cualquier motivo meramente
mundano. Salomón fue el más sabio de los hombres, pero “aun a él le
hicieron pecar las mujeres extranjeras” (Nehemías 13:26).
Por desgracia, hay gran necesidad de imprimir estas verdades en
las personas. Es un hecho lamentable que pocos pasos en la vida se
tomen en general con tanta ligereza, terquedad y olvido de Dios como
el matrimonio. ¡Pocas son las parejas jóvenes que piensan en invitar a
Cristo a su boda! Es lamentable que los matrimonios infelices sean una
gran causa de la aHicción y el pesar que abundan tanto en el mundo.
Las personas perciben demasiado tarde que se han equivocado y caen
en la amargura todos los días. Bienaventurados aquellos que en la
cuestión del matrimonio observan tres reglas. La primera es casarse
solo en el Señor y después de pedir la aprobación y bendición de Dios.
La segunda es no esperar demasiado de su cónyuge y recordar que el
matrimonio es, al In y al cabo, la unión de dos pecadores y no de dos
ángeles. La tercera regla es esforzarse en primer lugar, y por encima
de todo, por la santiIcación del otro. Cuanto más santos son los
matrimonios, más felices son. “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí
mismo por ella” (Efesios 5:25–26).

Marcos 10:13–16
La escena que tenemos ante nosotros en estos cuatro versículos es
profundamente interesante. Vemos que los niños son llevados a Cristo
“para que los tocase” y los discípulos reprendían a los que los
presentaban. Se nos dice que, cuando Jesús vio esto, “se indignó” y
reprendió a sus discípulos con palabras de un notable tenor. Y al Inal
se nos dice que “tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre
ellos, los bendecía”.
Aprendemos en este pasaje, por un lado, cuánta atención deben
recibir las almas de los niños en la Iglesia de Cristo. La gran Cabeza de
la Iglesia encontró tiempo para dedicarse de forma especial a los
niños. Aunque su tiempo en la Tierra era precioso y había hombres y
mujeres adultos que perecían en todas partes por falta de
conocimiento, no consideraba a los niños y niñas de pequeña
importancia. Tenía lugar en su gran corazón aun para ellos. Declaró
con su gesto y con sus actos su buena voluntad hacia ellos. Y además
ha dejado palabras concernientes a ellos que su Iglesia nunca olvidará:
“De los tales es el reino de Dios”.
No debemos suponer que se pueden dejar a su aire las almas de los
niños pequeños. Los caracteres que tendrán durante su vida dependen
en extremo de lo que ven y escuchan durante los siete primeros años
de su vida. Nunca son demasiado jóvenes para aprender el mal y
pecar. Nunca son demasiado jóvenes para recibir impresiones
religiosas. Piensan de manera infantil en Dios, en sus almas y en el
mundo venidero, mucho antes y mucho más profundamente de lo que
la mayoría de la gente piensa. Están mucho más dispuestos a
responder a los estímulos de sus sentimientos de lo bueno y lo malo de
lo que muchos suponen. Tienen una conciencia. Dios no les ha dejado
sin testimonio en sus corazones, aunque su naturaleza sea caída y
corrupta. Tienen un alma cada uno que vivirá eternamente en el Cielo
o en el InIerno. Nunca es demasiado pronto para comenzar a
esforzarnos a llevarlos a Cristo.
Estas verdades deben ser consideradas con diligencia por cada
rama de la Iglesia de Cristo. Es obligación ineludible de cada
congregación cristiana proveer para la capacitación espiritual de sus
niños. Los hijos e hijas de cada familia deben ser enseñados tan pronto
como puedan aprender, deben ser llevados al culto público tan pronto
como puedan comportarse adecuadamente, deben ser observados con
interés afectuoso como la futura congregación que ocupará nuestro
lugar cuando estemos muertos. Podemos esperar con conIanza la
bendición de Cristo a todos los intentos de hacer bien a los niños.
Ninguna iglesia se puede considerar en un estado saludable si no tiene
en cuenta a sus miembros más jóvenes y se excusa perezosamente
con el pretexto de que los jóvenes son jóvenes y de que es inútil tratar
de hacer algo bueno por ellos. Una iglesia así muestra claramente que
no tiene la mente de Cristo. Una congregación formada solo por
adultos, cuyos niños están ociosos en casa o corriendo salvajemente
por la calle o por el campo, es una visión deplorable y no satisfactoria.
Los miembros de una congregación así pueden enorgullecerse de sus
cifras y de lo sanas que son sus ideas. Pueden conformarse con
aIrmaciones en voz alta de que no pueden cambiar el corazón de sus
hijos y de que Dios los convertirá algún día si lo considera conveniente.
Pero aún tienen que aprender que Cristo considera que están haciendo
caso omiso de un deber solemne y que los cristianos que no utilizan
todos los medios para llevar a los niños a Cristo están cometiendo un
gran pecado.
Aprendamos, por otro lado, en este pasaje, de cuánto ánimo es
llevar a los niños a ser bautizados. Por supuesto no pretendo decir que
hay una mención del bautismo o una referencia a él en los versículos
que nos ocupan. Lo único que podemos decir es que las expresiones y
gestos de nuestro Señor en este pasaje son un fuerte argumento
indirecto a favor del bautismo de infantes. Es por esto por lo que el
pasaje ocupa un lugar importante en el culto bautismal de la Iglesia de
Inglaterra.
La cuestión del bautismo de infantes es sin duda delicada y difícil.
Hombres santos y de oración son incapaces de ver un parecido.
Aunque lean la misma Biblia y profesen ser dirigidos por el mismo
Espíritu, llegan a diferentes conclusiones acerca de este sacramento.
La gran mayoría de cristianos aIrman que el bautismo de infantes es
escriturario y correcto. Un sector comparativamente pequeño de la
Iglesia protestante, pero que contiene muchos santos eminentes entre
sus miembros, considera que el bautismo de infantes no es escriturario
ni correcto. Las diferencias son una triste prueba de la ceguera y
debilidad que queda aún en los santos de Dios.
Pero la diferencia a la que ahora hacemos referencia no debe hacer
que los miembros de la Iglesia de Inglaterra vacilen en tener opiniones
favorables en cuanto al asunto. Esa Iglesia ha declarado claramente en
sus Artículos que “el bautismo de los niños ha de conservarse en un
sentido como más acorde a la institución de Cristo”. No tenemos por
qué temer adherirnos a esta opinión.
Es admitido por ambas partes que los niños pueden ser elegidos y
escogidos por Dios para salvación, lavados por la sangre de Cristo,
nacidos de nuevo del Espíritu, pueden recibir gracia, ser justiIcados y
santiIcados y entrar en el Cielo. Si estas cosas son así, es difícil ver por
qué no pueden recibir la señal externa del bautismo.
Se admite además que los niños son miembros de la Iglesia visible
de Cristo en virtud del cristianismo de sus padres. ¿Qué otra cosa
pueden querer decir las palabras de S. Pablo “ahora son santos” (1
Corintios 7:14)? Si esto es así, es difícil comprender por qué un niño no
puede recibir una señal externa de haber sido admitido en la Iglesia
igual que el niño judío recibe la señal externa de la circuncisión.
La objeción de que el bautismo es solo para aquellos que son lo
bastante mayores como para arrepentirse y creer no parece
convincente. Leemos en el Nuevo Testamento que las personas de las
“casas” de Lidia y de Estéfanas fueron bautizadas y que el carcelero de
Filipos y “todos los suyos” fueron bautizados. Es muy difícil suponer
que en ninguno de estos tres casos hubiera niños (Hechos 16:15, 33; 1
Corintios 1:16).
La objeción de que nuestro Señor Jesucristo mismo nunca ordenó
directamente a los niños que fueran bautizados carece de peso. La
Iglesia judía, a la que Él vino, siempre había estado acostumbrada a
admitir a los niños por medio de la circuncisión. El hecho mismo de
que Jesús no dijera nada acerca de la edad para bautizarse demuestra
que no pretendía introducir cambios.
Podemos dejar el asunto aquí. Pocas controversias han hecho tanto
daño y conducido a tan poco fruto espiritual como la que tiene que ver
con el bautismo. Sobre ninguna se ha dicho y escrito tanto sin
convencer. Sobre ninguna otra la experiencia parece demostrar mejor
que habría sido preferible que los cristianos se hubieran dejado en paz
entre sí y hubieran aceptado sus diferencias.
El bautismo que nos concierne a todos conocer no es tanto el
bautismo de agua como el bautismo del Espíritu Santo. Hay miles que,
siendo lavados en las aguas bautismales, nunca fueron renovados por
el Espíritu. ¿Hemos nacido de nuevo? ¿Hemos recibido el Espíritu Santo
y sido hechos nuevas criaturas en Jesucristo? Si no es así, importa
poco cuándo, dónde o cómo hemos sido bautizados; seguimos en
nuestros pecados. Sin un nuevo nacimiento no puede haber salvación.
¡No descansemos hasta saber y sentir que hemos pasado de muerte a
vida y que en verdad hemos nacido de Dios!

Marcos 10:17–27
La historia que acabamos de leer se recoge nada menos que tres
veces en el Nuevo Testamento. Mateo, Marcos y Lucas la escribieron
todos para nuestro aprendizaje inspirados por el Espíritu. Hay, sin
duda, un sabio propósito en esta triple repetición de los mismos
hechos sencillos. Pretenden mostrarnos que las lecciones del pasaje
merecen una particular atención por parte de la Iglesia de Cristo.
Aprendamos, por un lado, en este pasaje lo poco que el hombre se
conocía.
Se nos dice que “vino uno corriendo” a nuestro Señor “e hincando la
rodilla delante de él, le preguntó” con solemnidad: “¿Qué haré para
heredar la vida eterna?”. A primera vista había mucho de prometedor
en la pregunta de este hombre. Mostraba preocupación por las cosas
espirituales mientras que la mayoría de los que le rodeaban eran
negligentes e indiferentes. Mostraba una disposición de reverencia a
nuestro Señor arrodillándose ante Él, mientras que los escribas y
fariseos le despreciaban. Pero, durante todo este tiempo, este hombre
desconocía profundamente su propio corazón. Escuchó a nuestro Señor
recitar aquellos mandamientos que hablan de nuestros deberes hacia
nuestro prójimo e inmediatamente declaró: “Todo esto lo he observado
desde mi juventud”. La profundidad de la Ley moral y su aplicación a
nuestros pensamientos y palabras, además de a las acciones, son
cuestiones que él desconocía por completo.
La ceguera espiritual aquí exhibida es por desgracia muy común.
Miles de cristianos profesantes en la actualidad no tienen conciencia
alguna de su propio pecado y de su culpa a los ojos de Dios. Presumen
de no haber hecho nada demasiado malo. Nunca han asesinado,
adulterado, hurtado o dado falso testimonio. Sin duda no pueden estar
en gran peligro de perder el Cielo. Olvidan la naturaleza santa de aquel
Dios con quien dicen tener que ver. Olvidan lo a menudo que
quebrantan su Ley con su disposición e imaginación aunque su
conducta externa sea correcta. Nunca estudian porciones de la
Escritura como el capítulo 5 de S. Mateo, o lo estudian con un oscuro
velo sobre sus corazones y no lo aplican a sí mismos. El resultado es
que solo piensan en su propia justicia. Como la iglesia en Laodicea, son
ricos y se han enriquecido, y de ninguna cosa tienen necesidad
(Apocalipsis 3:17). Viven satisfechos consigo mismos y a menudo
también mueren satisfechos consigo mismos.
Guardémonos de pensar así. En la medida en que pensemos poder
guardar la Ley de Dios, Cristo no nos sirve de nada. Oremos pidiendo
conocernos bien. Pidamos que el Espíritu Santo nos convenza de
pecado, nos muestre nuestros corazones, nos muestre la santidad de
Dios y así nos muestre nuestra necesidad de Cristo. Bienaventurado
aquel que ha aprendido por experiencia el signiIcado de las palabras
de S. Pablo: “Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el
mandamiento, el pecado revivió y yo morí” (Romanos 7:9). La
ignorancia de la Ley y la ignorancia del Evangelio generalmente van
unidas. Aquel cuyos ojos han sido verdaderamente abiertos a la
espiritualidad de los mandamientos nunca descansará hasta que haya
encontrado a Cristo.
Aprendamos, por otro lado, en este pasaje, el amor de Cristo a los
pecadores.
Esta es una verdad que se desprende de la expresión utilizada por
S. Marcos cuando en su relato de la historia de este hombre dice que
“mirándole, le amó”. Ese amor era sin duda un amor de pena y
compasión. Nuestro Señor contempló con lástima la extraña mezcla de
formalidad e ignorancia que presentaba el personaje que tenía ante Él.
Vio con compasión un alma luchando con toda la debilidad e
inestabilidad impuesta por la Caída, con una conciencia inquieta y
sensible que anhelaba liberación, con el entendimiento entenebrecido
y cegado en cuanto a los rudimentos de la religión espiritual. Igual que
cuando vemos con tristeza a un aristócrata arruinado, sin techo,
destrozado e inútil, pero que muestra una señal del oIcio que
ostentaba anteriormente y para el que fue preparado, así podemos
suponer que Jesús miraba con sensible preocupación el alma de este
hombre.
Nunca debemos olvidar que Jesús siente amor y compasión por las
almas de los impíos. Es indiscutible que siente un amor peculiar por
aquellos que escuchan su voz y le siguen. Ellos son sus ovejas que le
han sido dadas por el Padre, y las cuida con especial preocupación.
Son su esposa, unida a Él en un pacto eterno y querida para Él como
parte de sí mismo. Pero el corazón de Jesús es un corazón grande.
Tiene abundancia de piedad, compasión y tierna preocupación aun por
aquellos que siguen en el pecado y en el mundo. Aquel que lloró sobre
la incrédula Jerusalén sigue siendo el mismo. Seguiría reuniendo en su
seno al ignorante y al que se cree justo, al incrédulo y al impenitente,
solo con que viniera a Cristo. Si los hombres se pierden no es porque
Jesús no los ame y no esté dispuesto a salvar. Sus propias palabras
solemnes desvelan el misterio: “Los hombres amaron más las tinieblas
que la luz”. “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Juan 3:19;
5:40).
Aprendamos, por último, de este pasaje, el inmenso peligro del
amor al dinero. Esta es una lección a la que se llama por dos veces
nuestra atención. Una vez en la conducta del hombre cuya historia se
relata aquí. Con todo su profesado anhelo de vida eterna, amaba su
dinero más que su alma. “Se fue triste”. Otra, en las solemnes
palabras del Señor a sus discípulos: “¡Cuán difícil les es entrar en el
reino de Dios a los que confían en las riquezas! Más fácil es pasar un
camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”
Solo el último día demostrará plenamente lo ciertas que son estas
palabras.
Estemos prevenidos contra el amor al dinero. Es una trampa tanto
para el pobre como para el rico. No es tanto el tener dinero como el
conIar en él lo que pierde al alma. Oremos para que nos contentemos
con las cosas que tenemos. Lo más sabio es tener la misma
mentalidad que S. Pablo: “He aprendido a contentarme, cualquiera que
sea mi situación” (Filipenses 4:11).

Marcos 10:28–34
La primera cosa que requiere nuestra atención en estos versículos es
la gloriosa promesa que contienen. El Señor Jesús les dice a sus
apóstoles: “De cierto os digo que no hay ninguno que haya dejado
casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o
tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más
ahora en este tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y
tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna”.
Hay pocas promesas tan grandes como esta en la Palabra de Dios.
No hay ninguna ciertamente en el Nuevo Testamento que sea de tanto
ánimo para la vida presente. Que todos los temerosos y apocados en el
servicio a Cristo se Ijen en esta promesa. Que todos los que están
pasando pruebas y tribulación por Cristo estudien bien esta promesa y
beban de su consuelo.
A todos los que hacen sacriIcios por causa del Evangelio, Jesús les
promete “cien veces más ahora”. No solo tendrán perdón y gloria en el
mundo venidero. Tendrán aun aquí, en la Tierra, esperanza y gozo, y
cosas agradables perceptibles suIcientes como para hacer frente a
todo lo que pierden. Encontrarán en la comunión de los santos, nuevos
amigos, nuevas relaciones, nuevas compañías, más amor, Idelidad y
valía de la que tenían anteriormente a su conversión. Su introducción
en la familia de Dios será una abundante recompensa por la exclusión
de la sociedad de este mundo. Pero miles de personas han descubierto
por experiencia que esto es cierto.
A todos los que se sacriIcan por el Evangelio, Jesús les promete “en
el siglo venidero la vida eterna”. Tan pronto como dejen su tabernáculo
terrenal entrarán en una existencia gloriosa y en el día de la
resurrección recibirán ese honor y gozo que sobrepasan el
entendimiento del hombre. Su ligera aHicción de unos años acabará en
una recompensa eterna. Sus luchas y tristezas mientras estaban en el
cuerpo serán cambiadas por un descanso perfecto y coronas de
vencedor. Morarán en un mundo donde no hay muerte, ni pecado, ni
diablo, ni preocupaciones, ni lágrimas, ni separaciones, porque las
anteriores cosas habrán pasado. Dios lo ha dicho y todo será hallado
cierto.
¿Dónde está el santo que se atreve a decir ante estas gloriosas
promesas que no hay aliciente para servir a Cristo? ¿Dónde está el
hombre o la mujer cuyas manos están empezando a decaer y cuyas
rodillas comienzan a desmayar en la carrera cristiana? Que todos ellos
valoren este pasaje y reciban nuevo ánimo. El tiempo es breve. El In
es seguro. “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la
alegría” (Salmo 30:5). Esperemos pacientemente en el Señor.
La segunda cosa que requiere nuestra atención en estos versículos
es la solemne advertencia que contienen. El Señor Jesús vio el
engreimiento secreto de sus apóstoles. Les habló a tiempo para
comprobar sus sublimes pensamientos. “Muchos primeros serán
postreros, y los postreros, primeros”.
¡Cuán ciertas son estas palabras cuando las aplicamos a la historia
de las iglesias cristianas! Hubo un tiempo cuando Asia Menor, Grecia y
el Norte de África estaban llenas de cristianos profesantes mientras
que Inglaterra y América eran tierras paganas. En seiscientos años se
ha producido un cambio tremendo. Las iglesias de África y Asia han
caído en una completa decadencia. Las iglesias inglesas y americanas
están trabajando para extender el Evangelio por todo el mundo. Bien
podría decir nuestro Señor: “Muchos primeros serán postreros, y los
postreros, primeros”.
¡Cuán ciertas parecen estas palabras a los creyentes cuando miran
atrás a sus propias vidas y recuerdan todo lo que han visto desde el
tiempo de su conversión! ¡Cuántos comenzaron a servir a Cristo al
mismo tiempo que ellos y parecieron correr bien durante un tiempo!
¿Pero dónde están ahora? El mundo se ha apoderado de uno. La falsa
doctrina ha engatusado a otro. Un error en el matrimonio ha echado a
perder a un tercero. En verdad, pocos son los creyentes que no pueden
traer a la memoria muchos casos parecidos. Pocos no han descubierto
por triste experiencia que “muchos primeros serán postreros, y los
postreros, primeros”.
Aprendamos a orar por humildad cuando leemos textos como este.
No basta con comenzar bien. Debemos perseverar y seguir adelante y
continuar actuando bien. No debemos contentarnos con el bello
Horecimiento de unas cuantas convicciones religiosas, gozos, tristezas,
esperanzas y temores. Debemos dar buen fruto de hábitos
establecidos de arrepentimiento, fe y santidad. ¡Bienaventurado aquel
que valora el costo y decide, una vez ha comenzado a caminar por el
camino estrecho, nunca apartarse por la gracia de Dios!
Lo último que requiere nuestra atención en este pasaje es el claro
conocimiento anticipado de nuestro Señor de sus propios sufrimientos
y de su muerte. Con tranquilidad y decisión les explica a sus discípulos
su futura pasión en Jerusalén. Una tras otra describe todas las
circunstancias principales que acompañarán a su muerte. No se deja
nada. No se guarda nada.
Señalemos esto bien. No hubo nada involuntario e imprevisto en la
muerte de nuestro Señor. Fue el resultado de su propia elección libre,
decidida y deliberada. Desde el principio de su ministerio terrenal vio
la Cruz ante Él y la sufrió de forma voluntaria. Sabía que su muerte era
el pago necesario que debía hacer para reconciliar con Dios al hombre.
Él había pactado y se había comprometido a hacer frente a ese pago al
precio de su propia sangre. Y así, cuando llegó el tiempo señalado,
como Iador Iel, mantuvo su Palabra y murió por nuestros pecados en
el Calvario.
Bendigamos siempre a Dios porque el Evangelio pone ante nosotros
a un Salvador así, tan Iel a los términos del pacto, tan dispuesto a
sufrir y a ser hecho pecado y maldición en nuestro lugar. No dudemos
de que Aquel que cumplió su compromiso de sufrir cumplirá también
su compromiso de salvar a todo el que vaya a Él. No solo aceptémosle
contentos como nuestro Redentor y Abogado, sino entreguémonos
también contentos a su servicio junto con todo lo que tenemos. Sin
duda, si Jesús murió por nosotros con alegría es poca cosa pedirle a los
cristianos que vivan para Él.
Marcos 10:35–45
Destaquemos en este pasaje la ignorancia de los discípulos de nuestro
Señor. Encontramos a Santiago y Juan pidiendo los primeros lugares en
el Reino de la gloria. Los vemos declarando con conIanza su capacidad
para beber de la copa de su Maestro y ser bautizados con el bautismo
de su Maestro. A pesar de todas las claras advertencias de nuestro
Señor, se aferran obstinadamente a la creencia de que el Reino de
Cristo en la Tierra iba a aparecer de inmediato. A pesar de sus muchos
errores en el servicio a Cristo, no tenían dudas en cuanto a su poder
para soportar todo lo que se podía venir sobre ellos. Con toda su fe,
gracia y amor a Jesús, no conocían sus propios corazones ni la
naturaleza del camino que tenían ante ellos. Seguían soñando con
coronas transitorias y recompensas terrenales. Aún no sabían la clase
de hombres que eran.
Hay pocos verdaderos cristianos que no se parezcan a Santiago y
Juan cuando comienzan a servir a Cristo. Somos propensos a esperar
disfrutar mucho más nuestra religión en el presente de lo que el
Evangelio nos autoriza a esperar. Tenemos tendencia a olvidar la cruz y
la tribulación y a pensar solo en la corona. Hacemos una valoración
equivocada de nuestra paciencia y resistencia. Interpretamos mal
nuestra capacidad para enfrentarnos a la tentación y a las pruebas. Y
el resultado de todo ello es que, con frecuencia, pagamos cara la
sabiduría por amarga experiencia, tras muchas decepciones y no
pocas caídas.
El caso que tenemos ante nosotros debe enseñarnos la importancia
de una consideración sólida y sosegada de nuestra religión. Como
Santiago y Juan, haremos bien en anhelar los mejores dones y contarle
nuestros deseos a Cristo. Como ellos, hacemos bien en creer que Jesús
es Rey de reyes y que un día reinará sobre la Tierra. Pero no olvidemos,
como ellos, que hay una cruz que debe llevar cada cristiano y que “a
través de muchas tribulaciones [entremos] en el reino de Dios”
(Hechos 14:22). No tengamos, como ellos, un exceso de conIanza en
nuestras propias fuerzas ni nos atrevamos a profesar que podemos
hacer cualquier cosa que Cristo nos pida. En resumen, cuidado con
tener un espíritu jactancioso cuando comenzamos a correr la carrera
cristiana. Si recordamos esto, puede librarnos a muchos de una caída
humillante.
Destaquemos en este pasaje, en segundo lugar, cómo nuestro
Señor alaba la humildad y la entrega al bien de los demás. Parece que
los otros diez no estaban muy contentos con Santiago y Juan a causa
de la petición que habían hecho a su Maestro. Una vez más se estimuló
su ambición y amor a la preeminencia ante la idea de que alguien
fuera colocado por encima de ellos. Nuestro Señor veía sus
sentimientos y, como un sabio médico, procedió inmediatamente a
suministrar una medicina correctiva. Les dijo que sus ideas de
grandeza se basaban en un fundamento equivocado. Repitió con
renovada insistencia la lección ya establecida en el capítulo anterior:
quien quiera ser el primero, que sea siervo de todos. Y lo respaldó con
el argumento contundente de su propio ejemplo: “Porque el Hijo del
Hombre no vino para ser servido, sino para servir”.
Todo el que desee agradar a Cristo debe vigilar y orar contra el
orgullo. Es un sentimiento profundamente arraigado en nuestros
corazones. Hay miles de personas que salen del mundo tomando la
cruz y profesando abandonar su propia justicia y creer en Cristo pero
que se sienten enojados y molestos cuando un hermano es más
laureado que ellos. Estas cosas no deberían pasar. Debemos recordar
frecuentemente las palabras de S. Pablo: “Nada hagáis por contienda o
por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los
demás como superiores a él mismo (Filipenses 2:3). ¡Bendito aquel que
puede regocijarse sinceramente cuando otros son exaltados aunque él
sea olvidado y no se le tenga en cuenta!
Sobre todo, quien desee caminar en los pasos de Cristo debe
esforzarse por ser útil a los demás. Su disposición debe ser hacer el
bien en sus días y a su generación. Siempre hay un amplio campo para
ello si las personas tiene esa voluntad e inclinación. No deben olvidar
que la verdadera grandeza no consiste en ser un almirante o un
general, un hombre de estado o un artista. Consiste en entregarnos en
cuerpo, alma y espíritu a la bendita obra de hacer que los que están a
nuestro lado sean más santos y más felices. Son aquellos que se
ejercitan por el uso de los medios escriturarios en aminorar la tristeza
e incrementar el gozo de todos los que le rodean, los Howards, los
Wilberforces, los Martyns, los Judsons de un país, quienes son
verdaderamente grandes a los ojos de Dios. Mientras viven, la gente se
ríe de ellos, se burla, los ridiculiza y frecuentemente los persiguen.
Pero su memorial está en lo alto. Sus nombres están escritos en el
Cielo. “Su loor permanece para siempre” (Salmo 111:10). Recordemos
estas cosas y, mientras tengamos tiempo, hagamos el bien a todos los
hombres y seamos siervos de todos por amor a Cristo. Esforcémonos
por dejar el mundo mejor, más santo y más feliz de lo que era cuando
nacimos. Una vida invertida de esta forma se asemeja verdaderamente
a la de Cristo y conlleva su propia recompensa.
Destaquemos en este pasaje, por último, el lenguaje que utiliza
nuestro Señor al hablar de su propia muerte. Dice que el Hijo del
Hombre vino “para dar su vida en rescate por muchos”.
Esta es una de aquellas expresiones que deben atesorar
cuidadosamente en sus mentes todos los verdaderos cristianos. Es uno
de los textos que demuestran de manera incontrovertible el carácter
expiatorio de la muerte de Cristo. Esa muerte no fue una muerte
corriente como la de un mártir o la de un santo. Fue el pago público
por parte de un representante todopoderoso de las deudas de un
hombre pecador a un Dios santo. Fue el rescate que un Fiador divino se
encargó de proporcionar con el In de conseguir la libertad de los
pecadores atados y aprisionados por la cadena de sus pecados. Por
medio de esa muerte, Jesús hizo una satisfacción plena y completa por
las innumerables transgresiones del hombre. “Llevó él mismo nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). El Señor “cargó
sobre él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). Cuando murió, lo
hizo por nosotros. Cuando sufrió lo hizo en nuestro lugar. Cuando colgó
de la Cruz lo hizo como nuestro Sustituto. Cuando derramó su sangre,
ese fue el precio de nuestras almas.
Que todos los que confían en Cristo se consuelen con el
pensamiento de que ediIcan sobre un fundamento seguro. Es cierto
que somos pecadores, pero Cristo ha llevado nuestros pecados. Es
cierto que somos unos pobres deudores desvalidos, pero Cristo ha
pagado nuestras deudas. Es cierto que merecemos ser encerrados
para siempre en la prisión del InIerno. Pero, gracias a Dios, Cristo ha
pagado un rescate pleno y completo por nosotros. Todos nosotros
conocemos este privilegio por experiencia sincera y caminamos en la
bendita libertad de los hijos de Dios.

Marcos 10:46–52
Leemos en estos versículos un relato de uno de los milagros de nuestro
Señor. Veamos en él, al leerlo, un emblema gráIco de cosas
espirituales. No estamos estudiando una historia que nos concierne
personalmente poco más que las hazañas de César y de Alejandro.
Tenemos ante nosotros un cuadro profundamente interesante para el
alma de todo cristiano.
En primer lugar, tenemos aquí un ejemplo de gran fe. Se nos dice
que, cuando Jesús fue a Jericó, un ciego llamado Bartimeo “estaba
sentado junto al camino mendigando. Y oyendo que era Jesús
nazareno, comenzó a dar voces y a decir: ¡Jesús, Hijo de David, ten
misericordia de mí!”.
Bartimeo era ciego físicamente, pero no en su alma. Los ojos de su
entendimiento estaban abiertos. Veía cosas que Anás y Caifás y
muchos eruditos escribas y fariseos nunca fueron capaces de ver. Vio
que Jesús de Nazaret, como era llamado despectivamente nuestro
Señor, Jesús, quien había vivido durante treinta años en un escondido
pueblo galileo, este mismo Jesús era el Hijo de David, el Mesías del que
habían profetizado los profetas hacía tiempo. Él no había visto ninguno
de los poderosos milagros de nuestro Señor. No había tenido la
oportunidad de contemplar la resurrección de personas muertas con
una palabra y la sanidad de leprosos con un toque. Su ceguera le había
privado de todos estos privilegios. Pero había oído hablar de las obras
poderosas de nuestro Señor y, tras escuchar, había creído. Le bastó
con oír los testimonios para saber que Aquel de quien se contaban
aquellas cosas maravillosas tenía que ser el Salvador prometido y tenía
que poder sanarle. Y, por tanto, cuando nuestro Señor estaba cerca,
gritó: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!”.
Luchemos y oremos para poder tener “una fe igualmente preciosa”
(2 Pedro 1:1). A nosotros tampoco se nos permite ver a Jesús con
nuestros ojos corporales. Pero en el Evangelio tenemos noticias de su
poder, gracia y voluntad de salvar. Tenemos promesas
extremadamente grandes de sus propios labios escritas para nuestro
ánimo. ConIemos en estas promesas incondicionalmente y
encomendemos nuestras almas a Cristo sin vacilar. No tengamos
miedo de poner toda nuestra conIanza en sus palabras
misericordiosas y de creer que lo que se ha comprometido a hacer por
los pecadores lo hará sin duda. ¿Cuál es el principio de toda fe
salvadora sino conIar el alma a Cristo? ¿Qué es la vida de fe
salvadora, una vez iniciada, sino un continuo apoyarse en la palabra de
un Salvador invisible? ¿Cuál es el primer paso de un cristiano sino
gritar, como Bartimeo: Jesús, ten misericordia de mí? ¿Cuál es el
camino diario del cristiano sino conservar el mismo espíritu de fe? “En
quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo
inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).
Tenemos, en segundo lugar, en estos versículos, un ejemplo de
perseverancia decidida ante las di.cultades. Se nos dice que, cuando
Bartimeo comenzó a gritar “Jesús, Hijo de David, ten misericordia de
mí”, no encontró mucho ánimo por parte de aquellos que estaban
cerca de él. Al contrario, “muchos le reprendían para que callase”. Pero
él no paró. Si los demás no conocían la desgracia de la ceguera, él sí.
Si los demás no pensaban que merecía la pena molestarse con el In
de obtener liberación, él, al In y al cabo, sabía más de eso. No le
importaron las reprensiones de los espectadores insensibles. No prestó
atención al ridículo que su importunidad probablemente le acarrearía.
“Clamaba mucho más”, y así, el clamor hizo posible el deseo de su
corazón y recibió la vista.
Todos aquellos que deseen ser salvos deben Ijarse bien en esta
conducta de Bartimeo y caminar diligentemente en sus pasos. Como
él, no debe importarnos lo que otros piensen y digan de nosotros
cuando buscamos la sanidad de nuestras almas. Nunca faltarán
personas equivocadas que nos dirán que es demasiado pronto o
demasiado tarde, que vamos demasiado rápido o demasiado lejos, que
no tenemos que orar tanto, leer tanto nuestras Biblias o preocuparnos
tanto por nuestra salvación. Debemos hacer oídos sordos a esas
personas. Como Bartimeo, debemos gritar más fuerte: Jesús, ten
misericordia de mí.
¿Cuál es la razón de que los hombres sean tan poco entusiastas en
buscar a Cristo? ¿Por qué se desalientan tan pronto, se detienen y
dejan de acercarse a Dios? La respuesta es breve y simple. No sienten
suIcientemente sus propios pecados. No están plenamente
convencidos de “la plaga en su corazón” (1 Reyes 8:38) y de la
enfermedad de su alma. Una vez que el hombre ve su culpa tal como
es verdaderamente, nunca descansará hasta encontrar perdón y paz
en Cristo. Son aquellos que, como Bartimeo, verdaderamente conocen
su deplorable estado quienes perseveran, como Bartimeo, y al Inal
son sanados.
En último lugar, en estos versículos tenemos un ejemplo de la
in2uencia apremiante que tiene la gratitud a Cristo sobre nuestras
almas. Bartimeo no volvió a casa tan pronto como le fue restaurada la
vista. No dejaría a Aquel de quien había recibido tal misericordia.
Inmediatamente entregó la nueva fuerza que su curación le había
proporcionado al Hijo de David que había obrado la sanidad. Su historia
concluye con la conmovedora expresión: “Y seguía a Jesús en el
camino”.
Veamos en estas sencillas palabras un claro emblema del efecto
que la gracia de Cristo debe producir en todo aquel que la saborea.
Debe convertirle en un seguidor de Jesús en su vida y dirigirlo con gran
poder al camino de la santidad. Perdonado gratuitamente, debe darse
gratuita y voluntariamente al servicio a Cristo. Comprado a un precio
tan elevado como es la sangre de Cristo, debe entregarse de corazón y
por completo a Aquel que le redimió. La verdadera experiencia de la
gracia hará que la persona sienta diariamente: “¿Qué pagaré a Jehová
por todos sus beneIcios para conmigo?” (Salmo 116:12). Así fue en el
caso del apóstol Pablo, que dijo: “El amor de Cristo nos constriñe” (2
Corintios 5:14). Así será para todos los verdaderos cristianos en el
presente. El hombre que presume de tener un interés en Cristo a la vez
que no acepta a Cristo en su vida se engaña a sí mismo
miserablemente y está echando a perder su alma. “Porque todos los
que son guiados por el Espíritu de Dios, estos [y solo ellos] son hijos de
Dios” (Romanos 8:14).
¿Han sido abiertos nuestros ojos por el Espíritu de Dios? ¿Nos ha
enseñado a ver el pecado, a Cristo, la santidad y el Cielo con su
verdadera luz? ¿Podemos decir que lo que sabemos es que antes
éramos ciegos y ahora vemos? Si es así, conoceremos las cosas que
hemos estado leyendo por experiencia. Si no, estamos aún en el
camino ancho que conduce a la destrucción y nos queda todo por
aprender.

Marcos 11:1–11
El acontecimiento descrito en estos versículos es una excepción
singular en la historia del ministerio terrenal de nuestro Señor. Por lo
general vemos a Jesús apartándose de la vista de la gente, pasando
con frecuencia su tiempo en las remotas partes de Galilea, morando a
menudo en el desierto y cumpliendo así la profecía de que no gritaría,
ni alzaría su voz, ni la haría oír en las calles. Pero aquí, y solo aquí,
parece que nuestro Señor renuncia a su carácter privado y, por
elección propia, reclama la atención pública sobre sí. Deliberadamente
hace una entrada pública en Jerusalén al frente de sus discípulos.
Voluntariamente entra cabalgando en la ciudad santa rodeado de una
enorme multitud que le grita “Hosanna” como al rey David al retornar
triunfal a su palacio (2 Samuel 19:40). Todo esto ocurrió además en un
tiempo cuando miles de judíos procedentes de todos los lugares se
reunían en Jerusalén para celebrar la Pascua. Bien podemos creer la
amplia resonancia que tendrían en la ciudad santa las noticias de la
llegada de nuestro Señor. Es probable que no hubiera una casa en
Jerusalén en la que no fuera conocida la entrada del profeta de Nazaret
y de la que no se hablara aquella noche.
Siempre se deben recordar estas cosas al leer esta porción de la
historia de nuestro Señor. Por algo esta entrada en Jerusalén se relata
cuatro veces en el Nuevo Testamento. Es evidente que es una escena
de la vida terrenal de Jesús que los cristianos deben examinar con
especial atención. Estudiémosla con ese espíritu y veamos las
lecciones prácticas para nuestras almas que podemos aprender en
este pasaje.
Observemos, en primer lugar, que nuestro Señor llevó a cabo el
último acto de su vida deliberadamente de forma pública. Fue a
Jerusalén para morir y deseaba que todo Jerusalén lo supiera. Cuando
enseñaba las cosas profundas del Espíritu, con frecuencia no hablaba a
nadie salvo a sus apóstoles. Cuando contaba sus parábolas, no solía
dirigirse ni a la multitud ni a los pobres e ignorantes galileos. Cuando
llevaba a cabo sus milagros, generalmente estaba en Capernaum o en
la tierra de Zabulón y Neftalí. Pero, cuando le llegó el tiempo de morir,
hizo su entrada pública en Jerusalén. Desvió la atención de los
gobernantes, sacerdotes, ancianos, escribas, griegos y romanos hacia
Él. Sabía que iba a tener lugar el más maravilloso acontecimiento que
jamás hubiera ocurrido en este mundo. El Hijo eterno de Dios estaba a
punto de sufrir en lugar de hombres pecadores, estaba a punto de
ofrecerse el gran sacriIcio por el pecado, el gran Cordero pascual
estaba a punto de ser inmolado, la gran expiación del pecado del
mundo estaba a punto de efectuarse. Por tanto, lo organizó todo para
que su muerte fuera una muerte eminentemente pública. Ordenó las
cosas de tal forma que los ojos de toda Jerusalén estuvieran Ijos en Él
y, cuando muriera, lo hiciera ante muchos testigos. Veamos aquí una
prueba más de la indescriptible importancia de la muerte de Cristo.
Atesoremos sus misericordiosas palabras. Esforcémonos por caminar
en los pasos de su vida santa. Apreciemos su intercesión. Anhelemos
su Segunda Venida. Pero nunca nos olvidemos de que el acto que
corona todo lo hecho por Jesucristo es su muerte en la Cruz. De esa
muerte Huyen todas nuestras esperanzas. Sin esa muerte no
tendríamos nada sólido bajo nuestros pies. ¡Valoremos esa muerte más
y más cada año de nuestra vida, y en todos nuestros pensamientos
acerca de Cristo no nos gocemos en nada tanto como en el gran hecho
de que murió por nosotros!
Observemos en este pasaje, en segundo lugar, la pobreza
voluntaria que adoptó nuestro Señor cuando estaba sobre la Tierra.
¿Cómo entró en Jerusalén en esta ocasión tan importante? ¿Entró en
un carro real con caballos, soldados y un séquito a su alrededor, como
los reyes de este mundo? No se nos dice nada parecido. Leemos que
tomó prestado para la ocasión un pollino y se sentó sobre los mantos
de sus discípulos por falta de montura. Eso encajaba perfectamente
con todo el tono de su ministerio. Nunca tuvo ninguna de las riquezas
de este mundo. Cuando cruzó el mar de Galilea, le prestaron una
barca. Cuando entró en la ciudad santa, lo hizo sobre una bestia
prestada. Cuando fue sepultado, fue en una tumba prestada.
En este sencillo hecho tenemos un ejemplo de esa maravillosa
unión de debilidad y poder, riquezas y pobreza, deidad y humanidad,
que se puede ver tan a menudo en la historia de nuestro bendito
Señor. ¿Qué persona que lea los Evangelios con cuidado puede dejar
de observar que Aquel que podía alimentar a miles con unos cuantos
panes pasó hambre en ocasiones, que Aquel que podía sanar a los
enfermos y débiles estuvo en ocasiones cansado, que Aquel que podía
expulsar a los demonios con una palabra fue también tentado y que
Aquel que podía resucitar a los muertos sufrió la muerte? Eso es
exactamente lo que encontramos en el pasaje que tenemos ante
nosotros. Vemos el poder de nuestro Señor para dirigir la voluntad de
una enorme multitud a conducirle a Jerusalén triunfalmente y también
vemos la pobreza de nuestro Señor al tomar prestado un pollino para
llevarle en su entrada triunfal. Es completamente sorprendente, pero
todo encaja. Es conveniente y correcto que nunca olvidemos la unión
de las naturalezas divina y humana en la persona de nuestro Señor. Si
solo viéramos sus actos divinos, podríamos olvidar que era un hombre.
Si solo viéramos su pobreza y debilidad, podríamos olvidar que era
Dios. Pero observamos en Jesús la fuerza divina y la debilidad humana
unidas en una persona. No podemos explicar el misterio; pero
podemos alentarnos con el pensamiento de que así es nuestro
Salvador, de que este es nuestro Cristo, capaz de compadecerse
porque es hombre, pero todopoderoso para salvar porque es Dios.
Por último, veamos en el simple acto de que nuestro Señor montara
en un pollino prestado una prueba más de que la pobreza no es en sí
pecado. Las causas que ocasionan gran parte de la pobreza que nos
rodea son sin duda muy pecaminosas. Alcoholismo, derroche,
libertinaje, falta de honradez, ociosidad: todas esas cosas que
producen tanta indigencia en el mundo son sin duda erróneas a los
ojos de Dios. Pero nacer pobre y no heredar nada de nuestros padres,
trabajar con nuestras manos para conseguir nuestro pan y no tener
tierras que nos pertenezcan, todo eso no es pecado en absoluto. El
pobre que es honrado es tan honorable a los ojos de Dios como el rey
más rico. El Señor Jesucristo mismo era pobre. No tenía plata ni oro. Ni
siquiera tenía en muchas ocasiones donde reclinar su cabeza. Aunque
era rico, por amor a nosotros se hizo pobre. Ser como Él en algunas
circunstancias no puede ser en sí malo. Cumplamos con nuestro deber
en la situación a la que Dios nos ha llamado y, si Él piensa que
conviene mantenernos pobres, no nos avergoncemos. El Salvador de
los pecadores cuida de nosotros igual que de los demás. El Salvador de
los pecadores sabe lo que es ser pobre.

Marcos 11:12–21
Vemos al comienzo de este pasaje una de las muchas pruebas de que
nuestro Señor Jesucristo era verdaderamente un hombre. Leemos que
“tuvo hambre”. Tenía una naturaleza y constitución corporal como la
nuestra en todas las cosas a excepción del pecado. Podía llorar,
regocijarse y sufrir dolor. Podía estar cansado y necesitar descanso.
Podía estar sediento y necesitar bebida. Podía estar hambriento y
necesitar alimento.
Expresiones como esta deben enseñarnos lo mucho que Cristo
condescendió. ¡Qué maravillosas son cuando meditamos en ellas!
Aquel que es el Dios eterno, Aquel que hizo el mundo y todo lo que
contiene, Aquel en cuya mano comenzaron los frutos de la tierra, los
peces del mar, las aves del aire, las bestias del campo, aun Él tuvo a
bien pasar hambre cuando vino al mundo a salvar a los pecadores. Es
un gran misterio. Tal bondad y amor sobrepasan el entendimiento del
hombre. No es sorprendente que S. Pablo hable de “las inescrutables
riquezas de Cristo” (Efesios 3:8).
Expresiones como esta nos enseñan el poder de Cristo para
compadecerse de su pueblo creyente en la Tierra. Conoce sus
aHicciones por experiencia. Puede ser conmovido por el sentimiento de
sus debilidades. Él ha experimentado un cuerpo y sus necesidades
diarias. Ha padecido los grandes sufrimientos propios del cuerpo del
hombre. Ha probado el dolor, la debilidad, el cansancio, el hambre y la
sed. Cuando le hablamos de estas cosas en nuestras oraciones, sabe a
lo que nos referimos y no es ajeno a nuestros problemas. ¡Seguro que
este es exactamente el Salvador y Amigo que necesita la pobre
naturaleza humana aHigida y quejumbrosa!
Aprendemos en estos versículos, en segundo lugar, el gran peligro
de la falta de fruto y del formalismo religioso. Esta es una lección que
nuestro Señor enseña con una destacada acción simbólica. Se nos dice
que, al acercarse a una higuera buscando fruto y no encontrar “sino
hojas”, pronunció la solemne frase: “Nunca jamás coma nadie fruto de
ti”. Y se nos dice que, al día siguiente, descubrieron que la higuera “se
había secado desde las raíces”. No se puede dudar ni por un momento
de que esta operación fue un símbolo de cosas espirituales. Fue una
parábola representada tan llena de signiIcado como cualquiera de las
parábolas que contó nuestro Señor en palabras.
¿Pero a quiénes pretendía hablar esta higuera seca? Era un sermón
de una triple aplicación, un sermón que debía hablar en voz alta a las
conciencias de todos los que profesaban ser cristianos. Aun seca y
marchita, la higuera sigue hablando. Había en ella una voz para la
Iglesia judía. Rica en hojas de religión formal, estaba en tremendo
peligro en el mismo momento en que tuvo lugar esta maldición. ¡Bien
le habría ido a la Iglesia judía tener ojos para ver su peligro! Había una
voz en la higuera para todas las ramas de la Iglesia visible de Cristo de
todas las edades y de todas partes del mundo. Había una advertencia
contra una profesión vacía de cristianismo no acompañada de una
sana doctrina y de una vida santa, que algunas de aquellas ramas
habría hecho bien en aplicar a su corazón. Pero, sobre todo, había una
voz en aquella higuera seca para todos los cristianos carnales,
hipócritas y falsos. Bueno sería que todos aquellos que se conforman
con un nombre para vivir cuando en realidad están muertos pudieran
ver sus propios rostros en el espejo de este pasaje.
Tengamos cuidado de que cada uno individualmente aprendamos la
lección que enseña esta higuera. Recordemos que el bautismo, ser
miembro de la Iglesia, la participación en la Cena del Señor y un uso
diligente de las formas externas del cristianismo no son suIcientes
para salvar nuestras almas. Eso son hojas, nada más que hojas y, sin
fruto, solo añadirán a nuestra condenación. Como las hojas de higuera
con las que Adán y Eva se hicieron ropas, no esconderán la desnudez
de nuestras almas de la mirada de un Dios que todo lo ve ni nos
proporcionará fuerza cuando estemos ante Él en el último día. ¡No!
Debemos llevar fruto o nos perderemos para siempre. Debe haber
fruto en nuestros corazones y fruto en nuestras vidas, el fruto de
arrepentimiento hacia Dios, fe hacia nuestro Señor Jesucristo y
verdadera santidad en nuestra conversación. Sin esos frutos, una
profesión de cristianismo solo nos hundirá más en el InIerno.
Aprendemos en este pasaje, por último, con qué reverencia
debemos utilizar los lugares que se han apartado para el culto público.
Esta es una verdad que nos enseña de una manera impresionante la
conducta de nuestro Señor Jesucristo cuando fue al Templo. Se nos
dice que “comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en el
templo; y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que
vendían palomas”. Y se nos dice que lo hizo con la autorización de la
Escritura: “¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para
todas las naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones”.
No tenemos que dudar de que había un profundo signiIcado en esta
acción de nuestro Señor en aquella ocasión. Como la maldición de la
higuera, toda la operación era eminentemente un tipo. Pero, al decir
esto, no debemos permitirnos el perder de vista una lección obvia y
sencilla que aparece en la superIcie del pasaje. Esa lección es la
depravación que supone el comportamiento descuidado e irreverente
en el uso de los ediIcios apartados para el culto público a Dios. No es
tanto como casa de sacriIcio, sino como casa de oración, como
puriIcó nuestro Señor el Templo. Su acción indica claramente el
sentimiento con el que se debe tratar toda “casa de oración”. Un lugar
cristiano de culto, sin duda, no es en ningún sentido tan sagrado como
el Tabernáculo o el Templo judío. Su disposición carece del signiIcado
de un tipo. No está construido siguiendo un modelo divino ni pretende
servir como ejemplo de las cosas celestiales. Pero no quiere decir que,
porque estas cosas sean así, el lugar de culto cristiano no haya que
utilizarlo con más reverencia que una residencia privada, una tienda o
una taberna. Ciertamente se debe una reverencia especial a cualquier
lugar donde Cristo y su pueblo se reúnen regularmente y donde se
ofrece una oración pública, una reverencia que es necio y poco sabio
considerar superstición y confundirla con papismo. Hay un cierto
sentimiento de santidad y solemnidad que se debe a todos los lugares
donde Cristo es predicado y las almas nacen de nuevo, un sentimiento
que no depende de que el hombre lo consagre y que se debe estimular
más que rechazar. En todo momento, las ideas del Señor Jesús en este
pasaje se ven muy claras. Le importa el comportamiento de los
hombres en los lugares de culto y toda irreverencia o acto profano es
una ofensa a su vista.
Recordemos estos versículos dondequiera que vayamos a la casa de
Dios y preocupémonos por acudir con seriedad y no ofrecer sacriIcio
engañoso. Recordemos dónde estamos, lo que hacemos, a lo que nos
dedicamos y en presencia de quién estamos. Cuidémonos de darle a
Dios un culto meramente formal mientras que nuestros corazones
están llenos del mundo. Dejemos nuestros negocios y ocupaciones en
casa y no nos las llevemos a la iglesia. Cuidémonos de no permitir
compraventas en nuestros corazones en medio de nuestras asambleas
religiosas. El Señor que expulsó a los compradores y vendedores del
Templo sigue vivo y, cuando observa semejante conducta, le
desagrada enormemente.

Marcos 11:22–26
Aprendamos de estas palabras de nuestro Señor Jesucristo la inmensa
importancia de la fe.
Esta es una lección que nuestro Señor enseña, en primer lugar, por
medio de un proverbio. La fe capacita al hombre para hacer obras y
superar las diIcultades de una forma tan grande y formidable como lo
es quitar un monte y echarlo al mar. Después, la lección se imprime en
nosotros aún más por medio de una exhortación general a ejercer fe
cuando oramos. “Todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y
os vendrá”. Esta promesa se debe tomar con las reservas razonables.
Da por supuesto que el creyente pide cosas que no son pecaminosas y
que están de acuerdo con la voluntad de Dios. Cuando pide esas cosas
puede creer con conIanza que su oración será respondida. Utilizando
las palabras de Santiago, “pida con fe, no dudando nada” (Santiago
1:6).
La fe aquí recomendada se debe diferenciar de aquella fe que es
esencial para la justiIcación. En principio, sin duda, toda fe genuina es
una única fe. Siempre es conIar o creer. Pero en el objeto y las
operaciones de la fe hay una diversidad que es útil comprender. La fe
justiIcadora es aquel acto del alma por medio del cual alguien se
aferra a Cristo y tiene paz con Dios. Su objeto especial es la expiación
por el pecado que Jesús llevó a acabo en la Cruz. La fe de la que se
habla en el pasaje que tenemos ante nosotros es un don de signiIcado
más general, el fruto que acompaña a la fe justiIcadora, pero con la
que no hay que confundirla. Es más bien una conIanza general en el
poder de Dios, su sabiduría y su buena voluntad hacia los creyentes. Y
sus objetos especiales son las promesas, la palabra y el carácter de
Dios en Cristo.
La conIanza en el poder de Dios y en su voluntad de ayudar a todo
creyente en Cristo y en la verdad de cada palabra que Dios ha hablado
es el gran secreto del éxito y la prosperidad en nuestra religión. En
realidad es la misma raíz del cristianismo salvador. “Por ella alcanzaron
buen testimonio los antiguos”. “Es necesario que el que se acerca a
Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan”.
Para conocer el valor pleno de ello a los ojos de Dios debemos estudiar
con frecuencia el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos.
¿Deseamos crecer en la gracia y en el conocimiento de nuestro
Señor Jesucristo? ¿Deseamos progresar en nuestra religión,
convertirnos en cristianos fuertes y no ser meros bebés en las cosas
espirituales? Entonces oremos diariamente pidiendo más fe y
vigilemos nuestra fe con más atención. Aquí está la piedra angular de
nuestra religión. Una grieta de debilidad aquí afectará toda la situación
de nuestro hombre interior. Según nuestra fe será el grado de paz,
esperanza, gozo y decisión que tendremos en nuestro servicio a Cristo,
nuestro celo en la confesión, nuestra fuerza en la obra, nuestra
paciencia en la prueba, nuestra resignación en los problemas, nuestra
percepción de consuelo en la oración. Todo, todo depende de la
proporción de nuestra fe. Bienaventurados aquellos que saben cómo
descansar de toda su carga continuamente en un Dios del pacto y
caminar por fe, no por vista. “El que creyere, no se apresure” (Isaías
28:16).
Aprendamos de estos versículos, por otro lado, la absoluta
necesidad de un espíritu perdonador hacia los demás. Esta lección se
nos enseña aquí de una forma conmovedora. No hay conexión
inmediata entre la importancia de la fe, de la que nuestro Señor acaba
de hablar, y el asunto de perdonar cuando nos hacen daño. Pero el
vínculo de conexión es la oración. Primero se nos dice que la fe es
esencial para el éxito de nuestras oraciones. Pero después se añade
que no puede ser escuchada ninguna oración que no proceda de un
corazón perdonador. “Cuando estéis orando, perdonad si tenéis algo
contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos
os perdone a vosotros vuestras ofensas”.
Podemos comprender que el valor de nuestras oraciones depende
extremadamente del estado de ánimo en que las hacemos. Pero lo que
tenemos ante nosotros es algo a lo que se presta menos atención de la
que merece. Nuestras oraciones no solo deben ser serias, fervientes,
sinceras y en el nombre de Cristo. Deben contener además otro
ingrediente. No tenemos derecho a pedir misericordia si no estamos
dispuestos a extender la misericordia a nuestros hermanos. No
podemos sentir verdaderamente la depravación de los pecados que
pedimos que se nos perdonen si albergamos maldad hacia nuestro
prójimo. Debemos tener corazón de hermano hacia nuestro prójimo en
la Tierra si deseamos que Dios sea nuestro Padre en el Cielo. No
debemos presumir de que tenemos el Espíritu de adopción si no
podemos soportar y tener paciencia.
Es cuestión de un examen de conciencia. La cantidad de maldad,
amargura y espíritu partidista entre los cristianos es tremendamente
grande. No nos sorprende que tantas oraciones parezcan inútiles y
desatendidas. Incumbe a toda clase de cristianos. No todos tienen
iguales dones de conocimiento y de expresión cuando se acercan a
Dios. Pero todos pueden perdonar a su prójimo. Es algo que nuestro
Señor Jesucristo ha querido imprimir en nuestras mentes con especial
ahínco. Le ha otorgado un lugar importante en el modelo de oración
que es el Padre Nuestro. Todos estamos familiarizados desde nuestra
infancia con las palabras “perdónanos nuestras deudas, como también
nosotros perdonamos a nuestros deudores”. ¡Bien le iría a muchos el
considerar lo que signiIca esto!
Dejemos el pasaje con un serio examen de conciencia. ¿Sabemos lo
que es ser de espíritu perdonador? ¿Podemos examinar los daños que
sufrimos de vez en cuando en este mundo de maldad? ¿Podemos pasar
por alto una transgresión y perdonar una ofensa? Si no es así, ¿dónde
está nuestro cristianismo? Si no es así, ¿por qué debemos
sorprendernos de que nuestras almas no prosperen? Decidamos
enmendar nuestros caminos en cuanto a este asunto. Decidamos, por
la gracia de Dios, perdonar aunque deseemos ser perdonados. Este es
el mayor acercamiento que podemos hacer a la mente de Cristo Jesús.
Este es el carácter más apropiado para un pobre hijo pecador de Adán.
El perdón gratuito de los pecados por parte de Dios es el mayor
privilegio con que contamos en este mundo. El perdón gratuito de Dios
será nuestro único derecho a la vida eterna en el mundo venidero.
Entonces, perdonemos durante los pocos años que estamos sobre la
Tierra.

Marcos 11:27–33
Observemos en estos versículos cuánta ceguera espiritual puede
haber en los corazones de aquellos que ostentan altos puestos
eclesiásticos. Vemos a “los principales sacerdotes, los escribas y los
ancianos” yendo a nuestro Señor Jesús y planteando diIcultades y
objeciones a su forma de obrar.
Sabemos que aquellos hombres eran maestros acreditados y
dirigentes de la Iglesia judía. Eran considerados por los judíos como
fuente y manantial del conocimiento religioso. Eran, la mayoría de
ellos, ordenados regularmente para ocupar el puesto que ostentaban y
su ordenación se debía a su descendencia de Aarón. Pero, sin
embargo, encontramos a estos mismos hombres, cuando que deberían
haber instruido a otros, llenos de prejuicios contra la Verdad y
¡enemigos acérrimos del Mesías!
Estas cosas están escritas para mostrar a los cristianos que deben
tener cuidado de no depender demasiado de los hombres ordenados.
No deben mirar a los ministros como si fueran papas o considerarlos
infalibles. En ninguna iglesia el ser ordenado conIere infalibilidad, ya
se trate de la Iglesia episcopal, presbiteriana o independiente. Los
obispos, pastores y diáconos, en el mejor de los casos, son solo carne y
sangre, y pueden equivocarse tanto en su doctrina como en su
conducta, como los principales sacerdotes y ancianos de los judíos. Sus
actos y su enseñanza deben ser siempre probados por la Palabra de
Dios. Deben ser seguidos en la medida en que siguen la Escritura, y no
más. Solo hay un Sacerdote y Obispo de nuestras almas que no
comete errores. Se trata del Señor Jesucristo. Solo en Él no existe
debilidad, ni error, ni sombra de inIdelidad. Aprendamos a descansar
por completo en Él. No llamemos padre nuestro a nadie en la Tierra (cf.
Mateo 23:9). Así no seremos nunca decepcionados.
Observemos, en segundo lugar, cómo la envidia y la incredulidad
hacen que los hombres desacrediten la comisión de aquellos que
trabajan para Dios. Estos principales sacerdotes y ancianos no podían
negar la realidad de los milagros de misericordia de nuestro Señor. No
podían decir que su enseñanza fuera contraria a la Santa Escritura o
que su vida fuera pecaminosa. ¿Qué hicieron entonces? Atacaron el
que llamara la atención y preguntaron por su autoridad. “¿Con qué
autoridad haces estas cosas, y quién te dio autoridad para hacer estas
cosas?”.
No puede haber duda alguna de que, como principio general, todo
el que se compromete a enseñar a otros debe ser ordenado para la
obra formalmente. S. Pablo mismo declara que así había sido con
nuestro Señor en cuanto al oIcio sacerdotal: “Nadie toma para sí esta
honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos
5:4). Y aun ahora, cuando el oIcio del sacerdote que hace sacriIcios
ya no existe, las palabras del artículo 23 de la Iglesia de Inglaterra son
sabias y Ieles a las Escrituras: “No es legítimo que nadie tome sobre sí
el oIcio de la predicación pública o ministre los sacramentos en la
congregación sin haber sido legítimamente nombrado y encomendado
a ello”. Pero una cosa es aIrmar la legitimidad de un llamamiento
externo a ministrar en las cosas sagradas y otra muy diferente declarar
que eso es lo único necesario sin lo cual no se puede efectuar la obra
de Dios. Ese es el punto en el que los judíos evidentemente se
equivocaron en tiempos del ministerio terrenal de nuestro Señor y
sobre el que muchos, por desgracia, les han imitado hasta el día
presente.
Guardémonos de este espíritu intolerante, especialmente en estos
últimos tiempos del mundo. Incuestionablemente no debemos
infravalorar el orden y la disciplina en la Iglesia. Es exactamente tan
valioso en ella como en el ejército. Pero no debemos pensar que Dios
está absolutamente obligado a utilizar hombres ordenados. No
debemos olvidar que puede haber un llamamiento del Espíritu Santo
sin llamamiento externo del hombre, así como llamamiento externo del
hombre sin que haya un llamamiento interior del Espíritu Santo. La
pregunta principal, al In y al cabo, es: ¿Está este hombre a favor de
Cristo o en contra? ¿Qué enseña? ¿Cómo vive? ¿Hace el bien? Si estas
cuestiones se pueden responder satisfactoriamente, démosle gracias a
Dios y estemos contentos. Debemos recordar que un médico es inútil,
por muy elevada que sea su posición, si no puede curar enfermedades
y que un soldado es inútil, por muy bien uniformado y adiestrado que
esté, si no se enfrenta al enemigo el día de la batalla. El mejor médico
es aquel que puede curar, y el mejor soldado aquel que puede luchar.
Observemos, en último lugar, la falta de honradez y la equivocación
a la que pueden ser conducidos los incrédulos por los prejuicios contra
la Verdad. Los principales sacerdotes no se atrevieron a responder a la
pregunta de nuestro Señor acerca del bautismo de Juan. No se
atrevieron a decir que era de los hombres porque temían al pueblo. No
se atrevieron a confesar que era del Cielo porque sabían que nuestro
Señor diría: “¿Por qué, pues, no le creísteis? Él habló claramente de
mí”. Entonces, ¿qué hicieron? Mentir directamente. Dijeron: “No
sabemos”.
Es una triste realidad que esta falta de honradez está lejos de ser
poco común entre las personas inconversas. Hay miles de personas
que acallan su conciencia por medio de respuestas que no son ciertas.
Cuando se ven forzados a atender a sus almas dicen cosas que saben
que no son correctas. Aman el mundo y sus caminos y, como los
enemigos de nuestro Señor, están decididos a no abandonarlos; pero,
también como ellos, se avergüenzan de decir la verdad. Y, por tanto,
responden con excusas falsas a las exhortaciones al arrepentimiento y
a tomar una decisión. Unos dicen que “no entienden” las doctrinas del
Evangelio. Otros nos aseguran que verdaderamente “se esfuerzan” en
servir a Dios, pero que no tienen éxito. Otros que desean servir a Cristo
pero que “no tienen tiempo”. Con frecuencia, todo esto no son más
que lamentables equivocaciones. Por regla general resultan tan inútiles
como la respuesta de los principales sacerdotes: “No sabemos”.
La pura verdad es que no debemos dar demasiado crédito a las
razones profesadas por los no convertidos para no servir a Cristo.
Podemos estar bastante seguros de que cuando dicen que no pueden,
lo que signiIca en realidad es que no quieren. Un espíritu
verdaderamente honrado en cuestiones religiosas es una gran
bendición. Cuando el hombre desea vivir en su luz y actuar según su
conocimiento, inmediatamente conocerá la doctrina de Cristo y saldrá
del mundo (cf. Juan 7:17). Muchos se pierden simplemente por esto,
porque no hay honradez en sus almas. Alegan supuestas diIcultades
como causa para no servir a Cristo cuando en realidad “aman más las
tinieblas que la luz” y no tienen verdaderos deseos de cambiar (Juan
3:19).

Marcos 12:1–12
Los versículos que tenemos ante nosotros contienen una parábola
histórica. La historia de la nación judía desde el día que Israel dejó
Egipto hasta el día de la destrucción de Jerusalén aparece ante
nosotros como en un espejo. Bajo la Igura de la viña y los labradores,
el Señor relata la historia de la relación de Dios con su pueblo durante
1500 años. Estudiémosla con atención y apliquémonosla a nosotros
mismos.
Observemos, en primer lugar, la bondad especial de Dios hacia la
Iglesia y la nación judías. Les otorgó unos privilegios especiales. Los
trató como un hombre trata una parcela de terreno que aparta y cerca
para que sea una viña. Les dio buenas leyes y ordenanzas. Los plantó
en una buena tierra y arrojó a las naciones que estaban allí
anteriormente. No hizo caso de naciones mayores y más poderosas a
la hora de mostrar su favor. Abandonó Egipto, Asiria, Grecia, Roma, y
mostró su misericordia a unos cuantos millones de personas en
Palestina. La viña del Señor era la casa de Israel. Ninguna familia bajo
el cielo recibió nunca tantas señales y privilegios tan distinguidos como
la familia de Abraham.
Y nosotros, los que vivimos en Gran Bretaña, ¿podemos decir que
no hemos recibido una misericordia especial de Dios? No. ¿Por qué no
somos un país pagano como China? ¿Por qué no somos un país de
idólatras como Indostán? Todo se lo debemos al favor especial de Dios.
No es por nuestra bondad y dignidad sino por la gracia de Dios por lo
que Inglaterra es lo que es entre las naciones de la Tierra. Seamos
agradecidos por esa misericordia y reconozcamos la mano que lo ha
concedido. No seamos orgullosos sino humildes, si no queremos
conseguir que Dios se lleve su misericordia. Si bien Israel tuvo unos
privilegios nacionales especiales, igualmente los ha tenido Inglaterra.
Que los ingleses tomen buena nota de esto y presten atención, no
vaya a ser que lo que le sucedió a Israel les suceda también a ellos.
Observemos, en segundo lugar, la paciencia de Dios y su
preocupación por la nación judía. ¿Qué es su historia completa tal
como se relata en el Antiguo Testamento sino un largo relato de
repetidas provocaciones y repetido perdón? Una y otra vez leemos
acerca del envío de profetas y advertencias que, con frecuencia, fueron
completamente en vano. Un siervo tras otro llegaron a la viña de Israel
pidiendo fruto. Un siervo tras otro fueron enviados “con las manos
vacías” por los labradores judíos y la nación no dio fruto para la gloria
de Dios. “Hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y
menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas” (2 Crónicas
36:16). Pero pasaron cientos de años “hasta que subió la ira de Jehová
contra su pueblo, y no hubo ya remedio”. Nunca ha habido un pueblo
con el que se haya tenido tanta paciencia como con Israel.
Y nosotros también, que vivimos en Gran Bretaña, ¿acaso no
tenemos que agradecerle a Dios su preocupación? Sin duda tenemos
motivos suIcientes para decir que nuestro Señor es paciente. No nos
trata según nuestros pecados ni nos recompensa como corresponde a
nuestras iniquidades. Con frecuencia le hemos incitado a que nos
quitara el candelero y nos tratara como trató a Tiro, Babilonia y Roma.
Pero su preocupación y bondad continúan aún. Guardémonos de
presumir demasiado de ello. Oigamos en sus obras de misericordia un
fuerte llamamiento a que demos fruto y esforcémonos por abundar en
obras de justicia, que son las únicas que engrandecen a la nación (cf.
Proverbios 14:34). Que cada familia del país sienta su responsabilidad
hacia Dios y entonces toda la nación mostrará su alabanza.
Observemos, en tercer lugar, la dureza y la maldad de la naturaleza
humana tal como se ejempli.ca en la historia del pueblo judío.
Es difícil imaginar una prueba más notable de esta verdad que el
resumen del trato de Israel a los mensajeros de Dios que nuestro Señor
representa en esta parábola. Se les envió un profeta tras otro en vano.
Se obró entre ellos un milagro tras otro sin ningún efecto duradero.
Finalmente, vino a ellos el Hijo de Dios mismo, el muy amado, y no le
creyeron. Dios se manifestó en carne, morando entre ellos, “y
tomándole, le mataron”.
No hay verdad tan poco comprendida y creída como la tremenda
maldad del corazón humano. Que la parábola que nos ocupa hoy sea
siempre reconocida entre las Irmes pruebas de ello. Veamos en ella lo
que los hombres y mujeres son capaces de hacer en el pleno
resplandor de los privilegios religiosos, en medio de las profecías y
milagros, con la presencia del Hijo de Dios mismo. “La mente carnal es
enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). Los hombres no vieron nunca
el rostro de Dios salvo una vez, cuando Jesús se hizo hombre y vivió
sobre la Tierra. Le vieron santo, inofensivo, sin pecado, haciendo el
bien por todas partes. Pero no le quisieron, se rebelaron contra Él y, al
Inal, le mataron. Rechacemos de nuestras mentes la idea de que hay
una bondad innata o una rectitud natural en nuestros corazones.
Descartemos la idea corriente de que ver y conocer lo que es bueno
basta para hacer que alguien sea cristiano. En el ejemplo de la nación
judía tenemos la gran prueba. Nosotros también, como Israel, tenemos
entre nosotros milagros, profetas y la compañía corporal de Cristo
mismo y, sin embargo, como Israel, los tenemos en vano. Nada salvo
el Espíritu de Dios puede cambiar el corazón. Nos es necesario nacer
de nuevo (cf. Juan 3:7).
Observemos en último lugar que puede que la conciencia de los
hombres sea aguijoneada y, sin embargo, continúe sin arrepentirse.
Los judíos a quienes dirigió nuestro Señor la solemne parábola
histórica que hemos estado leyendo vieron claramente que se aplicaba
a ellos mismos. Se dieron cuenta de que ellos y sus antepasados eran
los labradores a quienes se había entregado la viña y quienes debían
haber dado fruto para Dios, de que ellos y sus antepasados eran los
malvados trabajadores que habían rechazado dar al Dueño de la viña
lo que le debían y trataron de forma vergonzosa a sus siervos
“golpeando a unos y matando a otros”. Sobre todo, se dieron cuenta
de que ellos mismos estaban planeando el último acto supremo de
maldad que describía la parábola. Estaban a punto de matar al Hijo
amado de Dios y de expulsarlo de la viña. Todo esto lo sabían
perfectamente bien. “Entendían que decía contra ellos aquella
parábola”. Pero, aunque lo sabían, no se arrepentían. Aunque convictos
por su propia conciencia, estaban endurecidos por el pecado.
Aprendamos de este terrible hecho que el conocimiento y la
convicción por sí solos no salvan el alma del hombre. Es muy posible
saber que estamos equivocados y no poder negarlo, pero aferrarnos a
nuestros pecados con obstinación y perecer miserablemente en el
InIerno. Lo que todos necesitamos es un cambio de nuestro corazón y
de nuestra voluntad. Oremos por esto de todo corazón. Hasta que lo
tengamos, nunca descansaremos. Sin esto, nunca seremos verdaderos
cristianos ni llegaremos al Cielo. Sin ello podemos vivir nuestras vidas
y, sin embargo, como los judíos, perseverar en nuestro propio camino y
morir en nuestros pecados.

Marcos 12:13–17
Observemos al comienzo de este pasaje cómo los hombres de
diferentes opiniones religiosas pueden unirse para oponerse a Cristo.
Leemos que los fariseos y los herodianos fueron enviados juntos “para
que le sorprendieran en alguna palabra” y le desconcertaron con una
difícil pregunta. El fariseo era un formalista supersticioso al que solo le
preocupaban las ceremonias externas de la religión. El herodiano era
un mero hombre del mundo que despreciaba la religión y se
preocupaba más de agradar a los hombres que a Dios. Pero, cuando
llegó a ellos un tremendo maestro que atacaba por igual las pasiones
de ambos y no era ni formalista ni mundano, los vemos haciendo
causa común y uniéndose en su esfuerzo por hacerle callar.
Siempre ha sido así desde los comienzos del mundo. Y podemos ver
lo mismo en el día de hoy. Las personas mundanas y formalistas
sienten poca simpatía real unas por otras. Les desagradan los
principios de los demás y rechazan sus caminos. Pero hay algo que les
desagrada a ambos más que cualquier otra cosa: el Evangelio puro de
Jesucristo. De ahí que, dondequiera que haya una oportunidad de
oponerse al Evangelio, siempre veamos al mundano y al formalista
acercando posturas y actuando unidos. No debemos esperar
misericordia por su parte: no mostrarán ninguna. No debemos contar
con que se dividan: siempre tratarán de arreglar sus diferencias para
aliarse contra Cristo.
Observemos en este pasaje, por otro lado, la extremada sutileza de
la cuestión propuesta a nuestro Señor. Sus enemigos le preguntaron:
¿Es lícito dar tributo a César, el emperador romano, o no? “¿Daremos,
o no daremos?”. Aquí tenemos una pregunta que a primera vista
parecía imposible de responder sin arriesgarse. Si nuestro Señor
hubiera respondido que debían dar, los fariseos le habrían acusado
ante los sacerdotes como alguien que aceptaba que la nación judía
estuviera sujeta a Roma. Si nuestro Señor hubiera respondido que no
debían dar, los herodianos le habrían acusado ante Pilato como una
persona sediciosa que enseñaba a rebelarse contra el Gobierno
romano. La trampa había sido bien planeada. Con seguridad podemos
ver en ella la mano astuta de alguien mayor que el hombre. El diablo,
la serpiente antigua, estaba detrás.
Haremos bien en recordar que, de todas las preguntas que han
desconcertado a los cristianos, ninguna ha demostrado ser tan
intrincada y complicada como la clase de pregunta que los fariseos y
herodianos plantearon aquí.
¿Qué le corresponde a César y qué le corresponde a Dios? ¿Dónde
acaban los deberes de la Iglesia y donde comienzan los del Estado?
¿Cuáles son los derechos civiles legítimos y cuáles los derechos
espirituales legítimos? Todas estas son cuestiones complicadas y
profundos problemas que los cristianos han encontrado difíciles de
desentrañar y casi siempre imposibles de solucionar. Oremos para
librarnos de ellos. Nunca sufre tanto la causa de Cristo como cuando el
diablo tiene éxito en llevar a las iglesias a chocar y litigar con el poder
civil. En esos choques se pierde un tiempo precioso, se gastan
energías, los ministros se apartan de su tarea, las almas de las
personas sufren y una victoria de la Iglesia a menudo solo resulta un
poco mejor que una derrota. “Concédenos paz en nuestro tiempo, oh
Señor” es una oración de profundo signiIcado que debe estar con
frecuencia en labios del cristiano.
Observemos, en último lugar, la maravillosa sabiduría que mostró
nuestro Señor al responder a sus enemigos.
Las palabras aduladoras no le engañaron, “percibiendo la
hipocresía”. Su vista omnisciente detectó la “vasija de barro revestida
de escoria de plata” que tenía ante Él (Proverbios 26:23, LBLA). No le
impresionaba, como le ocurre a mucha gente, el lenguaje entusiasta y
las palabras elegantes.
Hizo que la práctica diaria de sus propios enemigos le brindara una
respuesta para su astuta pregunta. Les dijo: “Traedme la moneda”, la
que ellos mismos estaban acostumbrados a utilizar. Les preguntó: “¿De
quién es esta imagen y la inscripción?”. Y se vieron obligados a
responder: “De César”. Ellos mismos estaban utilizando una moneda
romana puesta en circulación por el Gobierno romano. Por su propia
confesión estaban de alguna manera bajo el poder de los romanos o
aquella moneda romana no habría sido de uso corriente entre ellos.
Inmediatamente, el Señor los calló con sus memorables palabras: “Dad
a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. Les ordenó
pagar tributo al Gobierno romano en las cosas terrenales porque, al
utilizar su moneda, estaban obligados a hacerlo. Pero les ordenó
obedecer a Dios en las cosas espirituales y no suponer que la
obligación hacia el soberano terrenal y el celestial no se pueden
reconciliar la una con la otra. En resumen, ordenó a los orgullosos
fariseos no rechazar sus obligaciones hacia César y a los mundanos
herodianos no rechazar sus obligaciones hacia Dios.
Aprendamos de esta decisión maestra el gran principio de que el
verdadero cristianismo nunca pretendió interferir con la obediencia del
hombre al poder civil. Por tanto, puesto que no se da esa interferencia,
debe ser un ciudadano tranquilo, leal y Iel. Debe considerar que el
poder es “ordenado por Dios” y someterse a sus reglas y leyes, en la
medida en que la Ley está en vigor, aunque quizá no la apruebe
completamente. Si la Ley del país y la Ley de Dios entran en colisión,
sin duda el camino está claro: debe obedecer a Dios antes que a los
hombres. Como los tres jóvenes, aunque sirva a un rey pagano, no se
inclinará ante un ídolo. Como Daniel, aunque se someta a un Gobierno
tiránico, no debe dejar de orar para caer en gracia a las autoridades
que gobiernan.
Oremos con frecuencia por una mayor medida de ese espíritu de
sabiduría que moraba tan abundantemente en nuestro bendito Señor.
Muchos son los males que ha ocasionado a la Iglesia de Cristo una idea
malsana y distorsionada de la relación entre las posturas del gobierno
civil y de Dios. Muchas son las rencillas y divisiones ocasionadas por la
falta de sano juicio en cuanto a lo que reclaman cada uno.
Bienaventurado aquel que recuerda la decisión de nuestro Señor en
este pasaje, la comprende bien y la aplica de forma práctica a sus
propios tiempos.

Marcos 12:18–27
Tres versículos relatan una conversación entre nuestro Señor Jesucristo
y los saduceos. La religión de estos hombres, como sabemos, era casi
incredulidad. Decían que no había resurrección. También, como los
fariseos, pretendían enredar y confundir a nuestro Señor con difíciles
preguntas. La Iglesia de Cristo no debe esperar que le vaya mucho
mejor que a su Maestro. El formalismo por un lado y la incredulidad por
otro son dos enemigos para cuyos ataques debemos estar preparados.
Aprendemos en este pasaje cuánta injusticia se puede detectar a
menudo en los argumentos de los in.eles.
La cuestión propuesta por los saduceos es una notable ilustración
de esto. Le hablan de una mujer que se casó con siete hermanos
sucesivamente y no tuvo hijos, y que sobrevivió a sus siete maridos. Le
preguntaron de cuál de los siete sería la mujer en la resurrección. Cabe
entender que se trataba de un supuesto y no de un caso real. Parece
altamente improbable que pudiera ocurrir algo así. La probabilidad en
contra de que eso se dé en la realidad —nos diría cualquier experto—
era casi inInita. Pero aquello no afectaba a los saduceos. Lo único que
les preocupaba era plantear una diIcultad y, si era posible, silenciar a
nuestro Señor. No tenían el valor de negar la doctrina de la
resurrección. Escogieron expresar sus dudas acerca de las posibles
consecuencias de esa doctrina.
Hay tres cosas que haremos bien en recordar si, por desgracia,
tenemos que discutir en algún momento con los inIeles. Por un lado
recordemos que un inIel siempre tratará de presionarnos con las
diIcultades y cosas recónditas de la religión, y especialmente con
aquellas que están relacionadas con el mundo venidero. Debemos
evitar esta clase de discusión en la medida de lo posible. Es dejar el
campo abierto a la lucha en una selva. Debemos esforzarnos, en la
medida en que podamos, por hacer que nuestra discusión vuelva a los
grandes hechos claros y evidencias del cristianismo. Por otro lado
recordemos que debemos estar en guardia contra la injusticia y la falta
de honradez al discutir. Puede parecer difícil y poco caritativo decir
esto. Pero la experiencia demuestra que es necesario. Miles de inIeles
declarados han confesado en sus últimos días que nunca estudiaron la
Biblia que pretendían negar y que, aunque eran expertos en las obras
de no creyentes y escépticos, nunca habían examinado con
tranquilidad los fundamentos del cristianismo. Sobre todo, recordemos
que todo inIel tiene una conciencia. A esto podemos apelar siempre
con conIanza. Los mismos hombres que hablan más alto y
desdeñosamente contra la religión, suelen ser conscientes, aun
mientras hablan, de que están equivocados. Al Inal, con frecuencia se
demostrará que los argumentos de los que se burlan y que ridiculizan
no han sido en vano.
Aprendemos en este pasaje, en segundo lugar, cómo muchos de los
errores religiosos son fruto de la ignorancia de la Biblia. Las primeras
palabras de nuestro Señor al responder a los saduceos aIrman esto
con claridad. Les dice: “¿No erráis por esto, porque ignoráis las
Escrituras?”.
La verdad del principio aquí establecido ha sido demostrada por los
hechos en casi todas las épocas de la historia de la Iglesia. La reforma
de los días de Josías estuvo estrechamente vinculada al
descubrimiento del libro de la Ley. Las falsas doctrinas de los judíos en
tiempos de nuestro Señor fueron resultado de rechazar las Escrituras.
La edad de las tinieblas de la cristiandad fue un tiempo cuando se le
quitó la Biblia al pueblo. La Reforma protestante se produjo
principalmente al traducir y poner en circulación la Biblia. Las iglesias
que son más Horecientes en nuestros días son iglesias que honran la
Biblia. Las naciones que disfrutan de más luz moral son naciones en las
que la Biblia es más conocida. Las parroquias de nuestro país donde
hay más religión verdadera son aquellas en las que la Biblia se estudia
más. Las familias más piadosas son familias que leen la Biblia. Los
hombres y mujeres más santos son personas que leen la Biblia. Estos
son simples hechos que no se pueden negar.
Que estas cosas penetren profundamente en nuestros corazones y
den fruto en nuestras vidas. No pasemos por alto la Biblia para no caer
en algún grave error. Más bien leámosla con diligencia y convirtámosla
en nuestra regla de fe y conducta. Trabajemos por extender la Biblia
por el mundo. Cuanto más conocido sea el libro, mejor será el mundo.
Enseñemos también a nuestros hijos a valorar la Biblia. Lo mejor que
podemos darles es un conocimiento de las Escrituras.
Aprendemos en este pasaje, por último, lo diferentes que serán las
cosas tras la resurrección de cómo son ahora. Nuestro Señor nos dice
que, “cuando resuciten de los muertos, ni se casarán ni se darán en
casamiento, sino que serán como los ángeles que están en los cielos”.
Sería una tontería negar que hay muchas diIcultades relacionadas
con la doctrina de la vida futura. Es necesario que así sea. El mundo de
ultratumba es un mundo invisible para los ojos mortales y, por tanto,
desconocido. Las condiciones de la existencia allí están
necesariamente escondidas de nosotros y, si se nos dijera más,
probablemente no lo comprenderíamos. Baste con saber que los
cuerpos de los santos resucitarán y, aunque sean gloriIcados, serán
como nuestros cuerpos en la Tierra; de manera que aquellos que los
conocieron entonces los volverán a conocer. Pero, aunque resucite con
un cuerpo real, el santo resucitado estará completamente libre de todo
lo que ahora es una evidencia de debilidad e incredulidad. En la
existencia futura del cristiano no habrá nada como el paraíso grotesco
y sensual de los mahometanos. Ya no habrá hambre ni sed, no habrá
necesidad de comida. No habrá más cansancio ni fatiga, no habrá
necesidad de dormir. Ya no habrá muerte, no habrá necesidad de
nacimientos para ocupar el lugar de los que desaparecen. Disfrutando
de la plena presencia de Dios y de su Cristo, los hombres y las mujeres
ya no necesitarán la unión matrimonial para ayudarse el uno al otro.
Capaces de servir a Dios sin cansancio y de atenderlo sin distracción,
haciendo su voluntad perfectamente y viendo su rostro continuamente,
vestidos con un cuerpo glorioso, “serán como los ángeles que están en
los cielos”.
Todo esto proporciona consuelo al verdadero cristiano. En el cuerpo
que tenemos ahora, a menudo “gemimos con angustia” por un
sentimiento diario de debilidad e imperfección (2 Corintios 5:4). Ahora
es probado por medio de muchas preocupaciones de este mundo: qué
comer, qué beber, qué ponerse, cómo manejar los asuntos, dónde vivir
y qué compañía escoger. En el mundo futuro todo cambiará. No faltará
nada que haga que su felicidad sea completa.
Solo debemos considerar cuidadosamente una cosa. Tengamos
cuidado de que cuando resucitemos sea para “resurrección de vida” y
no “resurrección de condenación” (Juan 5:29). Para el creyente en el
Señor Jesús, la resurrección será la mayor de las bendiciones. Pasa el
mundano, el impío y el profano, la resurrección será una desgracia y
una maldición. Nunca descansemos hasta que seamos uno con Cristo y
Cristo en nosotros, y entonces podremos mirar hacia adelante con
gozo a la vida futura.

Marcos 12:28–34
Estos versículos contienen una conversación entre nuestro Señor
Jesucristo y “uno de los escribas”. Por tercera vez en un día vemos a
nuestro Señor probado por medio de una pregunta difícil. Habiendo
silenciado a los fariseos y saduceos, se le pide que decida en cuanto a
algo en lo que había muchas diferencias de opinión entre los judíos:
“¿Cuál es el primer mandamiento de todos?”. Tenemos razón para
bendecir a Dios porque le plantearan tantas preguntas difíciles a
nuestro Señor. Sin ellas, nos habríamos quedado sin las maravillosas
palabras de sabiduría que contienen sus tres respuestas. Aquí, como
en otros muchos casos, vemos cómo Dios puede sacar bien del mal. Le
da la vuelta a los ataques más maliciosos por parte de sus enemigos
para que obren para el bien a su Iglesia y redunden en su propia
alabanza. Puede hacer que la enemistad de los fariseos, saduceos y
escribas proporcione instrucción a su pueblo. No se imaginaban los tres
interrogadores de este capítulo cuánto beneIcio producirían sus
ingeniosas preguntas a toda la cristiandad. “Del devorador salió
comida” (Jueces 14:14).
Observemos en estos versículos lo elevado que es el nivel de
compromiso de nuestro Señor Jesucristo con Dios y con el hombre.
La cuestión planteada por el escriba era muy amplia: “¿Cuál es el
primer mandamiento de todos?”. La respuesta que recibió fue
probablemente muy diferente de la esperada. De todos modos, si él
pensaba que nuestro Señor le ordenaría observar alguna forma o
ceremonia externa, estaba equivocado. Escuchó estas solemnes
palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu
alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal
mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo”.
¡Cuán impresionante es la descripción que nuestro Señor hace del
sentimiento con que debemos considerar tanto a Dios como a nuestro
prójimo! No simplemente tenemos que obedecer a uno o abstenernos
de hacer daño al otro. En ambos casos debemos ir más lejos. Tenemos
que amar con el mayor y más completo afecto posible. Una regla como
esta lo incluye todo. Hace que los más insigniIcantes detalles sean
innecesarios. Donde hay amor no faltará nada intencionadamente.
¡Cuán impresionante es también la descripción que hace nuestro
Señor de las dimensiones que debe tener nuestro amor a Dios y a
nuestro prójimo! Tenemos que amar a Dios más que a nosotros mismos
con toda la fuerza de nuestro hombre interior. No podemos amarle
demasiado. Tenemos que amar a nuestro prójimo como a nosotros
mismos y tratarlo en todos los sentidos como nos gustaría que él nos
tratara a nosotros. La maravillosa sabiduría de esta distinción es clara
y evidente. Podemos equivocarnos fácilmente en nuestras emociones
hacia los demás por exceso o por defecto. Por tanto, necesitamos la
regla de amarlos como a nosotros mismos, ni más ni menos. Pero no
podemos equivocarnos en nuestro afecto hacia Dios por exceso. Él es
digno de todo lo que podamos darle. Por tanto, tenemos que amarle
con todo nuestro corazón.
Tengamos en mente continuamente estas dos grandes reglas y
utilicémoslas a diario en nuestro viaje por la vida. Veamos en ellas un
resumen de a qué debemos aspirar en nuestra vida práctica respecto a
Dios y a los demás. Hagamos frente con ellas a cada problema de
conciencia que pueda acosarnos en cuanto al bien y el mal.
Bienaventurado aquel que se esfuerza por enmarcar su vida según
estas reglas.
Aprendamos de esta breve exposición del verdadero nivel de
responsabilidad cuán grande es la necesidad que todos tenemos de la
expiación y mediación de nuestro Señor Jesucristo. ¿Dónde están los
hombres y las mujeres que pueden decir de verdad que aman
perfectamente a Dios y perfectamente a los demás? ¿Dónde hay
alguien en la Tierra que no tenga que declararse “culpable” al ser
probado por una ley así? No nos sorprende que la Escritura diga: “No
hay justo, ni aun uno”. “Por las obras de la ley ningún ser humano será
justiIcado” (Romanos 3:10, 20). Solo es una gran ignorancia de los
requisitos de la Ley de Dios la que hace que la gente infravalore el
Evangelio. Aquel que tiene la visión más clara de la Ley moral siempre
será quien tenga el sentido más elevado del valor de la sangre
expiatoria de Cristo.
Observemos en estos versículos, por otro lado, hasta qué punto se
puede ser religioso y, sin embargo, no ser un verdadero discípulo de
Cristo.
El escriba del pasaje que tenemos ahora ante nosotros era
evidentemente un hombre de más conocimiento que la mayoría de los
suyos. Veía cosas que muchos escribas y fariseos nunca vieron. Sus
propias palabras son gran prueba de esto: “Uno es Dios, y no hay otro
fuera de él; y el amarle con todo el corazón, con todo el
entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al
prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y
sacriIcios”. Estas palabras son importantes en sí y sin duda
importantes cuando recordamos quién las dijo y la generación en que
vivía. No nos sorprende leer a continuación que nuestro Señor le dijo:
“No estás lejos del reino de Dios”.
Pero no debemos cerrar nuestros ojos al hecho de que no se nos
dice en ningún lugar que este hombre se convirtiera en uno de los
discípulos de nuestro Señor. En cuanto a esto hay un lamentable
silencio. El pasaje paralelo en S. Mateo no arroja luz sobre el caso. Las
demás partes del Nuevo Testamento no nos relatan nada de él. Se nos
deja con la lastimosa conclusión de que, como el joven rico, no se
decidió a dejarlo todo y seguir a Cristo; o que, como los principales
gobernantes mencionados en otro lugar, “amaba más la gloria de los
hombres que la gloria de Dios” (Juan 12:43). En resumen, aunque no
estaba lejos del Reino de Dios, probablemente nunca entró en él y
murió fuera.
Casos como el de este escriba son por desgracia muy comunes. Hay
miles de personas en todas partes que, como él, ven y saben mucho
de la verdad religiosa y, sin embargo, viven y mueren sin decidirse.
Hay pocas cosas que sean tan olvidadas como hasta qué punto las
personas pueden llenarse de conocimientos religiosos y, sin embargo,
nunca convertirse y nunca ser salvas. ¡Tomemos buena nota del caso
de este hombre y tengamos cuidado!
Guardémonos de no apoyar nuestras esperanzas de salvación en
meros conocimientos intelectuales. Vivimos en días de gran peligro en
cuanto a esto. La educación hace que los niños conozcan muchas
cosas en cuanto a religión que sus padres ignoraban por completo.
Pero la educación sola no hace cristiano a los ojos de Dios. Debemos
no solo conocer las doctrinas principales del Evangelio con nuestras
cabezas, sino recibirlas en nuestros corazones y ser guiados por ellas
en nuestras vidas. Nunca descansemos hasta que estemos dentro del
Reino de Dios, hasta que verdaderamente nos hayamos arrepentido,
hayamos creído y hayamos sido hechos nuevas criaturas en Cristo
Jesús. Si descansamos satisfechos de no estar lejos del Reino
descubriremos al Inal que nos quedamos fuera para siempre.

Marcos 12:35–44
Hemos visto en la primera parte de este capítulo cómo los enemigos
de nuestro Señor trataban de sorprenderle “en alguna palabra”.
Hemos visto cómo los fariseos, los saduceos y los escribas le
plantearon sucesivamente difíciles preguntas, preguntas que
fácilmente vemos que iban más dirigidas a producir contienda que a
ediIcar. El pasaje que tenemos delante comienza con una pregunta de
índole muy diferente. La plantea nuestro Señor mismo. Pregunta a sus
enemigos acerca del Cristo y del signiIcado de la santa Escritura. Esas
preguntas son siempre verdaderamente provechosas. Bueno sería para
la Iglesia que las discusiones teológicas trataran menos de nimiedades
y más de cuestiones de peso y de cosas necesarias para la salvación.
Aprendamos en estos versículos, en primer lugar, cuánto hablan de
Cristo las Escrituras del Antiguo Testamento. Nuestro Señor desea
exponer la ignorancia de los maestros judíos acerca de la verdadera
naturaleza del Mesías. Lo hace reIriéndose a un pasaje en el libro de
los Salmos y mostrando que los escribas no lo comprendían
adecuadamente. Y al hacerlo nos muestra que uno de los asuntos
acerca de los cuales el Espíritu Santo inspiró a David para que
escribiera era Cristo.
Sabemos, por las propias palabras de nuestro Señor en otro lugar,
que las Escrituras del Antiguo Testamento dan testimonio de Cristo (cf.
Juan 5:39). Pretendían enseñar a los hombres acerca de Cristo por
medio de tipos, Iguras y profecías hasta que Él mismo apareciera
sobre la Tierra. Siempre deberíamos tener esto en mente al leer el
Antiguo Testamento, pero nunca tanto como al leer los Salmos. Sin
duda se encuentra a Cristo en cada parte de la Ley y los Profetas, pero
no esperemos encontrarlo en ningún lugar como en el libro de los
Salmos. En muchos pasajes en esa maravillosa parte de la Palabra de
Dios, los temas principales son su experiencia y sus sufrimientos en su
Primera Venida al mundo, así como su gloria futura y su triunfo Inal en
su Segunda Venida. Es cierto que debemos buscar a Cristo tanto como
a David al leer los Salmos.
Guardémonos de infravalorar o desdeñar el Antiguo Testamento. En
su lugar y proporción, el Antiguo Testamento es tan valioso como el
Nuevo. Probablemente haya muchos ricos pasajes en aquella parte de
la Biblia que aún no se han explorado por completo. Hay en ellos cosas
profundas acerca de Jesús que son como minas de oro escondidas por
encima de las cuales pasan muchos desconociendo los tesoros que se
ocultan bajo sus pies. Reverenciemos toda la Biblia. Toda ella nos es
dada por inspiración y toda ella es provechosa. Una parte arroja luz
sobre otra y no se puede rechazar ninguna parte sin pérdida y daño
para nuestras almas. Se ha demostrado que el desprecio presuntuoso
de las Escrituras del Antiguo Testamento suele ser el primer paso hacia
la incredulidad.
Aprendamos en estos versículos, en segundo lugar, lo odioso que es
el pecado de hipocresía a los ojos de Cristo. Esta es una lección que se
nos enseña por medio de la advertencia de nuestro Señor contra los
escribas. Expone algunas de sus prácticas escandalosas, su ostentosa
manera de vestir, su amor por la honra y la alabanza de los hombres
más que de Dios, su amor al dinero disfrazado de una supuesta
preocupación por las viudas, sus largas oraciones públicas que
pretendían hacer que los hombres los consideraran eminentemente
piadosos. Y termina con la declaración solemne de que “estos recibirán
mayor condenación”.
De todas las iniquidades en las que pueden caer los hombres,
ninguna parece tan extremadamente pecaminosa como la falsedad y
la hipocresía. De todos los acontecimientos, a ninguno dispensaron los
labios de nuestro Señor tan fuertes palabras y tan tremendas
denuncias. Ya es bastante malo caer cautivos de pecados públicos y
servir a la sensualidad y a los diversos placeres. Pero es aún peor
pretender tener una religión cuando en realidad servimos al mundo.
Guardémonos de caer en este abominable pecado. Hagamos lo que
hagamos dentro de la religión, nunca aparentemos. Seamos genuinos,
honrados, cabales y sinceros en nuestro cristianismo. No podemos
engañar a un Dios que todo lo ve. Podemos embaucar al pobre hombre
miope por medio de nuestra verborrea y profesionalismo con unas
cuantas frases hipócritas y expresiones de afecto. Pero Dios no puede
ser burlado. Él discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón. Su ojo, que todo lo ve, atraviesa la pintura, el barniz, el oropel
que cubre el corazón falso. El día del Juicio estará pronto aquí. “El gozo
del hipócritas por un momento” (Job 20:5 RVR 1909). Su In será
“vergüenza y confusión perpetua” (Daniel 12:2).
Sin embargo, no se debe olvidar nunca algo en relación con la
cuestión de la hipocresía. No nos enorgullezcamos de no dar
testimonio alguno con la excusa de que algunos hacen una falsa
profesión religiosa. Este es un engaño muy corriente del que debemos
guardarnos cuidadosamente. Porque algunos desprestigien el
cristianismo profesando lo que verdaderamente no creen ni sienten, no
quiere decir que debamos correr al otro extremo y desprestigiarlo por
medio de un cobarde silencio y manteniendo escondida nuestra
religión. Tengamos más bien el doble de cuidado de adornar nuestra
doctrina con nuestras vidas. Demostremos nuestra sinceridad por
medio de la coherencia de nuestra conversación. Mostremos al mundo
que hay monedas verdaderas además de las falsas, y que la Iglesia
visible contiene cristianos que pueden dar un buen ejemplo de lo que
creen, y no solo fariseos y escribas. Confesemos a nuestro Maestro con
modestia y humildad, pero con Irmeza y decisión, y mostremos al
mundo que, aunque algunas personas sean hipócritas, hay otras que
son honradas y genuinas.
Aprendamos en estos versículos, en último lugar, lo mucho que
agrada a Cristo la liberalidad abnegada al dar. Esta es una lección que
se nos enseña de una manera notable por el elogio que nuestro Señor
hace de una viuda pobre. Se nos dice que “miraba cómo el pueblo
echaba dinero en el arca”, sus voluntarias contribuciones para el culto
a Dios. Vio que “muchos ricos echaban mucho”. Al Inal vio que esta
viuda pobre echaba todo lo que tenía para su manutención diaria. Y
después le vemos pronunciando las solemnes palabras: “Esta viuda
pobre echó más que todos los que han echado en el arca”, más a los
ojos de aquel que mira no solo la cantidad que se da sino los recursos
del dador; no meramente la cantidad con que se contribuye, sino la
motivación del corazón del contribuyente.
Pocas de las palabras de nuestro Señor son tan pasadas por alto
como estas. Hay miles de personas que recuerdan todos sus discursos
doctrinales pero se las ingenian para olvidar este pequeño incidente en
su ministerio terrenal. La prueba de ello la tenemos en las exiguas y
limitadas contribuciones que hace anualmente la Iglesia de Cristo en
bien del mundo. La prueba la tenemos en los tristemente escasos
ingresos de todas las sociedades misioneras en relación con la riqueza
de las iglesias. La prueba la tenemos en las largas listas anuales de los
que se comprometen a dar una guinea, satisfechos consigo mismos, de
los cuales muchos podrían dar fácilmente cientos de libras. La
tacañería de los que profesan ser cristianos en todos los asuntos que
conciernen a Dios y a la religión es uno de los pecados atroces de
nuestros días y uno de los peores signos de los tiempos. Los que dan a
la causa de Cristo no son más que un pequeño sector de la Iglesia
visible. Ni una de cada veinte personas bautizadas, probablemente,
sabe nada de ser “rico para con Dios” (Lucas 12:21). La inmensa
mayoría invierte enormes cantidades en sí misma y no le da ni una
moneda a Cristo.
Lamentémonos de este estado de cosas y oremos a Dios para que
lo reforme. Oremos para que abra los ojos de los hombres, despierte
sus corazones y fomente un espíritu de liberalidad. Sobre todo, que
cada uno de nosotros cumpla con su obligación personal y de con
liberalidad y con gozo a cada objetivo cristiano mientras pueda. No
podremos dar cuando estemos muertos. Demos como personas que
recuerdan que los ojos de Cristo están sobre nosotros. Aún ve
exactamente lo que da cada uno y conoce exactamente lo mucho que
nos quedamos. Sobre todo, demos como discípulos de un Salvador
cruciIcado que se entregó a sí mismo por nosotros, en cuerpo y alma,
en la Cruz. De gracia hemos recibido. Demos de gracia.

Marcos 13:1–8
El capítulo que comenzamos ahora está lleno de profecía, parte de la
cual ya se ha cumplido y otra parte queda por cumplir. Dos grandes
acontecimientos son el tema de esta profecía. Uno es la destrucción de
Jerusalén y el subsiguiente In de la dispensación judía. El otro es la
Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo y el In del estado de
cosas en el que vivimos ahora. La destrucción de Jerusalén fue algo
que ocurrió solo cuarenta años después de que nuestro Señor fuera
cruciIcado. La Segunda Venida de Cristo es un suceso que queda por
llegar y que puede que vivamos para verlo con nuestros propios ojos.
Capítulos como este deberían resultar profundamente interesantes
para todo verdadero cristiano. A ninguna historia deberíamos prestarle
tanta atención como a la historia pasada y futura de la Iglesia de
Cristo. El crecimiento y la caída de los imperios del mundo son
acontecimientos de relativamente poca importancia a los ojos de Dios.
Babilonia, Grecia, Roma, Francia, Inglaterra son nada a sus ojos al lado
del cuerpo místico de Cristo. La marcha de los ejércitos y las victorias
de los vencedores son meras nimiedades en comparación con el
progreso del Evangelio y el triunfo Inal del Príncipe de Paz.
¡Recordemos esto al leer la Escritura profética! “Bienaventurado el que
lee” (Apocalipsis 1:3).
Lo primero que requiere nuestra atención en los versículos que
tenemos ante nosotros es la predicción de nuestro Señor relativa al
Templo de Jerusalén.
Los discípulos, con el natural orgullo de los judíos, habían llamado la
atención de su Maestro al esplendor arquitectónico del Templo. “Mira
qué piedras, y qué ediIcios”. Recibieron una respuesta del Señor muy
diferente de la que esperaban, una respuesta triste y bien calculada
para producir pensamientos de curiosidad en sus mentes. Ni una
palabra de admiración salió de sus labios. No expresó elogio alguno del
diseño o del arte de la magníIca estructura que tenía ante sí. Parece
como si perdiera de vista la forma y elegancia del ediIcio material en
su preocupación por la impiedad de la nación a la que pertenecía.
“¿Ves estos grandes ediIcios? —responde—. No quedará piedra sobre
piedra, que no sea derribada”.
Aprendamos de estas solemnes palabras que la verdadera gloria de
una iglesia no consiste en sus ediIcios para el culto público, sino en la
fe y piedad de sus miembros. Los ojos de nuestro Señor Jesucristo no
podían complacerse en mirar el Templo que contenía el Lugar
Santísimo, el candelabro de oro y el altar de los holocaustos. Se
supone que mucho menos se complace en el más espléndido lugar de
culto entre los cristianos profesantes si su Palabra y su Espíritu no son
honrados en él.
Todos haremos bien en recordar esto. Nos inclinamos por naturaleza
a juzgar las cosas por su apariencia externa, como los niños que
valoran las amapolas más que el trigo. También tenemos tendencia a
suponer que, donde hay un ediIcio eclesiástico majestuoso y un
magníIco ceremonial, con piedras labradas y vidrieras, música
excelente y ministros con ropajes magníIcos, debe de haber una
religión verdadera detrás. Y, sin embargo, puede que no haya religión
en absoluto. Puede que sea todo forma, exhibición y apariencia a los
sentidos. Puede que no haya nada que satisfaga a la conciencia, nada
que sane el corazón. Puede que, si lo examinamos, veamos que Cristo
no es predicado en aquel ediIcio majestuoso y que no se expone la
Palabra de Dios. Puede que los ministros sean tremendamente
ignorantes del Evangelio y que los adoradores estén muertos en sus
delitos y pecados. No debemos dudar de que Dios no ve belleza en un
ediIcio así. No debemos dudar de que el Partenón carece de gloria a
los ojos de Dios comparado con los refugios y las cuevas donde
adoraban los primeros cristianos ni de que la más pequeña habitación
donde se predica a Cristo en nuestros días es más honorable a sus ojos
que la catedral de S. Pedro en Roma.
Sin embargo, no nos precipitemos a irnos al absurdo extremo de
suponer que no importa qué clase de ediIcio apartamos para el culto a
Dios. No es papismo el hacer que una iglesia sea hermosa. No hay
verdadera religión en tener un lugar de culto sucio, mezquino, poco
elegante y desordenado. “Hágase todo decentemente y con orden” (1
Corintios 14:40). Pero establezcamos en nuestra religión el principio de
que, por muy hermosas que pongamos nuestras iglesias, debemos
considerar que la sana doctrina y un comportamiento santo son sus
principales adornos. Sin estas dos cosas, el más noble ediIcio
eclesiástico es radicalmente defectuoso. No tiene gloria si Dios no está
allí. Con estas dos cosas, la más humilde barraca de ladrillo donde se
predica el Evangelio es bella y hermosa. Es consagrada por la propia
presencia de Cristo y la propia bendición del Espíritu Santo.
La segunda cosa que requiere nuestra atención en estos versículos
es la singular forma en que nuestro Señor inicia la gran profecía de
este capítulo.
Se nos dice que cuatro de sus discípulos, incitados sin duda por su
predicción de advertencia acerca del Templo, le pidieron más
información. “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas? ¿Y qué señal habrá
cuando todas estas cosas hayan de cumplirse?”.
La respuesta que da nuestro Señor a estas cuestiones comienza
inmediatamente con una predicción de futuras doctrinas falsas y
guerras. Si sus discípulos pensaban que les prometería un éxito
instantáneo y prosperidad transitoria en este mundo, pronto quedaron
decepcionados. Lejos de animarles a esperar una rápida victoria de la
Verdad, les dice que esperen el crecimiento del error. “Mirad que nadie
os engañe; porque vendrán muchos en mi nombre diciendo: Yo soy el
Cristo”. En vez de animarles a esperar un reinado general de la paz y
la tranquilidad, les dice que se preparen para la guerra y las
diIcultades. “Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y
habrá terremotos en muchos lugares, y habrá hambres y alborotos;
principios de dolores son estos”.
Hay algo profundamente instructivo en este inicio del discurso
profético de nuestro Señor. Parece la clave de lo que debe esperar su
Iglesia entre su primera y segunda venidas. Parece como si tuviera la
intención expresa de corregir las ideas erróneas no solo de sus
apóstoles sino de todo el cuerpo de cristianos profesantes de todas las
épocas. Parece como si nuestro Señor conociera bien que el hombre
siempre tiene la idea de que vendrá un “tiempo mejor” y como si Él
quisiera dejarnos claro que no habrá un “tiempo mejor” hasta que Él
vuelva. Quizá no nos resulte agradable escuchar estas noticias. Pero
están totalmente de acuerdo con lo que leemos que dijo el profeta
Jeremías: “Los profetas que fueron antes de mí y antes de ti en
tiempos pasados, profetizaron guerra, aHicción y pestilencia contra
muchas tierras y contra grandes reinos. El profeta que profetiza de
paz, cuando se cumpla la palabra del profeta, será conocido como el
profeta que Jehová en verdad envió” (Jeremías 28:8–9).
Aprendamos de la predicción inicial de nuestro Señor a ser
moderados en nuestras expectativas. Nada ha creado tanta decepción
en la Iglesia de Cristo como las extravagantes expectativas en las que
han caído muchos de sus miembros. No nos dejemos llevar por la idea
común de que el mundo se convertirá antes de que el Señor Jesús
vuelva, y la Tierra será llena del conocimiento del Señor. No será así.
No hay nada en la Escritura que justiIque esas expectativas. Dejemos
de esperar un Reino de paz. Esperemos guerras. Dejemos de esperar
que todos los hombres sean hechos santos por algún medio existente:
escuelas, misiones, predicaciones o algo así. Más bien esperemos que
surja el Anticristo mismo. Comprendamos que vivimos en un día de
elección y no de conversión universal. No habrá paz universal hasta
que aparezca el Príncipe de Paz. No habrá santidad universal hasta que
Satanás sea atado. Quizá nos cueste mucho sostener opiniones como
estas. Pero no hay una iglesia o congregación en la Tierra cuyo estado
no muestre que estas ideas son ciertas y que “muchos son llamados,
mas pocos escogidos”. Quizá nos acarreen comentarios desagradables
y el juicio contrario de muchos. Pero al Inal se demostrará quién tiene
razón y quién está equivocado. Esperemos ese In con paciencia.
Trabajemos, enseñemos, esforcémonos y oremos. Pero no nos
sorprendamos si descubrimos que las palabras de nuestro Señor son
totalmente ciertas: “Angosto es el camino que lleva a la vida, y pocos
son los que la hallan” (Mateo 7:14).

Marcos 13:9–13
Al leer las profecías de la Biblia concernientes a la Iglesia de Cristo, por
lo general encontraremos mezclados juicio y misericordia. Rara vez son
todo amargo sin nada dulce o todo oscuridad sin luz alguna. El Señor
conoce nuestra debilidad y facilidad para desmayar, y ha tenido
cuidado de mezclar consuelo con las amenazas, palabras amables con
otras duras, como la trama y la urdimbre en un vestido. Podemos
señalar esto en todo el libro del Apocalipsis. Podemos verlo en la
profecía que estamos ahora considerando. Podemos advertirlo en los
pocos versículos que acabamos de leer.
Observemos, en primer lugar, los problemas que nuestro Señor
anuncia a su pueblo entre el tiempo de su primera y segunda venidas.
Sin duda a todos los hombres les toca tener problemas desde el día en
que Adán cayó. Vendrían en forma de espinos y cardos. “El hombre
nace para la aHicción” (Job 5:7). Pero hay problemas especiales para
los que creen en Jesucristo, y de ellos les advierte con claridad nuestro
Señor.
Deben esperar problemas del mundo. No deben esperar ayuda de
los reyes y gobernantes. Descubrirán que sus caminos y sus doctrinas
no les acarrean el favor de los que ocupan lugares importantes. Al
contrario. A menudo serán hechos prisioneros, golpeados y llevados a
juicio como malhechores por la única razón de su adhesión al
Evangelio de Cristo.
Deben esperar problemas de sus propios parientes. “El hermano
entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo”. Los de su propia
carne y sangre con frecuencia se olvidarán de amarles por odio a su
religión. En ocasiones encontrarán que el enemigo de la mente carnal
contra Dios es más fuerte aún que los vínculos familiares y sanguíneos.
Haremos bien en llevar estas cosas en el corazón y valorar el precio
de ser cristiano. Debemos considerar que no es extraño que nuestra
religión conlleve ciertas cosas amargas. Hemos tenido la suerte, sin
duda, de vivir en tiempos favorables. Los cristianos británicos nos
encontramos en lugares agradables. No tenemos razón para temer la
muerte o la cárcel por servir a Cristo. Pero, a pesar de ello, debemos
hacernos a la idea de que tendremos que soportar un cierto grado de
diIcultad si somos cristianos verdaderos, cabales y decididos.
Debemos soportar las risas, el ridículo, la burla, los insultos y la
persecución mezquina. A veces tenemos que soportar duras palabras y
poca amabilidad por parte de nuestros parientes más cercanos y
queridos. El “tropiezo de la cruz” no cesa. “El hombre natural no
percibe las cosas que son del Espíritu de Dios”. Aquellos que son
nacidos “según la carne” perseguirán a los que son nacidos “según el
Espíritu” (1 Corintios 12:14; Gálatas 4:29). La máxima coherencia de
vida no lo evitará. Si somos convertidos nunca debemos sorprendernos
de descubrir que somos odiados por Cristo.
Observemos, en segundo lugar, qué rico consuelo ofrece el Señor
Jesús a su pueblo perseguido. Pone ante ellos tres ricos tónicos para
alegrar sus almas.
Por un lado nos dice que “es necesario que el evangelio sea
predicado antes a todas las naciones”. Debe serlo y lo será. A pesar de
los hombres y del diablo, la historia de la Cruz de Cristo se contará en
todos los lugares del mundo. Las puertas del InIerno no prevalecerán
contra ella. A pesar de la persecución, la cárcel y la muerte, nunca
faltará una sucesión de hombres Ieles que proclamarán las felices
noticias de la salvación por gracia. Puede que pocos las crean. Puede
que muchos de sus oidores continúen endurecidos por el pecado. Pero
nada evitará que el Evangelio sea predicado. La Palabra nunca será
atada aunque aquellos que la predican puedan ser encarcelados y
muertos (2 Timoteo 2:9).
Por otro lado, nuestro Señor nos dice que aquellos que pasan por
pruebas especiales por el Evangelio tendrán una ayuda especial en
tiempos de necesidad. El Espíritu Santo los asistirá en su defensa.
Tendrán palabras y sabiduría que sus adversarios no podrán negar o
resistir. Como ocurrió con Pedro, Juan y Pablo cuando fueron llevados
ante los concilios judíos y romanos, así será con todos los discípulos de
corazón sincero. Las historias de Huss, Lutero, Latimer, Ridley y Baxter
demuestran abundantemente hasta qué punto se ha cumplido esta
promesa. Cristo ha sido Iel a su palabra.
Por otro lado, nuestro Señor nos dice que la perseverancia paciente
llevará a la salvación Inal. “Mas el que persevere hasta el In, éste
será salvo”. Ninguno de aquellos que soporten tribulación perderán su
recompensa. Todos recogerán a la larga una rica cosecha. Aunque
siembren con lágrimas, recogerán con gozo. Su ligera aHicción, que es
pasajera, conducirá a un enorme peso de gloria.
Consolémonos con estas alentadoras promesas para todos los
verdaderos siervos de Cristo. Perseguidos, aHigidos y objetos de burla
como en la actualidad, a la larga se encontrarán en el lado victorioso.
Acosados, confusos y probados como son a veces, nunca se verán
abandonados por completo. Aunque sean derribados no serán
destruidos. Que sus almas se armen de paciencia. El In de todo lo que
ven a su alrededor es cierto, claro y seguro. Los reinos de este mundo
se convertirán en los reinos de su Dios y de su Cristo. Y, cuando los
que se mofan y los impíos que así les insultan sean avergonzados, los
creyentes recibirán una corona de gloria que no se marchitará.

Marcos 13:14–23
En estos versículos se nos enseña la legitimidad de utilizar medios
para velar por nuestra seguridad personal. El lenguaje de nuestro
Señor Jesucristo en cuanto a esto es claro e inconfundible: “los que
estén en Judea huyan a los montes. El que esté en la azotea, no
descienda a la casa, ni entre para tomar algo de su casa; y el que esté
en el campo, no vuelva atrás a buscar su capa […]. Orad, pues, que
vuestra huida no sea en invierno”. No se dice ni una palabra que nos
haga suponer que huir del peligro en determinadas circunstancias sea
indigno del cristiano. En cuanto al momento profetizado en el pasaje
que tenemos ante nosotros, se dan diferentes interpretaciones. Pero,
en cuanto a la legitimidad de tomar medidas para evitar el peligro, la
enseñanza del pasaje es clara.
La lección es de amplia aplicación y de gran utilidad. El cristiano no
debe rehusar, por el hecho de ser cristiano, el uso de los medios a su
alcance para los asuntos de esta vida así como para los de la vida
venidera. El creyente no debe dar por sentado que Dios le cuidará y
cubrirá sus necesidades si no utiliza los medios y el sentido común que
Dios le ha dado como a los demás. Sin duda puede esperar una ayuda
especial de su Padre celestial en cualquier momento de necesidad.
Pero eso si hace un uso diligente de los medios legítimos. Profesar
conIanza en Dios a la vez que nos sentamos negligentemente sin
hacer nada no es más que extravagancia y fanatismo que
desprestigian el cristianismo.
La Palabra de Dios contiene diversos ejemplos instructivos acerca
de este asunto que haremos bien en tener en cuenta. La conducta de
Jacob cuando fue a encontrarse con su hermano Esaú es un caso
notable de esto. Primero ora de manera conmovedora y después envía
a su hermano un regalo cuidadosamente preparado (Génesis 32:9–13).
La conducta de Ezequías cuando Senaquerib atacó Jerusalén es otro
caso: “Con nosotros está Jehová nuestro Dios para ayudarnos y pelear
nuestras batallas”. Y, sin embargo, al mismo tiempo ediIca los muros
de la ciudad y hace espadas y escudos (2 Crónicas 32:5). La conducta
de S. Pablo es otro ejemplo. Con frecuencia leemos acerca de sus
huidas de un lugar a otro para salvar la vida. En una ocasión vemos
que es descolgado por los muros de Damasco en una cesta. En otra le
escuchamos diciendo a los soldados a bordo de un barco alejandrino:
“Si estos no permanecen en la nave, vosotros no podréis salvaros”
(Hechos 27:31). Conocemos la gran fe y conIanza del Apóstol.
Conocemos su valor y su dependencia de su Maestro. Y, sin embargo,
vemos que nunca despreció los medios a su alcance. No nos
avergoncemos de hacer lo mismo.
Solo hay una cosa que debemos tener en mente. No nos apoyemos
en los medios al utilizarlos. Miremos más allá, a la bendición de Dios.
Es un gran pecado hacer como Asa y no buscar a Dios sino a los
médicos. Todo verdadero creyente debe tratar de utilizar todos los
medios con diligencia y dejarlo todo en manos de Dios.
Por otro lado, en estos versículos se nos enseñan los grandes
privilegios de los escogidos de Dios. Por dos veces en el pasaje,
nuestro Señor utiliza una importante expresión acerca de ellos. Dice de
la gran tribulación que “si el Señor no hubiese acortado aquellos días,
nadie será salvo; mas por causa de los escogidos que él escogió,
acortó aquellos días”. Y vuelve a decir de los falsos Cristos y de los
falsos profetas que “harán señales y prodigios para engañar, si fuese
posible, aun a los escogidos”.
Se ve claro aquí y en otros pasajes de la Biblia que Dios tiene un
pueblo escogido en el mundo. Son aquellos, según el artículo 17 de
nuestra Iglesia, a quienes “constantemente ha decretado por su
consejo, secreto para nosotros, liberar de la maldición y la
condenación; aquellos a quienes ha escogido en Cristo de entre el
género humano y determinado llevar a Cristo para una salvación
eterna como vasos para honra”. A ellos, y solo a ellos, pertenecen los
grandes privilegios de la justiIcación, la santiIcación y la gloria Inal.
Ellos, y solo ellos, son “llamados por el Espíritu a su debido tiempo”.
Ellos, y solo ellos, “obedecen al llamamiento. Son hechos hijos de Dios
por adopción. Son hechos como la imagen del unigénito Hijo de Dios,
Jesucristo. Caminan religiosamente en buenas obras y, Inalmente, por
la misericordia de Dios, llegan a la felicidad eterna”. A ellos pertenecen
las preciosas promesas del Evangelio. Ellos son la novia, la esposa del
Cordero. Ellos son la santa Iglesia católica que es el cuerpo de Cristo. A
ellos es a quienes Dios cuida de manera especial en el mundo. Reyes,
princesas, nobles, ricos, todos son nada a los ojos de Dios comparados
con sus escogidos. Estas cosas se revelan con claridad en la Escritura.
Puede que no le gusten al orgullo del hombre. Pero son innegables.
El asunto de la elección es, sin duda, profundo y misterioso. Es
incuestionable que se ha pervertido y a menudo se ha abusado de él.
Pero el mal uso de las verdades no debe impedir que las utilicemos.
Con un buen uso y tomando las debidas precauciones, la elección es
una doctrina “llena de dulce, agradable e indescriptible consuelo”.
Antes de dejar esta cuestión veamos cuáles son esas debidas
precauciones.
Por un lado nunca debemos olvidar que la elección de Dios no
destruye la responsabilidad del hombre y el que su alma deba
responder. La Biblia misma, que habla de la elección, siempre se dirige
a los hombres como seres libres y los llama a arrepentirse, creer,
buscar, orar, esforzarse, luchar. “En nuestros actos (dice el artículo 17
con gran sabiduría) hay que hacer la voluntad de Dios que se nos
declara expresamente en la Palabra de Dios”.
Por otro lado, nunca olvidemos que la gran obra que debemos hacer
es arrepentirnos y creer el Evangelio. No tenemos derecho a
consolarnos con la elección de Dios a menos que podamos mostrar una
clara evidencia de arrepentimiento y de fe. No podemos dedicarnos a
preocuparnos por angustiosas conjeturas acerca de si somos o no
elegidos cuando Dios nos ordena claramente arrepentirnos y creer
(Hechos 17:30; 1 Juan 3:23). Dejemos de hacer el mal. Aprendamos a
hacer el bien. Apartémonos del pecado. Aferrémonos a Cristo.
Acerquémonos a Dios en oración. Haciendo esto, pronto sabremos y
sentiremos si hemos sido escogidos por Dios. En palabras de un viejo
teólogo, debemos comenzar en el colegio del arrepentimiento y la fe
antes de acudir a la universidad de la elección. Fue cuando Pablo
recordó la fe, la esperanza y el amor de los tesalonicenses cuando dijo:
“Porque conocemos, hermanos amados, vuestra elección” (1
Tesalonicenses 1:4).

Marcos 13:24–31
De esta parte de la profecía de nuestro Señor en el monte de los Olivos
no se ha cumplido nada. Los sucesos descritos en ella aún no han
tenido lugar. Puede que acaezcan en nuestros días. El pasaje, por
tanto, es uno de los que debemos leer siempre con un interés especial.
Observemos, en primer lugar, la solemne majestad que
acompañará la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo a este
mundo. El lenguaje que se utiliza acerca del Sol, la Luna y las estrellas
comunica la idea de una cierta convulsión generalizada del universo a
la conclusión de la presente dispensación. Nos recuerda las palabras
del apóstol Pedro: “los cielos pasarán con grande estruendo, y los
elementos ardiendo serán desechos” (2 Pedro 3:10). En un tiempo así,
en medio del terror y la confusión, por encima de todo lo que los
terremotos y huracanes suelen producir, los hombres “verán al Hijo del
Hombre, que vendrá en las nubes con gran poder y gloria”.
La Segunda Venida de Cristo será totalmente distinta de la Primera.
La primera vez vino en debilidad, como un tierno infante nacido de una
mujer pobre en el pesebre en Belén, pasando desapercibido, sin
honores y apenas reconocido. La segunda vez vendrá con dignidad
real, rodeado por los ejércitos celestiales y para ser conocido,
reconocido y temido por todas las tribus de la Tierra. La primera vez
vino a sufrir, a llevar nuestros pecados, a ser considerado maldito,
despreciado, rechazado, condenado injustamente y ejecutado. La
segunda vez vendrá a reinar, a poner a cada enemigo bajo sus pies, a
tomar los reinos de este mundo como herencia, a gobernarlos con
justicia, a juzgar a todos los hombres y a vivir para siempre.
¡Cuán enorme diferencia! ¡Cuán tremendo contraste! ¡Cuán
asombrosa la comparación entre la Segunda Venida y la Primera!
¡Cuán solemnes los pensamientos que este asunto debería fomentar
en nuestras mentes! Estamos ante unos reconfortantes pensamientos
para los amigos de Cristo. Su Rey estará pronto aquí. Recogerán según
lo que hayan sembrado. Recibirán una gran recompensa por todo lo
que hayan soportado por Cristo. Cambiarán su cruz por una corona.
Pero estamos ante unos pensamientos confusos para los enemigos de
Cristo. El mismo Jesús de Nazaret, a quien han despreciado y
rechazado durante tanto tiempo, tendrá Inalmente la preeminencia.
Ese mismo Cristo cuyo Evangelio han rehusado creer aparecerá como
su Juez y, sin ayuda, tendrán que comparecer ante Él impotentes,
desesperanzados y enmudecidos. ¡Meditemos todos estas cosas en
nuestros corazones y aprendamos sabiduría!
Observemos a continuación que el primer acontecimiento tras la
Segunda Venida del Señor será la reunión de sus escogidos: “Enviará
sus ángeles, y juntará sus escogidos de los cuatro vientos”.
La seguridad del pueblo del Señor está garantizada cuando el Juicio
acaezca sobre la Tierra. Él no hará nada hasta haberlo puesto fuera del
alcance del mal. El diluvio no comenzó hasta que Noé estuvo seguro
en el arca. El fuego no cayó sobre Sodoma hasta que Lot estuvo a
salvo dentro de los muros de Zoar. La ira de Dios no será descargada
sobre los no creyentes hasta que estén protegidos y seguros.
El verdadero cristiano puede mirar hacia adelante a la Venida de
Cristo sin temor. Por muy terribles que sean las cosas que vengan
sobre la Tierra, su Señor tendrá cuidado de que no sufra daño alguno.
Puede soportar con paciencia las separaciones y despedidas del
tiempo presente. Tendrá una reunión gozosa, más adelante, con todos
sus hermanos en la fe de todas las edades, países, pueblos y lenguas.
Aquellos que se encuentren en aquel día no se separarán nunca más.
La gran reunión aún está por venir (1 Tesalonicenses 2:1).
Observemos a continuación lo importante que es advertir las
señales de nuestros tiempos. Nuestro Señor ordena a sus discípulos:
“De la higuera aprended la parábola”. Igual que las incipientes hojas
avisan a los hombres de que el verano está cerca, así el cumplimiento
de los acontecimientos en el mundo que nos rodea nos enseñará que
la Venida del Señor “está cerca, a las puertas”.
Conviene que todos los verdaderos cristianos observen con cuidado
los acontecimientos públicos de sus días. No es solo una obligación
hacerlo, sino un pecado pasarlos por alto. Nuestro Señor reprochó a los
judíos el no ser capaces de distinguir las señales de los tiempos (Mateo
16:3). No veían que se le estaba quitando el cetro a Judá y que estaban
expirando las semanas de Daniel. Guardémonos de caer en su error.
Abramos nuestros ojos y observemos el mundo que nos rodea.
Advirtamos el enmudecimiento del poder turco y el incremento de obra
misionera en el mundo. Advirtamos el avivamiento del papismo y la
aparición de nuevas y sutiles formas de incredulidad. Advirtamos la
rápida extensión de la violencia y el desprecio a la autoridad. ¿Qué son
estas cosas sino el embrión de la higuera? Nos muestran que este
mundo se agota, y que requiere una dinastía nueva y mejor. Necesita a
su Rey legítimo, Jesús. ¡Vigilemos, estemos vestidos y vivamos listos
para encontrarnos con nuestro Señor! (Apocalipsis 16:15).
Observemos en estos versículos, por último, con cuánto cuidado
declara nuestro Señor la seguridad de que sus predicciones se
cumplirán. Habla como si viera por anticipado la incredulidad y el
escepticismo de estos últimos días. Recalca su advertencia contra ello:
“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.
Nunca debemos permitirnos suponer que una profecía es
improbable o difícil de cumplir solo porque es contraria a la experiencia
pasada. No digamos: ¿Cuál es la probabilidad de que Cristo vuelva?
¿Cuál es la probabilidad de que el mundo se consuma? Estas
cuestiones no tienen nada que ver con la probabilidad. Lo único que
podemos preguntarnos es: ¿qué está escrito en la Palabra de Dios?
Nunca se deben olvidar las palabras de S. Pedro: “En los postreros días
vendrán burladores, andando según sus propias concupiscencias, y
diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento?” (2 Pedro 3:3–
4).
Haremos bien en preguntarnos qué habríamos pensado si
hubiéramos vivido en la Tierra hace 2000 años. ¿Habríamos pensado
que era probable que el Hijo de Dios viniera a la Tierra como un
hombre pobre y muriera o que viniera a la Tierra como Rey y reinara?
¿No habríamos dicho inmediatamente que si venía sería a reinar y no a
morir? Pero sabemos que vino como “varón de dolores” y que murió en
la Cruz. Entonces no dudemos de que vendrá por segunda vez en
gloria y reinará como Rey para siempre.
Dejemos el pasaje con la completa convicción de la verdad de cada
tilde de sus predicciones. Creamos que al Inal quedará demostrado
que se ha cumplido plenamente cada palabra de ellas. Sobre todo,
esforcémonos por vivir bajo un sentimiento permanente de su verdad
como buenos siervos listos para encontrarse con su Señor. Entonces,
comoquiera o cuando quiera que sea su cumplimiento, estaremos
seguros.

Marcos 13:32–37
Con estos versículos concluye el relato de S. Marcos de la profecía de
nuestro Señor en el monte de los Olivos. Deben constituir una
aplicación personal de todo el discurso a nuestras conciencias.
Aprendemos en estos versículos que el tiempo exacto de la
Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo se oculta a su Iglesia con
un propósito. El suceso es seguro. El día y la hora exactos no se
revelan: “de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que
están en el cielo”.
Hay profunda sabiduría y misericordia en este silencio intencionado.
Tenemos razones para agradecerle a Dios que nos lo haya escondido.
La inseguridad acerca de la fecha del retorno del Señor es ventajosa
para mantener a los creyentes con una actitud de expectativa
constante y preservarlos del desaliento. ¡Qué perspectiva tan aburrida
habría tenido la Iglesia primitiva ante ella si hubiera sabido seguro que
Cristo no retornaría a la Tierra hasta pasados más de 1500 años! Los
corazones de hombres como Atanasio, Crisóstomo y Agustín se habrían
desalentado si hubieran sido conscientes de los siglos de oscuridad por
los que pasaría el mundo antes de que su Señor volviera a apoderarse
del Reino. ¡Qué gran motivación, por otro lado, han tenido
perpetuamente los verdaderos cristianos para caminar más cerca de
Dios! Nunca han sabido en ninguna época que su Señor no vendría
inmediatamente a pedir cuentas a sus siervos. Esta misma inseguridad
les ha proporcionado una razón para vivir siempre preparados para
encontrarse con Él.
Hay una advertencia relacionada con este asunto que no debemos
pasar por alto. No debemos permitir que la inseguridad acerca del
tiempo de la Segunda Venida del Señor evite que prestemos atención a
las profecías incumplidas de la Escritura. Este es una gran error en el
que por desgracia caen muchos cristianos. Hay una profunda
diferencia entre las aIrmaciones dogmáticas y enérgicas acerca de
fechas y una búsqueda humilde en oración de las buenas cosas que
vendrán. Contra el dogmatismo acerca de los tiempos o las sazones,
las palabras de nuestro Señor aquí son una advertencia permanente.
Pero, en cuanto a las ventajas de estudiar la profecía, nuestra
autoridad no es mayor que la de las palabras del apóstol Pedro:
“Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis
bien en estar atentos” y las del apóstol Juan en Apocalipsis:
“Bienaventurado el que lee” (2 Pedro 1:19; Apocalipsis 1:3).
Aprendemos en estos versículos, en segundo lugar, cuáles son las
obligaciones prácticas de todos los verdaderos creyentes ante la
perspectiva de la Segunda Venida de Jesucristo. Nuestro Señor
menciona tres cosas a las que su pueblo debe atender. Les dice
claramente que volverá algún día con gran poder y gloria. Les dice al
mismo tiempo que se desconocen la hora y la fecha exactas de su
Venida. Entonces, ¿qué tiene que hacer su pueblo? ¿Con qué
disposición de mente debe vivir? Tiene que vigilar. Tiene que orar.
Tiene que trabajar.
Tenemos que vigilar. Tenemos que vivir siempre en guardia.
Tenemos que guardar nuestras almas en un estado de alerta,
despiertas, dispuestas en todo momento para encontrarse con nuestro
Señor. Debemos guardarnos de todo lo que sea aletargamiento
espiritual, inactividad, falta de vida, apatía. Hay que percibir y
reconocer cuándo las compañías, el uso del tiempo y la sociedad nos
inducen a olvidar a Cristo y su Segunda Venida y entonces evitarlos.
“No durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios” (1
Tesalonicenses 5:6).
Tenemos que orar. Debemos tener hábitos de comunión regular y de
relación con Dios. No debemos permitir que otras cosas se interpongan
entre nosotros y nuestro Padre celestial, sino hablar con Él cada día
para que estemos preparados en cualquier momento para verle cara a
cara. Más aún, tenemos que orar de forma especial acerca de la Venida
del Señor para que seamos “hallados por él sin mancha e
irreprensibles, en paz” y que nuestros corazones no sean en ningún
momento cargados con las preocupaciones de esta vida y venga sobre
nosotros de repente aquel día (2 Pedro 3:14; Lucas 21:34).
Por último, tenemos que trabajar. Tenemos que darnos cuenta de
que todos somos siervos de un gran Señor que ha dado a cada persona
su tarea y espera que la haga. Tenemos que trabajar para gloriIcar a
Dios cada uno en nuestra esfera y entorno particular. Siempre hay algo
que cada uno debe hacer. Debemos esforzarnos cada uno de nosotros
en brillar como una luz, en ser sal en nuestros tiempos, en ser testigos
Ieles de nuestro Señor y honrarle por medio de la diligencia y la
coherencia en nuestra conversación diaria. Nuestro gran deseo debe
ser el ser hallados no ociosos y durmiendo, sino trabajando y haciendo.
Esos son los sencillos mandatos a los que nuestro Señor desea que
hagamos caso. Deberían fomentar en los corazones de todos los que
profesan ser cristianos un detenido examen de conciencia. ¿Estamos
esperando el retorno de nuestro Señor? ¿Anhelamos su aparición?
¿Podemos decir con sinceridad: Ven, Señor Jesús? ¿Vivimos
demostrando que esperamos que Cristo vuelva? Son preguntas que
demandan una consideración seria. ¡Prestémosles la atención que
merecen!
¿Nos pide el Señor que abandonemos alguna de las obligaciones de
la vida a la espera de su retorno? No nos pide nada así. No ordena al
granjero que descuide su tierra, al obrero su trabajo, al comerciante su
negocio o al abogado su llamamiento. Lo único que pide es que las
personas bautizadas vivan la fe en la que fueron bautizadas, como
personas arrepentidas, como personas creyentes, como un pueblo que
sabe que “sin [santidad], nadie verá al Señor”. Viviendo así estaremos
preparados para encontrarnos con nuestro Señor. Si no vivimos así no
estamos listos ni para la muerte, ni para el juicio, ni para la eternidad.
Vivir de esta manera es ser verdaderamente felices porque es estar
verdaderamente preparados para algo que puede venir sobre la Tierra.
Nunca nos contentemos con un nivel más bajo de cristianismo práctico
que este. Las últimas palabras de la profecía son especialmente
solemnes: “Y lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: Velad”.

Marcos 14:1–9
En este capítulo comienza la parte del Evangelio de S. Marcos que
describe los sufrimientos y la muerte de nuestro Señor. Hasta ahora
hemos visto principalmente a nuestro Salvador como profeta y
maestro. Ahora tenemos que verle como nuestro Sumo Sacerdote.
Hasta ahora hemos tenido que considerar sus milagros y enseñanzas.
Ahora tenemos que considera su sacriIcio vicario en la Cruz.
Observemos en estos versículos, en primer lugar, cómo Dios puede
defraudar los designios de los malvados y desautorizarlos para su
gloria.
Se ve claro en las palabras de S. Marcos y en el pasaje paralelo de
Mateo que los enemigos de nuestro Señor no pretendían convertir su
muerte en una operación pública. Buscaban “cómo prenderle”. “Y
decían: no durante la Iesta, para que no se haga alboroto del pueblo”.
En resumen, parece que su plan original era no hacer nada hasta que
pasara la Iesta de la Pascua y los que venían a adorar hubieran
regresado a sus hogares.
La providencia soberana de Dios estropeó por completo su decisión
política. La traición de nuestro Señor tuvo lugar antes de lo que los
principales sacerdotes esperaban. La muerte de nuestro Señor tuvo
lugar el mismo día que Jerusalén estaba llena de gente y la Iesta de la
Pascua estaba en su punto más culminante. El consejo de estos
hombres malvados quedó completamente en ridículo. Pensaban que
acabarían para siempre con el Reino espiritual de Cristo y, en realidad,
estaban ayudando a establecerlo. Pensaban que le habían hecho
detestable y vil por medio de la cruciIxión y, en realidad, le hicieron
glorioso. Pensaban matarlo en privado y sin testigos y, sin embargo, se
vieron obligados a cruciIcarle en público y ante toda la nación de los
judíos. Pensaban haber silenciado a sus discípulos y frenar su
enseñanza y, sin embargo, les proporcionaron el texto y el tema para
siempre. Así de fácil es para Dios que la ira del hombre le alabe (cf.
Salmo 76:10).
Hay ánimo en todo esto para los verdaderos cristianos. Viven en un
mundo atribulado y con frecuencia son llevados de un lado a otro por
la ansiedad que les causan los acontecimientos públicos. Pueden
descansar en el pensamiento de que todo es ordenado para bien por
un Dios omnisciente. No deben dudar de que todas las cosas en el
mundo que les rodea están obrando para la gloria de su Padre. Deben
recordar las palabras del Salmo 2: “Se levantarán los reyes de la tierra
y los príncipes consultarán unidos contra Jehová”. Y después continúa:
“El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos”. Así fue
en el pasado. Así será en el futuro.
Observemos en estos versículos, en segundo lugar, cómo las
buenas obras en ocasiones no se valoran y se malinterpretan. Se nos
habla de la buena obra de cierta mujer que derramó un perfume sobre
la cabeza de nuestro Señor en una casa de Betania. Ella lo hizo, sin
duda, como muestra de honra y respeto y en señal de su propia
gratitud y amor hacia Él. Pero este acto suyo fue criticado por algunos.
Sus fríos corazones no podían comprender tal derroche. Lo
consideraban un “desperdicio”. “Se enojaron dentro de sí”.
“Murmuraban contra ella”.
El espíritu de estos criticones con estrechez de miras es por
desgracia demasiado común. Sus seguidores y sucesores se
encuentran por todas partes en la Iglesia visible de Cristo. Nunca falta
una generación de personas que censuran lo que ellos denominan
“extremismos” religiosos y recomiendan incesantemente lo que llaman
“moderación en el servicio a Cristo”. Si alguien entrega su tiempo,
dinero y sentimientos a conseguir cosas mundanas, no les critican. No
encuentran nada malo en entregarse al servicio del dinero, el placer o
la política. Pero, si la misma persona se entrega con todo lo que tiene a
Cristo, no les faltan palabras para expresar su opinión de que es una
tontería. “Está fuera de sí”, “está loco”, “es un fanático”, “es un
entusiasta”, “se pasa de virtuoso”, “es un extremista”. En resumen, lo
consideran un “desperdicio”.
Que ese tipo de acusaciones no nos molesten si escuchamos que se
hacen contra nosotros porque nos esforzamos en servir a Cristo.
Soportémoslas con paciencia y recordemos que son tan antiguas como
el cristianismo mismo. Compadezcámonos de aquellos que hacen esas
acusaciones contra los creyentes. Muestran claramente que no tienen
sentimiento alguno de obligación hacia Cristo. Un corazón frío frena la
mano. Una vez que uno entiende la depravación del pecado y la
misericordia de Cristo al morir por él, nunca pensará que algo es
excesivo o demasiado costoso para entregárselo a Cristo. Más bien
pensará: “¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneIcios para
conmigo?” (Salmo 116:12). Temerá perder el tiempo, los talentos, el
dinero y los sentimientos en las cosas de este mundo. No temerá
perderlas en su Salvador. Temerá ir a los extremos en los negocios, el
dinero, la política o el placer, pero no hacer demasiado para Cristo.
Observemos, por último, lo mucho que nuestro Señor Jesucristo
valora cualquier servicio que se le dispensa. Quizá en ningún lugar de
los Evangelios encontremos tan gran alabanza otorgada a una persona
como la que recibe aquí esta mujer. Destacan tres puntos en particular
en las palabras de nuestro Señor que deberíamos tener en cuenta
muchos de los que ahora recibimos burlas y críticas de otros por
nuestro compromiso religioso.
Por un lado dice nuestro Señor: “¿Por qué la molestáis?”. ¡Un buen
examen de conciencia y una pregunta para la que aquellos que
persiguen a otros por su religión difícilmente encuentran respuesta!
¿Qué pueden decir? ¿Qué razón pueden dar para su conducta?
¡Ninguna! Ninguna en absoluto. Molestan a los demás por envidia,
malicia, ignorancia y aversión al verdadero Evangelio.
Por otro lado dice nuestro Señor: “Buena obra me ha hecho”. ¡Cuán
grandes y maravillosas son esas palabras de alabanza en labios del
Rey de reyes! A menudo se da dinero a la Iglesia o a instituciones
caritativas para presumir o por otros falsos motivos. Pero la persona
que ama y honra a Jesús mismo hace verdaderamente buenas obras.
Por otro lado dice nuestro Señor: “Esta ha hecho lo que podía”. No
podría haberle hecho un elogio mayor. Hay miles de personas que
viven y mueren sin gracia y se pierden eternamente pero que siempre
están diciendo que hacen todo lo que pueden. Y, sin embargo, al
decirlo cuentan una mentira tan grande como Ananías y SaIra. Me
temo que haya pocos que, como esta mujer, verdaderamente
merezcan que se diga de ellos que han hecho lo que podían.
Dejemos este pasaje con una aplicación personal práctica.
Entreguemos a la gloria de Cristo, como esta santa mujer cuya
conducta acabamos de escuchar, nuestras personas y todo lo que
tenemos. Nuestra situación en el mundo puede ser humilde y nuestros
medios de escasa utilidad. Pero hagamos lo que podamos, como ella.
Por último, veamos en este pasaje un dulce anticipo de las cosas
que vendrán en el día del Juicio. Creamos que el mismo Jesús que aquí
defendió la causa de su amada sierva cuando era acusada, un día
abogará a favor de aquellos que le hayan servido en este mundo.
Continuemos trabajando recordando que su mirada está sobre
nosotros y que todo lo que hacemos está anotado en su libro. No
hagamos caso de lo que los hombres dicen o piensan de nosotros a
causa de nuestra religión. La alabanza de Cristo en el último día será
recompensa más que suIciente para todo lo que suframos en este
mundo por parte de las lenguas crueles.

Marcos 14:10–16
En estos versículos, S. Marcos nos dice cómo nuestro Señor fue
entregado en manos de sus enemigos. Ocurrió por medio de la traición
de uno de sus doce discípulos. El falso apóstol Judas Iscariote lo
vendió.
Debemos señalar en este pasaje, en primer lugar, hasta qué punto
puede llegar el hombre a profesar falsamente una religión.
Es imposible concebir una prueba más notable de esta dolorosa
verdad que la historia de Judas Iscariote. Si alguna vez ha habido un
hombre que pareciera más un verdadero discípulo de Cristo y que
prometiera alcanzar el Cielo, ese era Judas. Fue escogido por el Señor
Jesús mismo para ser apóstol. Tuvo el privilegio de ser compañero del
Mesías y testigo visual de sus poderosas obras durante su ministerio
terrenal. Fue socio de Pedro, Santiago y Juan. Fue enviado a predicar
del Reino de Dios y a obrar milagros en nombre de Cristo. Era
considerado por los once apóstoles como uno de ellos. Hasta tal punto
era como los demás discípulos que ellos no sospechaban que fuera un
traidor. Y, sin embargo, este hombre Inalmente se transformó en un
hijo del diablo de falso corazón, se apartó por completo de la fe, ayudó
a los enemigos mortales de nuestro Señor y abandonó el mundo con la
peor reputación posible desde los días de Caín. ¡Nunca hubo caída
igual ni apostasía igual, un Inal tan triste para un comienzo
prometedor, un eclipse tan total del alma!
¿Y cómo se puede explicar esta sorprendente conducta de Judas?
Solo hay una respuesta a esa pregunta: “El amor al dinero” fue la
causa de esta desgraciada perdición de un hombre. La misma codicia
servil que esclavizó el corazón de Balaam y produjo la lepra de Giezi
destruyó el alma de Judas Iscariote. Ninguna otra explicación de su
comportamiento satisfará todas las aIrmaciones de la Escritura. Lo
que hizo fue un acto de codicia mezquina sin nada bueno. El Espíritu
Santo declara claramente que “era ladrón” (Juan 12:6). Y su caso ha
quedado en el mundo como una eterna muestra de las solemnes
palabras: “Raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Timoteo
6:10).
Aprendamos de esta triste historia de Judas a revestirnos de
humildad y a no desear nada que aparte de la gracia del Espíritu Santo
en nuestros corazones. El conocimiento, los dones, la profesión, los
privilegios, el ser miembros de una iglesia, la capacidad de predicar, la
oración y hablar de religión no sirven de nada si nuestros corazones no
se han convertido. Todo ello no es mejor que el metal que resuena o el
címbalo que retiñe si no nos hemos desvestido del viejo hombre y nos
hemos vestido del nuevo. No nos librarán del InIerno. Sobre todo
recordemos la advertencia de nuestro Señor: “guardaos de toda
avaricia” (Lucas 12:15). Es un pecado que va envenenando como un
cáncer y, una vez admitido en nuestro corazón, puede conducirnos
Inalmente a toda maldad. Oremos para que estemos contentos con lo
que tenemos (Hebreos 13:5). No es necesario poseer dinero. Las
riquezas entrañan gran peligro para las almas de aquellos que las
poseen. El verdadero cristiano debería tener mucho más miedo de ser
rico que de ser pobre.
Debemos señalar en este pasaje, en segundo lugar, la conexión
intencionada entre el momento de la Pascua judía y el momento de la
muerte de Cristo. No podemos dudar ni por un momento de que no fue
por casualidad, sino por decisión de la providencia de Dios, que
nuestro Señor fuera cruciIcado la semana de la Pascua y el mismo día
que se mataba el cordero pascual. Pretendía dirigir la atención de la
nación judía a Aquel que era el verdadero Cordero de Dios. Pretendía
traer a sus mentes el verdadero objeto y propósito de su muerte. Todo
sacriIcio, sin duda, tenía el propósito de que el judío mirara hacia
adelante al único gran sacriIcio por el pecado ofrecido por Cristo. Pero
ninguno, ciertamente, era una Igura y un tipo tan sobresaliente del
sacriIcio de nuestro Señor como el cordero pascual inmolado. Fue una
ordenanza especial con función de ayo para llevarnos a Cristo (Gálatas
3:24). Nunca hubo un tipo tan lleno de signiIcado en todo el círculo de
las ceremonias judías como la Pascua en su institución original.
¿Recordaba la Pascua al judío la maravillosa liberación de sus
antepasados de la tierra de Egipto cuando Dios mató a los
primogénitos? Sin duda. Pero también era una señal para él de la
mayor redención y liberación de las ataduras del pecado que traería
nuestro Señor Jesucristo.
¿Recordaba la Pascua al judío que, por medio de la muerte de un
cordero inocente, las familias de sus antepasados quedaron exentas de
la muerte de sus primogénitos? Sin duda. Pero también pretendía
enseñarle la más excelsa verdad de que la muerte de Cristo en la Cruz
daría vida al mundo.
¿Recordaba la Pascua al judío que rociar con la sangre los dinteles
de las puertas de las casas de sus antepasados los preservó de la
espada del ángel destructor? Sin duda. Pero también pretendía
mostrarle la doctrina mucho más importante de que la sangre de
Cristo rociada sobre la conciencia del hombre le limpia de toda mancha
de culpa y le libra de la ira venidera.
¿Recordaba la Pascua al judío que ninguno de sus antepasados se
habría salvado del ángel destructor la noche en que mató a los
primogénitos a menos que realmente hubiera comido del cordero
inmolado? Sin duda. Pero pretendía guiar su mente a la lección más
excelsa de que todos los que recibieran beneIcio de la expiación de
Cristo debían realmente alimentarse de Él por fe y recibirle en sus
corazones.
Recordemos estas cosas y valorémoslas bien. Entonces veremos la
idoneidad y belleza especial del momento señalado por Dios para la
muerte de nuestro Señor Jesucristo en la Cruz. Sucedió en el mismo
momento en que la mente de todo Israel estaba puesta en la liberación
de Egipto y en los sucesos de aquella maravillosa noche en que tuvo
lugar. La misma semana en que nuestro bendito Señor fue inmolado se
habría recordado y considerado en cada hogar judío el cordero
inmolado comido por cada miembro de la familia, el ángel destructor,
la seguridad dentro de la casa con el dintel de la puerta rociado por la
sangre. Sería en verdad extraño que una muerte tan notable como la
suya, en aquel momento, no hiciera pensar a muchos y abriera
muchos ojos. Hasta el último día no sabremos hasta qué punto.
Propongámonos, al leer nuestra Biblia, estudiar los tipos y
ordenanzas de la Ley mosaica con atención y en oración. Están llenos
de Cristo: el altar, el cordero expiatorio, el holocausto diario, el día de
la expiación y tantas señales que señalan al gran sacriIcio ofrecido por
nuestro Señor en el Calvario. Aquellos que no estudian las ordenanzas
judías por considerarlas partes oscuras de la Biblia, pesadas y poco
interesantes, solo muestran su ignorancia y se pierden grandes
ventajas. Aquellos que las examinan con Cristo como la clave de su
signiIcado las encontrarán llenas de luz del Evangelio y de verdad
reconfortante.

Marcos 14:17–25
Estos versículos contienen el relato de S. Marcos acerca de la
institución de la Cena del Señor. La sencillez de la descripción merece
una especial observación. ¡Bueno habría sido para la Iglesia que los
hombres no se hubieran apartado de las sencillas declaraciones de la
Escritura acerca de este bendito sacramento! Es lamentable el hecho
de que se haya corrompido por medio de falsas adiciones aclaratorias
y supersticiosas hasta que su verdadero signiIcado, en muchos
sectores de la cristiandad, ha llegado a ser tremendamente
desconocido. Sin embargo, quitemos ahora de nuestra mente toda
cuestión controvertida y estudiemos las palabras de S. Marcos con
vistas a nuestra ediIcación personal.
Aprendamos del pasaje que tenemos ante nosotros que a la
recepción de la Cena del Señor debe precederle el examen de uno
mismo. No podemos dudar de que este fuera un propósito de la
solemne advertencia de nuestro Señor: “uno de vosotros, que come
conmigo, me va a entregar”. Pretendía fomentar en las mentes de los
discípulos aquel examen de conciencia que aquí se relata de modo tan
conmovedor: “Entonces ellos comenzaron a entristecerse, y a decirle
uno por uno: ¿Seré yo? Y el otro: ¿Seré yo?”. Quería enseñar a toda su
Iglesia en todo el mundo que el momento de acercarse a la Cena del
Señor debe ser un tiempo para examinarse con diligencia.
El beneIcio de la Cena del Señor depende por entero del espíritu y
estado de ánimo en que la recibimos. El pan que comemos y el vino
que bebemos en ella no tienen poder para hacer bien a nuestras almas
como la medicina lo hace a nuestros cuerpos, sin la cooperación de
nuestro corazón y de nuestra voluntad. No nos traerán bendición
alguna en virtud de la consagración del ministro si no los recibimos
correctamente, dignamente y con fe. AIrmar, como hacen algunos,
que la Cena del Señor hace bien a todos los que participan de ella
independientemente del estado de ánimo con que la recibamos es una
quimera monstruosa y contraria a la Escritura, y ha dado lugar a una
superstición maligna e intolerable.
El estado de ánimo que debemos buscar antes de acercarnos a la
Cena del Señor se describe claramente en el Catecismo de la Iglesia de
Inglaterra. Debemos “examinarnos para ver si nos arrepentimos
verdaderamente de nuestros pecados pasados, si nos proponemos
Irmemente llevar una nueva vida, si tenemos una fe viva en la
misericordia de Dios por medio de Cristo y recordamos con gratitud su
muerte y si estamos en buena relación con todos los hombres”. Si
nuestra conciencia puede responder a estas cuestiones
satisfactoriamente, podemos recibir la Cena del Señor sin temor. Dios
no requiere más a ningún participante. Pero no deberíamos
conformarnos nunca con nada menos.
Tengamos cuidado de nosotros mismos en referencia a la Cena del
Señor. Es muy fácil equivocarse en alguno de los extremos. Por un lado
no debemos conformarnos con apartarnos de la Cena del Señor por un
vago sentimiento de falta de idoneidad. Si nos apartamos, estamos
desobedeciendo un claro mandato de Cristo y viviendo en pecado.
Pero, por otro lado, tampoco debemos acudir a la Cena del Señor de
cualquier manera y sin reHexionar. Si recibimos el sacramento con este
estado de ánimo, no obtendremos nada bueno de él y seremos
culpables de una gran transgresión. Es algo terrible no estar preparado
para ese sacramento, porque signiIca no estar preparado para morir.
No es menos terrible recibirlo indignamente, porque eso es provocar a
Dios. El único camino seguro es ser un siervo de Cristo decidido y vivir
la vida de fe en Él. Entonces podremos acercarnos con convicción y
tomar el sacramento para nuestro bien.
Aprendamos en estos versículos, en segundo lugar, que el principal
objeto de la Cena del Señor es recordarnos el sacri.cio de Cristo por
nosotros en la Cruz. El pan nos recuerda el “cuerpo” de Cristo que fue
herido por nuestras transgresiones. El vino nos recuerda la “sangre” de
Cristo vertida para limpiarnos de todo pecado. La expiación y
propiciación que efectuó nuestro Señor por medio de su muerte como
nuestro Fiador y Sustituto destacan sobremanera en toda la ordenanza.
La falsa doctrina que enseñan algunos de que su muerte no fue más
que la de un hombre muy santo que nos dio ejemplo de cómo morir
transforma la Cena del Señor en una ordenanza sin sentido y no puede
reconciliarse con las palabras de nuestro Señor en su institución.
Una clara interpretación de este punto es de gran importancia. Nos
proporcionará el estado de ánimo correcto y nos enseñará cómo
debemos sentirnos al acercarnos a la Cena del Señor. Producirá en
nosotros una verdadera humildad de espíritu. El pan y el vino nos
recordarán lo depravado que puede ser el pecado cuando nada salvo
la muerte de Cristo podía expiarlo. Producirá en nosotros esperanza en
cuanto a nuestra alma. El pan y el vino nos recordarán que, aunque
nuestros pecados son grandes, se ha pagado un elevado precio por
nuestra redención. También producirá en nosotros gratitud. El pan y el
vino nos recordarán lo grande que es nuestra deuda con Cristo y el
profundo deber que tenemos de gloriIcarle en nuestras vidas. ¡Que
estos sean los sentimientos que experimentamos cuando recibimos la
Cena del Señor!
Por último, aprendemos en estos versículos la naturaleza de los
bene.cios espirituales que pretende comunicar la Cena del Señor y las
personas que tienen derecho a esperarlos.
Puede que saquemos esta lección de los signiIcativos actos que se
llevan a cabo al recibir este sacramento. Nuestro Señor nos ordena
“comer” pan y “beber” vino. Pero comer y beber son actos que efectúa
una persona viva. El propósito de comer y beber es fortalecerse y
refrescarse. La conclusión que debemos extraer es maniIesta: que la
Cena del Señor se establece para fortalecer y refrescar nuestras almas
y que los que deben participar son los cristianos vivos y verdaderos.
Todos estos verán en el sacramento un medio de gracia. Les ayudará a
descansar en Cristo mejor y a conIar en Él más completamente. Los
símbolos visibles del pan y el vino ayudarán, aumentarán y
conIrmarán su fe.
Una comprensión correcta de este punto es muy necesario en estos
últimos días. Siempre debemos cuidarnos de pensar que hay alguna
forma de comer el cuerpo de Cristo y de beber la sangre de Cristo que
no sea por medio de la fe, o que recibir la Cena del Señor producirá en
alguien un interés mayor en el sacriIcio de Cristo en la Cruz del que la
fe le da. La fe es el gran medio de comunicación entre el alma y Cristo.
La Cena del Señor puede ayudar, aumentar y conIrmar la fe, pero
nunca reemplazarla o proporcionarla cuando está ausente. Nunca
olvidemos esto. El error en este punto es un espejismo fatal y conduce
a muchas supersticiones.
Establezcamos en nuestro cristianismo el principio de que nadie que
no sea creyente debe acercarse a la Cena del Señor y de que el
sacramento no hará a nuestras almas el más mínimo bien si no lo
recibimos con arrepentimiento y fe. La Cena del Señor no es una
ordenanza para convertir o justiIcar, y aquellos que van a ella sin estar
convertidos y justiIcados no saldrán mejor de lo que llegaron, sino más
bien peor. Es una ordenanza para los creyentes y no para los que no lo
son, para los vivos y no para los muertos. Mantiene la vida, no la
imparte; fortalece e incrementa la gracia, no la otorga; ayuda a la fe a
crecer, pero no la siembra ni la planta. Que estas cosas penetren
profundamente en nuestros corazones y no las olvidemos nunca.
¿Estamos vivos para Dios? Esto es lo importante. Si lo estamos,
acudamos a la Cena del Señor, recibámosla con gratitud y nunca le
volvamos la espalda. Si no vamos, cometemos un gran pecado.
¿Estamos muertos en el pecado y en la mundanalidad? Si es así no
tenemos nada que ver con la comunión. Estamos en el camino ancho
que conduce a la destrucción. Debemos arrepentirnos. Debemos nacer
de nuevo. Debemos unirnos a Cristo por la fe. Entonces, y no hasta
entonces, estaremos preparados para participar.

Marcos 14:26–31
En estos versículos vemos lo bien que conocía nuestro Señor la
debilidad e inestabilidad de sus discípulos. Les dice claramente lo que
van a hacer. “Todos os escandalizaréis de mí en esta noche”. Le dice a
Pedro en particular el asombroso pecado que iba a cometer: “Esta
noche, antes que el gallo haya cantado dos veces, me negarás tres
veces”.
Pero el conocimiento anticipado de nuestro Señor no evitó que
escogiera a estos doce discípulos para ser sus apóstoles. Les permitió
ser sus íntimos amigos y compañeros, sabiendo perfectamente bien lo
que un día harían. Les proporcionó el gran privilegio de estar
continuamente con Él y de escuchar su voz con una clara visión de la
triste debilidad y falta de fe que exhibirían al Inal de su ministerio.
Este es un hecho notable y debemos recordarlo continuamente.
Alentémonos con el pensamiento de que el Señor Jesús no repudia a
su pueblo creyente a causa de sus errores e imperfecciones. Él conoce
bien cuáles son. Los toma, como el esposo toma a la esposa, con todas
sus manchas y defectos y, una vez unidos a Él por la fe, nunca los
repudiará. Es un Sumo Sacerdote misericordioso y compasivo. Se gloría
en pasar por alto las transgresiones de su pueblo y en cubrir sus
muchos pecados. Sabe lo que eran antes de la conversión (malvados,
culpables y sucios); pero, no obstante, los amó. Sabe lo que serán tras
la conversión (débiles, con equivocaciones y frágiles); pero, sin
embargo, los ama. Se ha comprometido a salvarlos, a pesar de sus
errores, y cumplirá su compromiso.
Aprendamos a ser caritativos en el juicio que hacemos de la
conducta de los que profesan ser creyentes. No los coloquemos en un
lugar bajo ni digamos que carecen de la gracia porque los vemos en
debilidad y corrupción. Recordemos que nuestro Señor celestial tiene
paciencia con sus inIdelidades y tratemos que ser pacientes nosotros
también. La Iglesia de Cristo es poco mejor que un gran hospital. Todos
nosotros somos más o menos débiles y todos necesitamos diariamente
el tratamiento apropiado del Médico celestial. No habrá curación
completa hasta el día de la resurrección.
Vemos en estos versículos, en segundo lugar, cuánto ánimo pueden
perder los que profesan ser cristianos por el descuido y la falta de
atención. Nuestro Señor habló claramente de su resurrección: “Pero
después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea”. Mas
estas palabras cayeron en saco roto y fueron vanas. Parece que
ninguno de sus discípulos tomó nota o las atesoró en su corazón.
Cuando fue traicionado, le abandonaron. Cuando fue cruciIcado, casi
perdieron la esperanza. Y, cuando resucitó al tercer día, no creyeron
que era verdad. Lo habían escuchado con frecuencia con sus oídos,
pero nunca se imprimió en sus corazones.
¡Qué cuadro tan nítido de la naturaleza humana! ¡Cuán a menudo
vemos lo mismo entre los que se conIesan cristianos en la actualidad!
¡Cuántas verdades leemos año tras año en la Biblia que, sin embargo,
no recordamos, como si nunca las hubiésemos leído”. ¡Cuántas
palabras sabias escuchamos en los sermones sin hacer caso y sin
reHexionar, y continuamos viviendo como si nunca las hubiéramos
oído! Vienen sobre nosotros días de oscuridad y de aHicción y entonces
nos mostramos desarmados e indispuestos. En el lecho de enfermedad
y en medio del sufrimiento vemos un signiIcado en textos y pasajes
que en otros momentos escuchamos con apatía y despreocupación.
Entonces cruzan ciertas cosas por nuestras mentes que nos hacen
avergonzarnos de no haberlas advertido antes. Entonces recordamos
haberlas leído, haberlas escuchado y haberlas visto, pero no se nos
grabaron. Como la fuente de Agar en el desierto, estaban al alcance de
la mano; pero, como ella, nunca las vimos (Génesis 21:19).
Oremos por un entendimiento presto al escuchar y leer la Palabra
de Dios. Busquemos en toda ella y no perdamos ninguna preciosa
verdad por descuido. Al hacerlo así, pondremos un buen fundamento
para el futuro y en la aHicción y en la enfermedad estaremos armados.
Notemos la poca razón que tienen los ministros para sorprenderse si
las palabras que predican en los sermones pasan inadvertidas y la
gente no hace caso. Solo están bebiendo de la misma copa que su
Maestro. Hasta Él dijo muchas cosas que no se advirtieron cuando
fueron dichas por primera vez. Y, sin embargo, sabemos que “jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre”, “el discípulo no es más
que su maestro, ni el siervo más que su señor”. Necesitamos armarnos
de paciencia. Las verdades que al principio parecen ser pasadas por
alto, con frecuencia llevan fruto después de muchos días.
Vemos en estos versículos, en último lugar, cuánta ignorante
con.anza en uno mismo se puede encontrar a veces en los corazones
de los que profesan ser cristianos. El apóstol Pedro no podía pensar en
la posibilidad de negar a su Señor. “Si me fuere necesario morir
contigo, no te negaré”, dice. Y no era el único con tanta conIanza. Los
demás discípulos eran de la misma opinión: “también todos decían lo
mismo”.
¿Pero en qué quedó toda esta presunta conIanza? No pasaron ni
doce horas antes de que todos los discípulos abandonaran a nuestro
Señor y huyeran. Se olvidaron de sus propias palabras. La presencia
del peligro acabó con todas sus promesas de Idelidad. ¡Igual de poco
conocemos cómo actuaremos en una situación concreta hasta que
estamos en ella! ¡Hasta ese punto las circunstancias presentes alteran
nuestros sentimientos!
Aprendamos a orar pidiendo humildad. “Antes del quebrantamiento
es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (Proverbios
16:18). Hay mucha más maldad en nuestros corazones de lo que
sabemos. Nunca podremos decir hasta dónde somos capaces de caer
si somos tentados. No hay grado de pecado al que el mejor de los
santos no pueda descender si no es sostenido por la gracia de Dios y
no vigila y ora. En nuestros corazones permanece escondida la semilla
de toda maldad. Solo necesita el ambiente adecuado para germinar
con una vitalidad maligna. “El que piensa estar Irme, mire que no
caiga”. “El que confía en su propio corazón es necio” (1 Corintios
10:12; Proverbios 28:26). Que nuestra oración diaria sea: “Sostenme, y
seré salvo”.

Marcos 14:32–42
La historia de la angustia de nuestro Señor en el huerto de Getsemaní
es un pasaje profundo y misterioso de la Escritura. Contiene cosas que
los teólogos más sabios no pueden explicar completamente. Pero en su
superIcie aparecen claras verdades de suma importancia.
Señalemos, en primer lugar, lo intensamente que nuestro Señor
sintió la carga del pecado del mundo. Está escrito que “comenzó a
entristecerse y a angustiarse. Y les dijo: Mi alma está muy triste, hasta
la muerte” y que “se postró en tierra, y oró que si fuese posible,
pasase de él aquella hora”. Solo hay una explicación razonable para
estas expresiones. No era un mero temor al sufrimiento físico y la
muerte lo que las puso en labios de nuestro Señor. Fue un sentimiento
de la enorme carga de la culpa humana lo que comenzó en aquel
momento a presionarle de una forma especial. Fue un sentimiento del
indecible peso de nuestros pecados y transgresiones con las que
entonces cargó de forma especial. Estaba siendo hecho maldición por
nosotros. Estaba llevando nuestras enfermedades y nuestros dolores
según el pacto que había venido a cumplir en la Tierra. Estaba siendo
hecho pecado por nosotros Aquel que no conoció el pecado. Su
naturaleza santa sintió profundamente esta enorme carga sobre Él.
Estas fueron las verdaderas razones para esta extraordinaria tristeza.
Debemos ver en la angustia de nuestro Señor en Getsemaní la
extremada depravación del pecado. Es un asunto del que los
pensamientos de los que se dicen cristianos están mucho más alejados
de lo que deberían. La forma descuidada y ligera en la que se habla de
pecados como blasfemar, quebrantar el día de reposo, mentir y
similares es una dolorosa evidencia del mal estado de los sentimientos
morales de los hombres. Que el recuerdo de Getsemaní tenga un
efecto santiIcador sobre nosotros. Independientemente de lo que
hagan los demás, nunca nos burlemos del pecado”.
Señalemos, en segundo lugar, qué ejemplo nos da nuestro Señor de
la importancia de orar en tiempo de a2icción. En la hora de su angustia
le encontramos empleando esta gran medicina. Dos veces se nos dice
que, cuando su alma estaba tremendamente angustiada, oró.
Nunca encontraremos mejor receta que esta para el paciente que
soporta una aHicción. La primera persona a quien debemos volvernos
en medio de nuestros problemas es Dios. La primera queja que
debemos hacer ha de ser en forma de oración. Puede que la respuesta
no venga inmediatamente. Puede que no se nos conceda la liberación
que deseamos. Puede que nunca cambien ni desaparezcan aquellos
que nos tientan. Pero el mero hecho de derramar nuestros corazones y
desahogarnos ante el trono de gracia nos hará bien. El consejo de
Santiago es sabio y valioso: “¿Está alguno entre vosotros aHigido?
Haga oración” (Santiago 5:13).
Señalemos, en tercer lugar, el notable ejemplo que nos da nuestro
Señor de sumisión de la voluntad a la voluntad de Dios. Aunque su
naturaleza humana sintió profundamente el peso de la culpa del
mundo, aún ora pidiendo que “si fuese posible, pasase de él aquella
hora. Y decía […] aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino
lo que tú”.
No podemos imaginar mayor grado de perfección que el que
tenemos ante nosotros. Aceptar con paciencia lo que Dios envía; no
gustarnos nada más que lo que a Dios le gusta; no desear nada salvo
lo que Dios aprueba; preferir el dolor, si Dios quiere enviarlo, al alivio,
si Dios cree adecuado concederlo; quedarnos sin hacer nada en las
manos de Dios y no conocer más voluntad que la suya; este es el más
elevado nivel al que podemos aspirar, y de él la conducta de nuestro
Señor en Getsemaní es un ejemplo perfecto.
Luchemos y trabajemos por tener la mente de Cristo en este
sentido. Oremos diariamente y esforcémonos por estar en condiciones
de mortiIcar nuestra voluntad. Es para nuestra felicidad. Nada nos
produce tanta tristeza en la Tierra como ir por nuestro propio camino.
Hacerlo es la mejor prueba de verdadera gracia. El conocimiento, los
dones, las convicciones, los sentimientos y los deseos son evidencias
muy dudosas. Con frecuencia se encuentran en personas no
convertidas. Pero una disposición cada vez mayor a someter nuestras
voluntades a la voluntad de Dios es un síntoma mucho más saludable.
Es una señal de que verdaderamente estamos creciendo “en la gracia
y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”.
Señalemos en estos versículos, por último, cuánta debilidad se
encuentra aun en los mejores cristianos. Tenemos una dolorosa
ilustración de esta verdad en la conducta de Pedro, Santiago y Juan.
Dormían cuando deberían haber velado y orado. Aunque nuestro Señor
los invitó a velar con Él, ellos se durmieron. Aunque se les había
advertido poco antes de que se acercaba el peligro y su fe se
tambalearía, se durmieron. Aunque acababan de celebrar la Cena del
Señor con gran solemnidad, ellos se durmieron. Nunca ha habido
prueba tan notable de que los mejores hombres son solo hombres y de
que, mientras los santos estén en el cuerpo, les acompañará la
debilidad.
Estas cosas están escritas para nuestro aprendizaje. Pongamos
atención para que no estén escritas en vano. Vigilemos contra el
perezoso, el indolente, el espíritu ocioso en la religión, que es natural
en nosotros, y especialmente en la cuestión de nuestras oraciones
privadas. Cuando sintamos que ese espíritu avanza en nuestro interior,
recordemos a Pedro, Santiago y Juan en el huerto y tengamos cuidado.
El solemne consejo que dirige nuestro Señor a sus discípulos debe
resonar en nuestros oídos: “Velad y orad, para que no entréis en
tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es
débil”. Debería ser el lema diario del cristiano desde el momento de su
conversión hasta la hora de su muerte.
¿Somos verdaderos cristianos? ¿Y mantenemos nuestras almas
despiertas? No olvidemos que tenemos dentro de nosotros una doble
naturaleza, un “espíritu” dispuesto y una “carne” débil, una naturaleza
carnal inclinada al mal y una naturaleza espiritual inclinada al bien. Se
oponen la una a la otra (Gálatas 5:17). El pecado y el demonio siempre
encontrarán ayuda en nuestros corazones. Si no cruciIcamos nuestra
carne y la dominamos, con frecuencia nos dominará y nos
avergonzará.
¿Somos verdaderos cristianos y queremos mantener despiertas
nuestras almas? Entonces nunca olvidemos velar y orar. Debemos
velar como soldados, ya que estamos en terreno del enemigo.
Debemos estar siempre alertas. Debemos afrontar una lucha diaria y
pelear en una guerra diaria. El descanso del cristiano está en el futuro.
Debemos orar sin cesar, regularmente, habitualmente,
cuidadosamente y en los momentos indicados. Debemos orar al
tiempo que velamos y velar al tiempo que oramos. Velar sin orar es
presunción y vanidad. Orar sin velar es extravagancia y fanatismo.
Quien es consciente de su propia debilidad y, conociéndola, vela y ora
a la vez es quien será sostenido y a quien no se dejará caer.

Marcos 14:43–52
Notemos en estos versículos lo poco que entendieron los enemigos de
nuestro Señor la naturaleza de su Reino. Leemos que Judas llegó a
prenderle con “mucha gente con espadas y palos”. Evidentemente
esperaban que nuestro Señor fuera fuertemente defendido por sus
discípulos y que no sería hecho prisionero sin luchar. Los principales
sacerdotes y escribas se aferraban con obstinación a la idea de que el
Reino de Dios era un reino terrenal y, por tanto, suponían que se
conseguiría por medios terrenales. Aún no habían aprendido la
solemne lección que contienen las palabras de nuestro Señor a Pilato:
“Mi reino no es de este mundo […]. Mi reino no es de aquí” (Juan
18:36).
Haremos bien en recordar esto en todos nuestros esfuerzos de la
verdadera religión por extender el Reino. No se ha de propagar por
medio de violencia o de armas carnales. “Las armas de nuestra milicia
no son carnales”. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu,
ha dicho Jehová de los ejércitos” (2 Corintios 10:4; Zacarías 4:6). La
causa de la Verdad no necesita fuerza para mantenerse. Las falsas
religiones, como la mahometana, se han extendido con frecuencia por
medio de la espada. El falso cristianismo, como el de la Iglesia en
Roma, con frecuencia se ha impuesto a las personas por medio de
persecuciones sangrientas. Pero el verdadero Evangelio de Cristo no
requiere ayudas de este tipo. Se sostiene por el poder del Espíritu
Santo. Crece por medio de la escondida inHuencia del Espíritu Santo en
los corazones y conciencias de los hombres. No hay señal más clara de
la sinrazón religiosa que la disposición a apelar a la espada.
Notemos en estos versículos, en segundo lugar, cómo todas las
cosas en la pasión de nuestro Señor sucedieron según la Palabra de
Dios. Sus propias palabras a los que le prendieron lo muestran de
forma impresionante: “para que se cumplan las Escrituras”.
No hubo accidente o casualidad en ninguna parte del Inal del
ministerio terrenal de nuestro Señor. Los pasos que dio desde
Getsemaní hasta el Calvario habían sido previstos cientos de años
antes. El Salmo 22 y el capítulo 53 de Isaías se cumplieron
literalmente. La ira de sus enemigos, su rechazo por parte de su propio
pueblo, su entrega por parte de un malhechor, su condena por parte
de una asamblea de impíos, todo se sabía y se había anunciado. Todo
lo que pasó fue solo el cumplimiento de los grandes designios de Dios
para expiar el pecado del mundo. Los hombre armados a quienes Judas
llevó para prender a Jesús fueron, como Nabucodonosor y Senaquerib,
instrumentos inconscientes que llevaron a efecto los propósitos de
Dios.
Hagamos reposar nuestras almas en el pensamiento de que todo lo
que nos rodea es ordenado y dirigido por la todopoderosa sabiduría de
Dios. Puede que el devenir de este mundo suela oponerse a nuestros
deseos. Quizá la situación de la Iglesia nos parezca muy distante de
nuestros anhelos. Quizá la impiedad de los hombres mundanos y las
incoherencias de los creyentes aHijan continuamente nuestras almas.
Pero hay una mano sobre nosotros que mueve la enorme maquinaria
de este universo y hace que todas las cosas redunden para su gloria.
Las Escrituras se cumplen año tras año. Ni una jota ni una tilde dejará
de cumplirse. Puede que los reyes de la Tierra se confabulen y los
gobernantes de las naciones se dispongan contra Cristo (cf. Salmo
2:2). Pero la mañana de resurrección mostrará que, aun en los
momentos de mayores tinieblas, todas las cosas se harán según la
voluntad de Dios.
Notemos en estos versículos, por último, hasta qué punto puede
decaer la fe de los verdaderos creyentes. Se nos dice que, cuando
Judas y su compañía prendieron a nuestro Señor y Él aceptó
tranquilamente ser hecho prisionero, los otros once discípulos
“dejándole, huyeron”. Quizá hasta entonces habían mantenido la
esperanza de que nuestro Señor hiciera un milagro y se liberara. Pero,
cuando vieron que no había milagros, su valor les abandonó por
completo. Se olvidaron de lo que habían aIrmado. Sus promesas de
morir con su Maestro en vez de negarle se las llevó el viento. El temor
al peligro inminente expulsó cualquier otro pensamiento que pudieran
tener. Todos le abandonaron y huyeron.
Hay algo profundamente instructivo en este incidente. Requiere un
estudio atento por parte de todos los que se dicen cristianos.
¡Bienaventurado aquel que se Ija en la conducta de los discípulos de
nuestro Señor y extrae de ella sabiduría!
Aprendamos de la huida de estos once discípulos a no conIar en
exceso en nuestras propias fuerzas. El temor del hombre ciertamente
pone lazo. Nunca sabemos lo que somos capaces de hacer si somos
tentados o hasta qué punto puede debilitarse nuestra fe. Revistámonos
de humildad.
Aprendamos a ser compasivos en nuestro juicio de otros cristianos.
No esperemos demasiado de ellos ni los descaliIquemos considerando
que no tienen la gracia con ellos si les sorprendemos en un error. No
olvidemos que hasta los Apóstoles escogidos por nuestro Señor le
abandonaron en el momento de la diIcultad. Después fueron
levantados por medio del arrepentimiento y se convirtieron en pilares
de la Iglesia de Cristo.
Por último, dejemos este pasaje con un profundo sentimiento de la
capacidad de nuestro Señor para comprender a su pueblo creyente. Si
hay una prueba mayor que otras es la de ser decepcionados por
aquellos a quienes amamos. Es una amarga copa que todos los
cristianos genuinos tienen que beber con frecuencia. Les fallan los
pastores. Les fallan los parientes. Les fallan los amigos. Una cisterna
tras otra demuestran estar rotas y no tener agua. Pero hay consuelo en
el pensamiento de que hay un Amigo que no falla, Jesús, que
experimentó sus debilidades y probó todas sus aHicciones. Jesús sabe
lo que es ver a los amigos y discípulos fallarle a la hora de la verdad.
Pero lo soportó con paciencia y los amó a pesar de todo. Nunca se
cansa de perdonar. Esforcémonos por hacerlo también. Jesús, en
cualquier caso, nunca nos fallará. Está escrito: “nunca decayeron sus
misericordias” (Lamentaciones 3:22).

Marcos 14:53–65
Salomón nos dice en el libro de Eclesiastés que un mal que ha visto
bajo el Sol es que “la necedad está colocada en grandes alturas, y los
ricos están sentados en lugar bajo” (Eclesiastés 10:6). No podemos
encontrar una ilustración más completa de sus palabras que el estado
de cosas que se nos relatan en el pasaje que tenemos ante nosotros.
Vemos al Hijo de Dios, “en quien están escondidos todos los tesoros de
la sabiduría y del conocimiento” procesado como un malhechor ante
“los principales sacerdotes y los ancianos y los escribas”. Vemos las
cabezas de la nación judía confabulándose para matar a su propio
Mesías y juzgando a Aquel que un día vendrá en gloria a juzgarlos a
ellos y a toda la Humanidad. Estas cosas parecen sorprendentes pero
son ciertas.
Observemos en estos versículos de qué forma tan necia los
cristianos introducen en ocasiones la tentación. Se nos dice que,
cuando nuestro Señor fue hecho prisionero, “Pedro le siguió de lejos
hasta dentro del patio del sumo sacerdote; y estaba sentado con los
alguaciles calentándose al fuego”. Este acto no fue muy sabio.
Habiendo abandonado a su Maestro y huido, debía haber recordado su
debilidad y no haberse adentrado de nuevo en el peligro. Fue un acto
de imprudencia y presunción. Le acarreó nuevas pruebas de su fe para
las que no estaba en absoluto preparado. Le arrojó a malas compañías
de las que no sacaría nada bueno, sino malo. Preparó el camino para
su última y mayor transgresión, su triple negación de su Maestro.
Pero es una verdad experimental que nunca se debe pasar por alto
que, cuando un creyente comienza a retroceder y abandonar su
primera fe, rara vez se queda en su primer error. Rara vez se tambalea
solo una vez. Rara vez comete una sola falta. Sobre los ojos de su
entendimiento viene una ceguera. Parece arrojar por la borda su
sentido común y su discreción. Como una piedra que desciende
rodando por una colina, cuanto más continúa pecando más rápido y
decidido es su camino. Como David, puede comenzar estando ocioso y
acabar cometiendo cualquier crimen imaginable. Como Pedro, puede
comenzar con la cobardía, continuar acercándose demasiado a la
tentación y acabar negando a Cristo.
Si sabemos algo de la verdadera religión salvadora, tengamos
cuidado con comenzar a deslizarnos. Es como derramar el agua, se
empieza por una gota y después llega el torrente. Una vez fuera del
camino de la santidad, no podemos decir lo que vendrá. Una vez que
se da lugar a pequeñas incoherencias, un día nos encontraremos
cometiendo toda clase de maldad. Evitemos acercarnos al mal. No
juguemos con fuego. No temamos nunca ser demasiado especiales,
demasiado estrictos y demasiado escrupulosos. Ninguna petición en el
Padre Nuestro es más importante que la penúltima: “No nos metas en
tentación”.
Observemos en estos versículos, en segundo lugar, lo mucho que
nuestro Señor Jesucristo tuvo que soportar de labios mentirosos
cuando fue juzgado ante los principales sacerdotes. Se nos dice que
“muchos decían falso testimonio contra él, mas sus testimonios no
concordaban”.
Fácilmente podemos imaginar que esta no fue la parte menos
costosa de la pasión de nuestro bendito Salvador. Ser arrestado
injustamente como malhechor y juzgado como un criminal cuando se
es inocente es una gran aHicción. Pero escuchar a hombres inventando
falsas acusaciones y difamando, escuchar toda la virulencia maligna de
las lenguas sin escrúpulos desatada contra nuestra persona y saber
que todo eso es mentira, ¡es una verdadera cruz! “Las palabras del
chismoso —dice Salomón— son como bocados suaves” (Proverbios
18:8). “Libera mi alma —dice David— del labio mentiroso” (Salmo
120:2). Todo esto era una parte de la copa que Jesús bebió por
nosotros. ¡Grande fue en verdad el precio que costó la redención de
nuestras almas!
No se sorprendan los verdaderos cristianos si son calumniados y se
tergiversa lo que dicen en este mundo. No deben esperar mejor suerte
que la de su Señor. Que miren adelante con toda normalidad y vean en
ello una parte de la cruz que todos debemos llevar tras la conversión.
Las mentiras y palabras falsas están entre las armas preferidas de
Satanás. Cuando no puede disuadir a las personas de que sirvan a
Cristo, se esfuerza por hostigarlas y hacer que servir a Cristo resulte
difícil. Soportémoslo con paciencia y no lo consideremos extraño.
Deberían acudir a menudo a nuestras mentes las palabras del Señor
Jesús: “¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de
vosotros!”. “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y
os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo”
(Lucas 6:26; Mateo 5:11).
Observemos en estos versículos, por último, qué testimonio tan
claro dio nuestro Señor de su propio mesiazgo y de su Segunda Venida
en gloria. El sumo sacerdote le plantea la solemne pregunta: “¿Eres tú
el Cristo, el Hijo del Bendito?”. Y recibe inmediatamente la enérgica
respuesta: “Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del
poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo”.
Deberíamos tener siempre en la memoria estas palabras de nuestro
Señor. Los judíos nunca podrían decir tras estas palabras que no se les
anunció claramente que Jesús de Nazaret era el Cristo de Dios. Ante el
gran concilio de sus sacerdotes y ancianos declaró que era el Cristo.
Los judíos nunca podrán decir tras estas palabras que era una persona
tan humilde y pobre que no era digno de ser creído. Les advirtió
claramente que su gloria y grandeza estaban por venir. Solo fueron
aplazadas y postergadas hasta su Segunda Venida. Aún le verían con
poder real y majestad, “sentado a la diestra del poder” viniendo en las
nubes del cielo como Juez, Vencedor y Rey. Si Israel no creía, no era
porque no se le hubiera dicho qué creer.
Dejemos el pasaje con un profundo sentimiento de la realidad y
certeza de la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo. Una vez
más, a punto de concluir su ministerio y ante sus enemigos mortales le
vemos aIrmando la poderosa verdad de que vendría otra vez a juzgar
al mundo. Que sea una de las principales verdades de nuestro propio
cristianismo personal. Vivamos con el recuerdo diario de que nuestro
Salvador volverá un día a este mundo. Que el Cristo en quien creemos
sea no solo el Cristo que murió por nosotros y resucitó, el Cristo que
vive e intercede por nosotros, sino el Cristo que un día volverá en
gloria a reunir y recompensar a su pueblo y a castigar terriblemente a
todos sus enemigos.

Marcos 14:66–72
Un naufragio es algo triste aunque no se pierdan vidas. Es triste pensar
en la destrucción de la propiedad y en las esperanzas defraudadas que
generalmente lo acompañan. Es doloroso ver el sufrimiento y la
aHicción que la tripulación del barco tiene que pasar en su lucha por
evitar el hundimiento. Pero ningún naufragio es la mitad de triste que
el desliz y la caída de un verdadero cristiano. Aunque vuelva a ser
levantado por la misericordia de Dios y Inalmente salvado del InIerno,
pierde mucho en la caída. Esa visión es la que hemos traído a nuestras
mentes en los versículos que acabamos de leer. En ellos se nos narra la
historia más dolorosa e instructiva de cómo Pedro negó a su Señor.
Aprendamos en estos versículos en primer lugar, lo profunda y
vergonzosamente que puede caer un gran santo. Sabemos que Simón
Pedro era un eminente apóstol de Jesucristo. Había recibido un especial
mandato de labios de nuestro Señor, tras una noble confesión de su
mesiazgo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás”. “Y a ti te daré
las llaves del reino de los cielos”. Era alguien que había disfrutado de
privilegios especiales y a quien se le habían mostrado misericordias
especiales. Pero aquí vemos a este mismo Simón Pedro tan
completamente vencido por el temor que realmente niega a su Señor.
¡Declara que no conoce a Aquel a quien había acompañado y con
quien había vivido durante tres años! ¡Declara que no conoce a Aquel
que había sanado a su propia suegra, le había llevado al monte de la
transIguración y salvado de hundirse en el mar de Galilea! ¡Y no solo
niega a su Maestro una vez, sino tres veces! ¡Y no solo se limita a
negarlo, sino que “comenzó a maldecir y a jurar”! Y, sobre todo, ¡hace
todo esto tras las más claras advertencias y a pesar de sus propias
protestas clamando que no haría semejante cosa sino que moriría!
Estas cosas están escritas para mostrar a la Iglesia de Cristo cómo
es la naturaleza humana, aun la de los mejores hombres. Pretenden
enseñarnos que, aun tras la conversión y la renovación del Espíritu
Santo, los creyentes son débiles y tendentes a caer. Tienen el propósito
de señalarnos la inmensa importancia de la vigilancia diaria, la oración
y la humildad mientras estemos en el cuerpo. “El que piensa estar
Irme, mire que no caiga”.
Recordemos con cuidado que el caso de Simón Pedro no es el único.
La Palabra de Dios contiene otros muchos ejemplos de la debilidad de
los verdaderos creyentes que haremos bien en observar. Las historias
de Noé, Abraham, David y Ezequías nos proporcionan una triste prueba
de que la infección del pecado permanece aún en el regenerado y de
que nadie es tan fuerte como para librarse del peligro de caer. No
olvidemos esto. Caminemos en humildad con nuestro Dios.
“Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios” (Proverbios
28:14).
Aprendamos en estos versículos, en segundo lugar, cómo una
tentación tan pequeña puede hacer que un santo tenga una gran
caída. El comienzo de la prueba de Pedro no fue más que el sencillo
comentario de “una de las criadas del sumo sacerdote”: “Tú también
estabas con Jesús el nazareno”. No hay nada que muestre que estas
palabras fueran dichas con un propósito hostil. Por lo que podemos ver,
bien podrían signiIcar que esta criada recordaba que Pedro solía
acompañar a nuestro Señor. Pero este simple comentario fue suIciente
para derrumbar la fe de un eminente apóstol y hacer que comenzara a
negar a su Maestro. ¡El principal y primero de los discípulos escogidos
por nuestro Señor se vino abajo no por las amenazas de hombres
armados, sino por las palabras de una débil mujer!
Hay algo profundamente instructivo en este hecho. Debe
enseñarnos que ninguna tentación es demasiado pequeña e
insigniIcante para vencernos a no ser que velemos y oremos para ser
sostenidos. Si Dios está con nosotros podemos remover montañas y
obtener la victoria sobre una multitud de enemigos. “Todo lo puedo —
dice Pablo— en Cristo que me fortalece”. Si Dios retira su gracia y nos
deja solos, somos como una ciudad sin puertas ni muros, presa del
primer enemigo por muy débil y despreciable que sea.
Cuidémonos de no dar importancia a las tentaciones porque
parecen pequeñas e insigniIcantes. No hay nada pequeño en lo
concerniente a nuestras almas. Un poco de levadura leuda toda la
masa. Una pequeña chispa puede encender un gran fuego. Una
pequeña brecha puede hacer que un gran barco se hunda. Una
pequeña provocación puede hacer surgir de nuestro corazón gran
corrupción y acabar por meter nuestras almas en grandes problemas.
Por último, aprendamos en estos versículos que las caídas producen
gran a2icción en los santos. La conclusión del pasaje es muy
conmovedora. “Pedro se acordó de las palabras que Jesús le había
dicho: Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces”.
¿Quién puede describir los sentimientos que debieron de cruzar por la
mente del Apóstol? ¿Quién puede concebir la vergüenza y la confusión,
la compunción y los amargos remordimientos que debieron de invadir
su alma? ¡Haber caído de forma tan tonta! ¡Haber caído tantas veces!
¡Haber caído a pesar de las claras advertencias! Todos estos
pensamientos debieron de resultarle muy hirientes. El hierro debió de
penetrar verdaderamente en su alma. Hay un profundo y solemne
signiIcado en la sencilla expresión que se utiliza en cuanto a Él: “Y
pensando esto, lloraba”.
La experiencia de Pedro es la experiencia de todos los siervos de
Dios que han sucumbido a la tentación. Lot, Sansón, David y Josafat en
la historia bíblica; Cranmer y Jewell en los relatos de nuestra propia
Iglesia de Inglaterra; han dejado todos evidencia, como Pedro, de que
“el de corazón descarriado se saciará de sus caminos” (Proverbios
14:14, LBLA). Como Pedro, se equivocaron gravemente. Como Pedro,
se arrepintieron verdaderamente. Pero, como Pedro, descubrieron que
recogían una amarga cosecha en este mundo. Como Pedro, fueron
perdonados gratuitamente. Pero, como Pedro, derramaron muchas
lágrimas.
Dejemos el pasaje con la Irme convicción de que el pecado
conducirá seguro a la tristeza y de que el camino de la santidad más
grande es siempre el camino de la felicidad más grande. El Señor Jesús
ha provisto misericordiosamente que nunca aproveche a sus siervos
caminar descuidadamente y ceder a la tentación. Si le volvemos
nuestras espaldas a Él, podemos estar seguros de que pagaremos por
ello. Aunque nos perdone nos hará sentir la necedad de nuestros
caminos. Aquellos que siguen al Señor más plenamente siempre le
seguirán más fácilmente. “Se multiplicarán los dolores de aquellos que
sirven diligentes a otro dios” (Salmo 16:4).

Marcos 15:1–15
Estos versículos comienzan el capítulo en el que S. Marcos describe la
inmolación del “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Es
una parte de la historia del Evangelio que siempre se debe leer con
una reverencia especial. Debemos recordar que su muerte es la vida
de nuestras almas y que sin que su sangre hubiera sido derramada
habríamos perecido tristemente en nuestros pecados.
Señalemos en estos versículos la notable prueba que los
gobernantes judíos proporcionaron a su propia nación de que habían
llegado los tiempos del Mesías.
El capítulo se inicia con el hecho de que los principales sacerdotes
ataron a Jesús y lo entregaron a Pilato, el gobernador romano. ¿Por qué
lo hicieron? Porque ellos no podían condenar a muerte a nadie y
estaban bajo el dominio de los romanos. Por medio de este acto
cumplieron la profecía de Jacob. “No será quitado el cetro de Judá, ni el
legislador de entre sus pies; hasta que venga Siloh”. El Mesías a quien
Dios había prometido enviar debía venir (Génesis 49:10). Pero no hay
nada en ninguna parte que nos muestre que recordaban esa profecía.
Sus ojos estaban ciegos. No podían o no querían ver lo que estaban
haciendo.
Nunca olvidemos que los impíos cumplen a menudo las
predicciones de Dios para su propia perdición y, sin embargo, no lo
saben. En el calor de su propia locura, necedad e incredulidad,
inconscientemente proporcionan con frecuencia nueva evidencia de
que la Biblia es verdad. Los desdichados burladores que se toman a
broma toda religión seria y que apenas hablan del cristianismo sin
ridiculizarlo y mofarse harían bien en recordar que su conducta ya fue
anticipada y anunciada hace tiempo: “En los postreros días vendrán
burladores, andando según sus propias concupiscencias” (2 Pedro 3:3).
Señalemos en estos versículos, en segundo lugar, la mansedumbre
y humildad de nuestro Señor Jesucristo. Cuando estaba ante el tribunal
de Pilato y “le acusaban mucho”, no respondía nada. Aunque las
acusaciones contra Él eran falsas y Él no conoció el pecado, soportó la
contradicción de los pecadores contra sí mismo no respondiendo
(Hebreos 12:3). Aunque era inocente de toda transgresión, aceptó
escuchar acusaciones sin fundamento contra Él sin murmurar. ¡Qué
gran contraste entre el segundo Adán y el primero! Nuestro primer
padre Adán era culpable y, sin embargo, trató de excusarse. El
segundo Adán era inocente pero no se defendió en absoluto. “Como
oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca”
(Isaías 53:7).
Aprendamos una lección práctica del ejemplo de nuestro Salvador.
Aprendamos a sufrir con paciencia y no nos quejemos,
independientemente de lo que Dios envíe sobre nosotros. Prestemos
atención a nuestros caminos para no ofender con nuestras lenguas en
la hora de la tentación (Salmo 39:1). Evitemos ceder al enojo y al mal
genio por muy irritantes e inmerecidas que puedan parecer nuestras
adversidades. Nada en el carácter cristiano gloriIca tanto a Dios como
el sufrimiento paciente. “Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo
soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para
esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros,
dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2:20–21).
Señalemos en estos versículos, en tercer lugar, la conducta
vacilante e indecisa de Pilato.
Se ve claro en el pasaje que tenemos ante nosotros que Pilato
estaba convencido de la inocencia de nuestro Señor: “Porque conocía
que por envidia le habían entregado los principales sacerdotes”. Le
vemos luchando débilmente durante un tiempo para obtener la
absolución de nuestro Señor y así acallar su conciencia. Al Inal cede a
la insistencia de los judíos y, “queriendo satisfacer al pueblo”, entrega
a Jesús para que sea cruciIcado, para vergüenza y perdición eterna de
su propia alma.
Un hombre en un lugar importante sin principios religiosos es lo
más lamentable del mundo. Es como un gran barco llevado de un lado
a otro sobre el mar sin brújula ni timón. Su misma grandeza le rodea
de tentaciones y engaños. Le otorga poder para bien y para mal que, si
desconoce cómo utilizarlo correctamente, seguro que le acarreará
diIcultades y le hará infeliz. Oremos por los hombres importantes.
Necesitan mucha gracia que los guarde del diablo. Los lugares
importantes son deslizaderos. No nos sorprende que S. Pablo
recomiende interceder “por los reyes y por todos los que están en
eminencia” (1 Timoteo 2:2). No envidiemos a los hombres importantes.
Tienen muchas tentaciones especiales. ¡Cuán difícil es que un rico
entre en el Reino de Dios! “¿Tú buscas para ti grandezas? No las
busques” (Jeremías 45:5).
Señalemos en estos versículos, en cuarto lugar, la gran culpa de los
judíos en el asunto de la muerte de Cristo. A última hora, los
principales sacerdotes tuvieron una oportunidad de arrepentirse si
hubieran querido. Se les ofreció elegir entre liberar a Barrabás o a
Jesús. Con frialdad y deliberadamente perseveraron en su sangrienta
obra. Escogieron liberar a un asesino. Escogieron asesinar al Príncipe
de la Vida. El poder de enviar a la muerte a nuestro Señor ya no era
suyo. La responsabilidad de su muerte la tomaron sobre sí
públicamente. “¿Qué queréis que haga del que llamáis Rey de los
judíos?”, había sido la pregunta de Pilato. “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”,
fue la tremenda respuesta. Los instrumentos de la muerte de nuestro
Señor fueron sin duda gentiles. Pero la culpa de la muerte de nuestro
Señor debe sin duda recaer principalmente sobre los judíos.
Nos maravillamos de la maldad de los judíos en este momento de la
historia de nuestro Señor; y es normal. ¡Rechazar a Cristo y escoger a
Barrabás fue en verdad un acto verdaderamente asombroso! Parece
como si la ceguera, la locura y la necedad no pudieran ser mayores.
Pero tengamos cuidado de no seguir su ejemplo inconscientemente.
Que no resulte que al Inal hemos escogido a Barrabás y rechazado a
Cristo. Ante nosotros está siempre la opción entre servir al pecado o
servir a Dios. La amistad del mundo y la amistad de Cristo reclaman
continuamente nuestra atención. ¿Estamos eligiendo bien? ¿Nos
estamos adhiriendo al Amigo correcto? Son preguntas solemnes.
Bienaventurado aquel que puede darles una respuesta satisfactoria.
Señalemos en estos versículos, por último, cómo la liberación de
Barrabás tipi.ca notablemente el plan de salvación del Evangelio. El
culpable es liberado y el inocente es llevado a la muerte. El gran
pecador es puesto en libertad y el que no tiene pecado continúa atado.
Barrabás se salva y Cristo es cruciIcado.
Tenemos en este importante hecho un claro símbolo de la forma en
que Dios perdona y justiIca a los impíos. Lo hace porque Cristo ha
sufrido en su lugar, el justo por los injustos. Ellos merecen el castigo,
pero un poderoso Sustituto lo ha sufrido por ellos. Merecen la muerte
eterna, pero un glorioso Fiador ha muerto por ellos. Todos estamos por
naturaleza en la situación de Barrabás. Somos culpables, impíos y
merecedores de la condenación. Pero, cuando estábamos sin
esperanza, el inocente Cristo murió por los impíos. Y ahora Dios, por
Cristo, puede ser justo y, a la vez, “el que justiIca al que es de la fe de
Jesús”. Bendito sea Dios que ha puesto ante nosotros tan gloriosa
salvación. Nuestro alegato debe ser no que merecemos la absolución,
sino que Cristo ha muerto por nosotros. Tengamos cuidado para que,
teniendo tan gran salvación, verdaderamente la utilicemos para
nuestras propias almas. Nunca descansemos hasta que podamos decir
por la fe: Cristo es mío. Me merezco el InIerno, pero Cristo ha muerto
por mí, creo en Él y tengo la esperanza de ir al Cielo.

Marcos 15:16–32
El pasaje que acabamos de leer es uno de aquellos que nos muestran
el inInito amor de Cristo hacia los pecadores. Los sufrimientos
descritos en él llenarían nuestra mente de horror y compasión si se
hubieran inHigido a alguien que solo fuera un hombre como nosotros.
Pero, cuando reHexionamos en que el que los sufrió era el Hijo eterno
de Dios, nos maravillamos y nos llenamos de asombro. Y cuando
reHexionamos más aún en que estos sufrimientos fueron soportados
voluntariamente para liberar del InIerno a los hombres y mujeres
pecadores como nosotros, podemos entender algo de lo que quiere
decir Pablo con palabras como estas: “El amor de Cristo, que excede a
todo conocimiento”; “Dios muestra su amor para con nosotros, en que
siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Efesios 3:19;
Romanos 5:8).
Encontraremos útil examinar por separado las diversas partes de la
pasión de nuestro Señor. Sigámosle paso a paso desde el momento de
su condenación por parte de Pilato hasta su última hora sobre la Cruz.
Hay un profundo signiIcado en cada jota y tilde de sus sufrimientos.
Todos fueron notables símbolos de verdades espirituales. Y no
olvidemos, al meditar en la maravillosa historia, que nosotros y
nuestros pecados fuimos la causa de todos estos sufrimientos: “Cristo
padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para
llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). Es la muerte de nuestro propio Fiador
y Sustituto la que estamos leyendo.
En primer lugar, vemos a Jesús entregado en manos de los soldados
romanos como un criminal condenado a muerte. Él, ante quien todo el
mundo un día se presentará y será juzgado, permitió que lo
sentenciaran injustamente y lo entregaran en manos de hombres
impíos.
¿Y por qué? Fue para que nosotros, los pobres y pecadores hijos de
los hombres, creyendo en Él, podamos ser liberados del abismo de
perdición y del tormento de la prisión del InIerno. Fue para que
pudiéramos quedar libres de toda acusación en el día del Juicio y ser
presentados sin mancha ante Dios Padre con gran alegría.
En segundo lugar, vemos a Jesús insultado y convertido en el
hazmerreír de los soldados romanos. “Le vistieron de púrpura” entre
burlas y le pusieron “una corona tejida de espinas” en la cabeza,
burlándose de su Reino. “Le golpeaban en la cabeza con una caña, y le
escupían”, como un ser despreciable y no mejor que “la escoria del
mundo” (1 Corintios 4:13).
¿Y por qué? Fue para que nosotros, detestables como somos,
pudiéramos tener gloria, honra y vida eterna por medio de la fe en la
expiación de Cristo. Fue para que pudiéramos ser recibidos en el Reino
de Dios triunfantemente en el último día y recibamos la corona
inmarcesible de gloria.
En tercer lugar, vemos a Jesús despojado de sus ropas y cruciIcado
desnudo ante sus enemigos. Los soldados que lo hicieron “repartieron
entre sí sus vestidos, echando suerte sobre ellos”.
¿Y por qué? Fue para que aquellos que no tenemos justicia propia
pudiéramos ser vestidos con la justicia perfecta que Cristo ha cumplido
por nosotros y no estemos desnudos delante de Dios el último día. Fue
para que aquellos que estamos manchados por el pecado podamos
tener unos vestidos de boda, de manera que podamos sentarnos al
lado de los ángeles y no avergonzarnos.
En cuarto lugar, vemos a Jesús sufriendo la más ignominiosa y
humillante de las muertes, la muerte en la Cruz. Era el castigo
reservado para los peores malhechores. Aquel a quien se aplicaba era
considerado maldito. Está escrito: “Maldito todo el que es colgado en
un madero” (Gálatas 3:13).
¿Y por qué? Fue para que aquellos que nacimos en pecado y éramos
hijos de ira podamos ser considerados bienaventurados por la obra de
Cristo. Fue para quitar la maldición que todos merecemos a causa del
pecado poniéndola sobre Cristo: “Cristo nos redimió de la maldición de
la ley, hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13).
En quinto lugar, vemos a Jesús considerado un transgresor y un
pecador: “CruciIcaron también con él a dos ladrones”. Aquel que no
había cometido pecado y en quien no había culpa alguna “fue contado
con los inicuos”.
¿Y por qué? Fue para que quienes somos miserables transgresores,
tanto por naturaleza como por conducta, podamos ser considerados
inocentes por la obra de Cristo. Fue para que aquellos que no
merecemos nada sino la condenación podamos ser considerados
dignos de escapar del juicio de Dios y declarados inocentes ante el
mundo congregado.
Por último, vemos que se burlan de Jesús cuando muere como si
fuera un impostor e incapaz de salvarse a sí mismo.
¿Y por qué? Para que nosotros, en nuestras últimas horas, por
medio de la fe en Cristo, podamos tener “un fortísimo consuelo”
(Hebreos 6:18). Todo sucedió para que podamos disfrutar de plena
seguridad y podamos saber en quién hemos creído y pasar por el valle
de sombra de muerte sin temer mal alguno.
Dejemos el pasaje con un profundo sentimiento de la enorme deuda
que todos los creyentes tienen con Cristo. Todo lo que tienen, son y
esperan se debe a los hechos y a la muerte del Hijo de Dios. Por su
condenación son absueltos; por sus sufrimientos tienen paz; por su
vergüenza, gloria; por su muerte, vida. Sus pecados le fueron
imputados a Él. Su justicia les fue imputada a ellos. No nos sorprende
que diga S. Pablo: “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios
9:15).
Por último, dejemos el pasaje con el profundo sentimiento del
indescriptible amor de Cristo hacia nuestras almas. Recordemos que
somos pecadores corruptos, impíos y miserables. Recordemos quién es
el Señor Jesús, el Hijo eterno de Dios, el Creador de todas las cosas. Y
después recordemos que, por nosotros, Jesús soportó voluntariamente
la muerte más dolorosa, horrible e ignominiosa. Sin duda el
pensamiento de este amor debe impulsarnos diariamente a no vivir
para nosotros mismos sino para Cristo. Debe hacer que estemos listos
y dispuestos a presentar nuestros cuerpos como sacriIcio vivo a Aquel
que vivió y murió por nosotros (cf. 2 Corintios 5:4; Romanos 12:1). Que
la Cruz de Cristo esté a menudo en nuestras mentes. Bien entendido,
ningún otro objetivo cristiano está tan cerca de producir en nuestras
almas un efecto tan santiIcador y consolador.

Marcos 15:33–38
En estos versículos tenemos la muerte de nuestro Señor Jesucristo.
Todas las muertes son acontecimientos solemnes. Nada en toda la
historia del hombre es tan importante como su Inal. Pero nunca hubo
una muerte tan solemne como la que tenemos ahora ante nosotros. En
el momento en que nuestro Señor exhaló su último aliento se cumplió
la obra expiatoria por el pecado del mundo. Por In se pagó el rescate
por los pecadores. El Reino de los Cielos se abrió por completo para
todos los creyentes. Toda Irme esperanza que tengan los hombres
mortales en cuanto a sus almas se remonta a la Cruz.
Observemos, en estos versículos, las señales visibles y los milagros
que acompañaron la muerte de nuestro Señor. S. Marcos menciona dos
en concreto que requieren nuestra atención. Uno es el oscurecimiento
del Sol por espacio de tres horas. El otro es la rasgadura del velo que
separaba el Lugar Santísimo del Lugar Santo del Templo. Ambos fueron
acontecimientos milagrosos. Ambos tenían, sin duda, un profundo
signiIcado. Ambos estaban calculados para captar la atención de toda
la multitud reunida en Jerusalén. La oscuridad haría mella en los
inconscientes gentiles como Pilato y los soldados romanos. El velo
rasgado, en Anás, Caifás y sus incrédulos compañeros. Aquella tarde
habría pocas casas en Jerusalén donde las personas no dijeran: Hoy
hemos escuchado y visto cosas extrañas.
¿Qué nos enseña la milagrosa oscuridad? La extrema maldad de la
nación judía. Estaban cruciIcando verdaderamente a su propio Mesías
y matando a su propio Rey. El Sol mismo escondió su rostro ante sus
ojos. Eso enseña la extrema depravación del pecado a los ojos de Dios.
El Hijo de Dios mismo había de ser levantado sin la esperanzadora luz
del día cuando llevara el pecado en nuestro lugar y cargara con
nuestras transgresiones.
¿Por qué se rasgó milagrosamente el velo? Como muestra de la
abolición y el In de todas las leyes ceremoniales de los judíos. Nos
enseña que el camino a la santidad se abría a todo el género humano
por medio de la muerte de Cristo (Hebreos 9:8). Nos enseña que los
gentiles, al igual que los judíos, podían ya acercarse a Dios con
conIanza por medio de Jesús como su Sumo Sacerdote y que todas las
barreras entre el hombre y Dios se derrumbaban para siempre.
¡Nunca olvidemos la lección práctica del velo rasgado! Intentar
revivir el ceremonial judío en la Iglesia de Cristo volviendo a los altares
y sacriIcios y al sacerdocio no es más que cerrar de nuevo el velo
rasgado y encender una vela en pleno día.
¡Nunca olvidemos la lección práctica de la milagrosa oscuridad! Nos
hace pensar en aquellas oscuras tinieblas que están reservadas para
todos los obstinados incrédulos (Judas 13). La oscuridad ocasionada
por nuestro bendito Fiador en la Cruz solo duró tres horas. Las cadenas
de las tinieblas que atarán a todos los que rechazan su expiación y
muerte por el pecado serán eternas.
Observemos en estos versículos, en segundo lugar, lo cierta y
verdaderamente que nuestro Señor Jesucristo fue hecho maldición por
nosotros y llevó nuestros pecados. Lo vemos expresado
extraordinariamente en las sorprendentes palabras que utilizó en la
ahora novena: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.
Sería inútil pretender desentrañar toda la profundidad de signiIcado
que contienen estas palabras. Implican un gran sufrimiento mental que
somos incapaces de concebir. En ocasiones ha sido muy grande la
angustia de algunos de los siervos más santos de Dios al tener la
impresión de que el favor de Dios se había apartado de ellos. Entonces,
¿cuál fue supuestamente la angustia del santo Hijo de Dios cuando
todo el pecado del mundo fue cargado sobre Él, cuando se sintió
considerado culpable sin haber pecado, cuando sintió que el rostro de
su Padre se apartaba de Él? La angustia de ese momento escapa a
toda nuestra comprensión. Es algo excelso. No podemos llegar a
entenderlo. Podemos creerlo, pero no explicarlo y asimilarlo
perfectamente.
Sin embargo, una cosa que es muy clara es la imposibilidad de
explicar estas palabras en absoluto si no se acepta la doctrina de la
expiación de Cristo y su sustitución de los pecadores. Suponer, como
algunos se atreven a hacer, que Jesús no fue más que un hombre o
que su muerte solo fue un gran ejemplo de sacriIcio personal
convierte este grito en algo totalmente incomprensible. Le muestra
como alguien menos paciente y tranquilo a la hora de la muerte que
muchos mártires, y hasta algunos Ilósofos, condenados. Solo hay una
explicación satisfactoria: la poderosa doctrina de la Escritura acerca
del sacriIcio vicario de Cristo y de su sustitución en la Cruz ocupando
nuestro lugar. Ese grito de muerte lo produjo la terrible presión del
pecado del mundo cargado sobre Él e imputado a Él.
Observemos en estos versículos, por último, que es posible ser
abandonado por Dios durante un tiempo y, sin embargo, ser amado
por Él. No debemos dudar de esto cuando leemos las palabras de
nuestro Señor muriendo en la Cruz. Le escuchamos decirle a su Padre:
“¿Por qué me has desamparado?”. Y, sin embargo, se dirige a Él como
“Dios mío”. Nosotros también sabemos que nuestro Señor solo fue
desamparado durante un momento y que, aun entonces, era el Hijo
amado en quien, tanto en su sufrimiento como en sus hechos, el Padre
tenía “complacencia”.
Hay una instrucción profundamente experimental en esto que
merece ser advertida por todos los verdaderos cristianos. Sin duda hay
un sentido en el que el sentimiento de nuestro Señor de estar
“desamparado” era peculiar a Él, puesto que estaba sufriendo por
nuestros pecados y no por los suyos. Pero, aun tras esta apreciación,
queda el gran hecho de que Jesús fue desamparado por el Padre por un
tiempo y, sin embargo, siempre fue el “Hijo amado” del Padre. Lo
mismo que ocurrió en el caso de la gran Cabeza de la Iglesia puede
sucederle a cada uno de sus miembros en un sentido algo distinto.
Ellos también, aunque escogidos y amados por el Padre, en ocasiones
pueden sentir que el rostro de Dios se ha apartado de ellos. También —
a veces por enfermedad del cuerpo, otras veces por una aHicción
concreta, otras por descuido en el camino y otras por la voluntad
soberana de Dios de acercarlos más a Él— pueden verse impulsados a
gritar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.
Los creyentes que se sienten “desamparados” deben aprender de la
experiencia de nuestro Señor a no ceder a la desesperación. Sin duda
no deben contentarse con su situación. Deben escudriñar sus propios
corazones y ver si no hay algo secreto que sea causa de tener en poco
las consolaciones de Dios (cf. Job 15:11). Pero que no escriban cosas
amargas contra sí mismos y concluyan apresuradamente que han sido
abandonados para siempre o se engañan a sí mismos y no han
experimentado la gracia en absoluto. Que esperen aún en el Señor y
digan con Job: “Aunque Él me matare, en el esperaré” (Job 13:15). Que
recuerden las palabras de Isaías y de David: “¿Quién hay entre
vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en
tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en
su Dios”. “¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro
de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, Salvación mía y
Dios mío” (Isaías 1:10; Salmo 42:11).

Marcos 15:39–47
La muerte de nuestro Señor Jesucristo es el hecho más importante del
cristianismo. De ella dependen las esperanzas de todos los pecadores
salvos tanto en el tiempo como en la eternidad. Por tanto, no debemos
sorprendernos de que se ponga en entredicho la realidad de su
muerte. En los versículos que acabamos de leer se colocan ante
nosotros tres clases de testigos de ese hecho. El centurión romano que
estaba junto a la Cruz, las mujeres que siguieron a nuestro Señor
desde Galilea hasta Jerusalén y los discípulos que le sepultaron fueron
todos testigos de que Jesús verdaderamente murió. Su evidencia unida
supera toda sospecha. No pudieron ser engañados. Lo que ellos vieron
no fue un desmayo, un trance o una pérdida de sentido transitoria.
Vieron que el mismo Jesús que había sido cruciIcado dio su vida y se
hizo obediente aun hasta la muerte. Que esto quede marcado en
nuestras mentes. Nuestro Salvador murió real y verdaderamente.
Notemos en este pasaje, por un lado, la honorable mención que se
hace aquí de las mujeres. Se nos dice especialmente que, cuando
nuestro Señor entregó el espíritu, “había algunas mujeres mirando de
lejos”. Se mencionan los nombres de algunas de ellas. También se nos
dice que son las mismas que habían seguido a nuestro Señor en
Galilea y le habían servido, y que había “otras muchas que habían
subido con él a Jerusalén”.
Difícilmente podíamos esperar leer algo así. Bien podríamos haber
supuesto que, cuando todos los discípulos menos uno abandonaron a
nuestro Señor y huyeron, las mujeres —el sexo más tímido y débil— no
se atreverían a mostrarse como amigas suyas. Esto nos enseña lo que
la gracia puede hacer. Dios escoge a veces a los débiles del mundo
para confundir a los fuertes. En ocasiones, los últimos son los primeros
y los primeros los últimos. Hay ocasiones en que la fe de las mujeres
se mantiene Irme cuando la de los hombres falla y se hunde.
Pero es interesante destacar lo frecuentemente que encontramos
en el Nuevo Testamento la gracia de Dios gloriIcada en las mujeres y
cuánto beneIcio ha agradado a Dios conferir por medio de ellas a la
Iglesia y al mundo. En el Antiguo Testamento vemos entrar el pecado y
la muerte por la transgresión de la mujer. En el Nuevo vemos a Jesús
nacido de una mujer que da a luz la vida y la inmortalidad por medio
de un milagro. En al Antiguo Testamento vemos con frecuencia que la
mujer estorba y engaña al hombre. Las mujeres anteriores al diluvio y
las historias de Sara, Rebeca, Raquel, Dalila, Betsabé y Jezabel son
dolorosos ejemplos. En el Nuevo Testamento, por lo general, vemos
que se menciona a las mujeres ayudando y asistiendo a la causa de la
religión genuina. Isabel, María, Marta, Dorcas, Lidia y las mujeres
mencionadas por S. Pablo a los romanos son todos casos a señalar. El
contraste es sobrecogedor y no dudamos que sea intencionado. Es una
de las muchas pruebas de que la gracia es más abundante bajo el
Evangelio que bajo la Ley. Parece querer enseñarnos que las mujeres
tienen un lugar importante en la Iglesia de Cristo que se les debe
asignar y que deben ocupar. Hay una gran obra que las mujeres
pueden hacer para la gloria de Dios sin ser maestras públicas.
¡Bienaventurada la congregación en la que las mujeres saben esto y
actúan en consecuencia!
Notemos en este pasaje, por otra parte, que Jesús tiene amigos de
los que se conoce poco. No podemos concebir una prueba más notable
de esto que la persona que se menciona aquí por vez primera: José de
Arimatea. No conocemos nada acerca de la historia anterior de este
hombre. No sabemos cómo aprendió a amar a Cristo y a desear
honrarle. Desconocemos su historia posterior después de que nuestro
Señor dejara el mundo. Lo único que conocemos es el relato
conmovedor que tenemos ante nosotros. Se nos dice que “esperaba el
reino de Dios” y que en un tiempo cuando los discípulos de nuestro
Señor le habían abandonado, él “entró osadamente a Pilato, pidió el
cuerpo de Jesús” y lo enterró con honor en su propia tumba. Otros
habían honrado y confesado a nuestro Señor cuando le vieron
haciendo milagros; pero José le honró y se manifestó como discípulo
cuando vio su frío y ensangrentado cadáver. Otros habían mostrado
amor a Jesús mientras hablaba y vivía, pero José se lo mostró cuando
estaba callado y muerto.
Alentémonos con el pensamiento de que en la Tierra hay cristianos
genuinos de quienes no sabemos nada y en lugares donde no podemos
esperar encontrarlos. Sin duda, los Ieles son siempre pocos. Pero no
debemos concluir precipitadamente que no hay gracia en una familia o
en una iglesia porque nuestros ojos no puedan verla. Conocemos en
parte y vemos solo en parte fuera del círculo en el que nos movemos.
El Señor tiene muchos “discípulos escondidos” en la Iglesia que, a no
ser que salgan a la luz debido a circunstancias especiales, no serán
conocidos hasta el último día. No hay que olvidar las palabras de Dios
a Elías: “Yo haré que queden en Israel siete mil” (1 Reyes 19:18).
Notemos en este pasaje, por último, qué honor ha conferido nuestro
Señor Jesucristo a la tumba por permitir que se le ponga en ella.
Leemos que fue puesto “en un sepulcro que estaba cavado en la peña”
y se hizo “rodar una peña a la entrada”.
Este es un hecho que en un mundo mortal deberíamos recordar
siempre. Está señalado que los hombres mueran un día. Todos vamos
al mismo lugar y, naturalmente, vacilamos. El ataúd y el funeral, los
gusanos y la corrupción son cuestiones dolorosas. Nos estremecen, nos
entristecen y llenan nuestras mentes de pesar. La carne y la sangre no
pueden considerarlos sin un sentimiento solemne. Sin embargo, una
cosa debe consolar a los creyentes, y es el pensamiento de que
nuestro Señor estuvo en la tumba en una ocasión. Tan cierto como que
volvió a resucitar victorioso de la tumba, todos los que creen en Él
resucitarán gloriosamente en el día de su Venida. Recordando esto,
pueden mirar abajo con tranquilidad a la “morada reservada para
todos los vivientes”. Pueden recordar que Jesús mismo estuvo en una
ocasión allí por ellos y que le ha quitado a la muerte su aguijón.
Pueden decirse a sí mismos: “Ya que el aguijón de la muerte es el
pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios,
que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1
Corintios 15:56–57).
El gran asunto que nos debe preocupar a todos es asegurarnos
mientras estamos aún vivos de haber sido espiritualmente sepultados
con Cristo. Debemos estar unidos a Él por medio de la fe y ser
conformados a su imagen. Con Él debemos morir al pecado y ser
sepultados por el bautismo en su muerte (cf. Romanos 6:4). Con Él
debemos resucitar y ser avivados por su Espíritu. A no ser que
conozcamos estas cosas, la muerte y sepultura de Cristo no nos serán
de provecho alguno.

Marcos 16:1–8
Observemos en este pasaje el poder del fuerte amor a Cristo. Tenemos
una viva ilustración de esto en la conducta de María Magdalena y de la
otra María que S. Marcos relata aquí. Nos dice que “compraron
especias aromáticas” para ungir a nuestro Señor y que “muy de
mañana, el primer día de la semana, vinieron al sepulcro, ya salido el
sol”.
Bien podemos creer que requería no poco valor hacer esto. Visitar
una tumba en la penumbra de un amanecer oriental pondría a prueba
a la mayoría de las mujeres en cualquier circunstancia. Pero visitar la
tumba de alguien que había sido ejecutado como malhechor común y
levantarse temprano para honrar a alguien a quien su nación había
rechazado, esto era verdaderamente una gran temeridad. Pero esta es
la clase de actos que evidencian la diferencia entre la fe débil y la
fuerte, entre los sentimientos débiles y los fuertes hacia Cristo. Estas
santas mujeres habían experimentado el perdón misericordioso de
nuestro Señor. Sus corazones estaban llenos de gratitud hacia Él por la
luz, la esperanza, el consuelo y la paz. Estaban dispuestas a
arriesgarse a cualquier cosa por dar testimonio de su afecto a su
Salvador. Así de ciertas son las palabras de Cantares: “Fuerte es como
la muerte el amor. […]. Las muchas aguas no podrán apagar el amor,
ni lo ahogarán los ríos” (Cantares 8:6–7).
¿Por qué vemos tan poco de este fuerte amor a Jesús entre los
cristianos del presente? ¿Cómo es que rara vez nos encontramos con
santos que se enfrenten a cualquier peligro y que pasen por el fuego y
por el agua por amor a Cristo? Solo hay una respuesta. Lo que
prevalece más ampliamente es la fe débil y el bajo concepto de
obligación para con Cristo. Un sentimiento bajo y débil de pecado
siempre produce un sentimiento bajo y débil del valor de la salvación.
Un ligero sentimiento de nuestra deuda con Dios siempre irá
acompañado de un ligero sentimiento de lo que le debemos por
nuestra redención. Es aquel que siente que se le ha perdonado mucho
quien ama mucho. “Aquel a quien se le perdona poco, poco ama”
(Lucas 7:47).
Observemos en este pasaje, en segundo lugar, cómo las
di.cultades que a veces temen los cristianos desaparecen cuando se
acercan a ellas. Estas santas mujeres, al caminar hacia la tumba de
nuestro Señor, estaban llenas de temor por la piedra que estaba en la
puerta. “Decían entre sí: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada
del sepulcro?”. Pero sus temores eran infundados. Se encontraron con
que los problemas que esperaban no existían. “Cuando miraron, vieron
removida la piedra”.
¡Qué ejemplo tenemos en este simple relato de la experiencia de
muchos cristianos! ¡Cuán a menudo los creyentes se sienten
presionados y desanimados por anticipar problemas y, sin embargo, en
el tiempo de necesidad, se encuentran con que aquello que temían
desaparece y ven “removida la piedra”. Hay una gran proporción de
cosas que preocupan a los santos que en realidad nunca llegan a
ocurrir. Miramos hacia adelante viendo todas las posibilidades que
conlleva el viaje hacia el Cielo. Evocamos en nuestra imaginación toda
clase de cruces y obstáculos. Mentalmente cargamos con los
problemas del mañana y no solo con los de hoy. Y frecuentemente,
muy frecuentemente, descubrimos al Inal que nuestras dudas y
preocupaciones eran infundadas y que aquello que temíamos tanto
nunca sucedió. Oremos pidiendo más fe práctica. Creamos que en el
camino de servicio nunca estaremos desamparados del todo. Sigamos
adelante con valentía y con frecuencia descubriremos que el león del
camino está encadenado y que lo que parecía un seto lleno de espinos
era solo una sombra.
Observemos en este pasaje, en tercer lugar, que los amigos de
Cristo no tienen por qué tener miedo de los ángeles. Se nos dice que,
cuando María Magdalena y sus compañeras vieron un ángel sentado
en el sepulcro, “se espantaron”. Pero inmediatamente fueron
tranquilizadas por sus palabras: “No os asustéis; buscáis a Jesús
nazareno, el que fue cruciIcado”.
La lección, a primera vista, puede parecer de pequeña importancia.
En la actualidad no tenemos visiones de ángeles. No esperamos verlos.
Pero es una lección que podemos encontrar útil en algún momento
futuro. Se acerca el día cuando el Señor Jesús vendrá otra vez a juzgar
al mundo con todos los ángeles a su alrededor. Los ángeles juntarán en
aquel día la cizaña en gavillas y la quemarán. Juntarán el trigo de Dios
en su granero. Aquellos a quienes recojan los ángeles serán llevados a
la gloria, la honra y la inmortalidad. Aquellos a quienes dejen atrás
serán dejados “para vergüenza y confusión perpetua” (Daniel 12:2).
Luchemos por vivir de manera que, cuando muramos, podamos ser
llevados por los ángeles al seno de Abraham. Esforcémonos por ser
conocidos por los ángeles como personas que buscan a Jesús y que le
aman en este mundo y, por tanto, como herederos de la salvación.
Seamos diligentes en asegurar nuestro arrepentimiento y causemos
así gozo en la presencia de los ángeles de Dios. Entonces, ya sea
despiertos o dormidos, cuando se escuche la voz del arcángel no
tendremos por qué tener miedo. Resucitaremos de nuestra tumba y
veremos en los ángeles a nuestros amigos y siervos colaboradores en
cuya compañía pasaremos una bendita eternidad.
Observemos en este pasaje, por último, la extrema bondad de Dios
hacia sus siervos reincidentes. El mensaje que trae el ángel es una
notable ilustración de esta verdad. A María Magdalena y a la otra María
se les ordenó decir a los discípulos que Jesús “va delante de vosotros a
Galilea” y que “allí le veréis”. Pero el mensaje no va dirigido en general
a los once apóstoles. Esta acción, tras su abandono del Maestro, ya
habría sido por sí sola una gran muestra de misericordia. Pero Simón
Pedro, quien había negado a su Señor tres veces, es mencionado de
forma especial por su nombre. Se le distingue y señala a él, que había
pecado de forma especial, de forma particular. No habría excepciones
en el pacto de la gracia. Todos serían perdonados. Todos volverían a
ser aprobados, y Simón Pedro igual que el resto.
Bien podemos decir al leer palabras como estas: “¿Es así como
procede el hombre?” (2 Samuel 7:19). Quizá en ningún otro punto sean
nuestras opiniones acerca de la religión tan intolerantes, deIcientes y
limitadas como en cuanto a la extrema disposición de Dios a perdonar
a los pecadores penitentes. Pensamos que Él es como nosotros.
Olvidamos que “se deleita en misericordia” (Miqueas 7:18).
Dejemos el pasaje con una determinación de abrir ampliamente la
puerta de la misericordia a los pecadores en todo lo que hablamos y
enseñamos acerca de la religión. Igualmente, dejémoslo decididos a no
ser nunca rencorosos hacia nuestro prójimo. Si Cristo está tan
dispuesto a perdonarnos, nosotros debemos estar dispuestos a
perdonar a los demás.

Marcos 16:9–14
Señalemos en estos versículos las abundantes pruebas que tenemos
de que nuestro Señor Jesucristo resucitó verdaderamente de la
muerte. Solo en este pasaje, S. Marcos relata nada menos que tres
ocasiones diferentes en las que fue visto tras su resurrección. Primero
nos dice que nuestro Señor se apareció a una testigo: María
Magdalena. Después a dos testigos: dos discípulos que iban al campo.
Y, por último, a once testigos: los once apóstoles reunidos.
Recordemos, además de esto, que otros autores del Nuevo Testamento
describen otras apariciones de nuestro Señor además de las
mencionadas por S. Marcos. Y después no vacilemos en creer que, de
todos los hechos de la historia de nuestro Señor, no hay ninguno más
plenamente establecido que el hecho de que resucitó de la muerte.
Hay gran misericordia en esto. La resurrección de Cristo es una de
las piedras fundamentales del cristianismo. Fue el sello de la gran obra
que vino a efectuar en la Tierra. Fue la prueba suprema de que había
sido aceptado el rescate que pagó por los pecadores, se había
cumplido la expiación por el pecado, se había aplastado la cabeza del
que tenía el poder de la muerte y se había obtenido la victoria. Hay
que destacar lo frecuentemente que los Apóstoles hacen referencia a
la resurrección de Cristo. “Fue entregado por nuestras transgresiones
—dice Pablo—, y resucitado para nuestra justiIcación” (Romanos 4:25).
“Nos hizo renacer para una esperanza viva —dice Pedro— por la
resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 Pedro 1:3).
Debemos darle gracias a Dios por el hecho de que la resurrección
esté tan claramente demostrada. Los judíos, los gentiles, los
sacerdotes, la guardia romana, las mujeres que fueron a la tumba, los
discípulos que eran tan reticentes a creer, todos eran testigos de que
aquellos testimonios eran innegables. Cristo no solo murió por
nosotros, sino que también resucitó. Negarlo muestra mucha más
credulidad que creerlo. Para negarlo hay que dar crédito a monstruosas
y ridículas improbabilidades. Para creerlo, el hombre solo tiene que
apelar a hechos sencillos e innegables.
Señalemos en estos versículos, en segundo lugar, la bondad
especial de nuestro Señor Jesucristo hacia María Magdalena. Se nos
dice que “habiendo, pues, resucitado Jesús por la mañana, el primer
día de la semana, apareció primeramente a María Magdalena, de quien
había echado siete demonios”. A ella, por encima de todos los demás
hijos de Adán, se le otorgó el privilegio de ser la primera en contemplar
al Salvador resucitado. María, la madre de nuestro Señor, estaba aún
viva. Juan, el discípulo amado, aún estaba sobre la Tierra. Pero, en esta
ocasión, ambos quedaron relegados en favor de María Magdalena. Una
mujer que en otro tiempo probablemente había sido la principal
pecadora fue la primera a quien Jesús se mostró vivo cuando resucitó
victorioso de la tumba. El hecho es muy importante y está lleno de
enseñanza.
No tenemos que dudar, por un lado, de que, al aparecerse
“primeramente a María Magdalena”, nuestro Señor quería mostrarnos
lo mucho que valora el amor y la Idelidad. La última en la Cruz y la
primera en el sepulcro, la última en confesar a su Maestro mientras
vivía y la primera en honrarle cuando murió, a esta discípula
entusiasta se le permitió ser la primera en verle cuando se obtuvo la
victoria. Esto es un recuerdo perpetuo para la Iglesia de que a aquellos
que honran a Cristo, Dios los honrará; y que aquellos que hacen mucho
por Él en la Tierra verán aun en la Tierra que Él hace mucho por ellos.
Nunca olvidemos esto. Siempre recordemos que para aquellos que lo
dejan todo por Cristo hay cien veces más ahora, en el tiempo presente.
No tenemos que dudar, por otro lado, de que la aparición de nuestro
Señor “primeramente a María Magdalena” pretendía animar a todos los
creyentes arrepentidos tras haber cometido grandes pecados. Quería
mostrarnos que, por muy profunda que haya sido nuestra caída, somos
levantados a una completa paz con Dios si nos arrepentimos y
creemos el Evangelio. Aunque antes estuviéramos muy alejados, ahora
somos hechos muy cercanos. Aunque antes fuéramos enemigos,
somos hechos hijos amados. Las cosas viejas pasaron y todas son
hechas nuevas (cf. 1 Corintios 5:13). La sangre de Cristo nos limpia por
completo a los ojos de Dios. Puede que hayamos comenzado, al igual
que Agustín y John Newton, como cabecillas de toda clase de
iniquidad. Pero, una vez llevado por Cristo, no debemos dudar de que
todo es perdonado. Podemos acercarnos con valor y tener acceso con
conIanza. Nuestros pecados e iniquidades, como los de María
Magdalena, ya no son recordados.
Señalemos en estos versículos, por último, cuánta debilidad hay en
ocasiones en la fe de los mejores cristianos. Tres veces en este pasaje
encontramos a S. Marcos describiendo la incredulidad de los once
apóstoles. Una vez, cuando María Magdalena les dijo que nuestro
Señor había resucitado, “no lo creyeron”. Luego, cuando nuestro Señor
se apareció a dos de ellos mientras caminaban, leemos que del resto
“ni aun a ellos creyeron”. Por último, cuando nuestro Señor se apareció
a ellos al sentarse a la mesa, se nos dice que “les reprochó su
incredulidad y dureza de corazón”. Quizá nunca hubo un ejemplo tan
sobresaliente de la falta de inclinación a creer aquello que es contrario
a antiguos prejuicios. Nunca hubo una prueba tan clara de cómo el
hombre olvida la clara enseñanza. A estos once hombres, nuestro
Señor les había dicho en repetidas ocasiones que resucitaría de nuevo.
Y, sin embargo, cuando llegó el momento, se olvidaron de todo y no
creyeron.
Sin embargo, vemos en las dudas de aquellos buenos hombres la
mano soberana de un Dios omnisciente. Si al Inal se convencieron
aquellos que eran tan incrédulos al principio, eso es una prueba muy
fuerte de que Cristo resucitó. Dios se gloría en sacar bien del mal. Las
mismas dudas de los once apóstoles son la conIrmación de nuestra fe
en estos últimos días.
Aprendamos de la incredulidad de los Apóstoles una lección práctica
útil para nosotros mismos. Dejemos de sorprendernos cuando
descubrimos que surgen dudas en nuestros corazones. Dejemos de
esperar la perfección de la fe en otros creyentes. Seguimos aún en el
cuerpo. Somos personas de pasiones parecidas a las de los Apóstoles.
No debemos extrañarnos de que nuestra experiencia sea en ocasiones
como la suya, y que nuestra fe, como la suya, a veces sea pequeña.
Resistamos la incredulidad valientemente. Vigilemos, oremos y
esforcémonos por ser liberados de su poder. Pero no saquemos la
conclusión de que nos falta la gracia porque a veces nos invaden las
dudas, ni supongamos que no tenemos parte ni suerte con los
Apóstoles a causa de los momentos en que experimentamos
incredulidad.
No dejemos de preguntarnos a nosotros mismos al dejar este pasaje
si hemos resucitado con Cristo y sido hechos participantes
espiritualmente de su resurrección. Esto, al In y al cabo, es lo que
necesitamos. Conocer los hechos del cristianismo con la cabeza y ser
capaces de defenderlos con nuestros labios no salvará nuestras almas.
Debemos presentarnos a Dios como vivos de entre los muertos (cf.
Romanos 6:13). Debemos resucitar de la muerte del pecado y caminar
en novedad de vida. Esto y solo esto es cristianismo salvador.

Marcos 16:15–18
Debemos notar, en primer lugar, en estos versículos, el encargo de
despedida que nuestro Señor les da a sus apóstoles. Se está dirigiendo
a ellos por última vez. Les señala su tarea hasta que Él vuelva con
palabras de amplio y profundo signiIcado: “Id por todo el mundo y
predicad el evangelio a toda criatura”.
El Señor Jesús quería que supiéramos que todo el mundo necesita el
Evangelio. El hombre es igual en todas partes del mundo: pecador,
corrupto y separado de Dios. Civilizado o no, en China o en África, es
por naturaleza igual en todas partes: carece de conocimiento,
santidad, fe y amor. Dondequiera que veamos a un hijo de Adán,
cualquiera que sea su color, vemos a alguien cuyo corazón es malvado
y que necesita la sangre de Cristo, la renovación del Espíritu Santo y la
reconciliación con Dios.
El Señor Jesús quería que supiéramos que la salvación del Evangelio
ha de ser ofrecida libremente a toda la Humanidad. Las alegres
noticias de que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su
Hijo unigénito” y de que “Cristo murió por los impíos” han de ser
proclamadas libremente “a toda criatura”. No tenemos justiIcación
para hacer excepción alguna en la proclamación. No estamos
autorizados a limitar el ofrecimiento a los elegidos. Incumplimos la
plenitud de las palabras de Cristo y limitamos la amplitud de lo que
dijo si no nos atrevemos a decirle a alguien: Dios está lleno de amor
por ti, Cristo está dispuesto a salvarte. “Y el que quiera, tome del agua
de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17).
Veamos en estas palabras de Cristo el más convincente argumento
a favor de la tarea misionera tanto en nuestro país como en el
extranjero. Recordando estas palabras, no nos cansemos de tratar de
hacer bien a las almas de toda la Humanidad. Si no podemos ir a los
paganos de China o del Indostán, tratemos de iluminar las tinieblas
que fácilmente encontraremos a nuestro alcance en la puerta de al
lado. Sigamos trabajando, inconmovibles a pesar de las burlas y los
insultos de aquellos que desaprueban las operaciones misioneras y las
desprecian. Podemos compadecernos de esas personas. Solo muestran
su ignorancia tanto de la Escritura como de la voluntad de Cristo. No
entienden “ni lo que hablan ni lo que aIrman” (1 Timoteo 1:7).
Debemos notar en estos versículos, en segundo lugar, los términos
que nuestro Señor nos dice que hay que ofrecer a todos los que
escuchen el Evangelio: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo;
mas el que no creyere, será condenado”. Cada palabra en esa frase es
de profunda importancia. Cada expresión en ella merece ser
considerada cuidadosamente.
Aquí se nos enseña la importancia del bautismo. Es una ordenanza
generalmente necesaria para la salvación allí donde se puede recibir.
No dice “el que creyere” simplemente, sino “el que creyere y fuere
bautizado, será salvo”. Hay miles de personas que, sin duda, no
reciben beneIcio alguno de su bautismo. Miles que han sido lavadas
en el agua sacramental pero que nunca han sido lavadas en la sangre
de Cristo. Pero eso no signiIca que haya que rechazar o despreciar el
bautismo. Es una ordenanza señalada por Cristo mismo y, cuando se
utiliza con reverencia, inteligencia y oración, va sin duda acompañada
de una bendición especial. El agua bautismal en sí no transIere gracia.
Debemos mirar por encima del mero elemento externo a Aquel que
ordenó utilizarlo. Pero la confesión pública de Cristo, que está implícita
en el uso del agua, es un acto sacramental que nuestro Maestro mismo
ha ordenado; y, cuando la ordenanza se utiliza correctamente,
podemos con conIanza creer que Él la sella con su bendición.
Se nos enseña aquí, además, la absoluta necesidad de la fe en
Cristo para la salvación. Eso es lo único necesario. “El que no creyere”
es quien se perderá eternamente. Puede haber sido bautizado y ser
miembro de la Iglesia visible. Puede participar de forma regular en la
Mesa del Señor. Puede hasta creer intelectualmente en todos los
principales artículos del Credo. Pero nada le aprovecharán si carece de
fe salvadora en Cristo. ¿Tenemos nosotros esta fe? Esta es la gran
pregunta que nos concierne a todos. A no ser que reconozcamos
nuestros pecados y vayamos a Cristo por la fe y nos aferremos a Él,
con el tiempo descubriremos que mejor nos sería no haber nacido.
Se nos enseña aquí, además, la certeza de los juicios de Dios sobre
aquellos que mueren en incredulidad. “El que no creyere, será
condenado”. ¡Qué terribles suenan esas palabras! ¡Cuán tremendo el
pensamiento de que proceden de Aquel que dijo: “Mis palabras no
pasarán”! Que nadie se engañe con palabras vanas. Hay un InIerno
eterno para todos aquellos que persistan en su maldad y se vayan de
este mundo sin creer en Cristo. Cuanto mayor es la misericordia que se
nos ofrece en el Evangelio, mayor será la culpa de aquellos que con
obstinación rehúsan creer. “¡Ojalá fueran sabios, que comprendieran
esto, y se dieran cuenta del In que les espera!” (Deuteronomio 32:29).
Aquel que murió en la Cruz nos ha advertido claramente que hay un
InIerno y que los que no crean serán condenados. ¡Prestemos atención
para que no se nos haga en vano esta advertencia!
Debemos notar en estos versículos, Inalmente, las promesas de
ayuda especial que nuestro Señor por su gracia ofrece a sus apóstoles
en sus palabras de despedida. Conocía bien las enormes diIcultades
de la obra que les acababa de encomendar. Conocía bien la terrible
batalla que tendrían que luchar contra el ateísmo, el mundo y el diablo.
Por tanto, les anima diciéndoles que su obra iría acompañada de
milagros: “Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre
echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las
manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño;
sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán”. En Hechos de los
Apóstoles se encuentra el cumplimiento de la mayoría de estas
promesas.
La era de los milagros, sin duda, hace tiempo que pasó. Nunca se
pretendió que continuaran tras el establecimiento de la Iglesia. Solo al
principio, cuando las plantas se han sembrado, necesitan ser regadas y
cuidadas cada día. Toda la analogía de la relación de Dios con su
Iglesia nos prohíbe esperar que los milagros continúen siempre. En
realidad, los milagros dejarían de serlo si sucedieran regularmente sin
parar o interrumpirse. Es bueno recordar esto. Puede salvarnos de
mucha confusión.
Pero, aunque la era de los milagros físicos haya pasado, podemos
animarnos con el pensamiento de que la Iglesia de Cristo nunca
carecerá de una ayuda especial en tiempos de necesidad especial. La
gran Cabeza celestial nunca abandonará a sus miembros creyentes.
Sus ojos están continuamente sobre ellos. Siempre les dispensará su
ayuda con sabiduría y los socorrerá el día que sea necesario: “Vendrá
el enemigo como río; más el Espíritu de Jehová levantará bandera
contra él” (Isaías 59:19).
Por último, nunca olvidemos que la Iglesia creyente en Cristo en
todo el mundo es en sí un milagro permanente. La conversión y la
perseverancia en la gracia de cada miembro de esa Iglesia es una
señal y un milagro tan grande como la resurrección de Lázaro. La
renovación de cada santo es una gran maravilla, como la expulsión de
un demonio, la sanidad de un enfermo o hablar en una nueva lengua.
Demos gracias a Dios por esto y animémonos. La era de los milagros
espirituales no ha pasado aún. Bienaventurados aquellos que han
aprendido esto por experiencia y pueden decir: Yo estaba muerto y he
vuelto a la vida, estaba ciego y ahora veo.

Marcos 16:19–20
Estas palabras constituyen la conclusión del Evangelio de S. Marcos.
Aunque el pasaje es breve, se trata de una conclusión idónea para la
historia del ministerio terrenal de nuestro Señor Jesucristo. Nos dice
adónde fue nuestro Señor cuando dejó este mundo y ascendió a lo
alto. Nos dice lo que experimentaron sus discípulos cuando su Maestro
los dejó y lo que todos los verdaderos cristianos pueden esperar hasta
que Él vuelva.
Señalemos en estos versículos el lugar al que fue nuestro Señor
cuando terminó su obra en la Tierra y el lugar donde está en la
actualidad. Se nos dice que “fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a
la diestra de Dios”. Regresó a aquella gloria que tenía con el Padre
antes de venir al mundo. Recibió, como nuestro victorioso Mediador y
Redentor, la más elevada posición de dignidad y poder en el Cielo que
nuestras mentes pueden concebir. Allí está sentado, no ocioso, sino
llevando a cabo la misma obra bendita por la que murió en la Cruz. Allí
vive intercediendo siempre por todos aquellos que por Él se acercan a
Dios y a los que puede salvar perpetuamente (cf. Hebreos 7:25).
Hay gran consuelo aquí para todos los verdaderos cristianos. Viven
en un mundo malvado. Con frecuencia están preocupados y cargados
con muchas cosas y caen gravemente en la debilidad y las Haquezas.
Viven en un mundo moribundo. Sienten que sus cuerpos van fallando y
cediendo cada vez más. Tienen ante ellos la terrible perspectiva de
partir pronto a un mundo desconocido. ¿Qué puede alentarlos? Deben
descansar en el pensamiento de que su Salvador está en el Cielo
siempre dispuesto a ayudar, nunca inactivo ni durmiendo. Deben
recordar que, aunque ellos duerman, Jesús está despierto; aunque
ellos desmayen, Jesús nunca se cansa; aunque ellos sean débiles, Jesús
es todopoderoso; y aunque ellos mueran, Jesús vive eternamente.
¡Bendito sea este pensamiento! Nuestro Salvador, aunque invisible, es
realmente una persona viva. Viajamos hacia una morada donde
nuestro mejor Amigo ha ido antes a preparar un lugar para nosotros
(Juan 14:2). El precursor ha entrado y ha preparado las cosas. No nos
sorprende que Pablo exclame: “¿Quién es el que condenará? Cristo es
el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a
la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Romanos
8:34).
Señalemos en estos versículos, por otro lado, la bendición que
nuestro Señor Jesucristo otorga a todos aquellos que trabajan
.elmente para Él. Se nos dice que, cuando los discípulos salieron y
predicaron, el Señor les ayudó y conIrmó “la palabra con las señales
que la seguían”.
Conocemos bien por Hechos de los Apóstoles y por las páginas de la
historia de la Iglesia la forma en que estas palabras demostraron ser
ciertas. Conocemos que los primeros frutos que recogieron los obreros
en los campos de Cristo fueron prisiones y aHicciones, persecución y
oposición. Pero también sabemos que, a pesar de todos los esfuerzos
de Satanás, la Palabra de verdad no fue predicada en vano. De vez en
cuando se iban reuniendo creyentes que salían del mundo. Se
establecieron iglesias de santos en una ciudad tras otra y en un país
tras otro. La pequeña semilla del cristianismo creció gradualmente
hasta llegar a ser un gran árbol. Cristo mismo luchó denodadamente
junto a sus propios obreros y, a pesar de todo obstáculo, su obra siguió
adelante. La buena semilla nunca se desperdició totalmente. Antes o
después, hubo “señales que la seguían”.
No dudemos de que estas cosas se escribieron para animarnos
hasta la llegada del In del mundo. Creamos que nadie trabajará nunca
Ielmente para Cristo para descubrir al Inal que su obra no ha servido
para nada. Continuemos trabajando con paciencia, cada uno en su
propia situación. Prediquemos, enseñemos, hablemos, escribamos,
advirtamos, testiIquemos y tengamos la seguridad de que nuestro
trabajo no es en vano. Puede que muramos sin ver resultados de
nuestra obra. Pero es seguro que el último día se demostrará que el
Señor Jesús siempre trabajó con aquellos que trabajaban para Él y que
hubo señales que siguieron esa obra aunque no se le permitiera al
obrero verlas. Estemos entonces “Irmes y constantes, creciendo en la
obra del Señor siempre”. Quizá continuemos en nuestro camino a
duras penas y sembremos con muchas lágrimas; pero, si sembramos la
preciosa semilla de Cristo, volveremos “a venir con regocijo, trayendo
[nuestras] gavillas” (1 Corintios 15:58; Salmo 126:6).
Y ahora cerremos las páginas del Evangelio de S. Marcos con un
examen de conciencia examinándonos a nosotros mismos. No nos
conformemos con haber visto con nuestros ojos y oído con nuestros
oídos las cosas escritas aquí para aprender acerca de Jesucristo.
Preguntémonos si sabemos que Cristo mora por la fe en nuestros
corazones. ¿Da el Espíritu testimonio a nuestro espíritu de que Cristo
es nuestro y nosotros somos suyos? ¿Podemos decir verdaderamente
que estamos viviendo la vida de fe en el Hijo de Dios y que hemos
descubierto por experiencia que Cristo es precioso para nuestras
almas? Son preguntas muy serias que requieren ser consideradas. ¡No
descansemos hasta poder darles una respuesta satisfactoria! “El que
tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la
vida” (1 Juan 5:12).

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